Seminario 10: Clase 6, del 19 de Diciembre de 1962

seminario 10, clase 6
Y bien: lo que estoy evocando ante ustedes no es metafísica. Me permito emplear una expresión que desde hace algunos años la actualidad ha venido destacando: hablaré más bien de lavado de cerebro.

Lo que pretendo enseñarles a reconocer, gracias e cierto método y en el lugar correcto, es lo que se les presenta en su experiencia, dado que, por supuesto, la eficacia de lo que pretendo hacer sólo en ella se prueba.

Si alguna vez pudo objetarse la presencia en mi enseñanza de algunos a quienes tengo en análisis, después de todo la legitimidad de tal coexistencia de dos relaciones conmigo — una en la que se me oye y otra en la que alguien se hace oír por mí— sólo puede juzgarse en el interior y en la medida en que lo que aquí les enseño puede facilitar efectivamente —incluso al que trabaja conmigo— el acceso al reconocimiento de su propio camino.

En esta perspectiva hay por cierto algo, un límite donde el control externo se detiene, pero seguramente no es un mal signo que quienes participan de las dos posiciones al menos aprenderán en ellas a leer mejor.

Lavado de cerebro, dije, tal es para mí ofrecerme al control de reconocer en las palabras de aquéllos a quienes analizo otra cosa que la que aparece en los libros. A la inversa, para ellos es saber reconocer en estos, al pasar, lo que efectivamente contienen. Y al respecto no puedo sino felicitarme causa, por ejemplo, de un pequeño signo como éste que recientemente me fue dado de labios de alguien a quien tengo en análisis. No se le escapó a la persona aludida el alcance de un rasgo que podemos encontrar en un libro cuya traducción al francés acaba de aparecer —cuán tarde—. Se trata de una obra de Ferenczi cuyo título original es «Versuch einer Genital Theorie» «Búsqueda (recherche) —exactamente— de una teoría de la genitalidad», y no simplemente «De los orígenes de la vida sexual», título en que se lo diluyó; libro que seguramente no deja de inquietar por cierto aspecto que señalé hace mucho tiempo a quienes saben oír, como algo que, llegado el caso, podía participar del delirio, pero que al traer consigo esa enorme experiencia deja depositar igualmente en sus rodeos más de un rasgo valioso para nosotros. Este, por ejemplo al que estimo que el propio autor no le confiere todo el acento que merece, dada precisamente su intención, su búsqueda, de llegar a una noción demasiado armonizante, demasiado totalizadora de lo que constituye su objeto, es decir la mira, la realización genital.

El pasaje aludido expresa: El desarrollo de la sexualidad genital, cuyas grandes líneas en el hombre, dice, acabamos de esbozar —se trata, en efecto, de lo que sucede en el varón—, sufre en la mujer de lo que se ha traducido como «interrupción inesperada», traducción totalmente incorrecta ya que en alemán se trata de «eine zimmlich unvermittelte Unterbrechung», o sea de una interrupción, lo que casi siempre quiere decir que ella carece de mediación, que por lo tanto, no forma parte de lo que Ferenczi califica como anfimixia, y que al fin de cuentas sólo es una de las formas naturalizadas de lo que llamamos «tesis antítesis, síntesis», de la que llamamos progreso dialéctico, por así decir. No es éste el término que el espíritu de Ferenczi, destaca pero él apunta lo que anima efectivamente toda su construcción: que unvermittelte, es decir, lateral con relación a ese proceso — y no olvidemos qué se trata da encontrar— proceso de síntesis y armonía genital, debe ser traducido más bien por «atolladero» fuera de los progresos de la mediación».

«Dicha interrupción — dice— se carácteriza — y aquí no hace más que acentuar lo dicho por Freud— por el desplazamiento de la erogeneidad del clítoris (pene femenino) a la cavidad vaginal. No obstante, la experiencia analítica nos inclina a suponer que en la mujer no sólo la vagina sino también otras partes del cuerpo pueden genitalizarse, como lo atestigua igualmente la histeria, en particular el pezón y la región que lo rodea».

