Seminario 10: Clase 16, del 27 de Marzo de 1963

…Por obra de nuestra Lucy Tower encuentro haber tomado como ejemplo bajo cierto sesgo de lo que yo llamaría «las facilidades de la posición femenina» —donde el término «facilidad» tiene un alcance ambigüo— en cuanto a su relación con el deseo; digamos que lo que formulé consistía en esa especie de menor implicación que a alguien que se hallaba en la posición analítica le permitió razonar sobre esto, en su artículo llamado «Artículo sobre la contratransferencia», de una manera que nos parece si no más sana, al menos más libre. Seguramente por obra de lo que llamaré su «autocrítica interna», la autora se percató de que por efecto de lo que denomina —aquí de manera bastante sana— su contratransferencia, descuidó algo de lo que podríamos llamar la justa apreciación o centrado del deseo de su paciente; y sin que, hablando con propiedad, nos entregue lo que en ese preciso momento le dijo, porque apenas nos dice que una vez más volvió sobre las exigencias transferenciales de ese paciente pero poniéndole las cosas a punto, al hacerlo no pudo, por lo tanto, sino darle la impresión de que ella era sensible a algo cuyo descubrimiento ella misma acaba de hacer, esto es, que el paciente, en resumidas cuentas, se ocupa mucho más de su mujer, es más «casero» en el interior del círculo conyugal de lo que ella había sospechado. Parecería que por tal causa  — aquí no podemos sino confiar en ella, pues así es como se expresa en esta ocasión el paciente, no puede sino traducir esa rectificación en estos términos —que son los que usa la propia Lucy Tower— que en suma el deseo del paciente está mucho menos  desprovisto de ascendiente sobre su propia analista de lo que él creía; que, en efecto, no está excluido que a esa mujer que es su analista el no pueda hasta cierto punto hacerle algo, doblegarla —to stoop, en inglés;  «She stoops to conquer» es el titulo de una comedia de Sheridan— doblegarla a su deseo al menos así se expresa Lucy Tower. Desde luego, esto no quiere decir — ella también lo señala— que por un instante llegue a producirse algo así; al respecto, como nos dice, está suficientemente alerta, no es un bebe — por otra parte, cuándo lo es una mujer …. — en todo caso too ward of …. — término que ella emplea— está bien alerta. Pero no es ésta la cuestión. Por obra de esa intervención, de esa rectificación que al analizado se le presenta como concesión, como apertura, el deseo del paciente es verdaderamente devuelto a su lugar; pero el problema está en que el paciente nunca pudo encontrar ese lugar. Tal es su neurosis de angustia. Lo que ella encuentra entonces —lo dijimos la vez pasada— es el desencadenamiento en el paciente de lo que ella expresa, a saber: a partir de ese momento, me encuentro bajo una presión que quiere decir que soy escudriñada, «escrutinizada» como se dice en inglés, to scrutinize, de una manera que me da la sensación de que no puedo permitirme el menor apartamiento. Si por un sólo instante llega a parecer que no estoy en condiciones de responder a aquello sobre lo cual en cierto modo soy puesta a prueba, pedacito por pedacito, es mi paciente quien va a irse en mil pedazos.

Por lo tanto, habiendo buscado ella el deseo del hombre, lo que encuentra como respuesta no es la búsqueda de su propio deseo, el de ella, sino la de a, del objeto, del verdadero objeto, de aquello de que se trata en el deseo que no es el Otro (A), que es ese resto, el a, el verdadero objeto.

Aquí está la clave, el acento de lo que hoy, entre otras c osas, quiero demostrarles. Sostener esa búsqueda es lo que ella misma denomina «tener más masoquismo del que creía». Aquí —se los dije porque así lo escribe— entiendan que Lucy Tower se equivoca: no está hecha en absoluto para entrar en el diálogo masoquista, como su relación con el otro paciente, el otro varón con el que tanto yerra — ya lo verán— lo demuestra de manera suficiente. Simplemente, ella tiene muy buen aguante, pese a que es agotador, a que ya no puede más; como les dije la vez pasada, próximas ya sus vacaciones, felizmente las vacaciones están cerca, de una manera para ella tan sorprendente como divertida, amusingly, repentinamente, suddenly, advierte que después de todo, desde el momento en que la cosa para, es que no dura demasiado tiempo. Se sacude y piensa en otra cosa. ,¿Por qué? Al fin de cuentas, sabe muy bien que él puede seguir buscando, pues nunca fue cuestión de que encontrara. De esto se trata, precisamente: de que él advierta que no tiene nada que encontrar. No hay nada que encontrar, porque lo que para el hombre, para el deseo masculino, en este caso es el objeto de la búsqueda sólo le concierne, por así decir, a él. Este es el objeto de mi lección de hoy..

