Seminario 16: Clase 8, del 22 de Enero de 1969

Lo más difícil de pensar en el Uno. Ese esfuerzo no data de ayer. El cordaje moderno es escritural; es lo que extraje un día, lo recuerdo con sorpresa, de uno de mis auditores que se maravillaba: ¡Ah!, ¿Cómo es que ha podido usted enganchar ese Einziger Zug?, que yo traduje de un modo que subsiste: el trazo unario. Este es en efecto, el término con el cual Freud delinea una de las fuerzas de lo que él llama identificación. En esa fecha lo demostraré de modo suficientemente desarrollado para que  no necesite volver hoy allí, sino sólo recordar que en ese trazo reside lo esencial del efecto de lo que es para nosotros, analistas —a saber, en el campo en que debemos ocuparnos del sujeto— lo que se llama la repetición. Esto que no he inventado yo, sino que está dicho en Freud, por poco que sólo se preste atención a lo que él dice está ligado, de un modo que puede llamarse determinante, a una concurrencia que él designa como el objeto perdido. Esencialmente, para resumir, esto está en el hecho que el goce está dirigido a un esfuerzo del rehallazgo, que ese goce no podría ser  más que ser reconocido por el efecto de la marca, y que esta marca misma introduce allí  el marchitamiento de donde resulta esta perdida; mecanismo fundamental para confrontar con lo que ya había aparecido en una búsqueda que, en suma, se proseguía sobre la misma vía en lo concerniente a toda esencia y que culminaba en la idea de la preexistencia de toda forma y, al mismo tiempo, en hacer llamado a esa cosa, poco fácil  de pensar— allí  está Platón— que es la reminiscencia.

Habiendo recordado esos puntos, pasamos a la apuesta de Pascal. Su relación a la repetición —pienso— no pasa enteramente desapercibido a muchos de lo que están aquí. ¿Por qué paso ahora por la apuesta de Pascal?  No es ciertamente para hacer el bello pensamiento ni la alusión filosófica, ni la filosofía de la historia o la historia de la filosofía. Lo que ocurre al nivel del Jansenismo, para recordar el contexto pascaliano, es un asunto que nos interesa en tanto que, precisamente, el historiador, como en muchos otras cosas, es incapaz de reencontrarse allí. Lean un pequeño «¿Qué se yo?» —me excuso ante su autor por haber olvidado hasta su nombre, pero he leído el texto de un  extremo a otro, y seguramente no para  enterarnos sobre  el Jansenismo, no diré mucho, por otra parte, sobre lo que se refiere a su relación con él; ésta sería una muy bella coacción para precipitarlos en las determinaciones históricas o biográficas de mis intereses. Sea lo que sea, ocurre desde hace un tiempo que tener la aprehensión, desde fuera, de esa suerte  de fantasma que queda de eso, en efecto, a saber que eran gentes llamadas rigorístas, dicho de otro modo que nos impiden vivir a nuestro gusto. Es todo lo que queda de eso, en efecto, por uno de esos sorprendentes efectos de juntura del cual no hay que desconocer que es, también, una dimensión de la historia.

Pero, leyendo, pues, ese pequeño libro, me he procurado el  testimonio sobre lo que se puede decir de ello, simplemente al tomar las cosas, justamente, como lo indica el título de la colección, al nivel del  «¿Qué se yo?». El autor sabe muchas cosas; vuelve a partir de los orígenes, si eso es lo que hay en la pregunta que allí se destaca. Culmino en el punto donde la cosa de anuda con la sacudida de la Revolución Francesa; y él confiesa muy gentilmente, al final que, al fin de cuentas, en general no ve lo que el  Jansenismo ha querido decir; lo cual es, cuanto menos, para un trabajo de cotejo histórico, una conclusión sino ejemplar, bastante curiosa.

