Seminario 2: Clase 20, El análisis objetivado. 1º de Junio de 1955

Crítica de Fairbairn. ¿ Porqué se habla en el análisis ?. Economía imaginaria y registro simbólico.  El numero irracional.

El esquema que les di la vez pasada supone que la palabra se propaga como la luz, en línea recta. Esto equivale a decir que es tan sólo metafórico, analógico.

Es la relación especular lo que interfiere con el muro del lenguaje, debido a ella lo que es del yo siempre se percibe, se apropia, por intermedio de otro, el cual conserva siempre para el sujeto las propiedades del Urbild, de la imagen fundamental del yo. De ella surgen los desconocimientos merced a los cuales se establecen tanto los malentendidos como la comunicación común, que descansa en dichos malentendidos.

Este esquema posee más de una propiedad, como mostré al enseñarles a transformarlo. Igualmente les indiqué que la actitud del analista podía diferir grandemente, y conducir en el análisis a consecuencias diversas, incluso opuestas.

Hemos llegado al pie del muro, o al cruce de caminos: ¿qué sucede en el análisis según que se plantee como matricial la relación de palabra o que, por el contrario, se objetive la situación analítica? Con una intensidad que varía según los autores, y los practicantes, toda objetivación hace del análisis un proceso de remodelación del yo, sobre el modelo del yo del analista.

Esta crítica adquiere todo su alcance si se conoce el carácter fundamentalmente especular, alienado, del yo. Toda especie de yo presentificado como tal, presentifica una función imaginaria, así fuese el yo del analista: un yo es siempre un yo, por perfecciónado que sea.

Por cierto, que el análisis haya tomado estos cauces no carece de fundamento. Freud, en efecto, reintegró el yo. ¿Pero lo hizo para recentrar el análisis en el objeto y las relaciones de objeto?

Hoy lo que está a la orden del día es la relación de objeto. Les dije que ella estaba en el centro de todas esas ambigüedades que vuelven ahora tan difícil reaprehender la significación de las últimas partes de la obra de Freud y resituar las nuevas investigaciones técnicas en la significación, a menudo olvidada, del análisis.

Lo que aquí les enseño son nociones fundamentales, alfabéticas; es una rosa de los vientos, una tabla de orientación, más que una cartografía completa de los problemas actuales del análisis. Esto supone que, manidos de la susodicha tabla de orientación, intenten ustedes pasearse sobre el mapa por sus propios medios, y sometan mi enseñanza a la prueba de una amplia lectura de la obra de Freud.

Oímos a tal o cual decir que la teoría que aquí les propongo no coincide con lo que se puede leer en determinado texto de Freud. De buena gana podría responder que en verdad, antes de llegar a un texto, es preciso comprender el conjunto. El ego aparece en varios puntos de la obra de Freud. Quien no haya estudiado el ego en Introducción al narcisismo no puede entender lo que dice Freud de él en Das Ich und das Es, que refiere el ego al sistema percepción-conciencia.

En el interior mismo de la elaboración tópica de Das Ich und das Es, no pueden dar ustedes su exacto alcance a una definición como la que hace equivaler el ego al sistema percepción conciencia, aislándolo. Tal ecuación no puede ser considerada como una definición. Aislada, es simplemente una convención o una tautología.

Para atenerse a un esquema que puede ofrecer mil interpretaciones_me refiero al famoso esquema del huevo, que desempeñó en el análisis todo un papel tan hipnótico y donde se ve al ego como una especie de lenteja, punto germinativo, parte diferenciada, organizada, de la masa del ello, por donde es aprehendida la relación con la realidad-, en verdad no hacía falta el inmenso rodeo por la obra de Freud. Por lo demás, lo importante de este esquema es la dependencia de la organización del ego con respecto a algo que desde el punto de vista de la organización le es completamente heterogéneo.

El peligro de todo esquema, y sobre todo de todo esquema que cosifique demasiado, es que la mente se precipite en él de inmediato y sólo distinga las imagenes más superficiales.

