Seminario 11: Clase 7, La anamorfosis, 26 de Febrero de 1964

En vano llega tu imagen a mi encuentro.
Y no me entra donde estoy que sólo la muestro.
Tú volviéndote hacia mí sólo encuentras.
En la pared de mi mirada tu sombra soñada.
Soy ese desdichado comparable a los espejos.
Que pueden reflejar pero no pueden ver.
Como ellos mi ojo está vacío y como ellos habitado.
Por esa ausencia tuya que lo deja cegado.

Recordarán tal vez que, en una de mis últimas charlas, empecé con esos versos que, en le Fou d’Elsa de Aragon, se titulan Contrechant. No sabia, entonces, que daría tanto desarrollo a la mirada.  He sido, desviado hacia ello por el modo bajo en que les he presentado el concepto en Freud de la repetición.  No negamos que es en el interior de la explicación de la repetición que se sitúa esta digresión sobre la función escópica -inducida, sin duda, por la obra que acaba de aparecer de Maurice Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible. Además, me parece que hay ahí coincidencia, se trata de una coincidencia feliz, destinada a puntuar, del mismo modo que hoy intentaré hacerlo más adelante, cómo, en la perspectiva del inconsciente, podemos situar la conciencia.

Ustedes saben que alguna sombrea, o incluso, para emplear un término que utilizaremos algún blanco [reserve] en el sentido que se habla de blancos en una tela expuesta al tinte señala el hecho de la conciencia en el propio discurso de Freud.

Sin embargo, antes de volver a tomar las cosas en el punto en que las dejamos el otro día, he de precisar un punto con respecto a un término del que he sabido que había sido mal entendido la última vez, por los oídos que me escuchan, no se que perplejidad ha cundido en esos oídos en lo que se refiere a una palabra sin embargo muy simple, que he empleado comentándola, lo tíquico. Para algunos ha resonado como un estornudo, sin embargo había precisado que se trataba del adjetivo de tyche como psíquico es el adjetivo que corresponde a psyche. No sin intención me servía de esta analogía en el corazón de la experiencia de la repetición, pues para toda concepción del desarrollo psíquico tal como lo ha aclarado el análisis, el hecho de lo tíquico es central. Es con respecto al ojo, con respecto a la eutychia o la distychia, encuentro feliz, que mi discurso también se ordenará hoy.

Yo me veía verme, dice en algún lugar la Joven Parca. Seguramente, este enunciado posee un sentido a la vez pleno y complejo cuando se trata del tema que desarrolla La Joven Parca, el de la feminidad -nosotros no hemos llegado en absoluto allí. Tenemos que ver con el filósofo, que capta algo que es uno de los correlatos esenciales de la conciencia en su relación con la representación, y que se designa como me veo verme. ¿Qué evidencia puede unirse a esta fórmula? ¿Cómo es que permanece, en suma, correlativa de ese modo fundamental al que nos hemos referido, en el cogito cartesiano, por el cual el sujeto se capta como pensamiento?

Lo que aísla esta captación del pensamiento por sí mismo, es una especie de duda, que se ha llamado duda metódica, que se dirige a todo lo que podría dar apoyo al pensamiento en la representación. ¿Cómo es que entonces el me veo verme sigue siendo su envoltorio y su fondo, y, quizás más de lo que se piensa, fundamente su certeza? Puesto que me caliento al calentarme es una referencia al cuerpo como cuerpo, soy ganado por esta sensación de calor que, desde un punto cualquiera de mi, se difunde y me localiza como cuerpo.  Mientras que en el me veo verme, no es en modo alguno evidente que yo sea, de una forma análoga, ganado por la visión.

Además, los fenomenólogos han podido articular en precisión, y de la manera más desconcertante, que resulta totalmente claro que veo fuera, que la percepción no está en mi, que está en los objetos que aprehende. Y sin, embargo, capto el mundo en una percepción que parece surgir de la inmanencia del me veo verme. El privilegio del sujeto parece establecerse aquí en esta relación reflexiva bipolar, que hace que, desde el momento que percibo, mis representaciones me pertenecen.

