Obras de S. Freud: Parte II. El sueño (1916 [1915-16]) – 13ª conferencia. Rasgos arcaicos e infantilismo del sueño

1. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17 [1915-17])

Parte II. El sueño (1916 [1915-16])

13ª conferencia. Rasgos arcaicos e infantilismo del sueño

Señoras y señores: Déjenme ustedes retomar el hilo de nuestro resultado, a saber, que el

trabajo del sueño trasporta los pensamientos latentes, bajo el influjo de la censura onírica, a otro

modo de expresión. Los pensamientos latentes no son más que los pensamientos concientes,

que bien conocemos, de nuestra vida de vigilia; el nuevo modo de expresión nos resulta

incomprensible por muchos de sus rasgos. Tenemos dicho que él se remonta a estados de

nuestro desarrollo intelectual superados ha mucho por nosotros, al lenguaje figural, a la

referencia simbólica, quizás a condiciones que han existido antes de que se desarrollase

nuestro lenguaje discursivo. Por eso llamamos arcaico o regresivo al modo de expresión del

trabajo onírico.

De ahí pueden ustedes inferir que mediante un estudio más profundo del trabajo del sueño

podrían conseguirse valiosas aclaraciones sobre los comienzos, no bien conocidos, de nuestro

desarrollo intelectual. Espero que así sea, pero ese estudio no ha sido emprendido hasta hoy.

La prehistoria a que el trabajo del sueño nos reconduce es doble: en primer lugar, la prehistoria

individual, la infancia; y por otra parte, en la medida en que cada individuo repite abreviadamente

en su infancia, de alguna manera, el desarrollo todo de la especie humana, también esta otra

prehistoria, la filogenética. ¿Se logrará distinguir en los procesos anímicos latentes la parte que

proviene del tiempo primordial del individuo de la que proviene del filogenético? No lo creo

imposible. Así, me parece, la referencia simbólica, que el individuo en ningún caso aprendió,

tiene justificado derecho a que se la considere una herencia filogenética.

No es este, empero, el único rasgo arcaico del sueño. Todos ustedes, por experiencia propia,

tienen cabal noticia de la asombrosa amnesia de la infancia. Me refiero al hecho de que los primeros años de vida, hasta los cinco, seis u ocho años, no han dejado tras sí sus huellas en

la memoria como lo que se vivenció después. Sin duda, uno se encuentra con hombres que

pueden gloriarse de un recuerdo continuado desde el lejano principio hasta la fecha, pero el otro

comportamiento el de las lagunas en la memoria, es incomparablemente más frecuente. Opino

que este hecho no ha provocado el asombro que merece. El niño, a los dos años, puede hablar

bien; pronto muestra que se desenvuelve en medio de complejas situaciones anímicas, y dice

cosas que muchos años más tarde, cuando se le vuelven a contar, ha olvidado. Y eso que en

años tempranos la memoria es mucho más rendidora, porque está menos sobrecargada. Claro

que no hay motivo para tener a la función de la memoria como una operación anímica

particularmente elevada o difícil; al contrario, podemos hallar una buena memoria aun en

personas de nivel intelectual muy bajo (ver nota(181)).

Pero tengo que citar un segundo hecho asombroso, que se añade al ya mencionado: de ese

vacío del recuerdo que envuelve a los primeros años de la infancia, se destacan recuerdos

aislados, bien conservados, de los que se tiene casi siempre una imagen plástica y cuya

conservación no puede justificarse. Nuestra memoria, en efecto, practica una selección en el

material de impresiones que nos llegan en nuestra vida posterior. Retiene lo importante en

cualquier sentido, y desecha lo nimio. No ocurre así con los recuerdos conservados de la

infancia. Estos no responden necesariamente a vivencias importantes de los años infantiles, ni

siquiera a las que habrían debido parecer tales al niño desde su punto de vista. A menudo son

tan triviales y en :sí tan carentes de importancia, que nos asombra que precisamente ese

