Psicología de las masas por Gustave Le Bon. Segunda parte: Las opiniones y las creencias de las masas (Capítulo 4)

Segunda parte

Las opiniones y las creencias de las masas

CAPÍTULO 4

LIMITES DE LA VARIABILIDAD DE LAS CREENCIAS Y LAS OPINIONES DE LAS MASAS

1. Las creencias fijas

Existe un estrecho paralelismo entre las características anatómicas de los seres y las psicológicas. En las anatómicas encontramos ciertos elementos invariables, o tan poco variables, que es preciso el transcurso de épocas geológicas para cambiarlos. Junto a estas características fijas, irreductibles, se encuentran otras muy móviles a las que el medio ambiente y el arte del criador o del horticultor modifican en ocasiones hasta el punto de disimular, para un observador poco atento, las características fundamentales.

El mismo fenómeno se observa en las características morales. Junto a los componentes psicológicos irreductibles de una raza se encuentran elementos móviles y cambiantes. Por ello, al estudiar las creencias y las opiniones de un pueblo se comprueba siempre la presencia de un fondo muy fijo, en el que se injertan opiniones tan móviles como la arena que cubre a la roca.

Las creencias y las opiniones de las masas forman así dos clases muy distintas. Por una parte, las grandes creencias permanentes, que se perpetúan durante siglos y en las que se fundamenta toda una civilización. Así, en tiempos pasados, la concepción feudal, las ideas cristianas, las de la Reforma, y en nuestros días, el principio de nacionalidad, las ideas democráticas y sociales. Por otra parte existen las opiniones momentáneas y cambiantes, casi siempre derivadas de las concepciones generales que toda edad ve aparecer y morir: así las teorías que guían a las artes y a la literatura en determinados momentos, como por ejemplo las que dieron lugar al romanticismo, al naturalismo, etc. Tan superficiales como la moda, cambian como las pequeñas ondas que nacen y se desvanecen constantemente en la superficie de un lago de aguas profundas.

Las grandes creencias generales son muy restringidas en número. Su formación y su desaparición representan los puntos culminantes de la historia de toda raza. Constituyen el auténtico armazón de las civilizaciones.

Una opinión pasajera se establece fácilmente en el alma de las masas, pero es muy difícil hacer arraigar en ellas una creencia duradera y asimismo es complicado destruirla una vez que se ha formado. No puede ser cambiada sino al precio de revoluciones violentas y tan sólo cuando la creencia ha perdido casi por completo su imperio sobre las almas. Las revoluciones sirven entonces para rechazar por completo las creencias que están ya casi abandonadas, pero a las que el yugo de la costumbre impide abandonar por completo. Las revoluciones que comienzan son en realidad creencias que concluyen.

El día exacto en el que una gran creencia queda marcada de muerte es aquel en el que su valor comienza a ser discutido. No siendo toda creencia general más que una ficción, no podría subsistir sino a condición de no hallarse sometida a examen crítico.

Incluso cuando una creencia está ya profundamente debilitada, las instituciones que derivan de ella conservan su poderío y no desaparecen sino lentamente. Una vez que ha perdido por completo su poder, se hunde todo cuanto sostenía. Aún no ha existido un pueblo que cambie sus creencias sin verse inmediatamente forzado a transformar los elementos de su civilización.

Y los transforma hasta que haya adoptado una nueva creencia general, viviendo hasta entonces, forzosamente, en la anarquía. Las creencias generales son los soportes necesarios para las civilizaciones; imprimen una orientación a las ideas y sólo ellas pueden inspirar la fe y crear el deber.

Los pueblos han sentido siempre la utilidad de adquirir creencias generales y han comprendido instintivamente que su desaparición marca para ellos la hora de la decadencia. El culto fanático de Roma fue la creencia que convirtió a los romanos en amos del mundo. Una vez muerta la creencia, Roma hubo de perecer. Únicamente cuando adquirieron algunas creencias comunes alcanzaron los bárbaros, destructores de la civilización romana, una cierta cohesión y pudieron salir de la anarquía.

Se explica, pues, que los pueblos hayan defendido siempre, con intolerancia, sus convicciones. Tal intolerancia, muy criticable desde el punto de vista filosófico, representa una virtud en la vida de las naciones. Para fundar o para mantener creencias generales encendió la Edad Media tantas hogueras y murieron tantos inventores e innovadores en la desesperación cuando escapaban de los suplicios. Para defenderlas ha sido conmocionado tantas veces el mundo y han caído millones de hombres y seguirán cayendo en los campos de batalla.