La vez pasada escogí una referencia muy cercana. Hoy he tomado a un inglés, o más bien escocés, llamado FairLairn, que intentó reformular, no sin rigor, toda la teoría analítica en térmimos de relación de objeto. Esta lectura es accesible para ustedes: su artículo, Psychounalytic studies of the personnality, se publicó en el International Journal of Psycho-analysis, volumen XXV.

Se trata de describir la estructura endopsíquica en términos de relación de objeto. Esto ofrece más interés que si fuera la teoría particular de un autor. Reconocerán ustedes las huellas familiares de la forma en que ahora comunicamos los casos, evocamos las incidencias y fuerzas de la realidad psíquica y resumimos un tratamiento. El esquema elaborado por Fairbairn, su imaginaria, no carece de conexión con lo que manejamos bajo el nombre de economía imaginaria. Verán también los grandes nesgas que, de mantenerse en el nivel de una conceptualización semejante, corre el análisis.

Habría que leer el artículo entero, seguir su trayectoria: hagan este trabajo en privado. Mi exposición orientará vuestra indagación y los incitará, así espero, a controlar lo que digo.

He aquí el esquema al que arriba el autor, calcado sobre los papeles de un sueño que comunica. Quienes acaban de escuchar aquí una conferencia, que por otra parte se reanudará esta noche, sobre psicodrama, verán de inmediato el parentesco que lo une a éste y que da fe de una degradación en la teoría del análisis. Del psicodrama no se puede hablar sin tomar partido: esta práctica no tiene medida común alguna con la práctica analítica.

Según este autor, en la teoría freudiana hay heterogeneidades, disimetrías singulares. Hay que rehacerlo todo, dice. Yo, dice el señor Fairbairn, ahí no entiendo nada: antes que hablar de una libido que no sabemos por qué punta tomar y que finalmente identificamos con las pulsiones, lo cual es una forma de objetivarla, ¿por qué no hablar, sencillamente, del objeto? El concepto de libido como energía, del que partió Freud, se prestó efectivamente a toda clase de confusiones, ya que se lo identificó con la capacidad de amar.

Según Freud, dice Fairbairn en su lenguaje y su lengua, la libido es pleasure-seeking, busca el placer. Nosotros hemos cambiado todo eso, y nos hemos percatado de que la libido es object-seeking Además Freud tenía cierta idea de esto: ¿no escribe acaso que el amor está a la búsqueda de su objeto? Es inaudito: el autor de estas líneas, como mucha gente, no se dio cuenta de que Freud habla del amor en un momento en el que todavía cree que se trata de criticar la teoría de la libido como -¿advierten ustedes la relación con lo que aporté la vez pasada?-algo que plantea al menos el problema de su adaptación a los objetos. En fin, esta noción de la libido objectseeking es prevalente en todo lo que va a seguir.

Uno de los resortes, una de las claves de la doctrina que estoy exponiendo es la distinción de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Intento habituarlos a ella, de curtirlos en ella. Esta concepción les permite advertir la secreta confusión disimulada bajo esa noción de objeto. Esta noción de objeto está subtendida, en efecto, por la pura y simple confusión de los tres términos.

Puesto que hay objetos, los objetos siempre están ahí representados por la manera en que el sujeto los aporta: vean lo que toman ustedes al pie de la letra. Y cuando los aprehenden objetivamente, como se dice, o sea a pesar del sujeto, se los representan como objetos homogéneos a los que el sujeto les aporta. Sabe Dios cómo Irán ustedes a orientarse en medio de todo esto.

Fairbairn distingue el ego central del ego libidinal. El ego central es más o menos el ego tal como fue imaginado siempre a partir del momento en que la unidad orgánica individual se entificó sobre el plano psíquico en la noción de su unidad, es decir, cuando se consideró la síntesis psíquica del individuo como un dato ligado al funcionamiento de aparatos. Es aquí un objeto psíquico, cerrado como tal a toda dialéctica, el ego empírico de la concepción clásica, el objeto de la psicología. Una parte de este central ego emerge en la conciencia y al preconsciente: vean a qué débil valor funcional quedan ahora reducidas las primeras referencias a la conciencia y el preconsciente. Y, desde luego, la otra parte de ese ego es inconsciente, cosa que no se negó nunca, ni siquiera en la psicología más perimida.

