Seminario 3: Clase 10, Del significante en lo real y del milagro del alarido, 8 de Febrero de 1956

El hecho psiquiátrico primero. El discurso de la libertad. La paz del atardecer. La topología subjetiva

Se dice que fui un poco precipitado la vez pasada sacando a relucir las consideraciones del presidente Schreber a propósito de la omnipotencia y la omnisciencia divinas, pareciendo sancionarlas como oportunas.

Estaba sencillamente recalcando que este hombre, para quien la experiencia de Dios es por entero discurso, se hacía preguntas a propósito de lo que está en el engarce entre el símbolo y lo real, es decir, a propósito de lo que introduce en lo real la oposición simbólica. Acaso he debido precisar que lo notable era que precisamente eso cautivara la mente del paciente: que en el registro de su experiencia, le parecía difícil concebir que Dios pudiese prever el número que saldrá en la lotería.

Este señalamiento no excluye, por supuesto, las críticas que tal objeción puede provocar en quien esté dispuesto a responderle. Alguien me hacía notar por ejemplo que los números se distinguen por coordenadas espaciales, y que en base a eso mismo distinguimos a los individuos cuando se plantea el problema del principio de individualización.

Por mi parte, indiqué la sensibilidad del sujeto, en su parte razonarte, respecto a la diferencia que hay entre el lenguaje como simbólico y su diálogo interior permanente; o más exactamente ese balanceo donde se interroga o se responde a sí mismo un discurso que es vivido por el sujeto como ajeno, y como manifestándole una presencia.

A partir de la experiencia que nos comunica, se generó en él una creencia en Dios para la que nada lo preparaba. El asunto era para él percibir qué orden de realidad podía responder de esa presencia que cubre una parte del universo, y no todo, porque la potencia divina nada conoce del hombre. Nada de su interior, de su sentimiento de la vida, de su vida misma, le es comprensible a Dios, quien sólo lo recoge cuando todo está transformado en una notación infinita.

Ahora bien, el personaje harto razonarte que es Schreber, confrontado a una experiencia que tiene para él todos los visos de una realidad, y donde percibe el peso propio de la presencia indiscutible de un dios del lenguaje, se detiene, para evocar los límites de su potencia, en un ejemplo donde lo que está en juego es un manejo humano, artificial, del lenguaje. Se trata de un futuro contingente, respecto al cual la pregunta sobre la libertad humana, y a la vez sobre su imprevisibilidad por Dios, puede verdaderamente hacerse.

Lo que nos interesa es que Schreber distingue dos planos para él muy diferentes del uso del lenguaje. Esta distinción sólo puede adquirir todo su valor para nosotros desde la perspectiva en que admitimos el carácter radicalmente primero de la oposición simbólica del más y del menos, en tanto que sólo se distinguen por su oposición, aún cuando un soporte material les sea necesario. Escapan de todos modos a cualquier otra coordenada real que no sea la ley de su equivalencia en el azar.

A partir del momento en que instituimos un juego de alternancia simbólica, debemos suponer, en efecto, que nada en la eficiencia real distingue a los elementos. La necesidad de que tengamos iguales probabilidades de sacar el más o el menos no se debe a una ley de experiencia, sino a una ley a priori. El juego sólo será considerado correcto en tanto lleve a cabo la igualdad de las probabilidades En este plano, podernos decir que, al menos al nivel gnoseológico de aprehensión del término, lo simbólico brinda aquí una ley a priori, e Introduce un nodo de operación que escapa a todo lo que podríamos hacer surgir a partir de una deducción de los hechos en lo real

1)
Tenemos, a cada instante, que volver a preguntarnos por qué estarnos tan interesados en la cuestión del delirio.

Para comprenderlo, basta recordar la fórmula a menudo empleada por algunos, imprudentemente, respecto al modo de acción del análisis, a saber que nos apoya nos en la parte sana del yo ¿Hay acaso ejemplo más manifiesto de la existencia contrastante de una parte sana y una parte alienada del yo, que los delirios que clásicamente se denominan parciales; ¿Hay acaso ejemplo más impactante que la obra de este presidente Schreber que nos brinda una exposición tan sensible, tan atractiva? tan tolerante, de su concepción del mundo y de sus experiencias, y que manifiesta con igual energía asertiva el modo inadmisible de sus experiencias alucinatorias? Ahora bien, ¿quién pues no sabe -este es, diría, el hecho psiquiátrico primero que ningún apoyo sobre la parte sana del yo permitirá ganar un milímetro sobre la parte manifestamente alienada?