Lo que él busca es – φ  [menos phi] , por así decir, lo que le falta, a ella. Es un asunto de varón o de hombre. Ella sabe muy bien —déjenme hablar y no se impacienten— ella sabe muy bien que no le falta nada, o más bien que el modo bajo el cual le falta juega en el desarrollo femenino no debe ser situado en ese nivel, allí   donde es buscado por el deseo del hombre cuando propiamente se trata —y por eso lo acentué primero— de la búsqueda sádica: hacer que brote lo que, en el partenaire, debe estar en el supuesto lugar de la falta. Es de esto que él tiene que hacer su duelo. Lo digo porque en el texto Lucy Tower le articula muy bien que lo que han hecho juntos es el trabajo del duelo. Una vez que él haya hecho su duelo de esa búsqueda, a saber, encontrar en esta ocasión en su partenaire, en tanto que se ha puesto a sí misma —sin saber demasiado, hay que decirlo, lo que hacía— como un partenaire femenino, cuando el haya hecho su duelo de encontrar en ese partenaire su propia falta, φ , la castración primaria fundamental del hombre, tal como se las señalé a nivel de su raíz biológica, de las particularidades del instrumento de la cópula en ese nivel de la escala animal, cuando el haya hecho su duelo — lo dice Lucy Tower— todo marchará bien, es decir que con este buen señor que hasta entonces nunca había alcanzado ese nivel, se podrá entrar en lo que me permitirán, llegado el caso, llamar «la comedia edípica» ; en otros términos, uno podrá comenzar a reír: ¡Fue papá quien hizo todo eso! Pues al fin y al cabo de esto se trata, como desde hace tiempo sabemos, recuerden a Jones y el moralisches Entgegenkommen, la complacencia a la intervención moral: si él está castrado es a causa de la ley. Se jugará la comedia de la ley, con ella uno está mucho más cómodo, es bien sabido y está ubicado. En resumen, he aquí al deseo de nuestro buen señor tomando las rutas trazadas por … ¿qué cosa? Justamente por la ley, demostrando una vez más que la norma del deseo y la ley son una sola y misma cosa.

¿Me hago entender lo suficiente? No tanto, porque no hablé de la diferencia, de lo que había antes y de lo que es franqueado, en este nivel, como etapa y gracias a ese duelo. Lo que había antes era, hablando con propiedad, la transgresión: él llevaba toda la carga, todo el peso de su – φ [menos phi]. Era —recuerden el uso que en su momento hice del pasaje de San Pablo— «desmesuradamente pecador».

Doy, por lo tanto, este paso más: para la mujer no es ningún esfuerzo, y digamos que hasta cierto punto no corre ningún riesgo en buscar lo que tiene que ver con el deseo del hombre. Pero en esta ocasión no puedo menos que recordarles el célebre pasaje atribuido a Salomón que cite mucho antes de este seminario; se los doy aquí en latín, donde cobra todo su sabor: ‘»Tria sunt difficilia mihi —dice el rey de la sabiduría— , et quartum penitus ignoro», hay cuatro cosas sobre las cuales no puedo decir nada, porque de ellas no queda huella alguna: «viam aquilae in coelo», el surco del águila en el cielo, el de la serpiente sobre la tierra, el del navío en el mar, «et viam viri in adulescentula», y la huella del hombre sobre la muchacha. Ninguna huella. Aquí se trata del deseo, y no de lo que sucede cuando es el objeto como tal lo que se pone delante. Esto deja de lado, pues, los efectos sobre la adolescentula de muchas cosas, comenzando por el exhibicionista y detrás la escena primaria. Pero es de otra cosa que se trata.

Entonces, ¿por dónde encaminarse para comprender qué hay en la mujer de eso que sospechamos, donde también ella tiene su entrada hacia la falta? Bastante nos machacan los oídos con la historia del penis-neid. Aquí creo necesario remarcar la diferencia: por supuesto que para ella también hay constitución del objeto a del deseo, porque ocurre que las mujeres, también ellas hablan. Podemos lamentarlo, pero es así. Por lo tanto, también ella quiere el objeto, e incluso un objeto en tanto que ella no lo tiene. Esto es lo que Freud nos explica, que para la mujer esa reivindicación del pene permanecerá hasta el final enlazada esencialmente a la relación con la madre, es decir, a la demanda. Es en la dependencia de la demanda que se constituye el objeto a para la mujer. Ella sabe muy bien — me atrevo a decir: algo sabe en ella— que de lo que se trata en el Edipo no es de ser más fuerte más deseable que la madre —en el fondo, se da cuenta bastante pronto de que el tiempo trabaja en su favor— , sino de tener el objeto.

