Seminario 3: Clase 20, El llamado, la alusión. Conferencia: Freud en el siglo, 31 de Mayo de 1956

La entrada en la psicosis. Tomar la palabra. Locura de amor. La evolución del delirio.

El mismo paralelo es posible debido a la omisión de diversas relaciones que, en ambos casos, deben ser dadas por el contexto. Si esta concepción del método de representación en los sueños no ha sido seguida hasta ahora, esto, como debe comprenderse de entrada, debe relaciónarse con el hecho de que los psicoanalistas ignoran completamente la actitud y el modo de conocimiento con los que un filólogo debe enfocar un problema como el que presentan los sueños.

Este texto es suficientemente claro. La aparente contradicción formal que pueden encontrar al decir Freud que los sueños se expresan preferentemente en imagenes, es resituada y colocada nuevamente en su sitio a partir del momento en que muestra de que tipo de imagenes se trata: a saber, imagenes que intervienen en una escritura, es decir, ni siquiera en su sentido propio, ya que algunas esteran allí, no para ser leídas, sino simplemente para aportar un exponente a lo que debe ser leído, sin el cual este permanecería enigmático.

El otro día escribí en la pizarra carácteres chinos. También hubiera podido escribir antiguos jeroglíficos: la presencia del pronombre de primera persona, por ejemplo—que se dibuja mediante dos pequeños signos que tienen valor fonético—, que puede estar acompañado por una imagen más o menos fuerte, da a los otros signos su sentido. Pero los otros signos no son menos autográficos que el hombrecito, y deben ser leídos en el registro fonético.

La comparación con los jeroglíficos es tanto más válida y cierta por cuanto su presencia es difusa en la Traumdeutung, y Freud vuelve a ella incesantemente.

Freud no ignoraba que es verdaderamente la estructura jeroglífica. Estaba enamorado de todo lo que tenía que ver con la cultura del antiguo Egipto. Muy a menudo hace referencia al estilo, a la estructura significante de los jeroglíficos, y al modo de pensamiento, a veces contradictorio, superpuesto, de las creencias de los antiguos egipcios. Se refiere a ellos con agrado para dar, por ejemplo, una imagen expresiva de tal o cual modo de coexistencia de conceptos contradictorios en los neuróticos.

Al final del mismo texto, evoca el lenguaje de los síntomas y habla de la especificidad de la estructuración significante en las diferentes formas de neurosis y psicosis. De golpe, entonces, compara con sorprendente concisión las tres grandes neuropsicosis. Es así, dice, como lo que un histérico expresa vomitando, un obsesivo lo expresará tomando medidas protectoras sumamente penosas contra la infección, mientras que un parafrénico se verá llevado a quejas y sospechas. En los tres casos, serán diferentes representaciones del anhelo del paciente de llegar a lo que está reprimido en su inconsciente, y su reacción defensiva contra este hecho.
Esto para ponernos en marcha.

1)
Volvamos a nuestro objeto.

Con el tema de la procreación, que está en el fondo dé la síntomatología del caso Schreber, no estamos muy lejos de el. Pero hoy todavía no lo alcanzaremos directamente.

Quisiera, por otro sesgo aún, y a propósito de lo que pudieron escuchar el lunes a la noche a nuestro amigo Serge Leclaire, volver a formular la pregunta de lo que llamo el significante último en la neurosis.

Siendo esencialmente un significante, no es, obviamente, un significante sin significación. Enfatizó lo siguiente: que no depende de la significación sino que es su fuente.

Las dos vertientes, masculina y femenina, de la sexualidad, no son datos, no son nada que pueda deducirse de la experiencia. ¿Si no tuviese ya el sistema significante, en tanto éste instaura el espacio que le permite ver, cual un objeto enigmático, a distancia, la cosa a la que es menos fácil acercarse, a saber, su propia muerte, cómo podría el individuo orientarse en ella? Si lo piensan, si piensan en el largo proceso dialéctico que necesita un individuo para llegar allí, y hasta qué punto nuestra experiencia está hecha de los excesos y defectos del acercamiento al polo masculino y al polo femenino, verán que no es menos fácil acercársele. Realidad acerca de la que podemos formular la pregunta de saber si incluso es aprehensible fuera de los significantes que la aíslan.

