Seminario 10: Clase 12, del 27 de Febrero de 1963

Y bien, aquí me tienen, de vuelta de los deportes de invierno. Como es habitual, la mayor parte de mis reflexiones giraron a vuestro servicio. Sin embargo, no de manera exclusiva. De allí que este año los deportes de invierno, fuera de que salieron bien para mí, lo cual no siempre ocurre, me sacudieron por vaya a saber qué cosa que se presentó y me condujo a un problema del que aquéllos me parecen una evidente encarnación, una materialización viva; se trata del problema contemporáneo de la función del campo de concentración para la vejez, de la que todos sabemos que cada vez será más problemática en el avance de nuestra civilización, dado el avance de la edad media con el tiempo. Esto me recordó que, como es evidente, el problema del campo de concentración y de su función en esta época de nuestra historia hasta ahora falló integralmente, completamente encubierto por la era de moralización cretinizante que siguió inmediatamente a la terminación de la guerra, y la absurda idea de que se iba a poder terminar con eso bien rápido; hablo siempre de los campos de concentración. En fin, no seguiré haciendo epílogos con los diversos viajantes de comercio que se especializaron en taponar el asunto, en cuya primera fila hubo uno, como ustedes saben, que se ganó el premio Nobel. Pudo verse hasta qué punto se hallaba a la altura de su heroísmo del absurdo, en el momento en que fue cuestión de tomar partido seriamente sobre un problema actual.

En fin, todo esto es para recordarnos — puesto que paralelamente a esas reflexiones yo releía —bien lo dije, como recién, a vuestro servicio— mi seminario sobre la Etica, de hace algunos años; y para renovar la legitimidad de lo más esencial que creo haber articulado en él después de nuestro maestro Freud, lo que creo haber acentuado en él de una manera digna de la verdad en cuestión: que toda moral debe ser buscada en su principio, en su proveniencia, del lado de lo Real. Pero todavía es preciso saber qué entendemos al decir esto. Pienso que para quienes oyeron ese seminario, la moral debe ser buscada del lado de lo real y especialmente en política. Pero eso no tiene que incitarlos a buscarla del lado del Mercado Común…  

Ahora voy a devolver, no sólo la palabra sino la presidencia, como se dice, o más exactamente la posición de chairman, a quien la ocupó la vez pasada, Granoff, quien tendrá que hacerlo pues será preciso que responda —dado que efectuó una introducción general a las tres partes— , que al menos pronuncie una palabrita de respuesta a la señora Aulagnier, quien hoy va a cerrar el anillo de lo que tuvo comienzo la vez pasada. Así que, Granoff, Aulagnier, acérquense. Aulagnier nos dirá que extrajo de su trabajo sobre el artículo de Margaret Little.

AULAGNIER:— Simplemente recordaré que cuando el señor Granoff, en el seminario pasado, nos brindó un enfoque sobre la manera en que en los últimos veinte o treinta años fue tratado por los analistas el problema de la contratransferencia, nos dijo —si tengo buena memoria— que a partir de las diferentes tendencias habríamos podido ver una especie de compás, una abertura de 180°, y que las dos tendencias extremas, que por lo tanto debían formar en cierto sentido las dos puntas de ese compás, eran por una parte lo que podía extraerse del artículo de Thomas Szasz, expuesto por el señor Perrier, y por otra el punto de vista opuesto, el artículo de Margaret Little, del que por mi parte voy a hablarles.

En ese artículo hay una parte teórica y una parte clínica. Agrego que por cierto no se trata de examinarlo como merecería —es un artículo muy rico, sin duda—; no es eso lo que tengo la intención de hacer, sino, yo diría, comunicarles simplemente las reflexiones que ciertos puntos del mismo me sugirieron,

Y, en primer lugar, ¿cuál es su título?. En el título, Margaret Little se refiere a un primer artículo, publicado en 1951, donde ya era cuestión de esa R, ese símbolo que para ella significa lo que, según creo, podríamos denominar «la totalidad de la respuesta del analista a las necesidades de sus pacientes».

Ya el término «necesidad» convoca nuestro interés o nos pone alertas. Es que normalmente, en francés la palabra «respuesta» sugiere como frente a frente, como sustentante, la palabra «pregunta» o «demanda». Aquí no hay nada de esto. Se trata efectivamente de «necesidad», y aunque la propia Margaret Little nos manifieste que es muy difícil decir qué entiende ella por el término «necesidad», que dicho término es muy vago, creo que lo que se desprende de todo el artículo es en verdad, da ganas de decirlo, el lado corporeidad para ella. Esa especie, no de falta, en el sentido en que Lacan nos ha enseñado a entenderla, de vacío, de precipicio a nivel del sujeto, precipicio en el que se precipita lo que en ese artículo podremos definir como el don en tanto que revelación de lo que aparece y constituye su interés, vale decir, el deseo del analista.

Dicho esto, si retomamos algunos de los puntos que con razón o sin ella me parecieron los más importantes, comenzaré por detenerme en la definición que propone la autora para el término «contratransferencia». Margaret Little comienza diciéndonos cuán lamentable resulta — y después de todo se trata de un disgusto que comprendemos y que en rigor hasta podemos compartir— el hecho de que con gran frecuencia en nuestra ética, en nuestro dominio, ciertos términos sean empleados por diferentes autores, y que los mismos términos sirvan para definir conceptos bastante diferentes, lo cual amenaza crear un diálogo de sordos.

Sabemos ya todo esto, pero — lo que parece más importante— les leeré la definición de Little sobre la contratransferencia. He aquí lo que representa para ella: «… elementos reprimidos, por lo tanto no analizados hasta ese momento en el analista, que los vincula a su paciente de la misma manera …» — me excuso, quizás no sea éste un francés muy correcto, traduzco— «… que el paciente transfiere sobre el analista afectos … etc. … que corresponden a sus padres o a objetos de su infancia, es decir, que el analista considera al paciente de una manera temporaria y variada como consideraba a sus propios padres.» . Esto representa la contratransferencia para Margaret Little.

Por lo tanto, la contratransferencia es algo que representa lo que no fue analizado y cuyo análisis, en definitiva, vale decir, las reacciónes que provocará, no podrán ser analizadas por el analista sino retroactivamente y deberán ser interpretadas, yo diría, de manera retroactiva por el analista si éste comprende a posteriori su sentido. Se tratará —enseguida lo veremos— de manera simplista, de tener una reacción que hable de esos elementos no analizados, de esa parte que ha escapado al análisis personal del analista, y que sólo después, dado que es analista, podrá o no interpretar, comprender su sentido.