Como bien saben hay muchas otras zonas en la histeria. Además también aquí la traducción peca por no respetar efectivamente lo valioso del material que se nos trae, traducción en cierto modo (…); el texto dice, simplemente, no «lo atestigua igualmente» sino «nach Art der Hysterie»

¿Qué quiere decir esto para quien haya aprendido a oír — aquí o en otra parte— , sino que la entrada en función de la vagina como tal en la relación genital es un mecanismo estrictamente equivalente a cualquier otro mecanismo histérico? ¿Por qué sorprendernos? Sobre todo a partir del momento en que dado nuestro esquema del sitio, del lugar vacío en la función del deseo, han de estar dispuestos a reconocer algo de lo cual lo menos que podrá decirse es que, para ustedes al menos podrá situarse esta paradoja, paradoja que se define así: que el lugar, la casa del goce, por estar naturalmente colocado en un órgano del que saben, con toda certeza, tanto por la experiencia como por la investigación anátomofisiológica que es insensible (en el sentido de que ni siquiera podría despertarse a la sensibilidad pues esta enervado), que en el lugar último del goce del goce genital —y esto no es un misterio, después de todo— pueden vertirse diluvios de agua hirviente y a una temperatura tal que ninguna otra mucosa soportaría sin que esto provoque reacciónes sensoriales actuales, inmediatas.

¿Qué decir sino que es bien procedente que antes de entrar en el mito diacrónico de una pretendida maduración, atendamos a tales correlaciones; esto haría del punto sin duda necesario de llegada, de acabamiento, de cumplimiento de la función sexual en la función genital, otra cosa que un proceso de maduración, que un lugar de convergencia de síntesis de todo lo que pudo presentarse hasta allí con el carácter de tendencias parciales. Al reconocer no sólo la necesidad de ese lugar vacío en un punto funcional del deseo, y al ver que incluso allí la misma naturaleza, la fisiología va a encontrar su punto funcional más favorables, nos hallaremos en una posición más clara y liberados el mismo tiempo del peso de cierta  paradoja que nos hará imaginar tantas construcciónes míticas alrededor del pretendido goce vaginal. No negamos por cierto, que más allá pueda estar indicándose algo, y quienes asistieron a nuestro Congreso de Amsterdam han de recordar lo que señalé al comienzo del mismo: algo que a falta de un aparato, a falta da ese registro estructural cuyas articulaciones intento darles aquí, tampoco pudo, durante un congreso donde se dijeron muchas cosas, y meritorias, ser articulado y localizado como tal; y sin embargo ya que además todas las paradojas concernientes al lugar que debe reservarse a la histeria en lo que podría llamarse la escala de las neurosis, esa ambigüedad que hace que debido a las evidentes analogías cuya pieza maestra, cuya pieza capital les señalo con el mecanismo histérico, somos llamados a situarla, en una escala diacrónica, como la neurosis más avanzada por ser la más próxima al completamiento genital dada la inversión que la clínica nos muestra es preciso que, por el contrario, la consideremos en la escala neurótica como la más primaria, aquella sobre la cual se edifican especialmente, por ejemplo, las construcciónes de la neurosis obsesiva; cuán precioso para nosotros es saber que las relaciones de la histeria, para decirlo todo, con la psicosis misma, con la esquizofrenia, son evidentes.

Lo único que habrá de permitirnos no colocarla tan eternamente, según las necesidades —y los observadores nos comunican los puntos de vista que tenemos que abordar sobre la histeria—,. ya sea al final, ya sea al comienzo de las pretendidas fases evolutivas, es ante todo y en primer lugar remitirle a lo que prevalece, a saber la estructura, la estructura sincrónica del deseo (ver esquema). Es aislar en la estructura constitutiva del deseo como tal, lo que hace que yo indique ese lugar, el lugar del blanco, el lugar del vacío jugando siempre una función esencial; y el hecho de que tal función se ponga de manifiesto de manera capital en la estructura acabada, terminal, de la relación genital es al mismo tiempo confirmación de la legitimidad de nuestro método e inicio de una visión más clara, despejada de (…) por la que habremos de guiarnos en lo relativos los fenómenos de la genitalidad.

