Obras de S. Freud: El delirio y los sueños en la «Gradiva» de W. Jensen (1907 [1906])

Nota introductoria

De los análisis de obras literarias efectuados por Freud, este fue el primero que se publicó, aparte, desde luego, de sus comentarios sobre Edipo rey y Hamlet en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, págs. 270-4. Le había antecedido, no obstante, su breve análisis, enviado a Fliess con la carta del 20 de junio de 1898 (Freud, 1950a, Carta 91), de un cuento de Conrad Ferdinand Meyer, «Die Richterin» {La juez}.

Según nos informa Ernest Jones (1955, pág. 382), fue Jung quien advirtió a Freud sobre la existencia de la obra de Jensen, y se ha dicho que Freud escribió el presente trabajo especialmente para complacer a Jung. Esto acontecía en el verano de 1906, varios meses antes de que Freud y Jung tuvieran su primer encuentro, y por ende el episodio fue el heraldo de las cordiales relaciones que mantuvieron durante cinco o seis años. El estudio de Freud se publicó en mayo de 1907 y poco después él le envió un ejemplar a Jensen. A ello siguió una corta correspondencia, a la que se alude en el «Posfacio a la segunda edición»; las tres esquelas que constituyeron el aporte de Jensen a este intercambio epistolar (datadas el 13 de mayo, 25 de mayo y 14 de diciembre de 1907) fueron publicadas en Psychoanalytische Bewegung, 1 (1929). Estas misivas son de tono muy amable y dan la impresión de que Jensen se sintió halagado por el análisis que realizó Freud de su cuento; incluso parece aceptar los lineamientos principales de su interpretación. En particular, declara que no recuerda haber replicado «con algún desabrimiento» cuando alguien (aparentemente Jung) le preguntó si tenía algún conocimiento acerca de las teorías de Freud.

Dejando de lado el significado más profundo que Freud apreció en la obra de Jensen, no hay duda de que en ella debe de haberle atraído especialmente el escenario en que fue situada. Su interés por Pompeya tenía antigua raigambre; en su correspondencia con Fliess lo evidencia más de una vez. Así, como asociación a la palabra «via» de uno de sus sueños brinda «las calles de Pompeya, que estoy estudiando». Esto ocurría el 28 de abril de 1897 (Freud, 1950a, Carta 60), AE, 1, pág. 287, varios años antes de su visita a Pompeya, que tuvo lugar en setiembre de 1902. Sobre todo, lo fascinaba la analogía entre el destino histórico de Pompeya (su sepultamiento y la excavación ulterior) y los fenómenos psíquicos que le eran tan familiares -el sepultamiento por represión y la excavación del análisis-. Algo de esta analogía le fue sugerido por el propio Jensen, y aquí, como también en otros contextos, Freud se complugo en elaborarla.

Al leer este estudio de Freud conviene tener presente el lugar que cronológicamente ocupa entre sus obras como uno de sus primeros trabajos psicoanalíticos. Fue escrito sólo un año después de la primera publicación del historial clínico de «Dora» (1905e) y de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d). De hecho, insertos en el análisis de Gradiva se hallan no únicamente una síntesis de su explicación de los sueños sino también el primero, quizá, de sus trabajos de divulgación sobre la teoría de la neurosis y la acción terapéutica del psicoanálisis. Es imposible no admirar la habilidad, casi digna de un prestidigitador, con la que extrae un material tan rico de lo que a primera vista no es más que una anécdota ingeniosa. Pero sería erróneo subestimar el papel que le cupo en el resultado, siquiera inconcientemente, al mismo Jensen.

James Strachey.

I

En un círculo de hombres para quienes es un hecho que el empeño del autor de esta obra ha resuelto los enigmas más esenciales del sueño, despertó cierto día la curiosidad de abordar aquellos sueños que jamás fueron soñados, sino creados por poetas y atribuidos a unos personajes de invención dentro de la trama de un relato. La propuesta de someter a indagación este género de sueños acaso pareciera ociosa y sorprendente; pero desde un ángulo se la podía considerar justificada. En efecto, en modo alguno es creencia compartida que el sueño sea algo provisto de sentido e interpretable. La ciencia y la mayoría de las personas cultas sonríen cuando se les propone la tarea de una interpretación de los sueños; sólo el pueblo apegado a la superstición, que en esto no hace sino prolongar las convicciones de la Antigüedad, persevera en concebir interpretables los sueños; y el autor de La interpretación de los sueños ha osado tomar partido por los antiguos y por los supersticiosos contra el veto de la ciencia estricta. Bien lejos está, por cierto, de reconocer en el sueño un anuncio del futuro, en cuya revelación el hombre se ha afanado siempre, y siempre en vano, con toda clase de recursos ilegítimos. Pero tampoco podría desestimar en todas sus partes la referencia del sueño al futuro, pues tras dar cima a un laborioso empeño de traducción, el sueño se le presentó como un deseo que el soñante se figura como cumplido: ¿y quién pondría en duda que los deseos suelen dirigirse predominantemente al futuro?

Acabo de decir que el sueño es un deseo cumplido. A quien no le arredre reelaborar por sí mismo un libro difícil, quien no pida que para ahorrársele esfuerzos un enmarañado problema le sea expuesto de una manera fácil y sencilla, en detrimento de la exactitud y la verdad, ese puede buscar en la ya mencionada obra La interpretación de los sueños una circunstanciada prueba de aquella tesis, y hasta que ese momento llegue, dejar en suspenso las objeciones a la equiparación de sueño y cumplimiento de deseo, que seguramente le acudirán.

Pero nos hemos adelantado demasiado. Es que no se trata aún de comprobar si el sentido de un sueño puede ser reflejado en todos los casos mediante un deseo cumplido, o bien con igual frecuencia lo seria por una expectativa angustiada, un designio, una reflexión, etc. Más bien lo que está en cuestión es si el sueño en general posee un sentido, si debe concedérsele el valor de un proceso anímico. La ciencia responde por la negativa; declara al soñar un proceso puramente fisiológico, tras el cual, en consecuencia, sería vano buscar un sentido, un significado, un propósito. Unos estímulos corporales tocarían sobre el instrumento anímico mientras se duerme y así llevarían hasta la conciencia ora esta, ora estotra representación arrancada de la armonía total del alma. Los sueños sólo serían respingos, en modo alguno comparables a unos movimientos expresivos de la vida anímica.

En esta polémica sobre la apreciación del sueño, sólo los poetas parecen situarse del mismo lado que los antiguos, que el pueblo supersticioso y que el autor de La interpretación de los sueños. En efecto, cuando hacen soñar a esos personajes que su fantasía ha plasmado, responden a la cotidiana experiencia de que el pensar y sentir de los hombres prosigue en su dormir; y lo que ellos procuran no es otra cosa que pintar los estados de alma de sus héroes por medio de los sueños que les sobrevienen. Ahora bien, los poetas son unos aliados valiosísimos y su testimonio ha de estimarse en mucho, pues suelen saber de una multitud de cosas entre cielo y tierra con cuya existencia ni sueña nuestra sabiduría académica.  Y en la ciencia del alma se han adelantado grandemente a nosotros, hombres vulgares, pues se nutren de fuentes que todavía no hemos abierto para la ciencia. ¡Ah! ¡Con tal que fuera inequívoco el pronunciamiento del poeta en favor del sentido de los sueños! Es que una crítica más severa podría objetar que él no toma partido ni en favor ni en contra del significado psíquico del sueño singular; se limita a mostrar cómo el alma durmiente se estremece bajo las excitaciones que conservaron en ella su eficacia como emisarias de la vida despierta.

Sin embargo, este desencanto no embotará nuestro interés por el modo en que los poetas se sirven del sueño. Si la indagación no está destinada a enseñarnos nada nuevo sobre la esencia de los sueños, acaso nos permita atisbar desde este ángulo un pequeño panorama sobre la naturaleza de la producción literaria. Es cierto que ya los sueños reales se consideran producciones desenfrenadas y exentas de reglas: ¡qué no serán entonces unas libres replasmaciones de esos sueños! Pero en la vida anímica hay mucho menos libertad y libre albedrío de lo que nos inclinamos a suponer; acaso ni siquiera los haya. Harto sabido es: lo que llamamos contingencia en el mundo ahí fuera se resuelve en leyes; y también descansa en leyes -oscuramente vislumbradas por ahora- lo que en lo anímico llamamos «libre albedrío». Veamos, entonces.

Dos caminos habría para esa indagación. Uno, profundizar en un caso especial, en las creaciones oníricas de una sola obra de cierto autor. El otro consistiría en recopilar y cotejar todos los ejemplos de empleo de los sueños que pudieran hallarse en las obras de diversos autores. El segundo camino parece sin duda el más acertado, y acaso el único lícito, pues a poco andar nos libra de los perjuicios que conlleva adoptar el artificial concepto unitario de «el poeta». Por obra de la indagación, esta unidad se nos descompone en los poetas individuales de muy diversa valía, en algunos de los cuales solemos venerar a los conocedores más profundos de la vida anímica humana. A pesar de lo dicho, ocupará estas páginas una indagación del primer tipo. En aquel círculo de hombres en que nació la sugerencia, las cosas sucedieron así: Alguien se acordó de que en la obra literaria con que últimamente se deleitara había varios sueños que le ofrecieron, por así decir, un rostro familiar, tentándolo a ensayar en ellos el método de La interpretación de los sueños. Confesó que el tema y el lugar de esa breve composición habían desempeñado la parte principal en su deleite: la historia se desenvolvía en el suelo de Pompeya y trataba de un joven arqueólogo que perdió interés en la vida por consagrárselo a los restos del pasado clásico, y era devuelto al presente por un rodeo asombroso, pero de todo punto correcto. Y mientras trataba ese material genuinamente poético, en el lector se movieron toda clase de resonancias emparentadas y acordes con aquel. Pues bien, esa obra era la novela breve Gradiva, de Wilhelm Jensen, definida por su propio autor como «fantasía pompeyana».

Y ahora debería pedir, en verdad, a todos mis lectores que dejaran este folleto y lo sustituyeran durante un buen tiempo por Gradiva, aparecida en librerías en 1903; así podré referirme en lo que sigue a algo familiar. Empero, para quienes ya han leído Gradiva, devolveré a su memoria el contenido del relato mediante una breve síntesis, confiando en que desde su propio recuerdo le restablezcan todo el encanto que yo no le puedo dar.

Un joven arqueólogo, Norbert Hanold, ha descubierto en una colección de antigüedades, en Roma, un bajorrelieve que lo atrae con exclusión de cualquier otra cosa, a punto tal que le causa gran alegría poder conservar de él un excelente calco en yeso que colgará en una pared de su gabinete de trabajo, situado en una ciudad universitaria alemana, donde podrá estudiarlo con interés. Figura a una joven doncella, pero que ya no es una niña, en tren de andar; recoge un poco su vestido, que le cae en abundantes pliegues, de suerte que pueden verse sus pies calzados con sandalias. Uno descansa de lleno sobre el piso, mientras el otro, en el amago de seguirlo, apenas roza el suelo con la punta de los dedos en tanto la planta y el talón se elevan casi verticalmente.  La manera de caminar ahí figurada, inhabitual y de un particular encanto, probablemente atrajo la atención del artista y tantos siglos después aún cautivaba la mirada de nuestro contemplador arqueológico.

El interés de nuestro héroe por el bajorrelieve descrito es el hecho psicológico fundamental del relato. No es fácilmente explicable: «El doctor Norbert Hanold, profesor de arqueología, en realidad no hallaba nada digno de nota para su ciencia en ese bajorrelieve». «No atinaba a explicarse qué podía haberle llamado la atención en él. Pero lo cierto era que algo le atrajo, y este efecto de la primera mirada se mantuvo sin mengua desde entonces». Y su fantasía se ocupa sin descanso de esa imagen. El le descubre un cierto «ahora», como si el artista hubiera fijado su visión «del natural» por la calle. Confiere un nombre a esta doncella figurada en el acto de andar: «Gradiva», «la que avanza»; fabula que es sin duda la hija de una casa noble, quizá «de un aedilis patricio que ejercía su cargo en nombre de Ceres», y que por eso se encamina al templo de la diosa. Luego hay algo en él que se resiste a incluir su apariencia calma y sosegada en la maquinaria de una gran ciudad; llega a convencerse, de que es preciso situarla más bien en Pompeya, y es allí donde camina sobre esas curiosas piedras que acababan de desenterrarse y que en tiempo lluvioso servían de calzada para cruzar de un lado al otro de la calle, a la vez que permitían el paso de los carruajes. El perfil de su rostro se le antoja de tipo griego, e indudable su linaje helénico; de esta manera, toda su ciencia sobre la Antigüedad entra paulatinamente al servicio de las fantasías que va tejiendo en torno de la figura que sirvió de original al bajo-rrelieve.

Pero, luego lo asedia un pretendido problema científico que demanda solución. Para él se trata de dirimir un juicio crítico: «¿Había tomado el artista del natural la manera de andar que fijó en Gradiva?». El no logró imitarla; y entonces, en su afán de averiguar la «realidad efectiva» de esa manera de andar, dio en «aclarar las cosas haciendo por sí mismo observaciones del natural». Ello lo forzó, es cierto, a obrar de un modo que le era por completo ajeno: «El sexo femenino había sido hasta ese momento para él una entelequia de mármol o de terracota, y jamás había prestado la menor atención a sus coetáneas». Las reuniones sociales le parecieron siempre un fastidio inevitable; tanto no veía ni escuchaba a las jóvenes damas con quienes le tocaba compartirlas que, topándose por la calle con las que poco antes habían compartido con él una tertulia, pasaba de largo sin saludarlas; esto, desde luego, no lo presentaba ante ellas bajo una luz favorable. No obstante, l~ tarea científica que se había impuesto lo constriñó a mirar con celo por la calle los pies que llegaban a descubrirse de señoras y doncellas, hiciera buen tiempo o lloviese, y sobre todo cuando esto último sucedía; semejante actividad le valió muchas miradas de disgusto y no pocas de aliento de las así observadas; «pero él no atendía a lo uno ni a lo otro». El resultado de esos prolijos estudios no pudo menos que ser este: el andar de Gradiva no se registraba en la realidad, lo cual le hacía lamentarse y lo llenaba de disgusto.

Poco después tuvo un sueño que le deparó terrible angustia: lo trasladó a la antigua Pompeya el día de la erupción del Vesubio y lo hizo testigo del sepultamiento {Untergang} de la ciudad. «De pronto, estando en el borde del Forum, junto al templo de Júpiter, vio a Gradiva a corta distancia frente a sí; hasta ese momento ni se le había ocurrido que ella pudiera estar ahí, pero ahora todo se le aclaró de golpe y le pareció natural que, siendo nacida en Pompeya, viviera en la ciudad de sus padres y, sin que él lo hubiese notado, fuese su contemporánea». La angustia por el destino que se cernía sobre ella le arrancó un grito de advertencia, ante el cual la aparición que sosegada avanzaba volvió hacía él su rostro. Pero sin atender más prosiguió su camino hasta el porticus del templo y allí se sentó en una de las gradas, sobre la cual reclinó lentamente su cabeza, al par que su rostro empalidecía más y más como si se trasmudara en blanco mármol. El se acercó corriendo y la halló tendida sobre la espaciosa grada, como durmiendo con expresión serena; al fin, su figura desapareció cubierta por la lluvia de ceniza.

Al despertar, creía oír todavía la confusa grita de los moradores de Pompeya en busca de salvación, y el bramido sordo y amenazador del mar embravecido. Pero aun después que recobró el sentido de las cosas y hubo discernido en esa algarabía el alboroto de la gran ciudad que despertaba a su ajetreo, durante un buen rato siguió creyendo en la realidad de lo soñado; cuando por fin se libró de la representación de que él mismo había presenciado el sepultamiento de Pompeya dos milenios antes, le quedó como convencimiento verídico que Gradiva había vivido en Pompeya y allí resultó enterrada en el año 79. Tal continuación hallaron sus fantasías sobre Gradiva por el duradero efecto de ese sueño, que sólo ahora la lloraba como a difunta.

Mientras prisionero de estos pensamientos miraba por la ventana, . atrajo su atención un canario que por una ventana abierta de la casa lindera dejaba oír, desde la jaula, su canción. De pronto, algo como un sacudimiento estremeció al que no parecía del todo despierto de su sueño. Creía haber visto por la calle una figura como la de su Gradiva, y aun haberla discernido por su característico caminar; sin pensarlo más se lanzó a la calle para darle alcance, y sólo la risa, y las burlas de la gente por su impropio atuendo matinal lo devolvieron con rapidez a su vivienda. En su cuarto, lo ocupó otra vez el canario que cantaba en la jaula, incitándolo a establecer una comparación con su propia persona.

También él se encontraba como en la jaula, sólo que -pensó- le resultaba más fácil abandonarla. Como si siguiera bajo el efecto del sueño, acaso también bajo el influjo del tibio aire primaveral, se plasmó en él la decisión de emprender un viaje de primavera a Italia; pronto le halló un pretexto científico, aunque «la impulsión a viajar le había nacido de una sensación inefable».

Abandonamos por un momento este viaje de motivación asombrosamente vaga para considerar mejor la personalidad y el trajín de nuestro héroe. Todavía nos parece incomprensible y necio; no vislumbramos el camino por el cual su necedad particular se enlazaría con lo humano para conquistarse nuestra simpatía. Es privilegio del poeta dejarnos en esa incertidumbre; con la belleza de su lenguaje y sus atinadas ocurrencias nos premia provisionalmente la confianza que en él depositamos y la simpatía, inmerecida aún, que aprontamos hacia su héroe. Acerca de este nos comunica, además, que ya por tradición familiar estaba destinado a ser un investigador de las antigüedades clásicas, y luego de quedar solo y en posición económica independiente se consagró por entero a su ciencia, extrañándose de la vida y sus goces. Para su sentimiento, el mármol y el bronce eran lo único realmente vivo, aquello en que se expresaba el fin y el valor de la vida humana. Empero, y acaso con benévolo propósito, la naturaleza había instilado en su sangre un correctivo completamente acientífico: una vivísima fantasía, que no sólo en sueños, sino hasta en la vigilia, solía arrebatarlo. Esa segregación de la fantasía respecto de la capacidad de pensar lo destinaba a ser poeta o neurótico, lo incluía entre aquellos hombres cuyo reino no es de este mundo. Así pudo sucederle que su interés se prendara de un bajorrelieve en que se figuraba a una doncella de paso singular, que la urdiera en sus fantasías, le fabulara un nombre y un linaje, situara luego a ese personaje por él creado en la Pompeya enterrada más de 1.800 años antes, y por último, tras un curioso sueño de angustia, elevara la fantasía de la existencia y el sepultamiento de la doncella llamada Gradiva a la condición de un delirio que cobró influjo sobre sus actos. Raras e impenetrables nos parecerían esas operaciones de la fantasía si las encontráramos en alguien realmente vivo. Como nuestro héroe Norbert Hanold es una criatura de su autor, acaso nos gustaría preguntar tímidamente a este si su fantasía estuvo comandada por otros poderes que los de su propio albedrío.

Dejamos a nuestro héroe en el momento en que, al parecer por obra del canto de un canario, fue movido a emprender un viaje a Italia, cuyo motivo, es evidente, no le resultaba claro. Y luego nos enteramos de que ni siquiera se atuvo con firmeza a la meta y el fin de ese viaje. Un desasosiego y una insatisfacción interiores lo empujaron de Roma a Nápoles, y más lejos aún. Topó con el entusiasmo de las parejas en viaje de bodas, viéndose entonces forzado a ocuparse de los tiernos «August» y «Grete», absolutamente incapaz de comprender su obrar y trajinar. De tal modo, llegó a concluir que entre todas las necedades de los seres humanos «la de casarse ocupaba sin duda el primer puesto, como la mayor y la más inconcebible; y sus absurdos viajes de bodas a Italia coronaban, por así decir, esa locura». En Roma, la vecindad de una tierna pareja turbó su dormir; enseguida se precipitó a Nápoles, sólo para reencontrar allí otros «August» y «Grete». Como de sus pláticas creyó sacar en limpio que la mayoría de estos casales no pensaban anidar entre el cascajo de Pompeya, sino dirigir su vuelo hacia Capri, se resolvió a hacer lo que no hacían ellos; y así, «contra toda expectativa y todo deliberado propósito», a pocos días de su partida se encontró en Pompeya.

Sin embargo, tampoco ahí halla el reposo que busca. El papel que antes desempeñaron las parejas en viaje de bodas, que inquietaban su ánimo y asediaban sus sentidos, lo cumple ahora la mosca doméstica, en la que se inclina a ver la encarnación del mal absoluto y de lo absolutamente superfluo. Ambas clases de espíritus martirizadores se le confundieron en una unidad: numerosas parejas de moscas le recordaban a las humanas en viaje de bodas, y podía conjeturar que en su lengua también se apelarían «mi incomparable August» y «mi dulce Grete». Por fin, no pudo dejar de reconocer que «su insatisfacción no nacía sólo de lo que hallaba en su entorno; en parte, brotaba de él mismo». «Se sentía desazonado, algo le faltaba y no podía precisar qué».

