Seminario 2: Clase 21, Sosia, 8 de Junio de 1955

El marido, la mujer y el dios. La mujer, objeto de intercambio. Yo, que te pongo de patitas en la calle.  Desdoblamientos del obsesivo.

¿Quién ha leído Anfitrión?

Hoy se tratará del yo. Este año abordamos la cuestión del yo por un flanco diferente al del año pasado. El año pasado la habíamos evocado a propósito del fenómeno de la transferencia. Este año intentaremos comprenderla en relación con el orden simbólico.

El hombre vive en medio de un mundo de lenguaje, en el cual acontece ese fenómeno llamado la palabra. Nosotros consideramos que el análisis tiene lugar en ese mismo medio. Si no situamos bien ese medio en relación con los otros, que existen también, el medio real, el medio de los espejismos imaginarios, el análisis declina ya sea hacia intervenciones orientadas a lo real -trampa en la que se cae rara vez-, ya sea, por el contrario, poniendo sobre lo imaginario un acento en nuestra opinión indebido. Esto nos lleva insensiblemente hoy a la obra teatral de Moliere, Anfitrión.

Fue a Anfitrión a quien me referí ante nuestro visitante Moreno cuando le dije que seguramente nuestra mujer de vez en cuando debe engañarnos con Dios. Es una de esas fórmulas lapidarias de que es posible valerse en el transcurso de una justa, y merece así sea un mínimo comentario.

Sin duda entreven ustedes que si la función del padre es tan decisiva en toda la teoría analítica, ello se debe a que está en varios planos. Ya pudimos ver, a partir del Hombre de los lobos, lo que distingue al padre simbólico, lo que llamo nombre del padre, del padre imaginario, rival del padre real, en la medida en que el pobre hombre está provisto de todo tipo de consistencias, como todo el mundo. Pues bien, esta distinción merece ser retomada en el plano de la pareja.

A decir verdad, mentes buenas, firmes-las hay así, puntuando la historia-se han inquietado ya por las relaciones entre el matrimonio y el amor. Estas cosas son tratadas en general de un modo jocoso, mordaz, cínico. Al respecto existe toda una vieja tradición francesa, y puede que además sea ésta la mejor forma de tocarlas, en lo que concierne al uso práctico en la existencia. Pero hubo un pensador de los más serios, Proudhon, quien se detuvo un día sobre el matrimonio y el amor sin tomarlos a la ligera.

Les aconsejo mucho la lectura de Proudhon, mente firme donde reaparece el convencido acento que carácteriza a los padres de la Iglesia. Tomando un poquito de distancia, se puso a meditar sobre la condición humana, e intentó abordar esa cosa cuánto más tenaz y a la vez más frágil de lo que se piensa: la fidelidad. Llegó a esta pregunta: ¿qué puede justificar la fidelidad, fuera de la palabra empeñada? Pero la palabra empeñada a menudo se empeña a la ligera. Si no se la empeñase así, es probable que se la empeñaría mucho más raramente, lo cual detendría de un modo sensible la marcha de las cosas, buena y digna, de la sociedad humana.

Como hemos observado, esto no impide que se la empeñe y que produzca todos sus efectos. Cuando se la rompe, no sólo todo el mundo se alarma, se indigna, sino que además esto trae consecuencias, nos guste o no. Esta es precisamente una de las cosas que nos enseña el análisis, y la exploración de ese inconsciente donde la palabra sigue propagando sus ondas y sus destinos. ¿Cómo justificar esa palabra tan imprudentemente comprometida y, hablando con propiedad -de esto jamás dudó espíritu serio alguno-, insostenible?

Intentemos superar la ilusión romántica de que lo que sostiene el compromiso humano es el amor perfecto, el valor ideal que cobra cada uno de los miembros de la pareja para el otro. Proudhon, cuyo pensamiento todo es contrario a las ilusiones románticas, intenta, en un estilo que a primera vista puede pasar por místico, dar su estatuto a la fidelidad en el matrimonio. Y encuentra la solución en algo que sólo puede ser reconocido como un pacto simbólico.

Coloquémonos en la perspectiva de la mujer. El amor que la mujer da a su esposo no se dirige al individuo, incluso idealizado -éste es el peligro de lo que llaman vida en común: la idealización no es sostenible-, sino a un ser más allá. El amor, hablando con propiedad, sagrado, aquel que constituye el vínculo del matrimonio, va de la mular a lo que  Proudhon llama todos los hombres. De igual modo, a través de la mujer, la fidelidad del esposo apunta a todas las mujeres.

Esto puede parecer paradójico. Pero todos los no es en Proudhon alle, no es una cantidad, sino una función universal. Es el hombre universal, la mujer universal, el símbolo, la encarnación del miembro de la pareja humana.