Podemos agregar que a partir de aquí lo que se perfila es que en la cura, por momentos, nos hallaríamos frente a nuestros pacientes exactamente en la misma posición en que se encuentran ellos frente a nosotros, esto es: que en cierto modo asumirían el rol que tuvo nuestro analista durante nuestro propio análisis. Si provocara en nosotros ciertas respuestas, ello sería en cuanto personaje que representa a los padres.

Enseguida veremos qué debe pensarse de esas respuestas, el papel que Margaret Little les concede y sus aplicaciones, o más bien qué produce esto en la práctica, en la clínica.

A continuación, Margaret Little va a hablarnos de lo que ella definirá como respuesta total, es decir, algo que implica tanto a la interpretación como a lo que en un sentido general podemos llamar el comportamiento, los sentimientos, etc.

No me detendré sobre esto. Lo haré sobre dos puntos de la parte teórica: por un lado, lo que la autora nos dice acerca de la responsabilidad y, por otro — está en el último parágrafo, tal vez el más importante— acerca de lo que denomina la manifestación del analista como personal real, como persona.

Veamos que nos dice de la responsabilidad. Todo el artículo está —como decir— dedicado a cierto tipo de pacientes, aquéllos a quienes ella denomina pacientes border-line, personalidades psicopáticas y que en realidad son aquéllos que, según creo, nos interesaría llamar estructuras psicóticas. Agrego que aquí se advierte el interés que ofrecería efectuar una diferencia entre estructura psicótica y psicosis clínica o psicosis sintomática; pero esto … poco importa.

Al abordar el problema de la responsabilidad, Margaret Little nos dice que ante todo esta claro que nadie nos obliga a ser analistas, y que si hemos elegido serlo, nadie nos obliga a aceptar determinado tipo de pacientes. Pero que a partir del momento en que los hemos aceptado, nuestra responsabilidad frente a ellos queda enteramente comprometida; hay un compromiso del cien por cien, y por cierto que es preciso conocer sus limites, aún cuando no pudiéramos respetarlos … etc. Pero en definitiva, con una muy grande honestidad y una sensación de examinar las cosas lo más frontalmente que puede, Little insiste sobre lo que se podría llamar nuestra responsabilidad, en particular frente a este tipo de pacientes.

Hasta aquí no hay nada que no podamos compartir y aceptar completamente. Por el contrario, quedo particularmente interesada o alertada cuando nos dice que es útil hacer consciente al analizado de esa responsabilidad, de la responsabilidad que asumimos. Aquí debo decir que, si he comprendido bien lo que dice Margaret Little, verdaderamente me detuve al leerlo, porque ¿qué nos dice Margaret Little?. Nos dice: «En general, este tipo de pacientes no se da cuenta en absoluto de la responsabilidad que nos es propia. Por lo tanto, es preciso que les hagamos tomar conciencia.». Nos explica la razón de todo esto invocando el mito del Yo auxiliar, de la identificación con el analista, y en el espíritu de Margaret Little todo este período debería preceder en el psicótico a otro período de la cura, aquél en el cual podrían hacerse interpretaciones transferenciales.

Dejo de lado, si así lo quieren, todo lo que al respecto podría decirse teóricamente, para replantear la pregunta que me formule, y que es ésta: ¿acaso podemos, acaso debemos hacer consciente al paciente de nuestra responsabilidad?. Que ella existe, y que a veces pesa gravosamente sobre nuestros hombros, esto es muy cierto. Pero yo diría que al leer a Margaret Little tuve la impresión de que algunas veces me gustaría poder hacer consciente al paciente de la responsabilidad que me pertenece; no es que no se pueda, que él no sea capaz de comprenderla, pero me parece que no se trata de esto. Precisamente, ese peso que carga sobre nosotros es lo que no podemos compartir con el paciente.

En fin, creo que en todo lo que dice Margaret Little hay algo del orden de la seducción y de la gratificación frente al paciente, algo que precisamente me parece que debe evitarse, tanto con el neurótico como con el psicótico. Este punto me interesó, claro está, pero al respecto estoy muy lejos de Margaret Little. Y enseguida veremos a dónde la conduce.

Para terminar, quisiera describirles lo que en mi opinión constituye la síntesis de todo el artículo, es decir, la manera como la autora define el encuentro analista-analizado. Declaro que los guiones no son míos sino de Margaret Little:

person-with-something-to-spare

meets        person-with-needs

Esto quiere decir, exactamente, «una persona que tiene algo para dar»; pero to spare, en inglés, tiene una significación muy particular. Se trata de algo de lo que él puede disponer, algo que él tiene de más, en el sentido: pienso ir al teatro y estoy solo, de pronto alguien me da dos entradas; es evidente que tengo una entrada para dar. Este es el sentido de to spare en inglés. «Encuentra una persona con necesidades»: tal es la manera como Margaret Little define el encuentro analítico. Creo que simplemente a partir de aquí, toda su manera de concebir el análisis y todo lo que es del orden de esa especie de pivote siempre tan importante, y siempre difícil de aprehender, el deseo del analista, aparece en todo su esplendor.

Antes de volver sobre esto, veremos qué nos dice Margaret Little a nivel de la manifestación del analista en cuanto persona. Al leerla yo me decía que entre las diferentes cosas —y hay muchas— que Lacan nos aportó, hay una que como analista me parece en verdad valiosa: se trata de su enseñanza sobre lo que entre nosotros llamaríamos, o él llamaría, la realidad. Pero da la casualidad de que hablo de ella, según creo, justo antes de mi exposición, o más bien de mi resumen.

¿Qué es la manifestación del analista en cuanto persona?

«Y bien — nos dice Margaret Little—, con ese tipo de enfermos que no son capaces de simbolizar, que son estructuras psicóticas, etc. … es necesario que el analista sea capaz de manifestarse en cuanto persona.»

Se trata de dos cosas: la primera apunta al dominio de lo que en general podemos llamar «la afectividad»: «Es preciso que el analista sea capaz», nos dice «de mostrar sus sentimientos a los pacientes»

Pero hay algo que va más allí. Recordarán que hace poco les definí lo que para Margaret Little era la contratransferencia: ese núcleo no analizado que en determinado momento provoca cierto tipo, por cierto, justamente cierto tipo de palabras, ya sean verbales o gestuales, poco importa, en el individuo. Para Margaret Little, ¿incita este tipo de respuestas al reacting-impulse, es decir, a las reacciónes impulsivas? Tales reacciónes impulsivas, nos dice, existen siempre pero, por encima de todo, son absolutamente benéficas para el paciente; claro está que en ciertos casos, agrega. Aquí debo decir que leer esto me dejó verdaderamente sorprendida.

Pero volvamos a la primera parte. Lo que Margaret Little nos dice sobre la manifestación del analista en cuanto persona real, ¿para qué habría de servir, según ella? Debe servir para una nueva definición que encontramos —no la reproduzco, pero creo recordarla bastante bien— y que se dirige a permitir al sujeto una absorción, una incorporación y creo que una digestión —todos los términos están allí— normativas, que se dirige a una normalización del analista en el lugar de una introyección mágica.