Esa parte inconsciente de ningún modo nos introduce en una dimensión subjetiva que hubiera que referir a significaciónes reprimidas. Se trata de otro ego organizado, el ego libidinal, orientado hacia objetos. Este, a causa de la extrema dificultad de sus relaciones con los susodichos objetos, sufrió una disociación, una esquizia, que hace que su organización, que es cabalmente la de un ego, haya sido arrojada a un funcionamiento autónomo, que en lo sucesivo ya no concuerda con el funcionamiento del ego central.

Reconocen aquí una concepción que se forma fácilmente en la mente en ocasión de una primera aprehensión de la doctrina analítica. Es una doctrina vulgarizada. Y así es como parte de los analistas acaba concibiendo actualmente el proceso de represión.

Pero la situación está lejos de ser tan simple, porque hace algún tiempo se descubrió en el inconsciente la existencia de otra cosa, que no es libidinal, y que es la agresividad, la cual provocó un importante reordenamiento de la teoría analítica. Freud no había confundido la agresividad interna con el superyó. En Fairbairn nos encontramos con una noción sumamente curiosa, pues el autor no parece haber hallado en la lengua inglesa un término que le parezca significar adecuadamente la función perturbadora, y hasta demoníaca, del superyó, y fabricó uno: el internal sabotor.

Si hay represión de este saboteador es porque en el origen del desarrollo del individuo hubo dos objetos singularmente incomodantes. Estos dos objetos problemáticos tienen la curiosa propiedad de haber sido inicialmente un sólo y mismo objeto. No habré de sorprenderlos si les digo que, en todo y para todo, se trata de la madre. Todo se resume, pues, en la frustración o no frustración original.

No estoy forzando nada. Pido a cada uno de ustedes que se remita al artículo de marras, artículo ejemplar pues saca a la luz lo que está subyacente en muchas de nuestras posiciones medias, más matizadas.

La estructura esencial es la esquizia primitiva entre las dos caras, buena y mala, del objeto primero, es decir, de la madre en tanto que alimentadora. Todo el resto no será sino elaboración, equívoco, homonimia. El complejo de Edipo sólo viene a superponerse a esta estructuración primitiva, dándole motivos, en el sentido ornamental del término. Más tarde, el padre y la madre se reparten, de una forma que puede ofrecer matices, los roles fundamentales inscritos en la división primigenia del objeto, por un lado exciting, excitante del deseo, y aquí la libido se confunde con el deseo objetivado en su condicionamiento, y por el otro rejecting.

No quiero llevarlos demasiado lejos, pero es evidente que exciting y rejecting no están en el mismo nivel. En efecto, rejecting implica una subjetivación del objeto. En el plano exclusivamente objetivo, un objeto es frustrante o no lo es. La noción de reyección introduce secretamente la relación intersubjetiva, el no reconocimiento. Ven ustedes la confusión a la que se está perpetuamente propenso a sucumbir, aún en elaboraciones como ésta.

Pero no estoy aquí para corregir a Fairbairn. Intento revelarles sus intenciones y los resultados de su trabajo. Fairbairn reduce la supresión a una tendencia a la repulsión, y diferencia el ego libidinal del infernal sabotor, por las mejores razones. los dos objetos primitivos, que en la realidad forman sólo uno, son difíciles de manejar.

No hay duda de que el objeto está lejos de ser unívoco, y que provoca en el sujeto la aflicción de la reyección tanto como la incitación libidinal, siempre renaciente, merced a la cual esa aflicción es reactivada. No puede discutirse que haya internalizacion del objeto malo. Como se ha observado, si algo debe ser internalizado con urgencia cualquiera que sea la incomodidad resultante, es más bien el objeto malo, para así poder dominarlo, y no el bueno, que habría interés en dejar afuera, donde puede ejercer su bienhechora influencia. En la estela de la internalización del objeto malo se producirá el proceso por el cual el ego libidinal, considerado excesivamente peligroso pues reactiva en forma demasiado aguda el drama que desembocó en la internalización primitiva, también será, secundariamente, rechazado por el ego central.

