Seminario 1: Clase 15, El núcleo de la represión, 19 de Mayo de 1954

Nombrar el deseo. La Prägung del trauma. El olvido del olvido. El sujeto en la ciencia. El superyó, enunciado discordante.

A medida que avanzamos este año, que precisamente empieza a cobrar forma de año cuando se inicia la cuesta de su ocaso, resulta satisfactorio para mí, recibir el testimonio, por las preguntas que me han formulado, que algunos de ustedes empiezan a comprender que a través de lo que estoy enseñando se pone en juego la totalidad del psicoanálisis, el sentido mismo de la acción de ustedes. Aquellos de quienes hablo son los que han comprendido que sólo a partir del sentido del análisis puede enunciarse una regla técnica.

En lo que, poco a poco, voy deletreando ante ustedes, no todo está aún suficientemente claro. Sin embargo, no duden ustedes de que se trata aquí nada menos que de una toma de posición fundamental sobre la naturaleza del psicoanálisis, que animará la futura práctica de ustedes, ya que transforma la comprensión que tienen del lugar existencial de la experiencia analítica y de sus fines.

1)
La vez pasada, intenté representar ese proceso que se hace intervenir siempre en forma enigmática en el análisis y que, en inglés, se llama working-through. Se traduce, difícilmente, en francés, por elaboración o trabajo. Esta dimensión, misteriosa en una primera aproximación, es la que hace que con el paciente nos sea preciso cent fois sur le métier remettre notre ouvrage; cien veces retornar nuestra labor, para que puedan realizarse ciertos progresos, ciertos saltos subjetivos.

En el movimiento de molino expresado por estas dos flechas, de O a O’ y de O’ a O, en ese juego de vaivén, se encarna el espejeo del más acá al más allá del espejo por donde pasa la imagen del sujeto. En el transcurso del análisis se trata del completamiento de esa imagen. Al mismo tiempo, el sujeto reintegra su deseo. Cada vez que se da un nuevo paso en el completamiento de esta imagen, el sujeto ve cómo surge en sí mismo su deseo en forma de una tensión particularmente aguda. Este movimiento no se detiene en una única revolución. Existen todas las revoluciones necesarias para que las diferentes fases de la identificación imaginaria, narcisista, especular-estas tres palabras son equivalentes en el modo de representar las cosas en la teoría-proporcionen una imagen bien lograda.

Esto no agota el fenómeno, puesto que nada puede concebirse sin la intervención de ese tercer elemento que introduje la vez pasada: la palabra del sujeto.

En ese momento, el deseo es sentido por el sujeto, y no puede sentirlo sin contar con la conjunción de la palabra. Este es un momento de pura angustia, y nada más. El deseo emerge en una confrontación con la imagen. Cuando esta imagen que había sido des-completada, se completa, cuando surge la faceta imaginaria que no estaba integrada, que estaba suprimida, reprimida, entonces aparece la angustia. Este es el punto fecundo.

Algunos autores han querido precisar este punto. Strachey intentó cernir lo que él llama interpretación de transferencia, más exactamente interpretación mutativa. Consulten el tomo XV del International Journal of psycho-analysis del año 1934, los números 2 y 3. Allí señala que, en efecto, la interpretación puede adquirir un valor de progreso sólo en un momento preciso del análisis. Las ocasiones no son frecuentes, y no pueden captarse únicamente por aproximación. No es en torno, ni alrededor, ni antes, ni después, sino en el momento preciso en que lo que está por despuntar en lo imaginario está a la vez presente en la relación verbal con el analista, cuando la interpretación debe hacerse a fin de que pueda ejercer su valor decisivo, su función mutativa.

¿Qué significa esto? Que se trata del momento en que lo imaginario y lo real de la situación analítica se confunden entre sí. Es lo que estoy explicándoles. El deseo del sujeto está allí, en la situación, a la vez presente e inexpresable. Según Strachey, la intervención del analista debe limitarse a nombrarlo. Es el único punto en el cual la palabra del analista debe añadirse a la que el paciente fomenta en el discurrir de su largo monólogo, molino de palabras, metáfora harto bien justificada por el movimiento de las flechas en el esquema.

