Piaget: primera infancia de los dos a los siete años (La socialización de la acción)

El resultado más claro de la aparición del lenguaje es que permite un intercambio y una comunicación continua entre los individuos.
Esas relaciones interindividuales sin duda existen ya en germen desde
la segunda mitad del primer año merced a la imitación, cuyos progresos
están en estrecha conexión con el desarrollo sensorio-motriz. Sabido es,
en efecto, que el lactante aprende poco a poco a imitar sin que exista
una técnica hereditaria de la imitación: al principio, simple
excitación, por los gestos análogos de los demás, de los movimientos
visibles del cuerpo (y, sobre todo, de las manos), que el niño sabe
ejecutar espontáneamente; luego, la imitación sensorio-motriz se
convierte en una copia cada vez más fiel de movimientos que recuerdan
otros movimientos ya conocidos; finalmente, el niño reproduce los
movimientos nuevos más complejos
(los modelos más difíciles son los que
interesan a las partes no visibles del propio cuerpo, tales como la cara
y la cabeza). La imitación de los sonidos sigue un camino parecido, y
cuando están asociados a determinadas acciones, este camino se prolonga
hasta llegar por fin a la adquisición del lenguaje propiamente dicho
(palabras-frases elementales, luego sustantivos y verbos diferenciados
y, por último, frases completas). Mientras el lenguaje no se ha
adquirido de forma definida, las relaciones interindividuales se limitan
por consiguiente a la imitación de gestos corporales y exteriores
,
así como a una relación afectiva global sin comunicaciones
diferenciadas. Con la palabra, en cambio, se comparte la vida interior
como tal y, además, se construye conscientemente en la misma medida en
que comienza a poder comunicarse. Ahora bien, ¿en qué consisten las
funciones elementales del lenguaje? Es interesante, a este propósito,
registrar íntegramente, en niños de dos a siete años, todo lo que
dicen y hacen durante varias horas, a intervalos regulares, y analizar
estas muestras de lenguaje espontáneo o provocado, desde el punto de
vista de las relaciones sociales fundamentales. De esta forma, pueden
ponerse de manifiesto tres grandes categorías de hechos. Están en primer
lugar los hechos de subordinación y las relaciones de presión
espiritual ejercida por el adulto sobre el niño. Con el lenguaje, el
niño descubre, en efecto, las riquezas insospechadas de realidades
superiores a él: sus padres y los adultos que le rodean se le antojaban
ya seres grandes y fuertes, fuente de actividades imprevistas y a menudo
misteriosas, pero ahora estos mismos seres revelan sus pensamientos y
sus voluntades, y este universo nuevo comienza a imponerse con una
incomparable aureola de seducción y de prestigio. Un "yo ideal", como
dijo Baldwin, se propone así al yo del niño y los ejemplos que le vienen
de arriba son otros tantos modelos que hay que intentar copiar o
igualar. Lo que se le da, en especial, son órdenes y consignas, y, como
indicó Bovet, el respeto del pequeño por el mayor es lo que se las hace
aceptar y las convierte en obligatorias. Pero incluso fuera de esos
núcleos concretos de obediencia, se desarrolla toda una sumisión
inconsciente, intelectual y afectiva, debida a la presión espiritual
ejercida por el adulto. En segundo lugar, están todos los hechos de
intercambio, con el propio adulto o con los demás niños, y esas
intercomunicaciones desempeñan igualmente un papel decisivo en los
progresos de la acción. En la medida en que conducen a formular la
acción propia y a relatar las acciones pasadas, transforman las
conductas materiales en pensamiento.
Como dijo Janet, la memoria está
ligada al relato, la reflexión a la discusión, la creencia al compromiso
o a la promesa, y el pensamiento entero al lenguaje exterior o
interior. Solamente que – y ahí es donde aparecen los desfases de que
más arriba hablábamos -, ¿sabe el niño enseguida comunicar enteramente
su pensamiento, y entrar de lleno en el punto de vista de los demás, o
bien es necesario un aprendizaje de la socialización para llegar a una
cooperación real? A este propósito, el análisis de las funciones del
lenguaje espontáneo es profundamente instructivo.
Es fácil, en
efecto, comprobar cuán rudimentarias son las conversaciones entre niños y
cuán ligadas a la acción material propiamente dicha. Hasta alrededor de
los siete años, los niños no saben discutir entre sí y se limitan a
confrontar sus afirmaciones contrarias. Cuando tratan de darse
explicaciones unos a otros, les cuesta colocarse en el lugar del que
ignora de qué se trata, y hablan como para sí mismos. Y, sobre todo, les
sucede que, trabajando en una misma habitación o sentados a la misma
mesa, hablan cada uno para sí y, sin embargo, creen que se escuchan y se
comprenden unos a otros, siendo así que ese "monólogo colectivo"
consiste más bien en excitarse mutuamente a la acción que en
intercambiar pensamientos reales.
Señalemos, finalmente, que los
caracteres de este lenguaje entre niños se encuentran también en los
juegos colectivos o juegos con reglamento: en una partida de bolos, por
ejemplo, los mayores se someten a las mismas reglas y ajustan
exactamente sus juegos individuales unos a otros, mientras que los
pequeños juegan cada uno por su cuenta, sin ocuparse de las reglas del
vecino.
De ahí una tercera categoría de hechos: el niño pequeño no
habla tan sólo a los demás, sino que se habla a sí mismo constantemente
mediante monólogos variados que acompañan sus juegos y su acción. A
pesar de ser comparables a lo que será más tarde el lenguaje interior
continuo del adulto o del adolescente, tales soliloquios se distinguen
de aquél por el hecho de que son pronunciados en voz alta y por su
carácter de auxiliares de la acción inmediata. Estos auténticos
monólogos, al igual que los monólogos colectivos, constituyen más de la
tercera parte del lenguaje espontáneo entre niños de tres y aun cuatro
años, y van disminuyendo regularmente hasta los siete años. En una
palabra, el examen del lenguaje espontáneo entre niños, lo mismo que el
examen del comportamiento de los pequeños en los juegos colectivos,
demuestra que las primeras conductas sociales están a medio camino de la
socialización verdadera: en lugar de salir de su propio punto de vista
para coordinarlo con el de los demás, el individuo sigue
inconscientemente centrado en sí mismo, y este egocentrismo con respecto
al grupo social reproduce y prolonga el que ya hemos señalado en el
lactante con relación al universo físico; se trata en ambos casos de una
indiferenciación entre el yo y la realidad exterior, representada aquí
por los demás individuos y no ya únicamente por los objetos, y en ambos
casos esta especie de confusión inicial desemboca en la primacía del
punto de vista propio. En cuanto a las relaciones entre el niño pequeño y
el adulto, es evidente que la presión espiritual (y, a fortiori,
material) ejercida por el segundo sobre el primero no excluye para nada
ese egocentrismo a que nos hemos referido:
a pesar de someterse al
adulto y situarlo muy por encima de él, el niño pequeño lo reduce a
menudo a su propia escala, a la manera de ciertos creyentes ingenuos con
respecto a la divinidad, y de esta forma llega más que a una
coordinación bien diferenciada, a un compromiso entre el punto de vista
superior y el suyo propio.