Este es objeto de una doble repulsión, suplementaria, manifestada esta vez bajo la forma de una agresión procedente de la instancia también reprimida: el internal sabotor, en estrecha relación con los objetos malos primitivos.

Tal es el esquema al que arribamos, y que, como ven, nos evoca más de un fenómeno que constatamos clínicamente en el comportamiento de los sujetos neuróticos.

El esquema es ilustrado con un sueño. El sujeto sueña que es objeto de una agresión por parte de un personaje que resulta ser una actriz, y cuya función tiene una especial relación con su historia. La continuación del sueño permite precisar, por un lado, las relaciones entre el personaje agresor y la madre del sujeto y, por el otro, el desdoblamiento del personaje agredido en la primera parte del sueño en otros dos personajes, masculino y femenino respectivamente, y que cambian a la manera en que los reflejos tornasolados vuelven ambigüo el aspecto de un objeto dado. Por una especie de pulsación, se ve pasar al personaje agredido de una forma femenina a una forma masculina donde al autor no le es difícil reconocer su exciting object, muy profundamente reprimido detrás de los otros dos, elemento inerte que se encuentra así en el fondo del psiquismo inconsciente y que las asociaciones del sujeto permiten identificar con su marido, con quien sus relaciones son ciertamente complicadas.

¿Qué deducir de este esquema en cuanto a la acción del analista? El individuo vive en un mundo perfectamente definido y estable, con objetos que le están destinados. Se trata, pues, de hacerle recuperar la vía de una relación normal con estos objetos, que están ahí, aguardándolo.

La dificultad estriba en la existencia oculta de esos objetos que a partir de ese momento caen bajo la denominación de objetos internos que obstruyen y paralizan al sujeto. Al principio eran de naturaleza coaptativa, tenían, por así decir, una realidad de pleno derecho. Si pasaron a esta función ello se debe a la impotencia momentánea del sujeto, a que el sujeto no supo hacer frente al encuentro primitivo de un objeto que no se mostró a la altura de su tarea. No estoy forzando nada, lo dice el texto.

La madre, nos dice, no ha cumplido su función natural. Se supone en efecto que, en su función natural, la madre no es en ningún caso un objeto que rechaza; en el estado de naturaleza la madre sólo puede ser buena, y la posibilidad de que sobrevenga un accidente semejante está dada por las condiciones particulares en las que vivimos. Antes que padecer las incitaciones ambivalentes, el sujeto se separa de una parte de sí mismo, abandona el manto de José. El drama surge de esta ambigüedad: el objeto es bueno y malo a la vez.

Este esquema sólo tiene defectos. En particular, es posible demostrar que toda noción válida del ego debe, en efecto, ponerlo en correlación con los objetos. Pero decir que los objetos son internalizados es caer en el juego de manos. Todo el problema está en saber qué es un objeto internalizado. Intentamos resolverlo hablando aquí de imaginario, con todas sus implicaciones. En particular, la función que desempeña lo imaginario en el orden biológico está precisamente muy lejos de ser idéntica a la función de lo real.

En Fairbairn no hay crítica alguna de este orden. El objeto es un objeto. Se lo toma en su masa. La posición escogida para objetivarlo, a saber, el inicio de la vida del sujeto, predispone a la confusión entre lo imaginario y lo real: en efecto, el valor imaginario de la madre no es menor que el de su personaje real. Pero, por prevalentes que sean estos dos registros, no es legítimo confundirlos como se hace aquí.

El ego libidinal debe ser reintegrado, es decir que debe hallar los objetos que le están destinados, y que participan de una doble naturaleza, real e imaginaria. Por un lado, son imaginarios en tanto que objetos de deseo: si hay algo que el análisis puso siempre en primer plano es la fecundidad de la libido en cuanto a la creación de los objetos que responden a las etapas de su desarrollo. Por otro lado, estos objetos son objetos reales: se sobreentiende que no podemos dárselos al individuo, eso no está a nuestro alcance. Se trata de permitirle manifestar, en relación con el objeto exciting, esto es, incitador de la reacción imaginaria, la libido cuya represión constituye el nudo de su neurosis.