El pacto de la palabra va, pues, mucho más allá de la relación individual y sus vicisitudes imaginarias: para comprobarlo no es necesario buscar muy lejos en la experiencia. Pero entre ese pacto simbólico y las relaciones imaginarias que proliferan espontáneamente en el interior de toda relación libidinal, existe un conflicto, tanto más cuanto que interviene algo del orden de la Verliebtheit. Este conflicto subtiende, puede decirse, la gran mayoría de aquellos otros en medio de los cuales se desarrolla la vicisitud del destino burgués, ya que éste se cumple en la perspectiva humanista de una realización del yo y, por consiguiente, en la alienación propia del yo. Basta con la observación para percatarse de que ese conflicto existe, pero para comprender su razón es menester ir más allá. Tomaremos nuestra referencia en los datos antropológicos puestos de relieve por Lévi-Strauss.

Saben ustedes que las estructuras elementales son naturalmente las más complicadas, y que aquellas, por así decir, complejas, en medio de las cuales vivimos, se presentan en apariencia como las más simples. Nos creemos libres en nuestra elección conyugal, cualquiera puede casarse con cualquiera: ilusión profunda, aunque esté inscrita en las leyes. En la práctica, la elección está regido por elementos preferenciales que no por encubiertos son menos esenciales. El interés de las estructuras llamadas elementales radica en que nos muestran la estructura de esos elementos preferenciales en todas sus complicaciones.

Pues bien, Lévi-Strauss demuestra que en la estructura de la alianza, la mujer que define el orden cultural por oposición al orden natural, es el objeto de intercambio, a igual título que la palabra, que es, en efecto, el objeto del intercambio original. Cualesquiera que sean los bienes, cualidades y status que se transmiten por la vía matrilineal, cualquiera que sean las autoridades que puede revestir un orden llamado matriarcal, el orden simbólico, en su funcionamiento inicial, es androcéntrico. Es un hecho.

Es un hecho que, desde luego, no dejó de recibir toda clase de correctivos en el curso de la historia, pero no por eso es menos fundamental, y en particular nos permite comprender la posición disimétrica de la mujer en los vínculos amorosos y, muy especialmente, en su forma socializada más eminente, a saber, el vínculo conyugal.

Si estas cosas fueran vistas en su nivel, y con algún rigor, al mismo tiempo muchos fantasmas se disiparían.

La noción moderna del matrimonio como pacto de consentimiento mutuo constituye ciertamente una novedad, introducida en la perspectiva de una religión de salvación que confiere predominio al alma individual. Ella recubre y enmascara la estructura inicial, el carácter primitivamente sagrado del matrimonio. Esta Institución existe actualmente bajo una forma concentrada, y algunos de sus rasgos son tan sólidos y tenaces que las revoluciones sociales están lejos de suprimir su prevalencia y significación. Pero, simultáneamente, algunos de los rasgos de la Institución, en la historia quedaron borrados.

En el curso de la historia siempre hubo, en este orden, dos contratos de índole muy diferente. Entre los romanos, por ejemplo, el matrimonio de las personas que poseen un nombre, realmente uno, el de los patricios, los nobles-los innobiles son exactamente aquellos que no tienen nombre-, tiene un carácter altamente simbólico, que le es asegurado mediante ceremonias de naturaleza especial; no quiero entrar en una descripción pormenorizada de la confarreatio. Para la plebe existe también un tipo de matrimonio basado tan sólo en el contrato mutuo, y que constituye lo que técnicamente la sociedad romana llama concubinato. Sin embargo, precisamente la institución del concubinato, a partir de una cierta fluctuación de la sociedad, se generaliza, y en los últimos tiempos de la historia romana incluso se ve al concubinato establecerse en las altas esferas, a fin de mantener independientes los estatutos sociales de los miembros de la pareja y muy especialmente los de sus bienes. Dicho de otro modo, la significación del matrimonio se va desgastando a partir del momento en que la mujer se emancipa y tiene, como tal, derecho a poseer, pasando a ser un individuo en la sociedad.

Fundamentalmente, la mujer es introducida en el- pacto simbólico del matrimonio como objeto de intercambio entre -no diré que los hombres, aunque sus soportes sean efectivamente los hombres -entre los linajes, linajes fundamentalmente androcéntricos. Comprender las diversas estructuras elementales es comprender cómo circulan, a través de estos linajes, esos objetos de intercambio que son las mujeres. En la experiencia, esto sólo puede cumplirse en una perspectiva androcéntrica y patriarcal, incluso cuando la estructura es tomada secundariamente en ascendencias matrilineales.

Este hecho de que la mujer esté comprometida así en un orden de intercambio en tanto objeto, da a su posición un carácter fundamentalmente conflictivo, sin salida diría: literalmente, el orden simbólico la somete, la trasciende.

