Seminario 2: Clase 19, Introducción del Gran Otro, 25 de Mayo de 1955

Por qué no hablan los planetas. La paranoia postanalítica.  El esquema en Z.  Del otro lado del muro del lenguaje. Reconstitución imaginaria y reconocimiento simbólico. Por qué hay formación de analistas.

La última vez los dejé con una pregunta quizás un tanto extraña, pero que estaba en la línea de lo que les venía diciendo: ¿por qué no hablan los planetas?

No somos en absoluto semejantes a planetas, cosa que podemos comprobar en todo momento; pero esto no nos impide olvidarlo. Permanentemente tendemos a razonar sobre los hombres como si se tratara de lunas, calculando sus masas, su gravitación.

No es ésta una ilusión exclusiva de los eruditos: es especialmente tentadora para los políticos.

Pienso en una obra olvidada y que no era tan ilegible, pues probablemente no era su autor quien la firmó: se llamaba Mein Kampf: Pues bien, en esta obra del tal Hitler, que ha perdido mucho de su actualidad, se hablaba de las relaciones entre los hombres cual si fuesen relaciones entre lunas. Y estamos tentados siempre de hacer una psicología y un psicoanálisis de lunas, cuando para percibir la diferencia basta con remitirse inmediatamente a la experiencia.

Por ejemplo, rara vez estoy contento. En la última reunión no lo estuve en absoluto, porque intenté volar sin duda demasiado alto, y estos aleteos tal vez no fueron lo que les habría dicho si todo hubiese estado bien preparado. Sin embargo, algunas personas benevolentes, las que me acompañan a la salida, me dijeron que todo el mundo estaba contento. Posición, supongo, muy exagerada. No importa, así me dijeron. En ese momento, por lo demás, no quedé convencido. Pero, ¡vamos! Me hice esta reflexión: si los otros están contentos, eso es lo principal. En esto difiero yo de un planeta.

No es simplemente que me hago esta reflexión, además es verdad: lo esencial es que ustedes estén contentos. Diré aún más: al serme corroborado que estaban contentos, pues bien, Dios mío, me puse contento yo también. Pero, de todos modos, con una pequeña diferencia. No del todo contento contento. Hubo un espacio entre ambos. En el lapso de darme cuenta de que lo esencial es que el otro esté contento, yo habría seguido con mi no-contento.

Entonces, ¿en qué momento soy verdaderamente yo? ¿En el momento en que no estoy contento, 0 en el momento en que estoy contento porque los otros están contentos? Cuando se trata del hombre, tal relación entre la satisfacción del sujeto y la satisfacción del otro-entiéndanlo bien, en su forma más radical-siempre está en tela de juicio.

Quisiera que el hecho de tratarse, en esta ocasión, de mis semejantes, no les engañe. Tomé este ejemplo porque me había jurado tomar el primero que apareciera tras la pregunta con que los dejé la vez pasada. Pero espero hacerles ver hoy que sería errado creer que se trata aquí del mismo otro que ese otro del que a veces les hablo, ese otro que es el yo, o, para ser más precisos, su imagen. Aquí hay una diferencia radical entre mi no satisfacción y la satisfacción supuesta del otro. No hay imagen de identidad, reflexividad, sino relación de alteridad fundamental.

Hay que distinguir, por lo menos, dos otros: uno con una A mayúscula, y otro con una a minúscula que es el yo. En la función de la palabra de quien se trata es del Otro.

Lo que les digo merece ser demostrado. Como de costumbre, no puedo hacerlo sino a nivel de nuestra experiencia. Recomiendo calurosamente, a quienes deseen ejercitarse en pequeñas operaciones mentales destinadas a ablandarles las articulaciones, la lectura, a todas luces útil, del Parménides, donde la cuestión del uno y el otro fue enfrentada del modo más vigoroso y sostenido. Por este motivo, es sin duda una de las obras más incomprendidas, cuando después de todo basta para ello con las facultades medias —y no es decir poco— de un descifrador de palabras cruzadas. No olviden que muy formalmente les aconsejé en un texto hacer palabras cruzadas. Lo único esencial es atender hasta el final en el desarrollo de nueve hipótesis. Sólo se trata de eso, de prestar atención. No hay cosa en el mundo más difícil de obtener del lector medio, debido a las condiciones en las que se practica ese deporte de la lectura. Aquel de mis alumnos que pudiera consagrarse a un comentario psicoanalítico del Parménides, haría algo útil y permitiría orientarse en muchos problemas a la comunidad.

