Primera división: Analitica transcendental contin.13

Primera división: Analitica transcendental contin.13

Entiéndase por filósofo intelectual el dogmático que quiere hacer uso del entendimiento puro, aplicándolo a los noúmenos; por ejemplo, Leibnitz mismo. (Nota del T.) del pensamiento lo más conveniente al asunto a tratar, y razonar con apariencias de solidez o charlar largamente acerca de él. La tópica transcendental, en cambio, no contiene más que los ya referidos cuatro títulos de toda comparación y diferenciación, los cuales se distinguen de las categorías en que por medio de aquellos no es expuesto el objeto según lo que constituye su concepto (magnitud, realidad), sino sólo es expuesta la comparación de las representaciones, que precede al concepto de las cosas, en toda su multiplicidad. Esta comparación, empero, necesita primero de una reflexión, es decir, de una determinación del lugar a que pertenecen las representaciones de las cosas que son comparadas, si es el entendimiento puro el que las piensa o la sensibilidad la que nos las da en el fenómeno. Los conceptos pueden ser comparados lógicamente, sin preocuparnos de que pertenezcan sus objetos como noumenos al entendimiento o como fenómenos a la sensibilidad. Pero si con esos conceptos queremos ir a los objetos, es primero necesaria la reflexión transcendental acerca de la facultad de conocer para la cual deben ser objetos, si para el entendimiento puro o para la sensibilidad. Sin esta reflexión, haré un uso muy inseguro de esos conceptos y se originan supuestos principios sintéticos, que la razón crítica no puede reconocer y que se fundan simplemente en una amfibolia transcendental, es decir, en una confusión del objeto del entendimiento puro con el del fenómeno. A falta de semejante tópica transcendental y engañado pues por la amfibolia de los conceptos de reflexión, construyó el famoso Leibnitz un sistema intelectual del mundo, o más bien creyó conocer la interior constitución de las cosas, comparando todos los objetos sólo con el entendimiento y los conceptos separados y formales de su pensamiento. Nuestra tabla de los conceptos de reflexión nos proporciona la inesperada ventaja de ponernos ante los ojos lo que distingue al concepto doctrinal de Leibnitz, en todas sus partes, y al mismo tiempo el fundamento conductor de ese peculiar modo de pensar que no descansa más que en una mala inteligencia. Comparó todas las cosas unas con otras, sólo por medio de conceptos, y no halló naturalmente más diversidades que aquellas por las cuales el entendimiento distingue sus conceptos puros unos de otros. Las condiciones de la intuición sensible, que llevan consigo sus propias distinciones, no las tuvo por originarias; pues la sensibilidad era para él sólo una especie confusa de representación y no una fuente particular de representaciones; el fenómeno era para él la representación de la cosa en sí misma, aunque distinta, por la forma lógica, del conocimiento según el entendimiento, a saber: que el fenómeno, por su carencia ordinaria de división, lleva una cierta confusión con representaciones laterales al concepto de la cosa, que el entendimiento sabe separar. En una palabra, Leibnitz intelectualizó los fenómenos, como Locke, según su sistema de la Noogonia (si me es permitido usar esta expresión) sensificó los conceptos todos del entendimiento, es decir, los consideró como conceptos empíricos o conceptos de reflexión aislados. En lugar de buscar en el entendimiento y en la sensibilidad dos fuentes totalmente distintas de representaciones, las cuales, empero, sólo enlazadas pueden juzgar de las cosas con validez objetiva, atúvose cada uno de esos dos grandes hombres a una sola de las dos, que, en su opinión, se refería inmediatamente a cosas en sí mismas, no haciendo la otra nada más que confundir u ordenar las representaciones de la primera. Leibnitz comparó pues unos con otros los objetos de los sentidos sólo en el entendimiento, como cosas en general. Primeramente, por cuanto los objetos deben ser juzgados por el entendimiento como idénticos o diversos. Como no tenía ante los ojos más que sus conceptos y no sus lugares en la intuición, en la cual tan sólo pueden los objetos ser dados, y como prescindió por completo del lugar transcendental de esos conceptos (si el objeto ha de contarse