Seminario 10: Clase 20, del 29 de Mayo de 1963

Leyendo algunos trabajos de reciente aparición sobre las relaciones del lenguaje y el pensamiento, volví a plantearme algo que, después de todo, a cada instante puedo cuestionar por mí mismo, a saber, el lugar y la naturaleza del sesgo por el que intento acometer lo que de todos modos no podría ser más que un límite obligado, necesario, de vuestra comprensión. En su principio objetivo esto no presenta ninguna dificultad particular, dado que todo progreso de una ciencia apunta tanto y más al manejo básico de sus conceptos como a la extensión de sus conquistas, lo que en el campo psicoanalítico puede constituir un obstáculo que merece una reflexión particular; no es de tan fácil solución como el paso de un sistema conceptual a otro, por ejemplo del sistema copernicano al sistema einsteniano. Porque después de todo, uno puede suponer que en los espíritus suficientemente desarrollados esto no representa dificultad por mucho tiempo. Para las mentes suficientemente abiertas a la matemática, no tarda tanto en imponerse que las ecuaciones einstenianas se sostienen, que están incluidas en las que las precedieron; las sitúan como casos particulares y, por lo tanto, las resuelven Íntegramente.

Esto no quiere decir que no pueda haber, como lo prueban la experiencia y la historia, un momento de resistencia, pero es breve. En toda la medida en que, como analistas — quiero decir en toda la medida de nuestra mayor o menor implicación: interesarse un poco por el análisis ya es estar algo implicado— , en toda la medida de nuestra implicación en la técnica psicoanalítica, debemos encontrar en la elaboración de los conceptos el mismo obstáculo designado, reconocido como constituyente de los límites de la experiencia analítica, a saber, la angustia de castración.

Es como si lo que me llega a diversas distancias de mi voz — y no siempre forzosamente para responder a lo que dije, sino por cierto en determinada zona de respuesta— , es como si en ciertos momentos se endurecieran ciertas posiciones técnicas, estrictamente correlativas, en esta materia, de lo que puedo llamar «limitación de la comprensión»; es también como si para superar esos limites yo hubiera elegido una perfectamente definida, a nivel de la edad escolar, por una escuela pedagógica que en cierto modo plantea los problemas de la relación de la enseñanza escolar con la maduración del pensa miento del niño; es como si yo me adhiriera — me adhiero, en efecto, a examinar de cerca ese debate pedagógico a un modo de procedimiento pedagógico que está lejos —  créanlo, pueden comprobarlo, hay entre ustedes algunos que están más cerca que los otros, más necesitados de interesarse por esos procedimientos pedagógicos— , verán que las escuelas están lejos de ponerse de acuerdo sobre el procedimiento que ahora voy a articular y definir. Para cierta escuela todo está gobernado por una maduración autónoma de la inteligencia, y no se hace otra cosa que acompañar esa maduración (hablo de la edad escolar); para las otras hay una falla, una abertura (béance). A la primera asociémosla, por ejemplo, con las teorías de Stern — no lo dije antes porque pienso que buena parte de ustedes nunca abrió los trabajos de este psicólogo universalmente reconocido— ; para las otras, Piaget digamos, hay una abertura (béance), una falla entre lo que el pensamiento infantil es capaz de formar y lo que puede serle aportado por la científica. Está claro que, si examinan esto con atención, en los dos casos se reduce a cero la eficacia de la enseñanza como tal.

La enseñanza existe: lo que hace que en el área científica numerosos espíritus puedan desconocerlo es que, efectivamente, en el campo científico, una vez que se ha accedido a él, aquello que es propiamente del orden de la enseñanza — en el sentido en que voy a precisarlo puede ser considerado, en efecto, como elidible; es decir que cuando se ha franqueado cierta etapa de la comprensión matemática, una vez hecho esto, hecho está, y ya no hay que buscar los caminos. Es posible, por así decir, lograr acceso a él sin ningún esfuerzo, por poco que uno pertenezca a la generación a la que se le hayan enseñado las cosas de esta forma, con esta formalización, de primera intención.