Volvamos a nuestros planetas. ¿Por qué no hablan? ¿Quién quiere articular algo?

Sin embargo, hay muchas cosas que decir. Lo curioso no es que ustedes no digan ninguna, sino que no muestren darse cuenta de que las hay a montones. Si sólo osaran pensarlo. Saber cuál es la última de las razones no es demasiado importante. Pero es seguro que si se intenta enumerarlas -cuando les pedí que lo hicieran yo no tenía ninguna idea preconcebida sobre la manera en que eso se podía exponer-, las razones que se nos presentan están estructuradas como aquellas cuyo juego ya encentramos varias veces en la obra de Freud, a saber, las que evoca en el sueño de la inyección de Irma a propósito del caldero agujereado. Los planetas no hablan: primero, porque no tienen nada que decir; segundo, porque no tienen tiempo; tercero, porque se los ha hecho callar.

Las tres cosas son ciertas, y podrían permitirnos desarrollar importantes relaciones respecto a lo que llaman un planeta, es decir, eso que he escogido como término de referencia para mostrar lo que nosotros no somos.

Le hice la pregunta a un eminente filósofo, uno de los que vinieron este año a darnos una conferencia. El se ha ocupado mucho de la historia de las ciencias, y formuló sobre el newtonismo las reflexiones más pertinentes y profundas que pueda haber. Cuando nos dirigimos a personas que parecen especialistas, siempre nos decepcionamos, pero verán que yo no me decepcioné en realidad. La pregunta no pareció presentarle demasiadas dificultades. Me contestó: Porque no tienen boca.

En primera instancia, me decepcioné un poco. Siempre que uno se decepciona, está equivocado. Nunca hay que decepcionarse de las respuestas que se reciben, porque si uno se decepciona, estupendo, prueba de que fue una verdadera respuesta, es decir, aquello que precisamente no esperábamos.

Este punto importa mucho para el problema del otro. Tenemos demasiada tendencia a dejarnos hipnotizar por el llamado sistema de lunas, y a modelar nuestra idea de la respuesta sobre lo que imaginamos cuando hablamos de estímulo-respuesta. Cuando obtenemos la respuesta que esperábamos, ¿es de verdad una respuesta? He aquí otro nuevo problema, pero por ahora no me abandonaré a este pequeño entretenimiento.

En resumidas cuentas, la respuesta del filósofo no me decepcionó. Nadie está forzado a entrar en el laberinto de la pregunta por ninguna de las tres razones que mencioné, aunque volveremos a hallarlas, porque son las verdaderas. También se puede entrar en él por una respuesta cualquiera, y la que se me dio es sumamente esclarecedora, siempre y cuando se la sepa oír. Y yo estaba en excelentes condiciones para oírla, porque soy psiquiatra.

No tengo boca: oímos esto al comienzo de nuestra carrera, en los primeros servicios de psiquiatría a los que llegamos como unos despistados. En medio de ese mundo milagroso nos encontramos con damas muy añejas, con viejas solteronas, cuya primera declaración ante nosotros es: No tengo boca. Ellas nos hacen saber que tampoco tienen estómago, y además que no morirán nunca. En síntesis, tienen una relación muy grande con el mundo de las lunas. La única diferencia es que para esas añejas damas, víctimas del llamado síndrome de Cotard, o delirio de negación, al fin y al cabo es verdad. Están identificadas con una imagen donde falta toda hiancia, toda aspiración, todo vacío del deseo, o sea, justamente lo que constituye la propiedad del orificio bucal. En la medida en que se opera la identificación del ser con su imagen pura y simple, tampoco hay sitio para el cambio, es decir, para la muerte. De eso se trata en su tema: están muertas y a la vez ya no pueden morir, son inmortales, como el deseo. En la medida en que aquí el sujeto se identifica simbólicamente con lo imaginario, realiza en cierto modo el deseo.

Que las estrellas tampoco tengan boca y sean inmortales es algo de otro orden: no se puede decir que sea verdad, es real. No es cuestión de que las estrellas tengan boca. Y, al menos para nosotros, el término inmortal se ha vuelto, con el tiempo, puramente metafórico. Es indiscutiblemente real que la estrella no tiene boca, pero a nadie se le ocurriría pensar en ello, si no hubiera, para observarlo, seres provistos de un aparato de proferir lo simbólico, a saber, los hombres.