Para ilustrar este punto, recordé la última vez la función de las interpretaciones de Freud en el caso de Dora, su inadecuación y el bloqueo resultante, el muro mental. No era más que un primer tiempo del descubrimiento de Freud. Hay que seguirlo más adelante. ¿Asistieron algunos, hace dos años a mi comentario sobre El hombre de los lobos?… No muchos. Me gustaría que uno de los asistentes-¿ quizás el padre Beirnaert?-se entretenga leyendo este texto de Freud. Verán ustedes hasta qué punto es explicativo el esquema que ofrezco.

El hombre de los lobos es lo que hoy llamaríamos una neurosis de carácter, o también una neurosis narcisista. Esta neurosis ofrece como tal gran resistencia al tratamiento. Freud eligió, deliberadamente, presentarnos sólo una parte. En efecto, la neurosis infantil- título del Hombre de los lobos en la edición alemana- le era en aquel entonces muy útil para plantear algunos problemas de su teoría respecto a la función del traumatismo.

Estamos en 1913, en el corazón, pues, del período de los años 1910-1920, que constituye este año el tema de nuestros comentarios.

El Hombre de los lobos es indispensable para comprender lo que Freud elabora en esta época, vale decir, la teoría del traumatismo, en aquel entonces sacudida por los obstinados comentarios de Jung. Se encuentra en esta observación muchas cosas que Freud no plantea en ningún otro lugar, sobre todo en sus escritos puramente teóricos, encontramos allí complementos esenciales a su teoría de la represión.

Ante todo, les recordaré que la represión, en el caso del hombre de los lobos, está ligada a una experiencia traumática: el espectáculo de la copulación entre los padres en posición a tergo. El paciente nunca pudo evocar directamente esta escena, rememorarla, ella es reconstruida por Freud. La posición copulatoria sólo pudo ser restituida a partir de sus consecuencias traumáticas en el comportamiento actual del sujeto.

Son éstas, ciertamente, pacientes reconstrucciónes históricas, realmente sorprendentes. Freud procede aquí como se procede con monumentos, con documentos archivados, siguiendo la vía de la crítica y de la exégesis de textos. Si un elemento aparece en algún punto en forma elaborada, con toda seguridad que el punto en el cual aparece menos elaborado es anterior. Freud consigue así situar la fecha de la mencionada copulación, la sitúa sin equívoco, con absoluto rigor, en una fecha definida por n + 1/2 año. Ahora bien, n no puede ser superior a 1, porque la cosa no puede haberse producido a los 2 años y medio debido a ciertas razones relaciónadas con las consecuencias de esta espectacular revelación sobre el joven sujeto, que forzosamente debemos admitir. No puede excluirse que haya ocurrido a los 6 meses, pero Freud descarta esa fecha porque, en el punto en que se halla, le parece un poco violento dejar de hacerlo. De paso quisiera señalar que Freud no excluye que haya, en efecto, ocurrido a los 6 meses. A decir verdad, yo tampoco lo excluyo. Incluso debo confesar que más bien me inclino a pensar que es ésta, y no el año y medio, la fecha correcta. Quizás más adelante les diga por qué pienso así.

Volvamos a lo esencial. El valor traumático de la efracción imaginaria producida por ese espectáculo no debe, en modo alguno localizarse justo después del acontecimiento. Para el sujeto, la escena cobra valor traumático entre los 3 años y 3 meses y los 4 años. Tenemos la fecha precisa pues el sujeto nació, coincidencia por otra parte decisiva en su historia, el día de Navidad. El sueño de angustia, eje de esta observación, aparece por primera vez mientras el sujeto está esperando los acontecimientos de Navidad, fiesta acompañada siempre para él, como para todos los niños, de regalos que provienen supuestamente de un ser que desciende.

Este sueño de angustia es la primera manifestación del valor traumático de lo que he llamado, hace un instante, la efracción imaginaria. Se trata, tomando prestado un término de la teoría de los instintos tal como está elaborada actualmente, ciertamente de modo más logrado que en la época de Freud, en particular respecto a los pájaros, de una Prägung -este término tiene resonancias de acuñación, acuñación de una moneda- la Prägung del acontecimiento traumático.

