Seminario 11: Clase 6, La esquizia del ojo y de la mirada, 19 de Febrero de 1964

Continúo.

Wiederholung, les he recordado -y ya les he dicho bastante sobre ello para acentuar  en la referencia etimológica que les he dado, halar, lo que implica de connotación fatigante.

Halar, tirar. ¿Tirar qué? Tal vez, jugando con la ambigüedad de la palabra tirar en francés, tirer au sort. Ese Zwang nos dirigiría entonces hacia el naipe obligado  -si no hay más que un sólo naipe en el juego, no puedo tirar otro-.

El carácter de conjunto, en el sentido matemático del término, que presenta la partida de significantes, y que la opone por ejemplo a la indefinidad del número entero, nos permite concebir un esquema en el que se aplica en seguida la función del naipe obligado. Si el sujeto es el sujeto del significante determinado por él– se puede imaginar la  red sincrónica tal que da en la diacronía efectos preferenciales. Entiendan bien que no se trata ahí de efectos estadísticos imprevisibles, sino que es la estructura misma de la red la que implica los retornos. Esa es la figura que toma para nosotros, a través de la elucidación de lo que llamamos las estrategias, el automaton de Aristóteles. Y además, es por el automatismo que traducimos el Zwang de la Wiederholhungzwang, compulsión de repetición.

Más adelante les proporcionaré los hechos que sugieren, en ciertos momentos de este monólogo infantil imprudentemente calificado de egocéntrico, que son juegos propiamente sintácticos los que se dejan observar.  Estos juegos dependen del campo que llamamos preconsciente, pero forman por así decirlo, el lecho de la reserva inconsciente  -a entender en el sentido de reserva de indios, en el interior  de la red social.

La sintaxis, por supuesto, es preconsciente. Pero lo que escapa al sujeto es que su sintaxis está relaciónada con la reserva inconsciente. cuando el sujeto relata su historia, actúa, latente, lo que gobierna esa sintaxis, y la torna cada vez más ceñida. ¿Ceñida con respecto a qué?, a lo que Freud, desde el principio de su descripción de la resistencia psíquica, llama, un núcleo.

Decir que ese núcleo se refiere a algo traumático no es más que una aproximación. Es preciso que distingamos de la resistencia del sujeto esa primera resistencia del discurso, cuando este procede al ceñimiento alrededor del núcleo. Pues la expresión resistencia del sujeto implica de un modo ya más que suficiente un yo supuesto, del que no es seguro -al acercarse a ese núcleo- que sea algo de lo que podamos estar seguros que la calificación de yo está todavía fundamentada, el núcleo ha de ser designado como perteneciente a lo real – a lo real en tanto que la identidad de percepción es su regla.  En el límite se basa en lo que Freud señala como una especie de castración que nos asegura que estamos en la percepción por la sensación de realidad que lo autentifica. ¿Qué quiere decir eso de no ser que, del lado del sujeto, eso se llama el despertar?.

Sí, el último día, fue en torno al sueño del capítulo séptimo de La interpretación de los sueños que abordé de lo que se trata en la repetición, fue porque la elección de ese sueño -por clausurado, por cerrado, por doble y triplemente  cerrado que está, puesto que no está analizado -es aquí indicativo desde el momento que de lo que se trata es  del proceso del sueño en su resorte último.  La realidad  que determina el despertar ¿es el ligero ruido contra el que  se mantiene el imperio, del sueño y del deseo? ¿No es más bien alguna otra cosa? ¿No es lo que se expresa en el fondo de la angustia de ese sueño? -a saber, lo más íntimo de la relación del padre con el hijo, y que viene a sugerir no tanto en esa muerte como en lo que ella es más allá, en su sentido de, destino.

Entre lo que sucede como por casualidad, por azar, cuando todo el mundo duerme -el cirio que cae y el fuego en la mortaja, el acontecimiento sin sentido, el accidente,  la mala suerte- y lo que hay de punzante, aunque velado, en el Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?, existe la misma relación con la que nos encontramos en una repetición.. Eso es lo que, para nosotros, se figura en la denominación de neurosis de  destino, o de neurosis de fracaso. Lo fallado no es la adaptación,  sino tyche,  el encuentro.