Una cosa aparece en esta historia: el que también a su nivel de registro histórico comienza con un asunto de teologías, y por otra parte es verdad que Jansenius aparece como uno de los más  representativos, digamos hasta el más digno de representarlos; no sería por eso que es ejemplar, o sea que parece que de todo lo que se trata en la época anterior acerca del debate de la contradicción y de las condenaciones  que le hacen cortejos, la cuestión fundamental, aquella de la cual no hay casi ningún participante de los debates que no la trate, es: «Y en primer lugar usted no lo ha leído». Y parece, en efecto, que la gran, gran mayoría de aquellos que entonces se apasionaban, no sólo no lo ha leído sino hasta no lo han abierto. Sin embargo, algunos, dos o tres cabezas de fila, el gran Arnauld debía haberla leído. Por otra parte, ¿Qué era necesario leer? Se habían leído otras cosas, y, fundamentales, y en particular, antes, mucho antes que apareciera esta obra, aparecida póstuma que, quizá lo saben, se llama el Augustinus, de quién acabo de nombrar, el obispo Jansenio.

El había tenido el pensamiento de San Agustín, del cual no puede negarse como estando en el fundamento del Cristianismo y que, para decirlo todo, la cuestión está allí patente desde que se trata, precisamente, de cristianizar.

La medida en la cual el Cristianismo nos interesa, entiendo al nivel de la teoría, se mide, precisamente, por el rol dado a la Gracia. ¿Quién no ve que la Gracia tiene la más estrecha relación con lo que yo, partiendo de funciones teóricas que no tienen, ciertamente, nada que hacer con las efusiones del corazón designo como d(A): Deseo del Otro? Deseo del hombre, he dicho, en su tiempo, donde, para hacerse entender, era necesario que arriesgara ciertas palabras improbables como, por ejemplo, el hombre.

Habría podido contentarme con decir: el deseo,  tal como les concierne, ese deseo se juega en ese campo del Otro, tal que él se articula como el lugar de la palabra.¿ Quién no ve, también, lo que implica, si eso que se enuncia así es correcto, esa relación orientada por el vector que parte del $ à D sobre el grafo hacia ese deseo, deseo del Otro para interrogarlo en un «Yo me demando lo que tú quieres» que se equilibra, también, con  un «Yo (Je) te demando lo que yo (je) quiero». Eso que se inclina en toda manifestación del deseo hacia un » Que se haga tu voluntad» merece ser planteado al inicio, en toda apreciación —esto no es forzosamente el privilegio de los espirituales— sobre lo que es de la naturaleza de la plegaria. Su enredo inextricable con las funciones del deseo podría ser esclarecido. Ese tuteo, he dicho, no tiene un inicio simple, en tanto al nivel del sujeto, permanece intacta la cuestión de saber quién habla. No es menos esencial percibir que ese tuteo se dirige a un Otro sin cara. No hay  necesidad que halla allí la más mínima de ellas para que aquella le sea dirigida, si nosotros hemos distinguido ese campo del otro en relación al semejante, pues esto es, precisamente lo que articula su definición en mi teoría.

La relación, el nudo, el lazo que hay entre las disputas sobre la Gracia, de la cual, me parece que los responsables por derecho a saber la Iglesia —en la época de la que hablamos— no pudieras de otro modo, sustraerse más que por prohibir de modo reiterado, durante siglos que se articulara lo que fuera, ni en favor ni en contra, en ese debate— prohibición, seguramente que no  hizo más que resaltar la lucha y multiplicar las obras tanto como los libelos —es algo de lo cual, lo que nos importa, es que este frenesí que algunos dirían puramente intelectual, es estrechamente solidario de un movimiento del cual no es cuestión contrastar las incidencias de fervor ni, tampoco, en la ocasión, los efectos propiamente convulsivos— como fue delineado en su época.