El hecho psiquiátrico primero, gracias al cual el debutante se Inicia en la existencia misma de la locura en cuanto tal conduce a abandonar toda esperanza toda esperanza de cura por ese rodeo Por eso mismo, hasta la llegada del psicoanálisis siempre fue así cualquiera sea la fuerza más o menos misteriosa a la que se recurriese, afectividad, imaginación, cenestesia, para explicar esta resistencia a toda reducción razonante de un delirio que se presenta sin embargo como plenamente articulado, y accesible en apariencia a las leyes de coherencia del discurso. El psicoanálisis aporta, en cambio, una sanción singular al delirio del psicótico, porque lo legitima en el mismo plano en que la experiencia analítica opera habitualmente, y reconoce en sus discursos lo que descubre habitualmente como discurso del inconsciente. No aporta sin embargo el éxito en la experiencia. Este discurso, que emergió en el yo, se revela—por articulado que sea, y podría admitirse incluso que está invertido en su mayor parte, puesto en el paréntesis de la Verneinung—irreductible, no manejable, no curable.

En suma, podría decirse, el psicótico es un mártir del inconsciente, dando al término mártir su sentido: ser testigo. Se trata de un testimonio abierto. El neurótico también es un testigo de la existencia del inconsciente, da un testimonio encubierto que hay que descifrar. El psicótico, en el sentido en que es, en una primera aproximación, testigo abierto, parece fijado, inmovilizado, en una posición que lo deja incapacitado para restaurar auténticamente el sentido de aquello de lo que da fe, y de compartirlo en el discurso de los otros.

Intentaré hacerles ver qué diferencia hay entre discurso abierto y discurso cerrado a partir de una homología, y verán que hay en el mundo normal del discurso cierta disimetría y que ya esboza la que está en juego en la oposición de la neurosis con la psicosis.

Vivimos en una sociedad donde no está reconocida la esclavitud. Para la mirada de todo sociólogo o filosofo, es claro que no por ello esta abolida. Incluso es objeto de reivindicaciones bastante notorias. Está claro también, que si la servidumbre no está abolida, se puede decir que está generalizada. La relación de aquellos a los que llamamos explotadores no deja de ser una relación de servidumbre respecto al conjunto de la economía, al igual que la del común. Así, la duplicidad amo-esclavo está generalizada en el interior de cada participante de nuestra sociedad.

La servidumbre intrínseca de la conciencia en este estado desdichado debe relaciónarse con el discurso que provocó esta profunda transformación social. Podemos llamar a ese discurso el mensaje de fraternidad. Se trata de algo nuevo, que no sólo apareció en el mundo con el cristianismo, puesto que ya estaba preparado por el estoicismo, por ejemplo. Resumiendo, tras la servidumbre generalizada, hay un mensaje secreto, un mensaje de liberación, que subsiste de algún modo en estado reprimido.

¿Ocurre lo mismo con lo que llamaremos el discurso patente de la libertad? De ningún modo. Hace algún tiempo se cayó en cuenta de una discordia entre el hecho puro y simple de la revuelta y la eficacia transformadora de la acción social. Diré incluso que toda la revolución moderna se instituyo en base a esta distinción, y a la noción de que el discurso de la libertad era, por definición, no sólo ineficaz, sino profundamente alienado en relación a su meta y a su objeto, que todo lo demostrativo que se vincula con el es, hablando estrictamente, enemigo de todo progreso en el sentido de la libertad, en tanto que ella puede tender a animar algún movimiento continuo en la sociedad. Persiste sin embargo el hecho de que ese discurso de la libertad se articula en el fondo de cada quien representando cierto derecho del individuo a la autonomía.

Un campo parece indispensable para la respiración mental del hombre moderno, aquel en que afirma su independencia en relación, no sólo a todo amo, sino también a todo dios, el campo de su autonomía irreductible como individuo, como existencia individual. Esto realmente es algo que merece compararse punto por punto con un discurso delirante. Lo es. No deja de tener que ver con la presencia del individuo moderno en el mundo, y en sus relaciones con sus semejantes. Seguramente, si les pidiese que formularán, que dieran cuenta de la cuota exacta de libertad imprescriptible en el estado actual de cosas, e incluso si me respondieran con los derechos del hombre, o con el derecho a la felicidad, o con mil otras cosas, al poco andar nos percataríamos de que es en cada uno un discurso íntimo, personal, y que para nada coincide en algún punto con el discurso del vecino. Resumiendo, me parece indiscutible la existencia en el individuo moderno de un discurso permanente de la libertad.