entre los fenómenos o entre las cosas en sí mismas), resultó, como no podía por menos, que su principio de los indiscernibles, valedero sólo para los conceptos de cosas en general, lo extendió también a los objetos de los sentidos (mundus phaenomenon) y creyó de ese modo haber proporcionado no pequeña ampliación al conocimiento de la naturaleza. Ciertamente, si conozco una gota de agua como cosa en sí, según todas sus determinaciones internas, no puedo conceder que valga ninguna como diversa de la otra, si todo el concepto de aquella es idéntico al de ésta. Pero si es fenómeno en el espacio, tiene entonces su lugar no sólo en el entendimiento (bajo conceptos) sino en la intuición sensible externa (en el espacio) y, entonces los lugares físicos son totalmente indiferentes para con las determinaciones interiores de las cosas y un lugar b puede admitir una cosa totalmente semejante o igual a otra cosa sita en el lugar a, como si la cosa es interiormente del todo diferente. La diversidad de los lugares hace que la pluralidad y la distinción de los objetos, como fenómenos, sin más condición, sea ya por sí sola no sólo posible, sino necesaria. Así pues, esa aparente ley no es ley de la naturaleza. Es simplemente una regla analítica de la comparación de las cosas por meros conceptos. Segundo. El principio de que las realidades (como meras afirmaciones) no se oponen nunca lógicamente unas a otras es una proposición del todo verdadera acerca de la relación de los conceptos; pero no significa lo más mínimo, ni respecto de la naturaleza, ni respecto de ninguna cosa en sí misma (de ésta no tenemos concepto alguno). Pues la oposición real se halla en todas partes en donde A – B = 0, es decir, en donde una realidad, unida con otra en un sujeto, suprime el efecto de la otra; cosa que todos los obstáculos y los efectos retroactivos en la naturaleza ponen de manifiesto sin cesar; y sin embargo, éstos deben ser llamados, ya que descansan sobre fuerzas, realitates phaenomena. La mecánica general puede incluso dar en una regla a priori la condición empírica de esta oposición, atendiendo a la contrariedad de las direcciones, condición de la cual el concepto transcendental de la realidad nada sabe. Aunque ese principio no lo declaró el señor de Leibnitz con la pompa de un principio nuevo, si embargo hizo uso de él para nuevas afirmaciones, y sus sucesores lo introdujeron expresamente en su edificio doctrinal Leibnizio-Wolfiano. Según este principio, por ejemplo, todos los males no son más que consecuencias de las limitaciones de las criaturas, es decir, negaciones, porque éstas son lo único que se opone a la realidad (en el mero concepto de una cosa en general es ello realmente así, pero no en las cosas como fenómenos). Asimismo encuentran los defensores de esta teoría no sólo posible sino natural reunir toda realidad, sin temor de ninguna oposición, en un ser, porque no conocen más oposición que la de contradicción (por la cual es suprimido el concepto mismo de una cosa) y no la de mutua pérdida, cuando una cosa real suprime el efecto de la otra, para representarnos la cual pérdida mutua sólo en la sensibilidad hallamos las condiciones. Tercero. La monadología de Leibnitz no tiene otro fundamento que éste: que ese filósofo representó la distinción de lo interno y de lo externo sólo con relación al entendimiento. Las substancias en general deben tener algo interno, que esté libre de toda relación exterior y por tanto también de la composición. Lo simple es pues el fundamento de lo interior de las cosas en sí mismas. Lo interior empero de su estado no puede consistir en lugar, figura, contacto o movimiento (determinaciones todas que son relaciones externas) y por ende no podemos atribuir a las substancias ningún otro estado interior que aquél por el cual nosotros mismos determinamos interiormente nuestro sentido, a saber: el estado de las representaciones. Así quedaron establecidas las mónadas que deben constituir la materia fundamental de todo el universo, y cuya fuerza activa sólo en representaciones consiste, por donde ellas propiamente sólo en sí mismas son activas. Precisamente por eso, su principio de la posible comunidad de las substancias unas con otras debió ser el de una harmonía preestablecida y no podía ser ningún influjo físico. Pues como todo es sólo interior, es