Cualquiera fuera el modo en que nosotros pudiéramos juzgar, como psicopatólogos, lo que ocurría sobre la tumba de un cierto diácono París y cuando en la entrada del cementerio las puertas fueron cerradas, si bien se pudo escribir sobre ellas: «El Rey prohibe a Dios el hacer milagros en este lugar». Que las dichas convulsiones hayan proseguido, por otra parte, me parece que no sería más que tomar con alfileres las cosas, en esta última consecuencia;  podemos ver que este campo es, al menos,  el que nos pertenece y que, después de todo al tomarlo de un modo que no esté enteramente al ras del suelo —a saber, «¿es necesario internarlos, o no?», estamos en el derecho de tratar de articular algo y, ¿Por qué no hacerlo en el punto más libre más lúcido, el más lúdico: precisamente, la apuesta de Pascal?. El nombre del Padre— lo anunciaré como en el inicio porque será, quizá, la mejor forma de despegarlos del efecto de fascinación que se desprende de estos embrollos— el nombre del Padre, sobre el cual insisto para decir que no es por azar que no he podido hablar de él, el nombre del Padre toma aquí una forma singular, que les ruego ubicar bien al nivel de la apuesta. Eso les modificará, quizá, las chapucerías a las cuales se consagra habitualmente los autores sobre el asunto de saber si vale la pena apostar.

Lo que vale la pena es considerar como eso se formula bajo la pluma de Pascal. Yo diría que esta forma singular, en el enunciado que está a la cabeza del papelito, es lo que llamaría lo real absoluto; y lo real absoluto, sobre ese papelito es lo que se enuncia como » cruz o cara».

«Cruz o pila», no se trata de la cruz, tengan ustedes eso en la cabeza. «cruz o pila» era el modo, en esa época, de decir lo que llamamos ahora pila o cara. Quisiera que tengan la idea de que si es concebible que lleguemos, en algún punto, al último término de una ciencia cualquiera en el sentido moderno, a saber por la operación de lo que se llama una medida, que ella no puede serlo, precisamente, más que en el punto donde hay que decir: esto es cruz o pila , esto es eso, o esto no es eso.  Esto es lo que eso es, allí, pues, hasta allí, nada nos afirma que no tengamos que medir nuestras propias medidas. Es necesario que ello llegue a un punto— cruz o pila— donde no es más que de lo real, en tanto que de lo escabullido de lo que se trata.

La apuesta de Pascal contiene, en su inicio, algo que se refiere a ese punto: lo real absoluto. Y esto es en cuanto que, de lo que se trata es precisamente de algo que está definido de que no podemos saber y lo que es,  ni lo que no es. Es precisamente lo que Pascal articula, en tanto de lo que se trata, seguramente, a nivel de la apuesta, si la cuestión se plantea por su acto, puede bien, en efecto, ser traducida por la cuestión o no del partenaire.

Pero no sólo existe el partenaire. Esta la postura. Y allí esta el interés de la apuesta de Pascal. La postura, el hecho que pueda plantearse en esos términos la cuestión de nuestra medida a la vista de ese real. La postura supone un paso franqueado que, como dicen los amantes del fisgoneo histórico, a saber que ya Raymond Sebonde y ya el padre Simón y ya Pierre Charron habían tratado acerca del orden de ese riesgo. Aquéllos reconocieron que si Pascal puede avanzar de un modo tal, no fue de ninguna manera por azar que experimenta tan profundamente el campo donde piensa eso, es que había modificado profundamente el abordaje de lo que se refiere al: «Yo digo»— entiendo del Yo (Je) del jugador— y procediendo así, diré algo que podría ser llamado un exorcismo, esto es el día en que él descubrió las reglas de las partidas.