A la mañana siguiente se encaminó a Pompeya a través del «Ingresso»; tras despedir al guía, erró sin rumbo por la ciudad sin acordarse -asombrosamente- de que poco antes había asistido en sueños a su enterramiento. Después, cuando en la «ardiente, sagrada» hora del mediodía, que los antiguos consideraban la hora de los espíritus, los otros visitantes se hubieron retirado a guarecerse y las ruinas desiertas y relumbrantes de sol yacían frente a él, se le despertó la capacidad para remontarse hasta la vida sumergida, pero no con el auxilio de la ciencia. «Lo que esta enseñaba era una inerte visión arqueológica, y lo que acudía a sus labios, una lengua filológica, muerta. Y ello de nada valía para capturar las cosas con el alma, el ánimo, el corazón o como se quisiera decir; pero quien tuviera el ansia de hacerlo debía permanecer aquí, en la ardiente paz del mediodía, solo, único ser vivo entre las reliquias del pasado, y no para ver ni escuchar con ojos y oídos corporales. Entonces . . . despertaban los muertos y Pompeya empezaba a revivir».

Mientras así anima el pasado con su fantasía, ve de pronto a la inconfundible Gradiva de su bajorrelieve; con su andar alígero y grácil, marcha por las piedras de lava de la calzada para cruzar al otro lado de la calle, tal y como la viera en el sueño de aquella noche, cuando se recostó como para dormir sobre las gradas del templo de Apolo. «Y junto con este recuerdo, otra cosa más le acudió por primera vez a la conciencia: Había viajado a Italia y seguido su viaje hasta Pompeya, sin detenerse apenas en Roma y Nápoles, y desconociendo la impulsión interior que lo movía, para tratar de descubrir allí huellas de su paso. Y esto último en el sentido literal, pues dada su particularísima manera de caminar tenía que haber dejado en la ceniza la impronta de sus dedos, que se distinguiría de todas las demás».

La tensión en que el poeta nos ha mantenido hasta ahora se acrecienta en este lugar hasta extremarse por un momento en penosa perplejidad. No es sólo nuestro héroe quien manifiestamente ha perdido el equilibrio; nosotros mismos nos encontramos desorientados ante la aparición de Gradiva, hasta allí una figura de piedra y una imagen de la fantasía. ¿Es una alucinación de nuestro héroe deslumbrado por el delirio, un espectro «real», o una persona de carne y hueso? Y no es que debamos creer en espectros para formular esas alternativas. El autor, que ha subtitulado «fantasía» a su relato, no ha hallado todavía ocasión ninguna de aclarar si se propone dejarnos en este universo nuestro que se proclama positivo, gobernado por las leyes de la ciencia, o conducirnos a algún otro mundo fantástico en que se atribuyera realidad a espíritus y espectros. Como lo demuestran los ejemplos de Hamlet, de Macbeth, estaríamos prontos a internarnos con él, sin vacilar, en un universo así. En ese caso habría que medir con otro rasero el delirio de ese arqueólogo embelesado de fantasía. Y si consideramos cuán improbable sería la existencia real de una persona que en su aparición se mostrara idéntica a aquella antigua imagen de piedra, nuestra serie de posibilidades se reduce a una alternativa: alucinación o espectro del mediodía. Un pequeño trazo de la descripción pronto elimina la primera posibilidad. Una gran lagartija yace inmóvil, extendida al rayo del sol, y hete aquí que, al acercarse el pie de Gradiva, huye arrastrándose por las piedras de lava de la calle. Entonces no era una alucinación, sino algo exterior a los sentidos de nuestro soñante. Pero, ¿la realidad de una rediviva habría de espantar a una lagartija?

Delante de la Casa de Meleagro desaparece Gradiva. No nos asombra que Norbert prosiga su delirio diciéndose que en torno de él Pompeya ha empezado a revivir en la hora meridiana de los espíritus, y por eso también Gradiva ha vuelto a la vida e ingresa en la casa donde moraba hasta aquel fatal día de agosto del año 79. Devana agudas conjeturas sobre la personalidad del propietario que habría dado su nombre a esa casa, y así muestra que ahora su ciencia ha entrado íntegra al servicio de su fantasía. Ya en el interior de esa casa, redescubre de pronto a la aparición sentada sobre unas gradas bajas entre dos columnas amarillas. «Sobre sus rodillas yacía algo blanco desplegado que su vista no alcanzaba a distinguir con claridad; le pareció una hoja de papiro… ». Bajo las premisas de la última combinación que había urdido acerca de su linaje, se dirigió a ella en griego, aguardando temeroso el averiguar de ese modo si en su existencia aparente le había sido deparada la facultad del lenguaje. Como no le respondiera, trocó su alocución por una en latín. Entonces se escuchó, de sonrientes labios: «Si quiere usted hablar conmigo, es preciso que lo haga en alemán».

¡Qué bochorno para nosotros, lectores! Conque también a nosotros nos ha burlado el autor instilándonos, como por reflejo del reverberante sol de Pompeya, un pequeño delirio que nos obliga a juzgar más benignamente al pobrecillo sobre quien quema, sí, el verdadero sol del mediodía. Pero ahora, restablecidos de esa breve confusión, sabemos que Gradiva es una muchacha alemana de carne y hueso, justo lo que nos parecía más inverosímil. Entonces tenemos derecho a esperar con calmosa superioridad hasta averiguar el vínculo que pueda existir entre la muchacha y su figura en piedra, y cómo nuestro joven arqueólogo dio en esas fantasías referidas a la personalidad real de ella.

No tan rápido como nosotros fue arrancado nuestro héroe de su delirio, pues «si la fe redimía -dice el autor-, le era preciso aceptar una buena suma de cosas incomprensibles», y además es probable que ese delirio tenga en su interioridad unas raíces de las que nada sabemos y a nosotros nos faltan. Sin duda precisaría de un tratamiento a fondo que lo recondujera a la realidad. Por el momento no puede hacer más que adecuar su delirio a la maravillosa experiencia que acaba de hacer. Gradiva, sepultada junto con Pompeya, no puede ser sino un espectro del mediodía retornado a la vida en la breve hora de los espíritus. Pero, ¿por qué se le escapa a Hanold, tras aquella respuesta dada en lengua alemana, la exclamación: «¡Yo sabía que así era el sonido de tu voz!»? No sólo nosotros; la misma muchacha se ve llevada a preguntarlo, y él debe admitir que nunca ha escuchado esa voz, pero esperaba oírla aquella vez, en el sueño, cuando la llamó mientras ella se recostaba en las gradas del templo para dormir. Le ruega que vuelva a hacerlo como entonces, pero ella se pone en pie, le dirige una mirada de extrañeza y desaparece a los pocos pasos entre las columnas del atrio. Un momento antes había revoloteado una bella mariposa, y él la interpreta como mensajera del Hades para indicar el regreso a la difunta, pues expiraba la hora meridiana de los espíritus. Hanold alcanza a enviar todavía a la que desaparece el llamado: «¿Regresarás mañana aquí a la hora del mediodía?». Pero a nosotros, proclives ahora a interpretaciones más sobrias, casi nos parece que la joven dama ha visto algo inaudito en el ruego que Hanold le dirigió y por eso lo deja, ofendida, pues nada podía saber sobre su sueño. ¿Acaso su fina sensibilidad no habrá columbrado la naturaleza erótica del ruego, que para Hanold estaba motivado por referencia a su sueño?

Tras la desaparición de Gradiva, nuestro héroe pasa revista a todos los huéspedes presentes a la mesa del Hotel Diomede, y luego también a los del Hotel Suísse; puede decirse entonces que en ninguno de los dos albergues de Pompeya, los únicos de que tenía noticia, hay una persona que posea el más remoto parecido con Gradiva. Desde luego que habría debido rechazar como un contrasentido la expectativa de encontrar realmente a Gradiva en alguno de los dos hospedajes. El vino pisado en el ardiente suelo del Vesubio contribuye luego a aumentarle el vértigo en que pasó la jornada.

El único punto firme para el día siguiente era que Hanold debía regresar a la Casa de Meleagro a la hora meridiana; en la espera de ese momento ingresa a Pompeya por un camino inusual, atravesando la antigua muralla. Un ramillete de asfódelos con sus campánulas blancas le parece bastante significativo, como flor del mundo subterráneo, para recogerlo y llevarlo consigo. Pero durante su espera la íntegra ciencia de la Antigüedad se le antoja lo más falto de finalidad y lo más indiferente del mundo, pues otro interés se ha apoderado de él: averiguar «de qué contextura sería la aparición corpórea de un ser como Gradiva, un ser muerto y al mismo tiempo vivo, aunque esto último sólo a la hora meridiana de los espíritus. También recela de no encontrar hoy a la buscada, pues acaso sólo se le permite retornar a largos intervalos; por eso cuando vuelve a percibir su aparición entre las columnas la tiene por un espejismo de su fantasía, lo cual le arranca la dolorosa exclamación: «¡Oh! ¡Ojalá existieras y estuvieras viva!». Sólo que esta vez evidentemente se había vuelto demasiado crítico, pues la aparición posee una voz que le pregunta si es a ella a quien trae las blancas flores, y entabla larga plática con él, que ha vuelto a caer en total desconcierto.

A los lectores, para quienes Gradiva ya se ha hecho interesante como personalidad viva, el poeta nos comunica que el disgusto y rechazo exteriorizados el día anterior en su mirada habían cedido el sitio a una expresión de inquisitiva curiosidad y apetito de saber. Así, de hecho lo explora, pide le aclare lo que le dijo el día anterior: cuándo estuvo junto a ella, que se recostaba para dormir; de ese modo se entera del sueño en que fue sepultada con su ciudad natal, y luego sabe del bajorrelieve y la posición del pie que tanto atrajera al arqueólogo. Ahora consiente también en hacer demostración de su andar, lo que permite comprobar una única diferencia respecto del original de Gradiva: la sustitución de las sandalias por un calzado claro, de color arena y de fino cuero; ella la explica como adecuación al presente. Es manifiesto que ella entra en su delirio, cuyo alcance total le sonsaca, sin contradecirlo. En una sola ocasión un afecto propio parece arrancarla de su papel: cuando él, pensando en su imagen del bajorrelieve, asevera haberla reconocido a la primera mirada. Como en ese punto de la plática ella aún no sabe nada del bajorrelieve, sin duda las palabras de Hanold le indujeron un malentendido, pero enseguida se hace dueña de sí y sólo a nosotros quiere parecernos que muchos de sus dichos suenan como de doble sentido: además de su significado dentro de la trama del delirio, mientan también algo real y presente. Por ejemplo, cuando lamenta que en aquella ocasión, por la calle, él no consiguiera comprobar la manera de andar de Gradiva: «¡Qué pena! Acaso no te hubiera hecho falta el largo viaje hasta aquí»

Se entera también de que ha llamado «Gradiva» a su bajorrelieve, y le dice que su verdadero nombre es Zoe. «El nombre te queda muy lindo, pero me suena como amarga ironía, pues Zoe significa la vida». «Es preciso aceptar lo irreparable -replica ella-, y hace ya mucho tiempo que me he acostumbrado a estar muerta». Con la promesa de volver mañana al mismo sitio a la hora del mediodía, se despide de él tras requerirle el ramillete de asfódelos. «A quienes tienen mejor fortuna les obsequian rosas en primavera; pero para mí, la que corresponde de tu mano es la flor del olvido». Claro está, la tristeza es lo adecuado para alguien difunto desde hace tanto tiempo, sólo por breves horas regresado a la vida.

Ahora empezamos a comprender y concebimos una esperanza. Si la joven dama en cuya figura ha revivido Gradiva acepta tan plenamente el delirio de Hanold, es probable que lo haga para librarlo de él. Y no hay otro camino para conseguirlo; mediante la contradicción uno se cierra esa posibilidad. Tampoco el tratamiento serio de un estado patológico real de esa índole podría hacer otra cosa que situarse al comienzo en el terreno del edificio delirante y entonces explorarlo de la manera más exhaustiva posible. Si Zoe es la persona idónea para ello, pronto sabremos de qué manera se cura un delirio como el de nuestro héroe. También nos gustaría saber de qué manera nace un delirio semejante. Rara coincidencia sería, mas no sin ejemplos ni paralelos, que tratamiento y exploración del delirio marcharan juntos y el esclarecimiento de su historia genética fuera justamente el resultado de su descomposición.  Desde luego, vislumbramos que nuestro caso clínico podría desembocar en una «corriente» historia de amor, pero no es lícito menospreciar al amor como potencia curativa del delirio; ¿y acaso el hecho de que nuestro héroe quedara prendado de la imagen de su Gradiva no equivale a un cabal enamoramiento, aun cuando dirigido todavía al pasado y a lo inerte?

Tras la desaparición de Gradiva resuena aún por un momento, desde la lejanía, algo así como el riente grito de un pájaro que sobrevolase la ciudad en ruinas. Hanold, que ha quedado solo, recoge algo blanco que Gradiva dejó abandonado: no es una hoja de papiro, sino un libro de esbozos con dibujos a lápiz sobre diversos motivos de Pompeya. Diríamos nosotros que es prenda de su retorno el haber olvidado allí el librillo, pues aseveramos que nada se olvida sin una razón secreta o un motivo oculto.

El resto del día aporta a nuestro Hanold toda clase de asombrosos descubrimientos y comprobaciones que él no atina a integrar en una totalidad. En el muro del porticus donde desapareció Gradiva, advierte hoy una estrecha grieta, empero lo bastante ancha para dejar pasar a una persona de inusual delgadez. Conoce que Zoe-Gradiva no necesitó hundirse en el suelo, cosa además tan contraria a razón que le avergüenza haberlo creído, sino que se valió de ese camino para dirigir sus pasos hacia su tumba. Una leve sombra le parece desvanecerse al término de la calle de los sepulcros, antes de la llamada Villa de Diomedes.

Presa del mismo vértigo que el día anterior, y ocupado en idénticos problemas, merodea ahora por los alrededores de Pompeya. Se pregunta cuál será la contextura corpórea de Zoe-Gradiva, y sí uno sentiría algo tocándole la mano. Un curioso esfuerzo {Drang} lo lleva {treiben} al designio de emprender ese experimento, pero un horror no menos intenso lo disuade con solo representárselo.

En una ladera a pleno sol encuentra a un señor anciano que por sus pertrechos debía de ser un zoólogo o un botánico, y parecía ocupado en cazar algo. Este se volvió hacia él, diciéndole: «¿También usted se interesa por las faraglionensis? No lo hubiera creído, pero me parece de todo punto verosímil que no solamente habiten en los farallones de Capri, sino que con paciencia se las descubra además en tierra firme. El recurso indicado por mi colega Eimer es realmente bueno; ya lo he empleado varias veces con el mejor de los éxitos. Por favor, manténgase inmóvil… ». El que hablaba se interrumpió entonces para tender un lazo, formado por un largo hilo de hierbas, en torno de una grieta en la roca por donde una lagartija asomaba su cabecita de azulinos destellos. Hanold dejó al cazador de lagartijas, con una idea crítica: era apenas creíble qué proyectos asombrosamente locos podían mover a la gente a emprender el largo viaje hasta Pompeya; claro que en esa crítica no se incluyó a sí mismo y su propósito de buscar en la ceniza de la ciudad las improntas del pie de Gradiva. Por otra parte, el rostro de ese señor se le antojó familiar, como si lo hubiera visto de pasada en alguno de los dos hospedajes, y además le había hablado como si lo conociera.

En su caminata llegó, por un atajo, a una casa que hasta entonces no había descubierto, y que resultó ser el tercer albergue, el «Albergo del Sole» {Albergue del Sol}. El hospedero, a la sazón desocupado, aprovechaba la oportunidad para elogiar su casa y los tesoros exhumados que ella contenía. Aseveraba haber estado presente también él cuando se descubrió en las proximidades del Forum a la joven pareja de enamorados que, conociendo el inevitable sepultamiento, se estrecharon en un abrazo y así esperaron la muerte. Hanold ya había oído antes esa historia, despreciándola con un encogimiento de hombros como fábula inventada por algún narrador fantasioso; pero hoy los dichos del hospedero despertaban en él una credulidad que no cedió cuando este trajo un prendedor de metal, cubierto por una verde pátina, que en su presencia había sido recogido entre las cenizas junto a los restos de la muchacha. Adquirió ese prendedor sin más reparos críticos, y cuando al abandonar el Albergo alcanzó a divisar un ramillete de asfódelos, poblado de flores blancas, que asomaba por una ventana abierta, la visión de esas flores funerarias se le impuso como confirmatoria de la autenticidad de su nueva adquisición.

Ahora bien, con ese prendedor un nuevo delirio había tomado posesión de él, o más bien el antiguo sumaba otra pequeña pieza; no parece un buen pronóstico para la terapia iniciada. No lejos del Forum se había exhumado a una joven pareja de amantes abrazados, y justamente en esas vecindades él había visto en el sueño a Gradiva recostarse para dormir en el templo de Apolo. ¿No sería posible que en la realidad ella hubiera seguido camino, más allá del Forum, para encontrarse con alguien y morir luego juntos? De esta conjetura le nació un martirizador sentimiento que acaso podríamos equiparar a los celos. Se apaciguó meditando en lo incierto de esa combinación, y logró cobrar el suficiente ánimo para su cena en el Hotel Diomde. Dos huéspedes recién llegados, un hombre y una mujer, a quienes debió juzgar hermanos a causa de cierto parecido -aunque era diverso el color de sus cabellos-, atrajeron allí su atención. Entre las personas que había encontrado en su viaje, eran las primeras que le hacían una impresión simpática. Una roja rosa de Sorrento que la joven llevaba le despertó algún recuerdo, mas no pudo precisar cuál. Por fin se metió en cama y soñó; era un engendro singularmente disparatado, pero sin duda alguna construido a partir de las vivencias del día. «En algún lugar del Sol estaba Gradiva, hacía un lazo con hilo de hierbas para cazar una lagartija, y decía sobre eso: «Por favor, manténte inmóvil; la colega tiene razón, el recurso es realmente bueno y ella lo ha empleado con el mejor de los éxitos»». Todavía dormido se defendió de este sueño con la crítica de que era una rematada locura, y consiguió librarse de él con ayuda de un pájaro invisible que profirió un breve grito riente y se llevó la lagartija en el pico.

A pesar de tales fantasmas despertó más despejado y seguro. Un rosal, cuyas flores eran de la misma clase que ayer había notado en el pecho de la joven dama, le trajo a la memoria que en la noche alguien le había dicho que en primavera se obsequian rosas. Distraídamente cogió algunas, y sin duda a las rosas se anudaba algo que ejercía sobre su mente un efecto liberador. Desembarazado de su misantropía, dirigió sus pasos hacia Pompeya por el camino ordinario, cargado con las rosas, el prendedor de metal y el libro de esbozos, y ocupado en diversos problemas relacionados con Gradiva. El viejo delirio se había resquebrajado, ya dudaba de que ella tuviese permitido morar en Pompeya sólo a la hora meridiana y no en otros momentos. Pero a cambio de ello, el acento se había desplazado sobre la última pieza añadida al delirio, y los celos que de esta última se seguían lo martirizaban bajo variados disfraces. Casi desearía él que la aparición sólo fuera visible para sus ojos y se sustrajera a la percepción de los demás; así podría considerarla de su exclusiva propiedad. Durante bu vagabundeo a la espera de la hora meridiana tuvo un sorprendente encuentro. En la Casa del Fauno divisó dos figuras que, refugiadas en un rincón y creyéndose a salvo de ajenas miradas, se confundían en un abrazo y unían sus labios. Con asombro las reconoció como la simpática pareja de la velada anterior. Pero por tratarse de dos hermanos su conducta presente, el abrazo y el beso, le parecieron demasiado prolongados; era entonces una pareja de enamorados, acaso de jóvenes esposos en viaje de bodas; también ellos, pues, un «August» y una «Grete». Ahora bien, asombrosamente, esa visión no le despertó esta vez sino complacencia, y temeroso de haber turbado una ceremonia secreta se retiró sin ser visto. Se había restablecido en él un respeto que por mucho tiempo le faltara.

Llegado a la Casa de Meleagro, volvió a sobrecogerle una angustia tan violenta de encontrar a Gradiva en compañía de otro que, ante su aparición, no halló otro saludo que preguntarle: «¿Estás sola?». Con dificultad deja que Gradiva lo lleve a tomar conciencia de que ha recogido las rosas para ella; le confiesa su último delirio, que ella fuera la muchacha a quien hallaron en el Forum en amoroso abrazo y a quien perteneció el verde prendedor. No sin un dejo de burla, ella le pregunta si encontró la pieza en el Sol. Este -aquí llamado Sole- produce parecidas cosas. Para curarle del mareo que él confiesa, le propone compartir su pequeña colación y le ofrece la mitad de un pan blanco envuelto en papel de seda, comiendo ella misma la otra mitad con visible apetito. Así se ven brillar entre sus labios los impecables dientes, que al morder la corteza producen un leve crujido. A su dicho: «Me parece como si ya una vez, hace dos mil años, hubiéramos comido así juntos nuestro pan. ¿No puedes acordarte?», él no supo qué responder, pero el fortalecimiento. de su mente por el alimento, y todos los signos de presencia que ella daba, no dejaron de producirle su efecto. La razón se elevó en su interior y puso en duda el íntegro delirio de que Gradiva sólo fuera un espectro del mediodía; en contra, desde luego, cabía objetar lo que ella misma acababa de decir, que dos mil años antes ya había compartido su colación con él. En ese conflicto, se le ofreció como medio de prueba un experimento que realizó con astucia y recuperada osadía. La mano izquierda de ella, con sus finos dedos, descansaba sobre sus rodillas, y sobre esa mano se posó una de aquellas moscas domésticas cuyo atrevimiento e inutilidad tanto lo indignaran antes. De pronto la mano de Hanold se levantó y dio una palmada, con golpe en modo alguno suave, sobre la mosca y la mano de ella.