decir, toda substancia está ocupada con sus representaciones, el estado de las representaciones de una substancia no podía estar con el de otra en ningún enlace efectivo, sino que debía haber alguna tercera causa que influyese en todas las substancias, en conjunto, e hiciese corresponder los estados unos con otros, y no mediante una ayuda ocasional introducida en cada caso particular (systema assistentiae), sino por medio de la unidad de la idea de una cosa valedera para todos, en la cual todos ellos debieran recibir su existencia y permanencia y por ende también la correspondencia recíproca de unos con otros, según leyes universales. Cuarto. El famoso concepto doctrinal del tiempo y del espacio, según Leibnitz, en donde éste intelectualizó esas formas de la sensibilidad, se originó en esa misma ilusión de la reflexión transcendental. Si por medio del mero entendimiento quiero representarme relaciones exteriores de las cosas, esto no puede ocurrir más que mediante, el concepto de su efecto recíproco, y si he de enlazar un estado de una y la misma cosa con otro estado, esto no puede ocurrir más que en el orden de los fundamentos y consecuencias. Así, pues, Leibnitz pensó el espacio como cierto orden en la comunidad de las substancias, y el tiempo como la consecuencia dinámica de sus estados. Pero lo peculiar e independiente de las cosas, que ambos en sí parecen tener, lo atribuyó a la confusión de esos conceptos, lo cual hizo que lo que es una mera forma de relaciones dinámicas, fuese tenido por propia intuición, consistente en sí misma, y precediendo a las cosas mismas. Así, pues, espacio y tiempo fueron la forma inteligible del enlace de las cosas (substancias y sus estados) en sí mismas. Las cosas, empero, fueron substancias inteligibles (substantiae noumena). Sin embargo, quiso considerar estos conceptos como fenómenos, porque a la sensibilidad no le concedía ninguna especie propia de intuición, sino que todo lo buscaba en el entendimiento, incluso la representación empírica de los objetos y no dejó a los sentidos nada más que la despreciable ocupación de confundir y enturbiar las representaciones del primero. Pero aun cuando pudiéramos decir sintéticamente algo de las cosas en sí mismas, por medio del entendimiento puro (lo cual es sin embargo imposible), ello no podría ser referido a los fenómenos, que no representan cosas en sí mismas. Así, pues, en este último caso, tendré siempre que comparar mis conceptos, en la reflexión transcendental, sólo bajo las condiciones de la sensibilidad y así el espacio y el tiempo serán determinaciones no de las cosas en sí, sino de los fenómenos; lo que puedan ser las cosas en sí, no lo sé, y no necesito saberlo, porque nunca se me puede presentar una cosa, como no sea en el fenómeno. Así procedo también con los demás conceptos de reflexión. La materia es substancia phaenomenon. Lo que le corresponda interiormente, lo busco en todas las partes del espacio que ocupa, y en todos los efectos que efectúa y que desde luego sólo pueden siempre ser fenómenos de los sentidos exteriores. Así poseo ciertamente una interioridad no absoluta, pero sí simplemente comparativa; la cual a su vez se compone de relaciones externas. Lo absolutamente interior de la materia, según el entendimiento puro, no es más que una quimera; pues en modo alguno es objeto para el entendimiento puro; el objeto transcendental, empero, que sea el fundamento de ese fenómeno que llamamos materia, es un simple algo, del cual ni siquiera comprenderíamos lo que es, aun cuando alguien pudiera decírnoslo. Pues no podemos comprender nada más que lo que lleve consigo, en la intuición, algo correspondiente a nuestras palabras. Si quejarnos de que no conocemos lo interior de las cosas ha de significar que no concebimos, por el entendimiento puro, lo que las cosas que nos aparecen (fenómenos) puedan ser en sí, entonces esas quejas son del todo impropias y faltas de razón; pues quieren que, sin sentidos, puedan conocerse y, por tanto, intuirse las cosas y por consiguiente, que tengamos una facultad de conocer totalmente distinta de la humana, no sólo en el grado, sino en la intuición y en la especie; que seamos, pues, no hombres, sino seres de los cuales no podemos siquiera decir si son posibles y mucho menos cómo están constituídos. En lo interior de