Seminario 10: Clase 24, del 26 de Junio de 1963

1 )
Inhibición                    Impedimento                                     Embarazo

Emoción                    Síntoma                                       Pasaje al acto

Turbación                    Acting-out                                       Angustia

2)
DESEO                                 no poder                                       CAUSA

no saber

    a                                                            ANGUSTIA

Hoy retomaré lo concerniente a la constitución del deseo en el obsesivo y su relación con la angustia. Para hacerlo, volveré a una suerte de cuadro, de matriz, cuadro de doble entrada que les di en las primeras lecciónes del seminario de este año, reproducido con la forma que ven aquí.

En su momento, este cuadro tuvo la intención de indicar la suerte de desajuste, de desescalonamiento que representan los tres términos a los que Freud arribó y que inscribió en el título de su artículo Inhibición, síntoma y angustia. Alrededor de esos tres términos señale algo que podemos designar como los momentos, como cierto número de momentos definibles en los términos inscriptos en este cuadro y que poseen el carácter de referirse, para cada término, a la cabeza superior de su columna y a la cabeza de su hilera a la izquierda. Aquí aparece una correlación que, a prueba, puede proponerse a la interrogación como adecuada para ser invalidada o confirmada en su función estructural.

Pero por entonces estos términos todavía se ofrecían ante ustedes con un carácter incompleto, suponiendo por lo tanto ciertas suspensiones, ciertos enigmas; especialmente, por ejemplo, la distinción entre «emoción» (émotion) y «turbación» (emoi), a pesar de las referencias etimológicas que entonces proporcione, podía constituir materia para una interrogación que a ustedes, con vuestros propios medios, no les era enteramente posible resolver.

Lo que hoy he de aportar se me ocurre apto para agregarles precisiones que, no lo dudo, para la mayoría si no para todos, tienen que resultar nuevas y hasta inesperadas. En particular, comenzare por «turbación» (emoi), cuyo origen, muy distinto del origen del termino «emoción» (émotion), no es «moción fuera» (motion hors), moción, movimiento fuera del campo, por ejemplo, organizado, adaptado, de la acción motriz, como etimológicamente —no estoy diciendo que podemos fiarnos completamente de esto— como etimológicamente lo indica la emoción y a ello se refiere; la turbación (émoi) debe ser buscada, si se quiere comprenderla, en una dirección diferente; y su etimología, con un esmayer que se remite a una raíz germánica muy primitiva, mögen, de la indicación de algo que pone fuera — ¿fuera de que?— el principio del poder.

Enigma, pues, en torno de algo que no carece de relación con la potencia; yo diría incluso que quizá por la forma que tomo en francés sea del orden del «fuera de mi» (hors de moi), «fuera de sí» (hors de soi) y, en un enfoque que no tiene menos importancia — aquí hay que remitirse casi al retruécano— , tenemos que dirigir nuestro espíritu de manera de ver bien, al menos de entrever la dirección que hoy tomaremos.

Para encarar de inmediato lo central —y porque el obsesivo lo ilustra con su fenomenología de manera inmediata y sensible— en el punto en que nos hallamos puedo decirles directamente, bruscamente, que la turbación (emoi), la turbación de que se trata no es otra cosa, al menos en las correlaciones que hoy intentamos explorar, precisar, desanudar, crear, las relaciones entre el deseo y la angustia, que en esta correlación la turbación no es otra cosa que el mismo a.

En la coyuntura de la angustia con su extraña ambigüedad les enseñé a estrechar más prietamente, a lo largo de todo el discurso de este año, la ambigüedad que nos permite, tras esa elaboración, formular lo siguiente: que lo que sorprende en su fenomenología, lo que de ella podemos retener, punto en el que los autores cometen deslizamientos y errores y donde introducimos una distinción, es su carácter de ser sin causa pero no sin objeto: he aquí una distinción sobre la cual baso mis esfuerzos. No sólo no es sin objeto sino que muy probablemente designa el objeto, por así decir, más profundo, el objeto último, la cosa. En este sentido fue que les enseñé a decir que ella es lo que no engaña.

Este «sin causa», por el contrario tan evidente en su fenómeno, se aclara más para nuestra visión en la manera con que trate de situar dónde comienza la noción de causa.