Ahora, ¿cómo puede este discurso ponerse de acuerdo no sólo con el discurso del otro, sino con la conducta del otro, por poco que tienda a fundarla abstractamente en este discurso? Es un problema verdaderamente descorazonador Y los hechos muestran que hay, a cada instante, no sólo composición con lo que efectivamente cada quien aporta, sino más bien abandono resignado a la realidad. De igual manera, nuestro delirante, Schreber, luego de haber creído ser el sobreviviente único del crepúsculo del mundo, se resigna a reconocer la existencia permanente de la realidad exterior. No puede justificar muy bien por que la realidad está ahí, pero debe reconocer que lo real efectivamente siempre esta allí que nada ha cambiado notablemente. Esto es para el lo más extraño, porque pertenece a un orden de certeza inferior al que le brinda su experiencia delirante, pero se resigna a el.

Obviamente, nosotros confiamos mucho menos en el discurso de la libertad, pero en cuanto se trata de actuar, y en particular en nombre de la libertad, nuestra actitud ante lo que hay que soportar de la realidad, o de la imposibilidad de actuar en común en el sentido de esa libertad, tiene cabalmente el carácter de un abandono resignado, de una renuncia a lo que sin embargo es una parte esencial de nuestro discurso interior a saber que tenemos, no sólo ciertos derechos imprescriptibles, sino que esos derechos están fundados en ciertas libertades primordiales, exigibles en nuestra cultura para todo ser humano.

Hay algo irrisorio en ese esfuerzo de los psicólogos por reducir el pensamiento a una acción comenzada, o a una acción elidida o representada, y por asignarla a lo que se supone coloca siempre al hombre a nivel de la experiencia de un real elemental, de un real de objeto que sería el suyo. Es harto evidente que el pensamiento constituye para cada quien algo poco estimable, que podríamos llamar una vana rumiación mental: ¿pero por qué desvalorizarla?

Todos se plantean a cada momento problemas que tienen estrechas relaciones con esas nociones de liberación interior y de manifestación de algo que uno tiene incluido en sí. Desde este punto de vista, se llega rápidamente a un impasse, dado que todo tipo de realidad viviente inmersa en el espíritu del área cultural del mundo moderno, en lo esencial, da vueltas sobre lo mismo. Por eso volvemos siempre al carácter obtuso, vacilante, de nuestra acción personal, y sólo empezamos a considerar que el problema es confuso a partir del momento en que verdaderamente tomamos las cosas en mano como pensadores, cosa que no le ocurre a cualquiera. Todos permanecemos a nivel de una contradicción insoluble entre un discurso, siempre necesario en cierto plano, y una realidad, a la cual, a la vez en principio y de una manera probada por la experiencia, no se coapta.

¿No vemos acaso que la experiencia analítica está profundamente vinculada a ese doble discursivo del sujeto, tan discordante e irrisorio, que es su yo? ¿El yo de todo hombre moderno ?

¿No es manifiesto que la experiencia analítica se entabló a partir del hecho de que a fin de cuentas, nadie, en el estado actual de las relaciones interhumanas en nuestra cultura, se siente cómodo? Todos nos sentimos deshonestos con sólo tener que enfrentar el más mínimo pedido de consejo, por elemental que sea, que toque a los principios. No es simplemente porque ignoramos demasiadas cosas de la vida del sujeto que no podemos responderle si es mejor casarse o no en determinada circunstancia y que, si somos honestos, sentimos que tenemos que mantener nuestra reserva; es porque la significación misma del matrimonio es para cada uno de nosotros una pregunta que queda abierta, y abierta de tal manera, en lo tocante a su aplicación en cada caso particular, que no nos sentimos capaces de responder cuando somos llamados como directores de conciencia. Esta actitud, cuya pertinencia puede notar cada quien cada vez que no renuncia a sí mismo para representar un personaje, y que no hace de moralista o de omnisciente, es también la primera condición que cabe exigir de lo que podemos llamar un psicoterapeuta: la psicoterapéutica debe haberle enseñado los riesgos de iniciativas tan aventuradas.