Es por eso que el mundo está afectado de una presunción de idealización, de sospecha de no entregarme más a que mis representaciones. La seriedad práctica es en ello realmente cosa de poco peso, pero, por el contrario, el filósofo, el idealista, está colocado ahí, tanto frente a sí mismo como frente a los que le escuchan, en una posición embarazosa. ¿Cómo negar que no me aparece nada del mundo más que en mis representaciones? -esa es la postura irreductible del obispo Berkeley, de la que, en cuanto a su posición subjetiva, habría mucho que decir -referente a lo que, sin duda, se les ha escapado en ese paso, ese me pertenecen de las representaciones, que evoca la propiedad. En el límite, el proceso de esta meditación, de esta reflexión reflexionante, llega hasta reducir al sujeto que capta la meditación cartesiana a un poder de nadificación.

El modo de mi presencia en el mundo es el sujeto que en tanto que a fuerza de reducirse a esa sola certeza de ser sujeto se convierte en nadificación activa. La continuación de la meditación filosófica vuelca efectivamente al sujeto en la acción histórica transformadora y, alrededor de ese punto, ordena los modos configurados de la autoconciencia activa a través de sus metamorfosis en la historia. En cuanto a la meditación sobre el ser que llega a su cumbre en el pensamiento de Heidegger restituye al propio ser ese poder de nadificación o al menos plantea la cuestión de cómo puede remitir a él.

Es precisamente ahí a donde nos conduce también Maurice Merleau-Ponty. Sin embargo, si se remiten a su texto, verán que es en ese punto donde elige retroceder, para proponernos volver a las fuentes de la intuición concerniente a lo visible y lo invisible, regresar a lo que es, antes que toda reflexión, tética o no tética, con el fin de localizar el surgimiento de la propia visión. Se trata, para él, de restaurar -puesto que, nos dice, no puede tratarse más que de una reconstrucción o de una restauración, y no de un camino recorrido en el sentido inverso- de reconstituir la vía por la que, no del cuerpo, sino de algo que él llama la carne del mundo, pudo surgir el punto original de la visión.  Parece que vemos dibujarse, en esa obra inacabada, algo así como la búsqueda de una substancia innominada de la que yo mismo, el vidente, me extraigo. De las redes, o rayos si quieren, de un viso cambiante del que soy en primer lugar una parte, surjo como ojo, tomando, en cierto modo, emergencia de lo que podría llamar la función de la visura (la voyure).

Un olor salvaje emana de ahí, dejando entrever en el horizonte la caza de Artemisa -cuyo toque parece asociarse a ese momento de trágico desfallecimiento en el que- hemos perdido al que habla.

Pero, ¿es ése, sin embargo, el camino que él quería tomar? Las huidas que nos quedan de la parte por venir de su meditación nos permiten dudarlo. Las anotaciones que allí se dan, en especial con respecto al inconsciente propiamente psicoanalítico, nos permiten percibir que tal vez se habría dirigido hacia una búsqueda original con respecto a la tradición filosófica, hacia esa nueva dimensión de la meditación sobre el sujeto que el análisis nos permite a nosotros, trazar.

En cuanto a mí, no puedo más que sorprenderme por algunas de esas notas, para mí menos enigmáticas de lo que parecerán a otros lectores, por cuadrar muy exactamente con los esquemas -especialmente con uno de ellos- que me veré conducido a promover aquí. Lean, por ejemplo, esa nota referente a lo que llama la vuelta del revés del dedo del guante, en tanto que parece manifestarse allí- ver la manera cómo la piel envuelve el forro de un guante de invierno -que la conciencia, en su ilusión del verse, encuentra su fundamente en la estructura invertida de la mirada.

Pero ¿qué es la mirada?

Partiré de ese punto de nadificación primero en el que se marca, en el campo de la reducción del sujeto, una fractura -que nos advierta de la necesidad de introducir otra referencia, la que el análisis, toma para reducir los privilegios de la conciencia.