Si nos atenemos a un esquema semejante sólo hay, en efecto, un camino. Para saber cuál es el camino que debe tomar el analista, es preciso saber dónde está en este esquema.

Ahora bien, reparen en lo siguiente: cuando el autor deduce del sueño la diferenciación de esa multiplicidad de ego, como dice, a su central ego no lo ve en ninguna parte, lo supone: es el ego en el cual transcurre toda la escena, y que observa. Si ahora pasamos del esquema del individuo al de la situación analítica, al analista sólo podemos situarlo en un único lugar: precisamente, en el lugar del ego que observa. Esta segunda interpretación posee el mérito de justificar la primera. Porque hasta el presente, en esta teoría, el ego en tanto que observa, es cabalmente el analista, y es su función lo que él proyecta en el central ego, lo que él supone en su sujeto.

El analista que observa es igualmente aquel que tiene que intervenir en la revelación de la función del objeto reprimido, correlativo del ego libidinal. El sujeto manifiesta las imagenes de su deseo, y el analista está ahí para permitirle reencontrar imagenes convenientes, con las que pueda ponerse en concordancia. Sin embargo, como la diferencia entre la realidad psíquica y la realidad verdadera, según se nos dice, es precisamente que la realidad psíquica está sometida a la identificación que es la relación con las imagenes, no hay ninguna otra pauta de la normalidad de las imagenes que la proporcionada por el mundo imaginario del analista.

Asimismo, toda teorización del análisis organizada en torno a la relación de objeto consiste, al fin y al cabo, en preconizar la recomposición del mundo imaginario del sujeto según la norma del yo del analista. La introyección original del rejecting object, que ha envenenado la función exciting de dicho objeto, es corregida por la introyección de un yo correcto, el del analista.

¿Por qué se habla en el análisis? En esta concepción es, en cierto modo, para entretener a la concurrencia. El analista tiene que estar al acecho, en el límite del campo de la palabra, de aquello que cautiva al sujeto, lo detiene, lo ofusca, lo inhibe, le da miedo. Hay que objetivar al sujeto para rectificarlo sobre un plano imaginario que no puede ser otro que el de la relación dual, es decir, sobre el modelo del analista, a falta de otro sistema de referencia.

Nunca se contentó Freud con un esquema semejante. Si hubiese querido conceptualizar el análisis por este rumbo, no habría habido necesidad alguna de un Más allá del principio del placer.

La economía imaginaria no nos es dada en el límite de nuestra experiencia, no es una vivencia inefable, no se trata de buscar una mejor economía de los espejismos. La economía imaginaria sólo tiene sentido, sólo podemos influir en ella, en la medida en que se inscribe en un orden simbólico que impone una relación ternaria. Aunque el esquema de Fairbairn esté calcado sobre el sueño que lo ilustra, el hecho dominante es que este sueño es relatado por el sujeto. Y la experiencia nos prueba que este sueno no es soñado en cualquier momento, de cualquier modo, ni que no está dirigido a nadie. El sueño posee todo el valor de una declaración directa del sujeto. En el propio hecho de que nos lo comunica, de que él mismo se juzga teniendo determinada actitud, en ciertos casos inhibida, difícil, o en otros por el contrario facilitada, femenina o masculina, etc., ahí está la palanca del análisis. Que pueda decirlo en la palabra no es indiferente. Porque, desde el inicio del juego, su experiencia está organizada en el orden simbólico. El orden legal al que es introducido casi desde el origen da su significación a sus relaciones imaginarias, en función de lo que denomino discurso inconsciente del sujeto. Con todo esto el sujeto quiere decir algo, y en un lenguaje que virtualmente se ofrece a convertirse en palabra, es decir, a ser comunicado. La elucidación hablada es el resorte del progreso. Las imagenes cobrarán su sentido en un discurso más vasto, donde se integra toda la historia del sujeto. El sujeto como tal está historizado de cabo a rabo. Aquí se juega el análisis: en la frontera entre lo simbólico y lo imaginario.