La noción que tenemos de la realidad como aquello en torno a lo cual giran los fracasos y tropiezos de la neurosis, no debe desviarnos de observar que la realidad con que nos enfrentamos está sostenida, tramada, constituida por una trenza de significantes. Para saber qué decimos cuando decimos, por ejemplo, que en la psicosis algo llega a faltar en la relación del sujeto con la realidad, debemos delimitar la perspectiva, el plano, la dimensión propia de la relación del sujeto con el significante. Se trata, en efecto, de una realidad estructurada por la presencia de cierto significante que es heredado, tradicional, transmitido: ¿cómo? Por supuesto, por el hecho de que alrededor del sujeto, se habla.

Si admitimos ahora, como un hecho corriente en la experiencia, que no haber atravesado la prueba del Edipo, no haber visto abrirse ante si sus conflictos y sus impases, no haberlos resuelto, deja al sujeto con cierto defecto, con cierta impotencia para precisar esas Justas distancias que se llaman realidad humána, es ciertamente porque creemos que la realidad implica la integración del sujeto a determinado juego de significantes. Con ello no hago otra cosa sino formular lo que todos admiten, de modo algo implícito, en la experiencia analítica.

Indicamos al pasar que lo que carácteriza la posición histérica es una pregunta que se relacióna justamente con los dos polos significantes de lo masculino y lo femenino. El histérico la formula con todo su ser: ¿cómo se puede ser varón o ser hembra? Esto implica, efectivamente, que el histérico tiene de todos modos la referencia. La pregunta es aquello en lo cual se introduce y se conserva toda la estructura del histérico, con su identificación fundamental al individuo del sexo opuesto al suyo, a través de la cual interroga a su propio sexo. A la manera histérica de preguntar o… o…. se opone la respuesta del obsesivo, la denegación, ni… ni…. ni varón ni hembra. Esta denegación se hace sobre el fondo de la experiencia mortal y el escamoteo de su ser a la pregunta, que es un modo de quedar suspendido de ella. El obsesivo precisamente no es ni uno ni otro; puede también decirse que es uno y otro a la vez.

Paso, pues todo esto está destinado tan sólo a situar qué ocurre en el psicótico, a quien se opone a la posición de cada uno de los sujetos de las dos grandes neurosis.

En mi discurso sobre Freud de hace quince días, hablé del lenguaje en tanto habitado por el sujeto, quien toma en él la palabra, más o menos, con todo su ser, es decir, en parte sin saberlo. ¿Cómo no ver en la fenomenología de las psicosis que todo, desde el comienzo hasta el final, tiene que ver con determinada relación del sujeto con ese lenguaje promovido de golpe a primer plano de la escena, que habla por sí solo, en voz alta, tanto en su sonido y furia, como en su neutralidad? Si el neurótico habita el lenguaje, el psicótico es habitado, poseído por el lenguaje.

Lo que ocupa el primer plano muestra que el sujeto está sometido a una prueba, al problema de alguna falta que concierne al discurso permanente que sostiene lo cotidiano, el material bruto de la experiencia humana. Del monólogo permanente algo se desprende, que aparece como una especie de música polivocal. Su estructura merece que nos detengamos a preguntarnos por qué está hecha así.

En el orden de los fenómenos es algo que inmediatamente se presenta como estructurado. No olvidemos que tomamos del lenguaje la noción misma de estructura. Desconocerlo, reducirlo a un mecanismo, es tan demostrativo como irónico. Lo que Clérambault delimitó con el nombre de fenómenos elementales de la psicosis, el pensamiento repetido, contradicho, dirigido, ¿qué es si no el discurso redoblado, retomado en antítesis? Pero, con el pretexto de que hay allí una estructuración totalmente formal—y Clérambault tiene una y mil veces razón al insistir en ello—, deduce que se encuentra ante simples fenómenos mecánicos. Lo cual es totalmente insuficiente. Es mucho más fecundo concebirlo en términos de estructura interna del lenguaje.