Los conceptos extremadamente complicados o, para ser más exactos, los que hubiesen aparecido en una etapa precedente de la matemática muy complicada, son inmediatamente accesibles a mentes muy jóvenes. Es cierto que en la edad escolar se tiene necesidad de algún intermediario, y que todo el interés de la pedagogía escolar reside en captar, en constatar este punto vivo o en adelantar, utilizando problemas que las superen ligeramente, las denominadas «capacidades mentales» del niño. Y al ayudarlo — digo sólo «al ayudarlo»— a abordar esos problemas, se hace algo que produce un efecto no sólo pre-madurante, efecto de àpresuramiento sobre la maduración mental, sino un efecto del que en ciertos períodos que podemos llamar — y así se los llamó— «sensitivos» — quienes saben algo de este tema pueden ver dónde; voy a seguir porque lo importante es mi discurso y no mis referencias— se pueden obtener verdaderos efectos de desencadenamiento, de apertura de ciertas actividades aprehensivas en determinados dominios, efectos de muy especial fecundidad.

Me parece que esto es exactamente lo que se puede obtener en el dominio por el que estamos avanzando juntos, por cuanto en razón de la especificidad de su campo, siempre se trata en él de algo en lo que alguna vez convendría que los psicopedagogos reparásen. Ya hubo anticipos en los trabajos de autores cuyo testimonio es interesante tener en cuenta, más aún cuando ellos mismos no tienen ninguna noción de lo que puede aportarnos su experiencia: el hecho de que determinado pedagogo haya podido afirmar que no hay verdadero acceso al concepto sino a partir de la pubertad —sé de experimentadores que no conocen, que no quieren conocer nada del análisis— es algo que merecería que le agregáramos nuestra mirada, que metiéramos en ello nuestras narices, que comprendiéramos — en el lugar del que les hablo hay mil huellas sensibles— que, en función de un vínculo que puede estar anudado en lo relativo a la maduración del objeto a como tal, es decir, tal como yo lo defino, en la edad de la pubertad se podría concebir una marcación muy diferente de la que realizan estos autores en cuanto a lo que ellos llaman «momento límite» , donde hay verdaderamente funcionamiento del concepto, y no de esa especie de uso del lenguaje que en esta ocasión llaman no conceptual si no «complexual», por una suerte de homonimia de pura coincidencia con el termino «complejo» del que nos servimos.

Dicha posición del a en el momento de su paso por lo que yo simbolizo con la fórmula – φ es uno de los fines de nuestra explicación de este año. No es valorizable, asumible por vuestros oídos, no podría ser válidamente transmitido, sino por cierta aproximación, que aquí sólo podría ser rodeo, de lo que constituye ese momento carácterizado por la notación – φ  y que es y no puede ser sino la angustia de castración.

Si ahora podemos volver al punto central al que aludo al hablar de la castración, es porque dicha angustia de ningún modo podría ser hecha aquí presente como tal, sino solamente indicada por esa especie de vía concéntrica que, como ven, me hace oscilar del estadio oral a algo a lo cual la vez pasada di como soporte la evocación — bajo una forma separada, materializada en un objeto que es la voz— del shofar. ¿Cuál es verdaderamente la relación de la angustia con la castración? No basta que la conozcamos, vivida como tal, en determinada fase llamada terminal o no terminal del análisis, para que verdaderamente sepamos qué es.

Para expresar ya las cosas tal como van a articularse en el paso siguiente, diré que la función del falo como imaginario funciona por doquier, en todos los niveles — de arriba y de abajo— que definí, carácterizados por cierta relación del sujeto con el a; el falo funciona por doquier salvo allí donde se lo espera, en una función mediadora y especialmente en el estadio fálico; esa carencia como tal del falo presente, observable a menudo, para nuestra gran sorpresa, en cualquier otra parte, ese desvanecimiento de la función fálica como tal en el nivel donde se espera que funcione es lo que constituye el principio de la angustia de castración.

De allí la notación – φ que denota una carencia, por así decir, positiva, y esto por no haber sido formulada nunca como tal con esa forma, lo que tampoco dejó lugar a que se extrajeran las debidas consecuencias.

Para hacerles sensible la verdad de esta fórmula, tomaré diversos caminos a la manera que antes llamé del «girar alrededor». Y puesto que la vez pasada recordé la estructura propia del campo visual en lo relativo a lo que denomino, a la vez, sustentación y ocultación del objeto en ese campo, no puedo menos que volver a él, cuando de una manera que sabemos traumática es en ese campo que se presenta el primer encuentro con la presencia fálica, a saber, lo que llamamos «escena primaria». Todos saben que, a pesar de que allí esté presente, visible bajo la forma de un funcionamiento del pene, lo que impresiona en la evocación de la realidad de la forma fantasmada de la escena primaria es siempre cierta ambigüedad relativa, precisamente, a esa presencia,

Cuántas veces podemos decir que justamente no se lo ve en su lugar, e incluso a veces que lo esencial del efecto traumático de la escena son las formas bajo las cuales el falo desaparece, se escurre.