Un doble resultado le aportó ese atrevido experimento; el primero, la jubilosa convicción de tocar una mano humana cálida y viva, indudablemente real, y el segundo, una reprimenda que lo hizo levantarse aterrorizado de su asiento en la grada. Es que de los labios de Gradiva se oyó, después que se hubo recuperado de su asombro: « ¡Estás manifiestamente loco, Norbert Hanold! ». Bien se sabe que llamar a un durmiente o sonámbulo por su nombre es el mejor recurso para despertarlo. Por desdicha, no se pudieron observar las consecuencias que tuvo para Norbert Hanold ser llamado por Gradiva con su propio nombre, que él no había comunicado a nadie en Pompeya. En efecto, en ese crítico instante apareció la simpática pareja de enamorados de la Casa del Fauno, y la joven dama exclamó, en tono de grata sorpresa: «¡Zoe! ¿Tú también aquí? ¿Y en viaje de bodas? ¡Pero si no me has escrito una palabra sobre eso!». Ante esa nueva prueba de la realidad viviente de Gradiva, Hanold emprendió la fuga.

Tampoco Zoe-Gradiva fue muy agradablemente sorprendida por esa imprevista visita, que la molestó en una tarea al parecer importante. Pero enseguida se hace dueña de sí y elabora una respuesta convencional en la que informa a su amiga, pero todavía más a nosotros, acerca de la situación, y con la que se las arregla también para deshacerse de la joven pareja. Les ofrece sus congratulaciones, pero ella, dice, no está en viaje de bodas. «El joven señor que acaba de alejarse es trabajado por una asombrosa quimera; cree, me parece, que una mosca le zumba en la cabeza; claro que cada quien tiene ahí dentro alguna variedad de insecto. Forzosamente, yo entiendo algo de entomología, y por eso puedo ser de alguna pequeña utilidad en tales estados. Mi padre y yo nos hospedamos en el Sole; él también tuvo un repentino ataque y, con él, la buena ocurrencia de traerme, a condición de que me entretuviera por mí misma en Pompeya y no lo requiriese para nada. Me dije que sola ya me exhumaría yo algo interesante aquí. Cierto es, el hallazgo que he hecho -me refiero a la dicha de encontrarte, Gisa ha sido enteramente imprevisto». Pero ahora debe apresurarse para hacer compañía a su padre en la mesa del Sole. Así se aleja, tras presentarse como la hija del zoólogo y cazador de lagartijas, y confesar, con toda clase de dichos de doble sentido, su propósito terapéutico y otras secretas intenciones.

Sin embargo, la dirección que tomó en modo alguno fue la del Albergo del Sole, donde su padre la esperaba, pues también a ella le pareció como si en los alrededores de la Villa de Diomedes una sombra anduviera en busca de su túmulo y desapareciera tras uno de los monumentos funerarios. Encaminó entonces sus pasos, siempre elevando el pie casi verticalmente, por la calle de los sepulcros. Hacia allí se había dirigido Hanold para refugiarse en su bochorno y confusión, y se paseaba de arriba abajo en el pórtico del jardín, ocupado en resolver el resto de su problema mediante un esfuerzo de pensamiento. Una cosa se le había vuelto clara e indiscutible: se había mostrado totalmente insensato y falto de entendederas creyendo que trataba con una joven pompeyana rediviva, más o menos corpórea, y esta nítida intelección de su locura constituía sin disputa un progreso esencial en su camino de regreso a la sana razón. Pero, por otra parte, ese ser vivo, con quien también otros trataban como si fuera un ser de carne y hueso semejante a ellos, era Gradiva, y por añadidura conocía su nombre: su razón apenas despertada no era lo bastante fuerte para resolver semejante enigma. Y tampoco tenía la suficiente tranquilidad de sentimiento para mostrarse a la altura de esa difícil tarea, pues ya preferiría haber sido enterrado con los demás, dos mil años antes, en la Villa de Diomedes, con tal de estar seguro de no encontrarse otra vez con Zoe-Gradiva.
Obras de Freud
Empero, una violenta añoranza de volverla a ver luchaba contra el resto de inclinación a huir que perduraba en él.

Al girar por uno de los cuatro ángulos del pórtico rodeado de columnatas, retrocedió de pronto vivamente. Sobre un fragmento de pared estaba ahí sentada una de las muchachas que habían hallado la muerte en la Villa de Diomedes. Pero era un último intento, enseguida rechazado, de refugiarse en el reino del delirio; no, esa era Gradiva, evidentemente venida para ofrecerle la última parte de su tratamiento. Ella interpretó con exactitud su primer movimiento instintivo como un intento de abandonar el campo, y le mostró que no podía escapar, pues ahí fuera empezaba a arreciar un temible aguacero. La implacable inició el examen preguntándole qué se había propuesto con la mosca sobre su mano. El no halló ánimos para valerse de un pronombre determinado pero sí para formular la pregunta más valiosa, la pregunta decisiva:

«Yo tenía -como alguien dijo- un poco confusa la cabeza, y pido disculpas por la mano si he … No concibo cómo pude ser tan insensato … Pero tampoco logro concebir cómo su poseedora pudo reprocharme mi … mi sinrazón con mí nombre».

«Así pues, tu comprensión no ha avanzado todavía hasta ahí, Norbert Hanold. Por lo demás, no puedo asombrarme, puesto que desde hace mucho me tienes acostumbrada a ello. Para volver a hacer la experiencia no me hubiera hecho falta venir hasta Pompeya, y tú habrías podido confirmármela un buen centenar de millas más cerca».

«Cien millas más cerca; frente a tu vivienda, un poco al sesgo, en la casa de la esquina; en mi ventana hay una jaula con un canario», revela ella ahora al que todavía sigue sin entender.

Esta última palabra toca al oyente como un lejano recuerdo. Era, entonces, el mismo pájaro cuyo canto le inspiró la decisión de viajar a Italia.

«En la casa vive mi padre, el profesor de zoología Richard Bertgang».

Entonces conocía su persona y su nombre por ser su vecina. Estamos casi por desilusionarnos ante una solución tan trivial, indigna de nuestras expectativas.

Norbert Hanold no muestra aún recuperada su autonomía de pensamiento cuando retorna lo dicho por ella: «Entonces usted. . . usted es la señorita Zoe Bertgang. Pero aquella tenía un aspecto totalmente distinto … ».

Y ahora la respuesta de la señorita Bertgang nos muestra que habían existido, no obstante, entre ambos otros lazos que los de vecindad. Ella sabe defender el «tú» coloquial, que él brindaba naturalmente al espectro del mediodía pero había vuelto a retirar ante la mujer viva,. y para el cual ella sin embargo hace valer antiguos derechos: «Si hallas más adecuado entre nosotros ese tratamiento {el de «usted»} también yo puedo emplearlo; pero el otro me acude de manera más natural a los labios. Ya no sé si antes, cuando todos los días andábamos juntos en amistosos correteos, y a veces por variar nos dábamos de manotazos y empujones, mi aspecto era distinto. Pero sí usted en los últimos años me hubiera mirado alguna vez, acaso sus ojos habrían descubierto que hace ya mucho tiempo tengo este aspecto».

Entonces había existido entre ambos una amistad infantil, acaso un amor de niños, que justificaba el «tú». ¿Quizás esta solución nos sigue pareciendo tan trivial como la conjeturada primero? Sin embargo, contribuye esencialmente al ahondamiento, pues se nos ocurre que ese lazo infantil explica de manera insospechada tantísimos detalles de lo sucedido entre ambos en su trato actual, Aquel golpe sobre la mano de Zoe-Gradiva, que Norbert Hanold supo motivarse tan excelentemente con la necesidad de resolver por vía experimental el problema de la corporeidad de su aparición, ¿no se asemeja por otra parte, de un modo bien notable, a una revivencia de aquel impulso a «dar de manotazos y empujones» cuyo imperio en la infancia nos atestiguan las palabras de Zoe? Y cuando Zoe pregunta al arqueólogo sí no se acuerda que ya una vez, hace dos mil años, compartieron así juntos la colación, ¿esa incomprensible pregunta no adquiere de pronto un sentido pleno sí remplazamos aquel pasado histórico por el pasado personal, vale decir, la niñez, cuyos recuerdos se conservan vívidos en la muchacha, en tanto en el joven parecen olvidados? ¿No columbramos de pronto que las fantasías del joven arqueólogo sobre su Gradiva podrían ser un eco de esos recuerdos infantiles olvidados? Entonces no serían unas producciones arbitrarias de su fantasía, sino que estarían comandadas, sin que él lo supiese, por el material de recuerdos infantiles que ha olvidado, pero que mantiene dentro de él su presencia eficaz. Deberíamos ser capaces de demostrar en detalle este origen de las fantasías, aunque sólo fuera por vía de conjeturas. Por ejemplo, si es forzoso que a toda costa Gradiva sea de linaje griego, la hija de un hombre notable, acaso un sacerdote de Ceres, ello no armonizaría mal con un efecto retardado del conocimiento de su nombre griego «Zoe» y de su pertenencia a la familia de un profesor de zoología. Pero si las fantasías de Hanold son unos recuerdos trasmudados, tenemos derecho a esperar que las comunicaciones de Zoe Bertgang nos indiquen las fuentes de esas fantasías. Escuchemos, pues; ella nos cuenta de una amistad íntima de la niñez, y ahora averiguaremos el ulterior desarrollo que tomó en ambos ese vínculo infantil.

«Por entonces, y así hasta llegar a la época en que se nos llama, yo no sé por qué, «Backfisch» {«colegiala»; literalmente, «pescado frito»} yo en verdad le había cobrado a usted grandísimo cariño y creía que nunca hallaría en el mundo un amigo que me fuera más grato. Es que yo no tenía madre, ni hermana o hermano; para mi padre, una culebra ciega en alcohol era muchísimo más interesante que yo, y algo es preciso tener -así lo consideraba aun de niña- en lo cual una pueda ocupar sus pensamientos y todo lo que tiene que ver con estos. Por entonces, ese algo era usted; pero cuando la ciencia de la Antigüedad lo absorbió a usted, descubrí que de ti -disculpe usted, pero su innovación de buen tono me suena demasiado tonta, y tampoco se ajusta a lo que deseo expresar-, quería decir que resultó que te habías convertido en un hombre insoportable, el cual, al menos para mí, ya no tenía ojos en la cara, ni lengua en la boca ni recuerdo alguno donde el mío permanecía afincado en nuestra amistad de niños. Por eso sin duda mi aspecto actual difiere del que antes tenía, pues si por casualidad me encontraba contigo en alguna reunión, como sucedió todavía el invierno pasado, no me mirabas y ni siquiera me dejabas oír tu voz, lo que por otra parte tampoco era un modo de distinguirme, puesto que hacías lo mismo con todos los demás. Yo era aire para ti, y tú, con tu rubio mechón de cabello que tantas veces te había tirado, eras tan aburrido, reseco y mudo como una cacatúa disecada y al mismo tiempo tan grandioso como un… arqueoptérix, sí, así se llama este monstruoso pájaro antediluviano que han desenterrado. Ahora, que tu cabeza albergara una fantasía igualmente grandiosa, considerarme también a mí en Pompeya como algo exhumado y vuelto a revivir… eso no lo hubiera sospechado de ti, y cuando de improviso te presentaste ante mí, me costó primero bastante trabajo caer en la cuenta de la increíble quimera que tu imaginación había fabricado. Después me causó gracia y no dejó de complacerme, a pesar de ser cosa de manicomio. Porque, como dije, eso no lo hubiera sospechado de ti».

Así, ella nos dice con bastante claridad qué se había hecho en cada uno, con los años, de su amistad de niños. En ella, se acrecentó hasta volverse franco enamoramiento, ya que algo es preciso tener de lo cual una muchacha pueda prendar su corazón. La señorita Zoe, la encarnación de la sagacidad y la claridad, nos vuelve trasparente su vida anímica. Si ya para la muchacha normal es regla universal que dirija primero su inclinación hacia el padre, ella, que en su familia no tenía a nadie más, sería muy particularmente proclive a hacerlo. Pero a este padre no le sobraba nada que pudiese darle, los objetos de su ciencia le habían confiscado todo su interés. Así, se vio precisada a mirar por otra persona y cobró un apego muy estrecho a su compañero de infancia. Y cuando tampoco este tuvo ya ojos para ella, eso no turbó el amor que le tenía, más bien lo acrecentó, pues así devenía igual a su padre, absorbido como este por la ciencia y alejado de la vida y de Zoe. De ese modo le estaba permitido permanecer fiel aun en la infidelidad, reencontrar al padre en el amado, abrazar a ambos con el mismo sentimiento o, como podríamos decirlo, identificar a ambos en su sentir. ¿De dónde extrae su justificación este pequeño análisis psicológico que fácilmente podría parecer desprovisto de otro fundamento que su propia coherencia? De un único detalle, pero en extremo característico; es el poeta mismo quien nos lo proporciona. Cuando Zoe describe la mudanza, tan desconsoladora para ella, de su compañero de juventud, se burla de él comparándolo con el arqueoptérix, aquel monstruoso pájaro que pertenece a la arqueología de la zoología. Así ha encontrado para la identificación de las dos personas una única expresión concreta; con la misma palabra, su rencor alcanza tanto al amado como al padre. El arqueoptérix es, por así decir, la representación intermedia o de compromiso donde se encuentran dos pensamientos: el referido a la insensatez de su amado, y el análogo, relativo al padre.

Diverso había sido el giro de los acontecimientos en el joven. La ciencia de la Antigüedad se adueñó de él y solo le dejó interés por mujeres de piedra y bronce. La amistad infantil resultó sepultada en vez de reforzarse en pasión, y los recuerdos sobre ella cayeron en un olvido tan profundo que ya no reconocía a su compañera de juventud ni reparaba en ella cuando la encontraba en reuniones. Sin embargo, considerando todo lo que siguió, tenemos derecho a dudar de que «olvido» sea la designación psicológica correcta para el destino de esos recuerdos en nuestro arqueólogo. Hay una clase de olvido que se singulariza por lo difícil que es despertar el recuerdo aun mediante unos intensos llamados exteriores, como si una resistencia interna se revolviera contra su reanimación. Ese olvido ha recibido en la psicopatología el nombre de «represión» {esfuerzo de desalojo); el caso que nuestro poeta nos presenta parece ser de una represión así. Pues bien; respecto, en general, del olvido de una impresión no sabemos si va conectado al sepultamiento de su huella mnémica en la vida anímica; en cambio, sobre la «represión» podemos aseverar categóricamente que no equivale al sepultamiento, la extinción del recuerdo. Es verdad que regularmente lo reprimido no puede abrirse paso sin más en calidad de recuerdo, pero permanece susceptible de operación y de acción eficiente, y un buen día, por obra de un influjo exterior, genera secuelas psíquicas que es posible concebir como unos productos por mudanza y unos retoños del recuerdo olvidado, y no se entenderían si no se las concibiese así. En las fantasías de Norbert Hanold sobre Gradiva creeríamos discernir ya los retoños de sus recuerdos reprimidos sobre su amistad infantil con Zoe Bertgang. Con notable regularidad, semejante a la de una ley, cabe esperar ese retorno de lo reprimido cuando es el sentir erótico de una persona el que adhiere a las impresiones reprimidas, cuando es su vida amorosa la afectada por la represión. Se verifica en ese caso el viejo adagio latino, quizá no acuñado originariamente para referirse a conflictos internos, sino a la expulsión {Austreibung} por medio de influjos externos: «Naturam furca expellas, semper redibit».  Pero este adagio no lo dice todo, sólo anoticia el hecho del retorno de ese fragmento de naturaleza reprimida, y no describe la modalidad en extremo notable de tal retorno, que se consuma como en virtud de una pérfida traición. justamente aquello que se escogió como instrumento de la represión -al modo de la furca del adagio- pasa a ser el portador de lo que retorna; dentro de lo represor y a sus espaldas se impone al fin, triunfante, lo reprimido. Un conocido aguafuerte de Félicien Rops ilustra, con mayor evidencia de la que podrían ofrecer una suma de explicaciones, este hecho en que se repara poco y sin embargo demanda ser apreciado. Lo hace, por añadidura, en el arquetípico caso de la represión en la vida del santo y penitente. Un monje asceta se ha refugiado -sin duda de las tentaciones del mundo- en la imagen del Redentor crucificado. Y hete aquí que la cruz se esfuma como una sombra, y en su lugar, en sustitución de ella, se eleva radiante la imagen de una voluptuosa mujer desnuda en la misma postura de crucifixión. Otros pintores de menor perspicacia psicológica han mostrado, en tales figuraciones de la tentación, impúdicos y triunfantes los pecados en algún sitio junto al Redentor crucificado; sólo Rops les hizo ocupar el lugar mismo del Redentor en la cruz, como si hubiera sabido que lo reprimido, en su retorno, sale a la luz desde lo represor mismo.

Vale la pena que nos demoremos para convencernos, en casos patológicos, de cuán sensible se vuelve, en el estado de la represión, la vida anímica de una persona para la aproximación de lo reprimido, y cuán leves e ínfimas semejanzas le bastan a lo reprimido para producir’ efectos a espaldas, y a través, de lo represor. Tuve ocasión de ocuparme de un joven, casi un muchacho todavía, que, tras la primera indeseada noticia que recibió de los procesos sexuales, emprendió la huida frente a todas las concupiscencias que en él afloraban, valiéndose para ello de diversos instrumentos represivos: acrecentó su celo por aprender, exageró el apego infantil a la madre y adoptó en el conjunto un ser infantil. No expondré cómo en la relación con la madre, justamente, volvió a abrirse paso la sexualidad reprimida; me limitaré a describir el suceso, más raro y extraño, del abatimiento de uno de sus bastiones por obra de una ocasión que apenas creeríamos suficiente. Para distraer de lo sexual, son las matemáticas las que gozan de mayor fama; ya Jean Jacques Rousseau tuvo que oír el consejo, de una dama insatisfecha con él: «Lascia le donne e studia la matematica!». Así, nuestro fugitivo se lanzó con particular celo sobre la aritmética y la geometría enseñadas en la escuela, hasta que un día su capacidad de comprensión quedó paralizada de pronto ante unas inocentes tareas. Fue posible establecer todavía el texto de dos de ellas: «Dos cuerpos chocan entre sí, uno a la velocidad … etc.», y: «En un cilindro de diámetro m, inscribir un cono … etc.». A raíz de esas alusiones al acontecer sexual, que ningún otro habría notado, se sintió traicionado también por las matemáticas, y también de ellas huyó.

Si Norbert Hanold fuera una personalidad tomada de la vida real, y hubiera removido de ese modo, por medio de la arqueología, el amor y el recuerdo de su amistad de niño, no sería sino acorde a ley y correcto que justamente un bajorrelieve antiguo le despertara el olvidado recuerdo de aquella a quien amara con sentimientos de niño; sería su bien merecido destino que se enamorara de la figura de piedra de Gradiva, tras la cual, y en virtud de una semejanza no esclarecida, se hiciera valer la viviente y por él descuidada Zoe.

La propia señorita Zoe parece compartir nuestra concepción sobre el delirio del joven arqueólogo, pues la complacencia que expresa al final de su «despiadado, prolijo y aleccionador sermón» difícilmente pueda tener otro fundamento que su proclividad a referir desde el comienzo mismo a su persona el interés de él por Gradiva. Era eso lo que nunca hubiera esperado de él y lo que empero discernió como tal a pesar de todos los disfraces del delirio. En él, en cambio, el tratamiento psíquico por ella dispensado consumó su benéfico efecto; se sintió liberado, pues ahora el delirio era sustituido por aquello de lo cual no podía ser más que un reflejo desfigurado e insuficiente. Ya no vaciló en recordarla y reconocerla como una buena, alegre, sagaz camarada que en nada había cambiado en el fondo. Pero otra cosa le resultó, sí, en extremo rara. . .

«Que alguien deba primero morir para devenir vivo -aventuró la muchacha-. Pero para los arqueólogos ello es sin duda necesario». Aún no le había perdonado, es evidente, el rodeo que él había dado por la ciencia de la Antigüedad para pasar de aquella amistad de niños hasta la relación que acababa de anudarse.

«No, me refería a tu apellido … Porque «Bertgang» tiene el mismo significado que «Gradiva» y designa a «la del andar resplandeciente»».

Tampoco nosotros estábamos preparados para esto. Nuestro héroe empieza a levantarse de su humillación y a desempeñar un papel activo. Es manifiesto que ha sanado por completo de su delirio, se ha elevado por encima de él y lo demuestra desgarrando por sí mismo los últimos hilos de la quimera delirante. De ese mismísimo modo se comportan también los enfermos a quienes se les ha aflojado la compulsión de sus pensamientos delirantes revelándoles lo reprimido que tras ellos se esconde. Una vez que lo han asido, ellos mismos brindan, en ocurrencias de afloramiento repentino, las soluciones de los últimos y más sustantivos enigmas de su raro estado. Ya habíamos conjeturado que el linaje griego de la Gradiva fabulosa era un oscuro eco del nombre griego de Zoe, pero no llegamos a hacer lo propio con el nombre «Gradiva», que juzgábamos una creación libre de la fantasía de Norbert Hanold. ¡Y hete ahí que justamente ese nombre revela ser descendiente, en verdad traducción, del apellido reprimido de la amada de la niñez supuestamente olvidada!

