Seminario 3: Clase 23, La carretera principal. «Ser padre», 20 de Junio de 1956

Tú eres el que me sigues mejor.
Tu eres el que me sigue como un perrito.  
Tú eres el que me seguía ese día.  
Tú eres el que me seguías a través de las pruebas.  
Tú eres el que sigue la ley… el texto.  
Tú eres el que sigue la multitud.  
Tú eres el que me has seguido.  
Tú eres el que me ha seguido.  
Tú eres el que eres.  
Tú eres el que es.

1)
Vuestro oficio de psicoanalistas bien vale que se detengan un momento en qué quiere decir hablar. Es un ejercicio cercano, aunque de naturaleza un poco diferente, a las recreaciones matemáticas, a las cuales nunca es suficiente la atención que se les pueda prestar, porque siempre sirven para formar la mente.

Aquí, el asunto va más allá de la pequeña diversión. No es algo que pueda objetivarse por completo, formalizarse está a nivel de lo que se escabulle, allí donde menos les gusta detenerse, cuando es donde yace lo esencial de lo que sucede cuando están en relación con el discurso de otro

Retomemos donde dejamos la vez pasada, en el futuro del verbo seguir:— tú eres el que me seguirás,  tú eres el que me seguirá.

Comenzamos a puntuar los verdaderos dobles sentidos que se establecen según se pase o no a través de la pantalla de el que. El demostrativo no es otra cosa que la famosa tercera persona. En todas las lenguas, esa persona se hace con demostrativos, y por eso mismo no es una persona del verbo. Quedan las otras dos personas, el  tú, al que me dirijo, y, detrás, la presencia de un ego más o menos presentificado, diría incluso invocado, a condición de que demos a este término su pleno sentido.

Enfaticé la oposición que hay entre el carácter obligado, la simple constatación de  tú eres el que me seguirá, en tercera persona, y el mandato, la delegación, el llamado que se escucha en  tú eres el que me seguirás. Lo mismo hubiera podido oponer predicación y previsión, diferencia que sólo puede percibirse en una frase que encarna el mensaje. Si abstraemos, la predicción se vuelve otra cosa.

Tú eres el que me has seguido y  tú eres el que me ha seguido presentan una diversidad análoga. El tiempo del verbo no se reduce a la sola consideración del pasado, el presente y el futuro, está involucrado de modo totalmente diferente cuanto está en segunda persona. Diría que, en el primer caso, donde el me has seguido está en segunda persona, se trata de una acción temporalizada, considerada en el acto de llevarse a cabo. En el otro,  tú eres el que me ha seguido, es un perfecto, una cosa acabada, tan terminada que incluso puede decirse que confina con la definición: entre los otros,  tú eres el que me ha seguido.

Hay allí una regla, sin duda alguna, pero es preciso dar múltiples ejemplos para llegar a captarla. La diferencia que hay entre  tú eres el que me sigues mejor y  tú eres el que me sigue como un perrito, sirve ahí para que puedan iniciar los ejercicios siguientes, lo que conviene poner en los espacios en blanco.

Tú eres el que me seguía ese día.  tú eres el que en un tiempo me seguías a través de las pruebas. En estas dos fórmulas está toda la diferencia entre la constancia y la fidelidad. Digamos, incluso, si la palabra constancia puede resultar ambigüa, toda la diferencia entre la permanencia y la fidelidad.

No hay necesidad de que el me esté ahí.  tú eres el que sigues la ley,  tú eres el que sigues el texto, me parece inscribirse de modo diferente a  tú eres el que sigue la multitud, aún siendo, desde el punto de vista significante, es decir, en tanto grupos orgánicos cuyo valor significativo se ordena desde el comienzo hasta la conclusión, frases perfectamente válidas.

SR. PUJOL: Ellas no están identificadas fonéticamente, sino sólo ortográficamente.

Estos ejemplos agrupados no me parecen demasiado inventados para ser válidos. Estas diferencias tienen sus razones.

SR. PUJOL: En  tú eres el que me has seguido, es el otro quien pone la s, no el que habla.

