Seminario 2: Clase 23, Piscoanálisis y cibernética, o la naturaleza del lenguaje, 22 de Junio de 1955

Conferencia

Señor Profesor, Señoras, Señores:

Quisiera en mi alocución distinguir entre ustedes a aquellos que habitualmente vienen a escucharme los miércoles, para asociarlos conmigo en el reconocimiento que expresamos hacia el que nombré primeramente, Jean Delay, quien tuvo a bien inaugurar esta serie de conferencias y hoy nos hace el honor de asistir a esta sesión.

Muy personalmente, quisiera agradecerle el haber dado a este seminario, que vengo desarrollando aquí desde hace dos años, un lugar, un techo que ilustra esta enseñanza a través de todos los recuerdos que en él se han acumulado, y la hace participar en la resonancia de su propia palabra.

Hoy quiero hablarles del psicoanálisis y la cibernética. Es un tema que, tratándose de confrontar el psicoanálisis y las diversas ciencias humanas, me pareció digno de atención.

Lo digo ya mismo: no les hablaré de las diversas formas más o menos sensacionales de la cibernética, no les hablaré ni de las grandes ni de las pequeñas máquinas, no las nombraré por sus nombres, no les contaré las maravillas que realizan. ¿Qué podría interesarnos todo esto?

Pero, sin embargo, me pareció que algo podía desprenderse de la relativa contemporaneidad de estas dos técnicas, de estos dos órdenes de pensamiento y ciencia que son el psicoanálisis y la cibernética. No esperen nada que aspire a ser exhaustivo. Se trata de situar un eje gracias al cual algo de la significación de uno y otra sea puesto en claro. Ese eje no es otro que el lenguaje. Y son ciertos aspectos de la naturaleza del lenguaje lo que debo hacerles percibir, en relámpago.

La cuestión de la que partiremos se presentó en nuestro seminario cuando, de una cosa a otra, llegamos a preguntarnos qué significaría un juego de azar jugado con una máquina.

Ese juego de azar era el juego de par o impar, y puede pasar por sorprendente el que en un seminario donde se habla de psicoanálisis nos interesemos por esto. En él también hemos hablado algunas veces de Newton. Creo que estas cosas no se presentan por azar, hay que decirlo. Precisamente porque en este seminario se habla del juego de par o impar, y también de Newton, la técnica del psicoanálisis tiene una posibilidad de no escoger rumbos degradados, si no degradantes.

Pues bien, en el desarrollo del juego de par o impar se trataba de que nosotros, analistas, recordáramos que nada ocurría al azar, y que asimismo en él podía revelarse algo que parece confinar con el azar más puro.

El resultado fue sorprendente. En este público de analistas, nos encontramos con una verdadera indignación ante la idea de que, como alguien me dijo, yo quería suprimir el azar. En verdad, la persona que así me habló poseía convicciónes firmemente deterministas. Y es esto lo que le causaba espanto. Tenía razón esa persona: hay una estrecha relación entre la existencia del azar y el fundamento del determinismo.

Meditemos un poco sobre el azar. ¿Qué queremos decir cuando decimos que algo sucede por azar? Queremos decir dos cosas que pueden ser muy diferentes: o bien que no hay en ello intención, o bien que hay en ello una ley.

Ahora bien, la propia noción de determinismo consiste en que la ley carece de intención. Por eso la teoría determinista siempre busca ver engendrarse lo que se ha constituido en lo real, y que funciona según una ley, a partir de algo originalmente indiferenciado: el azar en cuanto ausencia de intención. Nada, indudablemente, sucede sin causa, nos dice el determinismo, pero es una causa sin intención.

Esta experimentación ejemplar podía sugerir a mi interlocutor -Dios sabe que en estas materias la mente resbala con facilidad- que yo me proponía reintroducir el determinismo en el juego de cara o cruz, al que de manera más o menos intuitiva él identificaba el juego de par o impar. Si hasta en el juego de cara o cruz hay determinismo, ¿dónde iremos a parar? Ya no es posible ningún determinismo verdadero.

Esta cuestión abre la de saber cuál es el determinismo que nosotros, analistas, suponemos en la raíz misma de nuestra técnica. Nos esforzamos por conseguir del sujeto que nos libre sin intención sus pensamientos, como decimos, sus palabras, su discurso, o, para decirlo de otro modo, que intencionalmente se acerque cuanto sea posible al azar. ¿Cuál es aquí el determinismo buscado en una intención de azar? Creo que sobre este tema la cibernética puede aportarnos alguna claridad.

