Seminario 1: Clase 18, El orden simbólico, 9 de Junio de 1954

El deseo perverso. El amo y el esclavo. Estructuración numérica del campo intersubjetivo.
La holofrase. La palabra en la transferencia. Angelus Silesius.

La última vez interrumpimos cuando hablábamos de la relación dual en el amor primario. Vieron como Balint llega a concebir en base a este modelo la relación analítica misma, lo que él llama, con todo rigor, la two bodies’ psycology. Pienso que comprendieron a qué callejones sin salida se llega al considerar a la relación imaginaria, supuestamente armónica y capaz de saturar el deseo natural, como noción central.

Intenté demostrárselos en la fenomenología de la relación perversa. Acentué en el sadismo y en la escoptofilia- dejando de lado la relación homosexual pues ésta exigiría un estudio mucho más matizado de la intersubjetividad imaginaria- su equilibrio inestable, su carácter crítico. Articulé entonces el estudio de la relación intersubjetiva imaginaria en torno al fenómeno, en sentido estricto, de la mirada.

La mirada no se sitúa simplemente a nivel de los ojos. Los ojos pueden no aparecer, estar enmascarados. La mirada no es forzosamente la cara de nuestro semejante, sino también la ventana tras la cual suponemos que nos están acechando. Es una x, el objeto ante el cual el sujeto deviene objeto.

Los introduje en la experiencia del sadismo, a la que considero ejemplar para demostrar esta dimensión. Les mostré que, en la mirada del ser que atormento, debo sostener mi deseo mediante un desafío, un challenge en cada instante. Si no está a la altura de la situación, si no es glorioso, el deseo cae en la vergüenza. Sucede lo mismo en la relación escoptofílica. Según el análisis de Jean-Paul Sartre, para el que es sorprendido mirando todo el clima de la situación cambia en un momento de viraje, y me vuelvo una mera cosa, un maníaco.

1)
¿Qué es la perversión? No sólo es aberración respecto a los criterios sociales, anomalía contraria a las buenas costumbres – aunque este registro no esté ausente- o atipla respecto a criterios naturales, a saber, que ella deroga, más o menos, la finalidad reproductora de la conjunción sexual. Es en su estructura misma otra cosa.

Por algo se dijo de cierto número de inclinaciones perversas que son un deseo que no se atreve a decir su nombre. En efecto, la perversión se sitúa en el límite del registro del reconocimiento; y es esto lo que la fija, la estigmatiza como tal. Estructuralmente, la perversión tal como la he delineado en el plano imaginario sólo puede sostenerse en un estatuto precario que, a cada instante y desde el interior, es impugnado para el sujeto. La perversión es siempre frágil, está siempre a merced de un vuelco, de una subversión, que hace pensar en ese cambio de signo que podemos hacer en ciertas funciones matemáticas: en el momento en que pasamos del valor de una variable al valor que inmediatamente le sigue, el correlativo pasa más o menos a infinito.

Esta incertidumbre fundamental de la relación perversa, que no logra establecerse en ninguna acción satisfactoria, constituye uno de los aspectos del drama de la  homosexualidad. Pero es también esta estructura la que confiere su  valor a la perversión.

La perversión es una experiencia que permite profundizar lo que puede llamarse, en su sentido pleno, la pasión humana, para emplear una expresión de Spinoza, es decir aquello por lo cual el hombre está abierto a esta división consigo mismo que estructura lo imaginario; o sea, entre O y O’, la relación especular. En efecto, es profundizarte en esta hiancia del deseo humano donde aparecen todos los matices- que se escalonan de la vergüenza al prestigio, de la bufonería al heroísmo- a través de los que el deseo humano está por entero expuesto, en el sentido más profundo del término, al deseo del otro.

Recuerden ustedes el prodigioso análisis de la homosexualidad que desarrolla Proust en el mito de Albertina. Poco importa que este personaje sea femenino, la estructura de la relación es eminentemente homosexual. La exigencia de este estilo de deseo sólo puede satifacerse en una captura inagotable del deseo del otro, perseguido hasta en sus sueños por los sueños del sujeto, lo cual implica que a cada instante hay abdicación total del deseo propio del otro. Incesante báscula del espejuelo que, a cada instante, da una vuelta completa sobre sí mismo: el sujeto se agota en la persecución del deseo del otro, que jamás podrá captar como su propio deseo, porque su propio deseo es el deseo del otro. Se persigue a sí mismo. En esto radica el drama de esa pasión celosa que también es una forma de la relación intersubjetiva imaginaria.