la naturaleza penetra la observación y el análisis de los fenómenos y no puede saberse cuán lejos, con el tiempo, ha de llegar. Pero a esas cuestiones transcendentales, que rebasan la naturaleza, no podríamos nunca contestar, aun cuando la naturaleza toda se nos descubriera, ya que ni siquiera nos es dado observar nuestro propio espíritu con otra intuición que la de nuestro sentido interior. Pues en él está el secreto del origen de nuestra sensibilidad. La referencia de ésta a un objeto y lo que sea el fundamento transcendental de esa unidad, yace, sin duda, oculto demasiado profundamente para que nosotros, que ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos, sino por el sentido interior y por tanto como fenómenos, pudiéramos hacer uso de un instrumento tan inadecuado de nuestra investigación, para descubrir otra cosa que siempre fenómenos, cuya causa no sensible querríamos de buena gana conocer. Lo que hace muy útil esta crítica de las conclusiones sacadas de las meras acciones de la reflexión, es que muestra muy claramente la vanidad de toda conclusión sobre objetos comparados solamente unos con otros en el entendimiento, y confirma al mismo tiempo lo que hemos repetido con insistencia, a saber: que aunque los fenómenos no están comprendidos, como cosas en sí mismas, entre los objetos del entendimiento puro, son sin embargo los únicos con quienes nuestro conocimiento puede tener realidad objetiva, cuando a los conceptos corresponde intuición. Cuando reflexionamos sólo lógicamente, comparamos solamente nuestros conceptos unos con otros en el entendimiento, para ver si ambos contienen precisamente lo mismo, si se contradicen o no, si algo está contenido interiormente en el concepto o le sobreviene, y cuál de los dos ha de valer como dado o sólo como un modo de pensar el concepto dado. Pero si aplico esos conceptos a un objeto en general (en sentido transcendental) sin determinar más este último y saber si es objeto de intuición sensible o intelectual, entonces muestránse enseguida limitaciones (la de no salir de esos conceptos) que falsean todo uso empírico de esos conceptos y demuestran, precisamente por eso, que la representación de un objeto como cosa en general no sólo es insuficiente, sino que, sin determinación sensible e independientemente de condición empírica, es en sí misma contradictoria. Por tanto o bien hay que hacer abstracción de todo objeto (en la lógica) o, si se admite uno, hay que pensarlo bajo condiciones de la intuición sensible; y por lo tanto lo inteligible exigiría una intuición muy particular, que no tenemos, y a falta de ella no es nada para nosotros; pero por otra parte los fenómenos no pueden ser objetos en sí mismos. Pues si yo pienso sólo cosas en general, ciertamente la diversidad de las relaciones externas no puede constituir una diversidad de las cosas mismas, sino que supone esta más bien, y si el concepto de una cosa no es nada diverso interiormente del de la otra, entonces pongo sólo una y la misma cosa en diferentes relaciones. Además, por añadir una mera afirmación (realidad) sobre la otra, lo positivo es aumentado y nada es quitado o suprimido a la cosa; por eso lo real en las cosas en general no puede contradecirse, y así sucesivamente. Los conceptos de la reflexión tienen -como hemos mostrado- por virtud de cierta mala inteligencia, tal influjo sobre el uso del entendimiento, que han llegado hasta seducir a uno de los más penetrantes filósofos y conducirlo a un supuesto sistema del conocimiento intelectual, que se propone determinar sus objetos sin ayuda de los sentidos. Precisamente por eso el desarrollo de las causas falaces de la amfibolia de esos conceptos, que ocasionan falsos principios, es de gran utilidad para determinar con confianza y seguridad los límites del entendimiento. Hay que decir, ciertamente, que lo que conviene o contradice a un concepto general, conviene o contradice también a todo lo particular contenido bajo ese concepto (dictum de omni et nullo); pero sería absurdo alterar ese principio lógico de modo que dijera así, lo que no está contenido en un concepto general, tampoco está contenido en los particulares que se hallan bajo ese concepto; pues éstos son precisamente conceptos particulares, porque contienen más que lo pensado en general. Ahora bien, en este último principio