La cibernética es un dominio de fronteras sumamente indeterminadas. Hallar su unidad nos obliga a recorrer con la mirada esferas dispersas de racionalización, que abarcan desde la política y la teoría de los juegos hasta las teorías de la comunicación, e incluso hasta ciertas definiciones de la noción de información.

La cibernética, se nos dice, nació precisamente de trabajos de ingenieros relativos a la economía de la información a través de los conductores, la manera de reducir a sus elementos esenciales el modo bajo el cual es transmitido un mensaje. A este título dataría aproximadamente de unos diez años. El nombre lo encontró Norbert Wiener, un ingeniero de los más eminentes. Creo que esto implica limitar su alcance, y que hay que buscar su nacimiento mucho antes.

Para comprender qué trata la cibernética es preciso rastrear su origen alrededor del tema, tan candente para nosotros, de la significación del azar. El pasado de la cibernética sólo consiste en la formación racionalizada de lo que llamaremos, para oponerlas a las ciencias exactas, ciencias conjeturales.

Ciencias conjeturales: pienso que éste es el verdadero nombre que de aquí en más habría que ponerle a cierto grupo de ciencias que por lo común designamos con el término de ciencias humanas. No es que sea éste un término inadecuado, pues en verdad, en la coyuntura, se trata de la acción humana; pero lo considero excesivamente impreciso, excesivamente impregnado por toda clase de ecos confusos de ciencias seudoiniciáticas que no pueden sino rebajar su tensión y nivel. Con la definición, más rigurosa y orientada, de ciencias de la conjetura, saldríamos ganando.

Si situamos de este modo la cibernética, fácilmente le encontraremos antepasados. Condorcet, por ejemplo, con su teoría de los votos y las coaliciones, de las partes, como él dice, y más atrás Pascal, que sería su padre y verdaderamente su punto de origen.

Partiré de las nociones fundamentales de la otra esfera de las ciencias, de las ciencias exactas, cuyo desarrollo, en su expansión moderna, no se remonta mucho más allá que el de las ciencias conjeturales. Las primeras han ocultado, eclipsado en cierto modo a las segundas, pero ambas son inseparables.

¿Cómo podríamos definir las ciencias exactas? ¿Diremos que, a diferencia de las conjeturales, conciernen a lo real? Pero, ¿qué es lo real?

No me parece que al respecto la opinión de los hombres haya cambiado mucho alguna vez, contrariamente a lo que intenta hacernos creer una genealogía psicologizante del pensamiento humano para la cual, en sus primeras edades, el hombre vivía en los sueños, y que pretende que los niños están habitualmente alucinados por sus deseos. Singular concepción, tan contraria a la observación que sólo se puede calificar de mito, mito cuyo origen habría que investigar.

El sentido que el hombre dio siempre a lo real es el siguiente: lo real es algo que volvemos a encontrar en el mismo lugar, hayamos estado ahí o no. Tal vez ese real se ha movido pero si se ha movido, se lo busca en otra parte, se indaga por qué se lo ha perturbado, también nos decimos que a veces se ha movido por su propio movimiento. Pero está siempre perfectamente en su lugar, estemos o no ahí. Y en principio, salvo excepción, nuestros propios desplazamientos no ejercen influencia eficaz en ese cambio de lugar.

Las ciencias exactas poseen sin duda alguna la mayor relación con esta función de lo real. ¿Equivale esto a decir que antes de su desarrollo el hombre no disponía de esa función, se hallaba persuadido de la presunta omnipotencia del pensamiento, al que se identifica con el presunto estadio arcaico del animismo, No se trata en modo alguno de que anteriormente el hombre haya vivido en medio de un mundo antropomórfico del que esperaba respuestas humanas. Creo que esta concepción es absolutamente pueril, y que la noción de infancia de la humanidad no corresponde a nada histórico. El hombre anterior a las ciencias exactas pensaba cabalmente, como nosotros, que lo real es lo que volvemos a encontrar en el punto debido. Siempre a la misma hora de la noche hallaremos tal estrella sobre tal meridiano, ahí retornará, siempre está ahí, es siempre la misma. No es casual que tome el punto de referencia celeste antes del punto de referencia terrestre, porque a decir verdad, el mapa del cielo fue confecciónado antes que el mapa del globo.