detalle se sustrajera del olvido. Yo he intentado en su momento abordar, con la ayuda del

análisis, el enigma de la amnesia infantil y de esos restos mnémicos que la interrumpen, y

llegué a este resultado: en verdad, también en el niño ha pervivido en el recuerdo únicamente lo

importante; sólo que por los procesos que ustedes ya conocen, el de la condensación y, muy

particularmente, el del desplazamiento, lo importante está subrogado en el recuerdo por otra

cosa que parece inimportante. Por eso he llamado a esos recuerdos de infancia «recuerdos

encubridores(182)»; por medio de un análisis a fondo puede desplegarse desde ellos todo lo

olvidado.

En los tratamientos psicoanalíticos se plantea con total regularidad la tarea de rellenar esas

lagunas del recuerdo infantil. En la medida en que la cura obtiene algún éxito (y son la inmensa

mayoría de los casos), conseguimos también traer de nuevo a la luz el contenido de aquellos

años de infancia cubiertos por el olvido. Esas impresiones nunca se han olvidado realmente;

sólo eran inasequibles, latentes, han pertenecido al inconciente. Pero también puede ocurrir que

emerjan espontáneamente del inconciente, y esto acontece por cierto a raíz de sueños. Así se

evidencia que la vida onírica sabe hallar el acceso hasta esas vivencias infantiles, latentes. En la

bibliografía se apuntan bellos ejemplos de esto, y yo mismo he podido hacer una contribución de

esa clase. Cierta vez soñé, dentro de un cierto contexto, con una persona que debía de

haberme prestado un servicio y que yo vi con nitidez frente a mí. Era un hombre tuerto, bajo,

grueso, la cabeza profundamente hundida entre los hombros. Del contexto saqué que era un

médico. Por suerte pude preguntar a mí madre, aún viva, por el aspecto físico del médico de mí

lugar de nacimiento, que yo había abandonado cuando tenía tres años; y me enteré por ella de

que era tuerto, de escasa estatura, grueso, la cabeza profundamente hundida entre los

hombros; y también me contó mi madre del accidente, olvidado por mí, a raíz del cual él me

había prestado asistencia (ver nota(183)). Así pues, el tener a su disposición el material olvidado

de los primeros años de la infancia es otro rasgo arcaico del sueño (ver nota(184)).

Ahora bien, esta misma pista es aplicable a otro de los enigmas con que hemos tropezado.

Recuerden el asombro que nos provocó dar con la intelección de que los excitadores de los

sueños eran deseos sexuales malos y disolutos que hicieron necesarias una censura y una

desfiguración oníricas [págs. 130 y sigs.]. Cuando interpretamos al soñante un sueño así y, en

el caso más favorable, él no ataca la interpretación, de todos modos se pregunta, por lo regular,

de dónde le vino un deseo tal, pues dice que lo siente ajeno y que en verdad es conciente de lo

contrario. Mas no desesperemos de pesquisar su origen. Estas malignas mociones de deseo

provienen del pasado, y muchas veces de un pasado no tan remoto. Puede demostrarse que

una vez se tuvo conocimiento de ellas y fueron concientes, por más que hoy ya no lo sean. La

mujer cuyo sueño significa que ella querría ver muerta frente a sí a su única hija, ahora de

diecisiete años, descubre bajo nuestra guía que, en efecto, alimentó en un tiempo ese deseo de

muerte (ver nota(185)). Esa hija es el fruto de un matrimonio desdichado, que pronto se disolvió.

Cuando todavía la llevaba en su seno, una vez, tras una violenta escena con su marido, en un

ataque de furia se golpeó el vientre con los puños para matar al hijo que estaba ahí dentro.

Cuántas madres que hoy aman tiernamente, y quizá con ternura excesiva, a sus hijos los

recibieron empero a disgusto y desearon entonces que la vida no siguiera desarrollándose en

ellos; y aun traspusieron ese deseo en acciones diversas, por suerte inocuas. El deseo de que

muera la persona amada, tan enigmático después, proviene entonces del tiempo inicial del

vínculo con ella.