La profunda insatisfacción que juega en la estructura del deseo es, por así decir, pre-castrativa.  Si ocurre que se interese como tal por la castración, – φ [menos phi], es en la medida en que va a entrar en los problemas del hombre; es secundario, déutero-fálico, como con mucha exactitud articulo Jones, y alrededor de esto gira toda la oscuridad del debate, al fin de cuentas nunca resuelto, sobre el famoso falicismo de la mujer, debate en el cual yo diría: todos los autores tienen igualmente razón, a falta de saber donde está en verdad la articulación. No pretendo que la conserven sostenida, presente y viva, localizable de inmediato en vuestras mentes, pero entiendo llevarlos a rodearla por caminos suficientes como para que terminen sabiendo por dónde pasa eso y donde se da un salto cuando se teoriza. Para la mujer, es inicialmente lo que ella no tiene como tal lo que devendrá, constituye al comienzo el objeto de su deseo, mientras que al comienzo para el hombre es lo que él no es, es allí donde él desfallece. Por eso los. hice tomar el camino del fantasma de Don Juan. El fantasma de Don Juan de allí que sea un fantasma femenino es el anhelo en la mujer de una imagen que juega su función, función fantasmática; hay un hombre que lo tiene primero, lo cual evidentemente, dada la experiencia, es un claro desconocimiento de la realidad; pero todavía mucho más: él lo tiene siempre, no puede perderlo. Lo que precisamente implica la posición de Don Juan en el fantasma es que ninguna mujer puede tomarselo, esto es lo esencial, y evidentemente —por eso dije que se trata de un fantasma femenino— esto es lo que él tiene en esta ocasión de conocer con la mujer, a quien, por cierto, no se le puede tomar puesto que ella no lo tiene. Lo que la mujer ve en el homenaje del deseo masculino es que ese objeto, digámoslo, seamos prudentes, pasa a ser de su pertenencia. Esto no quiere decir nada más que lo que acabo de sostener: que no se pierde. El miembro perdido de Osiris: tal es el objeto de la búsqueda y custodia de la mujer. El mito fundamental de la dialéctica sexual entre el hombre y la mujer está acentuado aquí en grado suficiente por toda una tradición, y también lo que la experiencia «psicológica» (entre comillas) en el sentido que tiene la palabra en los escritos de Paul Bourget, de la mujer, no nos dice que una mujer siempre piensa que un hombre se pierde, que se extravía con otra mujer. Don Juan le asegura que hay un hombre que no se pierde en ningún caso.

Es evidente que hay otras maneras privilegiadas, típicas, de resolver este difícil problema de la relación con el a para la mujer, otro fantasma, si ustedes quieren. Pero en verdad, no cae de su peso, no fue ella quien lo inventó. Ella lo encuentra ready made. Por supuesto, para interesarse por el es preciso que esa mujer tenga, por así decir, cierta clase de estómago; me refiero, digamos en el orden de lo «normal», a ese tipo de áspera fornicadora de la que Santa Teresa de Avila nos da el ejemplo más noble y cuyo acceso, éste más imaginario, nos es dado por el tipo de la que se enamora de un sacerdote, o un punto mas: de la erotómana. Su matiz, su diferencia es, por así decir, del nivel donde se collabe el deseo del hombre con lo que el representa de más o menos imaginario como enteramente confundido con el a. Hice alusión a Santa Teresa de Avila, también hubiera podido hablar de la beata Margarita María Alacoque, quien ofrece la ventaja de permitirnos reconocer la forma del a en el Sagrado Corazón. Para la enamorada de sacerdote, cierto que es en la medida en que algo de lo que no podemos decir crudamente que para establecerlo basta con la castración institucionalizada, sin embargo en este mismo sentido el pequeño a como tal es puesto adelante perfectamente aislado, propuesto como el objeto elegido de su deseo. Para la erotómana, no hay necesidad de que el trabajo esté preparado; ella misma lo hace.

Y henos aquí, pues, de nuevo en el problema precedente, a saber, lo que podemos articular de las relaciones del hombre —es él, sólo él, quien puede darnos su clave de la relación de esos diversos a tal como se proponen o se imponen o de los que más o menos uno dispone, con relación a aquello que no se discierne, no se define y no se distingue como tal, es decir, dando su último estatuto al objeto del deseo, sino en esa relación con la castración.