Ahí entra usted en el núcleo del tema, retomando lo que acabo de indicar: que ese  tú al que me dirijo desde el lugar donde yo mismo estoy en cuanto Otro con mayúscula para nada es mi puro y simple correlato. Estos ejemplos demuestran que hay otras cosas más allá del  tú, que es el ego que sostiene el discurso del que me sigue cuando sigue por ejemplo mi palabra. Es precisamente la mayor o menor intensidad, la mayor o menor presencia de ese ego la que decide entre ambas formas. Por supuesto, es él quien sanciona, y es porque la sanción depende de él que nos detenemos en estos ejemplos. Ese ego está más allá del  tú eres el que, que es el modo donde debe encontrar su punto de referencia. En un caso, es él quien va a seguir y, en efecto, el que se vuelve caduco: seguirá, seguirá él, es él quien seguirá. En el otro, no está en cuestión él, sino yo (moi).

Para decirlo todo, se trata de mostrarles que el soporte de este  tú cualquiera sea la forma bajo la que aparece en mi experiencia, es un ego, el ego que lo formula, pero que nunca puede considerarse que lo sostiene completamente. Cada vez que apelo al otro por ese mensaje, esa delegación, cada vez que lo designo principalmente como el que debe, el que va hacer, pero, aún más, como aquel a quien le anuncio lo que él va a ser, sin duda lo sostengo, pero algo permanece totalmente incierto, problemático, en esa comunicación fundamental que es el anuncio, por no decir la anunciación.

El yo (je) tiene una naturaleza esencialmente fugitiva, que nunca sostiene totalmente al  tú.

2)
Una de las características más profundas del fundamento mental de la tradición judeocristiana es verdaderamente que en ella la palabra perfila con nitidez, como su fondo último, el ser del yo (je). En todos los puntos esenciales, el sujeto se encuentra siempre ante la necesidad de justificarse en cuanto yo (je). El yo (je) que dice soy el que soy, ese yo (je), absolutamente solo, es el que sostiene radicalmente al  tú en su llamado. Esta es toda la diferencia que hay entre el Dios de la tradición de la que venimos, y el Dios de la tradición griega. Me he preguntado si el Dios griego era capaz de proferirse bajo el modo de algún yo (je). ¿Acaso diría Yo (Je) soy el que es? Por cierto que de ningún modo. La forma archiatenuada del Dios griego no es algo de lo cual deba uno sonreírse, ni creer que se sitúa en la vía del desvanecimiento ateísta de Dios. El que sí es del orden de ni fu ni fa del Yo (je) soy el que es, es más bien el Dios por el que se interesaba Voltaire, hasta el punto de considerar a Diderot un cretino el Dios del deísmo.

A la mente de ustedes les cuesta examinar detenidamente el Dios de Aristóteles, porque se ha vuelto impensable para nosotros. Pero, en fin, intenten meditar un instante modo de ese medeor que yo mencionaba la vez pasada, y que es el verbo original de vuestra función médica acerca de lo que puede ser la relación con el mundo de un discípulo de Aristóteles para quien Dios es la esfera más inmutable del cielo.

No es un Dios que se anuncia por el verbo, como el que hace un instante evocábamos, es la parte de la esfera estrellada en la que están las estrellas fijas, es la esfera en que el mundo no se mueve. Ello entraña desde luego una relación al otro que nos es ajena e impensable, y mucho más lejana que la que, por ejemplo, está puesta en juego en la fantasía punitiva.

Nadie se detiene en lo siguiente: en el fondo del pensamiento religioso que nos formó, está la idea de hacernos vivir en el temor y el temblor; por ello es verdaderamente tan fundamental la coloración de culpabilidad en nuestra experiencia psicológica de las neurosis, sin que por ello podamos prejuzgar de lo que ellas son en otra esfera cultural. Esta coloración es fundamental hasta tal punto que abordamos las neurosis por ese lado, y nos dimos cuenta que estaban estructuradas de modo subjetivo e intersubjetivo. Por eso, se justifica plenamente que nos preguntemos si nuestra relación al otro no está marcada fundamentalmente por la tradición que se enuncia en la fórmula —acompañada, según cuentan, por un arbolito en llamas— Yo (je) soy el que soy. No estamos demasiado alejados de nuestro tema. Esto es lo que está en juego en el presidente Schreber: un modo de construir el Otro-Dios.