La relación intersubjetiva que subyace al deseo perverso sólo se sostiene en el anonadamiento ya sea del deseo de otro, ya sea del deseo del sujeto. Unicamente se la puede captar en su límite, en esas inversiones cuyo sentido sólo se vislumbra en un relampagueo. Esto quiere decir- reflexionen bien- que, en uno como en otro, esta relación disuelve el ser del sujeto. El otro sujeto se reduce a no ser más que el instrumento del primero, que es el único que permanece sujeto como tal, pero reduciéndose él mismo a no ser sino un ídolo ofrecido al deseo del otro.

El deseo perverso se apoya en el ideal de un objeto inanimado. Pero no puede contentarse con la realización de este ideal. Apenas lo realiza, en el momento mismo en que lo alcanza, pierde su objeto. Su apaciguamiento, por su estructura misma, está condenado así a realizarse antes del contacto, ya sea por la extinción del deseo, ya sea por la desaparición del objeto.

Enfatizo desaparición, porque en este tipo de análisis encuentran ustedes la clave secreta de esa afanisis de la que habla Jones cuando intenta aprehender, más allá del complejo de castración, lo que encuentra en la experiencia de ciertos traumas infantiles. Pero nos perdemos con él en una especie de misterio, porque ya no encontramos el plano de lo imaginario.

A fin de cuentas, gran parte de la experiencia analítica no es más que esto: la exploración de los callejones sin salida de la experiencia imaginaria, de sus prolongaciones que no son innumerables pues descansan en la estructura misma del cuerpo en tanto que ella define como tal, una topografía concreta. En la historia del sujeto, o más bien en su desarrollo, aparecen ciertos momentos fecundos, temporalizados, en los que se revelan los diferentes estilos de frustración. Son los huecos, las fallas, las hiancias aparecidas en el desarrollo las que definen estos momentos fecundos.

Siempre hay algo que se desvanece cuando se habla de frustración. Por no se qué pendiente naturalista del lenguaje, cuando el observador hace la historia natural de su semejante omite señalar que el sujeto siente frustración. La frustración no es un fenómeno que podamos objetivar en el sujeto en forma de una desviación del acto que lo une a este objeto. No es una aversión animal. Por prematuro que sea, el sujeto siente él mismo el objeto malo como una frustración. Y, en el mismo movimiento, la frustración es sentida en el otro.

Hay una relación recíproca de anonadamiento, una relación mortal estructurada por estos dos abismos: o el deseo se extingue, o desaparece el objeto. Por ello vuelvo a tomar en muchos recodos la referencia a la dialéctica del amo y el esclavo, y vuelvo a explicarla.

2)
La relación del amo y el esclavo es un ejemplo límite, puesto que, claro está, el registro imaginario donde se despliega sólo aparece en el límite de nuestra experiencia. La experiencia analítica no es total. Se define en otro plano que el plano imaginario: en el plano simbólico.

Hegel da cuenta del vínculo interhumano. Tiene que responder no sólo de la sociedad sino también de la historia. No puede descuidar ninguno de sus aspectos. Ahora bien, uno de esos aspectos esenciales no es ni la colaboración entre los hombres, ni el pacto, ni el vínculo de amor, sino la lucha y el trabajo. Hegel se centra en este aspecto para estructurar en un mito originario la relación fundamental, en el plano que él mismo define como negativo, como marcado de negatividad.

Lo que diferencia la sociedad animal- no me asusta la expresión- de la sociedad humana, es que esta última no puede fundarse en ningún vínculo objetivable. Debe incorporarse la dimensión intersubjetiva como tal. Por lo tanto, en la relación entre amo y esclavo no se trata de domesticación del hombre por el- hombre. Esto no es suficiente. ¿Qué es lo que funda pues esta relación? No es el hecho de que quien se acepta vencido pida clemencia y grite, sino el hecho de que el amo se ha comprometido en esta lucha por razones de puro prestigio y que, por ello, ha arriesgado su vida. Este riesgo marca su superioridad y es en su nombre, y no en el de su fuerza, que es reconocido como amo por el esclavo.

Esta situación comienza por un callejón sin salida, ya que para el amo el reconocimiento del esclavo nada vale, puesto que quien lo reconoce no es más que un esclavo, es decir, alguien que el amo no reconoce como hombre. La estructura del punto de partida de esta dialéctica hegeliana no presenta salida alguna. Ven así como no carece de afinidad con el callejón sin salida de la situación imaginaria.