Lo que Aristóteles formula -que la tyche se define por el no poder llegarnos más que de un ser capaz de elección, proairesis, que la tyche, buena o mala fortuna, no podría llegarnos de un objeto inanimado, de un niño, de  un animal- se ve aquí falseado. El accidente mismo de este  sueño ejemplar nos lo representa. Seguramente. Aristóteles señala en este punto el mismo límite que lo detiene al borde de las formas extravagantes de la conducta sexual, que no podría calificar más que de teriotes, monstruosidades.

El lado cerrado de la relación entre el accidente, que se repite, y el sentido velado, que es la verdadera realidad y nos conduce hacia la pulsión es lo que nos proporciona la certeza de que la desmitificación de ese artefacto del tratamiento que se llama la transferencia no consiste en llevarla de nuevo a lo que llamamos la actualidad de la situación. La dirección que se indica en esta reducción a la actualidad de la sesión de la serie de sesiones, ni siquiera posee valor propedéutico- El concepto justo de la repetición debe obtenerse en otra dirección, que no podemos confundir con el conjunto de los efectos de transferencia. Esto será nuestro problema, cuando abordemos la función de la transferencia: comprender cómo la transferencia puede conducirnos al corazón de la repetición .

Por ello es necesario fundamentar en primer lugar esta repetición en la esquizia misma que se produce en el sujeto con respecto al encuentro.  Esta esquizia constituye la dimensión carácterística del descubrimiento y de la experiencia analítica, que nos hace aprehender lo real, en su incidencia dialéctica, como originalmente inoportuno. Por ello, precisamente, lo real, en el sujeto, es lo más cómplice de la pulsión -a la que no llegaremos más que a lo último, porque sólo este camino recorrido podrá hacemos concebir de qué retoma.

Ya que, después de todo, ¿por qué la escena primitiva es tan traumática? ¿por qué se da siempre; o demasiado pronto o demasiado tarde? ¿Por qué recibe allí el sujeto o demasiado placer -al menos es así que hemos concebido primero la causalidad traumatizante del obsesivo- o demasiado poco, como en la histérica? ¿Por qué no despierta en seguida al sujeto si es cierto que es tan profundamente libidinal? ¿Por qué el hecho es aquí dystychia? ¿por qué la pretendida maduración de los pseudo-instintos está amarrada, traspasada, trasfijada de lo tíquico -yo diría de la palabra tyche? el momento, nuestro horizonte es lo que aparece de facticio en la relación fundamental con la sexualidad.  Se trata en la experiencia de que si la escena primitiva es traumática, no es la que sostiene las modulaciones de lo analizable, sino un hecho facticio, como el que aparece en la escena tan ferozmente acosada en la experiencia del Hombre de los lobos: la extrañeza de la desaparición y de la reaparición del pene. EL último día quise apuntar donde está la esquizia del sujeto.  Esta esquizia después del despertar, persiste, entre el retorno a lo real, la representación del mundo por fin, pies en tierra, los brazos en alto, qué desgracia, que ha ocurrido, qué horror, qué tontería, qué idiota, ése, que se puso a dormir, y la conciencia que vuelve a tramarse, que se sabe que vive todo eso como una pesadilla, pero que, sin embargo, se agarra a si misma, yo soy quien  vive todo eso, no necesito pellizcarme para saber que no sueño.  Pero ocurre que esa esquizia no está ahí todavía más que representando la esquizia más profunda, a situar entre lo que refiere el sujeto en la maquinaria del sueño, la imagen del hijo que se acerca, la mirada llena de reproches y, por otra parte, lo que lo causa y en lo que cae, invocación, voz del niño, solicitación de la mirada -Padre, ¿no ves…?

Es ahí que -libre como soy de proseguir, en  el  camino  por  el  que les conduzco, la vía  que  aquí  me  parece  la  mejor  -pasando  mi  aguja curva a través del tapiz, salto al lado en el que se plantea la cuestión que se ofrece como encrucijada, entre nosotros y todos los que intentan pensar el camino del sujeto.

