Segunda división: Dialéctica transcendental contin.2

Segunda división: Dialéctica transcendental contin.2

sacadas de esa proposición no pueden contener más que un uso meramente transcendental del entendimiento, que excluye toda mezcla de experiencia y de cuyo progreso, según lo dicho más arriba, no podemos hacernos de antemano ningún concepto provechoso. Vamos pues a seguirlo por todos los predicamentos de la doctrina pura del alma, con ojo crítico126; pero, con objeto de abreviar, proseguiremos su examen en una conexión ininterrumpida. Ante todo, la siguiente observación general puede aguzar nuestra atención sobre esa especie de conclusión. No porque meramente pienso, conozco un objeto; para conocer un objeto necesito determinar una intuición dada, en relación con la unidad de la conciencia, en la que consiste todo pensamiento. Así pues, no me conozco a mí mismo por tener conciencia de mí mismo como pensante; me conozco cuando tengo conciencia de la intuición de mí mismo como determinada con respecto a la función del pensar. Los modos de la conciencia de uno mismo, en el pensar en sí, no son, por tanto, conceptos intelectuales de objetos (categorías), sino meras funciones lógicas, que no dan a conocer ningún objeto al pensamiento y, por ende, tampoco me dan a conocer a mí mismo como objeto. No la conciencia del yo determinante, sino la del yo determinable, es decir, de mi intuición interior (en cuanto lo múltiple de ella puede ser enlazado conforme a la condición general de la unidad de la apercepción en el pensar), es el objeto. 1º. En todos los juicios soy siempre el sujeto determinante de aquella relación que constituye el juicio. Pero la proposición siguiente: debe ser válido que yo, el que piensa, pueda ser considerado en el pensamiento siempre como sujeto y como algo que no se adhiere meramente al pensamiento, según hace el predicado, es una proposición apodíctica y aun idéntica. Pero no significa que yo, como objeto, sea un ser subsistente por mí mismo, es decir, substancia. Esto último va muy lejos y exige, por tanto, datos que no se hallan en el pensamiento, y acaso más (por cuanto sólo considero lo pensante como tal) de lo que hallaré nunca (en el ser pensante sólo como pensante). 2º. Que el yo de la apercepción, por consiguiente, es en todo pensamiento un singular, que no puede ser disuelto en una pluralidad de sujetos y, por tanto, señala un sujeto, lógico simple, es cosa implícita en el concepto del pensar y, por consiguiente, es una proposición analítica. Pero esto no significa que el yo pensante sea una substancia simple, lo cual sería una proposición sintética. El concepto de la substancia se refiere siempre a intuiciones que, en mí, no pueden ser más que sensibles y, por lo tanto, están totalmente fuera 126 A partir de aquí hasta la terminación del capítulo, pág. 308, la redacción de esta segunda edición difiere mucho de la de la primera. Esta última se encontrará en el apéndice nº. II. (N. del T.)

del campo del entendimiento y de su pensar; de éste, empero, propiamente se habla aquí tan sólo cuando se dice que el yo en el pensar es simple. Fuera maravilloso que lo que tanta precaución exige para distinguir, en lo expuesto por la intuición, lo que sea substancia y aún más si ésta puede ser simple (como en las partes de la materia), se dé aquí directamente, en la más pobre representación de todas, como, por decirlo así, por una revelación. 3º. La proposición que afirma la identidad de mí mismo, a pesar de toda multiplicidad, de que tengo conciencia, está precisamente también contenida en los conceptos mismos y, por lo tanto, es analítica. Pero esa identidad del sujeto, del que puedo tener conciencia en todas sus representaciones, no se refiere a la intuición del sujeto, por la cual es éste dado como objeto; no puede, por tanto, significar tampoco la identidad de su persona, entendiendo por ésta la conciencia de la identidad de su propia substancia, como ser pensante, en todo cambio de los estados, porque, para demostrarla, no bastaría el mero análisis de la proposición «yo pienso», sino que harían falta diferentes juicios sintéticos, fundados en la intuición dada. 4º. «Yo distingo mi propia existencia, como ser pensante, de las otras cosas fuera de mí (entre las cuales se halla mi cuerpo)». Ésta es también una proposición analítica; pues otras cosas son cosas que yo pienso como distintas de mí. Pero no sé por esto en modo alguno si esta conciencia de mí mismo es posible sin cosas fuera de mí por las cuales me