El sujeto no tiene una relación dual con un objeto que está frente a él; sus relaciones con este objeto adquieren sentido y, al mismo tiempo, valor, en relación con otro sujeto. Inversamente, si tiene relaciones con este objeto es porque otro sujeto también tiene relaciones con este objeto, y porque ambos pueden nombrarlo, en un orden diferente de lo real. Desde el momento en que puede ser nombrado, su presencia puede ser evocada como una dimensión original, distinta de la realidad. El nombramiento es evocación de la presencia, y mantenimiento de la presencia en la ausencia.

Para resumir, el esquema que pone la relación de objeto en el centro de la teorización del análisis elude el resorte de la experiencia analítica, a saber: que el sujeto se relata.

El hecho de que se relata es el resorte dinámico del análisis. Las desgarraduras que aparecen, merced a las cuales pueden ir ustedes más allá de lo que se les cuenta, no están al margen del discurso: se producen en el texto del discurso. Pueden hacer intervenir las imagenes en su valor simbólico en la medida en que algo aparece como irracional en el discurso.

Es la primera vez que les concedo que hay algo irracional. Tranquilícense, a este término le doy su sentido aritmético Hay números llamados irracionales, y el primero que se les ocurre, cualquiera que sea vuestra escasa familiaridad con la cosa, es I, lo que nos lleva nuevamente al Menón, al pórtico por el que este año hemos entrado.

No hay común medida entre la diagonal del cuadrado y su lado. Admitir esto llevó muchísimo tiempo. Así elijan la más pequeña, no la encontrarán. A eso se le llama irracional.

La geometría de Euclides se basa precisamente en esto: que es posible servirse en forma equivalente de dos realidades simbolizadas que no tienen común medida. Y precisamente porque no tienen común medida es posible servirse de ellas en forma equivalente. Es lo que hace Sócrates en su diálogo con el esclavo: Tienes un cuadrado y quieres construir uno dos veces más grande, ¿qué debes hacer? El esclavo responde que le dará una longitud dos veces mayor. Se trata de que comprenda que si le da una longitud dos veces mayor, tendrá un cuadrado cuatro veces más grande. Y no hay forma alguna de hacer un cuadrado dos veces más grande.

Pero lo que manipulamos no son cuadrados ni cuadros. Son líneas que uno traza, es decir, que uno introduce en la realidad.

Esto es lo que Sócrates no le dice al esclavo. Se cree que el esclavo lo sabe todo y sólo tiene que reconocerlo. Pero a condición de que se le haya hecho el trabajo. El trabajo es haber trazado esa línea, y servirse de ella de una manera equivalente a la que, supuestamente real, se supone dada desde un principio. Cuando simplemente se trataba de más grande y más pequeño, de cuadros reales, se introducen los números enteros. En otros términos, las imagenes dan aspecto de evidencia a lo que es esencialmente manipulación simbólica. Si se llega a la solución de! problema, es decir, al cuadrado dos veces más grande que el primero, es porque se comenzó por destruir el primer cuadrado como tal, tomándole un triángulo y recomponiéndolo con un segundo cuadrado. Esto supone todo un mundo de asunciones simbólicas que están escondidas tras la falsa evidencia a la que se hace adherir al esclavo.

Nada es menos evidente que un espacio que contendría en sí mismo sus propias intuiciones. Fue preciso que un mundo de agrimensores, de ejercicios prácticos, precedieran a las personas que discurren tan doctamente en el ágora de Atenas, para que el esclavo ya no sea lo que podía ser, viviente a orillas del gran río, en estado salvaje y natural, en un espacio de ondas y rizos de arena, sobre una playa perpetuamente movediza, pseudopódica. Fue preciso que durante muchísimo tiempo se aprendiera a replegar unas cosas sobre otras, a hacer coincidir impresiones, para empezar a concebir un espacio estructurado de manera homogénea en las tres dimensiones. Son ustedes quienes aportan esas tres dimensiones, con vuestro mundo simbólico.