El padre cuyo sueño permite interpretar que desea la muerte de su hijo mayor, su preferido,

tiene que admitir igualmente el recuerdo de que una vez ese deseo no le fue ajeno. Cuando su

hijo era todavía un lactante, muchas veces pensó ese hombre, insatisfecho con su elección

matrimonial, que si ese pequeño ser, que nada le significaba, muriera, él quedaría de nuevo libre

y haría de su libertad un mejor uso (ver nota(186)). Puede demostrarse que gran número de

parecidas mociones de odio tienen idéntico origen; son recuerdos de algo que perteneció al

pasado, fue una vez conciente y cumplió su papel en la vida anímica. De ahí inferirán ustedes

que tales deseos y tales sueños no se presentarán en los casos en que no han sobrevenido

mudanzas de esa naturaleza en la relación con una persona, vale decir, en que la relación

mantuvo desde el comienzo el mismo sentido. Estoy dispuesto a concederles esta inferencia,

con tal que se percaten de que no estamos tomando en cuenta la literalidad del sueño, sino su

sentido tras la interpretación. Puede suceder que el sueño manifiesto de la muerte de una

persona querida no haga sino presentar una máscara espantable, mientras que en verdad

significa algo por entero diverso, o que la persona querida esté destinada a ser el engañoso

sustituto de otra.

Pero esta misma concepción de las cosas les sugerirá a ustedes otra pregunta, mucho más

seria. Dirán: «Muy bien, supongamos que ese deseo de muerte existió una vez, y es

corroborado por el recuerdo; pero esa no es todavía una explicación: Fue vencido hace tiempo,

y hoy apenas si puede persistir en el inconciente como un mero recuerdo vaciado de todo

afecto, nunca como una moción potente. Nada habla en favor de esto último. ¿A raíz de qué,

entonces, sería recordado por el sueño?». Esta pregunta tiene real justificación; el intento de

darle respuesta nos llevaría demasiado lejos y nos forzaría a tomar partido en uno de los puntos

más importantes de la doctrina del sueño. Pero me veo obligado a mantenerme dentro del

marco de nuestras elucidaciones y a practicar la abstinencia. Avénganse ustedes a esta

renuncia provisional (ver nota(187)). Conformémonos con la prueba fáctica de que este deseo superado es rastreable como excitador del sueño, y prosigamos nuestra indagación para

averiguar si también otros deseos malignos admiten esa misma derivación desde el pasado.

Sigamos considerando esos deseos de eliminación, que las más de las veces podemos

reconducir al egoísmo irrestricto del soñante. Un deseo así es rastreabIe con harta frecuencia

como formador del sueño. Tantas veces como en la vida alguien se nos interpone en el camino

(y han de ser sobradas, en vista de la complejidad de las situaciones vitales), de inmediato está

el sueño dispuesto a matarlo, se trate del padre, de la madre, de un hermano, un cónyuge, etc.

Nos asombró muchísimo esta perversidad de la naturaleza humana, y por cierto no nos

inclinábamos a aceptar sin más la exactitud de este resultado de la interpretación del sueño.

Pero cuando advertimos que el origen de esos deseos debía buscarse en el pasado, enseguida

descubrimos el período del pasado individual en que ese egoísmo y esas mociones de deseo,

aun hacia los más allegados, nada tienen de sorprendente. Es el niño, precisamente en

aquellos primeros años que después son tapados por la amnesia, el que muestra ese egoísmo;

a menudo lo exhibe de un modo extremadamente acusado, pero en todo caso siempre deja ver

sus nítidos esbozos o, mejor dicho, sus relictos. Es que el niño se ama primero a sí mismo y

sólo después aprende a amar a otros, a sacrificar a otro algo de su yo. Aun a las personas a

quienes parece amar desde el principio, las ama ante todo porque le hacen falta, no puede

prescindir de ellas; por tanto, otra vez por motivos egoístas. Sólo más tarde la moción de amor

se hace independiente del egoísmo. De hecho, el niño ha aprendido a amar en el egoísmo.