La referencia a la turbación (émoi) es desde ese momento aquello por lo cual la angustia, sin dejar de estar ligada a ella, no depende de ella, sino que, por el contrario, la determina (a esa turbación). La angustia se encuentra suspendida entre la forma, por así decir, anterior de la relación con la causa, el «¿que hay?» que va a formularse como causa, el embarazo (embarras), y algo que no puede sostener a esa causa ya que primitivamente es la angustia, literalmente, lo que la produce.

Se produce algo que ilustra de una manera abyecta y sobrecogedora lo que puse en el origen de mi explicación del obsesivo, en la confrontación del Hombre de los lobos y su sueño repetitivo capital con el afrontamiento angustiado de algo que parece como una mostración de su realidad última, esa cosa que se produce y que para el jamás llega a la conciencia, sino que en cierto modo no puede ser sino reconstruída como un eslabón de toda la determinación ulterior, la turbación (émoi) anal, para llamarla por su nombre, y su producto: he aquí, a nivel del obsesivo, la forma primera en que interviene la emergencia del objeto a, que está en el origen de todo lo que va a desenvolverse bajo el modo del efecto. En razón de que aquí el objeto a resulta dado en un momento original, donde desempeña cierta función sobre la cual trataremos ahora de detenernos para precisar bien su valor, su incidencia, su alcance, sus coordenadas primeras, aquellas que anteceden a otras que se agregan, en razón de que a es esto en su producción original, es que después puede funcionar en la dialéctica del deseo del obsesivo.

Coordenada, entonces, en el momento de su aparición, de esa turbación (emoi) ante el descubrimiento traumático, donde la angustia revela ser efectivamente lo que no engaña, en el momento en que el campo del Otro, por así decir, se hiende y se abre sobre su fondo: ¿cual es ese a?, ¿cuál es su función en relación con el sujeto?

Si aquí podemos aprehenderlo en cierto modo de una manera pura con respecto a esa pregunta, es por cuanto en dicha confrontación radical, traumática, el sujeto cede a la situación. Pero en este nivel, en este momento, ¿qué quiere decir, como hay que entender dicho «cede»? No es que el sujeto vacile, ni que se doblegue. Recuerden la actitud del sujeto esquematizada por la fascinación en el sueño del Hombre de los lobos ante la ventana abierta sobre el árbol cubierto de lobos. En una situación donde el cuajamiento suspende ante nuestros ojos el carácter primitivamente inarticulable y por el que sin embargo quedará marcado para siempre, lo que se ha producido es algo que da su verdadero sentido a ese «cede» del sujeto: se trata, literalmente, de una cesión.

Dicho carácter de objeto cesible es uno de los carácteres del a, y tan importante que les pido quieran seguirme en una breve revista, para comprobar si este carácter marca a todas las formas del a que hemos enumerado. Aquí se nos hace manifiesto que los puntos de fijación de la libido se hallan siempre alrededor de alguno de esos momentos que la naturaleza ofrece a esa estructura eventual de cesión subjetiva.

El primer momento de la angustia, aquél que poco a poco acercó la experiencia analítica alrededor del trauma del nacimiento, nos permite acentuar dicha angustia como algo más preciso, más precisamente articulable que lo que groseramente se enfoco en un principio bajo la forma de la frustración, y preguntarnos, y percatarnos — desde que nos preguntamos— de que el momento más decisivo en esa angustia, la del destete, no es tanto que el pecho falta a su necesidad sino más bien que el niñito cede ese pecho del que, cuando de él pende, es como de una parte de sí mismo.

Nunca olvidemos — y no soy el único que lo advirtió, me refiero especialmente a Bergler— que el pecho forma parte del individuo en cría; como les dije con expresión gráfica el pecho no se encuentra sino adherido a la madre. Si en cierto modo el niño puede tomarlo o soltarlo, aquí se produce el momento de sorpresa más primitivo, a veces verdaderamente asible en la expresión del recién nacido cuando por vez primera pasa el reflejo de algo vinculado a ese abandono del órgano: mucho más todavía que el propio sujeto, algo que ya es un objeto da su soporte, su raíz, a lo que en otro registro fue percibido, llamado, en cuanto al sujeto, como derelicción.