El todos los hombres prondhoniano es aquí el hombre universal, que al mismo tiempo es el hombre más concreto y el hombre más trascendente: callejón sin salida al que es arrastrada la mujer por su función particular en el orden simbólico. Para ella hay algo insuperable, digamos inaceptable en el hecho de ser colocada en posición de objeto en un orden simbólico, al que por otra parte está sometida enteramente al igual que el hombre. Precisamente por que está en una relación de segundo grado con respecto al orden simbólico, el dios se encarna en el hombre o el hombre en el dios, salvo conflicto y, por supuesto, siempre hay conflicto.

Para decirlo de otro modo, en la forma primitiva del matrimonio, si no es a un dios, a algo trascendente que la mujer es entregada, y se entrega, la relación fundamental sufre todas las formas de degradación imaginaria, y así sucede, porque no tenemos talla, y desde hace mucho tiempo, para encarnar a dioses. En los períodos todavía duros, estaba el amo. Fue el gran período de la reivindicación de las mujeres: La mujer no es un objeto de posesión.-¿ Cómo es posible que el adulterio se castigue en forma tan disimétrica ?,  ¿Es que somos esclavas?

Tras algunos progresos llegamos al estadio del rival, relación del modo imaginario. No hay que creer que nuestra sociedad, a través de la emancipación de las mujeres, lo tenga como privilegio. La rivalidad más directa entre hombres y mujeres es eterna, y se estableció en su estilo con las relaciones conyugales. En verdad, sólo unos pocos psicoanalistas alemánes imaginaron que la lucha sexual es una carácterística de nuestra época. Cuando hayan leído a Tito-Livio sabrán del ruido que hizo en Roma un formidable proceso por envenenamiento, del que salió a luz que en todas las familias patricias era corriente que las mujeres envenenaran a sus maridos, que caían a montones. La rebelión femenina no es cosa que date de ayer.

Del amo al esclavo y al rival no hay más que un paso dialéctico: las relaciones de amo a esclavo son esencialmente reversibles, y muy pronto ve el amo establecerse su dependencia respecto del esclavo. En nuestros días hemos alcanzado un matiz novedoso gracias a la introducción de las nociones psicoanalíticas: el marido ha pasado a ser el hijo, y desde hace algún tiempo se les enseña a las mujeres a tratarlo bien. Por este camino se riza el rizo, volvemos al estado de naturaleza. Tal es la concepción que algunos se forman sobre la intervención propia del psicoanálisis en lo que se llama relaciones humanas, y que, difundida por los medios masivos de comunicación, enseña a unos y otras cómo comportarse para que haya paz en casa: que la mujer representa el rol de madre, y el hombre el de hijo.

Dicho esto, el sentido profundo del mito de Anfitrión, tan polivalente, tan enigmático que puede dar lugar a mil interpretaciones, es éste: para que la situación sea sostenible es preciso que la posición sea triangular. Para que la pareja se mantenga en el plano humano, es preciso que haya ahí un dios. El amor, ese famoso amor genital al que hacemos objeto de burlas y fiestas, se dirige al hombre universal, al hombre encubierto, del cual todo ideal es tan sólo sustituto idolátrico.

Relean lo que sobre esto escribe Balint: verán que cuando los autores son algo rigurosos, experimentados, llegan a la conclusión de que ese famoso amor no es nada. El amor genital revela ser absolutamente inasimilable a una unidad que sería el fruto de una maduración de los instintos. En efecto, en la medida en que se concibe este amor genital como dual, en que toda noción del tercero, de la palabra, del dios, está ausente, se lo fabrica en dos pedazos. Primero, el acto genital, que como todos saben no dura mucho tiempo-es bueno, pero no dura-y no establece absolutamente nada. Segundo, la ternura, cuyos orígenes, se reconoce, son pregenitales. Tal es la conclusión a la que arriban las mentes más honestas, cuando para establecer la norma de las relaciones humanas se atienen a la relación dual.

Les he recordado algunas verdades primeras. Ahora veremos lo que pasa, en Plauto y en Moliere.

Es un hecho que Plauto fue quien introdujo a Sosia: los mitos griegos no son yoicos. Pero los yo existen, y hay un sitio donde los yo tienen naturalmente la palabra: la comedia. Es un poeta cómico-lo cual no significa un poeta gracioso, pienso que algunos de ustedes han reflexionado ya sobre este punto-quien introduce esta novedad esencial, inseparable en lo sucesivo del mito de Anfitrión, Sosia.

Sosia es el yo. Y el mito les muestra cómo se comporta este pequeño yo de buen tipo-como ustedes y yo mismo-en la vida cotidiana, cuál es su parte en el banquete de los dioses -una parte muy singular-ya que siempre está un poco cercenado de su propio goce. En el fondo de todo esto hay un aspecto irresistiblemente cómico que alimentó sin cesar al teatro: a fin de cuentas, siempre se trata de mí, de ti y del otro.