El hombre pensaba que había lugares que se conservaban, pero también creía que su acción tenía que ver con la conservación de ese orden. Durante mucho tiempo creyó que sus ritos, sus ceremonias-el emperador abriendo el surco de la primavera, las danzas de la primavera, que garantizan la fecundidad de la naturaleza-, sus acciones ordenadas y significativas -acciones en el verdadero sentido, el de una palabra-, eran indispensables para el mantenimiento de las cosas en su lugar. No pensaba que lo real se desvanecería si él no participaba de esa forma ordenada, pero pensaba que lo real se alteraría. No pretendía hacer la ley, pretendía ser indispensable para la permanencia de la ley. Definición importante, porque en verdad salvaguarda perfectamente el rigor de la existencia de lo real.

El límite fue franqueado cuando el hombre se percató de que sus ritos, danzas e invocaciones, en verdad nada tenían que ver con ese orden. ¿Tiene razón o está equivocado? Nada sabemos de esto. Pero es indiscutible que ya no poseemos la antigua convicción. Desde ese momento nació la perspectiva de la ciencia exacta.

A partir del momento en que el hombre piensa que el gran reloj de la naturaleza funciona solo, y que sigue marcando la hora hasta cuando él no se encuentra ahí, nace el orden de la ciencia. El orden de la ciencia estriba en que, de oficiante de la naturaleza, el hombre ha pasado a ser su of icioso. No la gobernará salvo obedeciéndola. Y al igual que el esclavo, intenta hacer caer a su amo bajo su dependencia sirviéndole bien.

Sabe que la naturaleza podrá acudir exactamente a la cita que él le dé. ¿Pero en qué consiste esa exactitud? Precisamente, en el encuentro de dos tiempos en la naturaleza.

Hay un reloj muy grande que no es otro que el sistema solar, reloj natural que hubo que descifrar, y por cierto fue éste uno de los pasos más decisivos en la constitución de la ciencia exacta. Pero el hombre también debe tener su reloj, un reloj más pequeño. ¿Quién es exacto? ¿La naturaleza? ¿El hombre?
No es seguro que la naturaleza responda a todas las citas. Claro está que lo natural puede definirse como aquello que responde al tiempo de la cita. Cuando el señor de Voltaire decía que la historia natural de Buffon no era tan natural, quería decir algo así. Hay allí una cuestión de definición: Mi prometida acude siempre a la cita, porque cuando no viene, ya no la llamo «mi prometida». ¿Es el hombre el exacto? ¿Dónde está el resorte de la exactitud, sino precisamente en el ajuste de los relojes entre sí?

Observen que el reloj, el reloj riguroso, sólo existe desde la época en que Huyghens consiguió fabricar el primer péndulo perfectamente isócrono, 1659, inaugurando así el universo de la precisión -por emplear una expresión de Alexandre Koyré-, sin el cual no habría ninguna posibilidad de ciencia verdaderamente exacta.

¿Dónde está la exactitud? La exactitud está hecha de algo que hicimos descender en ese péndulo y en ese reloj, a saber, cierto factor tomado de cierto tiempo natural: el factor g. Ustedes lo saben, se trata de la aceleración provocada por la gravitación, o sea, en definitiva, una relación de espacio y tiempo. Este factor fue revelado por cierta experiencia mental, empleando el término de Galileo, es una hipótesis encarnada en un instrumento. Y si el instrumento está hecho para confirmar la hipótesis, no hay necesidad alguna de hacer la experiencia que él confirma, ya que, por el sólo hecho de que funciona, la hipótesis queda confirmada.

Pero aún es preciso regular este instrumento según una unidad de tiempo. Y la unidad de tiempo siempre es tomada de lo real, se refiere siempre a lo real, es decir, al hecho de que éste vuelve por algún lado al mismo lugar. La unidad de tiempo es nuestro día sideral. Si consultan ustedes a un físico-tomemos por ejemplo, a Borel-, éste les afirmará que si en la rotación de la tierra, que rige nuestro día sideral, se produjera cierta lentificación insensible pero no inapreciable al cabo de cierto tiempo, actualmente seríamos totalmente incapaces de ponerla en evidencia, dado que regulamos la división del tiempo conforme a ese día sideral que no podemos controlar.

Esta reflexión apunta a hacerles sentir que si bien medimos el espacio con lo sólido, medimos el tiempo con tiempo, que no es lo mismo.

En tales condiciones no puede sorprender que determinada parte de nuestra ciencia exacta llegue a resumirse en un número muy pequeño de símbolos. Es ahí a donde llega nuestra exigencia de que todo sea expresado en términos de materia y movimiento, quiero decir de materia y tiempo, ya que el movimiento, en tanto que era algo en lo real, precisamente hemos terminado por eliminarlo, por reducirlo.