Pero también para nosotros, como para todos los demás objetos a, ¿tenemos otro control manifiesto que el acento que pongo en la posibilidad de reemplazo del objeto natural por un objeto, digamos, mecánico? Lo que aquí señalo es el posible reemplazo de ese objeto por cualquier otro que pueda encontrarse, otra partenaire, la nodriza que tantas complicaciones trajo a los primeros defensores de la educación natural, al tema de la alimentación por la madre, de Rousseau; pero más allá, a algo que, mi Dios, no siempre existió — al menos lo imaginamos— y que el progreso de la cultura ha fabricado: el biberón, es decir, la posibilidad de poner a a en reserva, en stock, en circulación en el comercio, y también de aislarlo en tubos estériles.

Tal carácter de cesión del objeto se traduce por la aparición en la cadena — la función de la fabricación humana— de objetos cesibles que son, que pueden ser sus equivalentes. Y esta evocación no está fuera de lugar ya que por este sesgo entiendo adjudicarle la función sobre la cual hice hincapié hace mucho tiempo, la del objeto transicional, para tomar el término, adecuado o no pero ya consagrado, al que lo prendió su creador, el que lo percibió, es decir, Winnicott.

A ese objeto, que se llama transicional, bien se ve qué cosa lo constituye en tal función de objeto cesible: es una puntita arrancada a algo, casi siempre a un pañal, y bien se ve de que se trata en cuanto a la relación del sujeto con el soporte que encuentra en ese objeto. No se disuelve en el, se conforta en él, en su función de sujeto totalmente original, por esa posición de caída, por así decir, en relación con la confrontación significante. No hay aquí investimiento (investissement) de a; hay, por así decir, investidura (investiture), Aquí él es el suplente del sujeto, y suplente en cierto modo precedido; él es dicha relación a sobre algo que secundariamente reaparece después de esa desaparición. Ese sujeto mítico primitivo que es puesto al comienzo como teniendo que constituirse en la confrontación, pero que nunca aprehendemos — y con motivo— , si tiene que reemerger más allá es porque el a lo ha precedido, y él mismo esta en cierto modo marcado por aquella primitiva sustitución.

Tal función del objeto cesible como pedazo separable y que es vehículo, en cierto modo primitivamente, de algo de la identidad del cuerpo que antecede al cuerpo mismo en cuanto a la constitución del sujeto, ya que he hablado de manifestación en la historia de la producción humana que para nosotros puede tener en cierto modo valor de confirmación, de revelación, en este sentido no me es posible dejar de evocar, al término de esa evolución histórica o, más exactamente, de esa manifestación en la historia, los problemas que van a plantearnos, digo hasta en lo más radical de lo que se podría llamar la esencialidad del sujeto, la extensión inmensa, probable, comprometida más que, yo diría, la conciencia común — e incluso la de los prácticos como nosotros puede estar advertida de ello— , las preguntas que van a plantearnos los hechos de injerto de órganos, que cobran ese aire a la vez sorprendente y destinado a suspender el espíritu alrededor de cierta pregunta: ¿hasta dónde hay que aceptarlos, hasta dónde vamos a aceptarlos? ¿Hasta donde llegará el hecho de que lo principal de esas asombrosas posibilidades quizás pronto se encuentre en el mantenimiento artificial de ciertos sujetos en un estado del que ya no podremos, del que ya no sabremos decir si es la vida o si es la muerte, puesto que, como ustedes saben, los medios del Angström permiten que subsistan en estado vivo tejidos de sujetos de los que todo indica que el funcionamiento de su sistema nervioso central no podría volver a la restitución, ondas cerebrales chatas, midriasis, ausencia irremisible de reflejos? ¿De qué se trata, que estamos haciendo cuando el órgano que tomamos pertenece a un sujeto que se encuentra en ese estado? ¿No sienten acaso que hay aquí emergencia en lo real de algo que por naturaleza tiene que despertar, en términos totalmente nuevos, el problema de la esencialidad de la persona y de lo que a ella se vincula, algo que tiene que solicitar de esas autoridades doctrinarias que llegado el caso pueden dar materia para el juridismo, que vean hasta dónde se puede ir esta vez en la práctica?: ¿que es el sujeto, un alma o un cuerpo?.

No seguiré hoy por este camino, ya que además tales autoridades doctrinarias parecen haber mencionado muy singulares respuestas; convendría estudiarlas con mayor atención a fin de descubrir su coherencia en relación con ciertas posiciones de lejana data. Puede decirse, por ejemplo, que se distingue radicalmente de ellas en el plano mismo de la relación, de la identificación de la persona con algo inmortal que se llamaría el alma: doctrina que articula en sus principios lo más contrario a la tradición platónica, a saber, que no podría haber otra resurrección que la del cuerpo.