El análisis considera la conciencia como limitada irremediablemente, y la instituye como principio, no sólo de idealización, sino de desconocimiento, como -así como se ha dicho, con un término que adquiere un nuevo valor al referirse al campo visual- como escotoma.   El término fue introducido, en el campo del vocabulario analítico, en la escuela francesa. ¿Es eso simple metáfora?, encontramos de nuevo la ambigüedad que afecta todo lo que concierne a lo que se inscribe en el registro de la pulsión escópica.

La conciencia no cuenta para nosotros más que por su relación con lo que, dentro de fines propedéuticos, he intentado enseñarles en la ficción del texto descompletado-a partir del cual se trata de volver a centrar al sujeto como hablante en las lagunas mismas de eso con lo que, en una primera aproximación, se presenta como hablante. Sin embargo, ahí sólo enunciamos la relación de lo preconsciente con lo inconsciente. La dinámica que se consagra a la conciencia como tal, la atención que el sujeto concede a su propio texto, permanece hasta ahora, como lo señaló Freud, fuera de la teoría y,  propiamente hablando,  todavía no articulada.

Anticipo aquí, que el interés que el sujeto toma por su propia esquizia está vinculado a lo que la determina -a saber, un objeto privilegiado, surgido de alguna separación primitiva, de alguna automutilación inducida por el acceso mismo de lo real, cuyo nombre, en nuestra álgebra, es objeto a.

En la relación escópica, el objeto del que depende la fantasía a la que el sujeto esta colgado en una vacilación esencial, es la mirada.  Su privilegio -y además eso por lo que el sujeto durante tanto tiempo ha podido desconocerse como estando en esa dependencia– se debe a su propia estructura.

Esquematicemos a continuación lo que queremos decir. Desde el momento que el sujeto intenta acomodarse a esa mirada, se convierte en ese objeto puntiforme, ese punto de ser desvaneciente con el que el sujeto confunde su propio desfallecimiento. Por eso, de todos los objetos con los que el sujeto puede reconocer la dependencia en la que esta el registro del deseo, la mirada se especifica como inasequible. Por ello más que a cualquier otro objeto es desconocido y quizás por esta razón el sujeto encuentra tan fácilmente el medio de simbolizar su propio rasgo desvaneciente y puntiforme en la ilusión de la conciencia de verse verse, en la que se elide la mirada. Si por tanto, la mirada no es este reverso de la conciencia, ¿Cómo vamos a intentar imaginárnosla?.

La expresión no es en modo alguno inadecuada, pues a la mirada podemos nosotros darle cuerpo. Sartre, en uno de los pasajes más brillantes de El Ser y la Nada, la hace funcionar en la dimensión de la existencia de otro. El otro permanecería dependiente de las condiciones mismas, parcialmente irrealizantes, que son, en la definición de Sartre, las de la objetividad, si no hubiese allí la mirada, la mirada, tal como la concibe Sartre, es la mirada por la que soy sorprendido -sorprendido en tanto que cambia todas las perspectivas, las líneas de fuerza, de mi mundo, que ordena, desde el punto de nada en el que estoy, en una especie de reticulación radiada de los organismos. Lugar de la relación de yo (moi), sujeto nadificante, con lo que me rodea, la mirada poseería ahí tal privilegio que llegaría a hacerme escotomizar, a mi que miro, el ojo del que me mira como objeto.  En tanto que estoy bajo la mirada, escribe Sartre, ya no veo el ojo que me mira, y si veo el ojo, es entonces la mirada la que desaparece.

¿Es ese un análisis fenomenológico justo?. No. No es cierto que cuando estoy bajo la mirada, cuando demando una mirada, cuando la obtengo, no la vea en absoluto como mirada, algunos pintores han sido eminentes al captar esa mirada como tal en la máscara, y basta que evoque a Goya, por ejemplo, para lograr que ustedes lo noten.

La mirada se ve -precisamente esa mirada de la que habla Sartre, esa mirada que me sorprende, y me reduce a una cierta vergüenza, puesto que se trata del sentimiento que designa como el más acentuado. Esa mirada que encuentro -a localizar en el texto mismo de Sartre- no es en modo alguno una mirada vista, sino una mirada por mi imaginada en el campo del Otro.