El análisis partió precisamente de una renuncia a toda toma de partido en el plano del discurso común, con sus desgarramientos profundos en lo tocante a la esencia de las costumbres y al estatuto del individuo en nuestra sociedad, partió precisamente de la evitación de este plano. Se atiene a un discurso diferente, inscrito en el sufrimiento mismo del ser que tenemos frente a nosotros, ya articulado en algo que le escapa, sus síntomas y su estructura; en la medida en que la neurosis obsesiva, por ejemplo, no es simplemente síntomas, sino también estructura. El psicoanálisis nunca se coloca en el plano del discurso de la libertad, aunque este este siempre presente, sea constante en el interior de cada quien, con sus contradicciónes y sus discordancias, personal a la vez que común, y siempre, imperceptiblemente o no, delirante. El psicoanálisis pone la mira sobre el efecto del discurso en el interior del sujeto, en otro lugar.

En consecuencia, la experiencia de un caso como el de Schreber—o de cualquier otro enfermo que nos diese un informe tan extenso sobre la estructura discursiva—¿no es susceptible de permitir una aproximación más cercana a lo que significa verdaderamente el yo? El yo no se reduce a una función de síntesis. Está ligado indisolublemente a esa especie de bienes maleables, de parte enigmática necesaria e insostenible, que constituye en parte el discurso del hombre real a quien tratamos en nuestra experiencia, ese discurso ajeno en el seno de cada quien en tanto se concibe como individuo autónomo.

2)
El discurso de Schreber tiene ciertamente una estructura diferente. Schreber señala al inicio de uno de sus capítulos muy humorísticamente: Dicen que soy un paranoico. En efecto, en aquella época todavía no se habían salido lo suficiente de la primera clasificación de Kraepelin para poder no calificarlo de paranoico, cuando sus síntomas iban más allá. Pero cuando Freud le dice parafrénico, va mucho más allá, pues la parafrenia es el nombre que Freud propone para la demencia precoz, la esquizofrenia de Bleuler.

Volvamos a Schreber. Dicen que soy un paranoico, y dicen que los paranoicos son personas que refieren todo a sí mismas. Si es así, se equivocan, no soy yo quien relacióna todo conmigo, es él quien relacióna todo conmigo, ese Dios que habla sin parar en mi interior mediante sus diversos agentes y prolongaciones. El es quien tiene el maníadado hábito, a propósito de todo lo que experimento, de hacerme notar de inmediato que tiene que ver conmigo, o incluso que es mío. No puedo tocar—Schreber es músico—determinada melodía de La Flauta Mágica, sin que de inmediato el, el que habla, me atribuya los sentimientos correspondientes, pero yo no los tengo. Vemos también al presidente Schreber indignarse enérgicamente de que la voz intervenga para decirle que esta involucrado en lo que está diciendo. Por supuesto, estamos en un juego de espejismos, pero no es un espejismo ordinario, ese Otro considerado como radicalmente ajeno, como errante, que interviene para provocar una convergencia en el sujeto a la segunda potencia, una intencionalización del mundo exterior, que el sujeto mismo, en tanto se afirma como yo (je), rechaza con gran energía.

Hablamos de alucinaciones. ¿Tenemos realmente derecho de hacerlo? Cuando escuchamos el relato no nos son presentadas como tales. Según la noción comúnmente aceptada, para la cual es una percepción falsa, se trata de algo que surge en el mundo externo, y que se impone como percepción, un trastorno, una ruptura en el texto de lo real. En otros términos, la alucinación está situada en lo real. La cuestión previa está en saber si una alucinación verbal no exige cierto análisis de principio que interrogue la legitimidad misma de esta definición.

Tengo que retornar un camino en el que ya los fastidié un poco, recordándoles los fundamentos mismos del orden del discurso, y refutando su estatuto de superestructura, su relación de pura y simple referencia a la realidad, su carácter de signo, y la equivalencia que habría entre la nominación y el mundo de los objetos. Intentemos retomar la pregunta desde un ángulo más cercano a la experiencia.

Nada es tan ambigüo como la alucinación verbal. Los análisis clásicos dejan ya entrever, al menos en algunos casos, la parte de creación del sujeto. Es lo que se llamó la alucinación verbal psicomotriz, y los esbozos de articulación observados fueron recogidos con alegría porque traían la esperanza de una explicación racional satisfactoria del fenómeno de la alucinación. Este problema merece ser abordado a partir de la relación de la boca al oído, que no sólo existe de sujeto a sujeto, sino también para cada sujeto quien a la par que habla, se escucha a sí mismo. Cuando uno ha llegado hasta este punto, cree que ya ha dado un paso y que puede vislumbrar muchas cosas. A decir verdad, la llamativa esterilidad del análisis del problema de la alucinación verbal, se debe al hecho de que este señalamiento es insuficiente. Que el sujeto escucha lo que dice, es precisamente algo a lo cuál conviene no prestarle atención, para volver a la experiencia de lo que sucede cuando escucha a otro.