Ya hemos dicho que al establecimiento de una creencia general se oponen grandes dificultades, pero, una vez establecida definitivamente, se mantiene invencible durante mucho tiempo y, sea cual fuere su falsedad desde el punto de vista filosófico, se impone a los espíritus más luminosos. Los pueblos de Europa han considerado como verdades indiscutibles durante casi quince siglos a leyendas religiosas tan bárbaras23, si se las examina detenidamente, como la de Moloch. El espantoso absurdo de la leyenda de un dios que se venga en su hijo, mediante horribles suplicios, de la desobediencia de una de sus criaturas, no ha sido advertido durante muchos siglos. Los genios más poderosos, un Galileo, un Newton, un Leibniz no han supuesto ni por un solo instante que pudiese discutirse la verdad de tales leyendas. Nada demuestra mejor la hipnosis producida por las creencias generales, pero nada tampoco marca mejor los humillantes límites de nuestro espíritu.

Desde el momento en que un nuevo dogma se ha implantado en el alma de las masas, se convierte en el inspirador de sus instituciones, sus artes y su conducta. Su imperio sobre las almas es entonces absoluto. Los hombres de acción sueñan con realizarlo, los legisladores con aplicarlo, los filósofos, los artistas, los literatos se preocupan de expresarlo en formas diversas.

A partir de la creencia fundamental pueden surgir ideas momentáneas accesorias, pero llevan siempre la marca de la fe de la cual han surgido. La civilización egipcia, la medieval, la civilización musulmana de los árabes, derivan de un corto número de creencias religiosas que han impreso su marca sobre los más mínimos elementos de dichas civilizaciones y que permite así reconocerlos inmediatamente.

Gracias a las creencias generales, los hombres de cada época están rodeados de una red de tradiciones, opiniones y costumbres, a cuyo dominio no pueden escapar y que les hacen siempre algo semejantes entre sí. Ni el espíritu más independiente sueña con sustraerse a las mismas. No hay tiranía más auténtica que la que se ejerce inconscientemente sobre las almas, pues es la única que no se puede combatir. Tiberio, Gengis-Kan, Napoleón fueron sin duda temibles tiranos, pero desde el fondo de sus tumbas, Moisés, Buda, Jesús, Mahoma, Lutero han ejercido sobre las almas un despotismo mucho más profundo. Una conspiración puede abatir a un tirano; pero, ¿qué puede hacer contra una creencia sólidamente establecida? En su lucha violenta contra el catolicismo y, a pesar del aparente asentimiento de las multitudes, a pesar de procedimientos de destrucción tan implacables como los de la Inquisición, fue nuestra gran revolución la que resultó vencida. Los únicos auténticos tiranos de la humanidad han sido siempre las sombras de los muertos o las ilusiones que la propia humanidad se ha creado.

Lo absurdas que son desde el punto de vista filosófico ciertas creencias generales no ha sido jamás, lo repito, un obstáculo para su triunfo, el cual incluso no parece posible más que a condición de que impliquen algún misterioso absurdo. La evidente debilidad de las creencias socialistas actuales no las impedirá implantarse en el alma de las masas. Su auténtica inferioridad con respecto a todas las creencias religiosas depende únicamente de esto: el ideal de felicidad prometido por estas últimas, al no haberse de realizar sino en una vida futura, no puede ser refutado por nadie. Al tenerse que realizar en la tierra el ideal de felicidad socialista, la vanidad de las correspondientes promesas se pondrá de manifiesto desde las primeras tentativas de realización y la nueva creencia perderá de golpe todo prestigio. Su poder no irá en aumento, pues, sino hasta el día de su realización. Y, por ello, si la nueva religión ejercerá primeramente, como todas las que la han precedido, una acción destructora, no podrá desempeñar a continuación un papel creador.

2. Las opiniones móviles de las masas

Por encima de las creencias fijas, cuya potencia acabamos de exponer, se encuentra una capa de opiniones, ideas, pensamientos, que constantemente nacen y mueren. La duración de algunas es muy efímera y las más importantes no sobrepasan la vida de una generación. Ya hemos señalado que los cambios que sobrevienen en estas opiniones son, en ocasiones, mucho más superficiales que reales y llevan siempre marcada la huella de las cualidades de la raza. Si consideramos, por ejemplo, las instituciones políticas de nuestro país, hemos mostrado que los partidos aparentemente más opuestos -monárquicos, radicales, bonapartistas, socialistas, etc., poseen un ideal absolutamente idéntico, y dicho ideal se basa sólo en la estructura mental de nuestra raza, ya que, bajo denominaciones análogas, en otras naciones se produce un ideal contrario. El nombre dado a las opiniones, las adaptaciones engañosas, no cambia el fondo de las cosas. Los burgueses de la Revolución, impregnados de literatura latina y que con la mirada fija en la república romana adoptaron sus leyes, sus haces y sus togas, no se convirtieron en romanos, sino que se hallaban bajo el dominio de una potente sugestión histórica.