Un obstáculo, una objeción impide que lo veamos directamente; de allí que para alcanzarlo tendremos que pasar por un sendero algo desviado. Ese sendero es la angustia y para eso nos hallamos aquí este año.

El punto donde nos encontramos en este momento, cuando termina con el año una primera fase de nuestro discurso, consiste por lo tanto en decirles que hay una estructura de la angustia; y lo importante y vivo en la manera con que en estas primeras conversaciones lo anuncié, lo traje, lo abordé para ustedes, bien se encuentra en esta imagen (ver esquema) quiero decir en las vivas aristas que ella proporciona, y que han de tomarse en su carácter específico. Hasta cierto punto llegaré a decir que todavía no muestra de manera suficiente dónde, con su forma taquigráfica —lo repito en el pizarrón desde el comienzo del discurso—; habría que insistir sobre el hecho de que este trazo es algo que ustedes ven por el filo, y es un espejo. Un espejo no se extiende al infinito, un espejo tiene límites, y si se remiten al artículo de donde se extrajo el esquema —La Psychanalyse, N°6— les recuerdo que de tales límites del espejo yo me valgo. Puede verse algo en ese espejo a partir de un punto situado por así decir, en alguna parte del espacio del espejo desde donde no es perceptible para el sujeto. Dicho de otro modo, no es forzoso que yo mismo vea mi ojo en el espejo, aunque el espejo me ayuda a percibir algo que de otro modo no vería. Con esto quiero decir que lo primero que ha de anunciarse acerca de la estructura de la angustia es algo que siempre olvidan en las observaciones donde ella se revela, pues fascinados por el contenido del espejo olvidan sus límites: que la angustia está enmarcada.

Quienes oyeron mi intervención en las jornadas provinciales relativas al fantasma, intervención cuyo texto sigo esperando desde hace dos meses y una semana, recodarán que me serví como metáfora, de un cuadro que viene a ubicarse en el marco de una ventana; técnica absurda, sin duda si se pretende ver mejor lo que hay en el cuadro pero, como también expliqué, no se trata de esto precisamente sino, cualquiera que sea el encanto de lo que está pintado en la tela, de no ver lo que se ve por la ventana.

Lo que muestra el sueño inaugural de la historia del análisis en el del Hombre de los Lobos, cuyo privilegio estriba —como ocurre de manera incidental pero no ambigüa— en la aparición en dicho sueño de una forma pura, esquemática, del fantasma, es que el sueño a repetición del Hombre de los Lobos es el fantasma puro revelado en su estructura; de allí deriva toda su importancia, y Freud lo elige para una observación, cuyo carácter inagotado, inagotable para nosotros, reside en que se trata, esencialmente y de un extremo a otro, de la relación del fantasma con lo real. ¿Qué vemos en este sueño?. La abertura (beance) súbita — y están indicados los dos términos— de una ventana. El fantasma se ve más allá de un vidrio y por una ventana que se abre, el fantasma está enmarcado; y en lo que ven más allá reconocerán —si  saben  advertirlo—, bajo sus formas más diversas, la misma estructura que ven en el espejo de mi esquema. Están también las dos barras de un soporte más o menos desarrollado y algo que es soportado: sobre las ramas del árbol están los lobos. En el dibujo de un esquizofrénico —me basta con abrir cualquier compendio para encontrarlo, por así decir, de a montones— hay también un árbol; ¿qué aparece en la punta de sus ramas? —por tomar mi primer ejemplo del informe que BoBo (?) (sic) presentó en el último Congreso de Anvers sobre el fenómeno de le expresión—: lo que para un esquizofrénico cumple el papel que juegan los lobos en ese caso borderline que es el Hombre de los Lobos, un significante; más allá de las ramas del árbol la esquizofrénica en cuestión escribe la fórmula de su secreto: «Io sono sempre vista», o sea, lo que nunca pudo decir hasta entonces: «siempre soy vista». Aquí me es preciso detenerme para hacerles notar que tanto en italiano como en francés, «vista» tiene un sentido ambigüo; no es solamente un participio pasado sino también «la vista», con sus dos sentidos, subjetivo y objetivo: la función de la vista y el hecho de ser una vista, como cuando se dice «la vista de un paisaje», y aquí se la toma como ojeada sobre una postal. Volveré, desde luego, sobre todo esto.