Las resistencias que encuentra después de haber planteado ese problema —del modo en que es justo repartir las posturas cuando, por una razón cualquiera, obligada o de mutuo consentimiento, se interrumpe el curso de una partida cuya regla esta dada— el picote de lo que le permite zanjarlo de un modo también fecundo, es que por allí el articula el fundamento de lo que se llama el triángulo matemático, seguramente, ya descubierto por algún Tartaglia — pero no estaba forzado de estar informado de ello, en fin, por otra parte, extrae de ello otras consecuencias, porque es por allí que él reúne, retoma y reinicia lo que, en las leyes de máximo y mínimo al nivel de Arquímedes, repudia lo que va a nacer del cálculo integral. Todo esto reposa sobre esta simple distinción: para resolver eso de lo que se trata, esto es que la esencia del juego en lo que comporta de logificable, porque él esta reglado, tiende a que, lo que allí es postado, esta perdido en el inicio. Allí  donde la cuestión del atractivo de la ganancia deforma, refracta —de forma que no permite de ningún modo a los teóricos ser inflexibles— en sus articulaciones, esta purificación inicial, permite enunciar de un modo correcto, lo que es justo operar para hacer en todo momento, la división de lo que está allí en el centro como postura, como perdido. La cuestión nos interesa, a nosotros, analistas, porque ella nos permite enganchar lo que es allí la motivación esencial del surgimiento de un modo semejante de encadenamiento; se es una actividad cuyo inicio esté fundado en la asunción de la pérdida, es precisamente porque eso de lo que se trata en el inicio mismo de toda regla —es decir de una concatenación significante— es de un efecto de pérdida. Es precisamente en eso sobre lo cual me esfuerzo desde el inicio, en poner los puntos sobre las íes, porque seguramente en nuestra experiencia, como se dice, en el análisis, en todo momento, nos confrontamos a este efecto de pérdida y que, si no se aprehendiera eso de lo que se trata, se lo pone a cuenta, bajo el nombre de herida narcisista, de un daño imaginario. Es precisamente en lo cual la experiencia inocente testimonia que este afecto de pérdida es reencontrado en cada paso; ella testimonia, de modo inocente, es decir del modo más nocivo, refiriéndola a ese esquema de una herida narcisista, es decir, de una relación al semejante que, en la ocasión no tiene absolutamente nada que hacer. No es porque alguna parcela que formaría parte del cuerpo se desprenda de él que la herida en cuestión funciona y todo intento de reparación, cualquiera que sea, está condenado a prolongarse en la aberración. Eso de lo que se trata, de la herida, se sostiene en otra parte, en un efecto que al inicio, para recordarlo, lo he distinguido de lo imaginario, en tanto simbólico; estaña en el abertura (béance) que se produce o se agrava —pues no podemos sondear si lo que se refiere a esta abertura estaba ya allí en el organismo— abertura entre el cuerpo y su goce, en la medida en que, entonces, he dicho lo que la determina o lo que la agrava —y sólo nos importa esta agravación— es la incidencia del significante, la incidencia misma de la marca, la incidencia de lo que he llamado, hace un momento el trazo unario, que le da, entonces, su consistencia. Entonces, aquello de lo que se trata se dibuja al medir el efecto de esta pérdida, de este objeto perdido en tanto que lo designamos por a , en ese lugar sin el cual no podría producirse, en ese lugar, aún no conocido, no medido, que se llama el Otro. Es decir, que es necesario, primero, tomar esta medida para la cual basta la experiencia, hasta la pasión del juego, para ver cuál es su relación con el modo por el cual funcionamos cono deseo.¿Qué es lo que va a ser necesario medir ahora? Hay algo muy extraño: es que esta proporción, esta medida, esta ya allí en las cifras, quiero decir en los signos escritos con lo cual se articula la idea misma de la medida. Nada sabemos, en ese punto, de la naturaleza de la pérdida. Puedo hacer como si nunca le diéramos ningún soporte particular; nosotros damos puntos, no diría, donde podamos achicar, donde atrapamos astillas; pero no hay ninguna necesidad de saberlo. Lo he dicho; por un lado no sabemos que es la función de la pérdida y del Otro, no sabemos seguramente que es lo que se refiere al 1, en tanto no es más que trazo unario. Ese «no sé» es todo lo que él nos gratifica de retener. Y por otra parte nos bastaría escribir esto: 1 donde se inscribe la proporción, a saber que la relación de este 1 a determinante en el efecto de pérdida es igual —y debe serlo, como bien parece si se trata de pérdida— a algo donde se conjugan un » y» aditivo, ese  1 y el signo escrito de esta pérdida.