Por mi parte, agrego que esto ocurre con el psicótico. También es cierto que, una y otra vez, nos convertimos para el psicótico en el lugar de esa introyección. E igualmente lo es que esto resulta necesario para que podamos analizarlo. Pero decir que el hecho de que él nos introyecta en cuanto persona real es diferente de la introyección mágica, que es su modo de relación de objeto, aquí, debo decir, hay un matiz que se me escapa enteramente, y no pienso que exista.

De todos modos, volvemos a lo que nos dice Margaret Little sobre la manifestación del analista como una persona. Puede plantearse una primera pregunta: el hecho de mostrar nuestros sentimientos a nuestros pacientes (ella habla de «nuestra afectividad»), ¿como es que introduciría una dimensión de realidad en la cura? Y esto por dos razones. La primera — y aquí me excuso por referirme a mí misma pero como analista; soy la única de quien puedo hablar, no veo cómo podría hablar de otro analista que yo— es que me parece que para todo analista la realidad nunca es tan real como a partir del momento en que él habla, justamente, desde su lugar de analista, y que cuanto más correcto sea ese lugar de analista, más lejos estará de los reacting-impulse, más real me parece que será él mismo.

Si ahora dejamos de lado la realidad con relación al análisis, y nos colocamos a nivel del sujeto, del analizado, se planteará la misma pregunta. Porque si recuerdan lo que nos dijo Perrier, por ejemplo, sobre la posición de Szasz, con eso absolutamente rígido y lúcido que también presenta en su manera de concebir al analista, ¿creen de verdad que ese tipo de analista no es absolutamente real en sus funciones?. ¿Creen de verdad que ese tipo de analista puede ser para el paciente una especie de máquina que dijera: «Hum … hum …», cada veinte minutos o lo que fuere?

Pienso que el analista siempre es, en cierto sentido, real, y que en otro sentido no lo es nunca. Quiero decir que, ya sea que ustedes interpreten o que estornuden, de todos modos el analizado lo oirá en función de su relación transferencial. En el análisis no puede haber ninguna otra realidad que ésa. Es la única dimensión en la que se inscribe la cura, y es algo que nunca debe olvidarse.

En cuanto a esa especie de deseo presente en Margaret Little, lo que hace que se pasara a otra escena, — pero esta vez sería … ¿qué escena?: la escena de una realidad que sería realidad justamente en la medida en que va más allá, en que es exterior al parámetro de la situación analítica— , creo que en verdad hay aquí algo que no es aceptable, al menos en nuestra óptica; no digo que después de todo no puedan verse las cosas de esa manera, pero entiendo que en lo que constituye nuestra propia óptica esto por lo menos parece contener, parece encerrar una paradoja.

Y ahora llego al último punto del que hablaré antes de pasar al caso clínico. Se trata — y aquí se sigue exactamente la línea de todo lo que dije hasta ahora— de lo que Margaret Little llama «reacciónes impulsivas».

¿Qué son las reacciónes impulsivas?. Y bien, se trata de reacciónes que vienen en línea directa, no simplemente del ello del analista, sino yo diría de esa parte de su inconsciente que nunca pudo analizar. Aquí creo que no es tanto a nivel teórico como intentaremos ver lo que esto implica, sino a nivel del ejemplo que cita Kelton y donde en efecto puede advertirse qué puede determinar, qué puede provocar este tipo de comportamiento en la práctica.

El material clínico:

No, no les hablaré del caso; simplemente les diré que se trata de lo que sin equívoco posible, según creo, llamamos estructura psicótica. Se trata de un análisis que se mantiene desde hace diez años. Durante los siete primeros, nos dice Margaret Little, fue absolutamente imposible hacerle admitir que analizara de la manera que fuese la transferencia. Y sin embargo, no es ciertamente por no haber hablado — no se ve por qué (…) su propia técnica— en cuanto persona real.

Hasta diría yo que la autora nos da muy buenos ejemplos. Son los dos a los que se refirió Lacan la última vez que habló aquí. Se trataba de una vez en que el sujeto llegó y, siendo el último de una larga serie que se había dedicado a criticar el consultorio de la analista, Margaret Little le dice que en definitiva le es absolutamente igual que piense lo que piense de él; en el segúndo ejemplo —siempre dentro de los siete primeros años— el sujeto le cuenta por enésima vez unas historias con su madre y con el dinero: Margaret Little le dice que al fin y al cabo ella piensa que todo eso es puro blabla, y que ella, la analista, está haciendo un gran esfuerzo por no dormirse. Reacciónes impulsivas si las hay, reacciónes que quizás no son tanto, como parece creerlo Margaret Little, manifestaciones de esa especie de realidad real, verdadera, del analista, en todos los casos intervenciones que dejan exactamente las cosas en su status quo; vale decir que, por cierto, la analizada quedó contrariada: «Bueno, de acuerdo, discúlpeme, no lo diré más», expresó. Pero, en realidad, las cosas siguen exactamente como antes. Siguen como fueron antes y después de siete años de análisis. Margaret Little y la analizada piensan que harían bien en interrumpir el tratamiento, sabiendo ambas que de hecho el problema nunca pudo ser abordado. Aquí va a situarse el episodio de la muerte de Ilse. No hablaré del análisis del caso —podríamos decir que hay un duelo, un personaje que ha muerto, ya que es simplemente en el nivel de la contratransferencia donde hoy intenté definir o hablar.

Volveré un poquito hacia atrás para, a partir de allí donde hemos de ver cierta interpretación, volver sobre esa fórmula que en el espíritu de Margaret Little define el encuentro. Hago una pregunta, ya que en definitiva para todos la respuesta sería negativa, sin necesidad siquiera de largos discursos al respecto: ¿puede definirse verdaderamente al analista como un ser humano, un sujeto que tendría algo más que los otros?

Creo que basta con oír hablar a Lacan, y simplemente con referirnos a nuestra propia experiencia de analistas, pare advertir hasta qué punto esta solución es absolutamente impensable.

En cuanto a las necesidades del analizado, no sé si es necesario recordar aquí todo el desajuste, todo lo que puede decirse a nivel de la necesidad y de la demanda. Pero lo que ellos no saben es que en esta simple fórmula no sólo está inscripta la manera de Margaret Little de ver el encuentro, sino verdaderamente el deseo del analista, el deseo de Margaret Little, vale decir, ser esa especie de sujeto que tiene algo de más, algo con lo cual ella puede alimentar — no es casual este empleo de un término que pertenece al vocabulario oral— , puede llenar un vacío, una suerte de abertura (béance) real, que advierte como tal a nivel del sujeto que llega al análisis.