Las estrellas son reales, íntegramente reales, en principio, en ellas no hay absolutamente nada del orden de una alteridad a ellas mismas, son pura y simplemente lo que son. El hecho de que las encontremos siempre en el mismo lugar es una de las razones por las que no hablan.

Han observado que de vez en cuando oscilo entre los planetas y las estrellas. Esto no es casual. Porque el siempre en el mismo lugar no nos lo mostraron primero los planetas, sino las estrellas. El movimiento perfectamente regular del día sideral es, con seguridad, lo que por vez primera permitió a los hombres experimentar la estabilidad del cambiante mundo que los rodea, y comenzar a establecer la dialéctica de lo simbólico y lo real, donde lo simbólico brota aparentemente de lo real, lo cual naturalmente no está más justificado que el pensar que las llamadas estrellas fijas giran realmente alrededor de la Tierra. De igual modo, no debería creerse que los símbolos han salido efectivamente de lo real. Pero no por ello es menos asombroso advertir hasta qué punto esas singulares formas fueron cautivantes, formas cuyo agrupamiento, al fin y al cabo, nada justifica. ¿Por qué vieron los humanos a la Osa Mayor como tal? ¿Por qué las Pléyades son tan evidentes? ¿Por qué se vio a Orión del modo en que se lo vio? Seria incapaz de decirlo. No creo que esos puntos luminosos alguna vez hayan sido agrupados de otro modo, se lo pregunto. Este hecho no dejó de jugar su papel en las auroras de la humanidad, que por otra parte distinguimos mal. Esos signos se perpetuaron en forma tenaz hasta la actualidad, lo que constituye un ejemplo singularísimo de la forma en que lo simbólico atrapa. Las célebres propiedades de la forma no parecen en absoluto convincentes para explicar el modo en que hemos agrupado las constelaciones.

Dicho esto, habríamos estado perdiendo el tiempo, pues no hay nada fundado en esa aparente estabilidad de las estrellas que encontramos siempre en el mismo lugar. Hicimos evidentemente un progreso esencial cuando nos percutamos de que había cosas que, por el contrario, realmente estaban en el mismo lugar, cosas que se divisaron primero bajo la forma de planetas errantes, y nos percutamos de que no era sólo en función de nuestra propia rotación, sino que realmente una parte de los astros que pueblan el cielo se desplazan y reaparecen siempre en el mismo lugar.

Esta realidad es una primera razón para que los planetas no hablen. Sin embargo, sería un error creer que sean tan mudos. Lo son tan poco que durante mucho tiempo se los confundió con los símbolos naturales. Nosotros los hemos hecho hablar, y sería un gran error no preguntarnos cómo es esto posible. Durante muchísimo tiempo y hasta una época muy avanzada, les quedó el residuo de una suerte de existencia subjetiva. Copérnico, quien sin embargo realizó un paso decisivo en la determinación de la perfecta regularidad del movimiento de los astros, pensaba todavía que si un cuerpo terrestre estuviera en la Luna no dejaría de hacer los mayores esfuerzos por volver a casa, es decir, a la Tierra, y que, inversamente, un cuerpo lunar no pararía hasta emprender nuevo vuelo hacia su tierra materna. Esto les prueba cuán largo tiempo persistieron estas nociones, y que es difícil no hacer seres con realidades.

Finalmente llegó Newton. Ya hacía un tiempo que esto venía preparándose: no hay mejor ejemplo que la historia de las ciencias para mostrar hasta qué punto el discurso humano es universal. Newton acabó por dar la fórmula definitiva alrededor de la cual todo el mundo ardía desde hacía un siglo. Hacerlos callar; Newton lo consiguió definitivamente. El silencio eterno de los espacios infinitos, que causaba espanto a Pascal, es algo adquirido después de Newton: las estrellas no hablan, los planetas son mudos porque se los ha hecho callar, única verdadera razón, pues finalmente nunca se sabe lo que puede ocurrir con una realidad.

¿Por qué no hablan los planetas? Es realmente una pregunta. Nunca se sabe lo que puede ocurrir con una realidad, hasta el momento en que se la ha reducido definitivamente inscribiéndola en un lenguaje. Sólo se está definitivamente seguro de que los planetas no hablan a partir del momento en que se les ha cerrado el pico, o sea, a partir del momento en que la teoría newtoniana produjo la teoría del campo unificado, y bajo una forma que se completó después pero que ya era perfectamente satisfactoria para todas las mentes humanas. La teoría del campo unificado está resumida en la ley de gravitación, que consiste esencialmente en que hay una fórmula que mantiene todo esto unido, en un lenguaje ultrasimple constituido por tres letras.