En relación con esto, será instructivo comparar la actitud del niño hacia sus hermanos con la

que tiene hacia sus padres. No necesariamente el niño pequeño ama a sus hermanos, y a

menudo es evidente que no lo hace. Es indudable que los odia como a sus competidores, y

sabemos bien que con frecuencia esta actitud se mantiene por largos años hasta la época de la

madurez, y aun después puede proseguir sin interrupción. Muy comúnmente es relevada por

una más tierna o, digámoslo mejor: esta se le sobreimpone, pero la actitud hostil parece ser,

con mucha regularidad, la más temprana. Es posible observarla con suma facilidad en niños de

dos años y medio hasta cuatro y cinco, cuando les nace un nuevo hermanito. Este es recibido

casi siempre de manera muy poco amistosa. Manifestaciones como: «No me gusta; que la

cigüeña se lo lleve de nuevo», son muy habituales. Después se aprovecha toda oportunidad de

rebajar al recién venido, y no es nada raro que haya intentos de hacerle daño, atentados

directos. Si la diferencia de edad es pequeña, el niño, en el momento en que despierta en él una

actividad anímica más intensa, ya encuentra frente a sí al competidor y se las arregla para

manejarse con él. Si la diferencia es algo mayor, el nuevo niño puede despertarle desde el

comienzo ciertas simpatías, como un objeto interesante, como una suerte de muñeco vivo; y si

la diferencia de edades es de ocho años o más, pueden va, particularmente en las niñas, entrar

en juego mociones protectoras, maternales. Pero digámoslo con sinceridad; sí tras un sueño

uno descubre el deseo de que muera el hermano, no hace falta hallarlo inusitado y enigmático;

su modelo se rastrea sin dificultad en la primera infancia, y muchas veces aun en años

posteriores de la convivencia (ver nota(188)).

Probablemente no haya cuarto de niños sin violentos conflictos entre sus moradores. Motivos: la

competencia por el amor de los padres, por el patrimonio común, por el espacio dentro de la

vivienda. Las mociones hostiles se dirigen tanto hacia los hermanos mayores como hacia los

menores. Fue Bernard Shaw, creo, quien acuñó esta frase: «Por lo general, sólo hay una

persona a quien una muchacha inglesa odia más que a su madre: su hermana mayor(189)».

En esta sentencia, empero, hay algo que nos extraña. Al odio y a competencia entre hermanos,

si nos apuran, los hallamos concebibles; pero, ¿cómo podrían penetrar sentimientos de odio en

la relación entre hija y madre, entre padres e hijos?

Esa relación es, sin duda, y aun desde el ángulo del niño, la más favorable. Además, es lo que

nuestra expectativa reclama; hallamos más chocante que falte el amor entre padres e hijos, que

no., entre hermanos. En el primer caso, por así decir, hemos sacralizado algo que en el

segundo abandonarnos a lo profano. Y no obstante, la observación cotidiana puede mostrarnos

que hartas veces los vínculos de afecto entre padres e hijos adultos van muy a la zaga del ideal

establecido por la sociedad, y acecha ahí una hostilidad que se exteriorizaría si no la coartasen

unos añadidos de piedad y de mociones tiernas. Los motivos para ello son de todos conocidos

y muestran una tendencia a divorciar entre sí a los del mismo sexo, a la hija de la madre, al,

padre del hijo. La hija encuentra en la madre la autoridad que cercena su voluntad y la persona a

quien se ha confiado la misión de imponerle esa renuncia a la libertad sexual que la sociedad

exige; en ciertos casos, también la competidora que se resiste a ser suplantada {Verdrüngung}.

Esto mismo se repite, de manera todavía más llamativa entre el hijo y el padre.