son dadas representaciones y si yo puedo por tanto existir meramente como ser pensante (sin ser hombre). Así pues, el análisis de la conciencia de mí mismo, en el pensamiento en general, no nos permite adelantar nada en el conocimiento de mí mismo como objeto. La exposición lógica del pensamiento en general es tomada falsamente por una determinación metafísica del objeto. Un gran obstáculo, el único inclusive que vendría a estorbar toda nuestra crítica, sería que hubiera posibilidad de demostrar a priori que todos los seres pensantes son en sí substancias simples y, como tales (y ésta es una consecuencia de la misma demostración) llevan consigo indefectiblemente personalidad y tienen conciencia de su existencia separada de toda materia. Pues con ello habríamos dado un paso fuera del mundo de los sentidos, habríamos entrado en el campo de los noúmenos y, entonces, nadie nos disputaría la facultad de extendernos en ese campo, construir en él y tomar posesiones, según la buena estrella favoreciese a cada uno. Efectivamente, la proposición: «todo ser pensante, como tal, es substancia simple», es una proposición sintética a priori, primero, porque se extiende más que el concepto sobre que se funda y añade el modo de existencia al pensamiento en general; y segundo, porque agrega a ese concepto un predicado (la simplicidad) que no puede ser dado en ninguna experiencia. Pero entonces

las proposiciones sintéticas a priori no son solamente, como hemos sostenido, posibles y admisibles respecto a objetos de experiencia posible, como principios de la posibilidad de esta experiencia misma, sino que pueden referirse a las cosas en general y en sí mismas. Esta consecuencia, empero, pondría fin a toda esta crítica y permitiría atenerse a lo antiguo. Mas el peligro no es aquí tan grande, si atendemos detenidamente a la cosa. En el proceder de la psicología racional hay un paralogismo, que puede exponerse en el siguiente raciocinio: Lo que no puede ser pensado más que como sujeto, no existe tampoco más que como sujeto y es, por tanto, substancia. Es así que un ser pensante, considerado sólo como tal, no puede ser pensado más que como sujeto. Luego no existe más que como tal sujeto, es decir, como substancia. En la mayor se habla de un ser que puede ser pensado en general, en toda relación y, consiguientemente, también tal como en la intuición puede ser dado. En la menor, empero, se habla de ese mismo ser, en cuanto se considera a sí mismo como sujeto, sólo en relación al pensamiento y a la unidad de la conciencia, pero no al mismo tiempo en relación a la intuición, por la cual es dado como objeto al pensamiento. Por lo tanto, la conclusión es deducida per sophisma figurae dictionis, es decir, mediante un falso raciocinio127. Que esta reducción del famoso argumento a un paralogismo es del todo exacta, se ve claramente, si recuerda la observación general a la representación sistemática de los principios y la parte que trata de los noúmenos, en donde fue demostrado que el concepto de una cosa, que puede existir por sí misma como sujeto, pero no como mero predicado, no lleva consigo ninguna realidad objetiva, es decir, que no se puede saber si puede corresponderle algún objeto, ya que no se conoce la posibilidad de semejante modo de existir, y por consiguiente, que no proporciona absolutamente ningún conocimiento. Para que su concepto, bajo el nombre de substancia, señale un objeto que puede ser dado y llegue a un conocimiento, tiene que ponerse a su base una intuición permanente, como condición imprescindible 127 El pensamiento, en ambas premisas, es tomado en muy diferente significación; en la mayor, por cuanto se refiere a un objeto en general (por consiguiente por cuanto puede ser dado en la intuición); en la menor, empero, por cuanto consiste en la relación con la conciencia de sí mismo, en la cual no se piensa objeto alguno, sino que se representa la referencia a sí mismo como sujeto (como forma del pensamiento). En la mayor se habla de cosas que no pueden ser pensadas más que como sujetos; pero en la menor no se habla de cosas, sino del pensamiento (ya que se hace abstracción de todo objeto) en el cual el yo sirve siempre de sujeto de la conciencia. Por eso, en la conclusión, no puede deducirse: «yo no puedo existir más que como sujeto»; sino sólo: «yo no puedo, en el pensamiento de mi existencia, usarme más que como sujeto del juicio». Pero ésta es una proposición idéntica, que no me descubre absolutamente nada sobre el modo de mi existencia.