A partir de aquí, vamos a volver no a esas dos interpretaciones de las que les hablé, sino a esa primera interpretación que, en efecto, es la primera que no diré que hace ir al análisis hacia esa cosa positiva que finalmente podría determinar la verdadera curación, sino que hace ir al analizado, que lo hace moverse.

Esto ocurre en el momento de la muerte de Ilse. Ilse es un personaje, un sustituto parental de la edad de los padres de la enferma, a quien conoció siendo niña y que ha muerto hace poco en Alemania. El sujeto acaba de enterarse.

Llega al consultorio en un estado de aflicción, de desesperación, estado que dura una sesión tras otra y que termina enloqueciendo literalmente a Margaret Little; ésta nos dice: «Tuve la impresión de que si de una u otra manera yo no conseguía «to break through», hacer irrupción allí dentro, mi enferma moriría, mi enferma llegaría a faltarme.». ¿Morir por qué?, dice. «Por dos razones: o bien porque se suicidaría, o bien porque moriría de agotamiento pues ya no podría comer, ya no podría hacer nada.»

Por consiguiente, en determinado momento del tratamiento, Margaret Little queda absolutamente enloquecida por lo que sucede. En este punto considero necesario recordar lo que al respecto nos dijo Lacan, es decir, que en ese preciso momento se ha producido un desarrollo, y ¿en qué se ha convertido la analista?. En el lugar de la angustia, o sea que no sólo es el lugar de la angustia sino que el objeto de su angustia está representado, precisamente, por la paciente. En dicho momento va a intervenir Margaret Little, de ninguna manera — como cree— para mostrar su afectividad, sino que va a intervenir verdaderamente a partir de su Ello (…) residuo inconsciente inclusive para ella; va a decirle que ella, la analista, se halla terriblemente afectada por lo que pasa, que ya no sabe qué hacer, que además tiene la impresión de que nadie podría soportar verla en ese estado, que sufre con ella; en fin, no tienen más que leer y verán que lo que hace es, en verdad, instaurar al sujeto, Fredda, como objeto de su angustia.

¿Qué sucederá entonces? Sucederá que esta vez el sujeto va a entender las cosas, yo no diría exactamente como la analista las comprende, sino como la analista las vive: «Yo soy el objeto de tu angustia». «Y bien, está muy bien», se dice, «está muy bien porque en definitiva ese objeto de angustia intenté serlo frente a mi padre, pero no fue posible, ya que él estaba encerrado en una especie de armadura; era un megalomaníaco — alguien, diría Lacan, a quien no es cuestión de que pueda faltarle lo que fuere—; ese objeto de angustia intenté serlo con mi madre, y ahora me hace muy feliz poder serlo, en efecto, para usted».

¿Qué veremos a partir de aquí? Veremos que el sujeto, el analizado, responde exactamente desde ese lugar, es decir que se sucederán toda una serie de respuestas, de reacciónes que tienen por meta y como única meta provocar la angustia de la analista, a fin de que una y otra vez ésta la tranquilice y le diga que ella, la analizada, es el objeto de su angustia. En efecto, a partir de este momento surgirán crisis de histeria, reacciónes suicidas extremadamente graves, ya que la propia analista queda muy sorprendida de que la enferma no hubiese muerto a consecuencia de un accidente, pues en dos ocasiones unos vecinos han venido a decirle: «La enferma que sale de su casa se va a hacer matar, cruza la calle de una manera absolutamente loca». Y después, no sólo va a reanudar sus robos, sino que se las arreglará para robar ante la presencia de un detective, y para obligar a la analista no sólo a extenderle un certificado — bueno, podemos llegar a hacer certificados para ciertos tipos de paciente— sino un certificado en el que no conforme con decir: «Médicamente no es responsable», agrega: «porque este sujeto es alguien absolutamente digno de confianza y profundamente honesto». ¿Qué tiene que hacer esto en el certificado?. Todavía me lo pregunto. Poco importa. Tal vez haya que buscar la respuesta a nivel de la contratransferencia. Sea como fuere, las cosas continúan así. Y en realidad, si no nos halláramos frente a Margaret Little, es decir, frente a alguien que es analista y probablemente una buena analista, habrían podido continuar así, o sea que la relación que la analizada vivía con la madre, la vive con la analista y, también esta vez, rehusa de manera total toda interpretación.

Entonces, ¿cuándo van a cambiar verdaderamente las cosas?. Las cosas cambian a partir del momento en que Margaret Little es llevada a reconocer sus propios limites. En ese momento, ella hablará, desde luego, pero de ningún modo se trata del reacting-impulse, de ningún modo se trata de una reacción afectiva. Ella hablará desde su lugar de analista, en un discurso de interpretación perfectamente consciente para ella, y que inducirá la respuesta que tenemos derecho a esperar cuando hacemos este tipo de interpretación; es decir que el sujeto le hará un regalo, podríamos decir — porque es más bien de su lado que del nuestro, de todos modos— , le hará el regalo de su fantasma fundamental.

¿Cuál es esa interpretación?. En ese momento la analista le dice que, si las cosas siguen así, ella, la analista, tendrá que interrumpir el tratamiento.

Creo que es aquí donde debe verse esa introducción de la función del corte que siempre debería estar presente en análisis, que constituye el fin mismo y el pivote sobre el cual gira todo nuestro tratamiento, y que de hecho da lugar inmediatamente, como respuesta, ¿a qué cosa? a que el sujeto diga finalmente a la analista lo que constituye su fantasma fundamental: el de la cápsula redonda, esférica, perfecta, que ella ha construido justamente por ser incapaz de aceptar una castración, una falta que nadie había podido nunca simbolizar para ella. A partir de ese momento podemos esperar, — con Margaret Little, y quizás con razón— que el tratamiento culmine en esa última sesión que, se trate de un neurótico, de un futuro analista o de un psicótico, es siempre la misma: aquélla en que el analista repite por enésima vez, y a esto se debe que, no el análisis, sino el autoanálisis jamás esté terminado, y que el paciente experimente por primera vez la única cosa por la cual ha recorrido ese largo camino, la única cosa, el punto al que tenemos que llevarlo: que él es el sujeto de una falta, que está marcado por el sello de la castración como todos nosotros, y que lo que hay que poder asumir es la separación.

LACAN:— Le ruego que pronuncie esas palabritas de conclusión que yo sugería y que usted, por lo que leí, se colocó en posición de emitir —enseguida diré en qué condiciones tuve conocimiento de lo que se dijo la vez pasada; pero, en fin, sé que usted anunció que se encargaría del cierre.