Lo inconmensurable del número irracional introduce, vivificadas, todas esas primeras estructuraciones imaginarias inertes, reducidas a operaciones como las que todavía vemos circular en los primeros libros de Euclides. Recuerden con cuánta precaución se levanta el triángulo isósceles, se verifica que no se ha movido, se lo aplica sobre sí mismo. Por ahí entran ustedes en la geometría, y ésta es la huella de su cordón umbilical. En efecto, nada es más esencial para la edificación euclidiana que el hecho de volver sobre sí mismo algo que a fin de cuentas no es más que una huella, y ni siquiera una huella: una insignificancia. Y por eso se tiene tanto temor, en el momento en que se la capta, de hacerle efectuar operaciones en un espacio que no está preparada para afrontar. En verdad, ahí se ve hasta qué punto es el orden simbólico el que introduce toda la realidad de aquello que está en juego.

De igual modo, las imagenes de nuestro sujeto están embastadas en el texto de su historia, capturadas en el orden simbólico, donde el sujeto humano es introducido en un momento tan coalescente como pueden ustedes imaginarlo de la relación original, que estamos forzados a admitir como una especie de residuo de lo real. Desde el momento en que en el ser humano existe ese ritmo de oposición escandido por el primer vagido y su cesación, algo se revela que es operatorio en el orden simbólico.

Todos quienes han observado a los niños han visto que el mismo golpe, el mismo choque, la misma bofetada, no son recibidos de la misma manera si son punitivos o accidentales. Tan precozmente como es posible, con anterioridad incluso a la fijación de la imagen propia del sujeto, a la primera imagen estructurante del yo, se constituye la relación simbólica, que introduce la dimensión del sujeto en el mundo, capaz de crear una realidad diferente a lo que se presenta como realidad bruta, como encuentro de dos masas, como choque de dos bolas. La experiencia imaginaria se inscribe en el registro del orden simbólico tan precozmente como puedan concebirlo. Todo lo que se produce en el orden de la relación de objeto está estructurado en función de la historia particular del sujeto, y por eso el análisis es posible, y la transferencia.

Me queda por decirles cuál debe ser la función del yo en el análisis correctamente centrado en el intercambio de la palabra. Lo haré la próxima vez.

Si la sesión de hoy les ha parecido demasiado árida, tomaré una referencia literaria cuyas connotaciones se imponen. El yo no es más que uno entre los otros en el mundo de los objetos, en tanto que simbolizado; pero por otra parte tiene su evidencia propia, y con toda razón. Hay una relación muy estrecha entre nosotros mismos y lo que llamamos nuestro yo. En sus inserciones reales, no lo vemos en absoluto bajo la forma de una imagen

Si hay algo que nos muestra de la manera más problemática el carácter de espejismo del yo, es sin duda la realidad del sosia y, más aún, la posibilidad de la ilusión del sosia. En síntesis, la identidad imaginaria de dos objetos reales pone a prueba la función del yo, y esto me hará abrir el próximo seminario con algunas reflexiones literarias sobre el personaje de Sosia.

Sosia no nació al mismo tiempo que la leyenda de Anfitrión, sino después. Fue Plauto quien lo introdujo como una especie de doble cómico del Sosia por excelencia, del más magnífico de los cornudos, Anfitrión. La leyenda se enriqueció con el correr del tiempo y dio su último retoño con Moliere, no el último además, pues hubo uno, alemán, en el siglo dieciocho y de tipo místico, evocado como una suerte de Virgen María; después, el maravilloso Giraudoux, donde las resonancias patéticas van mucho más allá del simple virtuosismo literario. Relean todo esto para la próxima vez.

Ya que hemos estudiado hoy un pequeño esquema mecánico del más Feliz efecto, es natural que para ilustrar la teorización del análisis en el registro simbólico me remita a un modelo dramático. En el Anfitrión de Moliere trataré de mostrarles lo que llamaré, remedando el título de un libro reciente, las aventuras —e incluso las desventuras— del psicoanálisis.