Sin embargo, esta situación va a desarrollarse. Su punto de partida es mítico, puesto que imaginario. Pero sus prolongaciones nos introducen en el plano simbólico. Ustedes conocen esas prolongaciones; son las que permiten que se hable de amo y esclavo. En efecto, a partir de la situación mítica, se organiza una acción y se establece la relación del goce y del trabajo. Al esclavo se le impone una ley: satisfacer el deseo y el goce del otro. No basta con que pida clemencia, es necesario que vaya a trabajar. Y cuando se va al trabajo aparecen normas, horarios: entramos en el dominio de lo simbólico.

Si lo miran más de cerca, este dominio de lo simbólico no se encuentra en una simple relación de sucesión con el dominio imaginario cuyo pivote es la relación intersubjetiva mortal. No pasamos de uno a otro por un salto de lo anterior a lo posterior, tras el pacto y el símbolo. De hecho, el mito mismo sólo puede ser concebido como ya ceñido por el registro simbólico, en función de lo que ya señalé hace un rato: la situación no puede estar fundada en no sé qué pánico biológico ante la cercahía de la muerte. Nunca la muerte es experimentada como tal, nunca es real. El hombre sólo teme un miedo imaginario. Pero esto no es todo. En el mito hegeliano, la muerte no está ni siquiera estructurada como temor, está estructurada como riesgo y, por decirlo todo, como apuesta. Porque existe desde el comienzo, entre el amo y el esclavo, una regla de juego.

No insisto más por hoy en este punto. Sólo lo digo para los más amplios: la relación intersubjetiva que se desarrolla en lo imaginario, está implicada implícitamente, al mismo tiempo, en tanto estructura una acción humana, en una regla de juego.

Retomemos en otro aspecto la relación de la mirada.

Estamos en tiempo de guerra. Avanzo en la llanura y supongo que estoy bajo una mirada que me acecha. Si lo supongo, no es porque tema que mi enemigo se manifieste de algún modo, atacando, pues en ese caso la situación se relaja y sé con quién habérmelas. Lo que más me importa es saber lo que el otro imagina, detecta de mis intenciones cuando avanzo, porque para mí se trata de ocultarle mis movimientos. Se trata de una astucia.

La dialéctica de la mirada se sostiene en este plano. Lo que cuenta, no es que el otro vea donde estoy, sino que vea adonde me dirijo: es decir, muy precisamente, que vea donde no estoy. En todo análisis de la relación intersubjetiva, lo esencial no es lo que está ahí, lo visto. Lo que es la estructura, es lo que no está ahí.

La teoría de los juegos, como se la llama, es un modo de estudio fundamental de esta relación. Por el sólo hecho de ser una teoría matemática nos encontramos ya en el plano simbólico. Por simplemente que definan el campo de una intersubjetividad, su análisis supone siempre cierta cantidad de datos numéricos, como tales simbólicos.

Si leen el libro de Sartre, al que aludí el otro día, verán que deja vislumbrar algo sumamente inquietante. Después de haber definido en forma tan acertada la relación de intersubjetividad, parece suponer que, si hay en este mundo una pluralidad de interpelaciones imaginarias, esta pluralidad no es enumerable puesto que cada sujeto es, por definición, el centro único de las referencias. Esto puede sostenerse si se permanece en el plano fenomenológico del análisis del en-sí y el para-sí. Pero resulta que Sartre no se da cuenta de qué el campo intersubjetivo no puede dejar de desembocar en una estructuración numérica, en el tres, en el cuatro, que en la experiencia analítica son nuestros puntos de referencia.

Por más primitivo que sea, este simbolismo nos coloca inmediatamente en el plano del lenguaje, en la medida en que, fuera de él, no puede concebirse numeración alguna.

Un pequeño paréntesis más. Hace menos de tres días, estaba leyendo una antigua obra de principios de siglo, Históry of the new world of America, Historia del nuevo mundo llamado América. Se trataba del origen del lenguaje, problema que atrajo mucho la atención, y que incluso provocó la perplejidad de no pocos lingüistas.

Toda discusión sobre el origen del lenguaje está marcada por una irremediable puerilidad, e incluso por un indudable cretinismo. Siempre se intenta hacer surgir el lenguaje de váyase a saber qué progreso del pensamiento. Es evidentemente un círculo. El pensamiento se dedicaría a aislar todos los detalles de una situación, a cernir la particularidad, el elemento combinatorio. El pensamiento franquearía por sí mismo el estadio de rodeo, típico de la inteligencia animal, para pasar al del símbolo. ¿Cómo es esto posible si primero está el símbolo, que es la estructura misma del pensamiento humano?