es realmente en el que se funda todo el sistema intelectual de Leibnitz; este sistema cae pues, al mismo tiempo que dicho principio, y con él toda la ambigüedad que se origina en el uso del entendimiento. El principio de los indiscernibles fúndase propiamente en la suposición de que si en el concepto de una cosa en general no se halla una cierta distinción, tampoco se hallará en las cosas mismas; por consiguiente que todas las cosas son del todo idénticas (numero eadem) si no se distinguen ya unas de otras en su concepto (según la cantidad o la cualidad). Pero como en el mero concepto de una cosa se ha hecho abstracción de muchas condiciones necesarias de una intuición, resulta que por una extraña precipitación, aquello de que se ha hecho abstracción se considera que no puede hallarse nunca, y a la cosa no se le concede nada más que lo que está contenido en su concepto. El concepto de un espacio de un pie cúbico es en sí idéntico, piénselo yo como quiera y cuantas veces quiera. Pero dos pies cúbicos son, en el espacio, distintos, aunque sólo por sus lugares (numero diversa); éstas son condiciones de la intuición en donde el objeto de ese concepto es dado, que pertenecen no al concepto, sino a toda la sensibilidad. Del mismo modo, en el concepto de una cosa no hay contradicción cuando nada negativo está enlazado con un afirmativo, y conceptos, que son sólo afirmativos, no pueden, al enlazarse, dar lugar a ninguna supresión. Pero en la intuición sensible en donde es dada realidad (v. g. movimiento), encuéntranse condiciones (direcciones opuestas) de las cuales, en el concepto de movimiento, se hace abstracción, y que hacen posible una oposición, aunque no ciertamente lógica, por ejemplo la de constituir un cero con movimientos positivos; y no podía decirse que todas las realidades concuerdan unas con otras por no hallarse contradicción alguna entre sus conceptos119. Según meros conceptos es lo interior el substrato de toda relación o determinaciones exteriores. Si pues hago abstracción de todas las condiciones de la intuición y me atengo solamente al concepto de una cosa en general, entonces puedo hacer abstracción de toda relación exterior, y sin embargo debe quedar un concepto de aquello que no significa relación alguna, sino sólo interiores determinaciones. Y entonces parece que se deriva de aquí: que en toda cosa (substancia) hay algo que es absolutamente interno y precede a todas las determinaciones exteriores, haciéndolas posibles; por lo tanto ese substrato sería algo que no contiene ya ninguna relación exterior y por consiguiente simple; (pues las cosas corporales son siempre sólo relaciones, por lo menos de las partes entre sí); y como no conocemos determinaciones absolutamente internas, más que las que nos da nuestro sentido interior, resulta que ese substrato no sólo sería simple sino también (por analogía con nuestro sentido interior) determinado 119 Si aquí quisiera hacerse uso de la salida corriente que consiste en decir que al menos realitates noumena no pueden tener acción contraria una a otra, habría que señalar un ejemplo de esa realidad pura y libre de sentidos, para que se comprendiera si representa algo o nada absolutamente. Pero no puede tomarse ejemplo alguno como no sea de la experiencia, la cual nunca ofrece más que phaenomena, y así esa proposición no significa más que esto: que cuando un concepto no contiene más que simples afirmaciones, no contiene nada negativo; proposición que nunca hemos puesto en duda. por representaciones, es decir, que todas las cosas serían propiamente mónadas o sea seres simples, dotados de representaciones. Todo esto sería exacto, si algo más que el concepto de una cosa en general no perteneciese a las condiciones bajo las cuales solamente pueden sernos dados objetos de intuición externa y de las cuales hace abstracción el concepto puro. Pues entonces se demuestra que un fenómeno permanente en el espacio (la extensión impenetrable) puede contener sólo relaciones, sin nada absolutamente interno y, sin embargo, ser el primer substrato de todas las percepciones exteriores. Por meros conceptos no puedo, seguramente, pensar nada exterior, sin algo interior, precisamente porque los conceptos de relación suponen cosas absolutamente dadas, y sin éstas no son posibles. Pero como en la intuición hay contenido