de la realidad objetiva de un concepto, o sea aquello por lo cual tan sólo es el objeto dado. Mas en la intuición interna no tenemos nada permanente, pues el yo es sólo la conciencia de mi pensar. Así pues, si permanecemos en el solo pensar, falta la necesaria condición para que nos apliquemos a nosotros mismos, como seres pensantes, el concepto de substancia, o sea el de un sujeto, existente por sí mismo; y la simplicidad de la substancia, unida con él, desaparece también con la realidad objetiva de ese concepto y se convierte en mera unidad lógica cualitativa de la conciencia de sí mismo, en el pensar en general, sea el sujeto compuesto o no. Refutación de la prueba de la permanencia del alma, dada por Mendelssohn Este agudo filósofo advirtió pronto que los argumentos que suelen darse para demostrar que el alma (supuesto que sea un ser simple) no puede cesar de existir por descomposición, no son suficientes para el propósito de asegurarle la necesaria duración, puesto que podría admitirse que la existencia del alma cesa por extinción. En su Fedon trata de librar al alma de esa extinción, que sería un verdadero aniquilamiento, confiando en demostrar que un ser simple no puede cesar de ser, pues como no puede ser disminuido y por lo tanto perder poco a poco algo de su existencia, convirtiéndose paulatinamente en nada (ya que no tiene partes, ni por ende pluralidad) resulta que, entre un momento en que existe y el otro momento en que ya no existe, no habría tiempo alguno, lo cual es imposible. -Pero no pensó que, aun admitiendo esa naturaleza simple del alma, por la cual ésta no contiene multiplicidad de partes unas fuera de otras ni, por tanto magnitud extensiva, sin embargo no se le puede negar, como a ninguna cosa existente, magnitud intensiva, es decir, un grado de realidad respecto de todas sus facultades y aun en general de todo aquello que constituye la existencia. Este grado de realidad puede disminuir, pasando por infinitos grados más pequeños y así la supuesta substancia (la cosa, cuya permanencia por lo demás no está asegurada) puede convertirse en nada, no ciertamente por descomposición, pero sí por paulatino abandono (remissio) de sus fuerzas (y por lo tanto por languidez, si me es permitido usar esta expresión). Pues la

conciencia misma, tiene siempre un grado, que siempre puede disminuir128 y, por consiguiente también la facultad de tener conciencia de sí mismo y así todas las demás facultades-. Así pues, la permanencia del alma, como mero objeto del sentido interior, sigue sin ser demostrada y es indemostrable, aun cuando su permanencia en la vida, en donde el ser pensante (como hombre) es para sí mismo al mismo tiempo un objeto de los sentidos exteriores, resulta clara por sí; pero con esto no se satisface el psicólogo racional, que acomete la empresa de demostrar por meros conceptos la absoluta permanencia del alma, incluso después de la vida129. 128 La claridad no es, como dicen los lógicos, la conciencia de una representación; pues un cierto grado de conciencia, aunque no alcance, sin embargo, al recuerdo, debe encontrarse en muchas representaciones obscuras, porque sin conciencia alguna no haríamos distinción en el enlace de las representaciones obscuras, cosa que podemos hacer, sin embargo, en las notas de muchos conceptos (como los de derecho y equidad) y que el músico hace cuando reúne a la vez muchos sonidos en la fantasía. Una representación es clara cuando la conciencia en ella llega a tener conciencia de la diferencia entre ella y otras. Si la conciencia llega a distinguir, pero no a tener conciencia de la distinción, hay que llamar la representación aún obscura. Así pues, hay infinitos grados en la conciencia, hasta su extinción. 