Pensar, es sustituir los elefantes por la palabra elefante, y el sol por un redondel. Se dan cuenta que entre esa cosa que fenomenológicamente es el sol- centro de lo que existe en el mundo de las apariencias, unidad de luz- y un redondel hay un abismo. ¿Aún cuando se lo franquease, cuál sería el progreso realizado respecto a la inteligencia animal? Ninguno. Puesto que el sol en tanto que designado por un círculo no vale nada. Sólo vale en la medida en que ese redondel es puesto en relación con otras formalizaciones que entonces constituyen con él esa totalidad simbólica en la cual ocupa él su lugar, en el centro del mundo por ejemplo, o en su periferia, poco importa. El símbolo sólo vale en la medida en que se organiza en un mundo de símbolos.

Quienes especulan sobre el origen del lenguaje e intentan montar transiciones entre la apreciación de la situación total y la fragmentación simbólica siempre se sienten atraídos por las llamadas holofrases. En los usos de algunos pueblos- y no tendrían necesidad de ir muy lejos para encontrar un uso habitual- hay frases, expresiones que no pueden descomponerse, y que se refieren a una situación tomada en su conjunto: son las holofrases. Hay quienes creen que en la holofrase puede captarse un punto de unión entre el animal, quien circula sin estructurar las situaciones, y el hombre que vive en un mundo simbólico.

En la obra que mencioné hace un instante, leí que los Fidjianos pronuncian en ciertas situaciones la siguiente frase, que no es una frase que pertenece a su lenguaje, y que no es reductible a nada: Ma mi la pa ni pa ta pa. En el texto no está indicada la fonetización, y sólo puedo decirla así.

¿En qué situación se pronuncia esta holofrase? Nuestro etnógrafo lo escribe con total inocencia: State of events of two persons looking at each other hoping that the other will offer to do something which both parties desire but are unwilling to do. Es decir: Situación entre dos personas, mirándose una a otra, esperando cada una que la otra ofrezca hacer algo que ambas partes desean pero que no están dispuestas a hacer.

Encontramos aquí definido con precisión ejemplar un estado de inter-mirada en el que cada uno espera del otro que se decida a algo que es preciso hacer de a dos, que está entre los dos, pero que ninguno quiere iniciar. Ven al mismo tiempo que la holofrase no es intermediaria entre una asunción primitiva de la situación como total- que sería del registro de la acción animal- y la simbolización. Tampoco es váyase a saber qué adherencia primera de la situación en un modo verbal. Se trata por el contrario, de algo donde lo que es del registro de la composición simbólica es definido en el límite, en la periferia.

Les dejo la tarea de traerme algunas holofrases que son de uso común entre nosotros. Escuchen atentamente la conversación de sus contemporáneos y verán cuántas existen. Verán también que toda holofrase está en relación con situaciones límites, en las que el sujeto está suspendido en una relación especular con el otro.

3)
Este análisis tenía como finalidad provocar en ustedes un vuelco de la perspectiva psicológica que reduce la relación intersubjetiva a una relación interobjetal, fundada en la satisfacción complementaria, natural. Vamos a ver ahora el artículo de Balint, On transference of emotions, Sobre la transferencia de emociones, cuyo título anuncia lo que puedo llamar el plano delirante en el que se desarrolla; delirante en el sentido técnico, original del término.

Se trata de la transferencia. En el primer párrafo se evoca los dos fenómenos fundamentales del análisis: la resistencia y la transferencia. Se define la resistencia, de modo adecuado por otra parte, en relación con el fenómeno del lenguaje: es todo lo que frena, altera, retrasa la elocución, o bien la interrumpe completamente. No va más allá de esto. No saca conclusiones, y pasa al fenómeno de la transferencia.

¿Cómo un autor tan sutil, tan fino como Balint, un profesional tan delicado, incluso diría un escritor tan admirable, puede desarrollar un estudio de unas quince páginas partiendo de una definición tan psicológica de la transferencia? Ella equivale a decir lo siguiente- debe ser algo que existe en el interior del paciente, entonces forzosamente váyase a saber qué es, sentimientos, emociones- la palabra emoción brinda una imagen más adecuada. El problema consiste entonces en mostrar cómo se encarnan estas emociones, cómo se proyectan, se disciplinan y, finalmente, se simbolizan. Ahora bien, los símbolos de estas supuestas emociones no tienen evidentemente ninguna relación con ellas. Se nos habla, entonces, de la bandera nacional, del león y del unicornio británicos, de las charreteras de los oficiales, y de todo lo que ustedes quieran, de los dos países con sus dos rosas de colores diferentes, de los jueces que llevan peluca.