Las mentes contemporáneas opusieron toda clase de objeciones: esta gravitación es impensable, nunca se vio algo así, una acción a distancia, a través del vacío, toda acción, por definición, es entre términos próximos. ¡Si supieran hasta qué punto el movimiento newtoniano es una cosa inconcebible cuando se lo examina con cuidado! Verían que operar con nociones contradictorias no es privilegio del psicoanálisis. El movimiento newtoniano utiliza el tiempo, pero el tiempo de la física no inquieta a nadie, porque en nada concierne realidades: se trata del justo lenguaje, y no es posible considerar el campo unificado de otro modo que como un lenguaje bien hecho, una sintaxis.

Por ese lado estamos tranquilos: todo lo que entra en el campo unificado no hablará nunca más, porque se trata de realidades completamente reducidas al lenguaje. Creo que perciben aquí la oposición existente entre palabra y lenguaje.

No crean que nuestra postura respecto de todas las realidades haya arribado a este punto de reducción definitiva, perfectamente satisfactorio; empero: si los planetas, y otras cosas del mismo orden, hablaran, vaya discusión la que se oiría, y el espanto de Pascal tal vez se convertiría en terror.

De hecho, cada vez que tenemos que vérnosla con un residuo de acción, de acción verdadera, auténtica, con ese algo nuevo que surge de un sujeto-y para ello no hace falta que se trate de un sujeto animado-, nos hallamos ante algo frente a lo cual el único que no se espanta es nuestro inconsciente. Porque dado el punto en el que actualmente se desarrollan los progresos de la física, errado sería imaginarse que esto estaba previsto de antemano, y que al átomo, al electrón, ya se les ha cerrado el pico. De ninguna manera. Y es evidente que no estamos aquí para acompañar las ensoñaciones, a las que la gente no deja de abandonarse, de la libertad.

No se trata de eso. Está claro que donde se produce algo extraño es del lado del lenguaje. A esto se reduce el principio de Heisenberg. Cuando se consigue determinar uno de los puntos del sistema, no se pueden formular los otros. Cuando se habla del lugar de los electrones, cuando se les ordena quedarse ahí, siempre en el mismo lugar, ya no se sabe en absoluto dónde acabó lo que ordinariamente llamamos su velocidad. A la inversa, si se les dice: Pues bien, de acuerdo, ustedes se desplazan todo el tiempo de la misma manera, ya no se sabe en absoluto dónde están. No estoy diciendo que siempre hemos de quedarnos en esta posición eminentemente burlona, pero hasta nueva orden podemos decir que los elementos no responden allí donde se los interroga. Para ser más exactos: si se los interroga en alguna parte, es imposible captarlos en conjunto.

El problema de saber si hablan no queda resuelto por el sólo hecho de que no responden. No estamos tranquilos: un día algo puede sorprendernos. No caigamos en el misticismo, no acabaré diciendo que los átomos y los electrones hablan. ¿Pero, por qué no? Todo es como si. En todo caso, la cosa se demostraría a partir del momento en que comenzaran a mentirnos. Si los átomos nos mintieran, si se las dieran de listos con nosotros, quedaríamos justificadamente convencidos. Palpan aquí de qué se trata: de los otros como tales, y no simplemente en tanto reflejan nuestras categorías a priori y las formas más o menos transcendentales de nuestra intuición.

Son cosas en las que preferimos no pensar: si alguna vez empezaran a removérsenos dentro, miren a dónde llegaríamos. Ya no sabríamos dónde estamos, hay que decirlo, y en eso pensaba todo el tiempo Einstein, sin dejar de maravillarse. Recordaba sin cesar que el Todopoderoso es un poquito astuto pero de ninguna manera deshonesto. Por otra parte, esto es lo único que permite, porque ahí se trata del Todopoderoso no físico, hacer ciencia, o sea, finalmente, reducir al Todopoderoso al silencio.

Tratándose de esa ciencia humana por excelencia llamada psicoanálisis, ¿nuestra meta es llegar al campo unificado y hacer de los hombres lunas? ¿Acaso los hacemos hablar tanto sólo para hacerlos callar?