Este camino, en tanto que es búsqueda de la verdad, ¿hay que abrirlo con nuestro estilo de aventura,, su trauma, reflejo de facticidad? ¿O hay que localizarlo allí, donde desde siempre lo ha hecho la tradición, al nivel de la dialéctica de lo verdadero y de la apariencia, tomada al comienzo de la percepción con lo que tiene de fundamentalmente idéntica, estética en cierta manera, y acentuada con un  centramiento visual?

No es aquí simple azar -referido al orden de lo puro tíquico- el que esta semana esté al alcance de ustedes, dada su aparición, el libro, póstumo, de nuestro amigo Maurice Merleau-Ponty sobre Lo invisible y lo visible.

Aquí se expresa, encarnado, lo que hacía la alternancia de nuestro diálogo, y no tengo que evocar algo lejano para  acordarme del Congreso de Bonneval, en el que su intervención daba fe de lo que era su camino, el que se ha roto en un punto de la obra que no la deja menos en un estado de acabamiento, prefigurado en este trabajo devoto que debemos a Claude Lefort, al que quiero rendir aquí homenaje por la clase de perfección a la que, en una transcripción larga y difícil, creo que ha llegado.

Este visible y lo invisible puede señalarnos -el momento de llegada de la tradición filosófica -esta tradición que empieza en Platón con la promoción de la idea, de la que podemos decir que, de un inicio en un mundo estético, se determina con un fin dado al ser como soberano bien, alcanzando así una belleza que es también su límite. Y no es precisamente por nada que Maurice Merleau-Ponty reconoce lo que la rige en el ojo.

En esta obra a la vez terminal e inaugurante, descubrirán una evocación y un paso adelante en la vía de lo que antes había formulado la Fenomenología de la percepción. En ella se halla evocada, en efecto, la función reguladora de la forma invocada en contra de lo que a medida que progresaba el pensamiento filosófico, había sido empujado hasta ese extremo del vértice que se manifestaba en el término idealismo – ¿cómo unir para siempre ese forro en el que se convertía entonces la representación con lo que se considera que recubre? La Fenomenología, por tanto, nos remitía a la regulación de la forma, en la que preside no sólo el ojo del sujeto, sino toda su espera, su movimiento, su presa, su emoción muscular, y además visceral; en una palabra, su presencia constitutiva, enfocada en lo que se llama su intencionalidad  total.

Maurice Merleau-Ponty da ahora el paso siguiente forzando los límites de esta misma fenomenología.  Verán que las vías por las que les conducirá no pertenecen tan sólo al orden de la fenomenología de lo visual, puesto que van a encontrarse -ese es el punto esencial- con la dependencia de lo visible con respecto a lo que nos coloca bajo el ojo del vidente.  Con eso decimos demasiado, puesto que ese ojo no es más que la metáfora de algo que más bien llamaría el brote [la pousse] del vidente -algo anterior a su ojo.  Lo que se trata de cercar, por las vías del camino que él nos indica, es la preexistencia de una mirada-no veo más que desde un punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes.

Ese ver al que estoy sometido de una manera original, sin duda es lo que debe conducimos a la ambición de esta obra, a esta inversión ontológica, cuyos cimientos deberían encontrarse en una más primitiva institución de la forma.

Esta es para mi la ocasión de responder a alguien de que, por supuesto, tengo mi ontología -¿por qué no?- como todo el mundo tiene una, ingenua o elaborada.  Pero de seguro, lo que intento trazar en mi discurso que aunque reinterprete el de Freud no está menos centrado en la particularidad de la experiencia que traza- no tiene en modo alguno la pretensión de recubrir el campo entero de la experiencia. Incluso este entredós, este hueco, que nos abre la aprehensión del inconsciente sólo nos interesa en tanto que nos es designado, por la consigna freudiana, como eso de lo que el sujeto ha de tomar posesión.  Añadiré tan sólo que el mantenimiento de este aspecto del freudismo que se acostumbra a calificar de naturalismo parece indispensable, pues es una de las raras tentativas, si no la única para dar cuerpo a la realidad psíquica sin substantificarla.