El jueguito simbólico en el que se resumen los sistemas de Newton y de Einstein tiene, finalmente, muy poco que ver con lo real. Esta ciencia que reduce lo real a unas cuantas letritas, a un paquetito de fórmulas, con el correr del tiempo aparecerá sin duda como una sorprendente epopeya, y quizá también se estrechará como una epopeya de circuito algo corto.

Después de haber considerado este fundamento de la exactitud de las ciencias exactas, es decir, el instrumento, quizá podemos preguntar alguna otra cosa, a saber: ¿qué son estos lugares? Dicho de otro modo, interesémonos por los lugares en cuanto vacíos.

Por habernos planteado esta pregunta comenzó a nacer, correlativamente al nacimiento de las ciencias exactas, un cálculo que se ha comprendido más mal que bien, el cálculo de probabilidades aparece por vez primera bajo una forma auténticamente científica, con el tratado de Pascal sobre el triángulo aritmético, en 1654, y se presenta como el cálculo no del azar, sino de las posibilidades, del encuentro en sí mismo.

En esa primera máquina que es el triángulo aritmético, lo que Pascal elabora se recomienda a la atención del mundo científico por el hecho de que permite hallar de inmediato lo que un jugador tiene el derecho de esperar en determinado momento en que se interrumpe la sucesión de jugadas que constituye una partida. La sucesión de jugadas es la forma más simple que puede darse de la idea del encuentro. Mientras no se haya alcanzado el final de la serie de jugadas convencionalmente prevista, hay algo evaluable, a saber,, las posibilidades del encuentro como tal. Se trata del lugar, y de lo que llega o no a él; de algo, pues, estrictamente equivalente a su propia inexistencia. La ciencia de lo que vuelve a encontrarse en el mismo lugar es sustituida, de este modo, por la ciencia de la combinación de los lugares como tales. Esto, en un registro ordenado que supone ciertamente la noción de jugada, es decir, de escansión.

Todo lo que hasta entonces había sido ciencia de los números pasa a ser ciencia combinatoria. La marcha más o menos confusa, accidental, en el mundo de los símbolos, se ordena en torno a la correlación de la ausencia y la presencia. Y la búsqueda de las leyes de presencias y ausencias va a tender a la instauración del orden binario que desemboca en lo que llamamos cibernética.

Y ahora, sobre esta frontera, enlazo la originalidad de lo que se presenta en nuestro mundo en forma de cibernética, con la espera del hombre. Si la ciencia de las combinaciones del encuentro escandido ha llegado al campo de la atención del hombre, es porque éste se halla profundamente concernido por ella. Y no es casual que esto provenga de la experiencia de los juegos de azar. No es casual que la teoría de los juegos concierna a todas las funciones de nuestra vida económica, la teoría de las coaliciones, de los monopolios, la teoría de la guerra. Sí, la guerra misma, considerada en sus resortes de juego, desprendida de cualquier real. No es casual que la misma palabra designe campos tan diversos y el juego de azar. Pues bien, en los primeros juegos a los que aludo hay una relación de coordinación intersubjetiva. En el juego de azar-y también en los cálculos que le consagra-, ¿llama, busca el hombre algo cuya homofonía semántica manifiesta que debe existir alguna relación con la intersubjetividad, siendo que en el juego de azar ésta parece eliminada? Nos hallamos aquí muy cerca de la cuestión central de la que he partido, a saber: ¿en qué consiste el azar del inconsciente, que el hombre tiene en cierto modo detrás de sí?

En el juego de azar va a probar sin duda su suerte, pero también leerá en él su destino. Advierte que allí se revela algo que le es propio, más aún, diría, cuando no tiene a nadie enfrente.

Les hablé de la convergencia de todo el proceso hacia un símbolo binario, hacia el hecho de que cualquier cosa puede escribirse en términos de O y de 1. ¿Qué hace falta aún para que en el mundo surja algo que llamamos cibernética?

Hace falta que esto funcione en lo real e independientemente de toda subjetividad. Hace falta que la ciencia de los lugares vacíos, de los encuentros como tales, se combine, se totalice, y se ponga a funcionar sola.

¿Qué es preciso para esto? Es preciso tomar algo en lo real que pueda soportarlo. El hombre siempre buscó unir lo real al juego de símbolos. Escribió cosas en las paredes, imaginó inclusive cosas, Mane, thecel, phares, que se escribían solas en las paredes, puso cifras en el sitio donde se detenía, a cada hora del día, la sombra del sol. Pero, finalmente, los símbolos siempre quedaban en el lugar donde estaban destinados a estar. Sumergidos en ese real, podía creerse que no eran más que su marcación.