Por otra parte, la interpretación más correcta del fin de la historia que Hegel evoca, es que se trata del momento en que los hombres ya no tendrán más cosa que hacer que cerrarla. ¿Es esto retornar a una vida animal? ¿Son animales los hombres que acabaron no teniendo necesidad del lenguaje? Grave problema, que no me parece resuelto en ningún sentido. De todos modos, la cuestión de saber cuál es el final de nuestra práctica se halla en el centro de la técnica analítica. Al respecto se cometen errores escandalosos.

Leí por primera vez un artículo muy simpático sobre lo que llaman la cura-tipo. Necesidad de mantener intactas las facultades de observación del yo, lo veo escrito en negrita. Se habla de un espejo, que es el analista: no está mal, pero el autor lo querría viviente. Me pregunto qué es un espejo viviente. Si el pobre habla de espejo viviente es porque siente que en esta historia hay algo que cojea. ¿Dónde está lo esencial del análisis? ¿Consiste el análisis en la realización imaginaria del sujeto? El yo y el sujeto son confundidos, y se hace del yo una realidad, algo que es, como se dice, integrativo o sea que mantiene al planeta unido.

Ese planeta no habla no sólo porque es real, sino porque no tiene tiempo, en sentido literal: el planeta carece de esta dimensión. ¿Por qué? Porque es redondo. La integración es eso: el cuerpo circular puede hacer todo lo que se le ocurra, siempre queda igual a sí mismo.

Se nos propone como meta del análisis redondear al yo, darle la forma esférica en que habrá integrado definitivamente todos sus estados disgregados, fragmentarios, sus miembros esparcidos, sus etapas pregenitales, sus pulsiones parciales, el pandemónium de sus ego fragmentados e innumerables. Carrera del ego triunfante: tantos ego, tantos objetos.

No todo el mundo pone lo mismo bajo el término relación de objeto, pero abordando las cosas por el lado de la relación de objeto y de las pulsiones parciales, en lugar de situar esto en su lugar, en el plano imaginario, el autor del que hablo, y que en cierta época pareció prometer más, acaba nada menos que en la perversión consistente en situar todo el progreso del análisis en la relación imaginaria del sujeto con su diverso más primitivo. Gracias a Dios la experiencia nunca fue llevada a su último término, no se hace lo que se dice que se hace, uno permanece muy por detrás de sus metas. Gracias a Dios, uno yerra sus curas, y por eso el sujeto se salva.

En la línea seguida por el autor al que me refería, puede demostrarse con el mayor rigor que su modo de concebir la cura de la neurosis obsesiva no tendría otro resultado que el de paranoizar al sujeto. Piensa que la aparición de la psicosis es el abismo perpetuamente bordeado en la cura de la neurosis obsesiva. Dicho de otro modo, para este autor el neurótico obsesivo es, en realidad, un loco.

Pongamos los puntos sobre las íes: ¿qué clase de loco es éste? Un loco que se mantiene a distancia de su locura, es decir, de la mayor perturbación imaginaria posible. Un loco paranoico. Decir que la locura es la mayor perturbación imaginaria como tal no es definir todas las formas de locura: hablo del delirio y de la paranoia. Según el autor al que estoy leyendo nada de lo que el obsesivo cuenta tiene la menor relación con lo que vive. Es el conformismo verbal, el lenguaje social lo que da sostén a su precario equilibrio, equilibrio bien sólido no obstante, pues, ¿hay algo más difícil de voltear que un obsesivo? Y si el obsesivo resiste y se agarra en efecto con tanta fuerza, sería, al decir de este autor, porque la psicosis, la desintegración imaginaria del yo, estaría ahí detrás. Desgraciadamente para su demostración, el autor no puede presentarnos un obsesivo al que hubiese vuelto verdaderamente loco. No tiene ninguna posibilidad de hacerlo: hay sólidas razones para esto.

Pero al querer preservar al sujeto de sus locuras presuntamente amenazadoras, conseguiría hacerlo caer no muy lejos de ahí.