En el campo que nos presenta Maurice Merleau-Ponty, más o menos polarizado por otra parte por los hilos de nuestra experiencia, el campo escópico, el estatuto ontológico se presenta por sus incidencias más artificiales, incluso más caducas.  Pero no es entre lo invisible y lo visible que nosotros vamos a tener que pasar. La esquizia que nos interesa no es la distancia que resulta del hecho de que haya formas impuestas por el mundo hacia las cuales por el mundo hacia las cuales la intencionalidad de la experiencia fenomenológica nos dirige; de donde los límites que encontramos en la experiencia de lo visible. La mirada no se nos presenta más que bajo la forma de una extraña contingencia simbólica de lo que encontramos en el horizonte y como tope; a saber, la carencia constitutiva de la angustia de la castración.

El ojo y la mirada, tal es para nosotros la esquizia en la que se manifiesta la pulsión al nivel del campo escópico.

En nuestra relación con las cosas tal como es constituida por la vía de la visión y ordenada en las figuras de la representación, algo se transmite de piso en piso para estar siempre en ella en algún grado elidido -eso es lo que se llama la mirada.

Para que ustedes lo noten, hay más de un camino.  ¿Lo imaginaré yo, como en su extremo, con uno de los enigmas que nos presenta la referencia a la naturaleza? Se trata nada menos que  del  fenómeno  llamado del  mimetismo.

Sobre este asunto se han dicho muchas cosas, y ante todo muchas absurdas -por ejemplo, que los fenómenos de mimetismo hay que explicarlos por un fin de adaptación.  Esa no es mi opinión.  No tengo más que remitirles, entre otras, a una pequeña obra que muchos de ustedes sin duda conocen, la de Caillois titulada Méduse et compagnie, en la que la referencia adaptativa es criticada de una manera particularmente perspicaz.  Por una parte, para ser eficaz, la mutación determinante del mimetismo, en el insecto por ejemplo, no puede realizarse más que de golpe y en el comienzo.  Por otra, sus pretendidos efectos selectivos son aniquilados por la constatación de que en el estómago de los pájaros, y en particular predadores, se encuentran tantos insectos supuestamente protegidos por algún mimetismo como insectos que no lo están.

Pero además, el problema no es ése. El problema más radical del mimetismo radica en saber si debernos atribuirlo a alguna potencia formativa del propio organismo que nos muestra sus manifestaciones. Para que esto sea legítimo, seria preciso que pudiésemos concebir por que circuitos esta fuerza podría encontrarse en posición de dominar, no sólo la forma misma del cuerpo mimetizado, sino su relación con el medio en el que actúa ya sea distinguiéndose ya sea confundiéndose con él. Y por decirlo todo, como recuerda Caillois con mucha pertinencia, tratándose de tales manifestaciones y especialmente de la que puede evocarnos la función de mis ojos, a saber, los ocelos. lo que hay que comprender es  si impresionan -es un hecho que poseen este efecto sobre el predador o la supuesta victima que los mira -si impresionan por su semejanza con los ojos, o si, al contrario, los ojos son fascinantes sólo por su relación con la forma de los ocelos.

Dicho de otro modo ¿no debemos distinguir a este respecto la función del ojo del de la mirada?

Este ejemplo distintivo, escogido como tal -por su lugar, por su facticidad, por su carácter excepcional- no es para nosotros más que una pequeña manifestación de una función a aislar -la de, digamos, la mancha.  Este ejemplo es precioso para señalarnos la preexistencia a lo visto de un dado-a-ver.

No hay ninguna necesidad de referirse a no sé qué suposición sobre la existencia de un vidente universal.  Si la función de la mancha es reconocida en su autonomía e identificada a la de la mirada, podemos buscar su rastro, el hilo, la huella, en todas las capas de la constitución del mundo en el campo escópico. Entonces nos daremos cuenta de que la función de la mancha y de la mirada es en ella a la vez lo que la gobierna más secretamente y lo que siempre escapa a la captación de esta forma de la visión que se satisface consigo   misma, imaginándose como conciencia.

Eso de que la conciencia puede volverse hacia sí misma -captarse, al igual que La joven Parca de Valéry, como viéndose verse representa un escamoteo.  Allí se opera una evitación de la función de la mirada.