1  = 1 + a

a

Pues, tal es, en efecto, la inscripción de donde resulta lo que se refiere a una cierta proporción, cuya armonía, si es necesario evocarla, no tiende, seguramente, a efectos estéticos. Simplemente, les pido, para medirlo ustedes mismos, dejarse guiar al principio, por el examen de lo que se refiere a su naturaleza matemática. Las armonías de las cuales se trata no están de ningún modo, hechas de felicidad, de un dichoso reencuentro, como pienso que la aproximación de la serie que resulta de la función recurrente que se engendra de esta igualdad……como pienso mostrarles que se reencuentra su nota carácterística, la de la  a,  en otra seria engendrada desde otro inicio, pero que nos interesa igualmente. Como ustedes lo verán es aquella donde —tomando las cosas desde otra punta— se engendraría lo que llamamos Spaltung o división original del sujeto, en otros términos los esfuerzos para reunir dos unidades disyuntas. Hay allí un campo que conviene recorrer paso a paso.  Es necesario, para hacerlo, inscribir de un modo que sea claro, aquello a lo cual puede referirse la llamada serie.

Lo escribimos bajo la forma siguiente: ponemos aquí la  a,  aquí  el 1 —no existe una dirección, lo subrayo al pasar, más que por el hecho de nuestra partida. Después del 1, ponemos  1+ a. Después la  a; la serie se engendra al adicionar los dos términos para producir, a partir de ellos, el término siguiente: tenemos, entonces, aquí:
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Podrán ver que no deja de tener relaciones con la lista opuesta. Paso sobre el hecho que la continuidad de esos valores representa una proporción que se conserva, a saber que  1 + a  es a  1 como 2 + a  es  a 1 — a. Esto es, exactamente, lo que esta escrito en la  fórmula inicial. Esto puede también  escribirse  1,  1,    1,    1  , etc.     

a   a2  a3   a4

Número que, en tanto a  es más pequeño que  1, irá siempre creciente.  Aquí, por el contrario, se escribe  a2,  a3,  a4,  a5,  a6,  número que lo repito, en tanto a  es más pequeño de  1  irá siempre decreciente. No abandonemos a nuestro Pascal, pues sobre el papelito donde él opera, esta en un articulación de la cual no es necesario que este destinada a algún otro, para que las réplicas no tengan un valor no persuasivo, sino lógicamente constructivo, uno se ha dado cuenta muy bien, en nuestros días que, para algunos problemas, hay un modo donde cuenta, para resolverlos, el número de golpes, a saber, al cabo de cuántos golpes una partida conquista la última palabra, si ella la conquista por el hecho de lo que uno podría llamar, retrospectivamente, una falta al nivel de la otra partida, está claro que la prueba consistirá en proponer a la otra partida una respuesta de más posibilidades, pero que, si el resultado es el mismo, podemos poner a cuenta de una articulación lógica, entiendo recibida, es suficiente definirla al inicio, al título de una demostración de lo que así se articulará.