El mérito de Clérambault es haber mostrado su carácter ideicamente neutro, lo que en su lenguaje quiere decir que está en plena discordancia con los afectos del sujeto, que ningún mecanismo afectivo basta para explicarlo, y en el nuestro, que es estructural. Poco importa la debilidad de la deducción etimológica o patogénica, frente a lo que valoriza, a saber que es preciso vincular el núcleo de la psicosis con una relación del sujeto con el significante en su aspecto más formal, en su aspecto de puro significante, y que todo lo que se construye a su alrededor no son más que reacciónes de afecto al fenómeno primero, la relación con el significante.

La relación de exterioridad del sujeto con el significante es tan cautivante que todos los cínicos de algún modo la enfatizaron. El síndrome de influencia deja aún ciertas cosas en la nebulosa, pero el síndrome de acción exterior, por ingenuo que parezca, subraya bien la dimensión esencial del fenómeno, la exterioridad del psicótico respecto al conjunto del aparato del lenguaje. A partir de aquí se plantea la cuestión de saber si el psicótico entró verdaderamente en el lenguaje.

Muchos clínicos examinaron los antecedentes del psicótico. Helen Deutsch destacó cierto como si que parece marcar las etapas de quienes, en cualquier momento, caerán en la psicosis. Nunca entran en el juego de los significantes, salvo a través de una imitación exterior. La no-integración del sujeto al registro del significante indica la dirección en la que se plantea la pregunta sobre las condiciones previas de la psicosis: la cual ciertamente sólo puede solucionarse mediante la investigación analítica.

Sucede que tomamos pre-psicóticos en análisis, y sabemos cuál es el resultado: el resultado son psicóticos. La pregunta acerca de las contraindicaciones del análisis no se plantearía si todos no tuviésemos presente tal caso de nuestra práctica, o de la práctica de nuestros colegas, en que una linda y hermosa psicosis —psicosis alucinatoria, no hablo de una esquizofrenia precipitada— se desencadena luego de las primeras sesiones de análisis un poco movidas; a partir de entonces el bello analista se transforma rápidamente en un emisor que le hace escuchar todo el día al paciente qué debe y qué no debe hacer.

¿No palpamos ahí en nuestra experiencia misma, y sin tener que buscar demasiado lejos, lo que está en el centro de la entrada en la psicosis? Es lo más arduo que puede proponérsele a un hombre, y a lo que su ser en el mundo no lo enfrenta tan a menudo: es lo que se llama tomar la palabra, quiero decir la suya, justo lo contrario a decirle sí, sí, sí a la del vecino. Esto no se expresa forzosamente en palabras. La clínica muestra que es justamente en ese momento, si se sabe detectarlo en niveles muy diversos, cuando se declara la psicosis.

A veces se trata de un pequeño trabajo de toma de palabra, mientras que hasta entonces el sujeto vivía en su capullo, como una polilla. Es la forma, muy bien delimitada por Clérambault, con el nombre de automatismo mental de las solteronas. Pienso en la maravillosa riqueza que carácteriza su estilo, ¿cómo pudo Clérambault no detenerse en los hechos? No había verdaderamente razón alguna para distinguir a esos infelices seres olvidados por todos cuya existencia describe tan bien, y en los que, ante la menor provocación, surge el automatismo mental, a partir de ese discurso que siempre permaneció latente e inexpresado en ellas.

Si admitimos que el desfallecimiento del sujeto en el momento de abordar la palabra verdadera sitúa su entrada, su deslizamiento, en el fenómeno crítico, en la fase inaugural de la psicosis, podemos entrever como esto se une con lo que hemos elaborado.

2)
La noción de Verwerfung indica que previamente ya debe haber algo que falta en la relación con el significante, en la primera introducción a los significantes fundamentales.