La cuestión de la paranoia post-analítica está muy lejos de ser mítica. Para que la cura produzca una paranoia bien consistente no es necesario extremaría demasiado. Por mi parte lo he visto en este servicio en el que estamos. Aquí es donde mejor se lo puede ver, porque nos vemos llevados a empujarlos paulatinamente hacia los servicios libres, pero de estos suelen volver, y se integran en un servicio cerrado. Es algo que pasa. Para eso no hace falta tener un buen psicoanalista, basta con creer firmemente en el psicoanálisis. He visto paranoias que se pueden calificar de post-analíticas, y a las que se puede llamar espontáneas. En un medio adecuado, donde reina una intensa preocupación por los hechos psicológicos, un sujeto que de todos modos tenga alguna propensión a ello puede llegar a cercarse de problemas incuestionablemente ficticios pero a los que les da consistencia, y en un lenguaje ya listo: el del psicoanálisis, que recorre las calles. Un delirio crónico es algo que tarda muchísimo tiempo en ir haciéndose, el sujeto tiene que invertir en ello buena parte de su vida, en general un tercio de la misma Debo decir que la literatura analítica constituye en cierto modo un delirio ready-made, y no es raro ver sujetos vestidos con esa ropa, de confección. El estilo, por así decir, representado por estas personas, tan apegadas de boca cerrada al inefable misterio de la experiencia analítica, es una forma atenuada, pero su base es homogénea a lo que en este momento llamo paranoia.

Hoy quisiera proponerles un pequeño esquema que ilustrará los problemas suscitados por el yo y el otro, el lenguaje y la palabra.

Este esquema no sería un esquema si presentara una solución. Ni siquiera es un modelo. Es sólo una manera de fijar las ideas, que una imperfección de nuestro espíritu discursivo reclama.

No he vuelto a detenerme, pues entiendo que se trata de algo que les es ya bastante familiar, en lo que distingue a lo imaginario de lo simbólico.

¿Qué sabemos respecto al yo? ¿Es real el yo, es una luna, o es una construcción imaginaria? Partimos de la idea, que les vengo machacando desde hace tanto tiempo, de que no hay forma de aprehender cosa alguna de la dialéctica analítica si no planteamos que el yo es una construcción imaginaria. Nada le quita al pobre yo el hecho de que sea imaginario: diría inclusive que esto es lo que tiene de bueno. Si no fuera imaginario no seríamos hombres, seríamos lunas. Lo cual no significa que basta con que tengamos ese yo imaginario para ser hombres. También podemos ser esa cosa intermedia llamada loco. Un loco es precisamente aquel que se adhiere a ese imaginario, pura y simplemente.

Seminario 2, Lacan
S es la letra S, pero también es el sujeto, el sujeto analítico, es decir, no el sujeto en su totalidad. Todo el tiempo nos dan la lata con que se lo aborda en su totalidad. ¿Por qué iba a ser total? Nada sabemos de esto. ¿Es que han encontrado ustedes seres totales? Tal vez sea un ideal. Yo nunca vi ninguno. Por mi parte, yo no soy total. Ustedes tampoco. Si fuéramos totales, cada uno sería total por su lado y no estaríamos aquí, juntos, tratando de organizarnos, como se dice. Es el sujeto, no en su totalidad sino en su abertura. Como de costumbre, no sabe lo que dice. Si supiera lo que dice no estaría ahí. Está ahí, abajo a la derecha.

Claro está que no es ahí donde él se ve, esto no sucede nunca, ni siquiera al final del análisis. Se ve en a, y por eso tiene un yo. Puede creer que él es este yo, todo el mundo se queda con eso y no hay manera de salir de ahí.

Lo que por otro lado nos enseña el análisis es que el yo es una forma fundamental para la constitución de los objetos. En particular, ve bajo la forma del otro especular a aquel que por razones que son estructurales llamamos su semejante. Esa forma del otro posee la mayor relación con su yo, es superponible a éste y la escribimos a’.

Tenemos, pues, el plano del espejo, el mundo simétrico de los ego y de los otros homogéneos. De él debe distinguirse otro plano, que llamaremos el muro del lenguaje.

Lo imaginario cobra su falsa realidad, que sin embargo, es una realidad verificada, a partir del orden definido por el muro del lenguaje. El yo tal como lo entendemos, el otro, el semejante, todos estos imaginarios son objetos. Cierto es que no son homogéneos con lunas: constantemente corremos el riesgo de olvidarlo. Pero son efectivamente objetos, porque son nombrados como tales en un sistema organizado, que es el del muro del lenguaje.