¿Qué ocurre si atienden solamente a la articulación de lo que escuchan, al acento, o bien a las expresiones dialectales, a cualquier cosa que en el registro del discurso de vuestro interlocutor sea literal? Hay que poner un poco de imaginación, pues tal vez sea imposible llevarlo al extremo, pero es muy claro cuando se trata de una lengua extranjera: en un discurso, lo que uno comprende es distinto de lo que se percibe acústicamente. Es todavía más simple si pensamos en el sordomudo, quien es capaz de recibir un discurso a través de signos visuales realizados con los dedos, según el alfabeto sordomudo. Si el sordomudo está fascinado por las bellas manos de su interlocutor, no registrará el discurso vehiculizado por esas manos. Diría aún más, lo que registra, a saber la sucesión de esos signos, su oposición sin la cual no hay sucesión, ¿podemos decir en sentido estricto que la ve?

Tampoco podemos contentarnos con esto. En efecto, el sordomudo, a la vez que registra la sucesión que le es propuesta, puede muy bien no comprender nada si nos dirigimos a el en una lengua que ignora. Como quien escucha el discurso en una lengua extranjera, habrá visto perfectamente la frase, pero será una frase muerta, la frase sólo cobra vida a partir del momento en que presenta una significación.

¿Que quiere decir esto? Si estamos verdaderamente convencidos de que la significación siempre se relacióna con algo, que sólo vale en tanto remite a otra significación, es claro que la vida de una frase está vinculada profundamente al hecho siguiente: que el sujeto está a la escucha, que se destina esa significación. Lo que distingue a la frase en tanto que es comprendida de la frase que no lo es, cosa que no le impide ser escuchada, es precisamente lo que la fenomenología del caso delirante destaca tan bien, a saber la anticipación de la significación.

Por su índole propia la significación, en tanto que se dibuja, tiende a cada instante a cerrarse para quien la escucha. Dicho de otro modo, el oyente del discurso participa en forma permanente en relación a su emisor, y hay un vínculo entre oír y hablar que no es externo, en el sentido de que uno se escucha hablar, sino que se sitúa a nivel del fenómeno mismo de lenguaje. Es al nivel en que el significante arrastra la significación, y no el nivel sensorial del fenómeno, donde oír y hablar son como el derecho y el revés. Escuchar palabras, acordarle su escucha, es ser ya más o menos obediente. Obedecer no es otra cosa que tomar la delantera en una audición.

Resumamos. El sentido va siempre hacia algo, hacia otra significación hacia la clausura de la significación, remite siempre a algo que está delante o que retorna sobre sí mismo. Pero hay una dirección. ¿Quiere esto decir que no tenemos punto de parada? Estoy seguro que sobre este punto hay una incertidumbre permanente en sus mentes dada la insistencia con la que digo que la significación remite siempre a la significación. Se preguntan si a fin de cuentas el objetivo del discurso, que no es sencillamente recubrir, ni siquiera encubrir el mundo de las cosas, sino tomar apoyo en el de vez en cuando, no se nos perdería irremediablemente.

Ahora bien, no podemos en modo alguno considerar como su punto de parada fundamental la indicación de la cosa. Hay una no equivalencia absoluta del discurso con indicación alguna. Por reducido que supongan el elemento ultimo del discurso, nunca podrán sustituirlo por el índice. Recuerden el muy atinado comentario de San Agustín. Si designo algo mediante un gesto del dedo, nunca se sabrá si mi dedo designa el color del objeto, o su materia, o una mancha, o una rajadura, etcétera. Hace falta la palabra, el discurso para discernirlo. Hay una propiedad original del discurso con respecto a la indicación. Pero no es allí donde encontramos la referencia fundamental del discurso. ¿Buscamos dónde se detiene? Pues bien, siempre a nivel de ese término problemático que se llama el ser.

No quisiera hacer aquí un discurso demasiado filosófico, sino mostrarles por ejemplo qué quiero decir cuando digo que el discurso apunta esencialmente a algo para lo cual no tenemos otro termino más que el de ser.