Les pediré que vuelvan por un instante a mi estadio del espejo. Una vez pasaron un fiIm hecho en Inglaterra, en una escuela que se especializaba en esforzarse por hacer coincidir lo que podía procurarnos la observación del niño con relación a la genética psicoanalítica; el valor del documento era más grande aún por el hecho de que esa observación, esa fiImación, fue realizada en verdad sin la menor idea preconcebida. Se trataba, porque se había cubierto todo el campo de lo que puede observarse, de la confrontación del pequeño baby, varón y niña, con el espejo. En ella se confirmaron plenamente, además, las fechas iniciales y terminales que yo había dado. Recuerdo que este fiIm fue una de las últimas cosas que se presentaron en la Sociedad Psicoanalítica de París antes de que nos separáramos de la misma. La separación estaba muy próxima, y tal vez en ese momento sólo pudo ser mirada con un poco de distracción; pero les aseguro que yo disponía de toda mi presencia de espíritu, y aún me acuerdo de la sobrecogedora imagen donde se representaba a la niñita confrontada con el espejo. Si hay algo que ilustra esa referencia a lo no especularizable, que materializa, que concretiza esa referencia a lo no especularizable que puse de relieve el año pasado, es el gesto de esa niñita, esa mano pasando rápidamente sobre la gamma de la articulación del vientre con los muslos, como una especie de momento de vértigo ante lo que ve.

En cuanto al varoncito, pobre boludo, el contempla la canillita problemática. Vagamente sospecha que hay allí algo extraño, Es preciso que aprenda — a su costa, ya lo saben— que lo que tiene allí por así decir no existe, no existe ante lo que tiene papá, ante lo que tienen los hermanos mayores … etc. …; conocen ustedes la primera dialéctica de la comparación. Aprenderá después no sólo que eso no existe sino que eso no quiere saber nada o, más exactamente, que obra sólo a su antojo. Para decirlo todo, sólo paso a paso, en su experiencia individual, deberá aprender a tacharlo del mapa de su narcisismo, justamente para que pueda comenzar a servir para algo. No digo que sea tan sencillo, sería realmente insensato atribuirme una cosa así.

Cierto es que cuanto más se lo hunde más se sube a la superficie, y al fin de cuentas este juego —no hago más que darles una indicación, pero se trata de una indicación que se unirá, pienso, en buena medida, a lo que pudo indicárseles sobre la estructura fundamental de lo que ridículamente llaman perversión— , este juego es el principio del apego homosexual. El apego homosexual es: yo juego a quien pierde gana. En cada instante del mismo está en juego esa castración, una castración que le asegura al homosexual que el objeto del juego es efectivamente eso, el -φ  [menos phi]. Gana en la medida en que pierde.

Me propongo ilustrar lo que, para mi asombro, en mi evocación del tarro de mostaza de la vez pasada resulto problemático. Un oyente particularmente atento me dijo: «Ibamos bien con el tarro de mostaza, al menos algunos de nosotros no nos ofendimos demasiado. Pero he aquí que usted reintroduce ahora la cuestión del contenido. Usted lo llena a medias: ¿con qué?». Veamos. El -φ  [menos phi] es eso, el vacío del vaso, el mismo que define al homo faber. Si la mujer, se nos dice, es primordialmente una tejedora, el hombre es seguramente el alfarero, y aquí tenemos inclusive el único sesgo por donde se realiza, en la especie humana, el fundamento del ritornello por el cual, se nos dice, el hilo es para la aguja como la chica para el muchacho; esta especie de referencia pretendidamente natural no lo es tanto.