Para el hijo, el padre encarna toda la coacción social, que soporta a disgusto; el padre le

bloquea el acceso a la afirmación de la voluntad, al goce sexual temprano y, donde existen

bienes de familia comunes, al goce de estos. La espera de la muerte del padre se acrecienta en

el caso del heredero del trono hasta una altura que roza lo trágico. Menos amenazada parece la

relación entre padre e hija, madre e hijo. Esta última da los ejemplos más puros de una ternura

inalterable, no turbada por ninguna clase de reparo egoísta (ver nota(190)).

¿Por qué hablo de estas cosas, que son bien triviales y conocidas por todos? Porque hay una

inequívoca inclinación a desmentir su importancia en la vida, y a presentar como cumplido el

ideal que la sociedad exige, con mucho mayor frecuencia de lo que en realidad ocurre. Pero es

mejor que el psicólogo diga la verdad, y no que abandone esta tarea al cínico. Por otra parte,

esta desmentida sólo alcanza a la vida real. El arte narrativo y dramático goza de la libertad de

servirse de los motivos que ofrece el incumplimiento de ese ideal.

No debe asombrarnos, pues, que el sueño descubra en gran número de personas su deseo de

eliminación de los padres, en especial del de su mismo sexo. Tenemos derecho a suponer que

preexistió también en la vida de vigilia, y aun muchas veces devino conciente, cuando ha sido

capaz de enmascararse mediante algún otro motivo; así, en el caso de nuestro soñante del

ejemplo 3, lo hizo mediante la compasión por el inútil sufrimiento del padre. Es raro que la

hostilidad reine sola en esa relación; más frecuentemente se retira tras mociones tiernas por las

que es sofocada, y tiene que aguardar hasta que un sueño, por así decirlo, la aísle. Lo que el

sueño, a consecuencia de ese aislamiento, nos muestra magnificado vuelve a achicarse

cuando, tras la interpretación, es reinsertado por nosotros en la trama de la vida (Hanns

Sachs(191)). Ahora bien, hallamos este deseo onírico también ahí donde en la vida no tiene

asidero alguno y donde el adulto en la vigilia jamás podría verse forzado a confesárselo. Esto

tiene su fundamento en que el motivo más profundo y regular para la enemistad, en particular

entre las personas del mismo sexo, ya se ha hecho valer en la primera infancia.

Aludo a la competencia de amor con nítido resalto del carácter sexual. El hijo, ya de pequeño,

empieza a desarrollar una particular ternura por la madre, a quien considera como su bien propio, y a sentir al padre como un rival que le disputa esa posesión exclusiva; y de igual modo,

la hija pequeña ve en la madre a una persona que ‘le* estorba su vínculo de ternura con el padre

y ocupa un lugar que ella muy bien podría llenar. Las observaciones nos fuerzan a aceptar cuán

temprana es la edad a que se remontan tales actitudes, que llamamos complejo de Edipo

porque esta saga realiza, apenas moderados, los dos deseos extremos que resultan de la

situación del hijo varón: matar al padre y tomar por esposa a la madre. No pretendo sostener

que el complejo de Edipo agote el vínculo de los hijos con los padres; este puede fácilmente ser

mucho más intrincado. Además, el complejo de Edipo aparece perfilado con mayor o menor

fuerza, hasta puede experimentar una inversión, pero es un factor regular y muy importante de

la vida anímica infantil, y se corre más bien el peligro de menospreciar su influjo y el de los

desarrollos que surgen de él, que no de sobrestimarlo. Por lo demás, los hijos reaccionan a

menudo con la actitud del Edipo debido a una incitación de los padres, que con suma frecuencia

se dejan guiar en su elección de amor por la diferencia sexual, de suerte que el padre prefiere a

la hija, la madre al hijo o, en caso de enfriamiento en el matrimonio, lo toma por sustituto del

objeto de amor desvalorizado (ver nota(192)).

No puede aseverarse que el mundo haya agradecido mucho a la investigación psicoanalítica por

el descubrimiento del complejo de Edipo. Al contrarío, ha provocado la más violenta revuelta de

los adultos, y personas que no se habían sumado al desconocimiento {Ableugnung) de este

vínculo afectivo sobre el que recae la prohibición o el tabú, más tarde han reparado esa omisión

restándole valor al complejo mediante unas reinterpretaciones (ver nota(193)). Según mi

convicción inalterada, aquí nada hay que desmentir {verleugnen} ni nada que embellecer.