Hoy sólo quiero acentuar que lo horrible, lo equívoco, lo inquietante, palabras con las que traducimos en francés, como podemos, el magistral unheimlich, se presenta como a través de tragaluces: el campo de la angustia se sitúa, para nosotros, enmarcado. Reaparece, así, lo que mi discusión introdujo para ustedes: la relación de la escena con el mundo.

«Súbitamente», «de golpe», siempre encontrarán estos términos en el momento de la entrada del fenómeno de lo unheimlich. Sabemos sin duda que lo que debe referirse en la escena que se propone en su dimensión propia, más allá, es lo que no se puede decir en el mundo, lo que esperamos siempre que se levanta el telón, breve momento, rápidamente extinguido, de la angustia; ese momento jamás falta en la dimensión por donde hacemos algo más que venir a instalar nuestros traseros en un sillón que hemos pagado más o menos caro, y es el momento de los tres golpes, el momento en que el telón se descorre. Sin ese tiempo introductorio de la angustia, pronto elidido, nada podría obtener siquiera el valor de lo que se determinará como trágico o como cómico. También aquí sucede que no todas las lenguas ofrecen los mismos recursos, no se trata de können. Se pueden decir muchas cosas, por supuesto, materialmente hablando. Pero se trate de un poder dürfen, que no traduce bien lo permitido o no permitido, puesto que dürfen remite a una dimensión más original. Es incluso porque man darf nicht —esto «no se puede»—, que man kann —»lo mismo se podrá»— y aquí actúa el lanzamiento, la dimensión de gatillo que constituye, hablando con propiedad, la acción dramática.

No podríamos demorarnos demasiado en los matices de este marco de la angustia. ¿Dirán ustedes que la requiero en el sentido de conducirla a la espera, a la preparación, a un estado de alerta, a una respuesta que es ya de defensa ante lo que va a suceder?. Aquí se trata, sí; del Erwartung, de la constitución de lo hostil como tal, del primer recurso más allá del Hilflosigkeit.

Pero la angustia es otra cosa. Si la espera puede servir efectivamente, entre otros medios, como marco de la angustia, digámoslo ya: no hay necesidad alguna de dicha espera, el marco está siempre allí! La angustia es otra cosa. Hay angustia cuando en ese marco aparece lo que ya estaba, mucho más cerca, en la casa: Heim, el huésped, dirán ustedes. En cierto sentido sí, por supuesto; ese huésped desconocido que aparece de manera imprevista tiene en todo que ver con lo que se encuentre en lo Unheimlich, pero designarlo así es demasiado poco. Pues como muy bien lo indica, por una vez, la palabra francesa, en su sentido ordinario el huésped (hûte) es alguien ya bien trabajado por la espera.

Ese huésped ya había pasado a lo hostil, a lo hostil por el que comencé mi discurso de la espera. Ese huésped, en al sentido ordinario, no es lo Heimlich, no es el habitante de la casa, es lo hostil ablandado, apaciguado, admitido. Lo que es Heim, lo que es Geheimnis, nunca pasó por los rodeos, por las redes, los tamices del reconocimiento: permaneció unheimlich, menos inhabituable que inhabitante, menos inhabitual que inhabitado.

El fenómeno de la angustia es este surgimiento de lo Heimlich en el marco. Por eso es falso decir que la angustia carece de objeto. La angustia tiene otra clase de objeto que toda aprehensión preparada, estructurada, ¿estructurada por qué? por la reja del corte, del surco, del rasgo unario, del «es eso» (c`est ça) que al operar forma siempre, por así decir, los labios —digo el labio o los labios— de ese corte que se convierte en carta cerrada (lettre close) sobre el sujeto para —como les expliqué la vez pasada— despacharlo en sobre cerrado a otras huellas.

Los significantes hacen del mundo una red de huellas en el que desde entonces se torna posible el paso de un ciclo a otro. ¿Qué quiere decir esto? Lo que les dije la vez pasada: el significante engendra un mundo, el mundo del sujeto que habla, y cuya carácterística es la de que en él es posible engañar.