La palabra ateísmo tiene para nosotros un sentido muy distinto del que podría tener en referencia a la divinidad aristotélica, por ejemplo, donde lo que está en cuestión es la relación con un ente superior, con el ente supremo. Nuestro ateísmo está situado en una perspectiva diferente: está vinculado con ese lado siempre huidizo del yo (je) del otro.

Un otro que se anuncia como Yo (je) soy el que soy es, por este sólo hecho, un Dios más allá, un Dios escondido, y un Dios que en ningún caso descubre su rostro. En la perspectiva aristotélica, precisamente, cabe decir que nuestro punto de partida es ateo de antemano. Es un error, pero desde esa perspectiva es estrictamente cierto, y en nuestra experiencia no lo es menos. Lo que se anuncia, sea lo que fuera, como Yo (je) soy el que soy es perfectamente problemático, no sostenido, casi insostenible, o sostenible tan sólo por un tono.

Reflexionen en el Yo (je) soy del Yo (je) soy el que soy.
Eso es precisamente lo que constituye el carácter problemático de la relación con el otro en la tradición que es la nuestra. Es también lo que distingue estrictamente nuestra relación con los entes, con los objetos, y nuestra ciencia, de un modo mucho más profundo que lo que llaman su carácter experimental. Los antiguos no experimentaban menos que nosotros, experimentaban sobre lo que les interesaba, la cuestión no es esa. Lo que distingue nuestro modo de fragmentar el mundo, de hacerlo migajas, es la manera que tenemos de postular a los otros, los otros con minúscula, a la luz del Otro último, absoluto. Los antiguos, en cambio, lo abordaban como algo que se jerarquiza según una escala de consistencia del ente. Nuestra posición cuestiona radicalmente el propio ser de lo que se anuncia como siendo ser, y no ente.

Al que dice Yo (je) soy el que soy, no estamos en condiciones de responderle. ¿Que somos para poder responder a el que soy? Demasiado lo sabemos. Un chorlito a decir verdad nos están llegando muchos vuelos de chorlitos desde el otro lado del Atlántico -con quien converse hace poco me decía: ¡Pero, en fin, por más que sea yo soy yo! Esto le parecía la certeza ultima. Les aseguro que no lo había provocado y que no estaba haciendo propaganda antipsicológica.

A decir verdad, si hay una evidencia mínima en la experiencia, y no digo en la del psicoanálisis, sino sencillamente en la experiencia interior de cualquiera, es que con toda seguridad somos tan poco quienes somos, que sabemos muy bien, que alboroto, que caos espantoso, cruzado de admoniciones  diversas, experimentamos en nosotros por cualquier motivo, en cualquier momento.

Los he llevado por las riendas desde hace bastante tiempo para que se percaten de que la palabra, y en especial esa forma esencial de la palabra en que nosotros mismos nos anunciamos como un  tú, es un modo complejo que dista mucho de poder reducirse a dos centros que intercambian señales. Como la relación de sujeto a sujeto está estructurada de modo complejo por las propiedades del lenguaje, el papel propio que en ella juega el significante debe ser precisado.

Quisiera que examináramos propiedades simples del susodicho significante. El radicalismo que les manifesté en cuanto a la relación del sujeto al sujeto, apunta hacia una interrogación en marcha del Otro en cuanto tal, que lo muestra inasible en sentido estricto: no persevera, nunca puede perseverar totalmente en la empresa en que lo desafiamos. Inversamente, el punto de vista que intento sostener ante ustedes supone cierto materialismo de los elementos en causa, en el sentido de que los significantes están encarnados de verdad, materializados; son las palabras que se pasean, y su función de abrochadura la desempeñan en cuanto tales.

Ahora, para dejarlos descansar, voy a hacer una comparación. Comparación no es razón, pero los ejemplos que utilicé fueron de rigurosa calidad, como esa primera escena de Atalía, cuyo progreso mostré consistía en la sustitución del interlocutor Abner, por el temor de Dios, que no tiene más relación con los temores y la voz de Abner que el me has seguido.