Además, el dominio aquí aludido no está tan ligado— a esa avanzada industriosa en posibilidades singulares que evoco hace mucho tiempo la fabulación visionaria, y aquí no me queda sino remitirlos una vez más a la función unheimlich de los ojos, en tanto que manipular, hacer pasar un ser vivo a su autómata, el personaje creado por Hoffmann y puesto por Freud en el centro de su artículo sobre lo Unheimlich, ese Copelius que vacía las órbitas, que va a buscar hasta en su raíz lo que es el objeto en alguna parte capital, esencial, presentándose como el más allá — y lo más angustiante— del deseo que lo constituye: el ojo mismo.

Bastante dije sobre la misma función de la voz y aquello en lo cual nos parece y nos parecerá sin duda, con tantos perfecciónamientos técnicos, poder ser cada vez más del orden de los objetos cesibles, de esos objetos que pueden ser ordenados sobre los estantes de una biblioteca en forma de discos o de bandas, y de los que llegado el caso es forzoso evocar tal episodio viejo o nuevo para saber que singular relación puede ella tener con el surgimiento de determinada coyuntura de la angustia. Simplemente, agreguémosle, hablando con propiedad, esto: en el momento en que ella emerge, en un área cultural donde surge por vez primera la posibilidad de la imagen, digo de la imagen especular, de la imagen del cuerpo en estado separado, en el estado cesible bajo forma de fotografías o incluso de dibujos, y el señuelo, la repugnancia que esto provoca en la sensibilidad de aquéllos que pueden verlo surgir súbitamente y bajo esa forma a la vez indefinidamente multiplicable y posible de expandirse por doquier, la repugnancia y hasta el horror que, en áreas que no hay ninguna razón para llamar primitivas, la aparición de cosas tales de la cultura hace surgir, con la negativa a dejar tomar esas imagenes de las que Dios sabe, hay que decirlo, hasta dónde pueden llegar. Es en dicha función de objeto cesible, en suma la más natural y en la que lo natural no llega a poder explicarse sino como habiendo tomado esa función, es así como el objeto anal interviene en la función del deseo; aquí tenemos que captar cómo interviene, y poner a prueba, no olvidar la guía que nos proporciona nuestra fórmula de que ese objeto no es fin, meta del deseo, sino su causa; causa del deseo en tanto que éste es algo no efectivo, en tanto que es esa suerte de efecto fundado, constituído sobre la función de la falta, que sólo aparece como efecto allí donde en efecto sólo se sitúa la noción de causa, es decir, a nivel de la cadena  significante, donde dicho deseo le da esa especie de coherencia en la que el sujeto se constituye esencialmente como metonimia. Pero a tal deseo, en el nivel de la constitución del sujeto, ¿cómo vamos a calificarlo, allí donde lo captamos en su incidencia, en la constitución del sujeto? No es el hecho contingente, la facticidad de la educación del aseo lo que le da esa función de retener, lo que le da al deseo anal su estructura fundamental. Aquí se trata de una forma más general, y que nosotros tenemos que encontrar en el deseo de retener.

En su relación polar con la angustia, el deseo debe ser situado allí donde lo puse, en correspondencia con la antigua matriz: a nivel de la inhibición. Por eso el deseo puede tomar la función de lo que llamamos defensa. Pero vayamos paso a paso y veamos como se produce esto eventualmente. ¿Qué es la inhibición? Para nosotros, en nuestra experiencia, no basta que tengamos esa experiencia y que la manipulemos como tal para que hayamos articulado correctamente su función y esto es lo que trataremos de hacer. Qué es la inhibición sino la introducción, en una función —tal vez no una función cualquiera: en su artículo, Freud toma por soporte, por ejemplo, la función motora— ¿la introducción de qué?: de otro deseo, diferente de aquél que la función satisface de manera natural. Al fin y al cabo lo sabemos, y no pretendo estar descubriendo nada nuevo; pero creo que al articularlo así introduzco una formulación nueva de la cual, sin esta misma formulación, se nos escaparían las deducciónes que de ella resultan.

