LOS PROCESOS DE LA SOCIALIZACIÓN

LOS PROCESOS DE LA SOCIALIZACIÓN
En consecuencia, en todos los terrenos – y esto es aún más fácil de establecer
desde el punto de vista moral que desde el punto de vista intelectual – el niño sigue
siendo egocéntrico en la medida en que está adaptado a las realidades sociales
externas.
Este egocentrismo constituye uno de los aspectos de cada una de sus
estructuras mentales. De aquí surge la pregunta: ¿cómo se adaptará el niño a la
vida social, o mejor, cuáles son los procesos de la socialización?
En este punto hay que señalar la originalidad de los nuevos métodos educativos.
La escuela tradicional reducía toda socialización moral o intelectual a un
mecanismo de autoridad.
Por el contrario, la escuela activa, en casi todas sus
realizaciones, distingue claramente dos procesos muy diferentes en los resultados
y cuya complementariedad sólo se llega a realizar con mucho tacto y cuidado: la
autoridad del adulto y la cooperación de los niños entre sí.
La exigencia del adulto tiene resultados tanto más importantes cuanto que
responde a tendencias muy profundas de la mentalidad infantil.
En efecto, el niño experimenta por el adulto en general, y en primer lugar por sus
padres, ese sentimiento esencial hecho de miedo y afecto mezclados que es el
respeto; el respeto, como ha mostrado P. Bovet (“Les conditíons de I’obligation de
conscience”, Année psyclzologique, 1912), no deriva de la ley en tanto que tal,
como pensaba Kant, ni del grupo social encamado en los individuos, como quería
Durkheim sino que constituye un hecho primario en las relaciones efectivas entre el
niño pequeño y los adultos que le rodean y a la vez explica la obediencia del niño y
la construcción de reglas imperativas. En efecto, en la medida en que una persona
es respetada por el niño, las órdenes y las consignas que da son sentidas como
obligatorias. La génesis del sentimiento del deber se explica así por el respeto y
no a la inversa, lo que muestra bastante claramente la significación esencial de la
acción del adulto sobre el niño.
Pero si desde el punto de vista del desarrollo el adulto es la fuente de toda verdad
y de toda moralidad, esta situación tiene sus peligros. Por ejemplo, desde el punto
de vista intelectual: el prestigio que posee a los ojos del niño hace que éste acepte
sin más todas las afirmaciones que emanan del maestro y que su autoridad le
dispense de la reflexión. Como la actitud egocéntrico lanza precisamente al
espíritu a la afirmación sin control, el respeto al adulto conduce frecuentemente a
consolidar el egocentrismo en lugar de corregirlo, reemplazando sin más la
creencia individual por una creencia fundada en la autoridad pero sin conducir a la
reflexión y discusión crítica que constituyen la razón y que únicamente la
cooperación y el verdadero intercambio pueden desarrollar. Desde el punto de
vista moral el peligro es el mismo; al verbalismo de la sumisión intelectual
corresponde una especie de realismo moral: el bien y el mal se conciben
simplemente como lo que es o no conforme a la regla adulta. Esta moral
esencialmente heterónoma de la obediencia conduce a toda clase de
deformaciones. Incapaz de conducir al niño a la autonomía de la consciencia
personal, que constituye la moral del bien en oposición a la del deber puro, fracasa
al preparar al niño para los valores esenciales de la sociedad contemporánea.
De aquí los esfuerzos de la nueva pedagogía por sustituir las insuficiencias de la
disciplina impuesta desde fuera por una disciplina interior fundada en la vida social
de los mismos niños.
Los niños, en sus propias sociedades, y en particular en sus juegos, son capaces
de imponerse reglas que respetan a menudo con más consciencia y convicción
que algunas consignas dictadas por adultos.
Todo el mundo sabe, además, que al
margen de la escuela y de una manera más o menos clandestina, o en la misma
clase y en oposición a veces con el maestro, existe todo un sistema de ayuda
mutua fundada en una especial solidaridad y en un sentimiento sui generis de la
justicia. Los nuevos métodos tienden todos a utilizar estas fuerzas colectivas en
lugar de despreciarlas o dejarlas transformarse en potencias hostiles.
A este respecto la cooperación de los niños entre sí presenta una importancia tan
grande como la acción de los adultos. Desde el punto de vista intelectual la
cooperación es más apta para favorecer el intercambio real del pensamiento y la
discusión, es decir, todas las conductas susceptibles de educar el espíritu crítico,
la objetividad y la reflexión discursiva. Desde el punto de vista moral, conduce a un
real ejercicio de los principios de la conducta y no solamente a una sumisión
exterior. Dicho de otra manera: la vida social al penetrar en clase por la
colaboración efectiva de los alumnos y la disciplina autónoma del grupo implica el
ideal mismo de la actividad que antes hemos descrito como característica de la
nueva escuela:
es la moral en acción, como el trabajo “activo” es la inteligencia en
acto. Además, la cooperación conduce a un conjunto de valores especiales como
el de la justicia fundada en la igualdad y el de la solidaridad “orgánica”.
Salvo en casos extremos, desde luego, los métodos nuevos de educación no
tienden a eliminar la acción social del maestro, sino a conciliar la cooperación
entre niños con el respeto al adulto y reducir en la medida de lo posible la coacción
de este último para transformarla en cooperación superior.