Pues bien: ¿cómo se comporta el yo en cuestión? La primera vez que surge a nivel de este drama se encuentra consigo mismo en la puerta, bajo la forma de aquello que, para la eternidad, pasó a ser Sosia, el otro yo.

Les haré un poco de lectura, pues esto tiene que entrar por los oídos. La primera vez que el yo aparece, se encuentra con yo. ¿Yo, quién? Yo, que te pongo de patitas en la calle. De eso se trata, y es lo que da a la comedia de Anfitrión su carácter verdaderamente ejemplar. Basta con picotear aquí y allí, o con examinar el estilo mismo y el lenguaje, para percatarse de que quienes introdujeron este personaje fundamental sabían de qué se trataba.

En Plauto, donde el personaje sube a escena por vez primera, la cosa se presenta bajo la forma de un diálogo en la noche, del cual podrán apreciar, en el texto, su carácter cautivante y, con un empleo del término que exige las comillas, simbólico.

Estos personajes actúan según la tradición del aparte, tan frecuentemente mal sostenido en el desempeño de los actores: dos personajes que están juntos en escena se dirigen palabras que valen, cada una de ellas, por el carácter de eco o de quid pro Quo-que viene a ser lo mismo-, que cobra en las palabras dichas independientemente por el otro. El aparte es esencial en la comedia clásica, donde alcanza su grado supremo.

Me fue inevitable pensar en esto el otro día, cuando asistí al teatro chino, donde lo que se lleva al grado supremo está en el gesto. Esa gente habla en chino, lo cual no les impide a ustedes quedar pasmados ante lo que les muestran. Durante más de quince minutos-parece durar horas-, dos personajes se desplazan sobre el mismo escenario dándonos realmente la sensación de hallarse en dos espacios diferentes. Con acrobática destreza pasan literalmente el uno a través del otro. Estos seres se alcanzan una y otra vez con un gesto que no puede errar al adversario y sin embargo lo evita, pues éste se encuentra ya en otra parte. Tal demostración realmente sensacional sugiere el carácter espejimaginario del espacio, pero también nos pone frente a esta carácterística del plano simbólico: jamás hay encuentro que sea un choque.

Algo de esta Indole se produce en el drama, y especialmente la primera vez que interviene Sosia en la escena clásica.

Sosia llega y se encuentra con Sosia.
-¿Quién anda ahí?
-Yo
-Yo quien?
-Yo, Valor, Sosia, se dice a sí mismo, porque aquél de seguro, es el verdadero, y se inquieta.

-¿ Cuál es tu condición ? Dime.

-Ser hombre y hablar. Este es uno que no estuvo en los seminarios pero que lleva su marca de fábrica.

-¿Eres amo o criado?
-Segúnme venga en gana. Esto está sacado directamente de Plauto, y es una linda definición del yo. La posición fundamental del yo frente a su imagen es, en efecto, esta inversibilidad inmediata de la posición de amo y criado.

-¿A dónde se encaminan tus pasos?
-A donde se me antoja

Y la cosa sigue:

-Pues eso no me agrada.

-Cuánto me complace, dice el imbécil, dando naturalmente por descontado que recibirá una paliza y empezando a fanfarronear.

De paso les señalo que este texto confirma lo que les dije sobre el término fides: que es equivalente a palabra empeñada. Mercurio se compromete a no volver a caerle encima, y Sosia le dice: Tuae fidei credo, creo en tu palabra. Hallarán igualmente en el texto latino al innobilis de hace un momento, el hombre sin nombre.

Estudiemos a los personajes del drama, según la tradición propia de la práctica que criticamos, como si fueran otras tantas encarnaciones de los personajes interiores

En la obra de Moliere, Sosia ocupa enteramente el primer plano; hasta diré que sólo se trata de él, es él quien abre la escena, inmediatamente después del diálogo de Mercurio preparando la noche de Júpiter. Llega nuestro buen Sosia con la victoria de su amo. Deja el farol y dice:-He aquí a Alcmena, y comienza a relatarle las proezas de Anfitrión. Sosia es el hombre que imagina que el objeto de su deseo, la paz de su goce, depende de sus méritos. Es el hombre del superyó, aquel que eternamente quiere elevarse a la dignidad de los ideales del padre, del amo, e imagina que así podrá alcanzar el objeto de su deseo.

Pero Sosia nunca logrará hacerse oír por Alcmena, porque la suerte del yo, por su propia naturaleza, es hallar siempre su reflejo frente a sí, reflejo que lo desposee de todo lo que desea alcanzar. Esa especie de sombra que es a la vez rival, amo, o esclavo llegado el caso, lo separa esencialmente de aquello que está en juego, a saber, el reconocimiento del deseo.