No seré  yo, por cierto, quien niegue que pueda encontrarse rema de meditación en estos ejemplos recogidos en la superficie de la vida de la comunidad británica. Pero, para Balint, se trata de un pretexto para sólo considerar al símbolo bajo el ángulo del desplazamiento. Y con razón, puesto que, por definición, coloca en el punto de partida la supuesta emoción, fenómeno de surgimiento psicológico que sería allí lo real, estando el símbolo- en el cual ha de encontrar su expresión- y a través del cual ha de realizarse forzosamente desplazado respecto a ella.

No hay duda que el símbolo desempeña una función en todo desplazamiento. Pero la cuestión es saber si, como tal, se define en ese registro vertical, a título de desplazamiento. Este es un camino equivocado. Las observaciones de Balint no son erróneas en sí mismas, simplemente ha seguido el camino en sentido transversal; en lugar de seguirlo en la dirección por donde ha de avanzar, lo sigue en la dirección en que todo se detiene.

Balint recuerda entonces que es la metáfora: la cara de una luna, el pie de la mesa, etc… ¿Se estudiará por fin la naturaleza del lenguaje? No. Dirá que la operación de transferencia es esto: usted está furioso, pega entonces un puñetazo sobre la mesa. ¡Como si efectivamente fuera la mesa lo que yo golpeara! Hay aquí un error fundamental.

No obstante, se trata en efecto de esto: ¿ cómo se desplaza el acto respecto a su objetivo? ¿ Cómo se desplaza la emoción respecto a su objeto? La estructura real y la estructura simbólica entran en una relación ambigüa que se realiza en sentido vertical, cada uno de estos dos universos corresponde al otro; salvo si la noción de universo está ausente, no existiendo entonces modo alguno de introducir la noción de correspondencia.

Según Balint, la transferencia es transferencia de emociones. ¿Sobre qué se transfiere la emoción? En todos sus ejemplos se transfiere sobre un objeto inanimado; observen de paso que esta palabra, inanimado, la hemos visto aparecer hace un momento en el límite de la dialéctica imaginaria. A Balint le divierte esta transferencia sobre lo inanimado; no les pregunto, dice, lo que de ella piensa el objeto. Por supuesto, añade, si pensamos que la transferencia se hace sobre un sujeto, entonces entramos en una complicación de la que no hay modo de salirse.

¡En efecto! Es lo que sucede desde hace tiempo: no hay modo de hacer análisis. Hay quienes insisten en la noción de contratransferencia, se dan aires, fanfarronean, prometen el oro y el moro; sin embargo, surge no sé qué tipo de malestar porque, precisamente, se trata de esto: no hay modo de escaparse. Con la two bodies’ psychology llegamos al famoso problema de los cuerpos no resuelto en la física.

En efecto, si nos quedamos en el plano de los dos cuerpos, ninguna simbolización resulta satisfactoria. ¿Es acaso siguiendo este camino y considerando a la transferencia como un fenómeno de desplazamiento como podremos captar la naturaleza de la transferencia?

Balint nos cuenta entonces una historia muy bonita. Un señor viene a verlo. Está a punto de analizarse- conocemos bien esta situación- pero no se decide. Ha visto ya varios analistas y, finalmente, viene a ver a Balint. Le cuenta una larga historia, muy rica, muy complicada, con detalles de lo que siente, de lo que sufre. Es ahí cuando Balint- cuyas posiciones teóricas estoy difamando, y Dios sabe con cuánto pesar lo hago- se revela como el maravilloso personaje que es.

Balint no cae en la contratransferencia- es decir, hablando con propiedad no es un imbécil- ; en el lenguaje cifrado en el cual estamos estancados se llama ambivalencia al hecho de odiar a alguien, y contratransferencia al hecho de ser un imbécil. Balint no es un imbécil, escucha a esta persona como un hombre que ya ha oído muchas cosas, a muchas personas, que ha madurado. Y no comprende. A veces sucede. Hay historias como ésta que no se comprenden. Cuando no comprendan una historia, no se acusen de inmediato, díganse: no comprendo, esto debe tener un sentido. No sólo Balint no comprende, sino que considera que tiene derecho a no comprender. No le dice nada al señor, y lo hace volver.