Esta es, evidentemente, una ausencia irreparable para toda búsqueda experimental. No hay ningún medio de captar, en el momento en que falta, algo que falta. En el caso del presidente Schreber sería la ausencia del significante masculino primordial, al que pudo parecer igualarse durante años: parecía sostener su papel de hombre, y ser alguien, igual a todo el mundo. La virilidad también significa algo para él, porque también es objeto de sus vivas protestas en el momento de irrupción del delirio, que de entrada se presenta bajo la forma de una pregunta sobre el sexo, un llamado que le viene desde fuera como en el fantasma: qué bello sería ser una mujer sufriendo el acoplamiento. El desarrollo del delirio expresa que no hay para él ningún otro modo de realizarse, de afirmarse como sexual, sino admitiéndose como una mujer, como transformado en mujer. Este es el eje del delirio. Porque deben distinguirse dos planos.

Por una parte, la progresión del delirio revela la necesidad de reconstruir el cosmos, la entera organización del mundo, en torno a esto; hay un hombre que sólo puede ser la mujer de un Dios universal. Por otra, no olvidemos que este hombre parecía saber en su discurso común, hasta la época crítica de su existencia, como todo el mundo, que era un hombre, y lo que en algún lado llama su honor de hombre clama a voz en cuello, cuando de golpe llega a ser cosquilleado con cierta fuerza por la entrada en juego del enigma del Otro absoluto, quien surge con las primeras campanadas de delirio.

En suma, nos vemos llevados a esta distinción, que sirve de trama a todo lo que dedujimos hasta el momento de la estructuración misma de la situación analítica: a saber, lo que llame el otro con minúscula y el Otro absoluto.

El primero, el otro con a minúscula, es el otro imaginario, la alteridad en espejo, que nos hace depender de la forma de nuestro semejante. El segundo, el Otro absoluto, es aquel al que nos dirigimos más allá de ese semejante, aquel que estamos obligados a admitir más allá de la relación de espejismo, aquel que frente a nosotros acepta o rechaza, aquel que en ocasiones nos engaña, del que nunca podemos saber si no nos engaña, aquel a quien siempre nos dirigimos. Su existencia es tal que el hecho de dirigirse a él, de tener un lenguaje con él, es más importante que todo lo que puede estar en juego entre él y nosotros.

El desconocimiento de la distinción de estos dos otros en el análisis, donde están presentes por doquier, está en el origen de todos los falsos problemas y, en particular del que ahora aparece al haberse enfatizado la primacía de la relación de objeto.

En efecto, hay una discordancia patente entre la posición freudiana según la cual el recién nacido, a su entrada al mundo, está en una relación llamada autoerótica, o sea una relación en la que el objeto no existe, y la observación clínica de que desde el inicio de la vida, sin duda, tenemos todos los signos de que toda clase de objetos existen para el recién nacido. Esta dificultad sólo puede solucionarse distinguiendo el otro imaginario, en tanto estructuralmente es la forma originaria del campo en que se estructura para el recién nacido humano una multiplicidad de objetos, y el Otro absoluto, el Otro con A mayúscula, que es, sin duda, hacia lo que Freud apunta—los analistas luego lo descuidaron—cuando habla de la no existencia, en el origen, de ningún Otro.

Existe una buena razón para esto, que este Otro está todo en sí, dice Freud, pero a la vez esta enteramente fuera de sí.

La relación extática con el Otro es una cuestión que no nace ayer, pero por haber sido dejada en la sombra durante algunos siglos, merece que nosotros, los analistas, que la enfrentamos todo el tiempo, la retomemos.

En la Edad Media se hacía la diferencia entre lo que llamaban la teoría física y la teoría extática del amor. Se planteaba así la cuestión de la relación del sujeto con el Otro absoluto. Digamos, que para comprender las psicosis debemos hacer que se recubran en nuestro esquemita la relación amorosa con el Otro como radicalmente Otro, con la situación en espejo, de todo lo que es del orden de lo imaginario, del animus y del anima, que se sitúa según los sexos en uno u otro lugar.

¿Que diferencia a alguien que es psicótico de alguien que no lo es? La diferencia se debe a que es posible para el psicótico una relación amorosa que lo suprime como sujeto, en tanto admite una heterogeneidad radical del Otro. Pero ese amor es también un amor muerto.

Puede parecerles que recurrir a una teoría medieval del amor para introducir la cuestión de la psicosis es un rodeo curioso y singular. Es imposible, empero, concebir si no la naturaleza de la locura.

Reflexionen, sociológicamente, en las formas del enamoramiento, del hecho de estar enamorado, atestadas en la cultura.