La novedad está en que se les permitió volar con sus propias alas. Y esto gracias a un aparato simple, común, al alcance de vuestras muñecas, un aparato donde basta con hacer girar el picaporte: una puerta.

Una puerta no es algo, les ruego que lo piensen, totalmente real. Considerarla así llevaría a extraños malentendidos. Si observan una puerta y concluyen que produce corrientes de aire, se la llevarán al desierto bajo el brazo, para refrescarse.

Largamente indagué en todos los dicciónarios lo que quería decir esto, una puerta. En el Littré hay dos páginas sobre la puerta, que van desde la puerta como abertura hasta la puerta como cierre de bordes más o menos en contacto, desde la Sublime Puerta hasta la puerta plantada en las narices: si vuelve usted, le doy con ella en las narices, como escribe Regnard. Y a continuación, sin comentario, Littré dice que una puerta tiene que estar abierta o cerrada. Esto no me satisfizo del todo, a pesar de sus ecos literarios, porque la sabiduría de las naciones me inspira una desconfianza natural: en ella se inscriben muchas cosas pero en forma siempre un tanto confusional, e incluso es por eso que el psicoanálisis existe. Es verdad, una puerta tiene que estar abierta o cerrada. Pero esto no es equivalente.

Aquí nos puede guiar el lenguaje. Una puerta, mi Dios, se abre al campo, pero no se dice que se cierre al establo, ni al cercado. Sé bien que aquí estoy confundiendo entre porta y fores, que es la puerta del cercado, pero no vamos a quedarnos ahí, y proseguimos nuestra meditación sobre la puerta.

Podría creerse que como he hablado del campo y del establo, se trata del interior y del exterior. Creo que sería un verdadero error: vivimos una época lo bastante grandiosa para imaginar una gran muralla que diera exactamente la vuelta a la tierra; y si perforan una puerta, ¿dónde está el interior y dónde el exterior?

Cuando una puerta está abierta, no por eso es más gEnerosa. Se dice que una ventana da a la campiña. Es bien curioso que cuando se dice que una puerta da a alguna parte, en general es una puerta habitualmente cerrada, y a veces incluso condenada…

A veces a una puerta se la toma, y este acto es siempre bastante decisivo. Que una puerta les sea negada es algo mucho más frecuente que otra cosa.

A cada lado de una puerta puede haber dos personas, acechando, mientras que no imaginamos algo así respecto de una ventana. A una puerta se la puede derribar, incluso estando abierta. Naturalmente, como decía Alphonse Allais, esto es tonto y cruel. Por el contrario, entrar por la ventana pasa siempre por ser un acto pleno de desenvoltura, y en todo caso deliberado, mientras que solemos pasar por una puerta sin darnos cuenta. Así, en una primera aproximación, la puerta no cumple la misma función instrumental que la ventana.

La puerta es, por naturaleza, del orden simbólico, y se abre a algo que no sabemos demasiado si es lo real o lo imaginario, pero que es uno de los dos. Hay disimetría entre la apertura y el cierre: si la apertura de la puerta regula el acceso, cerrada, cierra el circuito. La puerta es un verdadero símbolo, el símbolo por excelencia, aquel en el cual siempre se reconocerá el paso del hombre a alguna parte, por la cruz que ella traza, entrecruzando el acceso y el cierre.

A partir del momento en que fue posible reducir los dos rasgos el uno al otro, hacer el cierre, o sea el circuito, algo por donde eso pasa cuando está cerrado y por donde no pasa cuando está abierto, entonces la ciencia de la conjetura pasó a las realizaciones de la cibernética. Si hay máquinas que calculan solas, suman, totalizan y hacen todas las maravillas que hasta entonces el hombre había creído propiedad de su pensamiento, es porque el hada electricidad, como se dice, nos permite establecer circuitos, circuitos que se abren o se cierran, se interrumpen o se restablecen, en función de la existencia de puertas cibernetizadas.

Reparen en que aquí se trata de la relación como tal, del acceso y del cierre. Una vez que la puerta se abre, se cierra. Cuando se cierra, se abre. No es que una puerta tenga que estar abierta o cerrada, sino que tiene que estar abierta y después cerrada, y después abierta, y después cerrada. Gracias al circuito eléctrico y al circuito de inducción conectado a sí mismo, o sea lo que llaman un feed-back, basta con que la puerta se cierre para que de inmediato sea atraída por un electroimán en estado de apertura, y otra vez se cerrará y otra vez se abrirá. Así engendran lo que llaman una oscilación. Esta oscilación es la escansión. Y la escansión es la base sobre la cual van a poder inscribir, indefinidamente, la acción ordenada por una serie de montajes que ya no serán sino juego de niños.