El tipo vuelve. Sigue contando su historia. Carga las tintas. Balint sigue sin comprender. Lo que le cuenta el otro son cosas tan verosímiles como otras cualesquiera, pero el problema es que no concuerdan. Estas cosas pasan, son experiencias clínicas que hay que tener muy en cuenta, y que, a veces, nos llevan a presumir el diagnóstico de algo orgánico. Pero no se trata de esto en este caso. Balint dice a su cliente: Es curioso, usted me cuenta muchas cosas muy interesantes, pero debo decirle que no comprendo nada de su historia. Entonces el tipo se relaja, una amplia sonrisa aparece en su rostro: Usted es el primer hombre sincero que encuentro; ya conté todas estas cosas a varios colegas suyos, quienes vieron en ellas enseguida el indicio de una estructura interesante, refinada. Le conté todo esto como un test, para ver si usted era, como los otros, un charlatán y un mentiroso.

Deben apreciar el matiz que separa los dos registros de Balint: cuando expone en la pizarra que son las emociones de los ciudadanos ingleses las que se han desplazado sobre el British lion y los dos unicornios; y cuando está en la práctica y habla inteligentemente de lo que experimenta. Puede decirse: ¿este tipo sin duda está en todo su derecho, pero no es esto acaso un poco uneconomic? ¿No se trata de un rodeo demasiado largo? Entramos entonces aquí en la aberración. Pues no se trata de saber si es económico o no. La operación de este señor se sostiene dignamente en su registro, puesto que en el punto de partida de la experiencia analítica está el registro de la palabra embustera.

La palabra es la que instaura la mentira en la realidad. Precisamente porque introduce lo que no es, puede también introducir lo que es. Antes de la palabra, nada es ni no es. Sin duda, todo está siempre allí, pero sólo con la palabra hay cosas que son- que son verdaderas o falsas, es decir que son- y cosas que no son. Sólo con la dimensión de la palabra se cava el surco de la verdad en lo real. Antes de la palabra no hay verdadero ni falso. Con ella, se introduce la verdad y también la mentira, y muchos otros registros más. Antes de separarnos hoy, coloquemos todo esto en una especie de triángulo de tres vértices. Aquí la mentira. Allí la equivocación, no el error, ya volveré sobre este punto. Y luego, ¿qué más?: la ambigüedad. Ambigüedad a la que está condenada la palabra por su propia naturaleza. Pues el acto mismo de la palabra, que funda la dimensión de la verdad, queda siempre, por esto mismo, detrás, más allá. La palabra es por esencia ambigüa.

Simétricamente, se cava en lo real el agujero, la hiancia del ser como tal. Apenas intentamos aprehender la noción de ser, ésta se revela tan intangible como la palabra. Pues el ser, el verbo mismo, sólo existe en el registro de la palabra. La palabra introduce el hueco del ser en la textura de lo real; ambos se sostienen y se balancean mutuamente, son exactamente correlativos.

Veamos otro ejemplo de Balint, tan significativo como el primero. ,¿Cómo puede él relaciónarlos con el registro del desplazamiento en el que ha sido amplificada la transferencia? Esta es otra historia.

Se trata esta vez de una encantadora paciente que presenta el tipo, muy bien ilustrado en algunas películas inglesas, del chatter, el hablar-hablar-hablar-hablar para no decir nada. Y así transcurren las sesiones. Ya ha hecho largos períodos de análisis con otro analista antes de caer en manos de Balint. Este se da cuenta claramente- incluso la paciente lo confiesa- que cuando algo le molesta, entonces lo tapa contando cualquier cosa.

¿Cuándo se produce el giro decisivo? Un día, después de una penosa hora de chatter, Balint acaba por poner el dedo en lo que ella no quiere decir. No quiere decir que obtuvo de un médico amigo una carta de recomendación para un empleo, en la que se decía que ella era una persona perfectamente trust worthy. Momento pivote en el que gira en torno a sí misma, y consigue comprometerse en el análisis. Balint consigue justamente que ella confiese que, justamente, siempre se trató de esto para ella: no hay que considerarla como trust worthy, es decir, como alguien que se compromete con sus palabras. Puesto que si sus palabras la comprometen será necesario que se ponga a trabajar, como el esclavo antes mencionado, será preciso que entre en el mundo del trabajo, es decir en la relación adulta homogénea del símbolo, de la ley.

Está claro. Siempre comprendió muy bien la diferencia existente entre el modo en que se acogen las palabras de un niño y el modo en que se acogen las palabras de un adulto. Charla para no comprometerse, no situarse, en el mundo de los adultos, donde siempre en mayor o menor grado se está reducido a la esclavitud; charla para no decir nada y puebla de viento sus sesiones.