Asimismo, no puedo dejar de evocar, en su forma ejemplar, el modo de aparición — donde en todo caso, dado nuestro propósito, no nos equivoquemos, la angustia que lo acompaña nos señala que estamos en el camino buscado el modo de aparición de esa escena primaria en la historia del Hombre de los lobos. En alguna parte hemos oído decir que había algo obsesivo en el hecho de que volveríamos a esos ejemplos originales del descubrimiento freudiano; estos ejemplos son más que soportes, incluso más que metáforas: nos hacen palpar la sustancia misma de aquello con lo que tenemos que vérnoslas.

Lo esencial de la revelación de lo que aparece ante el Hombre de los lobos por la abertura (béance), prefigurante en cierto modo de aquello de lo que hago una función, la de la ventana abierta, lo esencial de lo que aparece en su marco en forma identificable con la función misma del fantasma bajo su modo más angustiante, lo esencial aquí no es saber dónde está el falo; éste es, por así decir, idéntico en todas partes a lo que podría llamar «la catatonía de la imagen»: el árbol, los lobos encaramados que miran fijamente al sujeto; no hay ninguna necesidad de buscar del lado de esa piel, cinco veces repetida en la cola de los cinco animales, aquello de que se trata y que está allí, incluso en la reflexión que la imagen soporta: una catatonía que no es otra que la del sujeto, la del niño pasmado, fascinado por lo que ve, paralizado por esa fascinación al punto de que podemos concebir lo que en la escena lo mira, y que en cierto modo es invisible por doquier, como una imagen que aquí no es otra cosa que la transposición del estado de detención de su propio cuerpo, transformado en ese árbol al que llamaríamos, como eco de un título célebre, «el árbol cubierto de lobos».

No me parece cuestionable que se trata de algo que hace eco a ese polo vívido que definimos como el del goce. Esa suerte de goce, pariente de lo que en otra parte Freud llama horror del goce ignorado del Hombre de las Ratas, goce que supera toda localización posible por el sujeto, se hace aquí presente bajo una forma erguida; el sujeto no es más que erección en ese àpresamiento que lo hace falo, que lo arborifica, que lo fija entero.

Algo sucede, y al respecto Freud nos atestigua que en esta ocasión ese algo sólo fue reconstruido: por esencial que sea, el desarrollo sintomático de los efectos de esta escena es tan esencial, que el análisis que de ella hace Freud no podría avanzar ni por un instante si no admitimos ese elemento que hasta el final resulta el único no integrado por el sujeto, y que en esta ocasión hace presente lo que Freud articuló más tarde acerca de la reconstrucción como tal: la respuesta del sujeto a la escena traumática por medio de una defecación. La primera vez, o la casi primera vez, la primera vez en todo caso en que Freud tiene que valerse de una manera particular de la función de aparición del objeto excremencial en un momento crítico, observen que lo articula bajo mil formas en el texto, en una función a la cual no podemos dar otro nombre que el que creímos tener que articular más ¿arde como carácterístico del estadio genital, a saber, en función de oblatividad. Es un don, nos dice. Además, todos saben que Freud subrayó desde el comienzo su carácter de regalo en todas esas ocasiones que ustedes me permitirán llamar, al pasar y sin otro comentario, ocasiones de pasaje al acto, donde el niñito suelta intempestivamente algo de su contenido intestinal.

Y en el texto del Hombre de los lobos las cosas van incluso más allá, dando su verdadero sentido, el que hemos envuelto en una vaga asunción moralizante, a propósito de la oblatividad. Freud habla a ese respecto de sacrificio y, dado que Freud es un lector — por ejemplo, sabemos que había leído a Robertson Smith— cuando habla del sacrificio no habla de algo en el aire, de una especie de vaga analogía moral. Freud habla de sacrificio a propósito de la aparición del objeto excremencial. Esto debe querer decir algo. Retomaremos la cosa en el nivel del acto normal, del acto calificado, correctamente o no, de maduro, ésa a cuyo nivel en mi anteúltimo seminario creí poder articular el orgasmo como el equivalente de la angustia y situándose en el campo interior al sujeto, mientras que dejaba provisoriamente la castración en esa única marca. Es bien evidente que no podríamos separar de esto el signo de la intervención del otro como tal; en realidad, siempre, y desde el comienzo, se le adjudicó esa carácterística; por lo tanto, es el otro quien amenaza con la castración.