Les ruego entonces detenerse un momento en lo siguiente. Están en el declinar de una jornada de tormenta y fatiga, contemplan la sombra que comienza a invadir lo que los rodea, y algo les viene a la mente, que se encarna en la formulación la paz del atardecer.

No creo que nadie que tenga una vida afectiva normal ignore que eso es algo que existe, y que tiene un valor muy distinto al de la aprehensión fenoménica del declinar del brillo del día, al de la atenuación de líneas y pasiones. En la paz del atardecer hay a la vez una presencia y una selección en el conjunto de lo que los rodea.

¿Qué vínculo hay entre la formulación la paz del atardecer y lo que experimentan? No es absurdo preguntarse si seres que no hiciesen existir esa paz del atardecer como distinta, que no la formulasen verbalmente, podrían distinguirla de cualquier otro registro bajo el cual la realidad temporal puede ser aprehendida. Podría ser, por ejemplo, un sentimiento de pánico ante la presencia del mundo, una agitación que incluso observan en el mismo momento, en el comportamiento de vuestro gato que parece buscar en todos los rincones la presencia de algún espectro, o esa angustia que atribuimos a los primitivos, sin saber nada de ella, ante la puesta del sol, cuando pensamos que quizá temen que el sol no vuelva, lo cual para nada es impensable. En suma, una inquietud, una búsqueda. Ven, ¿no es cierto?, que esto deja intacta la cuestión de saber que relación mantiene con su formulación verbal ese orden de ser, que realmente tiene su existencia, equivalente a toda suerte de otras existencias en nuestra vivencia, y que se llama la paz del atardecer.

Podemos ahora observar que algo totalmente diferente sucede si somos nosotros quienes hemos llamado a esa paz del atardecer, si preparamos esa formulación antes de aplicarla, o si ella nos sorprende, nos interrumpe apaciguando el movimiento de agitaciones que nos habitan. Cuando precisamente no estamos a su escucha, cuando esta fuera de nuestro campo, súbitamente nos cae encima, y adquiere todo su valor, sorprendidos como estamos por esa formulación más o menos endofásica, más o menos inspirada, que nos llega como un murmullo del exterior, manifestación del discurso en tanto que apenas nos pertenece, que hace eco a todo lo que de golpe tiene para nosotros de significante esa presencia, articulación que no sabemos si viene de fuera o de dentro: la paz del atardecer.

Sin zanjar en su esencia la cuestión de lo tocante a la relación del significante—en cuanto significante de lenguaje— con algo que sin él nunca seria nombrado, es notable que mientras menos lo articulamos, mientras menos hablamos, más nos habla. Cuanto más ajenos somos a lo que está en juego en ese ser, más tiende este a presentársenos, acompañado de esa formulación pacificadora que se presenta como indeterminada, en el límite del campo de nuestra autonomía motriz y de ese algo que nos es dicho desde el exterior, de aquello por lo cual, en el límite, el mundo nos habla.

¿Qué quiere decir ese ser, o no, del lenguaje que es la paz del atardecer? En la medida en que no la esperamos, ni la anhelamos, ni siquiera pensamos desde hace mucho en ella, se nos presenta esencialmente como un significante. Ninguna construcción experimentalista puede justificar su existencia, hay ahí un dato, una manera de tomar ese momento del atardecer como significante, y podemos estar abiertos o cerrados a él. Lo recibimos precisamente en la medida en que estábamos cerrados a él, con ese singular fenómeno de eco, o al menos su esbozo, que consiste en la aparición de lo que, en el limite de nuestra captación por el fenómeno, se formulara para nosotros comúnmente con estas palabras, la paz del atardecer. Llegamos ahora al límite donde el discurso desemboca en algo más allá de la significación, sobre el significante en lo real. Nunca sabremos, en la perfecta ambigüedad en que subsiste, lo que debe al matrimonio con el discurso.

Ven que cuanto más nos sorprende ese significante, es decir en principio nos escapa, más se presenta como una franja, más o menos adecuada, de fenómeno de discurso. Pues bien, se trata para nosotros, es la hipótesis de trabajo que propongo, de buscar que hay en el centro de la experiencia del presidente Schreber, qué siente sin saberlo, en el borde del campo de su experiencia, que es franja, arrastrado como esta por la espuma que provoca ese significante que no percibe en cuanto tal, pero que en su límite organiza todos estos fenómenos.