Es fastidioso que en una época, la nuestra, se olvide, que ha sabido codificar tan bien las leyes de esta función del sí  o no refutable y darse cuenta que abre más ese campo que el puro y simple demostrable. Es así —ya lo he denunciado, resumido, la última vez— que el progreso de Pascal, aquel que le hace en primer lugar sondear, a la vista de un puro «cruz o pila» lo racional del compromiso de una puesta de algo en la vida, que es justamente lo que no es definido contra algo, en lo que es, al menos, una infinidad de vidas que se califica sin precisar más lo que ellas quieren decir, de «infinitamente dichosas» pero, quizá vale que, si venimos después de él, interroguemos a esos signos, veamos si ellos no son capaces de dar algo que necesariamente precisaría el sentido. Es precisamente lo que estamos en vías de operar al nivel de esos signos y darnos cuanta que si nos apropiamos del  a , cuyo valor no siempre sabemos, sino sólo lo que ella engendra como serie en su relación con el  1, vemos una serie, nada más, y se podría hasta decir que la cuestión de o que se refiere al  a  y al  1  como tales, como términos fijados de un modo cualquiera, hasta matemáticamente, no tiene sentido. No es, cuando se trata de definir los números enteros y pudiendo hacer con ellos, elementos neutros. Ese  1 no tiene nada que ver con el  1  de la multiplicación. Son necesarias acciones suplementarias para hacerlos servir. Y no más el  a . El  a  como el, 1 están allí, por todos lados; por todos lados existe la relación 1, es decir, en toda  a  la serie. Allí está, precisamente,. el interés de partir de ello, porque la sola razón que necesita que partamos de ello, es que a partir de ellos nosotros escribimos. Es un real cualquiera que pareciera poder corresponder a esta escala, ellos no tienen lugar en ninguna parte, sólo que sin ellos no podemos escribir esta escala. Es partiendo de ella, de esta escala, que puedo permitirme imaginar, a partir de otra escritura, la más simple, igualmente, que permanecemos, parece, en nuestros límites, en los del trazo unario, a menos que la prolonguemos indefinidamente, al menos traten de prolongarla.
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He ahí el a, he ahí el 1. No estamos forzados a medirlo para que ellos estén correctamente  inscriptos. Allí también pienso que me perdonarán el abreviar y decir esto: proyectamos ese a  sobre ese campo considerado en su función de  1. Lo que acabamos de escribir nos indica que eso que estará aquí será a2 ; la repetición de a2 nos dará a3 ; la repetición de a3 nos dará aquí un a4. Ven ustedes, entonces, que van a adicionarse por operaciones que van en un cierto sentido, todas las potencias pares de a: a2, a4, a6, y que aquí va a producirse el conjunto de las potencias impares: a3, a5, a7. Es muy fácil percibir que, así, nos reencontraremos en punto, el de juntura, convergente de esas potencias, unas pares, otras impares, la medida de a como total para las potencias pares a si misma, estando bien entendido, excluida ; la medida a2 como suma de las potencias totales impares de a, a2 y a haciendo al total  1.
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Es decir que es por la operación misma de la adición separada de la potencias pares de una parte, y de las potencias impares, que encontramos efectivamente la medida de ese campo del Otro como 1, es decir, otra cosa que su pura y simple transcripción como trazo unario. No he obtenido ese resultado más que al tomar aisladamente lo que es el fundamento proporcional del a. Pero si tomo su desarrollo en el sentido del crecimiento, ven fácilmente que, al adicionar simplemente esas potencias ya crecientes, si yo les  decía lo que eso hacía, en el momento en que podemos adicionar al 1 sobre a potencia 100 algo hasta lo que haya  surgido el  a , en el denominador; es muy fácil de hacer el cálculo si disponen de una página, y no dura más de diez minutos, no sobre eso que es 1(falta a 100), sino la adición de toda la serie, hay fórmulas muy conocidas y fáciles, uno se da cuenta  que esto es  2.000.000.000.000.000.000.000.000.000.— dos millares de millones de millares de millones de millares de millones. Quiero decir que, en efecto, en un sentido, ¿qué encontramos? Nada más sorprendente que una serie incluyendo un crecimiento que se llama infinito de los enteros, pero que, al fin de cuenta, es del orden de lo que se llama enumerable. Una serie así constituida que se llama una progresión. geométrica, dicho de otro modo, exponencial, permanece en lo enumerable.