Reconciliémonos con ese hecho que es reconocido por la propia saga griega como un hado

inevitable. Interesante es, de nuevo, que a ese complejo de Edipo expulsado de la vida se lo

abandone a la creación literaria, se lo ceda a esta, por así decir, para que disponga libremente

de él. Otto Rank [1912c] expuso en un minucioso estudio de qué modo precisamente el

complejo de Edipo ofreció ricos motivos a la creación dramática, con infinitos retoques,

atenuaciones y disfraces, vale decir, con desfiguraciones que hemos reconocido ya como la

obra de una censura. Por tanto, nos es lícito atribuir este complejo de Edipo aun a aquellos

soñantes tan dichosos como para sustraerse en su vida posterior de todo conflicto con sus

padres, e íntimamente anudado a él hallamos lo que llamamos complejo de castración:(194) la

reacción frente a la intimidación sexual o al cercenamiento de la práctica sexual de la primera

infancia, que se atribuyen al padre.

Por las averiguaciones que hemos hecho hasta ahora en el estudio de la vida anímica infantil,

podemos alimentar también la esperanza de que se nos esclarezca, de manera similar, el

origen de la otra parte de los deseos oníricos prohibidos: las mociones sexuales excesivas. Ello

nos estimula a estudiar también el desarrollo de la vida sexual infantil, y de varias fuentes

averiguamos esto: Es, ante todo, un error insostenible negar que el niño tenga una vida sexual y

suponer que la sexualidad sólo se instalaría en la época de la pubertad, con la maduración de

los genitales. Por lo contrario, desde el comienzo mismo el niño tiene una rica vida sexual que

se diferencia en muchos puntos de la que más tarde se juzga normal. Lo que en la vida de los

adultos llamamos «perverso» diverge de lo normal en los siguientes puntos: en primer lugar, por

el traspaso de la barrera entre las especies (el abismo entre el hombre y el animal); en segundo

lugar, por la trasgresión de la barrera del asco; tercero, de la barrera del incesto (la prohibición

de buscar satisfacción sexual en parientes cercanos consanguíneos); cuarto, de la identidad del

sexo y, quinto, por la trasferencia del papel genital a otros órganos y partes del cuerpo. Todas

estas barreras no existen desde el principio, sino que se erigen poco a poco en el curso del

desarrollo y de la educación. El niño pequeño está libre de ellas. No conoce todavía ningún

tajante abismo entre hombre y animal; sólo más tarde se desarrolla en él la arrogancia con que

aquel se aparta de este (ver nota(195)). Inicialmente no muestra asco alguno frente a lo

excrementicio, sino que lo aprende poco a poco bajo el imperio de la educación; no atribuye un

valor particular a la diferencia de los sexos, más bien les imputa a ambos la misma formación

genital; dirige sus primeros apetitos sexuales y su curiosidad a los seres más allegados, y a

quienes más ama por otras razones: padres, hermanos, personas encargadas de su crianza;

por último, muestra lo que vuelve a irrumpir luego en la exaltación de un vínculo amoroso: no

sólo espera placer de los órganos sexuales, sino que muchos otros lugares del cuerpo

reclaman esa misma sensibilidad, procuran análogas sensaciones placenteras y, así, pueden

desempeñar el papel de genitales. El niño puede ser llamado, entonces, «perverso polimorfo»; y

si no advertimos más que rastros de la práctica de estas mociones en el niño, esto se debe, por

una parte, a su menor intensidad por comparación a la que poseen en épocas más tardías de la

vida, y, por la otra, a que la educación sofoca en el acto, con energía, todas las exteriorizaciones

sexuales del niño. Esta sofocación continúa, por así decir, en la teoría, en cuanto los adultos se