La derivación y la resolución del delirio ya están completas. Lo que el poeta agrega todavía sirve acaso al acabamiento armónico del relato. No puede sino tranquilizarnos con respecto al futuro que la rehabilitación del hombre, que por menesteroso de curación se vio precisado a desempeñar antes un papel tan pobre, avance unos pasos más y consiga entonces despertar en ella algo de los afectos que hasta entonces él había padecido. Sucede, pues, que la pone celosa al mencionarle a la joven y simpática dama que antes estorbara su entrevista en la Casa de Meleagro, y confesarle que fue la primera en resultarle gustosísima. Y cuando luego Zoe quiere darle fría despedida señalándole que ahora todo ha vuelto a entrar en razón, y ella misma en no menor grado; que ya puede él volver en busca de Gisa Hartleben, o comoquiera que ahora se llame, para ofrecerle su auxilio científico a los fines que persigue su estadía en Pompeya; pero que ahora ella debe irse al Albergo del Sole, donde su padre la espera para el almuerzo, y acaso vuelvan a verse otra vez en alguna reunión en Alemania o sobre la Luna, él gusta de volver a tomar como pretexto las fastidiosas moscas para apoderarse primero de su mejilla y luego de sus labios, y poner en obra la agresión que es el infaltable deber del varón en el juego del amor. Todavía una vez, una sola, parece abatirse una sombra sobre su dicha: cuando Zoe advierte que ahora sí debe acudir realmente adonde está su padre, pues de lo contrarío él se morirá de hambre en el Sole. «Tu padre … ¿qué dirá?». Pero la cauta muchacha sabe apaciguar enseguida esa preocupación: «Es probable que no diga nada, no soy una pieza indispensable de su colección zoológica; si lo fuera, acaso mi corazón no se hubiera prendado de ti tan imprudentemente ». Y si a pesar de todo el padre sostuviera otro parecer que ella, restaba un medio infalible. Hanold no necesitaba más que viajar a Capri, cazar allí una Lacerta faraglionensis, para lo cual podía ensayar la técnica en el dedo meñique de ella; soltar luego el animal aquí, volver a darle caza ante los ojos del zoólogo y dejarle la elección entre la faraglionensis de tierra firme y la hija. Una propuesta en que la burla, como fácilmente se echa de ver, va mezclada con la amargura: por así decir, una advertencia al novio para que no se atenga Con demasiada fidelidad al modelo según el cual lo escogió como amado. También Norbert Hanold nos reasegura sobre ese punto dejando traslucir, por toda clase de indicios en apariencia nimios, la gran trasmudación que le ha sobrevenido. Formula el designio de hacer el viaje de bodas con su Zoe a Italia y a Pompeya, como si nunca le hubiesen indignado los «August» y «Grete» en igual trance. Se ha borrado por completo de su memoria lo que sintió contra esas felices parejas que tan inútilmente se alejaban más de cien millas de su patria alemana. Sin duda alguna tiene razón el poeta cuando apunta que semejante desmemoria es el más valioso signo de un cambio de miras. A ese deseo que sobre la meta del viaje le anuncia su «amigo de la niñez, en cierto modo también exhumado de la sepultura»,«Zoe replica que aun no se siente del todo viva como para tomar semejante decisión geográfica.

La hermosa realidad ha triunfado, pues, sobre el delirio; pero este todavía acecha para rendir su último homenaje antes que los dos abandonen Pompeya. Llegados ante la Puerta de Hércules, donde en el nacimiento de la Strada consolare la atraviesan las piedras de una antigua calzada, Norbert Hanold se detiene y ruega a la muchacha que lo preceda. Ella lo comprende «y recogiendo un poco su vestido con la mano izquierda, Zoe Bertgang, Gradiva rediviva, envuelta por los ojos de él que la miran ensoñados, cruza por las piedras de la calzada hasta el otro lado de la calle con su andar calmoso y grácil, en medio del resplandeciente brillo solar». El triunfo del erotismo lleva a reconocer lo que había de bello y valioso también en el delirio.

Ahora bien, con su último símil del «amigo de la niñez exhumado de la sepultura», el poeta ha puesto en nuestras manos la clave del simbolismo de que se valió el delirio del héroe para disfrazar el recuerdo reprimido. En efecto, para la represión, por la cual algo anímico se vuelve inasequible y al mismo tiempo se conserva, no hay mejor analogía que esta del entierro {Verschüttung}, como el que fue destino de Pompeya y del que la ciudad pudo resucitar luego en virtud del trabajo del azadón. Por eso el joven arqueólogo se vio llevado, en su fantasía, a situar en Pompeya la figura primordial {Urbild, «el original»} del bajorrelieve que le evocaba a su amada de juventud, olvidada. Y en cuanto al poeta, buen derecho tuvo para extenderse sobre la valiosa semejanza que su fina sensibilidad percibió entre un fragmento de acontecer anímico individual y un episodio histórico singular de la historia humana.

II

En verdad, nuestro único propósito era indagar, con el auxilio de ciertos métodos analíticos, los dos o tres sueños esparcidos en el relato Gradiva. ¿Cómo pudo suceder que nos viéramos arrastrados a desmembrar toda la historia y a examinar los procesos anímicos en sus dos personajes principales? Ahora bien, en modo alguno fue un trabajo superfluo, sino una preparación necesaria. También cuando nos proponemos comprender los verdaderos sueños de una persona real debemos ocuparnos intensamente de su carácter y sus peripecias, y averiguar no sólo las vivencias que ha tenido poco antes del sueño sino aquellas de un remoto pasado. Y hasta creo que todavía no tenemos el camino expedito para consagrarnos a nuestra genuina tarea; hemos de demorarnos todavía en la obra poética misma, y efectuar algunos otros trabajos preparatorios.

Nuestros lectores habrán notado con extrañeza que hasta ahora hemos tratado a Norbert Hanold y Zoe Bertgang en todas sus exteriorizaciones y actividades anímicas como si fueran individuos reales y no criaturas de un autor, y como si la mente del poeta fuese un medio absolutamente traslúcido, y no refractara u opacara el sentido. Y más extraño aún deberá parecer nuestro procedimiento dado que el propio autor renuncia de manera expresa a describir algo real, desde el momento en que titula «fantasía» a su relato. Sin embargo, hallamos que todas sus descripciones son fiel reflejo de la realidad, a punto tal que no manifestaríamos contradicción alguna si Gradiva no se llamase «fantasía», sino «estudio psiquiátrico». Sólo en dos puntos se vale el poeta de la libertad que se le concede para crear premisas que no parecen arraigar en el suelo de la realidad y sus leyes. La primera vez, cuando hace que el joven arqueólogo descubra un bajorrelieve de indudable antigüedad, que no sólo por la particular posición del pie al andar, sino por todos los detalles de la forma del rostro y el porte del cuerpo, imita a una persona que vive tantísimos años después, de suerte que pueda considerar la aparición de esa persona en carne y hueso como la imagen de piedra rediviva. Y la segunda vez, cuando le hace encontrar a la persona viva justamente en Pompeya, donde sólo su fantasía había situado a la difunta, siendo que en verdad mediante el viaje a Pompeya se alejó de la persona viva a quien había visto por la calle en su ciudad natal. Empero, esta segunda licencia del poeta no significa una desviación forzada respecto de las posibilidades de la vida real; no hace sino recurrir al azar, sin disputa copartícipe en tantas peripecias humanas, y además le confiere su buen sentido, pues ese azar espeja la fatalidad que ha ordenado reencontrarse justamente por medio del instrumento de la huida, con aquello de lo que se huye. Más fantástica y nacida por entero del albedrío del poeta parece la primera premisa, base de todos los episodios ulteriores: el tan grande parecido de la figura de piedra con la muchacha viva, que un abordaje sobrio querría reducir al único rasgo de la postura del pie. Aquí se estaría tentado de hacer jugar la propia fantasía para anudarla a la realidad objetiva. Acaso el apellido Bertgang indicara que las mujeres de esa familia se distinguieron, ya en épocas antiguas, por aquella peculiaridad del hermoso andar, y acaso los Bertgang germánicos descendieran de aquellos griegos, una mujer de cuyo linaje había movido a un artista antiguo a fijar en la piedra la característica de su paso. Y como las variaciones singulares de la conformación humana no son independientes entre sí, y de hecho también en nuestro medio reaparecen de continuo los tipos antiguos que encontramos en las colecciones, no sería del todo imposible que una Bertgang moderna repitiera la figura de la mujer antigua que fue su ancestro, aun en todos los otros rasgos de su forma corporal. Claro está, más prudente que entregarse a semejante especulación sería averiguar del propio artista las fuentes de donde ha brotado esta pieza de su creación; de ese modo tendríamos buenas perspectivas para resolver en leyes otro fragmento de presunto albedrío. Mas como no nos son asequibles las fuentes en la vida anímica del poeta, le dejamos íntegro el derecho de edificar un desarrollo enteramente verosímil sobre una premisa improbable, derecho que por ejemplo también Shakespeare, en El rey Lear, ha reclamado para sí.

Pero en lo demás, hemos de repetirlo, el poeta nos ha brindado un estudio psiquiátrico totalmente correcto, en el que podemos medir nuestra comprensión de la vida anímica: un historial clínico y de curación como destinado a recomendar ciertas doctrinas fundamentales de la ciencia médica del alma. ¡Rara cosa que el poeta haya hecho eso! ¿Qué decir si, preguntado, negara por completo semejante propósito? Es tan fácil aderezar las cosas y suponerles intenciones. . . ¿No somos más bien nosotros quienes introducimos de contrabando en el bello relato poético un sentido ajeno a su autor? Es posible; más adelante volveremos sobre esto. Pero provisionalmente hemos intentado prevenirnos de semejante interpretación tendenciosa reproduciendo el relato casi con las palabras de su autor, haciendo que él mismo nos proporcione texto y comentario. Quien quiera comparar nuestra reproducción con el original de Gradiva, no podrá menos que reconocerlo.

Además, quizás hagamos menguado servicio a nuestro poeta en el juicio del público si calificamos de estudio psiquiátrico a su obra. Suele decirse que el poeta debe evitar los puntos de contacto con la psiquiatría y dejar a los médicos la descripción de estados anímicos patológicos. En verdad, nunca un genuino poeta obedeció a ese mandamiento. Es que describir la vida anímica de los seres humanos es su más auténtico dominio; en todos los tiempos ha sido el precursor de la ciencia y, por tanto, también de la psicología científica. Ahora bien, la frontera entre los estados anímicos llamados normales y los patológicos es en parte convencional, y en lo que resta es tan fluida que probablemente cada uno de nosotros la atraviese varias veces en el curso de un mismo día. Por otro lado, andaría errada la psiquiatría si quisiera limitarse de manera permanente al estudio de aquellas enfermedades graves y tétricas que surgen por un grueso deterioro en el fino aparato anímico. Las desviaciones más leves, y susceptibles de enderezamiento, respecto de la condición de salud, que hoy sólo podemos rastrear hasta unas perturbaciones en el juego psíquico de fuerzas, entran en no menor medida en su campo de interés; y aun solo por medio de estas podrá comprender tanto la salud como los fenómenos de la enfermedad grave. Así, ni el poeta puede evitar al psiquiatra ni el psiquiatra al poeta, y el tratamiento poético de un tema psiquiátrico puede resultar correcto sin menoscabo de la belleza.

Correcta es, efectivamente, esta exposición poética de un historial clínico y de tratamiento; y ahora que concluido el relato y disipada nuestra propia tensión podemos abarcarla mejor en su conjunto, la reproduciremos con las expresiones técnicas de nuestra ciencia, tarea en la cual no debe molestarnos el tener que repetir lo ya dicho.

El estado de Norbert Hanold es designado hartas veces «delirio» por el poeta, y nosotros no tenemos razón alguna para desestimar ese calificativo. Del «delirio» podemos indicar dos caracteres principales que, si bien no lo describen de manera exhaustiva, lo distinguen con nitidez de otras perturbaciones. El primero: pertenece a. aquel grupo de estados patológicos a los que no corresponde una injerencia inmediata sobre lo corporal, sino que se expresan sólo mediante indicios anímicos; y el segundo: se singulariza por el hecho de que en él unas «fantasías» han alcanzado el gobierno supremo, vale decir, han hallado creencia y cobrado influjo sobre la acción. Si nos acordamos de ese viaje a Pompeya para buscar en las cenizas las improntas de forma singular que habría dejado Gradiva, tendremos un precioso ejemplo de acción realizada bajo el gobierno del delirio. El psiquiatra acaso habría incluido el delirio de Norbert Hanold en el gran grupo de la paranoia, designándolo tal vez «erotomanía fetichista» por resultarle lo más llamativo el enamoramiento de la figura de piedra y porque, con su tendencia a concebir en términos gruesos todas las cosas, no podrá menos que parecerle sospechoso de «fetichismo» el interés del joven arqueólogo por el pie de la mujer y su posición al andar. Empero, todas esas denominaciones y clasificaciones de las diversas clases de delirio de acuerdo con su contenido llevan en sí algo de desacertado e infecundo.

Además, el psiquiatra rígido pondría enseguida a nuestro héroe, en tanto es una persona capaz de desarrollar un delirio sobre la base de tan rara afición, el marbete de «dégénéré», e investigaría su herencia, que ineluctablemente lo ha empujado a ese destino. Ahora bien, el poeta no lo seguirá en esto; y con buen fundamento. El quiere aproximarnos a su héroe, facilitarnos la «empatía»; con el diagnóstico de dégénéré, se lo pueda o no justificar científicamente, el joven arqueólogo sería de súbito lanzado lejos de nosotros; en efecto, nosotros, los lectores, somos los hombres normales y la medida de la humanidad. Tampoco importan mucho al poeta las precondiciones hereditarias y constitucionales de ese estado; en cambio, profundiza en la complexión anímica personal capaz de dar origen a un delirio así.

Norbert Hanold se comporta en un punto importante de manera muy diversa que un mortal corriente. No tiene interés por la mujer viva; la ciencia a la que sirve le ha absorbido ese interés y se lo ha desplazado a las mujeres de piedra o de bronce. Y no se lo considere una peculiaridad indiferente; antes bien, es la premisa básica del episodio relatado pues un buen día sucede que una sola de esas figuras de piedra reclama para sí todo el interés que de ordinario pertenecería a la mujer viva, con lo cual está dado el delirio. Y vemos luego desplegarse ante nuestros ojos cómo este es curado por una feliz coincidencia, y entonces el interés es devuelto, de la piedra, a una mujer viva. El poeta no nos deja rastrear los influjos que hicieron caer a nuestro héroe en ese estado de extrañamiento respecto de la mujer; sólo nos pone sobre la pista de que esa conducta no se explica por su disposición {constitucional}, sino que más bien encierra en sí una pieza de necesidad subjetiva fantástica -complementaríamos por nuestra cuenta: erótica-. También averiguamos, desde un momento posterior, que en su infancia no rehuyó a otros niños; en esa época mantuvo amistad con una niña pequeña, era inseparable de ella, compartían sus pequeñas colaciones y le daba de manotazos, lo que le valía que ella le tirara del cabello. En ese apego, m esa unión de ternura y agresión, se exterioriza el erotismo inmaduro de la vida infantil, que sólo con acción retardada {nachträglich} exterioriza sus efectos, pero entonces de una manera irresistible; y en la infancia misma sólo el médico o el poeta suelen discernirlo como tal erotismo. Nuestro poeta nos da a entender claramente que tampoco él es de diverso parecer, pues hace que en su héroe despierte, en la ocasión apropiada y de modo repentino, un vivo interés por el andar y la posición del pie de las mujeres, lo cual para la ciencia y entre las mujeres de su ciudad no puede menos que atraerle la mala reputación de ser un fetichista del pie, en tanto que para nosotros es la necesaria derivación del recuerdo de aquella su compañera en los juegos de la infancia. Sin duda que ella ya de niña mostraba la peculiaridad del bello andar, el paso con la punta del pie casi vertical, y por la figuración de ese andar, justamente, es que un -bajorrelieve antiguo adquiere más tarde para Norbert Hanold su gran significación. Agreguemos enseguida, por lo demás, que en la derivación de ese fenómeno asombroso del fetichismo el poeta se mantiene en total acuerdo con la ciencia. En efecto, desde Binet [1888] intentamos reconducir el fetichismo a impresiones eróticas de la niñez.

El estado del extrañamiento permanente respecto de la mujer proporciona la aptitud personal -como solemos decir: la predisposición- para que se forme un delirio. El desarrollo de la perturbación anímica se inicia en el momento en que una impresión casual despierta las vivencias infantiles olvidadas, que presentan al menos los rastros de un tinte erótico. Claro está que «despierta» no es la designación justa si consideramos lo que viene después. Debemos reflejar la figuración correcta del poeta en una terminología psicológica precisa. A la vista del bajorrelieve, Norbert Hanold no recuerda que ya en su amiga de juventud ha visto esa posición del pie; en modo alguno se acuerda de ello, a pesar de que el bajorrelieve debe todo su efecto a ese anudamiento con la impresión de la niñez. Por tanto, esta última se pone en movimiento, se vuelve activa empezando a exteriorizar efectos, pero no llega a la conciencia, permanece «inconciente», como solemos decir hoy con un término que se ha vuelto indispensable en la psicopatología. Nos gustaría ver a esto inconciente sustraído de todas las querellas de los filósofos y de los filósofos de la naturaleza, que no suelen tener más que un valor etimológico. Para unos procesos que se comportan de manera activa y a pesar de ello no llegan hasta la conciencia de la persona en cuestión, provisionalmente no disponemos de un nombre mejor; y es eso, y sólo eso, lo que entendemos por nuestra «inconciencia» {Unbewusstsein}. Si tantos pensadores nos cuestionan la existencia de un tal inconciente, en el que ven un contrasentido, debemos creer que nunca se han ocupado de los fenómenos anímicos correspondientes; se encuentran bajo el sortilegio de la experiencia corriente según la cual todo lo anímico que se vuelve activo e intenso deviene, al mismo tiempo, conciente, y sería preciso que aprendieran justamente lo que nuestro poeta sabe bien: que existen empero procesos anímicos que, no obstante ser intensos y exteriorizar efectos enérgicos, permanecen alejados de la conciencia.

Ya antes hemos enunciado que los recuerdos del trato con Zoe en la niñez se encontraban en Norbert Hanold en el estado de la «represión» {desalojo}; ahora acabamos de llamarlos recuerdo,, «inconcientes». Estamos, pues, obligados a prestar alguna atención al nexo entre esos dos términos técnicos, cuyo sentido parece coincidente. No es difícil ofrecer esclarecimiento sobre ello. «Inconciente» es el concepto más lato, «reprimido» el más estrecho. Todo lo reprimido es inconciente, pero no de todo lo inconciente podemos aseverar que está reprimido. «Inconciente» es un concepto puramente descriptivo, impreciso en muchos aspectos; por así decir, un término estático. «Reprimido» es una expresión dinámica que toma en cuenta el juego anímico de fuerzas y enuncia que ha estado presente un afán por exteriorizar todos los efectos psíquicos, entre ellos también el de devenir-conciente, pero además una fuerza -contraria, una resistencia que fue capaz de impedir una parte de estos efectos psíquicos, y entre ellos el devenir-conciente. Signo distintivo de lo reprimido es, entonces, que a pesar de su intensidad no pueda llegar a la conciencia. En el caso de Hanold, tras la emergencia del bajorrelieve, se trata por tanto de algo inconciente reprimido; en síntesis: de algo reprimido.

Reprimidos están en Norbert Hanold los recuerdos de su trato con la niña del bello andar, pero este no es todavía el abordaje justo de la situación psicológica. Permaneceremos en la superficie mientras consideremos sólo recuerdos y representaciones. Lo único valorabIe {das einzig Wertbare} en la vida anímica son, más bien, los sentimientos; las fuerzas anímicas, todas ellas, sólo son sustantivas por su aptitud para despertar sentimientos. Las representaciones -únicamente son reprimidas por anudarse a unos desprendimientos de sentimiento que no deben producirse; más correcto sería enunciar que la represión afecta a los sentimientos, pero a estos sólo podemos asirlos en su ligazón con representaciones.  Reprimidos están pues, en Norbert Hanold, los sentimientos eróticos, y puesto que su erotismo no conoce o no ha conocido otro objeto que a Zoe Bertgang en su infancia, los recuerdos sobre ella se encuentran olvidados. El bajorrelieve antiguo despierta en él el erotismo adormecido y vuelve activos los recuerdos de la niñez. A raíz de una resistencia al erotismo, existente en él, esos recuerdos sólo pueden devenir eficientes en calidad de inconcientes. El juego que luego se desarrolla en su interior es una lucha entre el poder del erotismo y las fuerzas que lo reprimen; lo que de esta lucha se exterioriza es un delirio.

Nuestro poeta ha omitido motivar de dónde proviene la represión de la vida amorosa en su héroe; en efecto, su absorción por la ciencia es sólo el recurso de que la represión se vale. Aquí el médico estaría obligado a bucear más hondo, aunque en este caso quizá no alcanzara el fundamento. En cambio, según ya lo hemos puesto de relieve con asombro, el poeta no ha dejado de figurar cómo el despertar del erotismo reprimido sobreviene justamente desde el círculo del recurso que sirve para la represión. Es con todo derecho una mujer antigua, la figura de piedra de una mujer, la que arranca a nuestro arqueólogo de su extrañamiento respecto del amor y lo amonesta a pagar a la vida la deuda que con ella tenemos desde nuestro nacimiento.