Esta Prägung -Freud lo explica claramente-se sitúa primero en un inconsciente no reprimido; precisaremos más adelante esta expresión que sólo es aproximativa. Digamos que la Prägung no fue integrada al sistema verbalizado del sujeto, que ni siquiera alcanzó la verbalización, ni siquiera, podemos decirlo, alcanzó la significación. Esta Prägung estrictamente limitada al dominio de lo imaginario, resurge a medida que el sujeto avanza en un mundo simbólico cada vez más organizado. Esto es lo que Freud explica al relatarnos toda la historia del sujeto, tal como ella se deduce entonces de sus declaraciones, entre el momento originario x y esa edad de 4 años, fecha en la que Freud localiza la represión.

La represión sólo se produce en la medida en que los acontecimientos de los primeros años del sujeto fueron, históricamente, suficientemente agitados. No puedo contarles toda la historia- su seducción por su hermana mayor, más viril que él, objeto también de rivalidad e identificación- su retroceso y su rechazo ante esta seducción frente a la cual el sujeto carece, a esta edad precoz, de mecanismos y elementos; su intento posterior de acercarse a la nurse y seducirla activamente, la famosa Nania, seducción normativamente dirigida en el sentido de una evolución genital primaria edípica, pero ya falseada por la primera seducción cautivante de la hermana. El sujeto es empujado, desde el terreno en el cual penetra, hacia posiciones sadomasoquistas, cuyo registro y cuyos elementos nos proporciona Freud.

Señalaré ahora dos puntos de referencia.

En primer lugar, todas las salidas- las salidas más favorables- pueden esperarse a partir de la introducción del sujeto en la dialéctica simbólica. El mundo simbólico no cesará, por otra parte, de ejercer su atracción directiva en el transcurso del desarrollo de este sujeto puesto que, como ustedes saben, más tarde habrá momentos de soluciones felices, pues intervendrán en su vida elementos enseñantes en el sentido propio de la palabra. Toda la dialéctica de la rivalidad con el padre, pasivizante para él, se relajará en determinado momento gracias a la intervención de personajes dotados de prestigio, tal o cual profesor, o aún antes, por la introducción del registro religioso. Freud nos muestra, pues, lo siguiente: el sujeto se realiza en la medida en que el drama subjetivo es integrado en un mito que tiene valor humano extenso, incluso universal.

Por otra parte, ¿qué ocurre durante este período, entre los 3 años y 6 meses y los cuatro años? Ocurre, justamente, que el sujeto aprende a integrar los acontecimientos de su vida en una ley, en un campo de significaciónes simbólicas, en un campo humano universalizarte de significaciónes. Es por ello, al menos en esta fecha, que esta neurosis infantil es exactamente lo mismo que un psicoanálisis. Desempeña el mismo papel que un psicoanálisis, es decir realiza la reintegración del pasado y pone en funcionamiento el juego de los símbolos, la Prägung misma que, allí, sólo es alcanzada en el límite, por un juego retroactivo, nachträglich, escribe Freud.

Es en la medida en que, por el juego de los acontecimientos, ella es integrada en forma de símbolo, en historia, que la acuñación está casi a punto de surgir. Cuando surge efectivamente, exactamente dos años y medio después de haber intervenido en la vida del sujeto- y quizás en función de lo que les dije antes, tres años y medio después- ella adquiere en el plano imaginario su valor de trauma, dada la forma especialmente conmovedora de la primera integración simbólica para el sujeto.

El trauma, en tanto que cumple una acción represora, interviene a posteriori, nachträglich. En ese momento, algo se desprende del sujeto en el mundo simbólico mismo que está integrando. A partir de entonces esto ya no será algo del sujeto. El sujeto ya no hablará más de ello, ya no lo integrará. No obstante, esto permanece ahí, en alguna parte, hablado, si podemos decirlo así, a través de algo que el sujeto no domina. Será el primer núcleo de lo que luego habrán de llamarse sus síntomas.