GRANOFF:— No pensé haber anunciado que yo mismo iba a cerrar. Pero en fin, aunque no hablemos de cierre, podemos decir algunas palabras. Evidentemente mi posición, tal como ella se define, es diferente de la suya, en el sentido de que no tengo que hacer la crítica de un artículo a fortiori, la critica, en suma del procedimiento o de los resultados del análisis de Margaret Little, sino más bien intentar una interpretación del curso general, del que Margaret Little y Szasz representan formas particulares de desenlace.

Entre Little y Szasz puede verse, y lo he visto —estoy en el origen de esa imagen, de ese sector de 180°— pero habría que agregar que ambos son autores contemporáneos, que ambos son del mismo período y que a ese título uno y otro deben ser opuestos a lo que sitúa un falso origen de esa mediación, en relación con la contratransferencia, origen que evidentemente se remonta a Freud y a todos los autores de su inspiración, podríamos decir.

Muy brevemente, una suerte de reflexión sobre lo que usted acaba de decirnos podría llevarnos a dos clases de consideraciones bien generales: por una parte, relativas al conjunto de la evolución, y más particularmente en la forma en que Margaret Little da cuenta del punto a su manera, una manera que, evidentemente, tiene todo su valor; porque seguramente no dejaron de observar que ella dejaba transparentar, puede decirse, un temible candor …

AULAGNIER:—… para oponer a los pedantes.

GRANOFF:—… Es lo que quiero decir. Porque si ese candor temible pudiera oponerse a algo, seguramente sería al pedantismo. Y, en este sentido, es manifiesto para ustedes — pienso yo— que ese candor ella lo obtiene de aquella que lo introdujo en su propia meditación, es decir, Melanie Klein.

Adecuado para espantar al pedante, de quien habríamos hallado, en el mismo periódico, otros representantes que seguramente no se habrían presentado o no habrían presentado su obra en un desarme teórico semejante, pero que nos habrían hecho leer una literatura, digamos, a priori más fastidiosa que lo que Margaret Little nos propone; y ya en esa época, es decir, hacia los años treinta, señalaba Bárbara Low, hay autores que no parecen pedantes: en el primer puesto sitúa a Freud y después a Ferenczi.

Tras este pequeño paréntesis, puede decirse que el conjunto de la evolución, tirando un poquito de las cosas y tomando algo del lenguaje de Szasz, que no es, como se diría en inglés, «irrelevant», al menos para la época, puede decirse que ocurrió lo siguiente: si Margaret Little, si ciertos analistas como ella, pueden presentar legítimamente la situación analítica como el encuentro de alguien que tiene necesidades con alguien que tiene «something to spare» … ¿qué usted traduciría por …?

AULAGNIER:—… algo de lo que dispone.

GRANOFF:—… algo de lo que dispone, quizás sea preciso completar aquí la noción de «algo de lo que dispone». Seguramente se trata de algo de sobra, pero con un matiz bastante particular, y es que finalmente se trata de piezas de recambio. Quiero decir que el «de sobra» también está marcado por el signo de lo intercambiable, no tanto porque la pieza de recambio más corriente es una rueda de recambio, que en inglés se llama «a spare-wheel», sino porque el «de sobra» es aquí en verdad, como con respecto a las entradas de teatro de que usted misma hablaba, algo de lo que después de todo una inadvertencia en la boletería habría podido hacer entrar a diez, veinte, o por último a la sala entera. Es decir que a nivel de ese «something to spare» se traduce un efecto que Szasz no nombra pero que nosotros traducimos por lo que podríamos llamar un «efecto de politización del análisis» o aún como los efectos a distancia de algo así como el nacimiento del analista en la ciudad, con sus efectos de politización y, yo diría, de descenso a cierta dimensión económica que está presente a nivel de la pieza de recambio.

Al mismo tiempo surge, podemos decir, una nueva ética de esa ciudad analítica, pero de esa nueva ética podemos decir que en lo esencial se carácteriza por, yo diría, el surgimiento de una dimensión nueva, de la delincuencia. Sería demasiado àpresurado referir tal noción de una delincuencia analítica pura y simplemente al análisis salvaje — el análisis salvaje no es siquiera su primer enfoque, hablando con propiedad no se trata de eso— y dicho aspecto de delincuencia está lejos de no ser más que un abordaje comprensivo de la cuestión. Pero aquí presenta sin embargo la mayor importancia, ya que después de todo, la manera en qué Margaret Little se sirve de esa atmósfera de civismo analítico es algo del orden, literalmente, de la aceptación del delito, en la medida en que en toda su refutación de la literatura antecedente sobre la contratransferencia, literatura donde la denegación es finalménte tan tangible y tan tocante como en autores como la que cité la vez pasada, es decir Lucy Tower, de todos modos la dimensión del delito en sin embargo particularmente sensible.

Por lo tanto, ella nos dice —tomando los términos en un sentido szasziano, siempre que sea posible tolerar este neologismo— que es de aceptar el delito, y de esa aceptación del delito así asumido, que provendrá la renovación de la ética que predomina en el civismo analítico en el momento en que ella escribe.

Tomando las cosas por otro lado, es decir, el del artículo, ustedes se han preocupado más de lo que ella merece, yo diría, con respecto a su formulación: «¿Tiene el analista algo de más?». Ese «de más» no es sin embargo tan escandaloso como podría parecerlo, pero incluso si no se trata de algo de más, la pregunta igual puede ser formulada. Lo importante consiste, precisamente, en saber qué. Y aquí se sitúa de nuevo ese sector de 180°. Pues, en efecto, para los autores de la generación contemporánea, ¿qué es lo que el analista tiene de más?. En todas las enumeraciones que se hicieron, sea bajo el título de la contratransferencia, sea bajo cualquiera de los títulos técnicos que pueden hallarse en la literatura, encontrarán ustedes los siguientes encabezamientos del capítulo: tiene de más un saber, o bien un poder, o bien un gran corazón, o una fuerza, o aún, en una nomenclatura más específicamente anglosajona, un skill, vale decir, una aptitud cuya frontera con el talento se torna más difícil de definir.

Entre los autores de la generación, no precedente sino antecedente, el «de más» se definiría, como en Barbara Low, de otra manera. ¿Qué tiene él de más?

En Barbara Low, por ejemplo, tiene una curiosidad de más, y el problema es legitimar su curiosidad. En Barbara Low, ya o todavía, podría decirse, lo que tiene de más no es diferente de algo así como una variedad especial de un deseo de curar. Pero, ¿se trata de un deseo de curar? No sé.