La misión del filósofo consiste en buscar aquello que subsiste de las antiguas creencias bajo los cambios aparentes y distinguirlo en la móvil corriente de las opiniones, de los movimientos determinados por las creencias generales y el alma de la raza.

Sin este criterio se podría creer que las masas cambian de creencias políticas o religiosas con frecuencia y a voluntad. Toda la historia -política, religiosa, artística, literaria- parece, en efecto, demostrarlo.

Consideremos, por ejemplo, un breve período, tan sólo de 1790 a 1820, es decir, treinta años, la duración de una generación. Vemos cómo masas, que en un principio eran monárquicas, se convierten en revolucionarias, luego en imperialistas y más tarde en monárquicas de nuevo. En religión evolucionan durante el mismo período desde el catolicismo al ateísmo, luego al deísmo, retornando más adelante a las formas más exageradas del catolicismo. Y no son únicamente las masas, sino también aquellos que las dirigen los que experimentan transformaciones similares. Vemos así cómo los grandes hombres de la Convención, enemigos jurados de los reyes y que no querían dioses ni amos, se convierten en humildes servidores de Napoleón y cómo luego llevan piadosamente cirios en las procesiones del reinado de Luis XVIII.

Y durante los setenta años que siguen, podemos observar también qué cambios se verifican en las opiniones de las masas. La pérfida Albió de comienzos de siglo se convierte en la aliada de Francia bajo el heredero de Napoleón; Rusia, que estuvo dos veces en guerra con Francia y que tanto había aplaudido sus últimos reveses, es considerada de pronto como una amiga.

En literatura, en arte, en filosofía, las sucesiones de opiniones se manifiestan más rápidamente aún. Nacen y perecen el romanticismo, el naturalismo, el misticismo, etc. El artista y el escritor que ayer eran aclamados son despreciados profundamente mañana.

Pero si analizamos estos cambios, aparentemente tan profundos, ¿qué es lo que vemos? Todos aquellos que son contrarios a las creencias generales y a los sentimientos de la raza no son sino de efímera duración, y el río desviado vuelve muy pronto a su curso. Las opiniones que no se refieren a ninguna creencia general, a ningún sentimiento de la raza y que, en consecuencia, carecen de arraigo, están sujetas a todos los azares o, si se prefiere, a los menores cambios del medio ambiente. Formadas gracias a la sugestión y al contagio son siempre momentáneas y, en ocasiones, nacen y desaparecen tan rápidamente como las dunas de arena que el viento forma a orillas del mar.

El peso de las opiniones móviles de las masas es, en nuestros días, mayor que nunca, y ello por tres razones diferentes.

La primera es que las antiguas creencias, al perder progresivamente su dominio, no actúan ya como antes sobre las opiniones pasajeras, proporcionándoles una cierta orientación. La desaparición de las creencias generales deja paso a una multitud de opiniones particulares sin pasado ni porvenir.

La segunda razón es que la creciente potencia de las masas encuentra cada vez menos contrapeso y su extrema movilidad en cuanto a ideas puede manifestarse libremente.

La tercera razón, por último, es que la reciente difusión de la prensa transmite sin cesar las opiniones más diversas. Las sugestiones engendradas por cada una de ellas son muy pronto destruidas por las influencias opuestas. Ninguna opinión llega pues a extenderse y todas están destinadas a una existencia efímera. Mueren antes de haberse podido propagar lo suficiente como para convertirse en generales.

De estas diversas causas resulta un fenómeno muy nuevo en la historia del mundo y muy característico de la época actual. Me refiero a la impotencia por parte de los gobiernos para dirigir la opinión.

Antes, y este antes no se halla aún muy lejano, la acción de los gobiernos, la influencia de algunos escritores y de un corto número de diarios, constituían los auténticos reguladores de la opinión. Hoy día, los escritores han perdido toda influencia y los diarios no hacen sino reflejar la opinión. En cuanto a los hombres de Estado, lejos de dirigirla, no hacen sino seguirla. Su miedo a la opinión llega en ocasiones hasta el terror y priva de toda solidez a su conducta.

La opinión de las masas tiende pues a convertirse cada vez más en el supremo regulador de la política. Llega incluso hoy día a imponer alianzas, como hemos visto con respecto a la alianza con Rusia, surgida casi exclusivamente de un movimiento popular.

Constituye un síntoma muy curioso ver cómo en nuestros días Papas, Reyes y Emperadores se someten al mecanismo de la entrevista a fin de exponer al juicio de las masas su pensamiento sobre un determinado tema. Se ha podido decir, antaño, que la política no era cuestión de sentimientos. ¿Podría decirse actualmente lo mismo viéndola adoptar como guía los impulsos de unas masas móviles que ignoran a la razón y están sólo dirigidas por el sentimiento?