Los psicólogos sólo incluyen en el orden del día la cuestión de los patterns. En algunas culturas, las cosas estuvieron a punto de reventar, llegaron a una situación harto embarazosa respecto al problema de cómo dar forma al amor; la crisis se inicia a partir del momento en que se lleva la clásica orquídea en el escote a la primera cita. Tomemos como punto de referencia la técnica, porque era una, o el arte de amar, digamos la práctica de la relación amorosa que reinó en nuestra Provenza o en nuestro Languedoc. Hay allí toda una tradición que continúa con la novela arcacádica al estilo Astrea, y con el amor romántico, en los que se observa una degradación de los patterns amorosos, que se vuelven cada vez más inciertos.

Seguramente, en el curso de esta evolución histórica, el amor-pasión, en la medida en que es practicado en ese estilo que se llama platónico o idealista apasionado, se vuelve cada vez más ridículo, o lo que comúnmente se llama, y con justeza, una locura. El tono se rebajó, la cosa cayó en lo irrisorio. Jugamos sin duda con este proceso alienado y alienante, pero de manera cada vez más exterior, sostenida por un espejismo cada vez más difuso. La cosa, ya no sucede con una bella o una dama, se lleva a cabo en cambio en la sala oscura del cine, con la imagen que está en la pantalla.

Esto pertenece al registro que quiero destacar. Esta dimensión es del orden de la locura del puro espejismo, en la medida en que el acento original de la relación amorosa está perdido. A nosotros nos parece cómico, ese sacrificio total de un ser a otro, llevado a cabo sistemáticamente por gente que tenía tiempo como para no hacer más que eso. Era una técnica espiritual, que tenía sus modos y sus registros, que apenas atisbamos, dada la distancia que nos separa de ella. Algo debería interesarnos, a nosotros analistas, esa ambigüedad de sensualidad y castidad, sostenida técnicamente, parece, en el curso de un singular concubinato, sin relación física, o al menos con relaciones diferidas.

El carácter de degradación alienante, de locura, que connota los desechos de esta práctica, perdidos en el plano sociológico, presenta analogías con lo que sucede en el psicótico, y dan su sentido a la frase de Freud que mencioné el otro día, el psicótico ama su delirio como a sí mismo.

El psicótico sólo puede captar al Otro en la relación con el significante, y sólo se detiene en una cáscara, una evoltura, una sombra, la forma de la palabra. Donde la palabra está ausente, allí se sitúa el Eros del psicótico, allí encuentra su supremo amor.

Tomadas en este registro, muchas cosas se aclaran, y, por ejemplo, la curiosa entrada de Schreber en su psicosis, con la curiosa fórmula que emplea de asesinato del alma, eco muy singular, reconózcanlo, del lenguaje del amor, en el sentido técnico que acabo de destacar ante ustedes, el amor en la época de la Carte du Tendre. Ese asesinato del alma, sacrificial y misterioso, simbólico, se forma en la entrada de la psicosis según el lenguaje precioso.

¿Qué atisbamos de la entrada en la psicosis? En función de determinado llamado al que el sujeto no puede responder, se produce una proliferación imaginaria de modos de ser que son otras tantas relaciones con el otro con minúscula, proliferación que sostiene cierto modo del lenguaje y la palabra.

3)
Desde el origen, subrayé la intrusión de lo que Schreber llama la lengua fundamental, que es afirmada como una especie de significante particularmente pleno.

Ese viejo alemán, dice, está lleno de resonancias por su nobleza y sencillez. Hay pasajes donde las cosas llegan mucho más lejos: Schreber atribuye el malentendido con Dios al hecho de que éste no sabe distinguir entre lo que expresa los verdaderos sentimientos de las almitas, y por lo tanto, del sujeto, y el discurso en que se expresa comúnmente en el curso de sus relaciones con los otros. Traza así, literalmente, la distinción entre el discurso inconsciente que el sujeto expresa con todo su ser y el discurso común.