Aquí tenemos cuatro casos para una puerta: en los dos primeros una puerta cerrada, en los otros una puerta abierta.

0

0

1

1

Para otra puerta podemos tener alternadamente una puerta abierta o cerrada.

0

1

0

1

Decretan ustedes ahora, a vuestro capricho, que una tercera puerta por ejemplo, estará abierta o cerrada en ciertos casos, y según la posición de las dos puertas precedentes.

0   0   :   0

0   1   :   1

1   0   :   1

1   1   :   1

Fórmula 1

Aquí bastará con que al menos una de las puertas precedentes esté abierta para que lo esté la tercera.

Hay otras fórmulas. Pueden decretar que es preciso que las dos puertas estén abiertas para que lo esté la tercera.

0   0   :   0

0   1   :   0

1   0   :   0

1   1   :   1

Fórmula 2

Tercera fórmula, que ofrece indudable interés.

0   0   :   0

0   1   :   1

1   0   :   1

1   1   :   0

Formula 3

Aquí decretan que la tercera puerta no estará abierta sino cuando lo esté una sola de las dos.

¿Qué significa todo esto? Lo que puede llamarse, en el plano lógico, se nos ocurra. La fórmula reunión o conjunción. La fórmula 2 tiene igualmente una interpretación lógica, y como su ley se confunde con la de la multiplicación aritmética, a veces se la llama multiplicación lógica. Por último, la fórmula 3 es la suma módulo 2. Cuando suman 1 más 1, en un mundo de notación binaria esto da O y se llevan 1.

A partir del momento en que se nos of rece la posibilidad de encarnar en lo real este O y este 1, notación de la presencia y de la ausencia, de encarnarlo según un ritmo, una escansión fundamental, algo ha pasado a lo real, y nos preguntamos-tal vez no por mucho tiempo, pero en fin, mentes no desdeñables lo hacen-si tenemos una máquina que piensa.

Sabemos bien que esta máquina no piensa. Somos nosotros quienes la hemos hecho, y ella piensa lo que se le dijo que pensara. Pero si bien la máquina no piensa, está claro que nosotros mismos tampoco pensamos en el momento en que hacemos una operación. Seguimos exactamente los mismos mecanismos que la máquina

Aquí lo importante es percatarse de que la cadena de combinaciones posibles del encuentro puede ser estudiada como tal, como un orden que subsiste en su rigor, independientemente de toda subjetividad.

Con la cibernética, el símbolo se encarna en un aparato, y no se confunde con éste, pues el aparato no es más que su soporte. Y se encarna en él de una manera literalmente transubjetiva.

Tuve que operar por caminos que pueden resultarles lentos. Pero es menester que los tengan mentalmente presentes para comprender el verdadero sentido de lo que nos aporta la cibernética, y en particular la noción de mensaje.

La noción de mensaje, en la cibernética, nada tiene que ver con lo que habitualmente llamamos mensaje, que siempre tiene un sentido. El mensaje cibernética es una serie de signos. Y toda serie de signos se reduce a una serie de O o de 1. Por eso la denominada unidad de información, es decir, ese algo por el cual se mide la eficacia de signos cualesquiera, siempre se vincula con una unidad primordial llamada teclado, y que simplemente no es más que la alternativa.

El mensaje, en el interior de este sistema de símbolos, es tomado en una red banal, la de la combinación del encuentro sobre la base de una escansión unificada, es decir, de un 1 que es la escansión misma.

– Por otra parte, la noción de información es tan fácil de entender como uno de los pequeños cuadros que les he hecho.

0   0   :   0

0   1   :   0

1   0   :   0

1   1   :   1

Partamos de este cuadro, que se leerá así: tengo que tener las dos jugadas positivas para ganar. Esto significa que al comienzo tengo una esperanza de 1/4. Supongan que ya haya ugado una vuelta. Si es negativa, no me queda ninguna posibilidad. Si es positiva, tengo una posibilidad sobre dos, 1/2. Esto significa que en mis posibilidades se ha producido una diferenciación de nivel cumplida en un sentido creciente.