Eso es lo que podemos señalar de esta topología que hicimos el último día a partir de lo que aparece de la posición del sujeto cuando accede a las formas imaginarias que le son dadas por el sueño, como propuestas a las del estado de vigilia.

Igualmente, en ese orden particularmente satisfactorio para el sujeto que la experiencia analítica ha connotado con el término narcicismo -en el que me he esforzado por reintroducir la estructura esencial que tiene de su referencia a la imagen especular- en lo que se difunde ahí de satisfacción, hasta de complacencia, en la que el sujeto halla apoyo para una ignorancia tan fundamental -y cuyo imperio quizás llegue hasta esta referencia de la tradición filosófica que es la plenitud encontrada por el sujeto bajo el modo de la contemplación- ¿no podemos captar también lo que hay de eludido?  -a saber, la función de la mirada. Entiendo, y Maurice Merleau-Ponty nos lo puntualiza, que somos seres mirados, por el espectáculo del mundo. Lo que nos hace conciencia nos instituye al mismo tiempo como speculum mundi.  ¿No hay satisfacción en el estar bajo esa mirada de la que hablaba hace un rato siguiendo a Maurice Merleau-Ponty, esa mirada que nos cerca, y que nos convierte en primer lugar en seres mirados, pero sin que nos lo muestren?

El espectáculo del mundo, en este sentido, nos aparece como ommivoyeur. Tal la fantasía que encontramos el efecto en la perspectiva platónica, la de un ser absoluto al que se le transfiere la calidad de omnividente. Al nivel mismo de la experiencia fenomenal de la contemplación, este lado omnivoyeur despunta en la satisfacción de una mujer que se sabe mirada, con la condición de que no se lo mostremos.

El mundo es omnivoyeur, pero no es exhibicionista -no provoca nuestra mirada.  Cuando empieza a provocarla, entonces empieza también la sensación de extrañeza. ¿Qué decimos? -que en el estado llamado de vigilia hay elisión de la mirada, elisión de lo que no sólo ello mira, sino ello muestra. En el campo del sueño, por el contrario, lo que carácteriza a las imagenes es que ello muestra.

Ello muestra -pero también ahí, alguna forma de deslizamiento del sujeto se demuestra.  Remítanse a un texto de sueño cualquiera -no sólo a aquél que utilicé la última vez, del que, después de todo, lo que voy a decir puede permanecer enigmático, sino a todo sueño vuelvan a colocarlo en sus coordenadas y verán que ese ello muestra llega antes. Llega a tal modo antes, con las carácterísticas en las que se coordina -a saber, la ausencia de horizontes, el cierre, de lo que es contemplado en el estado de vigilia, y, además, el carácter de emergencia, de contraste, de mancha, de sus imagenes, la intensificación de sus colores- que nuestra posición en el sueño es, a fin de cuenta, la de ser fundamentalmente la del que  no ve.  El sujeto no ve a donde conduce eso, sigue, si llega el caso incluso puede distanciarse, decirse que es un sueño, pero en ningún caso podría captarse en el sueño del mismo modo como, en el cogito cartesiano, se capta como pensamiento. Puede decirse: -No es más que un sueño. Pero no se capta como el que se dice: – A pesar de todo, soy conciencia de ese sueño.

En un sueño, es una mariposa.  ¿Qué quiere decir  eso? Quiere decir que ve a la mariposa en su realidad de mirada.  ¿Qué son tanto figuras, tanto, dibujos, tantos colores? -sino ese claro dar a ver gratuito, en el que se señala para nosotros la primitividad de la esencia de la mirada. Es. por  Dios, una mariposa que no es muy diferente de la que aterroriza al hombre de los lobos -y Maurice Merleau-Ponty sabe bien su importancia, pues nos la refiere en una nota no integrada al texto.

Cuando Thoang-tseu se despierta, puede preguntarse si no es la mariposa quien sueña que él es Thoang-tseu. Por otra parte, tiene razón, y doble, en primer lugar porque eso es lo que prueba que no está loco, no se toma por absolutamente idéntico a Thoang-tseu -y, en segundo lugar, porque no cree que está diciendo bien. Efectivamente, es cuando era la mariposa que se captaba en cierta raíz de su identidad que él era, y en su esencia es, esa mariposa que se pinta con sus propios colores– y es por ello, en su última raíz, que es  Tchoang-tseu.