Si se remiten a este texto, verán que, en vez de hablar de la entrada en escena de esa mirada como de algo que atañe al órgano de la vista, remite a un ruido de hojas, de repente oído. Mientras voy de caza, a un paso surgido en el corredor, y ¿en qué momento? –en el momento en que él mismo se ha presentado en la acción de mirar por un agujero de cerradura.  Una mirada le sorprende en la función de voyeur, le desconcierta, le trastorna, y lo reduce a la sensación de vergüenza. La mirada en cuestión es presencia de otro como tal.  Pero ¿significa eso que originalmente es en la relación de sujeto a sujeto, en la función de la existencia de otro en cuanto que me mira, que comprendemos eso de lo que se trata en la mirada? .¿No está claro que la mirada sólo interviene aquí en tanto que no es el sujeto nadificante, correlativo al mundo de la objetividad quien se siente ahí sorprendido, sino que el sujeto que se mantiene en esa función del deseo?

No es precisamente porque el deseo se instaura aquí en el campo de la visura, por lo que podemos  escamotearlo?.

Este privilegio de la mirada podemos captarlo en la función del deseo, deslizándonos, si me permiten la expresión, por las venas en las que el dominio de la visión ha sido integrado al campo del deseo.

No es por casualidad que, en la misma época en que la meditación cartesiana inaugura en su pureza la función del sujeto, se desarrolle esta dimensión de la óptica que aquí distinguiré denominándola geometral.

Mediante un ejemplo entre otros les esclareceré lo que me parece ejemplar en una función que de un modo tan curioso provocó tantas reflexiones en su época.

Una referencia, para los que quieren profundizar en lo que hoy intento hacerles comprender: el libro de Baltrusaitis. Anamorfosis.

En mi seminario he hecho gran uso de la función de la anamorfosis, en la medida que es una estructura ejemplar.  ¿En qué consiste una anamorfosis simple, y no cilíndrica? Supongan que aquí, en esta hoja plana que sostengo, hubiese un retrato.  Oportunamente ven allí la pizarra en una posición oblicua con respecto a la hoja.  Supongan, que, con la ayuda de una serie de hilos o de trazos ideales, traslado a la pared oblicua cada punto de la imagen dibujada en mi hoja, fácilmente pueden imaginarse el resultado: obtendrán una figura ampliada y deformada según las líneas de lo que podemos llamar una perspectiva.  Podemos suponer que, si retiro lo que ha servido a la construcción, a saber, la imagen situada en mi propio campo visual, la impresión que obtendré permaneciendo en este sitio será visiblemente la misma; al menos reconoceré los rasgos generales de la imagen y, en el mejor de los casos, obtendré de ella una impresión idéntica.

Ahora haré circular algo que data de más de un centenar de años, 1553, una reproducción de un cuadro que, creo, todos ustedes conocen: Los Embajadores, pintado por Hans Holbein. Los que lo conocen les ayudará a recordarlo. Los que no lo conocen tendrán que examinarlo con atención.

Dentro de poco volveré a ello.

La visión se ordena de un modo que en general podemos llamar la función de las imagenes. Esta función se define por una correspondencia punto por punto de dos unidades en el espacio, Cualesquiera que sean los intermedios ópticos para establecer su relación, tanto si la imagen virtual como si es real, la correspondencia punto por punto es esencial. Lo que pertenece al modo de la imagen en el campo de la visión es, pues, reducible a este esquema tan simple que permite establecer la anamorfosis, es decir la relación de una imagen, en tanto que ligada a una superficie, con un cierto punto que llamaremos punto geometral.

Podrá llamarse imagen a cualquier cosa determinada por este método, en el cual la línea recta desempeña su papel, el de ser el trayecto de la luz.

Aquí, el arte se mezcla con la ciencia. Leonardo da Vinci es a la vez científico, por sus construcciónes dióptricas y artísticas. El tratado de Vitrubio sobre la arquitectura está en la misma línea.  En Vignola y en Alberti encontramos un examen progresivo de las leyes geometrales de la perspectiva, y en torno a las investigaciones sobre la perspectiva se centra un interés privilegiado por el dominio de la visión, cuya relación con la institución del sujeto cartesiano no podemos dejar de ver, sujeto que también es una especie de punto geometral, de punto de perspectiva.  Y en torno a la perspectiva geometral, el cuadro -esta función tan importante sobre la que tendremos que volver- se organiza de un modo totalmente nuevo en la historia de la pintura.