Al respecto el texto latino tiene fórmulas sobrecogedoras, en el curso de ese diálogo impagable en el que Mercurio, a fuerza de golpes, obliga a Sosia a abandonar su identidad, a renunciar a su propio nombre. Y así como Galileo dice ¡Y sin embargo, la tierra gira!, Sosia vuelve sin cesar a esto: Sin embargo, soy Sosia, y pronuncia estas maravillosas palabras: Por Pólux, tu me alienabis nunquam, jamás me harás otro, qui noster sum, que soy nuestro. El texto latino indica perfectamente la alienación del yo y el apoyo que éste encuentra en el nosotros, en su pertenencia al orden donde su amo es un gran general.

Llega Anfitrión, el amo real, el garante de Sosia, aquel que restablecerá el orden. Lo notable es precisamente que Anfitrión será tan estafado, tan embaucado como el propio Sosia. No comprende nada de lo que Sosia le cuenta, esto es, que ha encontrado otro yo.

-¡A cuánta paciencia debo exhortarme!

-Finalmente, ¿no has entrado en la casa?
-Entrado qué va! Eh, ¿de qué manera?
-¿Cómo ?
-Con un palo en mi espalda.

-¿ Y quién ?
-Yo
-Tú pegarte?
-No,el yo de aquí.

-Sino el yo de la casa, que pega. …recibí de ello testimonios.

Y ese demonio de yo me ha dado una tunda como es  debido.

………………………..

-Yo, os digo.

-¿Yo, quién?

-Ese yo que me ha molido a golpes.

Y entonces Anfitrión muele a golpes al infeliz Sosia. En otros términos, le analiza su transferencia negativa. Le enseña lo que debe ser un yo. Le hace reintegrar en su yo sus propiedades de yo.

Escenas agudas e inenarrables. Podría multiplicar las citas que muestran siempre la misma contradicción en el sujeto entre el plano simbólico y el plano real. Es que efectivamente Sosia llego a dudar de ser yo cuando Mercurio le contó algo muy especial: lo que hizo en el momento en que nadie lo veía. Sosia, sorprendido por lo que le revela Mercurio sobre su propio comportamiento, comienza a ceder un palmo.

-Vamos, empiezo a dudar de veras…

Esto es muy notable también en el texto latino.

-Como reconozco mi propia imagen, que he visto a menudo en el espejo, in speculum.

Y enumera las carácterísticas simbólicas, históricas de suidentidad, como en Moliere. Pero la contradicción, que también aparece en el plano imaginario, estalla: Equidem corto Idem qui semper fuit, sin embargo soy el mismo que siempre fue. Y aquí, apelación a los elementos imaginarios de familiaridad con los dioses. Sin embargo he visto ya esa casa, es la misma: recurso a la certeza intuitiva susceptible no obstante de discordar. Lo ya visto, lo ya reconocido, lo ya experimentado, entran muchas veces en conflicto con las certezas que se desprenden de la rememoración y la historia. Algunos ven en los fenómenos de despersonalización signos premonitorios de desintegracion, mientras que no es de ningún modo necesario ser propenso a la psicosis para haber experimentado mil veces sensaciones semejantes, cuyo resorte está en la relación de lo simbólico con lo imaginario.

En el momento en que Sosia afirma su desconcierto, su desposesión, Anfitrión le hace una psicoterapia de apoyo. No digamos que anfitrión está en la posición del analista. Limitémonos a decir que puede ser símbolo de ella, en la medida en que con relación a su objeto-si es cierto que el objeto de su amor, su princesa lejana, sea el psicoanálisis-, el psicoanalista ocupa la posición, digamos, para ser corteses, exiliado de Anfitrión ante su propia puerta. Pero la víctima de este cornudaje espiritual, es el paciente.

Todo hijo de vecino-y sabe Dios que he tenido pruebas cree haber alcanzado lo más recóndito de la experiencia analítica por haber tenido algunos fantasmas de Verliebtheit, de enamoración, hacia la persona que le abre la puerta en lo de su analista: testimonio no raro de escuchar, aunque aquí esté yo aludiendo a casos muy particulares. En su encuentro con esa pretendida experiencia analítica, el sujeto será fundamentalmente desposeído y estafado.

En el diálogo común, en el mundo del lenguaje establecido, en el mundo del malentendido comúnmente aceptado, el sujeto no sabe lo que dice: en todo momento el sólo hecho de que hablamos prueba que no lo sabemos. El fundamento mismo del análisis consiste en que decimos mil voces más de lo que hace falta para que nos corten la cabeza. Lo que decimos, no lo sabemos, pero lo dirigimos a alguien, alguien que es espejimaginario y que está provisto de un yo. A causa de la propagación de la palabra en línea recta, como dije la vez pasada, tenemos la ilusión de que esta palabra procede de allí donde situamos a nuestro propio yo, justificadamente separado, en el esquema que dejé en suspenso la última vez, de todos los otros yo.