Les dije la vez pasada que la continuidad de ese discurso perpetuo es vivida por el sujeto, no sólo como una puesta a prueba de sus capacidades de discurso, sino como un desafío y una exigencia fuera de la cual se siente súbitamente presa de una ruptura con la única presencia en el mundo que aún existe en el momento de su delirio, la de ese Otro absoluto, ese interlocutor que ha vaciado el universo de toda presencia auténtica. ¿En qué se apoya la voluptuosidad inefable, tonalidad fundamental de la vida del sujeto, que se liga a este discurso?

En esta observación particularmente vivida, y de una inquebrantable vinculación con la verdad, Schreber anota qué sucede cuando ese discurso, al que está suspendido dolorosamente, se detiene. Se producen fenómenos que difieren de los del discurso continuo interior, enlentecimientos, suspensiones, interrupciones a las que el sujeto se ve obligado a aportar un complemento. La retirada del Dios ambigüo y doble del que se trata, que habitualmente se presenta bajo su forma llamada interior, se acompaña para el sujeto de sensaciones muy dolorosas, pero sobre todo de cuatro connotaciones que son del orden del lenguaje.

En primer lugar, tenemos lo que el llama el milagro del alarido. Le resulta imposible no dejar escapar un grito prolongado, que lo sorprende con tal brutalidad que el mismo señala que, si en ese momento tiene algo en la boca, puede hacérselo escupir. Es necesario que se contenga para que esto no se produzca en público, y está lejos de lograrlo siempre. Fenómeno bastante llamativo, si vemos en ese grito, el borde más extremo, más reducido, de la participación motora de la boca en la palabra. Si hay algo mediante lo cual la palabra llega a combinarse con una función vocal absolutamente  a-significante, y que empero contiene todos los significantes posibles, es precisamente lo que nos estremece en el alarido del perro ante la luna.

En segundo lugar, está el llamado de socorro, que se supone es escuchado por los nervios divinos que se han separado de él, pero que abandonan tras sí una suerte de cola de cometa. En un primer tiempo, el del apego a las tierras, Schreber no podía estar en comunión efusiva con los rayos divinos, sin que en su boca saltasen una o varias almas examinadas. Pero después de cierta estabilización de su mundo imaginario, esto ya no se produce. En cambio, aún se producen fenómenos angustiantes, cuando algunas de esas entidades animadas en medio de las que vive son dejadas a la rastra y emiten gritos de socorro ante la retirada de Dios.

Este fenómeno de llamado de socorro es algo distinto al alarido. El alarido no es sino puro significante, mientras que el pedido de ayuda tiene una significación, por elemental que sea.

Esto no es todo. En tercer lugar, hay toda clase de ruidos del exterior, cualesquiera sean, algo que pasa en el corredor del sanatorio, o un ruido de afuera, un aullido, un relincho que son, dice, milagros hechos expresamente para él. Siempre es algo que tiene un sentido humano.

Entre una significación evanescente que es la del alarido, y la emisión obtenida del llamado—que según él no es el suyo, ya que lo sorprende desde el exterior—, observamos toda una gama de fenómenos que se carácterizan por un estalido de la significación. Schreber sabe bien que son ruidos reales, que suele escuchar a su alrededor, pero tiene la convicción de que no se producen en ese momento por azar, sino para él, en la vía de retorno de la derelicción en el mundo exterior, y coordinados con los momentos intermedios de absorción en el mundo delirante.

Los otros milagros, para los que construye toda una teoría de la creación divina, consisten en el llamado de cierto numero de seres vivientes, que son en general pájaros cantores—que deben ser distinguidos de los pájaros hablantes que forman parte del entorno divino—que ve en el jardín, y también insectos, de especies conocidas—el sujeto tuvo un bisabuelo entomólogo—creados especialmente para el por la omnipotencia de la palabra divina. Así, entre estos dos polos, el milagro del alarido y el llamado de socorro, se produce una transición donde pueden verse las huellas del pasaje del sujeto, absorbido en un vínculo indiscutiblemente erotizado. Las connotaciones están presentes: es una relación femenino-masculino.