Hago notar al respecto que al asimilar, al hacer equivalentes el orgasmo como tal y la angustia, yo tomaba una posición que se unía a lo que había dicho precedente mente sobre la angustia como indicador, como señal de la única relación que no engaña; en ella podíamos encontrar la razón de lo que puede haber de satisfactorio en el orgasmo. En algo que ocurre en la perspectiva donde se confirma que la angustia no es sin objeto, podemos comprender la función del orgasmo y, más especialmente, lo que llamé «la satisfacción que él se lleva»‘

En ese momento creía posible no decir más y ser comprendido. De todos modos, ha llegado hasta mi el eco de cierta perplejidad en los términos que se intercambiaron — si tal eco es correcto— , precisamente entre dos personas a las que creo haber formado particularmente bien. De allí que sea más sorprendente que hayan podido interrogarse sobre lo que yo entendía por esa satisfacción.

¿Se trata, pues —comentaban—, del goce?. ¿Implicaría esto volver, en cierto modo, a ese ridículo absoluto que algunos quieren poner en la pretendida fusión de lo genital? Y además, ya que se trataba de percibir la relación entre ese punto de angustia — pongan en él toda la ambigüedad que quieran— , entre un punto donde ya no hay angustia si el orgasmo lo recubre, con el punto de deseo en la medida en que éste se halla marcado por la ausencia del objeto a bajo la forma del – φ ¿qué hay, se preguntaban, de esa relación en la mujer?. Respuesta: yo no dije que la satisfacción del orgasmo se identificara con lo que en el seminario sobre la Etica definí acerca del lugar del goce. Respuesta — hasta parece irónico subrayarla— : la poca satisfacción, inclusive suficiente, aportada por el orgasmo, ¿por qué seria lo mismo y al mismo punto que ese otro poco que se ofrece en la cópula, aún exitosa, a la mujer?. Conviene articular esto de la manera más precisa. No basta con decir vagamente que la satisfacción del orgasmo es comparable a lo que en otra parte, en el plano oral, llamé el aplastamiento de la demanda bajo la satisfacción de la necesidad. A nivel oral, la distinción de la necesidad con la demanda es fácil de sostener, y además no deja de plantearnos el problema de dónde se sitúa la pulsión. Si por algún artificio es posible equivocar en el nivel oral lo que tiene de original la fundación de la demanda en lo que los analistas llamamos la pulsión, en ningún caso tenemos el derecho de hacer esto a nivel de lo genital. Y justamente allí donde parecería que nos hallamos ante el instinto más primitivo el instinto sexual, no podemos, menos aún que en otra parte, dejar de referirnos a la estructura de la pulsión, como soportada por la fórmula $ ( D: $  relación del deseo con la demanda.

¿Qué cosa es demandada en el nivel genital, y a quien? Efectivamente, la experiencia tan común, fundamental para terminar ante la evidencia por no observar ya en su relieve, la de la cópula interhumana en su trascendencia con respecto a la existencia individual, nos hizo falta el rodeo de una biología ya algo avanzada para poder observar la estricta correlación entre la aparición de la bisexualidad y la emergencia de la función de la muerte individual; pero, en fin, siempre se presintió que en ese acto donde se traba estrechamente lo que debemos llamar supervivencia de la especie, conjunta a algo que no puede dejar de interesar, si las palabras tienen un sentido, lo que hemos indicado en último termino como pulsión de muerte, después de todo por qué rehusarnos a ver lo que es inmediatamente sensible en hechos que tan bien conocemos, significados en los usos más corrientes de la lengua; demandamos, todavía no dije a quién, pero como siempre hay que demandar algo a alguien, ocurre que es a muestro partenaire, desde luego que es a él, pero, ¿que es lo que demandamos? Satisfacer una demanda que tiene cierta relación con la muerte. Lo que demandamos no llega muy lejos: es la pequeña muerte; pero esta claro que la demandamos. La pulsión, está íntimamente mezclada con esa pulsión de la demanda, demandamos hacer el amor, hacer el «amorir» (faire «I’amourir»), ¡es para morirse (c’est a mourir), hasta para morirse de risa! No por nada señalo lo que, del amor, participa en lo que llamo un sentimiento cómico, En todo caso, aquí debe residir lo que hay de descansado en el post-orgasmo. Si lo que se satisface es esa demanda, y bien, ¡esto es conseguirlo a buen precio!