Por lo que se refiere a la prensa, que era antes la que dirigía a la opinión, ha debido, al igual que los gobiernos, doblegarse al poder de las masas. Su poder, desde luego, es considerable, pero sólo porque representa exclusivamente el reflejo de las opiniones populares y de sus incesantes variaciones. Convertida en simple agencia de información, renuncia a imponer ideas o doctrinas. Sigue todos los cambios del pensamiento público y las necesidades de la competencia le obligan a ello, so pena de perder sus lectores. Los viejos órganos solemnes e influyentes de antaño, cuyos oráculos escuchaba piadosamente la generación anterior a la nuestra, han desaparecido o se han convertido en hojas informativas encuadradas en crónicas divertidas, chismes mundanos y reclamos financieros. ¿Qué diario sería hoy lo suficientemente rico como para permitir a sus redactores opiniones personales, y qué autoridad obtendrían tales opiniones entre lectores que no piden otra cosa que ser informados o divertidos y que tras toda recomendación entrevén siempre al especulador? La crítica ya no tiene ni incluso el poder de promocionar un libro o una pieza teatral. Puede dañar; pero no servir. Los diarios tienen tal conciencia de la inutilidad de toda opinión personal que, por lo general, han suprimido las críticas literarias, limitándose a indicar el título del libro con dos o tres líneas de reclamo, y dentro de veinte años seguramente sucederá lo mismo con la crítica teatral.

Espiar a la opinión se ha convertido hoy en la preocupación esencial de la prensa y de los gobiernos. Qué efecto producirá tal acontecimiento, tal proyecto legislativo, tal discurso: he aquí lo que es preciso saber, y ello no es fácil, ya que nada es más móvil y cambiante que el pensamiento de las masas. Se las ve acoger con anatemas aquello que habían aclamado la víspera.

Esta ausencia total de dirección de la opinión y, al mismo tiempo, la disolución de las creencias generales, han tenido como resultado final un completo desmenuzamiento de todas las convicciones y la creciente indiferencia de las masas, así como la de los individuos, por cuanto no afecta claramente a sus intereses inmediatos. Las doctrinas como el socialismo no reclutan defensores realmente convencidos más que en las capas iletradas de la población: obreros de las minas y las fábricas, por ejemplo. El pequeño burgués, el obrero ligeramente instruido, se han tornado demasiado escépticos.

Es notable la evolución que así ha tenido lugar desde hace treinta años. En la época precedente, poco alejada aún, las opiniones poseían todavía una orientación general; derivaban de la adopción de alguna creencia fundamental. El simple hecho de ser monárquico proporcionaba fatalmente, tanto en historia como en ciencias, determinadas ideas atrasadas, y el hecho de ser republicano confería conceptos completamente contrarios. Un monárquico sabía a ciencia cierta que el hombre no desciende del mono y un republicano sabía, no menos ciertamente, lo contrario. El monárquico hablaba de la revolución con horror y el republicano con veneración. Ciertos nombres como los de Robespierre y Marat tenían que ser pronunciados con expresión devota, y otros, como los de César, Augusto y Napoleón, no podían ser articulados sin invectivas. Hasta en nuestra Sorbona prevalecía este ingenuo modo de concebir la historia.

Hoy día toda opinión pierde su prestigio ante la discusión y el análisis; sus aspectos tienen poca vigencia y sobreviven pocas ideas capaces de apasionarnos. El hombre moderno está cada vez más invadido por la indiferencia.

Pero no deploremos demasiado esta pulverización general de las opiniones. No cabe duda de que se trata de un síntoma de decadencia en la vida de un pueblo. Los visionarios, los apóstoles, los líderes, los convencidos, en una palabra, poseen desde luego mucha más fuerza que los negadores, los críticos y los indiferentes; no olvidemos que, con la actual potencia de las masas, si una sola opinión pudiera adquirir el suficiente prestigio como para imponerse, quedaría muy pronto revestida de un poder tan tiránico que todo debería doblegarse inmediatamente ante ella. Quedaría entonces clausurada por mucho tiempo la era de la libre discusión. Las masas son a veces amos pacíficos, como lo eran en ocasiones Heliogábalo y Tiberio; pero también tienen caprichos furiosos. Una civilización presta a caer en sus manos se halla a merced de demasiados azares como para durar mucho. De haber algo que puede retardar un poco la hora del hundimiento, sería precisamente la extrema movilidad de las opiniones y la creciente indiferencia de las masas hacia todas las creencias generales.

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Notas:

23 Bárbaras, filosóficamente hablando. Pero en la práctica han creado una civilización completamente nueva y durante largos siglos han dejado entrever al hombre aquellos encantados paraísos del sueño y la esperanza que no conocerá jamás