empeñan en no ver un sector de las exteriorizaciones sexuales infantiles y en disfrazar otro

mediante una reinterpretación de su naturaleza sexual, hasta que a la postre pueden

desconocer el todo. A menudo son estas mismas personas las que primero, en el cuarto de los

niños, se enfurecen con todas sus malas costumbres sexuales, y luego, puestas a su mesa de

escribir, son las campeonas de la pureza sexual de esos mismos niños. Cuando los niños son

abandonados a su arbitrio o están bajo el influjo de la seducción, suelen dar muestras bien

visibles de una práctica sexual perversa. Desde luego, los adultos tienen derecho a no tomar

esto en serio, declarándolo «niñerías» o «jugueteos», pues el niño no puede ser juzgado ni ante

el tribunal de las costumbres ni ante el de la ley como capaz y responsable, pero esas cosas

existen sin duda alguna, tienen su importancia tanto como indicios de una constitución

congénita cuanto como causas y acicates de desarrollos posteriores, y nos anotician sobre la

vida sexual infantil y, así, sobre la vida sexual humana en general. Por tanto, si tras nuestros

sueños desfigurados reencontramos todas estas perversas mociones de deseo, esto no

significa sino que el sueño ha consumado también en este ámbito el retroceso al estado infantil.

Entre estos deseos prohibidos, merecen destacarse particularmente los incestuosos, es decir,

los que apuntan al comercio sexual con progenitores y hermanos. Bien conocen ustedes el

horror que en la comunidad humana se siente, o al menos se proclama, hacia un comercio

semejante, y el énfasis que se pone en su prohibición. Se han hecho los más colosales

esfuerzos para explicar este horror al incesto. Algunos han conjeturado que son unas

precauciones de la naturaleza con miras a la reproducción las que se hacen representar

{reprásentieren} en lo psíquico mediante esa prohibición, pues el aparcamiento de

consanguíneos haría degenerar los caracteres de la raza; pero otros han aseverado que la

convivencia desde la primera infancia hace que el apetito sexual se desvíe de las personas que

participan en ella. En cualquiera de los dos casos, en verdad, la evitación del incesto estaría

asegurada automáticamente, y no se comprendería la necesidad de esa estricta prohibición,

que más bien apunta a la preexistencia de un poderoso anhelo. Las indagaciones

psicoanalíticas han llegado a la inequívoca conclusión de que la elección incestuosa de objeto

amoroso es la primera y es la regular, y sólo más tarde adviene una resistencia a ella, que en

modo alguno puede tener su origen en la psicología individual (ver nota(196)).

Resumamos lo que esta profundización en la psicología infantil nos ha aportado para la

comprensión del sueño. No sólo hallamos que el material de las vivencias infantiles olvidadas es

asequible al sueño; vimos también que la vida anímica de los niños, con todas sus

particularidades, su egoísmo, su elección incestuosa de objeto amoroso, etc., persiste todavía

para el sueño, vale decir en lo inconciente, y que todas las noches el :sueño nos retrotrae a ese

estadio infantil. Esto nos ratifica que lo inconciente de la vida anímica es lo infantil. La impresión

de extrañeza que nos provoca tanta malignidad ínsita en el hombre empieza a ceder. Esta

horrible malignidad es simplemente lo inicial, lo primitivo, lo infantil de la vida anímica que

nosotros podemos hallar operante en el niño, pero que en parte no vemos en él a causa de sus

pequeñas dimensiones, en parte no tomamos en serio porque no le exigimos ninguna elevación

ética. Como el sueño regresa hasta ese estadio, parece como si hubiera sacado a la luz lo

maligno en nosotros. Pero no es más que una ilusión engañosa por la que nos hemos dejado

espantar. No somos tan malignos como supondríamos tras la interpretación de los sueños.