Las primeras exteriorizaciones del proceso que el bajorrelieve incita en Hanold son unas fantasías que juegan con la persona así figurada. El modelado le parece como un «ahora» en el mejor de los sentidos, como si el artista hubiera tomado un calco «del natural» o en vivo de la que caminaba por la calle. Confiere a la doncella antigua el nombre de «Gradiva», que forma siguiendo el apelativo del dios de la guerra cuando redobla el paso empujando a la batalla, Mars Gradivus; y va delineando su personalidad con rasgos cada vez más precisos. Acaso es la hija de un hombre notable, quizá de un patricio vinculado con el servicio en el templo de una divinidad; alcanza a ver en sus rasgos un linaje griego y por último es esforzado a situarla lejos de la maquinaria de una gran ciudad, en la más silenciosa Pompeya, donde la hace caminar por las piedras de lava de la calzada que permiten pasar de un lado al otro de la calle. Harto arbitrarias parecen estas operaciones de la fantasía, y también insospechables e inocentes. Incluso cuando desde ellas surge por primera vez una impulsión a actuar, cuando el arqueólogo, atormentado por el problema de saber si esa postura del pie es asimismo reflejo de la realidad, empieza a hacer observaciones del natural para ver los pies de las señoras y doncellas contemporáneas suyas, ese obrar se cubre con motivos científicos para él concientes, como si todo el interés por la figura de piedra de Gradiva le hubiera nacido en el suelo de su quehacer profesional en la arqueología. Pero las señoras y muchachas a quienes así convierte por la calle en objeto de sus indagaciones no pueden menos que adoptar una concepción diversa, crudamente erótica, de sus actos; y debemos darles la razón. Para nosotros no caben dudas de que Hanold ignora tanto los motivos de su investigación como el origen de sus fantasías sobre Gradiva, Según nos enteramos luego, estas últimas son resonancias de sus recuerdos sobre la amada de la niñez, retoños de estos recuerdos, trasmudaciones y desfiguraciones de ellos, después que no consiguieron alcanzar la conciencia en una forma inalterada. El juicio supuestamente estético sobre el «ahora» que aquella imagen de piedra figuraría sustituye al saber de que ese paso pertenece a una muchacha de él consabida, que en el presente camina por las calles; tras la impresión de haber sido tomada «del natural» o en vivo, y tras la fantasía de su linaje griego, se esconde el recuerdo de su nombre Zoe, que en griego significa vida; Gradiva es, como al final nos lo esclarece él mismo, curado del delirio, una buena traducción de su apellido Bertgang, que viene a significar algo así como «la del andar resplandeciente o precioso»; las precisiones sobre el padre de ella provienen del conocimiento de que Zoe Bertgang es hija de un prestigioso profesor de la universidad, término que bien puede traducirse como servicio del templo entre los antiguos. Y por último, su fantasía la traslada a Pompeya, no por cierto porque pudiera exigirlo «su apariencia calma y sosegada», sino porque dentro de su ciencia no encuentra otra analogía, ni mejor, con ese curioso estado en que él registra, en virtud de una oscura información, sus recuerdos sobre su amistad de la infancia. Si alguna vez, como tan fácil le resultaba, había comparado su propia infancia con el pasado clásico, el entierro de Pompeya, ese desaparecer con conservación del pasado, le proporcionaba una certera semejanza con la represión, de la que él, por así decir, tenía noticia por una percepción «endopsíquica». En esto trabaja en él un simbolismo idéntico al que el poeta pone en boca de la muchacha al avanzar el relato. «Me dije que sola ya me exhumaría yo algo interesante aquí. Cierto es, el hallazgo que he hecho ( … ) ha sido enteramente imprevisto». Y hacía el final la muchacha responde al deseo que sobre la meta del viaje le anuncia «su amigo de la niñez, en cierto modo también exhumado de la sepultura».

Así, ya en las primeras operaciones de las fantasías delirantes y acciones de Hanold hallamos un determinismo {Determinierung} doble, una descendencia de dos diversas fuentes. Un determinismo es el que le aparece al propio Hanold; el otro, el que se nos revela tras someter a examen sus procesos anímicos. Uno, referido a la persona de Hanold, es el que le resulta conciente; el otro, por completo inconciente. Uno procede enteramente del círculo de representaciones de la ciencia arqueológica; el otro, en cambio, proviene de los recuerdos infantiles reprimidos que en él se han puesto en movimiento, y de las pulsiones de sentimiento que a ellos adhieren. Uno es como superficial y recubre al otro, que por así decir se esconde tras él. Podría afirmarse que la motivación científica sirve de pretexto a la erótica inconciente, y que la ciencia se ha puesto por entero al servicio del delirio. Pero no es lícito olvidar que el determinismo inconciente sólo podrá conseguir aquello que al mismo tiempo satisfaga al determinismo científico conciente. Es que los síntomas del delirio -tanto fantasías como acciones- son resultado de un compromiso entre las dos corrientes anímicas, y en un compromiso se toman en cuenta las demandas de cada una de las partes; y por lo demás cada una de ellas ha debido renunciar a un fragmento de lo que quería conseguir. Toda vez que se produjo un compromiso, hubo ahí una lucha; en nuestro caso, el conflicto que hemos supuesto entre el erotismo sofocado y los poderes que lo mantienen en la represión. En verdad, cuando se forma un delirio esta lucha nunca toca a su fin. Ataque y resistencia se renuevan tras cada formación de compromiso, ninguna de las cuales resulta del todo satisfactoria, por así decir. Esto lo sabe también nuestro poeta, y por eso hace que a su héroe, en este estadio de su perturbación, lo gobierne un sentimiento de insatisfacción, una peculiar inquietud, como precursora y garantía de posteriores desarrollos.

En el ulterior progreso del relato volveremos a encontrar a menudo, y quizá más nítidas todavía, estas sustantivas peculiaridades del determinismo doble de fantasías y decisiones: la formación de pretextos concientes para acciones en cuya motivación el mayor aporte es de lo reprimido. Nada más justo que así sea, pues de ese modo el poeta apresa y figura el infaltable y principal carácter de los procesos anímicos patológicos.

El desarrollo del delirio avanza en Hanold con un sueño que, al no estar movido por ningún nuevo suceso, parece provenir todo él de su vida anímica íntegramente ocupada por un conflicto. Hagamos aquí una digresión: antes de considerar si también en la formación de sus sueños el poeta responde a nuestra expectativa demostrando una inteligencia más honda, preguntémonos qué dice la ciencia psiquiátrica acerca de las premisas con que él aborda la génesis del delirio, qué posición adopta frente al papel de la represión y de lo inconciente, frente al conflicto y la formación de compromiso. En suma, preguntémonos si la figuración poética de la génesis de un delirio puede resistir la prueba de la ciencia.

Y aquí debemos dar la respuesta, quizás inesperada, de que por desdicha la situación es en realidad la inversa: la ciencia es la que no resiste el logro del poeta. Entre las precondiciones hereditario-constitucionales y las creaciones ya listas del delirio, ella deja abrirse una laguna que hallamos salvada en el poeta, Todavía ni vislumbra el significado de la represión, no discierne que lo inconciente le es indispensable para explicar el mundo de los fenómenos psicopatológicos, no busca el fundamento del delirio en un conflicto psíquico ni aprehende sus síntomas como una formación de compromiso. Siendo ello así, ¿estaría solo el poeta contra la ciencia entera? No, eso no … siempre que el autor de estas líneas tenga derecho a incluir sus propios trabajos también en la ciencia. En efecto, desde hace una serie de años sustenta -y casi solitario hasta muy recientemente – todas las intuiciones que aquí espiga en Gradiva de W. Jensen, y que acaba de exponer en términos técnicos. Ha mostrado, con el mayor detalle respecto de los estados conocidos como histeria y representar obsesivo, que la condición individual de la perturbación psíquica es la sofocación de un fragmento de la vida pulsional y la represión de aquellas representaciones que subrogan a la pulsión sofocada, retomando enseguida igual concepción respecto de muchas formas de delirio.  En cuanto a saber si las pulsiones que cuentan para esta causación son, en todos los casos, componentes de la pulsión sexual o pueden ser también de otra índole, he ahí un problema que es lícito dejar irresuelto en el análisis de Gradiva, puesto que en el caso escogido por el poeta se trata justamente de la sofocación del sentir erótico. Y con relación a los puntos de vista del conflicto psíquico y de la formación de síntoma mediante compromisos entre las dos corrientes anímicas en recíproca pugna, el autor los ha establecido en casos clínicos realmente observados y sometidos a tratamiento médico, aplicándolos en iguales términos a los que pudo sostener para el Norbert Hanold inventado por el poeta.

La reconducción de las operaciones patológicas neuróticas, en especial las histéricas, al poder de unos pensamientos inconcientes había sido emprendida ya antes por Pierre Janet, el discípulo del gran Charcot, y por Josef Breuer, de Viena, en colaboración este último con el autor del presente escrito.

Cuando en los años que siguieron a 1893 profundizaba en estas investigaciones sobre la génesis de las perturbaciones anímicas, al autor verdaderamente no se le ocurrió buscar en los poetas corroboración de sus conclusiones, y por eso no fue poca su sorpresa al descubrir en Gradiva, publicada en 1903, que el poeta basaba su creación en eso mismo que él suponía haber creado desde las fuentes de su experiencia médica. ¿Cómo llegó el poeta al mismo saber que el médico o, al menos, a comportarse como si supiera lo mismo?

El delirio de Norbert Hanold, decíamos, experimenta un ulterior desarrollo en virtud de un sueño que le sobreviene en medio de sus empeños por pesquisar en las calles de su ciudad natal un paso como el de Gradiva. Nos resulta fácil exponer en síntesis el contenido de ese sueño. El soñante se encuentra en Pompeya aquel día que trajo consigo el sepultamiento de la infortunada ciudad; presencia los terribles acontecimientos sin correr peligro él mismo, ve ahí andar a Gradiva y de golpe comprende, como cosa naturalísima, que, siendo ella pompeyana, viva en la ciudad de ;u padre y, «sin que él lo hubiese notado, fuese su contemporánea». Sobrecogido de angustia por su suerte, la llama, ante lo cual ella fugazmente vuelve su rostro. Empero, sigue caminando sin hacerle caso, se recuesta en las gradas del templo de Apolo y es enterrada por la lluvia de ceniza después que su rostro empalidece como si se trasmudara en blanco mármol, y por último se asemeja enteramente a una figura de piedra. Al despertar, todavía reinterpreta el alboroto de la gran ciudad, que hasta su lecho llega, como la grita de los desesperados moradores de Pompeya en demanda de auxilio y como el bramido del mar embravecido. El sentimiento de que eso que ha soñado le pasó realmente no lo abandona hasta un buen rato después, y de ese sueño le resta, como nuevo punto de partida para urdir su delirio, la convicción de que Gradiva ha vivido en Pompeya y murió aquel día de infortunio.

Menos fácil nos resulta decir qué entendió hacer el poeta con este sueño y qué lo movió a anudar el desarrollo del delirio justamente a partir de un sueño. Es verdad que laboriosos investigadores de los sueños han recopilado sobrados ejemplos de una perturbación mental anudada a sueños y procedente de estos, y también parece que en la biografía de ciertos hombres sobresalientes unos sueños dieron impulso a importantes hazañas y resoluciones. Pero tales analogías no nos permiten entender gran cosa; atengámonos por eso a nuestro caso, el del arqueólogo Norbert Hanold fingido por el poeta. ¿Por cuál costado es preciso asir un sueño de esta naturaleza a los efectos de insertarlo en la trama, si es que no ha de quedar como un innecesario adorno de la figuración?

Bien puedo imaginarme que en este lugar un lector exclame: «¡El sueño es muy fácil de explicar! Un simple sueño de angustia movido por el alboroto de la gran ciudad y reinterpretado como el sepultamiento de Pompeya por el arqueólogo absorbido en su pompeyana». En efecto, dado el general menosprecio por las operaciones del sueño, el reclamo de explicarlo se suele reducir a buscar, para cierto fragmento del contenido soñado, un estímulo externo que coincida más o menos con él. Esa estimulación externa a soñar estaría dada por el alboroto que despierta al durmiente; y ello agotaría el interés por este sueño. ¡Con tal que tuviéramos algún fundamento para suponer que la gran ciudad era esa mañana más ruidosa que de ordinario, por ejemplo si el poeta no hubiera omitido comunicarnos que Hanold esa noche, y contra su costumbre, dejó abierta la ventana! Es lástima; el poeta no se ha tomado ese trabajo. ¡Y con tal que un sueño de angustia fuera algo tan simple! No; aquel interés no se agota tan sencillamente.

El anudamiento a un estímulo sensorial externo no es nada esencial para la formación del sueño. El durmiente puede descuidar ese estímulo del mundo exterior; puede dejar que lo despierte sin formar un sueño; puede también entretejerlo en su sueño, como aquí sucede, si le conviene por cualesquiera otros motivos, y hartos son los sueños respecto de cuyo contenido no puede demostrarse semejante determinismo de un estímulo que alcanzara los sentidos del durmiente. No; intentémoslo por otro camino.

Ensayemos tomar como punto de partida el saldo que el sueño deja en la vida despierta de Hanold. Hasta entonces había sido fantasía suva que Gradiva fuera pompeyana.

Ahora esa hipótesis se le vuelve certeza, y se le agrega una segunda certeza: allí quedó enterrada con los demás en el año 79.  Unas sensaciones de tristeza acompañan a este progreso de la formación delirante, como un eco de la angustia que había impregnado al sueño. Este nuevo dolor por Gradiva no quiere parecernos muy concebible; es que Gradiva habría muerto muchos siglos antes aunque en el año 79 se hubiera salvado del sepultamiento. ¿O bien no tenemos derecho a discutir en estos términos con Norbert Hanold ni con el poeta mismo? Tampoco desde aquí surge un camino que nos llevaría al esclarecimiento. Comoquiera que fuese, anotemos que al aumento que el delirio recibe de este sueño adhiere un tinte afectivo intensamente dolido.

Pero, por lo demás, no hay nada que mitigue nuestro desconcierto. Este sueño no se elucida por sí solo; hemos de resolvernos a tomar algunos préstamos de La interpretación de los sueños, del autor de estas líneas, y aplicar al presente caso algunas de las reglas que en dicha obra se dan para resolver sueños.

Una de esas reglas dice que un sueño se entrama regularmente con las actividades de la víspera.  El poeta parece querer indicarnos que ha obedecido a esa regla, pues anuda el sueño de una manera inmediata a las «indagaciones pedestres» de Hanold. Ahora bien, estas últimas no significan más que una busca de Gradiva, que él pretende discernir por su característico andar. El sueño, entonces, estaría destinado a indicar dónde se ha de encontrar a Gradiva. Y efectivamente contiene esa indicación, puesto que la muestra en Pompeya; pero ello no constituye todavía novedad alguna para nosotros.

Otra regla reza: cuando tras un sueño la creencia en la realidad de las imágenes oníricas dura un tiempo insólitamente largo, de suerte que uno no puede desasirse del sueño, ello no constituye, por ejemplo, un espejismo del juicio provocado por la vivacidad de aquellas imágenes, sino que es un acto psíquico por sí, un aseguramiento, referido al contenido del sueño, de que algo en él es en la realidad tal y como se lo soñó; y entonces se obrará con acierto dando crédito a esa seguridad. Si nos atenemos a esas dos reglas, deberemos inferir que el sueño proporciona una información, coincidente con la realidad, acerca del paradero de la buscada Gradiva. Ahora bien; ya conocemos el sueño de Hanold: ¿la aplicación a él de ambas reglas lleva a algún sentido racional?

Así es, curiosamente. Sólo que ese sentido está disfrazado de una peculiar manera, y por eso no se lo discierne de primera intención. Hanold se entera en el sueño de que la buscada vive en su misma ciudad y es su contemporánea. Eso es sin duda correcto respecto de Zoe Bertgang, sólo que ese lugar no es en el sueño la ciudad universitaria alemana, sino Pompeya, y la época no es el presente, sino el año 79 de nuestra era. Hay ahí como una desfiguración {dislocación} por desplazamiento; no es Gradiva quien vive en el presente, sino que el soñante se traslada al pasado. Pero con ello queda dicho lo esencial y nuevo, a saber, que él comparte con la buscada lugar y tiempo. ¿A qué se deben esa disimulación y ese disfraz que por fuerza nos engañan lo mismo que al soñante sobre el sentido y el contenido genuinos del sueño? Bien; tenemos al alcance de la mano el recurso que nos permitirá dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta.

Recordemos todo cuanto tenemos averiguado acerca de la naturaleza y descendencia de las fantasías, esas precursoras del delirio. Son sustitutos y retoños de unos recuerdos reprimidos a los que cierta resistencia no permite llegar a la conciencia, no obstante lo cual consiguen devenir concientes toda vez que arreglan cuentas con esa censura de la resistencia mediante unas alteraciones y desfiguraciones. Luego de consumado este compromiso, aquellos recuerdos se convierten en estas fantasías, sobre las cuales la persona conciente incurre con facilidad en un malentendido, esto es, puede entenderlas en el sentido de la corriente psíquica dominante. Ahora supongamos que las imágenes oníricas fueran las creaciones delirantes por así decir fisiológicas [o sea, no patológicas] del ser humano, los resultados de compromiso de aquella lucha entre lo reprimido y lo dominante que probablemente exista en todo hombre, aun en quienes gozan de una plena salud mental diurna. Entonces se comprende que se deban considerar las imágenes del sueño como algo desfigurado tras lo que es preciso buscar algo diverso, no desfigurado, pero escandaloso en algún sentido, como los recuerdos reprimidos de Hanold tras sus fantasías. Cabría expresar la oposición así discernida distinguiendo lo que el soñante recuerda al despertar, como contenido manifiesto del sueño, de lo que constituía la base del sueño antes de su desfiguración por la censura, los pensamientos oníricos latentes. Interpretar un sueño equivaldrá, pues, a traducir su contenido manifiesto a los pensamientos oníricos latentes, a deshacer la desfiguración que estos últimos recibieron de la censura de la resistencia. Sí aplicamos estas reflexiones al sueño que nos ocupa, hallamos que los pensamientos oníricos latentes sólo pueden haber rezado: «La muchacha del hermoso andar, que tú buscas, vive realmente en esta ciudad contigo». Pero lo pensado no podía devenir conciente en esta forma; se lo estorbaba una fantasía, resultado de un anterior compromiso, según la cual Gradiva era pompeyana, y en consecuencia, si había de preservarse el hecho real de que ella vivía en su mismo lugar y tiempo, sólo restaba la alternativa de emprender esta desfiguración: «Tú vives en Pompeya en la época de Gradiva»; y esta es entonces la idea que el contenido manifiesto del sueño realiza, figurada como un presente en que uno vive y del cual es testigo.

Un sueño rara vez es la figuración -podría decirse: la escenificación- de un pensamiento único; lo es casi siempre de una serie de ellos, de un tejido de pensamientos. En el sueño de Hanold puede espigarse todavía otro ingrediente de su contenido, cuya desfiguración es fácil de eliminar a fin de enterarse de la idea latente por él subrogada. Es un fragmento del sueño con que este concluye y al que puede extenderse también la garantía de la realidad. Recuérdese que, en el sueño, Gradiva que camina se muda en una figura de piedra. No es otra cosa que una figuración plástica y poética del proceso real. De hecho Hanold había trasferido su interés de la persona viva a la figura de piedra; la amada se le había mudado en un bajorrelieve de piedra. Los pensamientos oníricos latentes, forzados a permanecer inconcientes, quieren retrasformar esa figura en la persona viva; le dicen, acaso en conexión con lo anterior: «Si te interesas por el bajorrelieve de Gradiva es sólo porque te recuerda a la Zoe del presente, que vive aquí». Pero esta intelección significaría, si pudiera devenir conciente, el final del delirio.

¿Acaso estamos obligados a sustituir de esta manera cada fragmento singular del contenido manifiesto del sueño por unos pensamientos inconcientes? En rigor, sí; en la interpretación de un sueño realmente soñado no podríamos sus. traernos de ese deber. Para ello el soñante debería respondernos de la manera más generosa. Es comprensible que no podamos cumplir ese requisito cuando se trata de la criatura de un poeta; empero, no olvidemos que todavía no hemos sometido al trabajo de interpretación o traducción el contenido principal de este sueño.

El sueño de Hanold es sin duda un sueño de angustia. Su contenido es terrorífico, el soñante registra angustia dormido y después le quedan como secuela unas sensaciones dolientes. Por cierto que ello no facilita nuestro ensayo de explicación; otra vez nos vemos precisados a tomar grandes préstamos de la doctrina de la interpretación de los sueños. Esta nos advierte no caer en el error de derivar la angustia que uno siente en un sueño del contenido de este; no tratar, pues, al contenido del sueño como a un contenido de representación de la vida despierta. Nos señala cuán a menudo soñamos con las cosas más horribles sin sentir por ello un asomo de angustia. La verdadera situación es muy otra, nada fácil de colegir, pero de segura prueba. La angustia de los sueños de angustia, como en general toda angustia neurótica, corresponde a un afecto sexual, a una sensación libidinosa, y proviene de la libido en virtud del proceso de la represión.  Entonces, en la interpretación del sueño es preciso sustituir la angustia por un estado de excitación sexual. Ahora bien, la angustia así generada ejerce -no de manera regular, pero con frecuencia- un influjo selectivo sobre el contenido del sueño, instilándole elementos de representación que parezcan adecuados al afecto de angustia para la concepción conciente del sueño, la que incurre en un malentendido sobre él. Como dijimos, este en modo alguno es regularmente el caso, pues hay muchísimos sueños de angustia cuyo contenido no es terrorífico, y por tanto uno no puede explicarse en los términos de la conciencia la angustia registrada.