Lo cual hace que entre los ejemplos elegidos, en fin, las expresiones más reveladoras en esos autores, después de todo cuando Freud habla de contratransferencia, ¿de qué habla finalmente como ejemplo particularmente fuerte de dificultades? De una paciente muy conmovedora, que dice cosas muy conmovedoras, y de preferencia bella. ¿De qué habla Barbara Low cuando habla de la posición del analista? De uno de esos problemas que traté de señalar el año pasado: ¿es que el analista no debe tratar de ser el lover, es decir, el amante del material del paciente? En cuanto al otro autor mencionado por Low, Ferenczi, su obra es ahora demasiado conocida para volver sobre algo que se está convirtiendo en una broma.

Es por cierto en Ferenczi donde la pregunta sobre el deseo del analista tal vez se articule de la manera más patética. Por lo tanto, entre la presencia en el analista de algo particular —¿un «de más», una, diferencia, una especialidad de un deseo?— y, en la generación contemporánea, una definición del «de más» indisociable de lo que podemos llamar, como intenté hacerlo, una politización del analista, ésta es una de las maneras con las que para concluir en siete minutos podríamos tratar de dar cuenta de la evolución de la meditación, en el interior del medio analítico, sobre los llamados problemas de la contratransferencia, y al mismo tiempo y correlativamente, del manejo de lo que llamamos relación de objeto.

LACAN:— No estuve del todo mal inspirado cuando pedí a Granoff que se encargara de la conclusión, no sólo porque así me descarga de una parte de mi tarea de crítica, sino además porque creo que ha completado muy bien, y al mismo tiempo esclarecido, lo que creí percibir en una rápida lectura del discurso de introducción que realizó la vez pasada y que quizás no con motivo, pero en fin, digo en una lectura rápida, me había dejado un poco con las ganas.

Debo decirles que lo había encontrado, con respecto a la tarea que le estaba reservada, especialmente el artículo de Barbara Low, un poco detrás de la verdad; para decirlo todo, como si no hubiera agotado todo lo que puede extraerse de ese artículo, por cierto con mucho el más extraordinario y el más notable de los tres.

De algún modo vi el signo de una evasión en el hecho de que nos haya arrojado, de que nos haya remitido a la forma más moderna de intervención sobre este tema bajo la forma del articulo de Lucy Tower; por otra parte, debo agradecerle que de ese modo haya quedado introducido dicho artículo. Por múltiples razones yo mismo no lo hubiera hecho este año, pero ahora no podemos eludirlo.

Habrá que encontrar un medio para que ese articulo de Lucy Tower que él no pudo resumir, quede disponible, al menos para el conocimiento de cierto número al que puede interesar en el más alto grado.

Esto, para orientar las cosas como deseo tomarlas durante la media hora o los treinta y cinco minutos que nos quedan. No les diré mucho más que lo que sé que pudo aportar cada uno, aunque estoy muy agradecido a Perrier por haberme enviado ayer un breve resumen de lo que por su parte aportó, resumen que se hizo necesario por el hecho, sobre el cual no necesito demorarme mucho mas, de que no pude obtener a tiempo un informe mecanografiado de lo que se dijo la vez pasada. Efecto del azar o de la mala organización, no es ciertamente obra mía que las cosas se hayan producido así; porque durante todo este tiempo de intervalo traté de tomar todas las precauciones para que semejante accidente no se produjera.

Por lo tanto, me doy tiempo. Y tal vez inclusive para una mejor información, para hacer alusión a puntos de detalle que tendré que destacar, los autores de esas intervenciones no pierden nada con esperar un poco. Pienso que masivamente ustedes saben bastante de lo que yo deseaba aportar con la referencia a esos artículos, que ante todo parecen —y efectivamente lo están— centrados todos ellos en la contratransferencia, tema que tampoco pretendo verles de ninguna manera precisar como merece y, por lo tanto, haber hecho esto en las perspectiva de lo que tengo que decirles sobre la angustia, más exactamente de la función que debe cumplir esa referencia a la angustia en la prosecución general de mi enseñanza.

Es que efectivamente estas palabras sobre la angustia no podrían mantenerse alejadas por mucho tiempo de un enfoque más preciso de lo que desde hace algún tiempo surge de una manera cada vez más insistente en mi discurso, a saber: el problema del deseo del analista.

Porque al fin de cuentas al menos esto no puede dejar de escapar a los oídos más duros: que en la dificultad del abordaje de esos autores en lo relativo a la contratransferencia, el obstáculo está en el problema del deseo del analista; obstáculo porque, en suma, tomada en forma masiva, es decir, no elaborada como aquí lo hemos hecho, toda intervención de este orden, por sorprendente que parezca después de sesenta años de elaboración analítica, parece participar de una profunda imprudencia.

Las personas en cuestión, se trate de Szasz, de la propia Bárbara Low, o más aún de Margaret Little — y enseguida diré en qué consiste a ese respecto el progreso de la cosa— , en las prodigiosas confidencias de las que Lucy Tower, última autora en fecha, habló muy profundamente, o para ser más precisos, hizo una confesión muy profunda de su experiencia, ninguno de esos autores puede evitar poner las cosas en el plano del deseo. El término contratransferencia, allí donde es enfocado, a saber, en general, la participación del analista, pero no olvidemos más esencial que el compromiso del analista, a propósito del cual ven ustedes producirse en esos textos las vacilaciones más extremas, desde la responsabilidad cien por cien hasta la más completa salida del apuro; creo que al respecto el último articulo, del que por desdicha sólo tienen ustedes un conocimiento de forma indicativa, el de Lucy Tower, señala bien, no por primera vez pero sí por primera vez de una manera articulada, lo que en ese orden es mucho más sugestivo, a saber, aquello que en la relación analítica puede sobrevenir del lado del analista y que ella llama un pequeño cambio para él (el analista).  De esa reciprocidad de la acción no digo en modo alguno que constituya el término esencial cuya sola evocación esta destinada a restablecer la cuestión en el nivel donde debe ser colocada. En efecto, no se trata de definición, ni siquiera de una exacta definición de la contratransferencia que podría ser dada muy simplemente, bien simplemente no ofrece sino un inconveniente como definición: el de descargar completamente la cuestión de su alcance, es decir, que es contratransferencia todo aquello que, de lo que recibe en el análisis como significante, el psicoanalista reprime. La contratransferencia no es otra cosa, y por eso, el problema de la contratransferencia no es el verdadero problema. Es en el estado de confusión en que se nos la presenta, que cobra su significación. Dicha significación única es aquélla a la cual ningún autor puede escapar, precisamente en la medida en que es eso lo que le interesa: el deseo del analista.

Si tal cuestión no sólo no está resuelta sino que finalmente tampoco ha comenzado a estarlo, es simplemente porque hasta ahora, en la teoría analítica, quiero decir hasta este seminario precisamente, no hubo ninguna exacta puesta en posición de lo que es el deseo.