Como observa el Júpiter de Giraudoux en el momento en que intenta saber de Mercurio lo que son los hombres, El hombre es ese personaje que sé pregunta todo el tiempo si existe; tiene razón, y no comete más que un error: responderse que sí El privilegio de su yo en relación con todos los demás está en que es el único del cual el hombre está seguro de que existe cuando se interroga, y sabe Dios si se interroga. Fundamentalmente está ahí, completamente solo. Y porque es de ese yo de quien la palabra es recibida, el sujeto conserva la dulce ilusión de que este yo se encuentra en una posición única.

Si el analista cree que hay que responderle desde ahí, a’, confirma la función del yo, que es precisamente aquella por la cual el sujeto es desposeído de sí mismo. Le dice: Vuelve a tu yo, o más bien, Introduce de nuevo en él todo lo que de él dejas escapar. A esos restos que quedaron indemnes cuando estabas en presencia del otro Sosia, reintégralos ahora, cómelos. Reconstitúyete en la plenitud de aquellas pulsiones que desconocías.

Pero no se trata de esto. Se trata de que el sujeto se entere de lo que dice, de lo que habla desde ahí, S, y para ello, se percate del carácter fundamentalmente imaginario de lo que se dice a partir de ahí, cuando es evocado el Otro absoluto, trascendente, que hay en el lenguaje cada vez que una palabra intenta ser emitida.

Tomemos el caso concreto del obsesivo. En él la incidencia mortal del yo es llevada al máximo. Detrás de la obsesión no está, como dicen algunos teóricos, el peligro de la locura, el símbolo desatado. El sujeto obsesivo no es el sujeto esquizoide que en cierto modo habla directamente a nivel de sus pulsiones. Es el yo en cuanto portador él mismo de su desposesión, es la muerte imaginaria. Si el obsesivo se mortifica es porque, más que otro neurótico, se apega a su yo, que lleva en sí la desposesión y la muerte imaginaria.

¿Por qué? El hecho es evidente: el obsesivo es siempre otro. Cuente lo que cuente, sean cuales fueren los sentimientos que comunica, siempre son los de otro y no los suyos. Esta objetalización de sí mismo no se debe a una inclinación o a un don introspectivo. En la medida en que evita su propio deseo, presentará todo deseo en el cual se embarque, así fuese en apariencia, como deseo de ese otro él mismo que es su yo.

¿No es abundar en esta dirección, pensar en reforzar su yo?, ¿en permitirle sus diversas pulsiones, su oralidad, su analidad, su estadio oral tardío, su estadio anal primario?, ¿en enseñarle a reconocer lo que quiere, y que se sabe desde el comienzo: la destrucción del otro? ¿Cómo no será la destrucción del otro, puesto que se trata de su propia destrucción, que es exactamente lo mismo?

Antes de permitirle reconocer la fundamental agresividad que dispersa y refracta sobre el mundo y que estructura todas sus relaciones objetales, es preciso hacerle comprender cuál es la función de esa relación mortal que mantiene consigo mismo, y que hace que, a partir del momento que un sentimiento sea suyo, comience por anularlo. Si el obsesivo les dice que algo o alguien no le interesa, pueden pensar que le interesen muchísimo. Allí donde se expresa con la mayor frialdad es donde sus intereses están comprometidos al máximo.

Actuar de modo que el obsesivo se reconozca a sí mismo en la imagen descompuesta de sí-mismo que nos presenta bajo la forma más o menos dispersada, degradada, suelta, de sus pulsiones agresivas, es sin duda esencial; pero la clave de la cura no está en esa relación dual consigo mismo. La interpretación de su relación mortal consigo mismo sólo puede tener alcance si se le hace comprender su función.

No es que esté muerto en sí mismo, ni realmente. ¿Para quién está muerto? Para el que es su amo. ¿Y con respecto a qué? Con respecto al objeto de su goce. Borra su goce para no despertar la cólera de su amo. Pero por otra parte, si está muerto o si se presenta como tal, ya no está ahí, es otro y no él el que tiene un amo e, inversamente, él mismo tiene otro amo. Por consiguiente, siempre está en otra parte. En tanto deseante, se desdobla indefinidamente en una serie de personajes que los Fairbairn descubren maravillados. En el interior de la psicología del sujeto hay, apunta Fairbairn, mucho más que los tres personajes de que nos habla Freud, id, superego, y ego, siempre hay al menos otros dos que aparecen en los rincones. Pero aún es posible hallar otros, como en un vidrio con azogue: si miran con atención, no hay una imagen solamente sino también una segunda, que se desdobla, y si el azogue es suficientemente denso, una decena de ellas, veinte, una infinidad.