algo que no está en el mero concepto de una cosa en general, y esto proporciona el substrato que por meros conceptos no sería conocido, a saber, un espacio que, con todo cuanto contiene, consiste sólo en relaciones formales o también reales, resulta que no puedo decir: puesto que sin algo absolutamente interno no puede ninguna cosa ser representada por meros conceptos, así, en las cosas mismas contenidas bajo esos conceptos y en su intuición, no hay nada externo, a cuya base no esté algo absolutamente interno. Pues si hemos hecho abstracción de todas las condiciones de la intuición, no nos queda seguramente en el mero concepto nada más que lo interior en general y la relación de los interiores unos con otros, por la cual sólo es posible lo exterior. Pero esta necesidad, que no se funda más que en abstracción, no se verifica entre las cosas, en cuanto dadas en la intuición con determinaciones que expresan meras relaciones, sin tener a su base algo interno, porque no son cosas en sí mismas, sino sólo fenómenos. Lo que conocemos en la materia son sólo relaciones (lo que llamamos determinaciones internas de la misma es sólo comparativamente interno); pero las hay entre ellas independientes y permanentes, por las cuales nos es dado un determinado objeto. Si yo, cuando hago abstracción de esas relaciones, no tengo ya nada que pensar, ello no suprime el concepto de una cosa, como fenómeno, ni tampoco el concepto de un objeto in abstracto, pero sí toda posibilidad de un objeto que sea determinable por meros conceptos, es decir, de un noúmeno. Ciertamente asombra oír que una cosa haya de consistir enteramente en relaciones; pero semejante cosa es también mero fenómeno y no puede ser pensada por puras categorías; consiste en la mera relación de algo en general con los sentidos. Así mismo, cuando se empieza por meros conceptos, sólo pueden pensarse las relaciones de las cosas in abstracto, siendo una la causa de determinaciones en la otra pues éste es nuestro concepto intelectual de las relaciones mismas. Pero como entonces hacemos abstracción de toda intuición, resulta que prescindimos de una de las maneras como lo múltiple puede determinar su lugar, es decir prescindimos de la forma de la sensibilidad (el espacio), que precede sin embargo a toda causalidad empírica. Si por objetos meramente inteligibles entendemos aquellas cosas que son pensadas120 por categorías puras, sin esquema alguno de la sensibilidad, entonces semejantes objetos son imposibles. Pues la condición del uso objetivo de todos nuestros conceptos del entendimiento es sólo la índole de nuestra intuición sensible, por la cual nos son dados objetos, y si hacemos abstracción de ella, las categorías no tienen referencia a ningún objeto. Es más; aunque se quisiera admitir otra especie de intuición que nuestra intuición sensible, nuestras funciones del pensar no serían con respecto a ella de ninguna significación. Pero si por objetos inteligibles entendemos sólo objetos de una intuición no sensible, para los cuales ciertamente no valen nuestras categorías y de los cuales nunca podemos tener conocimiento (ni intuición ni concepto), entonces, hay que admitir los noúmenos, en esta significación meramente negativa; pues sólo dicen que nuestra intuición no se refiere a todas las cosas, sino sólo a los objetos de nuestros sentidos y, por consiguiente, que su validez objetiva es limitada y por tanto queda sitio para alguna otra especie de intuición y, consiguientemente, también para cosas como objetos de ésta. Pero entonces es problemático el concepto de noúmeno, es decir, la representación de una cosa de la que no podemos decir ni que sea ni que no sea posible, ya que no conocemos más especie de intuición que la nuestra sensible, ni más especie de conceptos que las categorías, y ninguna de las dos es adecuada a un objeto suprasensible. Por ende, el campo de los objetos de nuestro pensamiento no podemos ampliarlo positivamente más allá de las condiciones de nuestra sensibilidad y admitir fuera de los fenómenos otros objetos del pensamiento puro, porque éstos no tienen ninguna significación positiva indicable. Pues hay que convenir en que las categorías solas no alcanzan el conocimiento de las cosas en sí mismas y, sin los datos de la sensibilidad, serían formas meramente subjetivas de la unidad del