Pues, sin duda, llevar esto a cabo no es empresa pequeña. Además, pueden comprobar que nunca pretendí realizarlo de un sólo paso. Ejemplo: la manera como lo he introducido, distinguiendo, enseñándoles a situar en su distinción el deseo con relación a la demanda. Y al comienzo de este año especialmente, introduje ese algo nuevo, sugiriéndoles de entrada, a fin de observar vuestra respuesta o vuestras reacciónes, como se dice, que no faltaron, la identidad del deseo y de la ley.

Es bastante curioso que semejante evidencia —porque se trata de una evidencia, inscripta en los primeros pasos de la doctrina analítica misma—, que semejante evidencia no pueda sin embargo ser introducida o reintroducida, si ustedes quieren, sino con tales precauciones.

Por eso vuelvo hoy sobre este plano, para mostrar algunos aspectos del mismo y hasta algunas implicaciones. El deseo, entonces, es la ley. No se trata sólo de que en la doctrina analítica, con su cuerpo central del Edipo (…), esta claro que lo que constituye la sustancia de la ley es el deseo por la madre, y que inversamente, lo que normativiza el deseo mismo, lo que lo sitúa como deseo, es la llamada «ley de prohibición del incesto».

Tomemos las cosas por el sesgo, por la entrada que define esta palabra —que tiene un sentido presentificado en la época misma que vivimos—: el erotismo. Como se sabe, su manifestación sadiana, digamos, si no sádica, es las más ejemplar. El deseo se presenta en ella como voluntad de goce sea cual fuere el sesgo por el que se manifieste; hablé del sesgo sadiano, no dije sádico, y esto también es verdad para lo que llamamos masoquismo.

Esta bien claro que si algo revela la experiencia analítica es que incluso en la perversión, donde el deseo se presentaría en suma como aquello que hace la ley, es decir, como una subversión de la ley, el deseo es de hecho y verdaderamente el soporte de una ley. Si algo sabemos ahora del perverso es que lo que aparece desde afuera como satisfacción sin freno resulta ser defensa, puesta en juego, puesta en ejercicio de una ley en tanto que ella frena, suspende, detiene, precisamente, en el camino del goce.

La voluntad de goce en el perverso, como en cualquier otro, es voluntad que fracasa, que encuentra su propio limite, su propio freno, en el ejercicio como tal del deseo perverso. Para decirlo de una vez, y como bien lo señaló una de las personas que habló hoy a mi pedido, el perverso no sabe al servicio de qué goce se ejerce su actividad. No es en todos los casos al servicio del propio.

Esto permite situar de qué se trata a nivel del neurótico. El neurótico se carácteriza —y por eso fue el lugar de pasaje, el camino que nos llevaría a este descubrimiento, que es un paso decisivo en moral— por el hecho de que la verdadera naturaleza del deseo — en tanto que ese paso decisivo no queda franqueado sino a partir del momento en que orientamos la atención sobre lo que estoy articulando expresamente ante ustedes— , el neurótico constituyó ese camino ejemplar en el sentido de que nos muestra que es a la búsqueda, a la institución de la ley misma que tiene necesidad de pasar, para dar su estatuto a su deseo, para sostener su deseo. El neurótico, más que cualquier otro, pone de relieve el hecho ejemplar de que no puede desear sino según la ley. El neurótico no puede sostener, no puede dar su estatuto a su deseo sino como insatisfecho de él o como imposible. Claro está que llevo las de ganar al hablarles sólo de la histérica o del obsesivo, ya que esto es dejar completamente fuera del campo de la neurosis aquello que, a través de todo el camino recorrido, aún nos embaraza, a saber, la neurosis de angustia, sobre la cual espero hacerles dar este año el paso necesario. No olvidemos que de esa neurosis partió Freud, y que si la muerte, su muerte nos privó de algo, es de no haberle dejado tiempo para volver a el ella. En lo relativo al tema de la angustia, y por paradójico que les parezca, nos vemos inducidos al plano crucial, al punto crucial que llamaré «mito de la ley moral», a saber: que toda posición sana de la ley moral debería ser buscada en el sentido de una autonomía del sujeto.

El propio acento de esa búsqueda, la acentuación cada vez mayor, en el curso de la historia de tales teorías éticas, de la noción de autotomía, en buena medida muestra de qué se trata, a saber, de una defensa, y que lo importante es tragarse esta verdad primera y evidente: que la ley moral es heterónoma; por eso insisto sobre el hecho de que ella proviene de lo que llamo «lo real», en tanto que éste interviene, e interviene cuando interviene esencialmente, como nos dice Freud, elidiendo al sujeto, determinando con su intervención incluso lo que llamamos «represión», y que sólo cobra su pleno sentido a partir de esa función sincrónica, la que articulé ante ustedes al hacerles observar qué cosa es, en una primera aproximación, borrar las huellas. Claro está que sólo se trata de una primera aproximación, ya que todos saben, precisamente, que las huellas no se borran y que esto constituye la aporía del asunto, aporía que para ustedes no es la única, y muy precisamente por eso se elabora ante ustedes la noción de significante; no se trata del borramiento de las huellas sino del retorno del significante al estado de huellas, la abolición de ese pasaje de la huella al significante constituido por lo que intenté hacerles sentir, describirles mediante una puesta de la huella entre paréntesis, un subrayado, un tachado, una marca de la huella. Esto es lo que salta con la intervención de lo real. Al remitir el sujeto a la huella, al mismo tiempo lo real abuele al sujeto; porque no hay sujeto sino por el significante, por ese pasaje al significante: un significante es lo que representa al sujeto para otro significante.

Para captar el resorte capital de esta cuestión —no en la perspectiva, siempre demasiado fácil, de la historia y del recuerdo, porque el olvido parece una cosa demasiado material, demasiado natural para que no se crea que anda sola, aunque sea lo más misterioso del mundo a partir del momento en que la memoria está puesta para existir— , para eso trato de introducirlos en una dimensión que sea transversal, todavía no tan sincrónica como la otra.

Tomemos al masoquista. El «masoco», como se dice, —lo más enigmático de la perversión para poner en suspenso— bien sabe, dirán ustedes, que el que goza es el otro. Se trataría, pues, del perverso nacido a su verdad. Constituiría la excepción a todo lo que dije antes acerca de que el perverso no sabe gozar; por supuesto, el que goza es siempre el otro, y el «masoco» lo sabría. Y bien, volveré sobre esto, sin duda. Por ahora quiero acentuar que lo que escapa al masoquista y lo pone en el mismo caso que todos los perversos, es el hecho de que él cree, por cierto, que lo que busca es el goce del otro; pero justamente, porque lo cree, no es esto lo que busca. Lo que se le escapa, aunque sea verdad sensible y que realmente se arrastra por doquier y está al alcance de todo el mundo, pero por ello jamas vista en su verdadero nivel de función, es que él busca la angustia del otro.