De igual modo, en la medida en que el sujeto se anula, se mortifica ante su amo, es también otro, puesto que siempre está ahí, otro con otro amo y otro esclavo, etc. El objeto de su deseo, como demostré en mi comentario del Hombre de las ratas, y también a partir de mi experiencia vinculada a Poésie et Vérité, sufre igualmente un desdoblamiento automático Aquello que interesa al obsesivo es siempre otro, porque si lo reconociera verdaderamente estaría curado.

El análisis no progresa, como se nos afirma, por una especie de autoobservación del sujeto basada en el famoso splitting, desdoblamiento del ego que sería fundamental en la situación analítica. La observación es una observación de observación, y así se sigue, lo que no hace sino perpetuar la relación fundamentalmente ambigüa del yo. El análisis progresa por la palabra del sujeto en tanto que pasa más allá de la relación dual, y entonces ya nada encuentra salvo al Otro absoluto, que el sujeto no sabe reconocer. Debe reintegrar progresivamente en sí esa palabra, esto es, hablarle finalmente al Otro absoluto desde ahí donde está, desde ahí donde su yo debe realizarse, reintegrando la descomposición paranoide de sus pulsiones, de las que no basta decir que en ellas no se reconoce; fundamentalmente, en tanto que yo, las desconoce.

En otros términos, lo que Sosia tiene que aprender no es que nunca se ha encontrado con su sosia: es absolutamente cierto que se encontró con él. Tiene que aprender que él es Anfitrion, el señor lleno de gloria que no entiende nada de nada, nada de lo que se desea, y que cree que basta con ser un general victorioso para hacer el amor con su mujer. Este señor fundamentalmente alienado que jamás encuentra el objeto de sus deseos, tiene que darse cuenta por qué le importa fundamentalmente ese yo, y cómo ese yo es su alienación fundamental. Tiene que darse cuenta de esa gemelidad profunda, que es también una de las perspectivas esenciales de Anfitrión, y en dos planos: el de esos Sosias que se miran el uno en el otro, el de los dioses. De un doble amor, Alcmena engendra un doble fruto. Alcmena está mucho más presente en Plauto: con el tiempo, hemos adquirido un pudor que nos impide llegar lejos en las cosas.

A través de esta demostración dramática, si no psicodramática, que es, al menos para nosotros, el mito de Anfitrión, hoy quise hacerles sensible hasta qué punto los agudos problemas que nos planteamos están inscritos en el registro de un pensamiento tradicional. Pero esto no me impide aconsejarles que vayan a buscar los testimonios de la ilusión psicologista que les denuncio en los escritos de los autores que la sostienen. En este FairLairn de quien el otro día les hablé tienen un lindo ejemplo.

No se trata de un obsesivo sino de una mujer que presenta una anomalía genital real: tiene una vagina pequeñísima, y que ha sido respetada, pues es virgen; además, a esa vagina pequeñísima no le corresponde ningún útero. La cosa es poco más o menos cierta, aunque a causa de una singular timidez nunca se la haya sacado del todo a luz. Al menos a nivel del carácter sexual secundario, la anomalía es patente en opinión de ciertos especialistas, que llegaron al extremo de decir que se trataba de un seudohermafroditismo, y que en realidad esta mujer sería un hombre. Tal es el sujeto a quien nuestro Fairbairn toma en análisis.

La suerte de grandeza con que se relata toda la trayectoria del caso merece ser destacada. Fairbairn nos cuenta con perfecta tranquilidad que este sujeto, personalidad de calidad evidente, se enteró de que algo no marchaba bien, de que su situación era muy particular en relación con la realidad de los sexos. Lo supo tanto más cuando en la familia hay seis o siete muchachas en el mismo caso. De esto entiende, pues: sabe que las mujeres de ese bando están curiosamente estropeadas. Ella se dice que es especial, y lo celebra: siendo así, quedaré a salvo de muchas preocupaciones. Y se hace resueltamente maestra.

Paulatinamente advierte entonces que, lejos de hallarse exenta de las servidumbres de la naturaleza, pues todo goce le viene de una acción puramente espiritual, malditas sean las cosas que suceden: es un desastre, todo sale mal. Sus escrúpulos la tiranizan horriblemente. Y cuando en el curso del segundo trimestre queda reventada, hace una crisis de depresión.

El analista piensa ante todo en reintegrarle sus pulsiones, es decir, en hacerle percibir su complejo fálico, tipo repollito, es cierto. Se descubre que hay una relación entre el hecho de que ella Affects a ciertos hombres, que la cercahía de ciertos hombres le produce algo, y las crisis de depresión. El analista deduce que ella querría hacerles daño, y se pasa meses enseñándole a reintegrar esta pulsión agresiva. Durante todo este tiempo se dice: ¡Dios bendito, qué bien lo toma! Espera que ella produzca lo que llama sentimientos de culpabilidad. Pues bien, a la fuerza lo consigue.