Ahora bien, remítanse, les ruego, a Diderot.  La Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient les sensibilizará con respecto al hecho de que esta construcción deje escapar totalmente lo que ocurre con la visión. Pues el espacio geometral de la visión -incluso incluyendo en él esas partes imaginarias en el espacio virtual del espejo, que, como ustedes saben, he tenido muy en cuenta- es perfectamente reconstruíble, imaginable, por un ciego.

 En la perspectiva geometral se trata sólo de señalización del espacio, y no de vista. El ciego puede concebir por completo que el campo del espacio que conoce, y que conoce como real, puede percibirse a distancia y de un modo simultáneo. Por el sólo se trata de aprehender una función temporal, la instantaneidad. Vean la dióptrica de Descartes, la acción de los ojos está representada allí como la acción conjugada de dos bastones. La dimensión geometral de la visión no agota, pues, sino todo lo contrario, lo que el campo de la visión como tal nos propone como relación subjetivizante original.

De ahí la importancia de explicar el uso invertido de la perspectiva en la estructura de la anamorfosis.

Fue el propio Durero quien inventó el propio aparato para establecer la perspectiva. El portillo de Durero es comparable a lo que hace un momento colocaba entre esta pizarra y yo, a saber, una cierta imagen o con mayor exactitud una tela, una retícula, que atravesarán las líneas rectas -no necesariamente rayos, sino también hilos- que unirán cada punto que se ofrece a mi mirada en el mundo con un punto por donde la tela será atravesada por esta línea.

Por tanto, el portillo fue creado para establecer una imagen en correcta perspectiva.  Si invierto su uso, me regocijaré obteniendo, no la restitución del mundo que hay al final, sino la deformación, en otra superficie, de la imagen que habré obtenido en la primera, y me entretendré, como en un juego delicioso, con ese procedimiento que hace aparecer a voluntad cualquier cosa en un estiramiento particular.

Les ruego que crean que un encantamiento tal ocupó un lugar importante en su tiempo. El libro de Baltrusaitis les hablará de las furiosas polémicas que surgieron con estas prácticas, y condujeron a obras considerables. El convento de los Mínimos, actualmente destruido, que estaba cerca de la rue des Tournelles, en una larguísima pared de una de sus galerías, y representando como por casualidad a San Juan en Patmos, tenía un cuadro que era preciso mirar a través de un agujero para que su valor deformante llegase al máximo.

La deformación puede prestarse -y éste no era el caso de este fresco en particular- a todas las ambigüedades paranoicas, y todos sus posibles usos han sido practicados desde Archimboldo hasta Salvador Dalí.  Incluso diría que esta fascinación complementa lo que de la visión les escapa a las investigaciones geometrales sobre la perspectiva.

¿Cómo es posible que nadie haya pensado nunca en evocar aquí.., el efecto de una erección? Imagínense un tatuaje trazado en el órgano ad hoc en el estado de reposo y tomando luego en otro estado su forma, no sé si decirlo, desarrollada.

¡Cómo no ver aquí, inmanente a la dimensión geometral dimensión parcial en el campo de la mirada, dimensión que no tiene nada que ver con la visión como tal- algo simbólico de la función de la carencia, de la aparición del fantasma fálico?

Ahora bien, en el cuadro Los Embajadores, que espero habrá circulado suficiente como para que ya haya pasado por todas las manos, ¿qué ven? ¿Qué es este objeto extraño, suspendido, oblicuo, en primer plano delante de esos dos personajes?

Los dos personajes tiesos, rígidos en sus ornamentos mostradores. Entre ellos toda una serie de objetos que en la pintura de la época representan los símbolos de la vanitas. Cornelio Agrippa, en esa misma época, escribe su De vanita-te scientiarum, apuntando tanto a las ciencias como a las artes, y todos esos objetos son símbolos de las ciencias y las artes tal como estaban agrupadas en esa época en trivium y quadrivium, como ustedes saben.