129 Aquellos que, para iniciar una nueva posibilidad, creen haber hecho lo suficiente, asegurando que no se les puede señalar contradicción alguna en sus suposiciones (como son todos aquellos que creen conocer la posibilidad del pensar, aún después de cesada la vida, siendo así que sólo en las intuiciones empíricas en la vida humana hallan ejemplos del pensamiento) pueden quedar sumidos en gran perplejidad por virtud de otras posibilidades no más aventuradas. Así, por ejemplo, la posibilidad de dividir una substancia simple en varias substancias y, recíprocamente, la conjunción (coalición) de varias en una simple. Pues si bien la divisibilidad supone un compuesto, no exige, sin embargo, necesariamente, que sea compuesto de substancias, sino sólo de grados (de las diversas facultades) de una y la misma substancia. Así como podemos pensar todas las fuerzas y facultades del alma, incluso las de la conciencia, como disminuidas hasta la mitad, de suerte que, sin embargo, quede substancia, de igual modo podemos representarnos sin contradicción como conservada la mitad extinta, aunque no en ella, sino fuera de ella; sólo que si allí todo lo que es real en el alma y por ende tiene un grado, la existencia, pues, toda de alma, sin faltarle nada, ha sido reducida a la mitad, aquí, fuera de ella, se habría originado una substancia particular. Pues la pluralidad, que ha sido dividida, existía ya antes; pero no como pluralidad de substancias, sino de toda realidad como quantum de la existencia en ella, y la unidad de la substancia era sólo un modo de existir que sólo por esa división quedó transformado en una pluralidad de subsistencia. Así podrían, a su vez, varias substancias simples congregarse en una, sin que nada se perdiera, sino la pluralidad de subsistencia, conteniendo una el grado de realidad de todas las demás juntas. Y acaso las substancias simples, que nos dan el fenómeno de una materia, podrían (desde luego no por influjo mecánico o químico de unas sobre otras, pero sí por un influjo desconocido de nosotros, del cual el primero sería sólo el fenómeno), por medio de una división dinámica semejante de las almas de los padres, como magnitudes intensivas, producir las almas de los hijos, recobrando aquellas su pérdida por coalición, con nuevo material de la misma especie. Lejos de mí el intento de dar a estas fantasmagorías la menor validez; los anteriores principios de la analítica nos han enseñado de sobra a no hacer de las categorías (como la de substancia) más que un uso de experiencia. Pero si el racionalista es bastante audaz para hacer de la mera facultad de pensar (sin ninguna intuición permanente por la cual fuera dado un objeto) un ser subsistente por sí, sólo porque la unidad de la apercepción en el pensar no le permite explicación alguna por composición,

Si ahora tomamos nuestras proposiciones anteriores en conexión sintética – y así, como valederas para todos los seres pensantes, deben ser tomadas en el sistema de la psicología racional-; si partiendo de la categoría de relación, con la proposición: «todos los seres pensantes son, como tales, substancias», recorremos hacia atrás la serie de las categorías, hasta cerrar el círculo, tropezamos por último con la existencia de las substancias, de cuya existencia no sólo tienen aquellas proposiciones conciencia en este sistema, independientemente de cosas exteriores, sino que (con respecto a la permanencia que pertenece necesariamente al carácter de la substancia) pueden determinarla por sí mismas. De aquí se sigue, empero, que el idealismo es inevitable en ese mismo sistema racionalista, por lo menos el problemático; y si la existencia de cosas exteriores no es exigible para la determinación de la de uno mismo en el tiempo, aquella existencia es admitida inútilmente, sin poderse dar nunca prueba de ella. Si seguimos en cambio el proceder analítico, en donde el «yo pienso», como proposición que encierra ya en sí una existencia, está como dado y por tanto la modalidad sirve de base, y lo analizamos para conocer su contenido, para conocer si y cómo solamente por eso ese yo determina su existencia en el tiempo o en el espacio, entonces las proposiciones de la doctrina racional del alma comenzarían no por el concepto de un ser pensante en general, sino por una realidad; y, del modo como esta realidad es pensada, después de separado cuanto en ella es empírico, se deduciría lo que conviene a un ser pensante en general. Así lo muestra la tabla siguiente: 1º. Yo pienso. 2º. Como sujeto. 3º. Como sujeto simple. 4º. Como sujeto idéntico, en todo estado de mi pensamiento. ¿no sería mejor que confesase que no sabe explicar la posibilidad de una naturaleza pensante? Y si eso hace el racionalista ¿por qué el materialista, aun cuando para sus posibilidades no puede tampoco apoyarse en la experiencia, no ha de tener derecho a igual audacia y a hacer un uso opuesto de su principio, conservando la unidad formal de la experiencia?