La mujer, desde luego, se presenta con la apariencia del vaso. Y he aquí lo que evidentemente engaña al partenaire, al homo faber en cuestión, al alfarero. Este se imagina que dicho vaso puede contener el objeto de su deseo. Pero adviertan a dónde nos lleva esto, esta inscripto en nuestra experiencia, se lo deletreó paso a paso, y despoja a lo que les digo toda especie de apariencia de deducción, de reconstrucción; la cosa fue advertida sin partir en absoluto del buen lugar en las premisas, pero se lo advirtió mucho antes de comprender que quería decir. La presencia fantasmática del falo, digo del falo de otro hombre, en el fondo de ese vaso, es un objeto cotidiano de nuestra experiencia analítica; Está bien claro que no necesito volver una vez más a Salomón para decirles que tal presencia es una presencia enteramente fantasmática. Por supuesto, hay cosas dentro de ese vaso, y muy interesantes para el deseo: el óvulo, por ejemplo; pero en fin, el óvulo viene del interior y nos prueba que si hay un vaso, es preciso complicar el esquema aunque sea un poco. Desde luego, el óvulo puede sacar ventaja de los choques que prepara el malentendido fundamental, quiero decir que no es inútil que encuentre allí al espermatozoide, pero después de todo la partenogénesis futura no esta excluida, y mientras tanto la inseminación puede asumir formas muy diferentes. Además, es por así decir en la trastienda que se encuentra el vaso, el Citero, en esta ocasión verdaderamente interesante. Es interesante objetivamente, y lo es también, al máximo, psíquicamente, quiero decir que desde que la maternidad está allí basta ampliamente para investir todo el interés de la mujer, y que en el momento del embarazo todas esas historias del deseo del hombre pasan a ser, como sabemos, ligeramente redundantes.  

Volvamos entonces a nuestra vasija del otro día, a nuestra honesta vasijita de las primeras cerámicas, e identifiquemosla con -φ [menos phi] —. Para la demostración  déjenme poner por un momento en una vasijita vecina lo que para el hombre puede constituirse como a, el objeto del deseo. Esto es un apólogo, apólogo destinado a destacar que a, el objeto del deseo, no tiene sentido para el hombre sino cuando fue vuelto a echar en el vacío de la castración primordial.
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Esto puede producirse de ese modo, es decir, constituyendo el primer nudo del deseo masculino con la castración, sólo a partir del narcisismo secundario, o sea en el momento en que a se desprende, cae de i(a), la imagen narcisista. Aquí tenemos lo que yo llamaría — indicándolo hoy para retomarlo después, y por lo demás pienso que se acuerdan, no estoy introduciendo nada que no haya  destacado antes— un fenómeno que es el fenómeno constitututivo de lo que puede llamarse el «borde». Como les dije el año pasado a propósito de mi análisis topológico,  no hay nada más estructurante de la forma del vaso que la forma de su borde, que el corte donde se aísla como vaso.

En una época —lejana— en que se esbozaba la posibilidad de una verdadera lógica rehecha conforme al campo psicoanalítico —está por hacerse, aunque les haya dado de ella más de un anticipo— , grande y pequeña lógica, digo lógica no dialéctica; en el tiempo en que alguien como lmre Hermann había empezado a consagrarse a ello de una manera por cierto muy confusa, por carecer de toda articulación dialéctica, el fenómeno que el califica de Rand bevorzugung, de elección, de preferencia del campo fenoménico analítico para los fenómenos de «borde», ya había sido articulado por este autor.

El borde de la vasijita, de la vasija de la castración, es un borde completamente redondo; por así decir, un borde bien honesto. No posee ninguno de esos complicados refinamientos en los que introduje a ustedes con la banda de Moebius, y además, como les mostré una vez en el pizarrón, es muy fácil realizarlo con un vaso totalmente material: basta con hacer que se unan dos puntos opuestos de su borde dando vuelta las superficies en el camino de manera que se unan como en la cinta de Moebius; nos hallamos así ante un vaso en el que, de manera sorprendente, se pasará con la mayor comodidad de la cara interna a la cara externa sin haber franqueado nunca el borde. Esto se produce a nivel de las otras vasijitas, y aquí es donde comienza la angustia.

Por cierto que semejante metáfora no puede bastar para reproducir lo que tengo que explicarles. Pero que esa vasijita original posea la mayor relación con aquello de que se trata en lo relativo a la potencia sexual, con el surgimiento intermitente de su fuerza, es lo que aquello que yo podría llamar una serie de imagenes fáciles de poner ante vuestros ojos, las de una erotopropedéutica y hasta inclusive, para ser más precisos, la de una erótica, vuelve de muy sencillo acceso. Una multitud de imagenes de ese titulo, chinas, japonesas y otras, no difíciles de encontrar tampoco en nuestra cultura, lo atestiguarían. No es eso lo angustiante. Que aquí el trasvasamiento nos permita comprender como el a cobra su valor por llegar a la vasija del -φ  [menos phi] , cobra su valor por ser aquí a, el vaso semi vacío al mismo tiempo que está semi lleno — lo dije la vez pasada— , es evidente que para estar verdaderamente completo en mi imagen es preciso subrayar que lo esencial no es el fenómeno de trasvasamiento, sino el fenómeno al que acabo de aludir, el de la transfiguración del vaso, es decir que ese vaso se torna angustiante, ¿por que?: porque lo que viene a llenar a medias el hueco constituido de la castración original es ese pequeño a en tanto que viene de otra parte, en tanto que no es soportado, constituido sino por intermedio del deseo del Otro. Y aquí encontramos la angustia y la forma ambigüa de ese borde que, tal como esta hecho a nivel del otro vaso, no nos permite distinguir ni interior ni exterior.