Podemos detenernos un instante y meditar acerca del hecho de que también el niño tiene palabra. Una palabra que no está vacía. Que está tan llena de sentido como la palabra del adulto. Incluso, está tan llena de sentido que los adultos se la pasan maravillándose de ella: ¡Que inteligente es, mi lindo pequeñito! ¿Vieron lo que dijo el otro día? Todo radica en esto.

En efecto, como vimos hace un momento, existe allí ese elemento de idolatría que interviene en la relación imaginaria. La palabra admirable del niño es quizá la palabra trascendente, revelación del cielo, oráculo de pequeño dios, pero lo evidente es que no le compromete a nada.

Y cuando las cosas no funcionan se hacen entonces los mayores esfuerzos para arrancarle palabras que comprometan. ¡Dios sabe hasta qué punto patina la dialéctica del adulto! Se trata de vincular al sujeto con sus contradicciónes, de hacerle firmar lo que dice, y así comprometer su palabra en una dialéctica.

En la situación de transferencia- dice Balint, no yo, y tiene razón aún cuando ella sea otra cosa que un desplazamiento- se trata del valor de la palabra; no ya esta vez en tanto ella crea la ambigüedad fundamental, sino en tanto ella es función de lo simbólico, del pacto que une entre sí a los sujetos en una acción. La acción humana por excelencia está fundada originariamente en la existencia del mundo del símbolo, a saber en leyes y contratos. Es realmente en este registro en el que Balint, cuando está en lo concreto, en su función de analista, hace girar la situación entre él y el sujeto.

A partir de ese día, puede señalarle todo tipo de cosas a su paciente por ejemplo cómo ella se comporta en sus empleos: a saber, que apenas comienza a obtener la confianza general, se las arregla justamente para hacer algo que justifique que la pongan de patitas en la calle. Incluso el tipo de trabajo que encuentra es significativo: atiende el teléfono, recibe cosas, o manda a los demás a hacer diversas cosas, en suma hace un trabajo de centralización que le permite sentirse fuera de la situación y, finalmente, siempre se las ingenia para que la echen.

Este es pues el plano en el que viene a jugar la relación de transferencia: juega en torno a la relación simbólica, ya se trate de su institución, su prolongación o su sostén. La transferencia implica incidencias, proyecciónes de las articulaciones imaginarias, pero se sitúa por entero en la relación simbólica. ¿Qué implica esto?

La palabra no se despliega en un sólo plano. Por definición, la palabra siempre tiene sus trasfondos ambigüos que llegan incluso al punto de lo inefable, donde ella ya no puede decirse, ya no puede fundarse en tanto que palabra. Pero este más allá no es el que la psicología busca en el sujeto, y encuentra en váyase a saber cuál de sus mímicas, sus calambres, sus agitaciones, en todos los correlatos emocionales de la palabra. De hecho, el pretendido más allá psicológico está del otro lado: en un más acá. El más allá en cuestión está en la dimensión misma de la palabra.

Por ser del sujeto, no nos referimos a sus propiedades psicológicas, sino a lo que se abre paso en la experiencia de la palabra, experiencia en la que consiste la situación analítica.

Esta experiencia se constituye en el análisis mediante reglas muy paradójicas, puesto que se trata de un diálogo, pero de un diálogo que sea lo más posible un monólogo. Se desarrolla segun una regla de Juego y, por entero, en el orden simbólico. ¿Me siguen? Quise ejemplificar hoy el registro simbólico en el análisis, haciendo surgir el contraste existente entre los ejemplos concretos que ofrece Balint y su teorización.

De estos ejemplos se desprende, para Balint, que el resorte de la situación es la utilización que han hecho de la palabra cada una de estas dos personas; el tipo y la dama. Ahora bien, ésta es una extrapolación abusiva. La palabra en el análisis no es en modo alguno la misma que, triunfante e inocente a la vez, puede utilizar el niño antes de haber entrado en el mundo del trabajo. Hablar en análisis no equivale a sostener en el mundo del trabajo un discurso voluntariamente insignificante. Ambos sólo pueden ser vinculados por analogía. Sus fundamentos son diferentes.

La situación analítica no es simplemente una ectopia de la situación infantil. Es, ciertamente, una situación atípica, y Balint intenta dar cuenta de ella analizándola como una tentativa de mantener el registro del primary love. Esto es cierto desde determinados ángulos, pero no desde todos. Limitarse a este aspecto es embarcarse en intervenciones desconcertantes para el sujeto.