La angustia es este corte sin el cual la presencia del significante, su funcionamiento, su entrada, su surco en lo real es impensable. Ese corte se abre y deja aparecer lo que ahora entenderán mejor cuando les diga: lo inesperado, la visita, la noticia, eso que tan bien expresa el término «presentimiento» que no debe entenderse simplemente como presentimiento de algo, sino también como lo «pre» del sentimiento, lo que está antes del nacimiento de un sentimiento.

A partir de algo que es la angustia son posibles todas las maniobras, y al fin de cuentas se trata de lo que esperábamos, la verdadera sustancia de la angustia, «lo que no engaña», lo fuera de duda, pues no se dejen llevar por las apariencias: no porque les parezca clínicamente sensible el lazo entre la angustia y la duda, la vacilación, el llamado «juego ambivalente» del obsesivo, angustia y duda son la misma cosa.

La angustia no es la duda, la angustia es la causa de la duda. Digo «la causa de la duda». No es ésta la primera ni la última vez que tendré que volver sobre algo que después de tantos siglos de aprehensión crítica se mantiene, la función de causalidad, pues ella está efectivamente en otra parte que allí donde se la refuta; y si hay una dimensión donde debemos buscar la verdadera función, el verdadero peso, el sentido del mantenimiento de la función de causalidad, es en la dirección de la apertura de la angustia. La duda, les digo, sólo está destinada a combatir la angustia; precisamente, todo el esfuerzo que la duda gasta es contra señuelos, en la medida en que lo que se trata de evitar es la enojosa certeza que en la angustia se sostiene.

Pienso que aquí me detendrán para decirme o recordarme lo que más de una vez expresé de manera aforística: que toda actividad humana se despliega en la certeza, o aún que ella engendra la certeza o, de una manera general, que la referencia de la certeza es esencialmente la acción.

Esto es así, por cierto, y precisamente me permitirá introducir ahora la relación esencial de la angustia con la acción como tal, pues tal vez la acción tome su certeza justamente de la angustia.

Actuar es arrancar a la angustia su certeza. Actuar es operar una transferencia de angustia. Y si me permito emitir este discurso al final del trimestre, quizás con excesiva rapidez, es para llenar o casi llenar los blancos que dejé en el cuadro de mi primera clase. Pienso que recordarán este cuadro:
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Inhibición, síntoma, angustia, completado por: embarazo, emoción y turbación. Les dije: ¿y aquí, qué hay?. Dos cosas: el pasaje al acto y el acting-out. He dicho «casi completar» porque no tendré tiempo de explicarles el motivo que me lleva o situar el pasaje al acto en este lugar y el acting-out en este otro; pero de todos modos les haré observar, y esto ofrece la más estrecha relación con nuestro propósito de esta mañana, la oposición de lo que ya estaba implicado e inclusive expresado en mi primera introducción de estos términos, y cuya posición voy a subrayar ahora, a saber, lo que hay de más en el embarazo con lo que hay de menos en aquello que, por un comentario etimológico que pienso recordarán —al menos los que se hallaban presentes—, señalé acerca del sentido de la turbación.

La turbación, dije, es esencialmente la evocación del poder que no se presenta, esmayer, la experiencia de lo que les falta en la necesidad. El vínculo entre esos dos términos es esencial en nuestro sujeto, pues indica su ambigüedad: si lo hay de más, aquello con lo que tenemos que vérnoslas, entonces no nos falta; si llega a faltarnos, por qué decir que en otra parte nos embaraza, tengamos el cuidado de no ceder a las ilusiones más lisonjeras.

¿Qué queremos al consagrarnos aquí, nosotros mismos, a la angustia? ¿Qué quieren todos aquellos que hablaron de ella científicamente? ¡Pues claro!, lo que era pura necesidad, lo que me exigí plantear de comienzo como necesario para la constitución de un mundo, aquí revela no ser vano, y que ustedes lo controlan. Se ve mejor porque se trata justamente de la angustia. ¿Y qué es lo que se ve?. Querer hablar de ella científicamente implica poner en evidencia que ella es… un inmenso engaño. No se advierte que todo lo abarcado por la conquista de nuestro discurso equivale siempre a mostrar que es un inmenso engaño.