En otros términos, entre este momento del análisis que he descrito, y el momento intermedio, entre la acuñación simbólica y la represión simbólica, no hay ninguna diferencia esencial.

Sólo hay una diferencia que, en ese momento, nadie está presente para darle la palabra. Una vez constituido su primer núcleo, la represión comienza. Hay ahora un punto central alrededor del cual podrán luego organizarse los síntomas, las sucesivas represiones y, al mismo tiempo- ya que la represión y el retorno de lo reprimido son lo mismo -, el retorno de lo reprimido.

2)
¿No les asombra que el retorno de lo reprimido y la represión sean lo mismo?

DR. X: ¡Ya nada me asombra!

Hay gente a quien esto asombra. Aunque X diga que nada le asombra.

O. MANNONI: Con ello se elimina la idea, formulada a veces, de una represión lograda.

No, no se la elimina. Para explicarlo, habría que entrar en toda la dialéctica del olvido. Toda integración simbólica lograda implica algo así como un olvido normal. Pero ello nos alejaría demasiado de la dialéctica freudiana.

O. MANNONI: ¿Un olvido, entonces, sin retorno de lo reprimido?

Si, sin retorno de lo reprimido. La integración en la historia implica evidentemente el olvido de todo un universo de sombras que no llegan a la existencia simbólica. Y si esta existencia simbólica es lograda y plenamente asumida por el sujeto, no deja ningún peso detrás suyo. Sería entonces preciso hacer intervenir nociones heideggerianas. Toda entrada del ser en su morada de palabras supone un margen de olvido, un complementario de toda

SR. HYPPOLITE: En la formulación de Mannoni no entiendo el término lograda.

Es una expresión de terapeuta. La represión lograda es esencial.

SR. HYPPOLITE: Lograda bien podría querer decir el olvido más fundamental.

Es precisamente de lo que hablo.

SR. HYPPOLITE: Entonces lograda quiere decir, en cierto sentido, lo más fallado. Para que el ser se integre, es preciso que el hombre olvide lo esencial. Este logro es algo fallado. Heidegger no aceptaría el término lograda. Lograda sólo puede decirse desde el punto de vista del terapeuta.

Es un punto de vista de terapeuta. No obstante, ese margen de error que hay en toda realización del ser está siempre, parecería, reservado por Heidegger a un lhqh fundamental, sombra de la verdad.

SR. HYPPOLITE: El logro del terapeuta es, para Heidegger, lo peor que hay. Es el olvido del olvido. La autenticidad heideggeriana consiste en no caer en el olvido del olvido.

Sí, porque Heidegger ha hecho de ese remonte a las fuentes del ser una especie de ley filosófica.

Volvamos a la pregunta. ¿En qué medida un olvido del olvido puede ser algo logrado? ¿En qué medida debe todo análisis desembocar en ese remonte en el ser? ¿O bien en cierto distanciamiento del ser, tomado por el sujeto en relación a su propio destino? Puesto que siempre atrapo al vuelo la pelota, voy a adelantarme un poco a las preguntas que podrían ser formuladas. ¿Si el sujeto parte del punto 0, punto de confusión y de inocencia, hacia dónde habrá de dirigirse la dialéctica de la reintegración simbólica del deseo? ¿Basta simplemente que el sujeto nombre sus deseos, tenga permiso para nombrarlos, para que termine el análisis? Esta es la pregunta que tal vez formularé al final de esta sesión. Verá también cómo no me voy a quedar ahí.

¿Al fin, totalmente al fin del análisis, después de haber recorrido ciertos circuitos y efectuado la reintegración completa de su historia, estará todavía en O el sujeto? ¿O más bien, un poco más por aquí, cerca de A? En otros términos: ¿queda algo de ese sujeto a nivel de ese punto de adherencia que llamamos su ego? El ego del sujeto, estructura interna que podría perfecciónarse mediante el ejercicio, al que se toma como dato, ¿es acaso lo único con lo cual el análisis tiene que ver?