Porque tal lugar de la inhibición, donde aprendemos a reconocer las correlaciones que indica esta matriz, el lugar, hablando con propiedad, donde el deseo se ejerce y donde captamos una de las raíces de lo que el análisis designa como lo Uverdrangunq, esa ocultación, por así decir, estructural del deseo, detrás de la inhibición algo que nos hace decir comúnmente que si Fulano tiene el «calambre del escritor» es porque erotiza la función su mano— , es esto lo que nos exige apreciar en esa situación, en el mismo lugar, los tres términos, de los que ya nombré a los dos primeros: «inhibición», deseo, el tercero es el «acto». Porque cuando para nosotros se trata de definir que es el acto, único correlato posible, polar en el lugar de la angustia, no podemos hacerlo sino situándolo allí donde está: en el lugar de la inhibición. El acto no podría definirse, para nosotros ni para nadie, como algo que solamente sucede en el campo real, en el sentido en que lo define la motricidad, el efecto motor, se diría; sino como algo que en ese campo —y sin duda llegado el caso bajo la forma motriz, pero no necesariamente— cualquiera que sea la participación que en él pueda seguir quedando de un efecto motor que se traduce, en ese campo de lo real donde se ejerce la respuesta motriz, de una manera tal que allí se traduce otro campo que no es solamente el de la estimulación sensorial, por ejemplo, como se articula al considerar sólo el arco reflejo, el cual tampoco tiene que ser articulado como realización del sujeto.

Tal es la concepción del mito personalista, en cuanto precisamente elude, en el campo de la realización del sujeto, la prioridad del a, que inaugura y desde ese momento conserva este privilegio en el campo de la realización del sujeto, del sujeto como tal que sólo se realiza en objetos que son de la misma serie, que son del mismo lugar, digamos en esta matriz, que la función del a, que siempre son objetos cesibles: a esto desde hace mucho tiempo se le llama las «obras», con todo el sentido que este término posee hasta en el campo de la teología moral. Entonces, ¿qué sucede en el acto de ese otro campo del que hablo, y cuya incidencia, cuya instancia, cuya insistencia en lo real es lo que connota una acción como acto? ¿Cómo vamos a definirlo? ¿Es simplemente aquella relación polar, y en cierto modo lo que en ella sucede, si se me permite la expresión, de superación de la angustia?

Digamos, con fórmulas que después de todo sólo pueden aproximarnos a lo que es un acto, que hablamos de acto cuando una acción tiene el carácter de una manifestación significante donde se inscribe lo que podríamos llamar la desviación (écart) del deseo. Un acto es una acción, digamos, en tanto que en ella se manifiesta el deseo mismo que habría estado destinado a inhibirla. Sólo con este fundamento de la noción, de la función del acto en su relación con la inhibición, puede justificarse llamarle «acto» a cosas que en principio parecen muy poco vinculadas con lo que en el sentido pleno, ético de la palabra, puede llamarse «acto»: el acto sexual de un lado, o de otro el acto testamentario.

Y bien, es aquí, en esta relación del a con la constitución de un deseo — y lo que nos revela sobre la relación del deseo con la función natural— donde nuestro obsesivo cobra para nosotros su valor más ejemplar. En él palpamos incesantemente este carácter, del que sólo la costumbre puede borrar para nosotros su aspecto enigmático: el de que en el obsesivo los deseos siempre se manifiestan en esa dimensión que he llegado a llamar, anticipándome sin duda un poco, función de defensa.

¿A partir de que merece ser llamada defensa tal incidencia del deseo, en la inhibición? (sólo de una manera anticipada pude hablar de defensa como función esencial de la incidencia del deseo, únicamente en cuanto el efecto del deseo señalado por la inhibición puede introducirse bajo una acción ya àpresada en la inducción de otro deseo — para nosotros también esto es experiencia común— ; sin hablar del hecho de que sin cesar nos hallamos frente a algo de este orden, observamos que, para no dejar a nuestro obsesivo, ya en la posición del deseo anal, definido por el deseo de retener y centrado sobre un objeto primordial al que dará su valor, ya aquí se sitúa el deseo como anal. Para nosotros no tiene sentido sino en la economía de la libido, es decir, en sus ligazones con el deseo, sexual.

Aquí conviene recordar que lo importante no es tanto el «inter urinas et faeces nascimur» —que nazcamos entre la orina y las heces—, de San Agustín; para nosotros, analistas, lo importante es que entre la orina y las heces hacemos el amor. Meamos antes y cagamos después, o a la inversa.