Lo cual no quiere decir que busque fastidiarlo .Pues por no comprender qué quiere decir buscar la angustia del otro —naturalmente es en su nivel grosero y hasta estúpido que las cosas son conducidas por una suerte de sentido común— , por no poder distinguir la verdad que hay detrás de esto, uno abandona esa conchilla en la que algo más profundo esta contenido, y que se formula como acabo de decirles.

Por eso es necesario que volvamos sobre la teoría de la angustia, de la angustia—señal, y que hagamos la diferencia, o más exactamente que volvamos sobre lo que aporta de nuevo la dimensión introducida por la enseñanza de Lacan en lo relativo a la angustia, en tanto que no se opone a Freud, pero por ahora puesta sobre dos columnas. Diremos que al término de su elaboración, Freud habla de la angustia—señal que se produce en el Yo, ¿en lo relativo a que?. A un peligro interno. Es un signo que representó algo para alguien: el peligro interno para el Yo. La transición, el pasaje esencial que permite utilizar esa misma estructura dándole su pleno sentido y suprimir la noción de interno, de peligro interno: no hay peligro interno por la razón — como de manera paradójica a los ojos de orejas distraídas, como de manera paradójica volví sobre el asunto cuando les dí mi seminario sobre la Etica, a saber, sobre la topología del Entwurf— , no hay peligro interno por la razón de que la envoltura del aparato neurológico —por cuanto es una teoría de ese aparato lo que se da— , esa envoltura no tiene interior, ya que sólo tiene una superficie, que el sistema (psi) como auf (sic), como estructura, como lo que se interpone entre percepción y conciencia, se sitúa en otra dimensión, como otra, en tanto que lugar del significante; que desde ese momento la angustia es introducida ante todo, como lo hice antes del seminario de este año, el año pasado, como manifestación específica en el nivel del deseo del Otro como tal.

¿Qué representa el deseo del Otro en tanto que sobreviene por este sesgo?. Aquí cobra su valor la señal, la señal que si se produce en un lugar que topológicamente podemos llamar el Yo, concierne a otro. El Yo es el lugar de la señal. Pero no es para el Yo que se da esa señal. Esto resulta evidente: si se enciende a nivel del Yo, es para que el sujeto —no podemos llamarlo de otro modo quede advertido de algo.

Queda advertido de ese algo que es un deseo, es decir, una demanda que no concierne a ninguna necesidad, que no concierne a otra cosa que a mi ser mismo, es decir, que me pone en cuestión; digamos que él la anula: en principio, eso no se dirige a mí como presente, se dirige a mí, si ustedes quieren, como esperado, se dirige a mí mucho más aún como perdido, y, para que el otro se reencuentre allí, solicita mi pérdida. Eso es la angustia. El deseo del Otro no me reconoce, como cree Hegel, lo que vuelve muy fácil la cuestión. Porque si me reconoce, como nunca me reconocerá lo suficiente, no tengo más que utilizar la violencia. Por lo tanto, ni me reconoce ni me desconoce. Porque sería demasiado fácil: siempre puedo salir de allí a través de la lucha y la violencia. El me pone en cuestión, me interroga en la raíz misma de mi propio deseo como a, como causa de ese deseo y no como objeto, y puesto que eso es lo que busca, en una relación de antecedencia, en una relación temporal, nada puedo hacer para romper ese apoderamiento salvo comprometerme en él. Dicha dimensión temporal es la angustia, y ésa es la dimensión temporal del análisis. Porque el deseo del analista suscita en mí esa dimensión de la espera, soy tomado en eso que es la eficacia del análisis. Bien quisiera que me viese como tal o cual, que hiciera de mí un objeto. La relación con el otro, aquí hegeliano, es muy cómoda, porque entonces tengo contra esto todas las resistencias, y contra esa otra dimensión se desliza, digamos, una buena parte de la resistencia. Sólo que para eso es preciso saber qué es el deseo y ver su función, no solamente en el plano de la lucha, sino allí donde Hegel — y por buenas razones— no quiso ir a buscarlo: en el plano del amor.

Ahora bien, si a él se dirigen — y quizás vayan conmigo, porque después de todo, cuanto más pienso en él y más hablo de él, más indispensable encuentro ilustrar las cosas de que hablo— , si leen el artículo de Lucy Tower verán esta historia: dos tipos, dos tipos con quienes lo que ella cuenta es particularmente ilustrativo y eficaz; dos historias de amor.

¿Por qué la cosa salió bien? En un caso ella misma fue conmovida, no fue ella quien conmovió al otro, fue el otro quien la puso a ella en el plano del amor; y en el segundo caso, el otro no llegó a eso, y esto no es interpretación, porque está escrito y Lucy Tower dice por qué.

Esto está destinado a inducirnos algunas reflexiones sobre el hecho de que, si hubo personas que dijeron algo sensato sobre la contratransferencia, fueron sólo mujeres

Ustedes me dirán: ¿y Michel Balint?. Sólo que, cosa bastante llamativa, si elaboró su artículo fue con Alicia. Ella Sharp, Margaret Little, Bárbara Low, Lucy Tower. ¿Por qué son mujeres las que simplemente osaron hablar del asunto, en aplastante mayoría, y dijeron cosas interesantes?. Se trata de una pregunta que habrá de aclararse por completo si la tomamos bajo el sesgo del que hablo, a saber, la función del deseo, la función del deseo en el amor, a propósito del cual, pienso, están ustedes maduros para oír esto, que además es una verdad desde siempre conocida, pero a la cual nunca se le dio su lugar: que en la medida en que el deseo interviene en el amor’ del cual es, puedo decir, una clave esencial, el deseo no concierne al objeto amado.

En tanto que coloquen esa verdad primera, sólo a cuyo alrededor puede girar una dialéctica válida del amor, en el rango de un accidente (Erniedrigung) de la vida amorosa, de un Edipo que se toma las patas, y bien, no comprenderán absolutamente nada de lo importante, ni de la manera como conviene plantear la cuestión relativa al deseo del analista. Puesto que es preciso partir de la experiencia del amor, como lo hice el año de mi seminario sobre la transferencia, para situar la topología donde esa transferencia puede inscribirse, puesto que es preciso partir de allí, hoy hacia allí los conduzco.

Pero dado que voy a terminarlo ahora, mi discurso cobra un aspecto interrumpido. Lo que produje en último termino como fórmula puede no pasar sino por una pausa, cabeza de capítulo o conclusión, como quieran. Después de todo, es legítimo que lo tomen como piedra de escándalo o banalidad. Pero aquí deseo que retomemos la próxima vez la continuación de este discurso, para situar exactamente en este punto la función indicativa de la angustia y aquello a lo cual nos dará acceso de inmediato.