Cuando el sujeto habla con sus semejantes lo hace en el lenguaje común, que toma a los yo imaginarios por cosas no simplemente ex-sistentes, sino reales. No pudiendo saber lo que hay en el campo donde se sostiene el diálogo concreto, se las ve con cierto número de personajes, a’, a». En la medida en que el sujeto los pone en relación con su propia imagen, aquellos a quienes les habla también son aquellos con quienes se identifica.

Dicho esto, es preciso no omitir nuestra suposición básica, la de los analistas: nosotros creemos que hay otros sujetos aparte de nosotros, que hay relaciones auténticamente intersubjetivas. No tendríamos motivo alguno para pensarlo si no fuera por el testimonio de aquello que carácteriza a la intersubjetividad: que el sujeto puede mentirnos. Es la prueba decisiva. No digo que sea el único fundamento de la realidad del otro sujeto, sino que es su prueba. En otros términos, nos dirigimos de hecho a unos Al, A2, que son lo que no conocemos, verdaderos Otros, verdaderos sujetos.

Ellos están del otro lado del muro del lenguaje, allí donde en principio no los alcanzo jamás. Fundamentalmente, a ellos apunto cada vez que pronuncio una verdadera palabra, pero siempre alcanzo a a’, a», por reflexión. Apunto siempre a los verdaderos sujetos, y tengo que contentarme con sombras. El sujeto está separado de los Otros, los verdaderos, por el muro del lenguaje.

Si la palabra se funda en la existencia del Otro, el verdadero, el lenguaje está hecho para remitirnos al otro objetivado, al otro con el que podemos hacer todo cuanto queremos, incluido pensar que es un objeto, es decir, que no sabe lo que dice. Cuando nos servimos del lenguaje, nuestra relación con el otro juega todo el tiempo en esa ambigüedad. Dicho en otros términos, el lenguaje sirve tanto para fundarnos en el Otro como para impedirnos radicalmente comprenderlo. Y de esto precisamente se trata en la experiencia analítica.

El sujeto no sabe lo que dice, y por las mejores razones, porque no sabe lo que es. Pero se ve. Se ve del otro lado, de manera imperfecta, ustedes lo saben, a causa de la índole fundamentalmente inacabada del Urbild especular, que no sólo es imaginario sino ilusorio. Sobre este hecho se basa la inflexión pervertida que desde hace algún tiempo viene tomando la técnica analítica. En esta óptica se aspiraría a que el sujeto conglomerase todas las formas más 0 menos fragmentadas, fragmentantes, de aquello en lo cual se desconoce. Se querría que reuniese todo lo que Vivió efectivamente en el estadio pregenital, sus miembros esparcidos, sus pulsiones parciales, la sucesión de los oblatos parciales; piensen en el San Jorge de Carpaccio zampándose al dragón, y en derredor las pequeñas cabezas decapitadas, los brazos, etc. Se querría permitirle a este yo cobrar fuerzas, realizarse, integrarse, el pequeñín. Si este fin es perseguido de manera directa, si se toma por guía lo imaginario y lo pregenital, necesariamente se llega a ese tipo de análisis donde la consumación de los objetos parciales se lleva a cabo por intermedio de la imagen del otro. Sin saber por qué, los autores que optan por esta vía llegan todos a la misma conclusión: el yo sólo puede reunirse y recomponerse por el sesgo del semejante que el sujeto tiene delante de sí; o detrás, el resultado no varía

El sujeto reconcentra su propio yo imaginario esencialmente bajo la forma del yo del analista. Por otra parte, este yo no resulta simplemente imaginario, porque la intervención hablada del analista se concibe de manera expresa como un encuentro de yo a yo, como una proyección por el analista de objetos precisos. En esta perspectiva, el análisis siempre es representado y planificado en el plano de la objetividad. Lo que hay que procurar, como se escribe, es que el sujeto pase de una realidad psíquica a una realidad verdadera, es decir, a una luna recompuesta en lo imaginario, y muy exactamente, como tampoco se nos disimula, sobre el modelo del yo del analista. Existe suficiente coherencia como para advertir que no es cuestión de adoctrinar ni de representar lo que debe hacer uno en el mundo. Donde se opera es, obviamente, en el plano de lo imaginario. Por eso, nada se apreciará más que lo que se sitúa más allá de lo considerado ilusión, y no muro, del lenguaje: la vivencia inefable.