La ventaja de esta concepción consiste en hacer presente, en poner de manifiesto la razón de lo que sucede en la aparición de la angustia en cierto número de maneras de obtener el orgasmo. En toda la medida en que el orgasmo se separa del campo de la demanda al otro —ésta es la primera aprehensión que obtuvo Freud en el coitus interruptus— la angustia aparece, por así decir, en ese margen de pérdida de significación. Pero como tal, sigue designando aquello a que se apunta en cierta relación con el otro. No estoy diciendo que precisamente la angustia de castración sea una angustia de muerte; es una angustia que se vincula con el campo donde la muerte se anuda estrechamente con la renovación de la vida; es una angustia que, si la localizamos en este punto, nos permite comprender que sea equivalentemente interpretable como aquello por lo cual nos la da la última concepción de Freud, como la señal de una amenaza al status del «yo» (je) defendido. Ella se vincula con el más allá de ese «yo» (je) defendido, en ese punto de llamada de un goce que traspasa nuestros límites, en la medida en que aquí el otro es evocado en ese registro de real, aquello por lo cual cierto tipo, cierta forma de vida se transmite y se sostiene. Llamen a esto como quieran, Dios o genio de la especie. Creo que en mis discursos ya impliqué en grado suficiente que esto no nos lleva hacia ninguna altura metafísica. Aquí se trata de un real, de algo que mantiene lo que Freud articuló a nivel de su principio de nirvana como esa propiedad de la vida de tener que volver a pasar, para arribar a la muerte, por formas que reproducen las que dieron ocasión, a la forma individual, de aparecer por medio de la conjunción de dos células sexuales.

Qué decir? ¿Qué decir en lo relativo a lo que sucede a nivel del objeto? Qué decir, sino que en suma este resultado sólo se obtiene de manera tan satisfactoria en el curso de cierto ciclo automático que hay que definir, y en razón, precisamente, del hecho de que el órgano nunca es susceptible de mantenerse mucho en la vía del llamado del goce. En relación con ese fin del goce y ataca do por ese llamado del otro en su término, que sería trágico, puede decirse del órgano amboceptor que siempre cede prematuramente.

En el momento, por así decir, en que podría ser el objeto sacrificial, y bien, digamos que en el caso ordinario hace ya mucho tiempo que ha desaparecido de la escena. Ya no es más que un trapito, no está allí más que como un testimonio, como un recuerdo de ternura para la partenaire. En el complejo de castración se trata de esto, dicho de otro modo, no se convierte en drama sino en la medida en que es suscitada, impulsada en cierto sentido — aquél que confía plenamente en la consumación genital— la puesta en cuestión del deseo.

Si abandonamos este ideal del cumplimiento genital, advirtiendo que es estructuralmente, felizmente engañoso, no hay ninguna razón para que la angustia ligada a la castración no se nos manifieste en una correlación mucho más flexible con su objeto simbólico y en una apertura, por lo tanto, muy diferente con los objetos de otro nivel cosa además siempre implicada por las premisas de la teoría freudiana que ponen al deseo en una relación muy distinta de la pura y simplemente natural con el partenaire natural en cuanto a su estructuración.

Para que se perciba mejor de qué se trata, quisiera recordar lo relativo a las relaciones, por así decir, en primer lugar salvajes entre el hombre y la mujer. Después de todo, y de acuerdo con lo que dije sobre la relación de la angustia con el deseo del otro, una mujer que no sabe frente a quién se encuentra no deja de experimentar ante el hombre cierta inquietud con respecto al punto hasta el que va a poder llevarla el camino del deseo. Cuando el hombre, mi Dios, hace el amor como todo el mundo y está desarmado, si la mujer — lo cual, como saben, es bien concebible— no obtiene de esto, diría yo, beneficio sensible, en todo caso ha ganado algo, y es que acerca de las intenciones de su partenaire queda para lo sucesivo completamente tranquila.