Mas aquí, en la segunda proposición, no se determina si yo puedo existir y ser pensado como sujeto y no también como predicado de otro; de donde resulta que el concepto de un sujeto es tomado aquí solo lógicamente y queda sin determinar si debe entenderse por ello substancia o no. Pero en la tercera proposición, la unidad absoluta de la apercepción, el yo simple en la representación, al cual se refiere todo enlace o toda separación que constituye el pensar, adquiere importancia por sí, aun cuando nada he decidido aún acerca de la constitución del sujeto o su subsistencia. La apercepción es algo real y su simplicidad reside ya en su posibilidad. Ahora bien, en el espacio no hay nada real que sea simple; pues los puntos (que constituyen lo único simple en el espacio) son sólo límites, pero no algo que sirva para constituir, como parte, el espacio. Así se sigue de aquí la imposibilidad de una definición de mi constitución (como mero sujeto pensante) sacada de los fundamentos del materialismo. Pero como mi existencia, en la primera proposición, es considerada como dada, puesto que no dice: «todo ser pensante existe» (lo cual significaría necesidad absoluta y por tanto diría demasiado), sino sólo: «existo pensando», resulta que es empírica y contiene la determinabilidad de mi existencia con respecto a mis representaciones en el tiempo. Pero como a su vez para esto necesito algo permanente, lo cual, en cuanto me pienso a mí mismo, no me es dado en la intuición interna, resulta que el modo como yo existo, si como substancia o como accidente, no puede ser determinado mediante esa simple conciencia de mí mismo. Así pues, si el materialismo no conviene como modo de explicación de mi existencia, el espiritualismo es de la misma manera insuficiente y la conclusión es que de ninguna manera, sea cual fuere, podemos conocer cosa alguna de la constitución de nuestra alma, que se refiera a la posibilidad de su existencia en general separada. Y ¿cómo iba a ser posible pasar por encima de la experiencia, mediante la unidad de la conciencia, que nosotros no conocemos más que porque la necesitamos imprescindiblemente para la posibilidad de la experiencia? ¿Cómo iba a ser posible extender nuestro conocimiento a la naturaleza de todos los seres pensantes en general, por medio de la proposición empírica: «yo pienso», proposición indeterminada con respecto a toda especie de intuición? No hay, pues, psicología racional como doctrina, que nos proporcione un aumento del conocimiento de nosotros mismos. Solo existe como disciplina, que pone a la razón especulativa en este campo límites infranqueables; por una parte, para no echarse en brazos del materialismo sin alma, y, por otra

parte, para no perderse fantaseando en el espiritualismo, sin fundamento para nosotros en la vida. Más bien nos recuerda que debemos considerar esa negativa de nuestra razón a dar respuesta satisfactoria a las curiosas preguntas acerca de lo que sucede allende esta vida, como una advertencia de la misma, para que, apartándonos de la estéril especulación transcendente acerca de nuestro propio conocimiento, nos apliquemos al uso práctico lleno de riquezas; éste, aun cuando siempre está dirigido a objetos de la experiencia, toma sin embargo sus principios de algo más alto y determina la conducta como si nuestro destino sobrepujase infinitamente la experiencia y por lo tanto la vida. Por todo esto se ve que la psicología racional debe su origen a un simple malentendido. La unidad de la conciencia, que está a la base de las categorías, es tomada aquí, por la intuición del sujeto, como objeto, y la categoría de la substancia le es aplicada. Es empero sólo la unidad en el pensar; por ella sola ningún objeto es dado y la categoría de la substancia no puede por tanto serle aplicada, porque esta siempre supone la intuición dada; ese sujeto por ende no puede ser conocido. El sujeto de las categorías no puede, por el hecho de pensarlas, recibir de sí mismo, como objeto de las categorías, un concepto; pues para pensar éste, tendría que poner como base la conciencia pura de sí mismo, que es precisamente lo que ha debido ser definido. Asimismo el sujeto, en el cual tiene su fundamento originariamente la representación del tiempo, no puede por ella determinar su propia existencia en el tiempo y, si esto último no puede ser, tampoco puede tener lugar lo primero, como determinación de sí mismo (en cuanto ser pensante en general) mediante categorías130. 