Freud lo dice en algún lado: hay más verdad psicológica en el delirio de Schreber que en lo que dicen los psicólogos. Esta es la apuesta de Freud. Schreber es más veraz que todo lo que sobre él pueden decir los psicólogos. Sabe mucho más sobre los mecanismos y sentimientos humanos que los psicólogos. Si Dios no presta atención a las necesidades cotidianas del hombre, Si nada comprende del hombre, es porque lo comprende demasiado bien. Prueba de ello es que introduce en la lengua fundamental lo que ocurre mientras el hombre duerme, es decir sus sueños. Schreber señala esto como si hubiese leído a Freud.

A esto se opone desde el, comienzo una vertiente del significante dada por sus cualidades, su densidad propia. No por su significación, sino por su significancia. Al significado esta vacío, el significante es retenido por sus cualidades puramente formales, que sirven, por ejemplo, para hacer series. Es el lenguaje de los pájaros del cielo, el discurso de las jovencitas, al que Schreber le otorga el privilegio de carecer de significación.

Entre estos dos polos se sitúa el registro en el que se juega la entrada en la psicosis: la palabra reveladora, que abre una nueva dimensión y que da un sentimiento de comprensión inefable, que no recubre nada de lo experimentado hasta entonces, y, por otro lado, el estribillo, el refrán.

A partir del momento de lo que llamo la campanada de entrada en la psicosis, el mundo cae en la confusión, y podemos seguir paso a paso como lo reconstruye Schreber, en una actitud de consentimiento progresivo, ambigüo, reticente, reluctant, como se dice en inglés. Admite poco a poco que el único modo de salir de ella, de salvar cierta estabilidad en sus relaciones con las entidades invasoras, deseantes, que son para él los soportes del lenguaje desencadenado de su tumulto interior, es aceptar su transformación en mujer. ¿Después de todo, acaso no vale más la pena ser una mujer de espíritu que un hombre cretinizado? Su cuerpo es así invadido progresivamente por imagenes de identificación femenina a las que le abre la puerta, deja que lo tomen, se hace poseer, remodelar por ellas. En algún lado, en una nota, existe la noción de dejar entrar en él las imagenes. A partir de ese momento reconoce que el mundo aparentemente no parece haber cambiado tanto desde el inicio de su crisis: retorno de cierto sentimiento sin duda problemático, de la realidad.

Tratándose de la evolución del delirio, conviene señalar que primero se producen las manifestaciones plenas de la palabra, las cuales le resultan satisfactorias. Pero a medida que su mundo se reconstruye en el plano imaginario, el sentido retrocede a otros lugares. La palabra se produce primero en lo que llama los reinos de Dios anterior, adelante. Luego, Dios retrocede en el espacio, alejamiento, y lo que corresponde a las primeras grandes intuiciones delirantes se escabulle cada vez más. A medida que reconstruye su mundo, lo que está cerca de él, y con lo que tiene que enfrentarse, la palabra de ese Dios interior con el que tiene esa singular relación que es una imagen de la copulación, como lo muestra el primer sueño de invasión de la psicosis, ese Dios entra en el universo del machaque, del estribillo, del sentido vacío y de la objetivación. En el espacio vibrante de su introspección, lo que llama la toma de notas connota de ahí en más a cada instante sus pensamientos, los registra y los avala. Hay ahí un desplazamiento en la relación del sujeto con la palabra.

Los fenómenos alucinatorios hablados que tienen para el sujeto un sentido en el registro de la interpelación, de la ironía, del desafío, de la alusión, aluden siempre al Otro con A mayúscula, como término siempre presente, pero nunca visto y nunca nombrado, más que de modo indirecto. Estas observaciones nos llevarán a comentarios lingüísticos respecto a un hecho que esta al alcance de la mano, y que nunca captan, me refiero a los dos modos diferentes de uso de los pronombres personales.

Hay pronombres personales que se declinan, yo, me, tú, te, él, le, etcétera. En el registro me, te, le, el pronombre personal es pasible de ser elidido, en el otro, yo (moi), tu (toi), el (lui), no se eliden.

¿Ven la diferencia? Yo lo quiero (je le veux) o yo quiero a él (je veux fui) o a ella (je veux elle), no son lo mismo.

Por hoy llegaremos hasta aquí.