Pues bien, ésta es una correlación mas, a la que dirigimos una atención demasiado escasa, en cuanto a una fenomenología que, después de todo, dejamos introducirse en el análisis. Por eso hay que tener la oreja bien tendida y observar, en los casos en que esto surge, la relación que liga al acto sexual la fomentación, por así decir, de lo que parecerá tan desapercibido como quizás invocado en la historia del Hombre de los lobos; su regalito primitivo, la fomentación habitual, en el acto sexual, de algo que no parece tener mucha importancia pero que, como indicativo de la relación de que hablo, la cobra la fomentación de la pequeña mierda, cuya evacuación consecutiva sin duda no tiene la misma significación en todos los sujetos, se encuentren, por ejemplo, en la vertiente obsesiva, o en otra.

Entonces, ¿a dónde los conduzco ahora en lo relativo a tal subyacencia del deseo en el deseo? ¿Cómo comprender que este camino nos lleva a la elucidación de su sentido, y que lo haga no simplemente en su facticidad sino en su necesidad? ¿Acaso en esta interpretación del deseo-defensa y de aquello de lo que éste defiende, a saber, otro deseo, vamos a poder entender que somos, simplemente, llevados, por así decir, con toda naturalidad, por aquello que conduce al obsesivo en un movimiento de recurrencia del proceso del deseo, engendrado por ese es fuerzo implícito de subjetivización que ya se encuentra en sus síntomas, y donde, en la medida en que los tiene, el obsesivo busca reaprehender sus etapas? ¿Qué significa la correlación con el impedimento (empêchement), con la emoción (émotion)?

¿De qué impedimento (empêchement) se trata? Aquí interviene algo, impedimento, impedicare, cazado en la trampa, que no es redoblamiento de la inhibición. Hubo que elegir un término. El sujeto está impedido de atenerse a su deseo de retener, y en el obsesivo esto se manifiesta como compulsión. La dimensión de la emoción (émotion) tomada de una psicología que no es la nuestra, psicología adaptacionista, reacción catastrófica, interviene también aquí en un sentido muy diferente de la definición clásica y habitual. La emoción de que se trata es la que destacaban las experiencias basadas en la confrontación de la mancha, a saber, que el hecho de que el sujeto no sepa dónde responder se aúna a nuestro «no saber»: él no sabía que se trataba de eso; de allí que, a nivel del punto donde no puede impedirse, deje pasar cosas, esas idas y venidas del significante que alternativamente pone y borra; todas siguen el camino, igualmente no sabido, de reencontrar la huella primitiva; lo que el sujeto obsesivo busca en lo que antes llamé su recurrencia en el proceso del deseo, es reencontrar la causa auténtica de todo este proceso. Y debido a que dicha causa no es otra cosa que ese objeto último, abyecto y ridículo, en esta búsqueda queda en suspenso y siempre se manifiesta, a nivel del acting-out, lo que dará a tal búsqueda del objeto sus tiempos de suspensión, sus falsos senderos, sus falsas pistas, sus derivaciones laterales; estos harán que la búsqueda gire indefinidamente, y se manifiestan en el síntoma fundamental de la duda, que va a marcar, para el obsesivo, el valor de todos sus objetos de sustitución.

El no poder —¿no poder qué?— el impedirse, la compulsión, la duda, conciernen precisamente a esos objetos dudosos gracias a los cuales es aplazado el momento de acceso al objeto último, que sería el final, en el sentido pleno del vocablo, es decir, la pérdida del sujeto en el camino donde siempre está abierta la entrada por la vía del embarazo (embarras), aquél en el que lo introduce la cuestión de la causa y por lo cual entra en la transferencia.

¿Qué resulta de todo esto? ¿Acaso hemos percibido, cercado, acaso nos hemos aproximado siquiera a la cuestión por mi planteada: la incidencia de otro deseo que en relación con aquel cuyo camino recorrí cumpliría el papel de defensa? Es evidente que no. He trazado el camino de regreso al objeto último con su correlación de angustia; porque aquí está el motivo del surgimiento creciente de la angustia. Y a medida que el análisis de un obsesivo va llegando a su fin, por poco que se lo conduzca por este mismo camino, permanece abierta, pues, la cuestión de la incidencia como defensa, defensa sin duda activa y que actúa lo suficiente para distanciar el plazo que acabo de delinear, como defensa de otro deseo.