Cuando les hice destacar que no es más que de modo escriturable que nos importa al punto donde yacen el 1 y el a, no era para descuidar ahora su incidencia y decir que es a partir de algunos puntos que vemos una diferencia. El infinitodecreciente es lo mismo en su generación, Sólo que el culmina, en lugar de culminar en «el infinito», en tanto sobre el infinito sabemos, no obstante, algo más y que este infinito de los números enteros, hemos aprendido a reducirlo a su valor propio y distinto, sólo del otro lado, como les he mostrado aquí, comenzando por allí, porque eso tenía su interés, tendrán un límite: 1  + a, límite cuya serie puede aproximar tan cerca como es posible, de un modo menor a toda amplitud elegida por pequeña que sea, a saber, muy precisamente  1 + a. El inicio de Pascal en sus notas cuando escribe simplemente «nada infinito» es en efecto, el punto donde ya, a la vez está su precisión, y el punto verdaderamente funcional desde donde toda la continuidad se determina. Pues lo que él llama nada —como por otra parte lo indica del modo más expreso en otras de sus anotaciones— es simplemente que, a partir de un punto en el resto, les he dicho, cualquiera, obtenemos en un sentidodecreciente, un límite, pero no es porque eso tenga un límite que es menos infinito. Por otra parte, lo que obtenemos del otro lado, a saber, un crecimiento que no tiene límite, no especifica esta dirección como más específicamente infinita. Por otra parte cuando Pascal escribe «nada», no es al azar; él mismo sospecha que nada no es nada, que es algo que puede ser puesto en balanza, y muy especialmente al nivel en que vamos a ponerlo en la apuesta.

Pero, he allí que no es que aparezca algo de lo cual sea necesario que uno se de cuenta, es que, al fin de cuentas, si en el campo del Otro se enuncia una revelación que nos promete el infinito de vidas, infinitamente dichosas, lo repito, yo me sostengo en su enunciado numérico y durante un tiempo Pascal se sostiene también ahí, en tanto comienza a ponderar: una vida contra dos vidas, eso, ¿valdría la pena? ¡Pero sí, pero sí!—dice él— contra tres vidas, aún más; y naturalmente más hay, más vale. Sólo nosotros nos damos cuenta de esta cosa importante, que, en todos los casos en que elegimos, aún cuando es «nada» o que perdemos, somos privados de  un medio-infinito.

Esto responde al campo del Otro, y al modo en que podemos justamente medirlo como 1 en el medio de la pérdida. Para esto que se refiere a la génesis de este Otro, si es verdad que podemos distinguirlo de algo que es el 1 antes del 1, a saber: el goce; ustedes ven que al tener que hacer 1 + a, habiendo hecho con infinitos cuidados la adición, es precisamente ese  a, en su relación  a  1, a saber, de esa falta que hemos recibido del Otro, por relación a lo que podríamos edificar como campo completado del Otro; es de allí, del  a , y de un modo analógico que podemos esperar tomar la medida de lo que se refiere al 1 de la potencia a la vista, precisamente, de esta suma supuesta realizada.
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Nosotros conocemos eso; nosotros, analistas, lo reencontramos, La forma más carácterística, la más sutil que hayamos dado de la función causa del deseo, es lo que se llama el goce masoquista; éste es un goce analógico, es decir que al nivel del plus de gozar, el sujeto toma allí, de modo calificado, esta posición de pérdida, de deyecto que está representada por  a, y que el Otro, todo su esfuerzo esta en constituirlo como campo sólo articulado, bajo el modo de esta ley de ese contrato, sobre el cual nuestro amigo Deleuze ha puesto tan felizmente el acento para suplicar a la imbecilidad estremecida que reina en el campo de Psicoanálisis. Es de modo analógico, y jugando sobre la proporción que se escabulle, lo que se aproxima por la vía del plus de gozar. Es por ese punto, a menos, que al suspender las cosas por la vía del inicio que hemos tomado, vemos aquí que encontramos una entrada por la cual se motiva la experiencia. La cuestión, sin duda, no deja de tener interés a la vista del modo con que funciona en Pascal una cierta renunciación. Pero no vayan demasiado rápido. Traten, aquellos que se ha debatido sin saberlo, con esta lógica de universalmente masoquistas, es este orden de corto-circuito donde se designa lo que he llamado, en ese campo, la canallada que se convierte en necedad.