Es siguiendo este camino que alguien como Balint, y también toda una corriente del análisis, llega a pensar que el ego o bien es fuerte o bien es débil. Y, si es débil, la lógica interna de su posición los conduce a pensar que es necesario reforzarlo. A partir del momento en que se considera que el ego es el simple ejercicio que el sujeto hace del dominio de sí mismo, desde el ángulo de la jerarquía de las funciones nerviosas, nos internamos directamente en la senda donde se trata de enseñarle a ser fuerte. De allí surge la concepción de una educación mediante el ejercicio, de un learning, incluso como lo escribe alguien tan lúcido como Balint, de una performance.

A propósito del reforzamiento del ego en el transcurso del análisis, Balint llega ni más ni menos que a señalar hasta qué punto el yo es perfectible. Hace apenas unos años, dice, lo que en determinado ejercicio o deporte era considerado como el récord mundial, es ahora apenas suficiente para calificar a un atleta medio. Así, pues, cuando el yo humano se pone a competir consigo mismo logra resultados cada vez más extraordinarios. Por lo cual, debe deducirse- no tenemos prueba de ello, y con razón- que un ejercicio como el análisis podría estructurar el yo, introducir en sus funciones un aprendizaje que lo reforzaría y lo volvería capaz de tolerar mayor cantidad de excitación.

¿En qué podría servir el análisis- juego verbal- para obtener algo, sea lo que fuere, en este tipo de aprendizaje?

El hecho fundamental que nos aporta el análisis, y que estoy enseñándoles, es que el ego es una función imaginaria. Si estamos ciegos ante este hecho caemos en esa vía en la que todo el análisis, o casi todo, se interna hoy de un sólo paso.

El ego es una función imaginaria que no se confunde con el sujeto. ¿A qué llamamos un sujeto? Precisamente a lo que, en el desarrollo de la objetivación, está fuera del objeto.

Puede afirmarse que el ideal de la ciencia consiste en reducir el objeto a algo que pueda clausurarse y delimitarse en un sistema de interacciónes de fuerzas. El objeto como tal, a fin de cuentas, sólo lo es para la ciencia. Nunca hay más que un sólo sujeto: el sabio que mira el conjunto, y que espera un día poder reducir todo a un determinado juego de símbolos que englobe todas las interacciónes entre los diversos objetos. Pero, cuando se trata de seres organizados, entonces el sabio debe suponer siempre que ahí hay acción. Puede considerarse, ciertamente, que un ser organizado es un objeto, pero mientras se le adjudique el valor de un organismo, se conserva aunque sólo sea implícitamente, la idea de que es un sujeto.

Por ejemplo, durante el análisis de un comportamiento instintivo se puede descuidar, durante cierto tiempo, la posición subjetiva. Pero, cuando se trata del sujeto que habla, esta posición no puede ser descartada en absoluto. Al sujeto que habla es preciso admitirlo como un sujeto. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que es capaz de mentir. Vale decir que es distinto de lo que dice.

Freud nos descubre, en el inconsciente, esta dimensión del sujeto que habla, del sujeto que habla en tanto que engañador.

En la ciencia, el sujeto es mantenido únicamente en el plano de la conciencia, puesto que la x sujeto en la ciencia es en el fondo el sabio. El que posee el sistema de la ciencia es quien mantiene la dimensión del sujeto. Es el sujeto en tanto que reflejo, espejo, soporte del mundo objetal. Freud, por el contrario, nos muestra que en el sujeto humano hay algo que habla, que habla en el pleno sentido de la palabra, es decir algo que miente, con conocimiento de causa, y fuera del aporte de la conciencia. Esto- en el sentido evidente, impuesto, experimental del término- es reintegrar la dimensión del sujeto.

Al mismo tiempo, esta dimensión ya no se confunde con el ego. El yo es destituido de su posición absoluta en el sujeto. El yo adquiere el estatuto de espejismo; como el resto de las cosas, no es sino un elemento más de las relaciones objetares del sujeto.

¿Me siguen ?