entendimiento, pero sin objeto. Cierto que el pensamiento no es en sí un producto de los sentidos y por tanto no es limitado por éstos; pero no por ello puede desde luego hacerse de él un uso propio y puro, sin que sobrevenga la sensibilidad, pues entonces no tendría objeto. Tampoco puede decirse que el noúmeno es ese objeto; pues el noúmeno significa precisamente el concepto problemático de un objeto para una muy distinta intuición y un muy distinto entendimiento que el nuestro, y por ende él mismo es un problema. El 120 En sus papeles propone Kant, en lugar de «pensadas», «conocidas» V. Erdmann, ya citado. (N. del T.) concepto del noúmeno no es pues el concepto de un objeto, sino el problema, inevitablemente conexo con la limitación de nuestra sensibilidad, de saber si no, puede haber objetos enteramente libres de esa intuición de nuestra sensibilidad, cuestión que sólo indeterminadamente puede ser contestada, a saber: que, como la intuición sensible, no se dirige a todas las cosas sin distinción, queda lugar para más y distintos objetos; no se niegan pues éstos, pero a falta de un determinado concepto (puesto que ninguna categoría les es aplicable) no pueden tampoco ser afirmados como objetos para nuestro entendimiento. El entendimiento limita pues la sensibilidad, sin por eso ampliar su propio campo y, advirtiendo a la sensibilidad que no debe pretender referirse a cosas en sí mismas, sino sólo a fenómenos, piensa un objeto en sí mismo, pero sólo como objeto transcendental que es la causa del fenómeno (pero no fenómeno por lo tanto) y que no puede ser pensado ni como magnitud, ni como realidad, ni como substancia (pues estos conceptos exigen siempre formas sensibles en las cuales determinan un objeto); de donde resulta que quedamos totalmente sin saber si ese objeto transcendental se encuentra en nosotros o fuera de nosotros, si queda suprimido al mismo tiempo que la sensibilidad o si, al suprimir esta, persiste todavía. ¿Queremos llamar noúmeno a ese objeto, porque la representación de él no es sensible? Somos libres de hacerlo. Pero como no podemos aplicarle ninguno de nuestros conceptos puros del entendimiento, permanece esa representación para nosotros vacía, y no sirve para nada más que para señalar los límites de nuestro conocimiento sensible y dejar un espacio que no podemos llenar ni con experiencia posible, ni con el entendimiento puro. La crítica de ese entendimiento puro ni nos permite pues proporcionarnos un nuevo campo de objetos, fuera de los que puedan presentarse como fenómenos, y vagar por mundos inteligibles, ni siquiera en el concepto de éstos. El error que seduce a ello del modo más evidente y que en todo caso puede ser disculpado, aunque nunca justificado, consiste en que el uso del entendimiento, contra su determinación, se hace transcendental y los objetos, es decir las intuiciones posibles, se rigen por los conceptos y no los conceptos por las intuiciones posibles (que son la única base de su objetiva validez). La causa de esto es empero a su vez que la apercepción y por tanto el pensamiento precede a toda posible determinada ordenación de las representaciones. Pensamos pues algo en general y lo determinamos por un lado sensiblemente; pero distinguimos sin embargo entre el objeto general, representado in abstracto, y ese modo de intuirlo; nos queda pues una manera de determinarlo por sólo el pensamiento, que si bien es una mera forma lógica, sin contenido, nos parece sin embargo un modo de existir el objeto en sí (noúmeno), sin mirar la intuición que está limitada a nuestros sentidos
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Antes de dejar la analítica transcendental, debemos añadir algo que,
aunque no es en sí de una especial importancia, podría sin embargo parecer
exigido para la integridad del sistema. El más alto concepto con el que suele
comenzarse una filosofía transcendental, es generalmente la división en
posible e imposible. Pero como toda división supone un concepto dividido,
hay que indicar un máximo concepto y éste es el concepto de un objeto en
general (tomado problemáticamente y sin decidir si es algo o nada). Como las
categorías son los únicos conceptos que se refieren a objetos en general,
resulta que la distinción de si un objeto es algo o nada, seguirá el orden y la
señal de las categorías.