La prueba es que, cuando es la mariposa, no se le ocurre preguntarse si, cuando es Tchoang-tseu despierto, no es la mariposa que está soñando ser.  Ocurre que,  soñando ser la mariposa, sin duda tendrá que dar prueba más  adelante de que se representaba como mariposa pero esto no  quiere decir que es cautivado por la mariposa -es mariposa capturada, pero captura de nada, pues, en el sueño, no es mariposa para nadie, Sólo cuando está despierto es Tchoang-tseu para los otros, y está preso en está red para cazar mariposas. Por eso la mariposa puede -si el sujeto no es Tchoang-tseu, sino el hombre de los lobos- inspirarle el terror fóbico de reconocer que el nuevo no está muy lejos de la pulsación de la causación, de la tachadura primitiva que marca su ser alcanzado por vez primera por la reja del deseo.El próximo día me propongo introducirles en lo esencial de la satisfacción escéptica.  La mirada puede contener en sí misma el objeto a de álgebra lacaniana donde el sujeto viene a caer; y lo que especifica el campo escópico, y engendra la satisfacción que le es propia, es que allí, por razones de estructura, la caída del sujeto siempre permanece desapercibida, pues se reduce a cero. En la medida que la mirada en tanto que objeto a, puede llegar a simbolizar la carencia central expresada en el fenómeno de la castración, y es un objeto a reducido, por su naturaleza, -a una función puntiforme, evanescente, deja al sujeto en la ignorancia de lo que hay más allá de la apariencia -esta ignorancia tan carácterística de todo  el progreso- del pensamiento en esta vía constituida por la investigación filosófica.

Respuestas

 X. Audouard: -¡En que medida es preciso, en el análisis hacer saber al sujeto que se le mira, es decir, que uno está situado como el que mira en el sujeto el proceso de mirarse?

Lacan: -Volveré a tomar las cosas desde arriba diciéndoles que el discurso que mantengo aquí tiene dos objetivos, uno concierne a los analistas, el otro, a los que estén aquí para saber si el psicoanálisis es una ciencia.

El psicoanálisis no es ni una Weltanschauung, ni una filosofía que pretende dar la clave del universo.  Está gobernado por un objetivo particular, históricamente definido por la elaboración de la noción de sujeto.  Plantea esta noción  de una nueva manera, conduciendo al sujeto a su dependencia significante.

Ir de la percepción a la ciencia es una perspectiva  que parece harto evidente, en la medida que el sujeto no ha tenido mejor mesa de operaciones para la comprensión del ser. Este camino es el mismo que sigue Aristóteles, recuperando a los presocráticos. Pero es un camino que la experiencia analítica impone rectificar, porque evita el abismo de la castración. Lo vemos, por ejemplo, en que la tyche no entra, si no bajo un aspecto puntiforme, en la teogonía y la génesis.

Aquí intento comprender cómo la tyche es representada en la toma visional.  Mostraré que es al nivel de lo que llamo la mancha donde se encuentra el punto tíquico en la función escópica. Con lo cual decimos que el plano de la reciprocidad de la mirada y de lo mirado es, más que cualquier otro, propicio para el sujeto, a la coartada, Por tanto, convendría, por nuestras intervenciones en la sesión, no dejarlo establecerse en ese plano. Por el contrario, seria preciso truncarlo de ese punto de mirada último, que es ilusorio.

El obstáculo que usted nota esta claramente allí para ilustrar el hecho de que conservamos una gran prudencia.  No decimos al paciente, a cada momento: -¡Ho la la! ¡qué mala cara tiene usted!, o: -El botón de arriba de su chaleco está desabrochado.  No es con todo por nada que el análisis no se realiza cara a cara.  La esquizia entre mirada y visión nos permitirá, como verán, añadir la pulsión escópica a la  lista de pulsiones.  Si uno sabe leerlo, se da cuenta de que Freud la coloca ya en primer plano en Las pulsiones y sus destinos, y muestra que no es homólogo a las otras.  En efecto, ella es la que elude más completamente el término de la castración.