Por eso he destacado de paso lo que dijo Mannoni. En efecto, plantea el problema de saber si, en análisis, sólo se trata de ampliar las objetivaciones correlativas al ego considerado como un centro ya dado, pero reducido en mayor o menor grado, como se expresa Anna Freud. Cuando Freud escribe Allí donde el ello estaba, allí el ego debe estar, ¿es preciso acaso comprender que se trata de ampliar el campo de la conciencia? ¿No se trata más bien de un desplazamiento? Allí donde el ello estaba, no crean que está allí. Está en muchos lugares. Por ejemplo, en mi esquema el sujeto mira el juego del espejo en A. Identifiquemos, por un instante, el ello con el sujeto. ¿Debe comprenderse que allí donde el ello estaba, en A, debe estar el ego? ¿Que el ego debe desplazarse hacia A y que, al final de los finales de un análisis ideal, no debe estar de ningún modo allí?

Puede pensarse así, puesto que todo lo que era del ego debe ser realizado en lo que el sujeto reconoce de sí mismo. En todo caso es éste el problema que introduzco. Espero que sea suficiente como para indicarles la dirección que sigo. No hemos agotado el problema.

Sea como fuere, en el punto al que he llegado con el comentario del Hombre de los lobos, pienso que perciben la utilidad del esquema. Unifica, conforme a la mejor tradición analítica, la formación originaria del síntoma, la significación propia de la represión, con lo que sucede en el movimiento analítico considerado como proceso dialéctico, al menos en sus comienzos.

Después de este simple esbozo, dejaré al Reverendo Padre Beirnaert la tarea de tomarse el tiempo necesario para volver a leer el caso del Hombre de los lobos, hacer algún día un pequeño resumen, e incluso destacar algunos problemas, cuando haya aplicado los elementos que aporto a este texto.

3)
Puesto que nos quedaremos en este punto en lo que respecta al Hombre de los lobos, quiero avanzar un poco en la comprensión de lo que, en el análisis, es el procedimiento terapéutico, el resorte de la acción terapéutica. Más precisamente, ¿qué significa la nominación, el reconocimiento del deseo, en el punto que ha alcanzado, en O? ¿Todo debe detenerse allí? ¿O acaso debemos exigir un paso más allá?

Voy a intentar hacerles entender el sentido de esta pregunta.

En el proceso de integración simbólica de su historia por parte del sujeto hay una función absolutamente esencial; una función respecto a la cual, todo el mundo lo ha señalado desde hace ya mucho tiempo, el analista ocupa una posición significativa. A esta función se la llamó superyó. Nada puede comprenderse de ella si no nos remitimos a sus orígenes. El superyó apareció primero en la historia de la teoría freudiana en forma de censura. Hace un momento, hubiera podido ilustrar de inmediato el comentario que les hice diciéndoles que, desde el origen estamos, con el síntoma y también con todas las funciones inconscientes de la vida cotidiana, en la dimensión de la palabra. La misión de la censura es engañar por medio del mentir. No por nada Freud eligió el término censura. Es ésta una instancia que escinde el mundo simbólico del sujeto, lo corta en dos: una parte accesible, reconocida, y una parte inaccesible, prohibida. Volvemos a encontrar esta noción apenas transformada y casi con el mismo acento, en el registro del superyó.

Acentuaré enseguida qué opone la noción de superyó, tal como la evoco en una de sus facetas, a la noción que se utiliza habitualmente.

Generalmente, el superyó es pensado siempre en el registro de una tensión, y poco falta para que esta tensión sea remitida a referencias puramente instintivas, como por ejemplo el masoquismo primordial. Esta concepción no es extraña a Freud.

Freud llega aún más lejos. En el artículo Das Ich und das Es, sostiene que, cuanto más suprima el sujeto sus instintos, es decir, si se quiere, cuanto más moral es su conducta, más el superyó exagera su presión y más severo, exigente e imperioso deviene. Esta es una observación clínica que no es universalmente válida. Pero Freud en este caso se deja arrastrar por su objeto, la neurosis. Llega incluso a considerar el superyó como uno de esos productos tóxicos que dada su actividad vital, desprenderían otras sustancias tóxicas que pondrían fin, en determinadas condiciones, al ciclo de su reproducción. Esto es exagerar demasiado las cosas. Pero esta idea vuelve a encontrarse, de modo implícito, en toda una concepción sobre el superyó dominante en el análisis.