El fenómeno fundamental del delirio de Schreber se estabilizo en un campo Unsinnig, insensato, de significaciónes erotizadas. Con el tiempo, el sujeto terminó por neutralizar extremadamente el ejercicio al que se sometió, que consiste en colmar las frases interrumpidas. Ningún otro modo de responder, interrogándolas o insultándolas, vale en el juego. Es necesario, dice, que yo este ligado a la actividad del Dios mismo que me habla en su lengua fundamental, por absurdo y humillante que sea el carácter de su interrogación Pues bien, cada vez que el sujeto sale de ese campo enigmático, cada vez que se instaura un estado cuya llegada parecería debe anhelar cual un respiro, se produce una iluminación en franja del mundo externo, que lo recorre con todos los elementos componentes del lenguaje, en tanto disociados. Por un lado, la actividad vocal en su forma más elemental, acompañada incluso por una suerte de sentimiento de desasosiego vinculado en el sujeto a cierta vergüenza. Por otro, una significación que se connota como la de un llamado de socorro correlativo al abandono del que es objeto en ese momento, seguido por ese algo que, luego de nuestro análisis, nos parecerá mucho más alucinatorio, a fin de cuentas, que esos fenómenos de lenguaje que permanecen, en suma, intactos en su misterio. Incluso nunca los llama sino palabras interiores.

Schreber describe el singular trayecto de los rayos que preceden la inducción de las palabras divinas: transformados en hilos, de los que tiene cierta aprehensión visual, o al menos, espacial, se dirigen hacia él desde el fondo del horizonte, rodean su cabeza, para incidir en él por atrás. Todo permite pensar que este fenómeno, que preludia la puesta en juego del discurso divino en cuanto tal, se despliega en lo que podría llamarse un traes-espacio vinculado a la estructura del significante y de la significación, especialización previa a toda dualización posible del fenómeno del lenguaje.

Lo que sucede en el momento en que cesa este fenómeno es diferente. La realidad se vuelve el sostén de otros fenómenos, aquellos que clásicamente se reducen a la creencia. Si el término de alucinación debe ser relaciónado con una transformación de la realidad, sólo a este nivel tenemos derecho a mantenerlo, para conservar cierta coherencia en nuestro lenguaje. Lo que signa a la alucinación es ese sentimiento particular del sujeto, en el límite entre sentimiento de realidad y sentimiento de irrealidad, sentimiento de nacimiento cercano, de novedad, y no cualquiera, novedad a su servicio que hace irrupción en el mundo externo. Esto pertenece a otro orden que lo que aparece en relación con la significación o la significancia. Se trata verdaderamente de una realidad creada, que se manifiesta, aunque parezca imposible, en el seno de la realidad como algo nuevo. La alucinación en tanto que invención de la realidad constituye el soporte de lo que el sujeto experimenta.

Pienso haberles hecho captar hoy el esquema que intenté presentarles, con todo lo que entraña de problemático.

Nos preguntamos acerca del sentido que debe darse al término alucinación. Para llegar a clasificar las alucinaciones de modo adecuado, conviene observarlas en los contrastes recíprocos, las oposiciones complementarias que el sujeto mismo señala. Estas oposiciones forman parte, en efecto, de una misma organización subjetiva, y por ser el sujeto quien nos las proporciona tienen mayor valor que si fuesen establecidas por un observador. Además, hay que seguir su sucesión en el tiempo.

Intenté hacerles entrever que en Schreber se trata de algo que está siempre a punto de sorprenderlo, que nunca se descubre, pero que se sitúa en el orden de sus relaciones con el lenguaje, de esos fenómenos de lenguaje a los que el sujeto permanece ligado por una compulsión muy especial, que constituyen el centro en que al fin culmina la resolución de su delirio.

Hay aquí una topología subjetiva, que reposa enteramente en lo siguiente, que el análisis nos brinda: que puede haber un significante inconsciente. Se trata de saber cómo ese significante inconsciente se sitúa en la psicosis. Parece realmente exterior al sujeto, pero es una exterioridad distinta de la que se evoca cuando nos presentan la alucinación y el delirio como una perturbación de la realidad, ya que el sujeto está vinculado a ella por una fijación erótica. Tenemos que concebir aquí al espacio hablante en cuanto tal, tal que el sujeto no puede prescindir de él sin una transición dramática donde aparecen fenómenos alucinatorios, es decir donde la realidad misma se presenta como afectada, como significante también.

Esta noción topográfica va en el sentido de la pregunta ya formulada sobre la diferencia entre la Verwerfung y la Verdrängung en lo tocante a su localización subjetiva. Lo que intenté hacerles comprender hoy constituye una primera aproximación a esta oposición.