Paréntesis. No hace mucho tuve ocasión de leer un articulo en inglés sobre Racine según el cual la originalidad de su tragedia estriba en que tuvo el arte, la gracia, de introducir en ese marco, y casi sin que su público lo supiera, personajes de alto puterío.

Ven ustedes la distancia entre la cultura anglosajona y la nuestra. La nota fundamental de Andrómaca, de Ifigenia, etc., es el puterío. De paso apunta que los freudianos han hecho un extraordinario descubrimiento en las tragedias de Racine. Yo hasta ahora no me había dado cuenta, y lo deploro. Es cierto que, siguiendo el ejemplo de Freud, algunos se dedicaron a buscar en las obras de Shakespeare, y no sin complacencia, la ejemplificación de cierto número de relaciones analíticas. Pero en lo que concierne a las referencias a nuestra propia cultura, tardan en ver la luz. Ya sería tiempo de poner manos a la obra: a lo mejor encontraríamos en ella con qué ilustrar, como lo hice la vez pasada, los problemas que se nos presentan respecto al uso del significante.

Abordemos ahora el ejemplo que quiero darles para hacerles comprender la gravedad, la inercia propia del significante en el campo de las relaciones del Otro.

3)
La carretera, ese si es un significante que merece ser tomado en cuanto tal: la carretera, la carretera principal en la que ruedan con sus diversos medios de locomoción, la carretera que va por ejemplo de Mantes a Ruan. No digo París, que es un caso particular.

La existencia de una carretera principal entre Mantes y Ruan es un hecho que por si sólo se ofrece a la meditación del investigador.

Supongamos que como ocurre en el sur de Inglaterra, donde son mesurados en exceso con las carreteras principales tengan que pasar para ir de Mantes a Ruan, por una serie de carreteras secundarias, como la que va de Mantes a Vernon, y luego de Vernon a donde quieran. Basta haber hecho la experiencia para echar de ver que no es lo mismo una sucesión de carreteras secundarias que una carretera principal. No sólo porque los demora en la práctica, sino porque cambia por completo la significación de sus comportamientos ante lo que sucede entre el punto de partida y el punto de llegada. A fortiori, se imaginan una comarca entera cubierta por una red de caminos sin que en ninguna parte exista la carretera principal.

La carretera principal es algo que existe en sí y se reconoce de inmediato. Cuando salen de un sendero, de un matorral, de una vereda, de una pequeña vía rural, saben de inmediato que han dado con la carretera principal. La carretera principal no es algo que se extiende de un punto a otro, es una dimensión desarrollada en el espacio, la presentificación de una realidad original.

La carretera principal, si la elegí como ejemplo, es porque, como diría Perogrullo, es una vía de comunicación.

Pueden tener la impresión de que se trata de una metáfora banal, que la carretera principal no es más que un medio para ir de un punto a otro. Error.

Una carretera principal no es para nada lo mismo que el sendero que traza el movimiento de los elefantes a través de la selva ecuatorial. Por importantes que sean, según parece, no son más que el paso de los elefantes. Esto no significa que no son nada, puesto que los sostiene la realidad de las migraciones elefánticas. Además, el paso esta orientado. No se si esos desbrozos conducen, como a veces se dice, a cementerios que resultan bastante míticos—parece más bien que son depósitos de osamentas—pero sin duda alguna los elefantes no se quedan en camino. La diferencia que hay entre la carretera principal y el sendero de los elefantes, es que nosotros sí nos paramos —y la experiencia parisina vuelve al primer plano—, nos paramos hasta el punto de aglomerarnos, y de volverlos. tan viscosos, a esos lugares de paso, que confinan con el impase.

Suceden muchas cosas más en la carretera principal.

Sucede que vayamos a pasear por la carretera principal, en forma expresa y deliberada, para hacer luego el mismo camino en sentido contrario. Este movimiento de ida y vuelta es también del todo esencial, y nos lleva por el camino de esta evidencia: que la carretera principal es un paraje, en torno al cual no sólo se aglomeran todo tipo de habitaciones, de lugares de residencia, sino que también polariza, en tanto significante, as significaciónes.