La angustia, por lo tanto, viene a constituirse, a tomar su lugar en una relación más allá de ese vacío de un tiempo primero, por así decir, de la castración. Y es por esto que el sujeto no tiene más que un deseo en cuanto a esa castración primera: volver a ella.

Tras la interrupción que vamos a tener les hablaré largamente del masoquismo; desde luego, no es cuestión de que lo aborde hoy. Si quieren prepararse para oírme al respecto, doy ahora — es un lapsus de mi parte no haberlo hecho antes, cuando comencé a hablarles de él— la indicación de un artículo, valioso entre todos por estar nutrido de la experiencia más sustancial, artículo de un hombre que es de aquellos a propósito de los cuales más puede desolarme que las circunstancias me hayan privado de su colaboración; es el artículo de Grunberger: «Esquisse d’une theorie psycho-dynamique du masochisme», en el número de Abril-Junio de 1954, número 2 del tomo XVIII de la Revue Francaise de Psychanalyse. Desconozco que en otra parte se haya dado a ese artículo el destino que merece; pero no trataré de decidir si su olvido se debió al hecho de haber aparecido a la sombra de los fastos de la fundación del Instituto de Psicoanálisis. Verán en ese artículo —no está allí en absoluto la última palabra— , verán en él apuntado —sólo lo invoco para mostrarles de inmediato el valor del material que puede procurar— , verán en él apuntado, al despuntar la luz de la observación de la sesión analítica, cómo el recurso a la imagen misma de la castración, a que yo quisiera que me las corten, puede llegar como salida calmante, saludable para la angustia del masoquista. No hay aquí — lo destaco— un fenómeno que sea la última palabra de esa compleja estructura; pero al respecto bosquejé mi fórmula lo suficiente para que sepan que en esta ocasión, quiero decir en cuanto al lugar de la angustia en el masoquismo, me dirijo, en un punto totalmente diferente de ese punto interior, a lo que podría llamar la turbación (émoi) momentánea del sujeto. Aquí sólo encuentro una indicación. Pero ese tiempo de la castración en tanto que el sujeto vuelve a él, en tanto que deviene un punto de su intención, nos devuelve a lo que destaqué al final de uno de mis últimos seminarios en lo relativo a la circunsición .

No sé, Stein, en qué punto se halla usted del comentario de «Totem y tabú», y si además esto le llevó a abordar «Moisés y el monoteísmo» .Pienso que no puede dejar de hacerlo, y de quedar impresionado entonces por el escamoteo total del problema —estructurante si lo hay— si es preciso encontrar a nivel de la institución mosaica algo que refleje el complejo cultural inaugural, habrá que saber cuál fue en este punto la función de la institución de la circuncisión. Deben ustedes advertir que de todos modos en la ablación del prepucio hay algo que no pueden dejar de vincular con ese curioso pequeño objeto retorcido que un día les hice correr entre las manos, materializado para que vieran cómo se estructura una vez realizado bajo la forma de un pedacito de cartón, ese resultado del corte central en lo que les ilustré aquí encarnado en la forma del cross-cap, para mostrarles en qué cosa ese aislamiento de algo que se define justamente como una forma que como tal encarna lo no especularizable, puede tener que ver con la constitución de la autonomía del a, del objeto del deseo.