Dominar el fenómeno por medio del pensamiento implica seguir mostrando de qué modo se lo puede rehacer de manera engañosa, implica poder reproducirlo, o sea poder hacer de él un significante. ¿Significante de qué?. Al reproducirlo, el sujeto puede falsificar el libro de cuentas, lo cual no ha de sorprendernos si es cierto, como les enseño, que el significante es la huella del sujeto en el curso del mundo. Sólo que si creemos poder continuar este juego con la angustia … y bien, estamos seguros de fracasar, ya que precisamente lo primero que propuse fue que la angustia es lo que escapa a ese juego. De esto debemos, pues, cuidarnos, en el momento de captar lo que quiere decir la relación de embarazo con el significante de más, de falta con el significante de menos. Si no lo han hecho ustedes ya, voy a ilustrar esa relación; si no existiera el análisis, claro está que yo no podría hablar de ella; pero el análisis la encontró en la primera esquina: el falo, por ejemplo. Juanito, lógico tanto como lo fue Aristóteles, propone la ecuación: todos los seres animados tienen un falo. Supongo que me dirijo a personas que han seguido mi comentario del análisis de Juanito, y que al respecto recordarán lo que el año pasado tuve el cuidado de destacar, en lo relativo a la proposición llamada «afirmativa universal». Expresé el sentido sobre lo que con ello quería producirles, a saber que la afirmación universal, universal positiva, no tiene sentido más que como definición de lo real a partir de lo imposible. Es imposible que un ser animado no tenga falo, lo cual, como ven, coloca a la lógica en esa función esencialmente precaria de condenar a lo real a tropezar eternamente con lo imposible. Y no tenemos otro medio de aprehenderlo, avanzamos de tropiezo en tropiezo. Ejemplo: hay seres vivos, como mamá, que no tienen falo; entonces, no hay ser vivo: de allí la angustia.

Y queda por dar el paso siguiente. Lo más cómodo, por supuesto, es decir que hasta aquellos que no lo tienen, lo tienen. Por eso, a ella nos atenemos en el conjunto. Es que los seres vivos que no tienen falo, lo tendrán contra viento y marea. Serán vivientes porque tendrán un falo al que nosotros, psicólogos, llamaremos «irreal» (se tratara simplemente del falo significante).

Así, de tropiezo en tropiezo es como progresa, no diré el conocimiento pero sí, con seguridad, la comprensión. Y ya que estamos, no puedo resistir al placer de participarles un descubrimiento que el azar, el buen azar, lo que llaman azar y lo es tan poco, ha permitido. Se trata de un hallazgo que hice para ustedes, durante el fin de semana, en un dicciónario de «slang». Dios mío, cuánto tiempo me hubiere llevado…, pero la lengua inglesa es en verdad una bella lengua. Quién de ustedes sabe que ya en el siglo XV el «slang» inglés encontró la maravilla de reemplazar, llegado el caso, «I understand you perfectly» por ejemplo, por «I understumble», es decir —lo escribo porque tal vez la fonetización les impidió captar el matiz— lo que acabo de explicarles, no lo que significa understand : «yo le comprendo», sino algo intraducible en francés, ya que todo el valor de esa palabra de «slang» está en el famoso stumble, que precisamente quiere decir lo que les estoy explicando: el tropiezo. «Yo le comprendo: esto me recuerda que dando tumbos cada vez se entra más en el malentendido.

Entonces, si el material de la experiencia se compusiera, como nos enseña la psicología clásica, de lo real y lo irreal —por qué no—, cómo no recordar lo que con ello se indica, que debemos aprovechar lo que constituye en propiedad la conquista freudiana, y especialmente esto: que si el hombre es atormentado por lo irreal en lo real, sería completamente inútil esperar sacárselo de encima, puesto que en la conquista freudiana lo preocupante resulta justamente que en lo irreal, es lo real lo que le atormenta. Su preocupación, Sorge, nos dice el filósofo Martín Heidegger. ¡Por supuesto! ¡Menudo avance!