Los fenómenos energéticos y naturales siguen siempre el sentido de una igualación de desnivelación. En el orden del mensaje y del cálculo de posibilidades, a medida que la información crece la desnivelación se diferencia. No digo que siempre aumente, porque podrían encontrar casos en que no aumenta, pero no se degrada obligatoriamente, y siempre apunta más bien a la diferenciación.

Todo lo que llamamos lenguaje se ordena en torno a este elemento basal. Para que el lenguaje nazca es preciso que se introduzcan pobres cositas tales como la ortografía, la sintaxis. Pero todo esto está dado al comienzo, porque estos cuadros son precisamente una sintaxis, y por eso podemos hacerles efectuar operaciones lógicas a las máquinas.

En otros términos, en esta perspectiva, la sintaxis existe antes que la semántica. La cibernética es una ciencia de la sintaxis, y su función es que nos demos cuenta de que las ciencias exactas no hacen otra cosa que enlazar lo real a una sintaxis.

Entonces, ¿qué es la semántica, o sea las lenguas concretas, esas que manejamos con su ambigüedad, su contenido emocional, su sentido humano? ¿Diremos que la semántica está poblada, habitada por el deseo de los hombres?

Es indudable que somos nosotros quienes aportamos el sentido. En todo caso esto es seguro para una gran parte de las cosas. ¿ Pero se puede decir que todo lo que circula en la máquina no tiene ninguna clase de sentido? Seguramente no en todos los sentidos de la palabra sentido, porque para que el mensaje sea mensaje es preciso no solamente que sea una serie de signos, sino que sea una serie de signos orientados. Para que funcione según una sintaxis, es preciso que la máquina siga un determinado sentido. Y cuando digo máquina, advierten perfectamente que no se trata simplemente de la cojita: cuando escribo sobre mi hola, cuando desarrollo las transformaciones de los pequeños 1 y 0, también esta producción está siempre orientada.

Por lo tanto, no es absolutamente riguroso decir que es el deseo humano el que, por sí solo, introduce el sentido en el interior de este lenguaje primitivo. La prueba está en que de la maquina no sale nada que no sea lo que esperamos de ella. Es decir, no tanto lo que nos interesa como lo que hemos previsto Ella se detiene en el punto donde determinamos que se detendría, y que ahí se leería cierto resultado.

El fundamento del sistema está ya en el juego. ¿Cómo se lo podría establecer si no descansara en la noción de posibilidad, es decir, en cierta espera pura, que ya es un sentido?

He aquí al símbolo, pues, en su forma más depurada. Esta puede ya dar, en sí misma, más que fallos de sintaxis. Los fallos de sintaxis engendran sólo errores, son sólo accidentes. Pero los fallos de programación engendran falsedad. En este nivel, lo verdadero y lo falso están ya concernidos como tales ¿Qué significa esto para nosotros, analistas? ¿Con qué tenemos que vernosla en el sujeto humano que se dirige a nosotros?

Su discurso es un discurso impuro. Impuro, ¿sólo a causa de los fallos de sintaxis? Desde luego que no. El psicoanálisis todo se basa, precisamente, en el hecho de que sacar algo válido del discurso humano no es una cuestión de lógica. Es detrás de este discurso, que tiene su sentido, donde buscamos, en otro sentido, el sentido y precisamente en la función simbólica que a través de él se manifiesta. Y lo que ahora surge es también otro sentido de la palabra símbolo.

Aquí interviene un hecho inestimable que la cibernética pone en evidencia: hay algo que no se puede eliminar de la función simbólica del discurso humano, el papel que en ella desempeña lo imaginario.

Los primeros símbolos, los símbolos naturales, salieron de una cantidad de imagenes prevalentes: la imagen del cuerpo humano, la imagen de unos cuantos objetos evidentes como el sol, la luna, y algunos otros. Y esto es lo que confiere su peso, su resorte y su vibración emocional al lenguaje humano. Este imaginario, ¿es homogéneo con lo simbólico? No. Reducir el psicoanálisis a la valorización de estos temas imaginarios, a la coaptación del sujeto a un objeto electivo, privilegiado, prevalente, que da el módulo de lo que llaman, con un término ahora de moda, relación de objeto, es pervertirlo.

Si algo pone de manifiesto la cibernética es, sin duda, la diferencia entre el orden simbólico radical y el orden imaginario. Aún hace muy poco tiempo un cibernética me confesaba la extrema dificultad que presenta, se diga lo que se diga, traducir cibernéticamente las funciones de Gestalt, es decir, la coaptación de las buenas formas. Lo que es buena forma en la naturaleza viviente es mala forma en lo simbólico.