Sé que este esclarecimiento de la angustia en el sueño tiene aspecto muy extraño y no hallará fácil creencia; lo único que yo puedo aconsejar es avenirse a él. Por lo demás, bien curioso sería que el sueño de Norbert Hanold resultara acorde con esta concepción de la angustia y pudiera explicarse desde ella. Veamos, pues: diríamos que durante la noche se agita en el soñante la añoranza de amor, produce un violento avance para hacerlo conciente del recuerdo de la amada y así arrancarlo del delirio, pero experimenta una nueva desautorización y es mudada en angustia, la que luego instila en el contenido del sueño las imágenes terroríficas tomadas de los recuerdos que el soñante conserva de su saber académico. De tal modo, el contenido inconciente genuino del sueño, la enamorada añoranza por la Zoe otrora familiar, se refunde en el contenido manifiesto del sepultamiento de Pompeya y de la desaparición de Gradiva.

Creo que hasta aquí todo suena enteramente verosímil. No obstante habría derecho a exigir que, si unos deseos eróticos constituyen el contenido no desfigurado de este sueño, aun en el sueño replasmado pudiera pesquisarse al menos un resto reconocible de aquellos, escondido en alguna parte. Y bien; acaso se lo consiga con ayuda de una referencia a la continuación del relato. En su primer encuentro con la presunta Gradiva, Hanold tiene en mente este sueño y dirige a la aparición el ruego de recostarse como la había visto hacerlo aquella vez.  Ante ello, la joven dama se levanta indignada y abandona a su raro compañero, en cuyos dichos, gobernados por el delirio, ha escuchado resonar el impertinente deseo erótico. Creo que podemos hacer nuestra la interpretación de Gradiva; ni siquiera en el caso de un sueño real tenemos derecho a exigir siempre una figuración más precisa del deseo erótico.

En consecuencia, la aplicación de algunas reglas de la interpretación de los sueños al primer sueño de Hanold habría tenido el resultado de volvérnoslo comprensible en sus rasgos principales e insertarlo en la trama del relato. ¿Quiere decir, entonces, que el poeta lo ha creado forzosamente atendiendo a esas reglas? Y en definitiva cabría preguntar: ¿por qué el poeta ha introducido un sueño en el ulterior desarrollo del delirio? Bien; yo opino que está compuesto con arreglo a sentido y también es fiel a la realidad. Ya sabemos que en casos clínicos reales muy a menudo una formación delirante se sigue de un sueño, y tras nuestros esclarecimientos sobre la esencia del sueño no necesitamos descubrir ningún enigma nuevo en la situación considerada. Sueño y delirio provienen de la misma fuente: lo reprimido; el sueño es el delirio por así decir fisiológico del hombre normal. Lo reprimido, antes de adquirir suficiente fuerza para abrirse paso como delirio en la vida despierta, puede que alcance con facilidad su primer éxito, bajo las circunstancias más propicias del estado del dormir, en la forma de un sueño de prolongada eficacia. Durante el dormir, en efecto, con la rebaja de la actividad anímica en general, sobreviene también una relajación en la intensidad de la resistencia que los poderes psíquicos dominantes contraponen a lo reprimido. Es esta relajación la que posibilita la formación del sueño, y por eso este último se convierte para nosotros en el mejor acceso para tomar noticia de lo anímico inconciente. Sólo que, de ordinario, al restablecerse las investiduras psíquicas de la vigilia el sueño vuelve a disiparse, y a desalojarse {räumen} el terreno ganado por lo inconciente.

III

En la ulterior trayectoria del relato hallamos otro sueño que acaso nos tiente más todavía que el primero a ensayar traducirlo e insertarlo en la trama del acontecer anímico de nuestro héroe.  Pero economizaríamos poco si, abandonando ahora la figuración del poeta, abordáramos directamente este segundo sueño; en efecto, quien pretenda interpretar el sueño de otro no puede omitir el averiguar con el máximo detalle posible todas las vivencias externas e internas del soñante. Así pues, casi sería lo mejor seguir el hilo del relato e ir glosándolo en su secuencia.

La neoformación delirante sobre la muerte de Gradiva a raíz del sepultamiento de Pompeya en el año 79 no es el único efecto duradero del primer sueño que acabamos de analizar. Inmediatamente después Hanold se decide a hacer un viaje a Italia, que termina por llevarlo a Pompeya. Pero antes de esto le sucede otra cosa; asomado a la ventana, cree distinguir por la calle una figura con el porte y el andar de su Gradiva, corre tras ella a pesar de su impropio atuendo, mas no la alcanza; antes bien, las burlas que la gente le dirige por la calle lo devuelven a su vivienda. Ya de regreso en su habitación, el canto de un canario cuya jaula cuelga en una ventana de la casa lindera le convoca un talante como sí él también aspirara a la libertad desde su prisión; y es entonces cuando aquel viaje de primavera se pone en ejecución tan rápido como se lo resolvió.

El poeta ha situado ese viaje de Hanold bajo una luz particularmente nítida, y aun le otorga a este una parcial claridad sobre sus procesos internos. Como es natural, Hanold se ha dado un pretexto científico para su viaje; pero no alcanza. En verdad sabe que «la impulsión a viajar le había nacido de una sensación inefable». Un curioso desasosiego lo lleva a quedar insatisfecho con todo lo que encuentra; lo empuja de Roma a Nápoles, y de allí a Pompeya, pero ni aun en esta última estación de su viaje reordena su talante. Le produce enojo la necedad de las parejas en viaje de bodas y le indigna la desfachatez de las moscas domésticas que pueblan los albergues de Pompeya. A la postre, sin embargo, ya no, se engaña sobre el hecho de que «su insatisfacción no nacía sólo de lo que hallaba en su entorno; en parte, brotaba de él mismo». Se considera sobreexcitado, «se sentía desazonado, algo le faltaba y no podía precisar qué. Y a todas partes llevaba consigo esa desazón». En tal estado de ánimo se subleva contra su ama, la ciencia; cuando deambula la primera vez por Pompeya bajo el resol de mediodía, «su ciencia íntegra no sólo lo había abandonado, sino que ni siquiera le dejó el menor anhelo de reencontrarla; se acordaba de ella como de algo remotísimo, y en su sentimiento era como una tía vieja, aburrida y reseca, la criatura más insulsa y superflua del mundo».

En ese estado de ánimo signado por el fastidio y la confusión, se le soluciona luego uno de los enigmas relativos al viaje; es en el momento en que ve a Gradiva caminando por Pompeya. « … otra cosa más le acudió por primera vez a la conciencia: Había viajado a Italia y seguido su viaje hasta Pompeya, sin detenerse apenas en Roma y Nápoles, y desconociendo la impulsión interior que lo movía, para tratar de descubrir allí huellas de su paso. Y esto último en el sentido literal, pues dada su particularísima manera de caminar tenía que haber dejado en la ceniza la impronta de sus dedos, que se distinguiría de todas las demás».

Que el poeta ponga tanto cuidado en describir este viaje nos sugiere, por fuerza, la conveniencia de elucidar su vínculo con el delirio de Hanold y su posición dentro de la trama de los episodios. El viaje es emprendido por motivos que la persona primero no discierne y sólo después se confiesa; unos motivos que el poeta designa directamente como «inconcientes». Esto sin duda ha sido espiado en la vida real y copiado de ella; no hace falta estar gobernado por un delirio para actuar de ese modo; más bien es un suceso cotidiano, aun en personas sanas, que se engañen acerca de los motivos de su obrar y sólo devengan concientes de ellos con posterioridad {nachträglich}, toda vez que un conflicto entre varias corrientes de sentimiento les cree las condiciones para ese estado de confusión. Así, el viaje de Hanold se orientaba desde el comienzo mismo al servicio de su delirio y estaba destinado a llevarlo a Pompeya para proseguir ahí su investigación y búsqueda de Gradiva. Recordemos que esa investigación y búsqueda lo absorbieron antes del sueño e inmediatamente después, y que el sueño mismo fue sólo una respuesta, ahogada por su conciencia, a la pregunta por el paradero de Gradiva. Ahora bien, algún poder que no alcanzamos a discernir inhibe al comienzo el devenircon-ciente del designio delirante, de suerte que para la motivación conciente del viaje sólo restan unos pretextos insuficientes, que deben ser renovados a cada trecho. Otro enigma nos presenta el poeta cuando hace que el sueño, el descubrimiento de la supuesta Gradiva por la calle y la decisión de viajar tomada bajo el influjo del canario que canta se sucedan como unas contingencias carentes de vínculo interno.

Con ayuda de los esclarecimientos que extraemos de los posteriores dichos de Zoe Bertgang, esta oscura pieza del relato se ilumina para nuestro entendimiento. Era realmente el original de Gradiva, la señorita Zoe en persona, aquella a quien Hanold vio desde su ventana andar por la calle, y a quien enseguida habría dado alcance. La comunicación del sueño: «Ella vive en el presente y en la misma ciudad que tú», recibiría así, por un feliz azar, una confirmación irrefutable, ante la cual su renuencia interna se habría quebrantado. Y el canario cuya canción pulsionó a Hanold hacia lejanos horizontes pertenecía a Zoe; su jaula estaba en su ventana, en la casa lindera, un poco al sesgo de la de Hanold. Hanold, que según la queja de la muchacha poseía el don de la «alucinación negativa», o sea el arte de no ver ni reconocer a las personas aunque estuvieran presentes, forzosamente tuvo desde el comienzo la noticia inconciente de lo que nosotros averiguamos sólo después. Los signos de la proximidad de Zoe, su aparición por la calle y el canto de su pájaro, tan cercano a la ventana de él, refuerzan el efecto del sueño, y en esa situación tan peligrosa para su resistencia contra el erotismo … emprende la huida. El viaje surge de una reanimación de la resistencia tras aquel avance de la añoranza amorosa en el sueño, de un intento de huir de la amada corpórea y presente. En la práctica significa un triunfo de la represión, que prevalece esta vez en el delirio, así como el erotismo había triunfado en su anterior obrar, en las «indagaciones pedestres» de señoras y doncellas. Pero a lo largo de estos cambios de fortuna en el combate, la naturaleza de compromiso se preserva dondequiera en los resultados; el viaje a Pompeya, destinado a alejarlo de la Zoe viva, lo conduce al menos hacia su sustituta, Gradiva. El viaje, emprendido a despecho de los pensamientos oníricos latentes, sigue empero la dirección de Pompeya que marca el contenido manifiesto del sueño. Así, el delirio vuelve a salir vencedor cada vez que erotismo y resistencia traban nuevo combate.

Esta concepción del viaje de Hanold como huida frente a la añoranza de amor que le despierta esa amada tan próxima es la única que armoniza con los estados de ánimo descritos en el relato durante su estadía en Italia. La desautorización del erotismo, en él dominante, se expresa allí en su aborrecimiento por las parejas en viaje de bodas. Un pequeño sueño en el albergo de Roma, movido por la vecindad de una pareja de enamorados alemanes, «August» y «Grete», cuyo crepuscular coloquio no puede menos que espiar con las orejas a través de la delgada pared divisoria, arroja luz, como con efecto retardado {nachträglich), sobre las tendencias eróticas de su primer gran sueño. El nuevo sueño vuelve a trasladarlo a Pompeya, donde acaba de estallar la erupción ,del Vesubio; así se anudaba con el anterior, que siguió ejerciendo sus efectos en el curso del viaje. Pero entre las personas en peligro no divisó esta vez, como antes, a sí mismo y a Gradiva, sino al Apolo de Belvedere y a la Venus capitolina, sin duda como unas exaltaciones irónicas de la pareja de la habitación contigua. Apolo alza a Venus y así la lleva para depositarla sobre un objeto en sombras, que parece un carruaje o un carro, pues deja oír como un «chirrido». Para interpretar este sueño, ciertamente, no hace falta un arte particular.

Nuestro poeta, quien según hace tiempo confiamos no introduce en su cuadro ninguna pincelada ociosa o carente de propósito, nos ha dado otro testimonio de la corriente asexual que gobierna a Hanold en su viaje. Mientras vaga horas y horas por Pompeya, «asombrosamente ni una sola vez recuerda que hace algún tiempo soñó presenciar el entierro de la ciudad por la erupción del cráter en el año 79». Sólo a la vista de Gradiva se acuerda de pronto de ese sueño, y en ese mismo momento deviene conciente del motivo delirante de su enigmático viaje. Ahora bien, ¿qué otra cosa podría significar este olvido del sueño, esta barrera de represión entre el sueño y el estado de alma en el viaje, sino que este último, en lugar de ser producto de una incitación directa del sueño, lo es de la revuelta contra este, como emanación de un poder anímico que no quiere saber nada del sentido secreto del sueño?

Pero, por otra parte, este triunfo sobre su erotismo no alboroza a Hanold. La moción anímica sofocada conserva la fuerza suficiente para vengarse de la sofocadora provocando malestar e inhibición. La añoranza de Hanold se ha mudado en un desasosiego y una insatisfacción que le hacen parecer sin sentido el viaje; la intelección de los motivos de este viaje hecho al servicio del delirio está inhibida, y perturbada la relación del héroe con su ciencia, que en un lugar como ese debería suscitar todo su interés. Así, el poeta nos muestra a su personaje, tras su huida del amor, en una suerte de crisis, en un estado de confusión y desperdigamiento completos, en un desarreglo como el que suele sobrevenir en la cima de los estados patológicos cuando ninguno de los poderes en pugna es más fuerte que el otro en medida suficiente para que esa diferencia pueda fundar un régimen anímico vigoroso. Pero en este punto interviene el poeta para remediar y allanar las cosas; en efecto, hace entrar en escena a Gradiva, que emprende la curación del delirio. Con su poder para guiar hacia buen desenlace los destinos de los seres humanos por él creados, a despecho de las leyes objetivas y necesarias a que los somete, él sitúa a la muchacha de quien Hanold había huido escapando a Pompeya justamente aquí, y de ese modo corrige la necedad que el delirio hizo cometer a nuestro joven, la de encaminar sus pasos desde el lugar donde moraba la amada viva hasta el sepulcro de quien era su sustituta en la fantasía.

Con la aparición de Zoe Bertgang como Gradiva, que marca el punto de máxima tensión en el relato, también sobreviene un giro en nuestro interés. Si hasta aquí hemos covivenciado el desarrollo de un delirio, ahora seremos testigos de su curación, y tenemos derecho a preguntarnos si el poeta ha fabulado meramente el proceso de esta última o lo ha plasmado siguiendo posibilidades de efectiva existencia. Las propias palabras de Zoe en el encuentro con su amiga nos autorizan de manera terminante a atribuirle ese propósito terapéutico. Ahora bien, ¿cómo se dispone a conseguirlo? Tras sofocar la indignación que le produjo la propuesta de volver a recostarse para dormir «como aquella vez», al día siguiente se presenta a la misma hora meridiana y en idéntico sitio, y sonsaca a Hanold todo el secreto saber que le había faltado la víspera para entender su comportamiento. Así se entera del sueño de él, del bajorrelieve de Gradiva y de la peculiaridad del andar que ella comparte con esa figura. Acepta el papel de espectro llamado a la vida por una breve hora, que, según advierte, le imparte el delirio de él, y delicadamente, con palabras de múltiple interpretación, le indica una nueva postura al aceptarle las flores funerarias que él ha traído consigo sin propósito conciente, lamentándose de que no le obsequiara rosas.

Pero es probable que nuestro interés por el comportamiento de esta muchacha reflexiva y prudente, que ha resuelto ganar para marido a su amado de la niñez después de discernir, tras su delirio, su amor como fuerza pulsionante, es probable, decíamos, que ese interés se vea refrenado en este punto por la extrañeza que bien puede provocarnos el delirio. Su plasmación última, a saber, que Gradiva enterrada en el año 79 pueda mantener plática con él durante una hora como espectro del mediodía, trascurrida la cual se abisma o busca otra vez su tumba, quimera esta que no es turbada por la percepción de su moderno calzado ni por su ignorancia de las lenguas antiguas y su dominio del alemán, inexistente en aquellos lejanos tiempos, parece justificar sin duda la designación del poeta: «Una fantasía pompeyana», pero excluir toda comparación con la realidad clínica. Y sin embargo me parece que, considerándolo mejor, se disipa en su más amplia medida la inverosimilitud de este delirio. El propio poeta ha asumido parte de la responsabilidad, encarnándola en la premisa del relato: que Zoe es en todos sus rasgos la homóloga del bajorrelieve. Entonces hay que guardarse de desplazar la inverosimilitud de esta premisa a su consecuencia, que Hanold tenga a la muchacha por la Gradiva rediviva. Además, el poeta ha aducido una circunstancia atenuante y propicia para el desvarío de su héroe: el resol de la Campania y la virtud ensalmadora y embriagadora del vino nacido en las laderas del Vesubio. Empero, entre todos los factores, el que mejor lo explica y disculpa sigue siendo la ligereza con que nuestra capacidad de pensar se resuelve a aceptar un contenido absurdo cuando unas mociones de intenso tinte afectivo hallan en él su satisfacción. Es un hecho asombroso, y casi nunca apreciado en la medida en que lo merece, cuán fácil y frecuentemente hasta personas de vigorosa inteligencia producen, bajo esas constelaciones psicológicas, las reacciones de una imbecilidad parcial; y quien no sea demasiado presumido podrá observarlas en sí mismo cuantas veces quiera. ¡Y qué decir cuando una parte de los procesos del pensar en cuestión adhiere a motivos inconcientes o reprimidos! De buena gana cito las palabras de un filósofo, quien me escribe: «He empezado a anotar los casos, vivenciados por mí mismo, de errores manifiestos, de acciones impensadas para las que uno busca motivos con posterioridad (y de una manera harto irracional). Aterra, pero es típica, toda la estupidez que sale a la luz de ese modo». Y considérese además que la creencia en espíritus y fantasmas, y en almas que retornan, con tantos apoyos donde apuntalarse en las religiones a que todos nosotros estuvimos apegados al menos en la infancia, en modo alguno ha sido sepultada en todas las personas cultas, y ello hasta el extremo de que muchas de estas, racionales de ordinario, hallan compatibles con la razón las prácticas espiritistas. Y aun quien se haya vuelto positivo e incrédulo acaso perciba, abochornado, con cuánta facilidad regresa a la creencia en espíritus si en él se conjugan emoción y desconcierto. Sé de un médico que había perdido a una de sus pacientes, aquejada por la enfermedad de Basedow, y no pudo aventar una leve sospecha de haber contribuido él mismo al infortunado desenlace mediante una medicación imprudente. Cierto día, trascurridos ya varios años, entró en su consultorio una muchacha en quien, a pesar de toda su renuencia, no pudo menos que reconocer a la difunta. Le fue imposible concebir otro pensamiento que este: «Es entonces verdad que los muertos pueden retornar», y su estremecimiento sólo cedió a la vergüenza cuando la visitante dijo ser la hermana de alguien que había muerto de la misma enfermedad que ella tenía. Es que la enfermedad de Basedow presta a quienes la padecen una semejanza notable, que se ha señalado a menudo, en los rasgos faciales; y en este caso la semejanza típica se había sumado a la fraternal. Y bien, yo fui el médico a quien tal cosa sucedió, y por eso no seré justamente yo quien cuestione a Norbert Hanold la posibilidad clínica de su breve delirio sobre Gradiva rediviva. Y, en definitiva, todo psiquiatra sabe bien que en casos graves de formación delirante crónica (paranoia) se llega a extremos en materia de absurdos de ingeniosa urdimbre y buen sustento.

Tras su primer encuentro con Gradiva, Norbert Hanold había bebido su vino primero en uno y luego en el otro albergue de Pompeya por él conocidos, mientras los otros visitantes estaban ocupados en almorzar. «Desde luego, ni se le pasó por la mente el contrasentido» de que obraba así para averiguar en qué hospedaje moraba y tomaba sus comidas Gradiva, pero es difícil decir qué otro sentido podía tener ese obrar suyo. El día que siguió a su segunda reunión en la Casa de Meleagro vivencia toda clase de cosas dignas de asombro y al parecer inconexas: descubre una estrecha grieta en la muralla del Pórtico, ahí donde había desaparecido Gradiva; se topa con un extravagante cazador de lagartijas que se dirige a él como si lo conociera; halla un tercer hospedaje, de escondida ubicación, el «Albergo del Sole», cuyo propietario lo engatusa con un prendedor metálico de verde pátina, supuestamente exhumado entre los restos de una muchacha pompeyana; y por último, ya de regreso en su hostería, le llama la atención una pareja de jóvenes recién llegados en quienes él discierne unos hermanos y los ve con simpatía. Todas estas vivencias se le entretejen luego en un sueño «singularmente disparatado», cuyo texto es el siguiente:

«En algún lugar del Sol estaba Gradiva, hacía un lazo con hilo de hierbas para cazar una lagartija, y decía sobre eso: «Por favor, manténte inmóvil; la colega tiene razón, el recurso es realmente bueno y ella lo ha empleado con el mejor de los éxitos»».