¿Es éste el término último, el de que antes de agitarse, de hablar, de ponerse a la tarea, la preocupación es presupuesta? ¿Qué quiere decir esto? ¿No vemos acaso que estamos ya en el nivel de un arte de la preocupación?: el hombre es con toda evidencia un gran productor de algo que, concerniéndole, se llama preocupación. Pero entonces, prefiero aprenderlo de un libro santo, que es al mismo tiempo el más profanador que existe, y que se llama Eclesiastés. Pienso que me referiré a él en el futuro. Como ustedes saben el Eclesiastés es la traducción griega que hicieron los Setenta del término Koheleth, termino único empleado en esta ocasión y que deriva de Kahal, asamblea; Koheleth es una forma a la vez abstracta y femenina que alude, en rigor, a la virtud reuniente, amotinante, es la ecclesia, si se quiere, más bien que el eclesiastés.

¿Qué nos enseña ese libro al que llamé libro sagrado y a la vez el más profano? al leerlo, el filosofo no deja de tropezar con vaya a saber qué eco —he leído esto— ¡epicúreo! ¡Hablemos de Epicuro a propósito del Eclesiastés! Sé bien que desde hace mucho tiempo Epicuro ha dejado de calmarnos, pues tal fue, como saben, su intención. ¡Pero decir que el Eclesiastés tuvo por un sólo instante la posibilidad de producir en nosotros el mismo efecto, esto es no haberlo entreabierto verdaderamente nuca!

«Dios me exige gozar» —textual en la Biblia— es, sin embargo la palabra de Dios. Y si no es la palabra de Dios para ustedes, pienso que de todos modos ya han advertido la completa diferencia que existe entre el Dios de los judíos y el Dios de Platón. Aunque a propósito del Dios de los judíos la historia cristiana creyó encontrar cercana al Dios de Platón su pequeña evasión psicótica, es no obstante oportuno recordar la diferencia que hay entre el Dios motor universal de Aristóteles, el Dios Bien Supremo, delirante concepción de Platón, y el Dios de los judíos, es decir, un Dios con quien se habla, un Dios que demanda algo y que en el Eclesiastés ordena: «¡Goza!». ¡Esto es el colmo! Pues gozar porque está ordenado…, cualquiera siente que si la angustia tiene una fuente, un origen, debe encontrarse allí. A esa orden: «¡Goza!» (Jouis) sólo puedo responder «Oigo» (J’ouis). Pero como es natural, no gozo tan fácilmente por ello.

Tal es el relieve, la originalidad, la dimensión, el orden de presencia en que se activa para nosotros el Dios que habla, aquél que nos dice expresamente que él es lo que es. Para adentrarme, mientras que esté a mi alcance, en el campo de sus demandas, y dado que como verán está muy próximo a nuestro tema, introduciré —es el momento— algo que, según advierten, no vengo destacando desde ayer: que entre esas demandas de Dios a su pueblo elegido, privilegiado, las hay completamente precisas y de las que parece que ese Dios no necesitó tener la presciencia de mi seminario para especificar sus términos. Hay una que se llama circuncisión.

Dios nos ordena gozar, y además indica la manera de hacerlo. Dios especifica la demanda, deslinda el objeto. Pienso que ni ustedes ni yo pudimos dejar de advertir hace ya mucho tiempo el extraordinario lío, la farfulla de la evocación analógica que contiene la pretendida referencia de la circuncisión a la castración. Esto se relacióna, desde luego, con el objeto de la angustia.

Pero decir que la circuncisión sea su causa, de la manera que fuese, su representante, el análogo de lo que llamamos castración y su complejo, es un error grosero. Es, precisamente, no salir del síntoma, o sea de la confusión que en un sujeto circuncidado pueda establecerse entre su marca y aquello de lo que eventualmente se trata en su neurosis, en lo relativo al complejo de castración.