¿Cómo es esto posible? No podemos concebirlo sino dando su posición central al deseo sexual, quiero decir al deseo que llaman genital, al deseo natural en tanto que en el hombre, y precisamente en función de esa estructuración propia del deseo alrededor de la intermediación de un objeto, el objeto se plantea como algo que lleva la angustia en su interior y que separa el deseo del goce.

Tal función de a, que en este nivel del deseo genital se simboliza por analogía con la dominancia de a en la economía del deseo se simboliza a nivel del deseo genital por – j que aquí aparece como el residuo subjetivo a nivel de la cópula; en otras palabras, nos muestra que la copula está en todas partes y que ella no une sino por faltar allí donde justamente sería propiamente copulatoria.

A ese agujero central que confiere a la angustia de castración su valor privilegiado, y ello en el único nivel donde la angustia se produce, en el lugar mismo de la falta del objeto, a esto se debe, especialmente en el obsesivo, la entrada en juego de otro deseo. Este otro deseo, por así decir, da su asiento a lo que podemos llamar la posición excéntrica del deseo del obsesivo en relación con el deseo genital.

Porque el deseo del obsesivo no es concebible, ni en su instancia ni en su mecanismo, sino porque se sitúa en suplencia de lo que es imposible suplir en otra parte, es decir, en su lugar, Para decirlo de una vez, el obsesivo, como todo neurótico, ha accedido al estadio fálico pero es en relación con la imposibilidad de satisfacer a nivel de dicho estadio, que su objeto, el a excremencial, el a causa del deseo de retener —y del que, si yo quisiera unir aquí su función con todo lo que dije de las relaciones con la inhibición lo llamaría más bien el tapón— , es en relación con esto que ese objeto va a obtener valores que podríamos llamar desarrollados. Y aquí penetramos el origen de lo que podría denominarse fantasma analítico de oblatividad. Ya dije y repetí que éste es un fantasma de obsesivo. Porque, por supuesto, todo el mundo querría que la unión genital fuese un don: yo me doy, tu te das, nosotros nos damos. Por desdicha, en un acto genital copulatorio, por exitoso que puedan imaginarlo, no hay huellas de don. Precisamente, sólo hay don allí donde siempre se lo observó: a nivel anal, en la medida en que aquí se perfila, se yergue algo que precisamente en este nivel está destinado a satisfacer, a detener al sujeto en la realización de la abertura (béance), del agujero central que a nivel genital impide captar nada que pueda funcionar como objeto de don.

Ya que hablé de tapón, del que pueden reconocer que es la forma más primitiva de lo que introduje el otro día en la discusión de la función de la causa como el objeto ejemplar que llamé «canilla», ¿cómo podríamos ilustrar, con respecto a lo que determina la función del objeto tapón o canilla, con su consecuencia, el deseo de cerrar, como podrían situarse los diferentes elementos de nuestra matriz?

La relación con la causa —¿qué es una canilla? ¿qué se puede hacer con ella?— es el punto inicial por el que entra en juego para la observación, en la experiencia del niño, ese atractivo que vemos manifestarse, contrariamente a cualquier otro animalito, en algo que se anuncia representando ese tipo fundamental de objeto.

El «no poder» hacer algo con él, así como el «no saber», en su distinción indican en grado suficiente qué es el síntoma: el derrame de la canilla. El pasaje al acto , es abrirla, pero abrirla sin saber lo que se hace. Tal es la carácterística del pasaje al acto. Algo se produce donde se libera una causa por medios que nada tienen que ver con ella. Porque, como les hice observar, la canilla no juega su función de causa sino en tanto que todo lo que puede salir de ella viene de otra parte. Es porque existe el llamado de lo genital, con su agujero fálico en el centro, que todo lo que puede suceder a nivel de lo anal entra en juego porque cobra su sentido.

En cuanto al acting-out, si queremos situarlo con relación a la metáfora de la canilla, no es el hecho de abrir la canilla como hace el niño sin saber lo que hace, sino simplemente la presencia o no del chorro. El acting-out es el chorro, es decir, algo que se produce y que viene de otra parte y no de la causa sobre la cual se acaba de actuar. Y esto nos lo indica nuestra experiencia. Por ejemplo, lo que provoca el acting-out no es el hecho de que nuestra intervención en el plano de una interpretación anal sea falsa, sino que, allí donde se la emite, da lugar a algo que viene de otra parte. En otros términos: no hay que molestar desconsideradamente a la causa del deseo.