130 130. El «yo pienso» es, como se ha dicho, una proposición empírica y contiene en sí la proposición «yo existo». Mas no puedo decir: «todo lo que piensa existe», pues la propiedad del pensar haría entonces de todos cuantos seres la posean, seres necesarios. Por eso mi existencia no puede considerarse como deducida de la proposición: «yo pienso», como creía Descartes (pues en ese caso tendría que precederle la proposición: «todo lo que piensa existe»), sino que es idéntica con ella. Expresa una intuición empírica indeterminada, es decir, una percepción (y demuestra, por tanto, sin embargo, que ya la sensación, perteneciente por consiguiente a la sensibilidad, está a la base de esa proposición existencial) pero precede a la experiencia, que debe determinar el objeto de la percepción, mediante la categoría, con respecto al tiempo, y la existencia no es aquí todavía categoría alguna, puesto que no tiene referencia a un objeto dado indeterminadamente, sino sólo a un objeto del cual se tiene un concepto, y se quiere saber si fuera de ese concepto es o no puesto ese objeto. Una percepción indeterminada significa aquí solamente algo real, que ha sido dado para el pensamiento en general, no pues como fenómeno ni tampoco como cosa en sí misma (noúmeno) sino como algo que existe en realidad y es señalado como tal en la proposición: «yo pienso». Pues hay que advertir que si he llamado a la proposición: «yo pienso», proposición empírica, no quiero decir por ello que el yo, en esa proposición, sea representación empírica; más bien es ésta puramente intelectual, porque pertenece al pensar en general. Pero sin ninguna representación

Así desaparece un conocimiento buscado allende los límites de la experiencia posible y, sin embargo, perteneciente a lo que más interesa a la humanidad. Es una esperanza fallida, si queremos deberla a la filosofía especulativa. En esto, sin embargo, la severidad de la crítica, al mostrar la imposibilidad de decir nada dogmáticamente acerca de un objeto de la experiencia, más allá de los límites de la experiencia, hace a la razón en ese su interés, un servicio no pequeño, poniéndola también a cubierto de todas las posibles afirmaciones de lo contrario. Esto no puede hacerse más que o bien demostrando apodícticamente una proposición, o bien, si esto no se hace con éxito, buscando las fuentes de tal incapacidad, las cuales, si se hallan en las necesarias limitaciones de nuestra razón, deben someter a todo enemigo a esas mismas leyes, que se oponen a todas las pretensiones de afirmación dogmática. Sin embargo, no se ha perdido lo más mínimo para el derecho y aun la necesidad de admitir una vida futura, según principios del uso práctico de la razón, enlazado en esto con el especulativo; porque la mera prueba especulativa no ha podido ciertamente tener nunca en la razón común humana influjo alguno. Está hecha de tales sutilezas que la escuela misma no ha podido conservarla tanto tiempo, si no es haciéndole, como a los trompos, dar vueltas alrededor de sí misma; a los ojos de la escuela misma no proporciona esa prueba ningún fundamento permanente, sobre el cual pueda construirse algo. Las pruebas, que para el mundo son utilizables, conservan aquí todas su valor, sin disminución alguna; más bien diríamos que, al rechazar esas pretensiones dogmáticas, ganan en claridad y convicción sincera, ya que sitúan la razón en su peculiar dominio, que es la ordenación de los fines, la cual sin embargo, es al mismo tiempo ordenación de la naturaleza; la razón entonces, al mismo tiempo como facultad práctica en sí misma, sin estar limitada por las condiciones de la ordenación de la naturaleza, se ve autorizada a extender la ordenación de los fines y, con ella, nuestra propia existencia, más allá de los límites de la experiencia y de la vida. A juzgar por la analogía con la naturaleza de los seres vivos en este mundo -para los cuales la razón necesariamente tiene que admitir, como principio, que no hay ningún órgano, ninguna facultad, ningún impulso, nada en suma prescindible o desproporcionado a su uso y por tanto desprovisto de fin, sino que todo es exactamente conforme a su destino en la vida- debería el hombre, que es el único que puede tener en si el fin último de empírica, que dé el material para el pensar, no tendría lugar el acto: «Yo pienso», y lo empírico es sólo la condición de la aplicación o uso de la facultad intelectual pura.