Entonces, ¿Que es pues, delante de esa monstración del dominio de la apariencia bajo sus formas más fascinantes, este objeto flotante e inclinado? No pueden ustedes saberlo, pues desvían ustedes la vista escapando a la fascinación del cuadro.

Dispónganse a salir de la habitación donde sin duda han quedado plenamente cautivados.  Entonces, volviendo la vista al partir, como los describe el autor de las Anamorfosis, ¿qué captan bajo esa forma? -una calavera.

No es en modo alguno así como primero se presenta esta figura que el autor compara a un jibión y que a mi me evoca más bien ese pan de dos libras que Dalí, en los viejo tiempos, se complacía en poner sobre la cabeza de una vieja, expresamente escogida con aspecto pordiosero, mugriento y además inconsciente, o también los relojes blandos del mismo, cuya significación es evidentemente tan fálica como la de lo que se dibuja en posición flotante en el primer plano de este cuadro.

Todo esto nos manifiesta que en el centro mismo de la época en la que se perfila el sujeto y se busca la óptica geometral, Holbein nos hace aquí visible algo que no es otra cosa que el sujeto como nadificado -nadificado bajo una forma que es, propiamente hablando, la encarnación en imagenes del menos phi –  de la castración, la cual centra, para nosotros, toda la organización de los deseos a través del marco de las pulsiones fundamentales.

Sin embargo, todavía hay que buscar más lejos la función de la visión. Entonces veremos perfilarse a partir de ella, no el símbolo fálico, el fantasma anamórfico, sino la mirada como tal, en su función pulsátil, brillante y ostentosa, tal como se presenta en este cuadro.

Este cuadro no es otra cosa que lo que todo cuadro es, una trampa para la mirada. En cualquier cuadro. precisamente al buscar la mirada en cada uno de sus puntos, la verán desaparecer.

Eso es lo que intentaré articular el próximo día.

Respuestas

F. Wahl: – Usted nos ha explicado que la captación original en la mirada de otro, tal como la describe Sartre, no era la experiencia fundamental de la mirada. Me gustaría que precisase lo que ha esbozado, la captación de la mirada en la dirección del deseo.

Lacan: -Si uno no valora la dialéctica del deseo, no comprende por qué la mirada de otro puede desorganizar el campo de la percepción. Ocurre que el sujeto en cuestión no es el de la conciencia reflexiva, sino el del deseo. Se podría creer que se trata del ojo-punto geometral, cuando de lo que se trata es de un ojo completamente diferente -el que flota en el primer plano de los Embajadores.

F.Wahl: -Pero no se comprende cómo reaparecerá  [el] otro en su discurso…

J.Lacan: – Escuche, lo importante es que no me parta la cara.

F.Wahl: – También le diría que, cuando usted habla del sujeto y de lo real, uno se ve tentado, al escucharle por primera vez, a considerar los términos en sí mismos.  Pero poco a poco uno se da cuenta que hay que tomarlos en su relación y poseen una definición topológica. Sujeto y real hay que situarlos en una y otra parte de la esquizia, en la resistencia de la fantasía. Lo real es, en cierta manera, una experiencia de la resistencia.

J. Lacan: – Es de ese modo como se hilvana mi discurso: cada término se sostiene tan sólo en su relación topológica con los otros y lo mismo ocurre con el sujeto del cogito.

F .Wahl: -La topología ¿es para usted un método de descubrimiento o de exposición?

Lacan: -Es el punto de referencia de la topología propia a nuestra experiencia de analista, que a continuación puede tomarse dentro de la perspectiva metafísica. Creo que Merleau-Ponty iba en esta dirección, véase si no la segunda parte del libro, su referencia al Hombre de los lobos y al dedo de guante.

P. Kaufmann: -Usted ha dado un estructura típica en lo que se refiere a la mirada, pero no ha hablado de la dilatación de la luz.

J.Lacan:- He dicho que la mirada no era el ojo, salvo bajo esta forma flotante en la que Holbein tiene el descaro de enseñarme mi propio reloj blando…
El próximo día les hablaré de la luz encarnada.