En este terreno donde se juega el destino del deseo del obsesivo, de sus síntomas y sublimaciones, se introduce la posibilidad de la función de algo que cobrará su sentido por ser lo que contornea, por así decir, la abertura (béance) central del deseo fálico; lo cual sucede en el nivel escópico, en tanto que la imagen especular entra en función «análoga» porque está en posición, con relación al estadio fálico, correlativa.

Todo lo que acabamos de decir acerca de la función de a como objeto de don «análogo», destinado a retener al sujeto en el borde del agujero castrativo, podemos trasladarlo a la imagen. Y aquí interviene la ambigüedad, señalada en todas las observaciones de sujetos obsesivos, de la función del amor. ¿Qué es ese amor idealizado que hallamos tanto en el Hombre de las ratas como en el Hombre de los lobos, así como en toda observación de un obsesivo? ¿Cual es el enigma de esa función dada al otro —en la mujer, llegado el caso— de ese objeto exaltado del que por cierto no se nos esperó, ni a ustedes ni a mi ni a la enseñanza que aquí damos, para saber lo que subrepticiamente representa de negación de su deseo? En todo caso, las mujeres no se engañan.

¿Qué distinguiría ese tipo de amor de un amor erotomaníaco, si no debiéramos buscar lo que el obsesivo compro mete de si en el amor?.

Crean ustedes que para el obsesivo, si así cocurre con el último objeto que puede revelar su análisis, por cierto camino de la recurrencia — les dije cuál— el excremento es la fuente adivinatoria al encontrarse objeto amable.

Les ruego que traten de advertir lo que ocurre con la posición del obsesivo. Lo que aquí prevalece no es la duda, sino que él prefiere no mirar siquiera. Siempre encontrarán ustedes esta prudencia. Con todo, si el amor cobra para él semejantes formas de lazo exaltado es porque lo que el obsesivo entiende que uno ama es una cierta imagen de él; a su vez, entiende que esa imagen él la da al otro, al punto de imaginar que si esa imagen viniera a faltar el otro ya no sabría de qué agarrarse. Este es el fundamento de lo que en otra parte llamé la dimensión altruista de este amor mítico basado en una mítica oblatividad.

Pero el mantenimiento de esa imagen lo ata a toda una distancia de sí mismo; ella es precisamente lo más difícil de reducir, y lo que produjo su ilusión en alguien que por cierto tenía (Bouvet) mucha experiencia de tales sujetos, mucha experiencia pero no el aparato —y por razones que restaría profundizar— para formularla, haciendo tanto hincapié sobre la noción de distancia: la distancia en cuestión es la del sujeto consigo mismo, en relación con lo cual todo lo que hace nunca es para él, en última instancia, — y, sin análisis, abandonado a su soledad— sino algo que percibe como un juego que finalmente sólo benefició a ese otro del que hablo, a esa imagen.

Esta relación es la que comúnmente se valoriza, en cuanto a la dimensión narcisista donde se desarrolla todo lo que en el obsesivo es no central, es decir síntomático, sino — si lo prefieren—  comportamental o vivido; aquello por lo cual si para él se trata de realizar al menos el primer tiempo de aquello que en él jamás está permitido manifestarse en acto, es decir, su deseo este deseo se sostiene dando vueltas a todas las posibilidades, a nivel fálico y genital, que determinan lo imposible.

Cuando digo que el obsesivo sostiene su deseo como, imposible, quiero decir que sostiene su deseo a nivel de las imposibilidades del deseo. En cuanto a la imagen del agujero, habrán de encontrar su referencia en la topología del toro; el círculo del obsesivo es precisamente uno de esos círculos que en razón de su lugar topológico nunca puede reducirse a un punto. Porque de lo oral a lo anal, de lo anal a lo fálico, de lo fálico a lo escópico y de lo escópico a lo vociferado, eso no vuelve jamás sobre sí mismo sino volviendo a pasar por su punto de partida.

En torno de estas estructuras la próxima vez daré su formulación terminal a algo que, a partir de este ejemplo — suficientemente demostrativo para ser elaborado como ejemplo y susceptible de ser transpuesto, con estos datos, en otras estructuras, especialmente la histérica— , podremos situar, en último término, en cuanto a la posición y función de la angustia.