La experiencia lo prueba. Diciendo a la paciente que ella reproducía tal o cual situación de su infancia, el analista anterior a Balint no permitió el vuelco de la situación. Esta sólo empezó a funcionar en torno al hecho concreto de que la dama tenía, esa mañana, una carta que le permitía encontrar un trabajo. Sin teorizarlo, sin saberlo, Balint intervenía en el registro simbólico, puesto en juego por la garantía dada, por el simple hecho de responder por alguien. Fue eficaz justamente porque estaba en ese plano.

Su teoría está desfasada, también degradada. Sin embargo, cuando se lee su texto se encuentran, acaban de verlo, ejemplos maravillosamente luminosos. Balint, práctico excelente, no puede, a pesar de su teoría, desconocer la dimensión en la que se desplaza.

4)
Entre las referencias de Balint, hay una que quisiera destacar aquí. Se trata de un dístico de alguien a quien Balint llama uno de nuestros colegas- ¿por qué no?- Johannes Scheffler.

Johannes Scheffler realizó, a comienzos del siglo XVI estudios muy profundos de medicina- en esa época probablemente tenía más sentido que ahora- y escribió con el nombre de Angelus Silesius unos cuantos dísticos sumamente cautivantes. ¿Místicos? Tal vez no sea el término más exacto. Se trata de la deidad, y de sus relaciones con la creatividad que se sostiene por esencia en la palabra humana, y que llega tan lejos como la palabra, hasta el punto mismo en el cual ella termina por callarse. La perspectiva poco ortodoxa en la que siempre se afirmó Angelus Silesius es, de hecho, un enigma para los historiadores del pensamiento religioso.

Ciertamente no es casualidad que surja en los textos de Balint. Los dos versos que cita son muy bellos. Se trata nada menos que del ser en tanto que está vinculado, en la realización del sujeto, con lo contingente, o con lo accidental. Y para Balint esto resuena como el eco de lo que él concibe como el último término de un análisis: ese estado de erupción narcisista,- del que ya he hablado en una de nuestras reuniones.

Esto también despierta ecos en mis oídos. Pero no concibo el fin del análisis del mismo modo. La fórmula de Freud: allí donde el ello estaba el yo debe estar, es entendida habitualmente como una grosera especialización, y, a fin de cuentas, se reduce la reconquista analítica del ello a un acto de espejismo. El ego se ve en un sí mismo que no es más que su última alienación, tan sólo más perfecciónada que todas las que hasta entonces conoció.

No, lo constituyente es el acto de la palabra. El progreso de un análisis no consiste en la ampliación del campo del ego, no es la reconquista por el ego de su franja desconocida: es un verdadero vuelco, un desplazamiento, un paso de minué ejecutado entre el ego y el id. Ya es hora que les lea el dístico de Angelus Silesius, el trigésimo del segundo libro del Peregrino querubinico.

Zufall und Wesen
Mensch werde wesentlich. denn wann die Welt vergebt
So fält der Zufall weg, dass Wesen dass bestebt.

Este dístico se traduce así:

Contingencia y esencia

Hombre, deviene esencial: pues cuando el mundo pasa,
la contingencia se pierde y lo esencial subsiste.

De esto se trata al fin de un análisis; de un crepúsculo, de un ocaso imaginario del mundo, incluso de una experiencia que limita con la despersonalización. Es entonces cuando lo contingente cae -el accidente, el traumatismo, las dificultades de la historia- . Y es entonces el ser el que llega a constituirse.

Manifiestamente, Angelus escribió esto en el momento en que realizaba sus estudios de medicina. El fin de su vida estuvo perturbado por las guerras dogmáticas de la Reforma y la Contrarreforma en las que asumió una actitud extremadamente apasionada. Pero los libros del Peregrino querubínico producen un sonido transparente, cristalino. Constituyen uno de los momentos más significativos de la meditación humana sobre el ser, un momento, para nosotros, más rico en resonancias que La noche oscura de San Juan de la Cruz, que todo el mundo lee y nadie comprende.

No puedo dejar de aconsejar enfáticamente, a quien hace análisis, que se procure las obras de Angelus Silesius. No son muy extensas y están traducidas al francés en Aubier. Encontrarán muchos otros temas de meditación, por ejemplo el retruécano de Wort, la palabra y Ort, el lugar, y también muchos aforismos muy acertados acerca de la temporalidad. Tal vez tenga, en alguna otra ocasión, oportunidad de hablar de algunas de estas fórmulas, sumamente cerradas, pero que a su vez abren perspectivas admirables y se ofrecen a la meditación.