Por fin, el progreso del análisis es registrado, en la fecha en que se nos comunica la observación, en los siguientes términos: ella llegó finalmente a su sentimiento de culpabilidad, o sea que ahora está muy claro, ya no puede acercarse a un hombre sin que esto desencadene crisis de remordimiento, que esta vez, tienen consistencia.

Dicho de otro modo, de acuerdo al esquema del otro día, el analista le ha dado: primeramente, un yo, pues le enseñó lo que realmente quería, a saber, demoler a los hombres; segundo, le dio un superyó, a saber, que todo eso es una tremenda maldad y que además a esos hombres está absolutamente prohibido acercárseles. Es lo que el autor denomina estadio paranoide del análisis. En efecto, lo apruebo de buena gana: consigue enseñarle de un modo formidable dónde están sus pulsiones, y ahora cara las ve pasearse un poco por todas partes.

¿Es éste el rumbo correcto? Lo que está en juego en las crisis de depresión, ¿debe ser situado en esa relación dual? Lo que hay entre ella y los hombres, ¿es una relación real, libidinal, con todo lo que implica en el esquema de la regresión?

Sin embargo, el autor tiene la cosa al alcance de la mano.

Las virtudes depresivas de las imagenes de los hombres están ligados al hecho de que, los hombres, son ella misma. Su propia imagen, en tanto que le es arrebatada, es lo que ejercen sobre ella esa acción disgregante, desconcertante, en el sentido original del término. Cuando se acerca a estos hombres se acerca a su propia imagen, a su imagen narcisista, a su yo. Este es el fundamento de su posición depresiva. Y la situación será por cierto más difícil para ella que para cualquier otro, pues está precisamente en una posición ambigüa, que tiene su lugar en la teratología. Pero toda especie de identificación narcisista es, como tal, ambigüa.

No existe mejor ejemplo de la función del Penisneid: hay en ella identificación con el hombre imaginario, en esta medida es que el pene cobra valor simbólico, y hay problema. Sería completamente errado, dice al autor, creer que el Penisneid sea en las mujeres absolutamente natural. ¿Quién le dijo que es natural? Es simbólico, por supuesto. Si el pene cobra este valor es por cuanto la mujer se halla en un orden simbólico de perspectiva androcéntrica. Además, no se trata del pene sino del falo, es decir, algo cuyo empleo simbólico es posible porque se ve, está erigido. De lo que no se ve, de lo que está escondido, no hay uso simbólico posible.

En esta mujer la función del Penisneid juega de lleno, pues ella no sabe quién es, si es hombre o mujer, y está totalmente comprometida en la pregunta de su significación simbólica. La anomalía real se repite en otra cosa que tal vez no carezca de relación con esta aparición teratológica, a saber, que en su familia el lado masculino está borrado. El que juega el papel del personaje superior es el padre de su madre, y en relación a él se establece, de manera típica, el triángulo, y cómo se plantea la cuestión de su falización o no.

Todo esto se elude completamente en la teoría y en la conducción del tratamiento, en nombre de que lo buscado es que el sujeto reconozca sus pulsiones y, muy especialmente, porque en verdad son las únicas que aparecen, las pulsiones que en nuestro elegante lenguaje llaman pregenitales. Esta sólida investigación de lo pregenital produce una fase que el terapeuta es movido a calificar de paranoide. No tenemos que asombrarnos. Tomar lo imaginario por lo real es lo que carácteriza a la paranoia, y al desconocer el registro imaginario llevamos al sujeto a reconocer sus pulsiones parciales en lo real.

Aquí, las relaciones del sujeto con los hombres, hasta entonces narcisistas, lo cual no era ya tan sencillo, se vuelven interagresivas, cosa que las complica singularmente. Resignarse a una culpabilidad que dio un infinito trabajo hacer surgir no nos deja augurar rodeos suplementarios que serán necesarios para que el sujeto vuelva a un cauce más apaciguador.

Para encontrar la sanción práctica de un error teórico no hace falta buscar mucho. He aquí al respecto una observación ejemplar Uno de los secretos resortes del fracaso en las curas de obsesivos es la idea de que tras la neurosis obsesiva hay una psicosis latente. No ha de sorprender que se llegue entonces a disociaciones larvadas, y que se sustituya la neurosis obsesiva por depresiones periódicas y aún por una orientación mental hipocondríaca.

Tal vez no sea esto lo mejor que se puede lograr.

Por panorámicas que sean nuestras exposiciones, les resultara manifiesto que ejercen las más precisas incidencias, no solamente en la comprensión de los casos sino también en la técnica.