En oposición a esta concepción, conviene formular lo siguiente. De modo general, el inconsciente es en el sujeto una escisión del sistema simbólico, una limitación, una alienación inducida por el sistema simbólico. El superyó es una escisión análoga que se produce en el sistema simbólico integrado por el sujeto. Ese mundo simbólico no se limita al sujeto, ya que se realiza en una lengua, lengua compartida, sistema simbólico universal, al menos en la medida en que establece un imperio sobre una comunidad determinada, a la que pertenece el sujeto. El superyó es esta escisión en tanto que ella se produce para el sujeto- pero no únicamente para él- en sus relaciones con lo que llamaremos la ley.

Voy a ilustrar este punto con un ejemplo, pues están ustedes tan poco acostumbrados a este registro a causa de la enseñanza sobre el análisis que se les imparte, que creerán que me aventuro más allá de sus límites. No es así sin embargo

Se trata de uno de mis pacientes. Había hecho ya un análisis con otra persona antes de llegar a mí. Presentaba síntomas muy particulares en el terreno de las actividades de la mano, órgano significativo dada su relación con ciertas actividades placenteras sobre las cuales el análisis arrojó gran claridad. Un análisis conducido según una línea clásica se había dedicado con ahínco, pero sin éxito alguno, a organizar a toda costa sus diferentes síntomas en torno, por supuesto, a la masturbación infantil, y a las prohibiciones y represiones que habría provocado en su entorno. Estas prohibiciones, en efecto, existieron, pues siempre existen. Desgraciadamente ellas nada habían explicado, nada habían resuelto.

Este sujeto era de religión islámica, este elemento de su historia no puede disimularse, aunque siempre es delicado informar sobre casos particulares en una enseñanza. Uno de los elementos más sorprendentes de la historia de su desarrollo subjetivo era su alejamiento, su aversión respecto a la ley coránica. Ahora bien, esta ley es infinitamente más total que lo que, en nuestra área cultural definida por Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios, podemos suponer. Por el contrario, en el área islámica, la ley tiene un carácter totalitario que no permite aislar en absoluto el plano jurídico del plano religioso.

Había pues, en este sujeto, un desconocimiento de la ley coránica. En un sujeto que por sus ascendientes, sus funciones, su porvenir, pertenecía a esa área cultural, esto me chocó, en función de la idea- que creo bastante sana- de que no debemos desconocer las pertenencias simbólicas de un sujeto. Esto nos llevó directamente al hilo de la cuestión.

En efecto  la ley coránica sanciona al culpable de robo con un: Se cortará la mano.

Ahora bien, durante su infancia, el sujeto estuvo envuelto en medio de un revuelo privado y público, en el que había oído decir, en resumen, lo siguiente- éste era su drama, ya que su padre había sido funcionario, y había perdido su puesto- que su padre era un ladrón y que entonces debía tener cortada la mano.

Por supuesto, hace ya mucho tiempo que esa sanción no se lleva a cabo prácticamente; como tampoco las leyes de Manú: quien ha cometido incesto con su madre se arrancará los genitales, y con ellos en la mano, marchará hacia el Oeste. Sin embargo, no por ello deja de estar inscrita en ese orden simbólico que funda las relaciones interhumanas, y cuyo nombre es la ley.

Este sujeto, entonces, aisló del conjunto de la ley, de modo privilegiado, este enunciado. Luego apareció en sus síntomas. Las restantes referencias simbólicas de mi paciente, esos arcanos primitivos en torno a los cuales se organizan para el sujeto sus relaciones más fundamentales con el universo del símbolo, fueron destituidas dada la prevalencia particular que adquirió para él esta prescripción. Para él, ella está en el centro de toda una serie de expresiones inconscientes sintomáticas, inadmisibles, conflictuales, vinculadas a esa experiencia fundamental de su infancia.