Uno hace construir su casa sobre la carretera principal, y la casa superpone sus niveles y se expande sin otra función más que la de dar a la carretera principal. Precisamente porque la carretera principal es en la experiencia humana un significante indiscutible, marca en la historia una etapa.

La ruta romana, vía nombrada y tomada en cuanto tal, tiene en la experiencia humana una consistencia muy diferente de la de esos caminos, esas pistas, aún con postas, de comunicación rápida, que en el Oriente pudieron durante cierto tiempo mantener imperios. Todo lo que recibió la marca de la vía romana ganó así un estilo que rebasa en mucho el efecto inmediatamente accesible de la carretera principal. Marca de manera casi imborrable todos los lugares donde ha estado. Las huellas romanas son esenciales, con todo lo que alrededor de ellas se desarrolló, tanto las relaciones interhumanas de derecho, el modo de transmitir la cosa escrita, como el modo de promover la apariencia humana, las estatuas. Malraux puede decir con razón que desde el punto de vista del museo eterno del arte la escultura romana no tiene nada que ofrecer, pero eso no quita que la noción misma de ser humano está vinculada a la vasta difusión de las estatuas en los asentamientos romanos.

La carretera principal es así un ejemplo particularmente sensible de lo que digo cuando hablo de la función del significante en tanto que polariza, aferró, agrupa en un haz a las significaciónes. Hay una verdadera antinomia entre la función del significante y la inducción que ejerce sobre el agrupamiento de las significaciónes. El significante es polarizante. El significante crea el campo de las significaciónes.

Comparen tres mapas en un gran atlas.

En el mapa del mundo físico, verán cosas inscritas en la naturaleza, ciertamente dispuestas a jugar un papel, pero aún en estado natural. Vean enfrente un mapa político: encontrarán en él, en forma de huellas, aluviones, sedimentos, toda la historia de las significaciónes humanas manteniéndose en una suerte de equilibrio, y trazando esas líneas enigmáticas que son los límites políticos de las tierras. Tomen un mapa de las grandes vías de comunicación, y vean como se trazo de sur a norte la vía que atraviesa los países para enlazar una cuenca con otra, una planicie con otra planicie, cruzar una serrahía, pasar sobre puentes, organizarse. Verán que ese mapa es el que mejor expresa, en la relación del hombre con la tierra, el papel del significante.

No hagamos como aquella persona que se maravillaba de que los ríos pasasen Justamente por las ciudades. Sería igualmente necio no ver que las ciudades se formaron, cristalizaron, se instalaron en el nudo de las rutas. En su encrucijada, por cierto que con una pequeña oscilación, se produce históricamente lo que se torna centro de significaciónes, aglomeración humana, ciudad, con todo lo que esa dominancia del significante le impone.

¿Qué sucede cuando no la tenemos a ella, la carretera principal, y nos vemos obligados, para ir de un punto a otro, a sumar senderos entre sí, modos más o menos divididos de agrupamientos de significación? Para ir de tal a cual punto, podremos elegir entre distintos elementos de la red, y podremos hacer nuestra ruta así 0 asa, por razones diversas, comodidad, vagabundeo, o simplemente error de bifurcación.

De esto se deducen varias cosas, que nos explican el deliro del presidente Schreber.

¿Cuál es el significante que está en suspenso en su crisis inaugural? El significante procreación en su forma más problemática, aquella que el propio Freud evoca a propósito de los obsesivos, que no es la forma ser madre, sino la forma ser padre.

Conviene detenerse un instante para meditar lo siguiente: que la función de ser padre no es pensable de ningún modo en la experiencia humana sin la categoría del significante.