Pues, finalmente, nada hay menos castrador que la circuncisión. Esto resulta patente cuando está bien hecha; no podemos negar que el resultado es más bien elegante. Les aseguro que al lado de todos esos sexos, sexos de varón de esa gran Grecia, que con el pretexto de que soy analista los anticuarios me envían por carretadas —y que mi secretaria les devuelve tal como llegaron— al lado de todos esos sexos de los que debo decir que por una acentuación que no me atrevo a calificar de estética la fimosis está siempre acentuada de una manera particularmente repugnante, en la práctica de la circuncisión hay también algo saludable desde el punto de vista estético. Además, entre quienes al respecto siguen repitiendo las confusiones que se arrastran por los escritos psicoanalíticos, la mayoría comprendió hace tiempo que había algo desde el punto de vista funcional que es tan esencial reducir, al menos en parte de una manera significante: la ambigüedad llamada tipo bisexual. «Yo soy la herida y el cuchillo» dice en alguna parte Baudelaire. Y bien, ¿por qué considerar como la situación normal ser a la vez el dardo y la vaina? Es evidente que en tal atención ritual de la circuncisión hay una reducción de la bisexualidad que no puede sino engendrar algo saludable en cuanto a la división de roles.

Como pueden advertir, estas observaciones no son laterales: precisamente, ellas abren la cuestión que sitúa más allá de lo que a partir de esta explicación no parecerá una suerte de capricho ritual, sino algo conforme con lo que en la demanda les enseño a considerar como el cercado del objeto, como la función del corte —hay que decirlo—, de la zona delimitada aquí: el Dios demanda como ofrenda, y precisamente para desprender el objeto después de haberlo cercado; si después de esto las fuentes, la  experiencia de quienes se han agrupado, se reconocen por ese signo tradicional, si su experiencia no ve que por ello se rebaje —muy lejos de esto— su relación con la angustia, a partir de aquí comienza el problema.

Uno de los aquí evocados —y no está en verdad en mi asistencia designar a nadie— me llamó un día en una esquela privada «el último de los cabalistas cristianos». Quédense tranquilos: si llegado el caso me demoro en una investigación que juega con el cálculo de significantes, nunca me llevará a tomar, por así decirlo, mi gato por la liebre del conocimiento; antes bien, si esa liebre muestra ser una liebre sorda, reconocer en ella a mi gato, pero más directamente que Freud, pues viniendo después de él, yo interrogo a su Dios: «¿Che vuoi?», «¿qué me quieres?», dicho de otro modo: ¿cuál es la relación del deseo con la ley? Pregunta siempre elidida por la tradición filosófica, pero a la cual Freud respondió, y ustedes viven de eso aunque, como todo el mundo, no se hayan percatado. Respuesta: es la misma cosa que les enseño, a ella los conduce lo que les enseño y ya está en el texto, oculta bajo el mito de Edipo; el deseo y la ley, que parecen oponerse en una relación de antítesis, no son más que una sola barrera, la misma que nos obstruye el acceso a la cosa. Nolem, volem: deseante, me embarco por la ruta de la ley, y por ello Freud vincula el origen de ésta con ese opaco, inasequible deseo del padre. Pero ese descubrimiento y la búsqueda analítica toda llevan a no perder de vista lo que hay de verdadero tras ese señuelo.

Mis objetos pueden o no hallarse sometidos a normas: en tanto que yo deseo, nada sé de lo que deseo. Además, de vez en cuando aparece un objeto entre todos los otros del que en verdad no sé por qué está allí. Por una parte, está aquél del que supe que cubre mi angustia, el objeto de la fobia, y no niego que fue preciso que se me lo explicara; hasta entonces no sabía lo que tenía en la cabeza, salvo para decir que ustedes lo tienen o no lo tienen; por otra, está aquél del que verdaderamente no puedo justificar por qué es ése el que deseo, y por qué a mí, que no detesto a las muchachas, me gusta más un zapatito. De un lado está el lobo, del otro la pastora. Y aquí los dejaré. Al final de estas primeras conversaciones sobre la angustia, hay otra cosa por oír de la orden angustiante de Dios: está la caza de Diana, de la que en un momento por mí elegido, el del centenario de Freud, les dije que era el camino de la búsqueda de Freud; está aquello para lo cual los cito para el trimestre que viene en lo relativo a la angustia, está el alalí del lobo.