Ya les he señalado que, en el progreso del análisis, es en el momento en que nos acercamos a los elementos traumáticos – fundados en una imagen nunca integrada- cuando se producen los agujeros, los puntos de fractura, en la unificación, en la síntesis de la historia del sujeto. He señalado que es a partir de estos agujeros que el sujeto puede reagruparse en las diferentes determinaciones simbólicas que hacen de él un sujeto con historia. Pues bien, del mismo modo, todo lo singular que puede acontecerle a un ser humano debe situarse en relación con la ley con la cual él se vincula. Su historia está unificada por la ley, por su universo simbólico que no es el mismo para todos.

La tradición y el lenguaje diversifican la referencia del sujeto Un enunciado discordante, ignorado en la ley, un enunciado situado al primer plano por un acontecimiento traumático, que reduce la ley a una emergencia de carácter inadmisible, no integrable: he aquí esa instancia ciega repetitiva, que habitualmente definimos con el término superyó.

Espero que este breve ejemplo haya sido suficientemente sorprendente como para que puedan concebir esa dimensión hacia la cual no se dirige casi nunca la reflexión de los analistas y que, sin embargo, no pueden ignorar totalmente. En efecto, todos los analistas reconocen que no hay resolución posible de un análisis, cualquiera sea la diversidad, la multiplicidad de matices de los acontecimientos arcaicos que pone en juego, sin que al final llegue a anudarse en torno a esa coordenada legal, legalizante, llamada complejo de Edipo.

El complejo de Edipo es hasta tal punto esencial en la dimensión de la experiencia analítica, que su predominio aparece desde los orígenes mismos de la obra de Freud, manteniéndose hasta su fin. Así es como el complejo de Edipo ocupa una posición privilegiada en la etapa actual de nuestra cultura, en la civilización occidental.

Hace poco aludí a la división existente entre varios planos del registro de la ley en nuestra área cultural. Sabe Dios que la multiplicidad de planos no facilita la vida del individuo, puesto que constantemente se producen conflictos que los oponen entre sí. A medida que los diferentes lenguajes de una civilización se hacen cada vez más complejos, su lazo con las formas más primitivas de la ley se reduce a ese punto esencial- ésta es la teoría freudiana estricta -: el complejo de Edipo. Es aquello que, del registro de la ley, repercute en la vida individual, como lo vemos en la neurosis. Es el punto de intersección más constante, el punto mínimamente exigible.

Lo cual no significa que es el único, y que sería salir del psicoanálisis referirse al conjunto del mundo simbólico del sujeto, que puede ser extraordinariamente complejo, incluso antinómico, y a su posición personal en él, que está en función de su nivel social, de su porvenir, de sus proyectos, en el sentido existencial del término, de su educación, de su tradición.

No estamos dispensados de los problemas planteados por las relaciones entre el deseo del sujeto- que se produce en el punto O- y el conjunto del sistema simbólico en que el sujeto está llamado, en el pleno sentido de la palabra, a ocupar su lugar. Que la estructura del complejo de Edipo nos sea siempre exigida no nos dispensa de percibir que otras estructuras del mismo nivel, en el plano de la ley, pueden desempeñar, en un caso determinado, un papel igualmente decisivo. Es lo que hemos encontrado en el caso clínico recién mencionado.

Una vez realizado el número de vueltas necesarias para que aparezcan los objetos del sujeto, y para que su historia imaginaria sea completada, una vez nombrados y reintegrados los deseos sucesivos, tensionarios, suspendidos, angustiantes del sujeto, sin embargo, no todo está terminado. Lo que primero estuvo en O, y luego en O’, y después de nuevo en O, debe trasladarse ahora al sistema completado de los símbolos. Así lo exige la salida del análisis.

¿Dónde se detendrá esta remisión? ¿Deberíamos impulsar la intervención analítica hasta entablar diálogos fundamentales sobre la valentía y la justicia, siguiendo así la gran tradición dialéctica?

Es una pregunta. No es fácil resolverla porque, a decir verdad, el hombre contemporáneo se ha vuelto singularmente poco hábil para abordar estos grandes temas. Prefiere resolver las cosas en términos de conducta, adaptación, moral de grupo y otras pamplinas. De ahí la gravedad del problema que plantea la formación humana del analista.

Por hoy los dejaré aquí.