En ese mismo capitulo de Westland de T.S. Eliott, al que me referí cierto día en que creí tener que confrontar con nuestra experiencia la vieja teoría de la superioridad de la mujer en el plano del goce, aquél donde T.S. Eliott hace hablar a Tiresias, hallamos estos versos — cuya ironía siempre me pareció que un día tendría su lugar aquí, en nuestro discurso— ; cuando el joven petrimetre carboncular, minúsculo chupatintas de agencia inmobiliaria, termina su asuntito con la dactilógrafa cuyo entorno se nos pinta en toda su extensión, T.S. Eliott se expresa así:

«When lovely woman stoops to folly and paces about her room again alone,

She smoothes her hair with automatic hand and puts the record on the gramophon.»

«When lovely woman stoops to folly», no se traduce; es una canción del Vicario de Wakefield, cuando una linda mujer se abandona a la locura — pero «stoops» tampoco es «se abandona»—, desciende a la locura, para finalmente encontrarse sola, va y viene por la habitación alisando sus cabellos con mano automática y cambia de disco.

Esto en cuanto a la respuesta a la pregunta que se formulaban entre si mis alumnos sobre la cuestión del deseo de la mujer .El deseo de la mujer también para ella esta gobernada por la cuestión de su goce. Que ella esta con respecto al goce ,no sólo mucho más cerca que el hombre sino  además doblemente gobernada , esto es lo que la teoría analítica nos dijo siempre. Que el lugar de ese goce esta enlazado para nosotros al carácter enigmático , insituable de su orgasmo, esto es lo que nuestros análisis pudieron llevar lo bastante lejos para que podamos decir que ese lugar es un punto lo suficientemente arcaico para ser más antiguo que la tabiqueria presente da la cloaca, lo cual, en ciertas perspectivas analíticas fue perfectamente observado por cierta analista ,y de sexo femenino.

Que el deseo que no es el goce , esta en ella naturalmente , allí donde debe estar según la naturaleza –es decir – turbaría , esto es lo que designa perfectamente el deseo de aquellas a las que llamamos histéricas. El hecho de que debamos clasificar a estas sujetos como histéricas no cambia nada en el hecho de que el deseo así situado esta en lo verdadero orgánico.

Puesto que el hombre nunca llevara hasta allí la punta de su deseo, puede decirse que el goce del hombre y de la mujer no se conjugan orgánicamente. En la medida del fracaso del deseo del hombre la mujer es conducida, por así decir, normalmente a la idea  de tener el órgano del hombre, puesto que este seria un verdadero amboceptor.: esto es lo que se llama falo. Puesto que  el falo no realiza , salvo en su  evanescencia , el encuentro de los deseos , pasa a ser el lugar común de la angustia.

Lo que la mujer nos demanda a los analistas, al final de un análisis conducido de acuerdo con Freud, es sin dudas un pene, penis-neid, pero para funcionar mejor que un hombre . Hay algo ,hay muchas cosas ,hay mil cosas que confirman esto. Sin el análisis cual es para la mujer la manera de superar ese penis-neid, si lo suponemos siempre implícito?. La conocemos  muy bien, es el modo más común de la seducción entre sexos: ofrecer al deseo del hombre el objeto de la reivindicación fálica, el objeto no detumescente que sostenga su deseo, hacer de sus atributos femeninos los signos de la omnipotencia del hombre. Y ya creí destacar esto – les ruego remitirse a mis seminarios antiguos— al señalar , después de Joan Riviere, la función propia de lo que ella llama la mascarada femenina. Aquí simplemente , la mujer debe hacer poco caso de su goce.

En la medida en que la dejamos en cierto modo sobre este camino, firmamos el decreto de la renovación de esa reivindicación fálica, que pasa a ser, no diré el resarcimiento, sino algo así como el rehén de aquello que s le demanda, y que es, en suma, tomar a su cargo el fracaso del otro.

Tales son las vías por las que, considerando el plano genital, la realización genital, se presenta como un termino lo que podríamos llamar «callejones sin salida» del deseo si no existiera la apertura de la angustia. Veremos, volviendo a partir del punto al que hoy los conduje, como toda la experiencia analítica nos muestra que es en la medida en que resulta llamado como objeto de propiciación en una conjunción en callejón sin salida, que el fa lo, al mostrar que falta, constituye a la castración misma como un punto de las relaciones del sujeto con el Otro que es imposible soslayar, y como un punto, en cuanto a su función de angustia, resuelto.