Todavía dormido se defiende de este sueño con la crítica de que es una rematada locura, y se revuelve en su lecho para librarse de él. Lo consigue con ayuda de un pájaro invisible que profiere un breve grito riente y se lleva la lagartija en el pico.

¿Ensayaremos interpretar también este sueño, vale decir, sustituirlo por los pensamientos oníricos latentes a partir de cuya desfiguración no pudo menos que surgir? Es tan disparatado como sólo se puede esperar que lo sea un sueño, y este absurdo de los sueños es el principal apoyo de la opinión que les rehusa el carácter de un acto psíquico de pleno derecho y los hace proceder de una excitación, no sujeta a plan alguno, de los elementos psíquicos.

Podemos aplicar a este sueño la técnica que cabe designar como el procedimiento regular de la interpretación de los sueños. Consiste en no hacer caso de la aparente ilación del sueño manifiesto, sino considerar por sí cada fragmento del contenido y buscarle su derivación en las impresiones, recuerdos y ocurrencias libres del soñante.  Mas como no podemos examinar a Hanold, tendremos que darnos por satisfechos con la referencia a sus impresiones y sólo con la máxima prudencia estaremos autorizados a sustituir sus ocurrencias por las nuestras.

«En algún lugar del Sol está Gradiva, caza lagartijas y dice sobre eso». – ¿Qué impresión del día resuena en esta parte del sueño? Indudablemente el encuentro con el anciano señor, el cazador de lagartijas, que por tanto está sustituido por Gradiva en el sueño. Era él quien estaba sentado o yacía en una ladera «a pleno sol», y también quien dirigió la palabra a Hanold. Además, los dichos de Gradiva en el sueño están copiados de los dichos de aquel hombre. Compárese: «El recurso indicado por mi colega Eimer es realmente bueno-, ya lo he empleado varias veces con el mejor de los éxitos. Por favor, manténgase inmóvil». En parecidos términos habla Gradiva en el sueño, sólo que el «colega Eimer» es sustituido en el sueño por una colega innominada; además, el «varias veces» del dicho del zoólogo ha sido eliminado en el sueño, y se ha cambiado un poco la estructura de la oración. Parece, pues, que esta vivencia del día ha sido trasmudada en el sueño mediante algunas variantes y desfiguraciones. ¿Por qué estas justamente, y qué significan las desfiguraciones, la sustitución del anciano señor por Gradiva, así como la introducción de la enigmática «colega»?

Hay una regla de la interpretación de sueños que reza: Un dicho en el sueño proviene siempre de un dicho escuchado o pronunciado en la vigilia? Y esta regla parece obedecida en este caso; los dichos de Gradiva no son más que una modificación de los dichos escuchados del anciano zoólogo la víspera. Otra regla de la interpretación de sueños nos diría que la sustitución de una persona por otra, o la contaminación de dos de ellas, por ejemplo si una es mostrada en una situación característica de la otra, significa una equiparación de ambas, una coincidencia entre ellas. Si nos atrevernos a aplicar también esta regla a nuestro sueñ, obtendríamos esta traducción: Gradiva caza lagartijas como aquel anciano, conoce como él el arte de hacerlo. Este resultado no es precisamente comprensible, pero aún estamos frente a otro enigma: ¿A cuál impresión del día debemos referir la «colega» que sustituye en el sueño al famoso zoólogo Eimer? Por suerte no tenemos muchas opciones: sólo otra muchacha puede ser designada como colega, vale decir, aquella simpática joven en quien Hanold había discernido a una hermana que viajaba en compañía de su hermano. «Ella llevaba en el vestido una roja rosa de Sorrento cuya visión trajo alguna cosa a la memoria de quien la contemplaba desde su rincón, sin que pudiera acordarse de qué se trataba». Esta observación del poeta nos da derecho a pretender que ella sea la «colega» del sueño. Aquello de lo cual Hanold no podía acordarse era sin duda alguna lo que le dijo la supuesta Gradiva, que a las muchachas más afortunadas les obsequiaban rosas en primavera, cuando le pidió las blancas flores funerarias. Ahora bien, en ese dicho se escondía un requerimiento. ¿Qué clase de caza de lagartijas sería la que tan bien lograba esa afortunada colega?

Al día siguiente, Hanold sorprende a la presunta pareja de hermanos en tierno abrazo y así puede rectificar su error de la víspera. Se trata en realidad de una pareja de enamorados, y por cierto en viaje de bodas, según luego averiguamos cuando ambos turban de modo tan inesperado el tercer encuentro de Hanold con Zoe. Si ahora adoptamos el supuesto de que Hanold, que concientemente los tenía por hermanos, en el momento mismo discernió el vínculo real que al otro día habría de revelarse de una manera tan inequívoca, en verdad obtenemos un buen sentido para los dichos de Gradiva en el sueño. La rosa roja se convierte entonces en el símbolo del vínculo de amor; Hanold comprende que ambos son aquello que él y Gradiva deben devenir todavía; la caza de lagartijas recibe el significado de la caza de marido, y el dicho de Gradiva quiere decir más o menos esto: «Déjenme hacer; sabré conseguir marido tan bien como esta otra muchacha».

Ahora bien, ¿por qué este trasunto de los propósitos de Zoe debía aparecer a toda costa en el sueño en la forma del dicho del viejo zoólogo? ¿Por qué la habilidad de Zoe para cazar marido sería figurada por la del anciano señor para cazar lagartijas? Nos resulta fácil responder a esta pregunta; hace tiempo hemos colegido que el cazador de lagartijas no es otro que el profesor de zoología Bertgang, padre de Zoe, que por fuerza ha de conocer a Hanold, y así se comprende que le dirija la palabra como a un conocido. Supongamos también que en lo inconciente Hanold haya reconocido de inmediato al profesor («Le pareció como si recordase oscuramente haber visto desfilar ante sus ojos alguna vez el rostro del cazador de lagartijas, quizás en alguno de los dos hospedajes»); así se explica el raro disfraz del designio atribuido a Zoe. Es la hija del cazador de lagartijas, de él ha recibido esa habilidad.

La sustitución del cazador de lagartijas por Gradiva en el contenido del sueño es entonces la figuración del vínculo entre ambas personas, discernido en lo inconciente; la introducción de la «colega» en lugar del colega Eimer permite al sueño expresar la inteligencia del requerimiento de marido por parte de ella. Hasta ahora, el sueño ha soldado dos de las vivencias del día en una situación, las ha «condensado» -como decimos en nuestra terminología- a fin de procurar expresión, harto irreconocible en verdad, a dos intelecciones que no tenían permitido devenir concientes. Pero podemos avanzar otro paso, reducir todavía más la rareza del sueño y pesquisar también el influjo de las otras vivencias del día sobre la configuración del sueño manifiesto.

Podríamos declararnos insatisfechos con las referencias dadas hasta ahora sobre la razón por la cual justamente la escena de la caza de lagartijas fue convertida en el núcleo del sueño, y conjeturar que aún otros elementos de los pensamientos oníricos han aportado su influjo para consagrar a las «lagartijas» en el sueño manifiesto. Y en realidad muy bien podría ser así. Recordemos que Hanold había descubierto una grieta en el muro, justo en el lugar donde le pareció que Gradiva desaparecía, una grieta «empero lo bastante ancha para dejar pasar a una persona de inusual delgadez». Esta percepción lo mueve a introducir de día una variante en su delirio: Gradiva no se hunde en el suelo cuando se quita de su vista, sino que por este camino dirige sus pasos de regreso a la tumba. En su pensar inconciente acaso él se dijo que ahora descubría la explicación natural de esa sorprendente desaparición de la muchacha. Pero, ¿acaso el filtrarse por grietas estrechas y el desaparecer por ellas no nos recuerda por fuerza al comportamiento de las lagartijas? ¿No se conduce Gradiva en esto como una ágil lagartijilla? Opinamos, pues, que este descubrimiento de la grieta en el muro ha ejercido un efecto de comando, junto con otros, en la selección del elemento «lagartija» pira el contenido manifiesto del sueño; la «situación-lagartija» del sueño subroga tanto esta impresión del día como el encuentro con el zoólogo, el padre de Zoe.

¿Y si ahora, más osados, intentáramos hallar una subrogación en el contenido del sueño también para una vivencia del día aún no utilizada: el descubrimiento del tercer albergue, el «del Sole»? El poeta ha tratado este episodio con tanto detalle y le ha anudado tantas cosas que sin duda nos maravillaría que no contribuyera en nada a la formación del sueño. Hanold entra en esa posada, cuya existencia desconocía por su retiro y su lejanía de la estación ferroviaria, para hacerse servir una gaseosa que mitigase su acaloramiento. El posadero aprovecha la oportunidad para elogiar sus antigüedades, y le muestra un prendedor que, sostuvo, perteneció a una muchacha pompeyana hallada en las cercanías del Forum en estrecho abrazo con su amado. Hanold, que hasta entonces nunca había dado crédito a ese relato a menudo repetido, es constreñido ahora, por un poder que no le es consabido, a creer en esa tocante historia y en la autenticidad del hallazgo; adquiere la fíbula y con su adquisición abandona el hospedaje. Cuando se aleja, ve asomar por una de las ventanas, puesto en un florero, un ramillete de asfódelos poblado de blancas flores. Siente esa visión como corroboradora de la autenticidad de su nuevo bien. Entonces lo penetra el convencimiento delirante de que el verde prendedor ha pertenecido a Gradiva, y ella fue la muchacha que murió en brazos de su amado. A raíz de esto se apoderan de él unos martirizadores celos que sólo apacigua el designio de mostrar el prendedor a Gradiva al día siguiente, y así recabar seguridad para su recelo. Y esta rara pieza de una nueva formación delirante, ¿no habría dejado ninguna huella en el sueño de la noche que siguió?

Nos resultará sin duda de provecho tratar de entender la génesis de esta extensión del delirio, pesquisar la nueva pieza de intelección inconciente que se sustituye por la nueva pieza de delirio. Este nace bajo el influjo del posadero del albergue del Sol, ante quien el comportamiento de Hanold es el de una asombrosa credulidad, como sí hubiera recibido de él una sugestión. Le muestra una fíbula metálica usada como prendedor; sería auténtica y pertenecería a una muchacha que hallaron enterrada en brazos de su amado. Y Hanold, que podría ser lo bastante crítico para poner en duda tanto la veracidad de la historia como la autenticidad del prendedor, al instante queda preso de la creencia y adquiere esa antigüedad más que sospechosa. Es de todo punto incomprensible por qué habría de comportarse así, y nada indica que la personalidad del posadero mismo pudiera solucionarnos ese enigma. Empero, el episodio contiene otro enigma, y es harto común que dos enigmas se solucionen uno al otro. Al abandonar el «Albergo», ve en una ventana un ramillete de asfódelos puestos en un florero, en él halla una confirmación de la autenticidad del prendedor metálico. Pero, ¿cómo pudo ser? Por fortuna, este último rasgo admite fácil solución. Las flores blancas son sin duda las mismas que él obsequió a Gradiva al mediodía, y es correctísimo que algo es corroborado por su visión en una de las ventanas de ese hospedaje. No, por cierto, la autenticidad del prendedor, sino otra cosa que ya se le puso en claro al descubrir ese «Albergo» hasta entonces ignorado. Ya la víspera se había comportado como si buscara en los dos hospedajes de Pompeya dónde moraba la persona que se le aparecía en figura de Gradiva. Ahora, al tropezar tan inesperadamente con un tercer albergue, no puede menos que decirse en lo inconciente-. «Entonces es aquí donde ella mora»; y luego, al partir: «Justamente; he ahí las flores de asfódelos que yo le he dado; esa es, en consecuencia, su ventana». Esta sería, pues, la nueva intelección que se sustituye por el delirio y que no puede devenir conciente porque tampoco puede devenirlo su premisa, a saber, que Gradiva es una persona viva que él otrora conocía.

Pero, ¿cómo se habrá producido la sustitución de la nueva intelección por el delirio? Opino que así: el sentimiento de convencimiento adherido a esa intelección pudo afianzarse y se conservó, mientras que para la intelección misma, no susceptible de conciencia, se introdujo en remplazo otro contenido de representación, pero enlazado con ella por conexión de pensamiento. Así, el sentimiento de convencimiento se conecta con un contenido que en verdad le es ajeno, y este último, en calidad de delirio, obtiene una admisión que en sí mismo no merecía. Su convicción de que Gradiva mora en esa casa, Hanold la trasfiere sobre otras impresiones que en esa casa recibe, y de tal manera acepta crédulamente los dichos del posadero, la autenticidad del prendedor metálico y la veracidad de la anécdota sobre la pareja de amantes a quienes hallaron abrazados; pero ello sólo se produce por el camino de vincular él con Gradiva todo lo escuchado en esa casa. Los celos ya aprontados en él se apoderan de ese material y así nace, aun en contradicción con su primer sueño, el delirio de que Gradiva era aquella muchacha muerta en los brazos de su amante y a quien perteneció el prendedor que él había adquirido.

Damos en notar que la plática de Gradiva y el sutil requerimiento de ella «por la flor» {«durch die Blume»; también, «metafórico»} ya han provocado en Hanold importantes alteraciones. En él han despertado rasgos de concupiscencia masculina, componentes de la libido que, es verdad, todavía no pueden prescindir de disfrazarse mediante pretextos concientes. Pero el problema de la «contextura corpórea» de Gradiva, que lo persigue durante todo ese día, no puede desmentir su descendencia del apetito erótico de saber que el niño dirige al cuerpo de la mujer, y ello por más que pretenda adoptar ropaje científico por la insistencia conciente en la curiosa oscilación de Gradiva entre la vida y la muerte. Los celos son otro signo de la actividad amorosa que despierta en Hanold; los exterioriza al iniciarse la conversación del día siguiente, y ellos consiguen luego, validos de un nuevo pretexto, tocar el cuerpo de la muchacha y golpearlo como en lejanos tiempos.

Pero ya es el momento en que debemos preguntarnos si este camino de la formación de delirio que hemos inferido de la figuración del poeta es un camino consabido o al menos posible. Desde nuestro conocimiento médico no cabe sino responder: esa es ciertamente la verdadera vía, acaso la única, por la cual el delirio obtiene> en general, la inconmovible aceptación que es uno de sus caracteres clínicos. Si el enfermo cree con tanta firmeza en su delirio, ello no se produce por un trastorno {Verkehrung} de su capacidad de juzgar ni se debe a lo que hay de erróneo en su delirio. Antes al contrario, en todo delirio se esconde un granito de verdad; hay en él algo que realmente merece creencia, y esa es la fuente de la convicción del enfermo, que por tanto está justificada en esa medida. Pero eso verdadero estuvo largo tiempo reprimido; cuando por fin consigue abrirse paso hasta la conciencia, esta vez en forma desfigurada, el sentimiento de convencimiento que a ello adhiere es hiperintenso, como a modo de un resarcimiento, sólo que recae sobre un sustituto desfigurado de lo verdadero reprimido, protegiéndolo de cualquier impugnación crítica. El convencimiento se desplaza, por así decir, de lo verdadero inconciente a lo erróneo conciente enlazado con ello, y justamente a causa de ese desplazamiento permanece fijado allí. El caso de la formación de delirio que resultó del primer sueño de Hanold no es más que un ejemplo parecido, si bien no idéntico, de semejante desplazamiento. Es que la génesis de ese convencimiento en el delirio, según la hemos descrito, ni siquiera es radicalmente diversa de la manera en que se forma un convencimiento en casos normales en que no está en juego la represión. Todos prestamos nuestro convencimiento a contenidos del pensar en que va unido lo verdadero con lo falso, y dejamos que él se extienda desde lo primero a lo segundo. Se difunde, digamos, desde lo verdadero a lo falso asociado con ello, y protege a esto último, si bien no de un modo tan inmutable como en el delirio, de la merecida crítica. Unos envolvimientos, por así decir una protección, son capaces de sustituir al valor genuino también en la psicología normal.

Ahora he de regresar al sueño para destacar un rasgo pequeño, pero en modo alguno carente de interés, que se establece como una conexión entre dos ocasiones de aquel. Gradiva había puesto las blancas flores de asfódelos en una cierta oposición con las rosas rojas; el redescubrir los asfódelos en la ventana del Albergo del Sole se convierte en una importante pieza probatoria para la intelección inconciente de Hanold, expresada en el nuevo delirio, y con esto se enhebra que la rosa roja que lleva en su vestido aquella joven y simpática dama permita a Hanold, en lo inconciente, apreciar correctamente la índole de la relación que ella tiene con su acompañante, de suerte que en el sueño puede hacerla aparecer como la «colega».

Ahora bien, ¿dónde se encuentra en el contenido manifiesto del sueño la huella y la subrogación de aquel descubrimiento de Hanold que hallamos sustituido por el nuevo delirio, a saber, que Gradiva mora con su padre en el tercer hospedaje, oculto, de Pompeya, el Albergo del Sole? Pues bien, se encuentra en el sueño, y ni siquiera muy desfigurado; sólo que temo señalarlo, pues sé que aun en los lectores que me han aguantado hasta aquí con paciencia nacerá una fuerte revuelta a mi intento de explicación. El descubrimiento de Hanold está en el sueño, lo repito, comunicado cabalmente, pero escondido de manera tan diestra que por fuerza uno lo pasa por alto. Se esconde ahí tras un juego de palabras, tras un equívoco. «En algún lugar del Sol estaba Gradiva», lo hemos referido con razón al sitio donde Hanold topó con el zoólogo, padre de ella. Pero, ¿no puede querer decir también «en el Sol», o sea, en el Albergo del Sole, en el hospedaje del Sol, mora Gradiva? ¿Y «en algún lugar», que no mantiene nexo alguno con el padre, ¿no ostenta una imprecisión tan hipócrita porque introduce justamente la noticia precisa sobre el paradero de Gradiva? De acuerdo con mi experiencia en la interpretación de sueños reales, tengo una total certeza en cuanto a ese modo de entender la ambigüedad, pero en realidad no me atrevería a presentar a mis lectores esta pequeña pieza del trabajo interpretativo si el poeta mismo no me prestara aquí su poderoso auxilio. Al día siguiente pone en boca de la muchacha, a la vista del prendedor de metal, ese mismo juego de palabras que nosotros damos por supuesto para la interpretación de aquel pasaje del contenido del sueño: «¿Lo has encontrado en el Sol? Este produce parecidas cosas». Y como Hanold no la comprende, le explicita que se refiere al hospedaje del Sol, llamado aquí «Sole», de donde le es familiar ese supuesto hallazgo.

Y ahora nos gustaría ensayar la sustitución de ese sueño «singularmente disparatado» de Hanold por los pensamientos inconcientes que tras él se esconden, quizá disímiles a él. Estos rezarían: «Ella habita sin duda en el Sol con su padre; ¿por qué juega este juego conmigo? ¿Quiere burlarse de mí? ¿O acaso me ama y quiere tomarme por marido? ». – A esta última posibilidad se refiere evidentemente, cuando él todavía duerme, la respuesta rechazadora: «Es una rematada locura», en apariencia dirigida al sueño manifiesto en su conjunto.

Lectores críticos tienen ahora el derecho de preguntarme de dónde extraigo la intercalación referida al ser burlado por Gradiva. La interpretación de los sueños da la respuesta: cuando en los pensamientos oníricos se incluye una burla, una mofa, una contradicción sañuda, ello se expresa mediante la plasmación disparatada del sueño manifiesto, mediante lo absurdo en el sueño.  Esto último no implica entonces parálisis alguna de la actividad psíquica, sino que es uno de los medios figurativos de que se vale el trabajo del sueño. Como siempre sucede en pasajes de particular dificultad, también aquí el poeta acude en nuestro auxilio. Ese sueño disparatado tiene todavía un breve epílogo en que un pájaro profiere un grito riente y se lleva la lagartija en el pico. Ahora bien, un grito riente así había escuchado Hanold tras la desaparición de Gradiva. En realidad provenía de Zoe, quien con esa risa se sacudía la seriedad tétrica de su papel de moradora del mundo subterráneo. Gradiva realmente se había reído de él. Pero la imagen onírica del pájaro que se lleva a la lagartija acaso recuerde a aquella otra, de un sueño anterior, en que Apolo de Belvedere se llevaba a la Venus capitolina.

Quizás a muchos lectores les quede todavía la impresión de que no está lo bastante certificado el traducir la situación de la caza de lagartijas mediante la idea del requerimiento amoroso. En su apoyo puede aducirse que la propia Zoe, en su plática con la colega, confiesa de sí eso mismo que de ella conjeturan los pensamientos de Hanold: cuando le comunica que estaba segura de «exhumar» para sí en Pompeya algo interesante. Con ello recurre al círculo de representaciones de la arqueología, de igual modo en que él había echado mano al de la zoología con su símil de la caza de lagartijas; es como si aspirasen recíprocamente y en contrapuestos sentidos el uno al otro y cada uno quisiera adoptar la peculiaridad del otro.

Así habríamos resuelto la interpretación de este segundo sueño también. Ambos se han vuelto asequibles a nuestro entendimiento bajo la premisa de que el soñante, en su pensar inconciente, sabe todo aquello que ha olvidado en su pensar conciente: allá juzga con acierto sobre lo que aquí yerta de manera delirante. Desde luego que en todo esto hemos tenido que formular muchas tesis que, por inusuales, extrañarán sin duda al lector, y es probable que a menudo hayamos despertado la sospecha de que atribuimos al poeta unas intenciones que en realidad sólo son nuestras. Estamos dispuestos a empeñarnos en disipar tal sospecha, y por eso consideraremos en detalle uno de los puntos más espinosos -me refiero al empleo de palabras y dichos ambiguos, como en el ejemplo: «En algún lugar del Sol está Gradiva»-.