Lo que yo creo que encarna la circuncisión en el sentido propio de la palabra, es que algo así como un orden pueda ser aportado en ese agujero, en ese desfallecimiento constitutivo de la castración primordial . El circunciso, y la circuncisión, tiene, en virtud de todas sus coordenadas, de su configuración ritual y hasta mítica, de los primordiales accesos iniciáticos que son aquellos donde ella se opera, la más evidente relación con la normalización (normativation) del objeto del deseo. El circunciso es consagrado menos a una ley que a cierta relación con el Otro, con el gran A, y por eso se trata del pequeño a. En el punto al que entiendo llevar el fuego del sun-light, a saber, en el nivel en que podemos hallar, en la configuración de la historia, algo que se soporta de una gran A que es un poco el Dios de la tradición judeocristiana, queda por ver qué significa la circuncisión. Es extremadamente asombroso que en un medio tan judaico como el psicoanalítico, textos cien mil veces recorridos, desde los padres de la Iglesia hasta los padres de la Reforma, es decir hasta el siglo XVIII — y aún como períodos fecundos de la Reforma— , no hayan sido reinterrogados. En el capítulo XVII del Génesis hay un pasaje relativo al carácter fundamental de la ley de la circuncisión en tanto que forma parte del pacto dado por Yavé en la Zarza; esta ley es referida al tiempo de Abraham; dicho capítulo XVII fecha en Abraham la institución de la circuncisión. Este pasaje es, sin duda, una adición a la crítica exegética, adición sacerdotal, es decir, muy sensiblemente posterior a la tradición del Jehovista y del Elohista, o sea a los dos textos primitivos de que se componen los libros de la Ley; sin embargo en el capitulo XXXIV tenemos el famoso episodio, no carente de humor, relativo al rapto de Dina, hermana de Simeón y de Levi, hija de Jacobo. Para obtenerla —porque para el hombre de Siquem que la raptó se trata de obtenerla de sus hermanos— Simeón y Leví exigen que se circuncide: «No podemos dar nuestra hermana a un incircunciso, quedaríamos deshonrados», Aquí tenemos claramente la superposición de dos textos; no se sabe si es un sólo hombre o todos los siquemitas quienes al mismo tiempo, en esta proposicion de alianza que por cierto no podía realizarse sólo al titulo de dos familias sino de dos razas, todos los siquemitas se hacen circuncidar. iResultado: quedan inválidos por tres días, lo que los otros aprovechan para venir a degollarlos. Este es uno de esos encantadores episodios que no podían entrar en el caletre del señor Voltaire, y que le hicieron criticar tanto este libro admirable en cuanto a la revelación de lo que llaman, como tal, el significante.

Sin embargo, esto nos lleva a pensar que no es sólo de Moisés que data la ley de la circuncisión. Aquí sólo me estoy limitando a poner de relieve los problemas suscitados al respecto.

Sin embargo, ya que se trata de Moisés y que en nuestra esfera se le reconocería como egipcio, seguramente no seria del todo inútil preguntarse por las relaciones  entre la circuncisión judaica y la circuncisión de los egipcios:

Esto disculpará que prolongue todavía, digamos de cinco a siete minutos, lo que hoy tengo que decirles, de modo que no vaya a perderse para ustedes lo que escribí en el pizarrón.

Tenemos la seguridad, por cierto número de autores de la Antigüedad y especialmente el viejo Herodoto, quien sin duda en alguna parte chochea pero que con frecuencia es muy valioso, en todo caso no deja ninguna clase de duda de que en su época, es decir, en época muy baja para los judíos, los egipcios en su conjunto practicaban la circuncisión; inclusive hace de ella un estado tan predominante que hasta  llega a articular que todos los semitas de Siria y de Palestina deben esa costumbre a los egipcios. Mucho se ha epilogado al respecto, y después de todo no estamos forzados a creer lo. Herodoto lo sostiene caprichosamente a propósito de los coloidianos, de quienes pretendería que serían una colonia egipcia. Pero dejemos.

Como griego que es — y al fin y al cabo en su época no puede ver otra cosa— Heródoto hace de la circuncisión una medida de aseo, Nos subraya que los egipcios prefieren estar limpios (ilegible) a tener lo que llaman una bella apariencia, en lo cual, como griego que es, no nos disimula que sin embargo le parece que circuncidarse siempre es desfigurarse un poco.

Felizmente, tenemos testimonios y soportes más directos de la circuncisión de los egipcios. Disponemos de dos testimonios que denominaré iconográficos — me dirán ustedes que no es mucho— : uno es del Antiguo Imperio y esta en Saqqarah, en la tumba del medico Ank Maror (?)