Como se ha dicho con frecuencia, el hombre inventó la rueda. La rueda no está en la naturaleza pero es una buena forma, la del círculo. Por el contrario, en la naturaleza no hay rueda que inscriba la huella de uno de esos puntos en cada uno de sus circuitos. No hay cicloide en lo imaginario. La cicloide es un descubrimiento de lo simbólico. Y mientras que muy bien puede ser hecha en una máquina cibernética, da el trabajo más grande del mundo, salvo haciéndolo del modo más artificial, hacer responder un círculo a un círculo a través del diálogo de dos máquinas.

Esto pone en evidencia la esencial distinción de dos planos: el de lo imaginario y el de lo simbólico.

Hay una inercia de lo imaginario que vemos intervenir en el discurso del sujeto, inercia que enturbia este discurso y hace que no me dé cuenta de que, cuando le deseo el bien a alguien, le deseo el mal, cuando lo amo, es a mí mismo a quien amo, o cuando creo amarme, en ese preciso momento amo a otro. Es precisamente el ejercicio dialéctico del análisis el que tiene que disipar esta confusión imaginaria, restituir al discurso su sentido de discurso.

Se trata de saber si lo simbólico existe como tal, o si lo simbólico es únicamente el fantasma en segundo grado de las coaptaciónes imaginarias. Aquí aparece la opción entre dos orientaciones del análisis.

Puesto que además, a través de las aventuras de la historia, todos los sentidos se han acumulado desde hace largo tiempo en el lastre de la semántica, ¿se trata de seguir al sujeto en el sentido que desde este momento ha conferido a su discurso, por cuanto sabe que hace psicoanálisis y que el psicoanálisis ha formulado normas? ¿Se trata de alentarlo a portarse bien, a convertirse en un verdadero personaje llegado a su madurez instintiva, salido de los estadios donde domina la imagen de determinado orificio? ¿Se trata, en el análisis, de una coaptación a esas imagenes fundamentales, de una rectificación, de una normalización en términos de imaginario, o bien de una liberación del sentido en el discurso, en esa continuación del discurso universal en que el sujeto está embarcado? Aquí es donde las escuelas se separan.

Freud poseía hasta el más alto grado ese sentido del sentido que hace que una de sus obras. Los tres cofrecitos por ejemplo, se lea como escrita por un adivino, como guiada por un sentido propio del orden de la inspiración poética. Se trata de saber si el análisis proseguirá, sí o no, en el sentido freudiano, buscando no lo inefable, sino el sentido.

¿ Qué quiere decir el sentido ? El sentido consiste en- que el ser humano no es el amo de ese lenguaje primordial y primitivo. Fue arrojado a él, metido en él, está àpresado en su engranaje

El origen, no lo conocemos. Se nos dice, por ejemplo, que los numeros cardinales aparecieron en las lenguas antes que los números ordinales. No lo esperábamos. Se podría pensar que el hombre entra en el número por vía del ordinal, por la danza, por la procesión civil y religiosa, el orden de precedencias, la organización de la ciudad, que no es sino orden y jerarquía. Y sin embargo los lingüistas me lo afirman, el número cardinal aparece antes.

La paradoja tiene que dejarnos maravillados. El hombre no es aquí amo en su casa. Hay algo en lo cual él se integra y que ya reina por medio de sus combinaciones. El paso del hombre del orden de la naturaleza al orden de la cultura obedece a las mismas combinaciones matemáticas que servirán para clasificar y explicar. Claude Lévi-Strauss las llama estructuras elementales del parentesco. Y sin embargo, no se supone que los hombres primitivos fueron Pascal. El hombre está comprometido por todo su ser en la procesión de los números, en un primitivo simbolismo que se distingue de las representaciones imaginarias. Es en medio de esto que algo del hombre tiene que hacerse reconocer. Pero lo que tiene que hacerse reconocer, nos enseña Freud, no es expresado, sino reprimido.

Lo que en una máquina no llega a tiempo cae, simplemente, y no reivindica nada. En el hombre no sucede lo mismo, la escansión tiene vida, y lo que no llegó a tiempo permanece suspendido. De esto se trata en la represión.

No hay duda de que algo que no es expresado, no existe. Pero lo reprimido está siempre ahí, insistiendo y demanda ser. La relación fundamental del hombre con ese orden simbólico es precisamente aquella que funda el orden simbólico mismo: la relación del no-ser con el ser.

Lo que insiste para ser satisfecho no puede ser satisfecho sino en el reconocimiento. El final del proceso simbólico es que el no-ser llegue a ser, que sea porque ha hablado.