A todo lector de Gradiva tiene que llamarle la atención cuán a menudo el poeta pone en labios de sus dos principales personajes unos dichos que trasmiten doble sentido. En Hanold esos dichos se entienden de manera unívoca, y sólo su compañera, Gradiva, es captada por su otro sentido. Así, cuando tras la primera respuesta de ella él exclama: «¡Yo sabía que así era el sonido de tu voz!», y Zoe, no esclarecida aún, se ve llevada a preguntarle cómo es eso posible, puesto que todavía no la ha escuchado hablar. En la segunda plática, por un instante ella pierde el rumbo en el delirio de él, cuando Hanold le asegura que la reconoció enseguida. Ella no puede menos que comprender estas palabras en el sentido que es correcto para el inconciente de él, como admisión de una familiaridad entre ambos que se remonta a la niñez, mientras que él desde luego nada sabe de este alcance de su dicho y, además, lo elucida con exclusiva referencia al delirio que lo gobierna. En cambio, los dichos de la muchacha, en cuya persona la más luminosa claridad espiritual se contrapone al delirio, llevan adrede un doble sentido. Uno de sus sentidos se pliega al delirio de Hanold para poder entrar en su inteligencia conciente; el otro se eleva por encima del delirio y las más de las veces nos proporciona la traducción de este a la verdad inconciente a la cual subroga. Es un triunfo del chiste {Witz; también, la «gracia»} el de poder figurar el delirio y la verdad en la misma forma expresiva.

Perlado de tales bivocidades está el discurso en que Zoe esclarece a su amiga sobre la situación y al mismo tiempo se libra de su estorbosa compañía; en verdad, está enunciado como saliéndose del libro, calculado más para nosotros, lectores, que para la colega dichosa. En las pláticas con Hanold, el doble sentido se establece las más de las veces por el hecho de que Zoe se vale del simbolismo al que, según hallamos, obedecía el primer sueño de Hanold: la equiparación entre entierro y represión, entre Pompeya e infancia. Así, ella con sus dichos puede permanecer, por un lado, en el papel que le señala el delirio de Hanold y, por el otro, tocar con la varita mágica las constelaciones reales y despertar en lo inconciente de Hanold la inteligencia para estas últimas.

«Hace ya mucho tiempo que me he acostumbrado a estar muerta». «Para mí la que corresponde de tu mano es la flor del olvido». En estos dichos se insinúa sutilmente el reproche que luego estalla con sobrada nitidez en su último sermón, donde lo compara con el arqueoptérix. «Que alguien deba primero morir para devenir vivo. Pero para los arqueólogos ello es sin duda necesario», dice todavía, con posterioridad, tras la solución del delirio, como para proporcionar la clave de sus dichos de doble sentido. Pero el más bello empleo de su simbolismo lo logra en la pregunta: «Me parece como si ya una vez, hace dos mil años, hubiéramos comido así juntos nuestro pan. ¿No puedes acordarte? », dicho en el cual son harto inequívocos la sustitución de la infancia por la prehistoria de la humanidad, y el empeño en despertar el recuerdo de la primera.

Ahora bien, ¿a qué se debe esta llamativa predilección de Gradiva por los dichos de doble sentido? No la creemos fruto del azar, sino una consecuencia necesaria de las premisas del relato. No es más que el correspondiente del determinismo doble de los síntomas, pues los dichos mismos son síntomas y, como estos, provienen de compromisos entre conciente e inconciente. Sólo que uno se percata de este doble origen en los dichos con mayor facilidad que, por ejemplo, en las acciones; y si se consigue -lo cual hartas veces es facilitado por la flexibilidad del material del dicho- procurar en una misma articulación de palabras una buena expresión a sendos propósitos del dicho, estaremos frente a lo que llamamos una «equivocidad».

En el curso del tratamiento psicoterapéutico de un delirio o de una perturbación análoga suelen desarrollarse tales dichos de doble sentido en el enfermo como unos nuevos síntomas de extrema transitoriedad, y hasta puede ocurrir que uno mismo esté en condiciones de valerse de ellos, en cuyo caso no es raro que con el sentido comandado para la conciencia del enfermo se incite la inteligencia para el sentido válido en lo inconciente. Sé por experiencia que este papel de la equivocidad suele suscitar el mayor escándalo y los mayores malentendidos entre los profanos, pero, comoquiera que fuese, el poeta acertó al figurar en su creación también este rasgo característico de los procesos sobrevenidos a raíz de la formación del sueño y del delirio.

IV

Ya dijimos que con la entrada en escena de Zoe como médica despierta en nosotros un nuevo interés. Quedamos ansiosos por saber si una curación como la que ella consuma en Hanold es concebible o en general posible, si el poeta ha discernido las condiciones para la desaparición de un delirio con la misma justeza con que lo hizo respecto de su génesis.

Sin duda aquí se nos opondrá un punto de vista que niegue semejante interés, en principio, para el caso descrito por el poeta, y aun la existencia misma de un problema que debiera esclarecerse. Se dirá que a Hanold no le resta otro camino que el de resolver su delirio después que el propio objeto de este, la supuesta «Gradiva», le prueba el desacierto de todas sus suposiciones y le brinda las explicaciones más naturales para todo lo enigmático; por ejemplo, de dónde conoce el nombre de él. Con ello el asunto quedaría concluido en buena lógica; pero como dentro de esa trama la muchacha le ha confesado su amor, el poeta, sin duda para satisfacer a sus lectoras, hace que este relato suyo, por« lo demás no carente de interés, concluya con el usual final feliz, el casamiento. Se argüirá que más consecuente y no menos posible sería otro final, a saber: que el joven erudito, esclarecido en su error, se despidiera de la joven dama dándole cortésmente las gracias y desautorizara el amor de ella aduciendo como motivo que sería capaz de dedicar el más intenso interés a mujeres antiguas de bronce o piedra, y a sus originales, si pudiera tener trato con ellas, pero no sabría qué hacer con una muchacha contemporánea de carne y hueso. Se concluirá, entonces, que el poeta ha agregado de manera por completo arbitraría una historia de amor a su fantasía arqueológica.

En el acto mismo de rechazar esta concepción por imposible, y en virtud de él, caemos en la cuenta de que no hemos situado sólo en la renuncia al delirio la alteración sobrevenida en Hanold. Simultáneo, pero aun anterior a la resolución de aquel, es inequívoco el despertar, en Hanold, de la necesidad de amor, que luego desemboca como de manera natural en su cortejo a la muchacha que lo ha librado de su delirio. Ya hemos destacado los pretextos y disfraces bajo los cuales se exteriorizan, aun en medio de su delirio, la curiosidad por su contextura corpórea, los celos y la brutal pulsión masculina de apoderamiento, después que el primer sueño le hubo instilado la añoranza reprimida de amor. Indiquemos, como ulterior testimonio, que en la velada que siguió a su segunda plática con Gradiva le pareció por primera vez simpática una mujer viva, aunque, como concesión a su anterior aborrecimiento por las parejas en viaje de bodas, no discernió en la simpática una recién casada. Pero a la mañana siguiente el azar lo convierte en testigo del intercambio de ternuras entre esa muchacha y su supuesto hermano, y entonces él se retira temeroso de turbar una acción sagrada. Ha olvidado su mofa de «August» y «Grete», y se ha restablecido en él el respeto por la vida amorosa.

Así pues, el poeta ha enlazado de la manera más íntima la solución del delirio y el afloramiento de la necesidad de amor, y ha preparado el desenlace en un cortejo amoroso como algo necesario. Es que conoce la naturaleza del delirio mejor que sus críticos; sabe que en su génesis se han conjugado un componente de añoranza enamorada con un componente de revuelta, y hace que la muchacha, que emprende la curación, sienta en su corazón el componente para ella grato en el delirio de Hanold. Sólo esta intelección puede moverla a consagrarse a un tratamiento, y sólo la certeza de saberse amada por él puede llevarla a confesarle su amor. El tratamiento consiste en devolverle desde afuera los recuerdos reprimidos que él no puede libertar desde adentro; pero no produciría efecto alguno si la terapeuta no mirara por los sentimientos y si su traducción del delirio no rezara en definitiva: «Mira, todo eso sólo significa que me amas».

El procedimiento que el poeta hace emprender a Zoe para curar el delirio de su amigo de niñez muestra una amplia semejanza (no: una total coincidencia esencial) con un método terapéutico que el doctor Josef Breuer y quien esto escribe introdujeron en la medicina en 1895, y a cuyo perfeccionamiento me he consagrado desde entonces. Este modo de tratamiento que Breuer llamó primero «catártico» y quien esto escribe prefiere designar «psicoanalítico» consiste en que a los enfermos que padecen de perturbaciones análogas al delirio de Hanold uno les lleva a la conciencia, en cierta medida violentamente, lo inconciente bajo cuya represión han enfermado, en un todo como lo hace Gradiva con los recuerdos reprimidos de sus vínculos de infancia. Es claro que el cumplimiento de esta tarea le resulta más fácil a Gradiva que al médico; ella se encuentra en una posición que merece llamarse ideal en muchos aspectos. El médico, que no cala de antemano a sus enfermos y no lleva en su interior como recuerdo conciente aquello que en estos trabaja inconcientemente, se ve precisado a valerse de una técnica compleja a fin de compensar esa desventaja. Tiene que aprender a inferir con gran certeza, desde las ocurrencias y comunicaciones concientes del enfermo, lo reprimido en él, colegir lo inconciente donde se trasluce tras las exteriorizaciones y acciones concientes del enfermo. Y entonces lleva a cabo algo semejante a lo que el propio Norbert Hanold comprende al final del relato, cuando retraduce el nombre «Gradiva» en « Bertgang». La perturbación desaparece cuando es reconducida a su origen; es que el análisis opera simultáneamente la curación.

Sin embargo, la semejanza entre el proceder de Gradiva y el método analítico de psicoterapia no se limita a esos dos puntos, el hacer conciente lo reprimido y la coincidencia de esclarecimiento y curación. También se extiende a lo que resalta como lo esencial de toda la alteración: el despertar de los sentimientos. Cualquier perturbación análoga al delirio de Hanold, que en la ciencia solemos designar «psiconeurosis», tiene por premisa la represión de un fragmento de la vida pulsional, digamos confiadamente de la pulsíón sexual; y todo ensayo de introducir en la conciencia la causa inconciente y reprimida de la enfermedad llama de manera necesaria a los componentes pulsionales en cuestión a trabar renovado combate con los poderes que los reprimen, para llegar a un final ajuste de cuentas con estos, a menudo en medio de los más violentos fenómenos reactivos. El proceso de restablecimiento se consuma en una recidiva de amor, si reunimos bajo el nombre de «amor» a todos los múltiples componentes de la pulsión sexual, y esa recidiva es indispensable, pues los síntomas, a raíz de los cuales se emprendió el tratamiento, no son más que unos precipitados de anteriores luchas por la represión o por el retorno, y sólo pueden ser solucionados y despejados mediante una nueva marejada de esas mismas pasiones. Todo tratamiento psicoanalítico es un intento de poner en libertad un amor reprimido que había hallado en un síntoma una lamentable escapatoria de compromiso. Y la coincidencia con el proceso de curación descrito por el poeta en Gradiva llega al máximo si agregamos que también en la psicoterapia analítica la pasión vuelta a despertar, trátese de amor o de odio, escoge siempre como objeto a la persona del médico.

Luego aparecen, sin duda, las diferencias que convierten al de Gradiva en un caso ideal, que la técnica médica no puede alcanzar. Gradiva puede responder al amor que se abre paso hacia la conciencia desde lo inconciente; el médico no. Gradiva es ella misma el objeto del anterior amor reprimido, y su persona ofrece inmediatamente una meta anhelable a la aspiración de amor liberada. El médico ha sido un extraño y tras la curación tiene que empeñarse en volver a serlo; no suele aconsejar a los restablecidos sobre el modo de emplear en la vida su recuperada capacidad de amar. Nos apartaría mucho de nuestra presente tarea indicar los expedientes y subrogados de que el médico se vale para acercarse, con mayor o menor éxito, al modelo de una cura por el amor tal como nos la pinta el poeta.

Y ahora la última cuestión, cuya elucidación ya hemos esquivado varias veces. No puede decirse que nuestras opiniones sobre la represión, la génesis de un delirio y perturbaciones afines, la formación y resolución de sueños, el papel de la vida amorosa y la índole de la curación de tales perturbaciones sean patrimonio común de la ciencia, y menos todavía fácil propiedad de las personas cultas. Si la intelección que habilita al poeta para crear su «fantasía» de tal suerte que podamos descomponerla como a un historial clínico real es de la índole de un conocimiento, nos gustaría saber cuáles han sido las fuentes de ese conocimiento. Una persona del círculo que, como he consignado al comienzo, se interesó por los sueños de Gradiva y su interpretación posible se dirigió al poeta para preguntarle directamente si se había familiarizado con las tan similares teorías científicas. Como era de prever, el poeta respondió por la negativa y hasta con algún desabrimiento.  Dijo que su fantasía le había inspirado a Gradiva, que le había proporcionado deleite; y quien no gustase de ella, bien podía dejarla de lado. El no sospechaba todo lo que había complacido a los lectores.

Es muy posible que la desautorización del poeta no se detenga aquí. Acaso ponga en entredicho su conocimiento de las reglas cuya obediencia hemos demostrado en él, y desmienta todos los propósitos que hemos discernido en su creación. No lo considero improbable; pero entonces sólo dos casos son posibles. Quizás hemos brindado una genuina caricatura de la interpretación atribuyendo a una inocente obra de arte tendencias que su autor ni vislumbraba, con lo cual no habríamos hecho sino volver a demostrar cuán fácil es hallar lo que uno busca y de lo cual uno mismo rebosa, posibilidad esta de la que se registran los más curiosos ejemplos en la historia de la literatura. Que cada lector resuelva por sí mismo si puede adherir a este esclarecimiento; por nuestra parte, desde luego, nos atenemos a la concepción alternativa. Opinamos que el poeta no necesita saber nada de tales reglas y propósitos, de suerte que puede desmentirlos de buena fe, y que por otra parte no hemos hallado en su creación nada que no estuviera contenido en ella. Lo probable es que nos nutramos de la misma fuente, elaboremos idéntico objeto, cada uno de nosotros con diverso método; y la coincidencia en el resultado parece demostrar que ambos hemos trabajado bien. Nuestro procedimiento consiste en la observación conciente de los procesos anímicos anormales en otras personas a fin de poder colegir y formular sus leyes. El poeta procede de otro modo; dirige su atención a lo inconciente dentro de su propia alma, espía sus posibilidades de desarrollo y les permite la expresión artística en vez de sofocarlas mediante una crítica conciente. De esa manera averigua desde sí lo que aprendemos en otros, las leyes a que debe obedecer el quehacer de eso inconciente; pero no le hace falta formular esas leyes, ni siquiera discernirlas con claridad: debido a la actitud tolerante de su inteligencia, ellas están encarnadas en sus creaciones. Nosotros desarrollamos estas leyes por medio del análisis de las creaciones de él, tal como las hemos inferido de los casos de enfermedad real; pero esta conclusión parece inevitable: o bien los dos, el poeta y el médico, hemos incurrido en igual malentendido sobre lo inconciente, o ambos lo hemos comprendido correctamente. Esta conclusión es muy valiosa para nosotros; nos recompensa y justifica el haber indagado con los métodos del psicoanálisis médico tanto la formación y curación del delirio como los sueños figurados en Gradiva, de Jensen.

Con esto habríamos llegado al final. Empero, un lector atento podría recordarnos que al comienzo formulamos la tesis de que los sueños son unos deseos figurados como cumplidos, y por tanto aún debemos suministrar la prueba. Y bien; replicamos que nuestras puntualizaciones deberían bastar para que se advierta cuán injustificado sería pretender resumir con una sola fórmula, que el sueño es un cumplimiento de deseo, los esclarecimientos que tenemos para brindar sobre él. Pero aquella afirmación subsiste, y además resulta fácil demostrarla también respecto de los sueños de Gradiva, Los pensamientos oníricos latentes -ahora ya sabemos qué se entiende por ellos- pueden ser de la más diversa índole; en Gradiva se trata de «restos diurnos», pensamientos que han quedado pendientes, sin que se los haya tramitado ni se les prestara audiencia, del ajetreo anímico de la vigilia. Pero para que de ellos nazca un sueño se requiere de la cooperación de un deseo -las más de las veces inconciente-; este último establece la fuerza pulsional para la formación del sueño, mientras que los restos diurnos le proporcionan el material. En el primer sueño de Norbert Hanold concurren dos deseos para crearlo: de ellos, uno es en sí mismo susceptible de conciencia, el otro es nativo de lo inconciente y eficaz desde la represión. El primero sería el deseo, comprensible en todo arqueólogo, de haber sido testigo ocular de aquella catástrofe del año 79. Y, en verdad, ningún sacrificio sería excesivo para un investigador de la Antigüedad si pudiera realizar ese deseo por una vía que no fuera el sueño. El otro deseo formador del sueño es de índole erótica; estar presente cuando la amada se recuesta para dormir, tal podría ser su formulación grosera y hasta incompleta. Es por su desautorización que el sueño se convierte en sueño de angustia. Acaso menos notables sean los deseos pulsionantes del segundo sueño, pero, si recordamos su traducción, no vacilaremos en calificarlos también de eróticos. El deseo de ser capturado por la amada, de plegarse a ella y sometérsele, tal como se lo puede construir tras la situación de la caza de lagartijas, posee en verdad un carácter pasivo, masoquista. Al día siguiente el soñante golpea a la amada, como bajo el imperio de la corriente erótica contrapuesta. Pero debemos detenernos aquí, pues de lo contrario acaso olvidaríamos realmente que Hanold y Gradiva no son más que criaturas de un autor.

* Posfacio a la segunda edición. (1912).

En los cinco años trascurridos desde la redacción de este estudio, la investigación psicoanalítica se atrevió a abordar las creaciones del poeta también con otro propósito. Ya no busca en ellas meras confirmaciones de sus descubrimientos obtenidos en hombres no poéticos, neuróticos, sino que pide saber, además, con qué material de impresiones y recuerdos ha plasmado el poeta su obra, y por qué caminos y procesos ese material fue llevado hasta la creación poética.

Resultó que estas cuestiones pueden resolverse mejor en aquellos poetas que en la ingenua alegría de crear suelen entregarse al esforzar de su fantasía, como es el caso de nuestro Wilhelm Jensen (fallecido en 1911). Poco después de aparecer mi apreciación analítica de Gradiva, yo había intentado interesar al anciano poeta por estas nuevas tareas de la indagación psicoanalítica; pero denegó su cooperación.

Un amigo llamó luego mi atención sobre otras dos novelas breves de él, que es lícito situar en un nexo genético con Gradiva como unos estudios previos o empeños anteriores por solucionar ese mismo problema de la vida amorosa de una manera poéticamente satisfactoria. La primera, titulada Der rote Schirm {El parasol rojo}, recuerda a Gradiva por el retorno de numerosos pequeños motivos, como las flores funerarias blancas, el objeto olvidado (el libro de esbozos de Gradiva), la significatividad de animales pequeños (mariposa y lagartijas en Gradiva), pero sobre todo por la repetición de la situación principal: la aparición de la doncella difunta, o a quien se creía tal, en el resol de un mediodía de verano. El escenario de esa aparición es, en el relato Der rote Schirm, un castillo en ruinas, como en Gradiva eran los restos de la Pompeya exhumada.

La otra novela breve, Im gotischen Hause {En la casa gótica}, no acusa en su contenido manifiesto coincidencias de esta clase ni con Gradiva ni con Der rote Schirm; pero el hecho de que un título común la englobe con la segunda de las mencionadas en una unidad externa apunta de manera inequívoca a un cercano parentesco de su contenido latente. Fácilmente se echa de ver que los tres relatos tratan del mismo tema: el desarrollo de un amor (en Der rote Schirm, una inhibición de amar) desde el efecto duradero de una comunidad íntima en la infancia, una comunidad parecida a la que existe entre hermano y hermana.

Por una reseña de Eva, condesa de Baudissin (en el diario vienés Die Zeit, del 11 de febrero de 1912), tomo la referencia de que la última novela de Jensen (Fremdlinge unter den Menschen {Extraños entre los hombres}  que contiene muchas cosas de la propia juventud del poeta, pinta el destino de un hombre que «ve en la amada una hermana». En las dos novelas breves anteriores no se encuentran huellas del motivo principal de Gradiva, el hermoso andar con la posición perpendicular del pie.

El bajorrelieve que Jensen presenta como romano y figura a la doncella que así camina, y a quien hizo llamar «Gradiva», pertenece en realidad al florecimiento del arte griego. Se encuentra en el Museo Chiaramonti, del Vaticano, catalogado bajo el número 644, y ha sido restaurado e interpretado por Hauser [1903]. Componiendo a «Gradiva» con otros fragmentos, conservados en Florencia y Munich, se obtuvieron dos bajorrelieves, cada uno de los cuales presenta tres figuras en que se pudo discernir a las Horas, las diosas de la vegetación, y las divinidades, emparentadas con ellas, del rocío fecundante.