Entre los pocos ejemplos clínicos aportados hay uno breve, muy gracioso, el de la paciente aterrada ante la idea de que el analista sepa lo que guarda en su maleta. Ella lo sabe y al mismo tiempo no lo sabe. Todo lo que puede decir es dejado de lado por el analista frente a esta inquietud imaginaria. Y de pronto se comprende que ahí está lo único importante: ella teme que el analista le quite todo lo que tiene en el vientre, es decir, el contenido de la maleta, que simboliza su objeto parcial.

La noción de la asunción imaginaria de los objetos parciales por intermedio de la figura del analista culmina en una suerte de Comulgatorio, por emplear el título que dio Baltasar Gracián a un Tratado de la santa eucaristía, en una consumación imaginaria del analista. Singular comunión: en la carnicería, la cabeza con el perejil en la nariz, o incluso el pedazo recortado en el calzón, y como decía Apollinaire en Les mamellas de Tiresias, Mange Les pieds de tan analyste a la meme sauce, teoría fundamental del análisis.

¿No hay una concepción diferente del análisis que permita concluir que éste es algo diferente de la reconstitución de una parcialización fundamental imaginaria del sujeto?

Esta parcialización existe, en efecto. Es una de las dimensiones que permiten al analista operar por identificación, dando al sujeto su propio yo. Les ahorro los detalles, pero es indudable que el analista puede, mediante cierta interpretación de las resistencias, mediante cierta reducción de la experiencia total del análisis a sus elementos exclusivamente imaginarios, llegar a proyectar sobre el paciente las diferentes carácterísticas de su yo de analista; y Dios sabe que ellas pueden diferir, y de una manera que reaparece al final de los análisis. Lo que Freud nos enseñó es exactamente lo opuesto.

Si se forman analistas es para que haya sujetos tales que en ellos el yo esté ausente. Este es el ideal del análisis, que, desde luego, es siempre virtual. Nunca hay un sujeto sin yo, un sujeto plenamente realizado, pero es esto lo que hay que intentar obtener siempre del sujeto en análisis.

El análisis debe apuntar al paso de una verdadera palabra, que reúna al sujeto con otro sujeto, del otro lado del muro del lenguaje. Es la relación última del sujeto con un Otro verdadero, con el Otro que da la respuesta que no se espera, que define el punto terminal del análisis.

Durante todo el tiempo del análisis, con la sola condición de que el yo del analista tenga a bien no estar ahí, con la sola condición de que el analista no sea un espejo viviente sino un espejo vacío, lo que pasa, pasa entre el yo del sujeto -en apariencia siempre habla el yo del sujeto- y los otros. Todo el progreso del análisis radica en el desplazamiento progresivo de esa relación, que el sujeto puede captar en todo instante, más allá del muro del lenguaje, como transferencia, que es de él y donde no se reconoce. No se trata de reducir, como se escribe, esa relación, sino de que el sujeto la asuma en su lugar. El análisis consiste en hacerle tomar conciencia de sus relaciones, no con el yo del analista, sino con todos esos Otros que son sus verdaderos garantes, y que no ha reconocido. Se trata de que el sujeto descubra de una manera progresiva a qué Otro se dirige verdaderamente aún sin saberlo, y de que asuma progresivamente las relaciones de transferencia en el lugar en que está, y donde en un principio no sabía que estaba.

A la frase de Freud, Wo war, soll Ich Ich puede dársele dos sentidos. Tomen a este Es como la letra S. Allí está, siempre está allí. Es el sujeto. Se conoce o no se conoce. Esto ni siquiera es lo más importante: tiene o no tiene la palabra. Al final del análisis es él quien debe tener la palabra, y entrar en relación con los verdaderos Otros. Ahí donde el S estaba, ahí el Ich debe estar.

Es ahí donde el sujeto reintegra auténticamente sus miembros disgregados, y reconoce, reunifica su experiencia.

En el transcurso de un análisis puede haber algo que se forma como un objeto. Pero este objeto, lejos de ser aquello de que se trata, no es más que una forma fundamentalmente alienada. Es el yo imaginario quien le da su centro y su grupo, y es perfectamente identificable a una forma de alienación, pariente de la paranoia. Que el sujeto acabe por creer en el yo es, como tal, una locura. Gracias a Dios, el análisis lo consigue muy rara vez, pero tenemos mil pruebas de que se lo impulsa en esa dirección.

Nuestro programa para el año próximo será: ¿qué quiere decir paranoia?, ¿qué quiere decir esquizofrenia? Paranoia, a diferencia de esquizofrenia, está siempre en relación con la alienación imaginaria del yo.