¿Qué puede querer decir ser padre? Conocen las discusiones eruditas en las que de inmediato se cae, etnológicas u otras, para saber si los salvajes que dicen que las mujeres conciben cuando son colocadas en determinado lugar, tienen realmente la noción científica de que las mujeres se vuelven fecundas cuando han copulado debidamente. Por más que sea, a más de uno le han parecido estos interrogantes la expresión de una perfecta necedad, ya que es difícil concebir animales humanos tan brutos que no se den cuenta de que, cuando uno quiere tener críos, tiene que copular. Ese no es el asunto. El asunto es que la sumatoria de esos hechos —copular con una mujer, que ella lleve luego en su vientre algo durante cierto tiempo, que ese producto termine siendo eyectado jamás logrará constituir la noción de qué es ser padre. Ni siquiera hablo de todo el haz cultural implicado en el término ser padre, hablo sencillamente de qué es ser padre en el sentido de procrear.

Un efecto retroactivo es necesario para que el hecho de copular reciba para el hombre el sentido que realmente tiene, pero para el cual no puede haber ningún acceso imaginario, que el niño sea tan de él como de la madre. Y para que este efecto de retroacción se produzca, es preciso que la noción ser padre, mediante un trabajo que se produjo por todo un juego de intercambios culturales, haya alcanzado el estado de significante primordial, y que ese significante tenga su consistencia y su estatuto. El sujeto puede saber muy bien que copular es realmente el origen del procrear, pero la función de procrear en cuanto es significante es otra cosa.

Les concedo que no he levantado aún totalmente el velo; lo dejo para la próxima vez. Para que procrear tenga su sentido pleno, es aún necesario, en ambos sexos, que haya aprehensión, relación con la experiencia de la muerte que da al termino procrear su pleno sentido. La paternidad y la muerte son por cierto dos significantes que Freud reúne a propósito de los obsesivos.

El significante ser padre hace de carretera principal hacia las relaciones sexuales con una mujer. Si la carretera principal no existe, nos encontramos ante cierto número de caminitos elementales, copular y luego la preñez de la mujer.

Según todas las apariencias el presidente Schreber carece de ese significante fundamental que se llama ser padre. Por eso tuvo que cometer un error, que enredarse, hasta pensar llevar el mismo su peso como una mujer. Tuvo que imaginarse a sí mismo mujer, y efectuar a través de un embarazo la segunda parte del camino necesaria para que, sumándose una a otra, la función ser padre quede realizada.

La experiencia de la couvade, por problemática que nos parezca, puede situarse como una asimilación insegura, incompleta de la función ser padre. Responde, en efecto, adecuadamente a la necesidad de realizar imaginariamente—o ritualmente o de cualquier modo— la segunda parte del camino.

Para extremar un poquito más mi metáfora, les diré: ¿cómo hacen los así llamados usuarios de las carreteras cuando no hay carretera principal, cuando es preciso pasar por carreteras secundarias para ir de un punto a otro ? Siguen los indicadores colocados a orillas de la carretera. Es decir que cuando el significante no funciona, eso se pone a hablar a orillas de la carretera principal. Cuando no está la carretera, aparecen carteles con palabras escritas. Acaso sea esa la función de las alucinaciones auditivas verbales de nuestros alucinados: son los carteles a orillas de sus caminos.

Si suponemos que el significante sigue sólo su camino, prestémosle atención o no, debemos admitir que hay en nosotros, más o menos eludido por el mantenimiento de las significaciónes que nos interesan, una especie de zumbido, un verdadero zafarrancho, que desde la infancia nos ensordece. ¿Por qué no concebir que en el preciso momento en que se sueltan, en que se revelan deficientes las abrochaduras de lo que Saussure llama la masa amorfa del significante, con la masa amorfa de las significaciónes y los intereses, que en ese preciso momento la corriente continua del significante recobra su independencia? Y, entonces, en ese zumbido que tan a menudo nos pintan los alucinados, en el murmullo continuo de esas frases, de esos comentarios, que no son más que la infinitud de los caminitos. Los significantes se ponen a hablar, a cantar solos. El murmullo continuo de esas frases, de esos comentarios, no es más que la infinitud de los caminitos.

Por lo menos es una suerte que indiquen vagamente la dirección.

La próxima vez intentaré mostrar cómo todo lo que, en el delirio, se organiza y se orquesta según diferentes registros hablados revela, tanto en su escalonamiento como en su textura, la polarización fundamental de la falta súbitamente encontrada, súbitamente percibida de un significante.