Dicen que se trata de un médico porque las paredes de la tumba están cubiertas de figuras de operaciones. Una de esas paredes nos muestra dos figuras de circuncisión, la otra esta a su derecha; yo les representé la que está a la izquierda. No sé cómo conseguí hacer legible o si conseguí hacer legible mi dibujo, que tiene la ambición de limitarse y quizás de acentuar las líneas tal como se presentan; aquí está el muchacho a quién se circuncida y aquí el órgano. Detrás de él hay otro muchacho que le sostiene las manos, cosa necesaria; aquí hay un personaje que es un sacerdote, y sobre cuya calificación no me  extenderé hoy; con la mano izquierda sostiene el órgano, y con la otra ese objeto oblongo que es un cuchilllo de piedra. Encontramos el mismo cuchillo de piedra en otro texto que hasta hoy resultó completamente enigmático, texto bíblico que dice que después del episodio de la Zarza Ardiente, cuando Moisés es avisado de que ya nadie en Egipto recuerda, más exactamente que todos los que recordaban el asesinato de un egipcio por él consumado han desaparecido, y que puede volver, vuelve y, en el camino —el texto bíblico nos dice sobre el camino en que se detiene, se traduce antiguamente «en una posada»; pero dejemos— Yavé lo ataca para matarlo. Es todo lo que se dice. Séfora, su mujer, circuncida entonces a su hijo, un niñito, y tocando a Moisés, que no está circuncidado, con el prepucio, por medio de esta operación, por medio de este contacto, lo preserva misteriosamente del ataque de Yavé, quien entonces lo abandona y lo deja, cesa su ataque. Dice la Biblia que Séfora circuncida a su hijo con un cuchillo de piedra.

Cuarenta años y algunos más, porque también están el episodio de las ordalías impuestas a los egipcios y el de las Diez Plagas, en el momento de entrar en la tierra de Canaán, Josué recibe la orden: «Toma un cuchillo de piedra y circuncida a todos aquéllos que allí se encuentren y que van a entrar en la tierra de Canaán». Son aquéllos y sólo aquéllos que han nacido durante los años del desierto; durante los años del desierto, no fueron circuncidados. Yavé agrega: «Ahora habré hecho rodar de encima vuestro — lo que se traduce por suprimir, suspender— el desprecio de los egipcios.

Les recuerdo estos textos no porque tenga la intención de utilizarlos a todos, sino para suscitar en ustedes al menos el deseo, la necesidad de acudir a ellos. Por ahora, me detengo en el cuchillo de piedra.

En todo caso, el cuchillo de piedra indica para esa ceremonia un origen muy antiguo, lo que fue confirmado por el descubrimiento de Eliot Smith cerca de Louqsor, si no recuerdo mal, probablemente en Magadeh (?), que tiene tantas otras razones de atraer nuestro interés en lo relativo a la cuestión de la circuncisión— de cadáveres del período prehistórico — es decir, no cadáveres momificados según los lormes que permiten fecharlos en la historia de Egipto— que llevan la huella de la circuncisión. El cuchillo de piedra, por sí solo, nos señalaría para esa ceremonia una fecha, un origen que es al menos de la época definida como neolítica.

Además, para que no haya ninguna duda, tres letras egipcias que son, respectivamente, una S, una B y una T, S(e) B(e) T, nos indican expresamente que se trata de la circuncisión. El signo aquí marcado es un apax, y sólo se lo encuentra aquí; parecería que se trata de un lorme borroso, gastado, del determinativo del falo. Lo hallamos en otras inscripciones donde lo ven inscripto con mucha mayor claridad.

Otro modo de designar la circuncisión es el de esta línea y se lee «FaHeT», F, H aspirada, signo que es aquí la placenta, y T, la misma que ven allí. Aquí un determinativo, el del (…), y que no se pronuncia. Les ruego tomar nota de esto porque volveremos a considerarlo. Aquí otra F designa «él», y aquí el PaN, que quiere decir el prepucio. PaN quiere decir «ser separado de su prepucio». Esto posee también toda su importancia, porque circuncisión no tiene que ser tomado únicamente como una operación, por así decir, totalitaria, un signo. El «ser separado de algo» está desde este preciso momento, en una inscripción egipcia y hablando con propiedad, articulado. Ya les dije que hoy avanzo tanto sólo para no haber escrito esto inútilmente.

Dicha función del prepucio, que en cierto modo es el fin, el valor que en esas inscripciones se da, por así decir, al peso de la menor palabra, el mantenimiento del prepucio como el objeto de la operación, así como aquél que la sufre, es una cosa cuya acentuación les ruego que retengan porque lo hallamos en un texto de Jeremías, tan enigmático, tan ininterpretado hasta hoy como aquél al que acabo de hacer alusión, en especial el de la circuncisión de su hijo por Séfora; tendré ocasión de volver sobre esto.

Pienso que he bosquejado de manera suficiente la función de la circuncisión, no sólo en sus coordenadas de fiesta, de iniciación, de introducción a una consagración especial, sino en su estructura misma de referencia, para nosotros esencialmente interesante, a la castración en cuanto a sus relaciones con la estructuración del objeto del deseo; pienso que en este sentido he bosquejado las cosas lo suficiente como para poder retomarlas con eficacia y mayor profundidad el día para el que les di nuestra próxima cita.