Si las mociones malignas de los sueños son sólo infantilismos, un regreso a los comienzos de

nuestro desarrollo ético, siendo que el sueño no hace sino volvernos niños en el pensamiento y

el sentimiento, no nos hace falta, racionalmente, avergonzarnos por estos sueños malignos (ver

nota(197)). Sólo que lo racional no es sino una parte de la vida anímica, y en el alma operan

además muchas cosas que no son racionales; y así acontece que, en forma no racional, nos

avergonzamos empero de tales sueños. Los sometemos a la censura onírica, nos

avergonzamos y enfadamos cuando, por excepción, uno de estos deseos logra penetrar en la

conciencia de manera tan poco desfigurada que no podemos menos que reconocerlo, y aun en

ocasiones nos avergüenzan los sueños desfigurados como si en verdad los comprendiésemos.

Baste recordar la indignación con que juzgó aquella digna anciana su sueño, no interpretado, de

los «servicios de amor». El problema, por tanto, no está aún resuelto, y es posible que si

seguimos ocupándonos de lo maligno en el sueño alcancemos un juicio diverso sobre la

naturaleza humana y una diversa estimación de ella.

Como resultado de toda la indagación tomemos dos intelecciones, que no significan, sin

embargo, sino el comienzo de nuevos enigmas, de nuevas dudas. En primer lugar: La regresión

del trabajo onírico no es sólo formal {formal}, sino también material {materiell}. No sólo traduce

nuestros pensamientos a una forma primitiva de expresión, sino que también convoca a las

peculiaridades de nuestra vida anímica primitiva, la vieja prepotencia del yo, las mociones

iniciales de nuestra vida sexual y aun nuestro viejo patrimonio intelectual, si es que podemos

concebir de ese modo a la referencia simbólica. Y en segundo lugar: Todo esto infantil viejo, que

una vez dominó y lo hizo como único señor, tenemos hoy que atribuirlo a lo inconciente; y

entonces nuestras representaciones sobre lo inconciente se modifican y amplían. Inconciente

ya no es más un nombre para lo latente por el momento; el inconciente es un reino anímico

particular, con sus mociones de deseo propias, sus propios modos de expresión y sus

mecanismos anímicos peculiares, que en ningún otro lado están en vigor. Pero los

pensamientos oníricos latentes, que hemos colegido por la interpretación del sueño, no

pertenecen a ese reino; son más bien tal cual habríamos podido pensarlos en la vigilia. Son, no

obstante, inconcientes; ¿cómo se resuelve entonces esta contradicción? Empezamos a

entrever que aquí ha de trazarse un distingo. Algo que proviene de nuestra vida conciente y

comparte los caracteres de ella -lo llamamos «los restos diurnos»- se junta, para la formación

del sueño, con otra cosa que viene de aquel reino del inconciente. Entre estas dos piezas se

realiza el trabajo del sueño. El que los restos diurnos sean influidos por lo inconciente que se les

sobreagrega encierra, sin duda, la condición para la regresión. Esta es la intelección más

profunda que sobre la esencia del sueño podemos alcanzar aquí, antes de haber explorado

otros ámbitos del alma. Pero pronto llegará el momento de imponer al carácter inconciente de

los pensamientos oníricos latentes un nombre distinto, para diferenciarlo de lo inconciente que

proviene de aquel reino de lo infantil (ver nota(198)).

Podemos también, desde luego, plantear esta pregunta: ¿Qué compele a la actividad psíquica a

hacer esa regresión durante el dormir? ¿Por qué no tramita de otro modo los estímulos

anímicos que perturban el dormir? Y si por motivos de la censura onírica tiene que servirse del

disfraz de la vieja manera de expresión, ahora incomprensible, ¿de qué le vale la reanimación

de las viejas mociones del alma, de los deseos y rasgos de carácter ahora superados? ¿De

qué le vale, entonces, la regresión material, que se sobreañade a la formal? La única respuesta

que nos resultaría satisfactoria sería que sólo de esa manera puede ser formado un sueño, que

dinámicamente no es posible cancelar de otro modo el estímulo onírico. Pero por ahora no

tenemos el derecho de dar semejante respuesta.

Volver al índice principal de «Obras Sigmund Freud«