No he podido llevarlos hoy más que hasta un abordaje que es este: la proporción ya inscripta en la única entrada en un campo por la única vía escritural. Nos es necesario, bien entendido, por otra parte, controlarla. Si ese  a, he dicho —y esto mismo es, lo he subrayado, la imagen, la ilustración y nada más— es lo que condiciona la distinción del Yo (Je) como sosteniendo ese campo del Otro y pudiendo totalizarse como campo del saber, lo que importa saber, precisamente es que no es en totalizarse así  que alcanzará nunca el campo de su suficiencia, que se articula en el tema hegeliano de la Selbstbewutsein. Pues, justamente en esta medida, y a medida misma de su perfección, permanece enteramente excluido el Yo (Je) del goce. Lo que importa, para nosotros, es confirmar no sólo que ninguna adición del  1  al otro no nos totalizaría bajo la forma de una cifra cualquiera, de un adicionado, ese Yo (Je) dividido al fin reunido en sí mismo. Lo que hay de más picante, es ese desvío, es percibir, como se los mostraré  la próxima vez, pues ese campo, lo ven lejos de ser interminable, es sólo largo y me es necesario el tiempo para articulárselos —y debo decir que, espero, que haya un buen número que no tendrá necesidad de informarse de lo que es una serie de Fibonacci y estarán evidentemente mejor preparados que los otros en lo que haré para los otros, es decir, explicarlo, a saber, es muy  importante que una serie constituida por la adición, justamente de  1  en  1, después de ese último  1 en lo que lo precede para constituir el tercer término o sea  2, después  1  y  2  = 3 ; después 2 y 3 = 5, etc. 1  1  2  3  5  8  13 …..Pueden destacar, al pasar, que estas cifras ya están inscriptas y que esto no es sin razón. Solamente la relación de cada una de esas cifras al otro no es, cuando menos, la relación a.

Partiré de este hecho la próxima vez: que a medida que crecen, es decir, para toda serie Fibonacci —todas las series de Fibonacci son homólogas— pueden partir de no importa que cifra y hacerla crecer de no importa que cifra, si observan, simplemente, la ley de la adición, esta es una serie de Fibonacci y es la misma. Y cualquiera sea el modo en que la hagan crecer, obtendrán entre esas cifras, estas proporciones que son aquellas inscriptas, a saber la relación de  1 a  a. Y se darán cuenta que es del  a  tal como era por relación de  1  que la cifra ha saltado de un término al otro.  En estos términos, que ustedes partan de la división del sujeto o que partan del a, se darán cuenta que son recíprocos. En otros términos, que ustedes, partan de la división del sujeto o que partan del a, se darán cuenta que son recíprocos. Querría dejarlos aquí, sobre esta aproximación que yo llamo de pura consistencia lógica; esto nos permitirá situar mejor lo que se refiere a un cierto número de actividades humanas.

Que los místicos hayan intentado por su vía esa relación del goce al 1, no es un campo que aborde aquí por primera vez, en tanto ya, en los primeros años, los tiempos oscuros de mi Seminario, les introduje, a  aquellos que estaban allí —tres o cuatro— a Angelus Silesius. Angelus Silesius es contemporáneo de Pascal. Traten de explicar lo que quieren decir sus versos, sus dísticos. «El peregrino querubínico». Se los recomiendo. Pueden ir a comprarlos a Aubier, no está agotado.

Lo que a él se refiere, ciertamente, no concierne directamente a la vía que es la nuestra. Pero si ven el lugar que allí tiene el Yo (Je), el Ich, verán que el se refiere a la cuestión que es aquí nuestra verdadera mira y que yo repito en este término de hoy:¿es que yo existo?

Ustedes ven como un apóstrofe, es suficiente para falsear todo. Si yo digo: «Yo existo» («J’ existe»?), hablando del Yo (Je), esta vez. Pero ese «él» (il), ¡puaj!. Tercera persona, nos han dicho que era un objeto. He ahí que nosotros hacemos del Yo (Je) un objeto. Simplemente que se omite la tercera persona. Eso sirve también para decir «llueve» («il pleut»). No se habla de una tercera persona. No es el camarada quien llueve. Llueve.  Es en ese sentido que yo empleo el «él existe» («Il existe»).¿ Es que  existe el yo? (Est-ce qu’il existe du Je?).