Seminario 3: Clase 24, «Tú eres», 27 de Junio de 1956

Formas de las hiancias. El verbo ser. Del tú al otro. La tortuga y los dos patos. La entrada en la psicosis.

Comenzaré mi breve discurso semanal regañándolos, aunque, cuando los veo ahí, tan gentilmente sentados en una época tan avanzada del año, me viene más bien a la mente este verso: C’est vous qui êtes les fidèles… (Los fieles son ustedes. . . ).

Mantendré, empero, mi propósito, que tiene que ver con la ultima reunión de la Sociedad.

Está claro que si los caminos por donde me acompañan pueden llevar a algún lado, no están tan bien desbrozados como para que no les sea incómodo mostrar que reconocen el punto en que alguien en ellos se desplaza. Pero, no es una razón para que se queden mudos: aunque sólo fuera para hacer ver que tienen una idea del asunto. Podrían mostrarse embarazados al hablar, pero nada ganan callándose. Me dirán que así ganan el pasar por tapados, pero en grupo, y que, en suma, de esa forma, es mucho más soportable.

Al respecto, no puede dejar de impactar lo que algunos filósofos, que son justamente los del momento, y a los que me refiero de vez en cuando discretamente, han formulado: que el hombre, entre todos los entes, es un ente abierto. La apertura del ser fascina a todo el que se pone a pensar. Esa especie de afirmación pánica que especifica nuestra época, no puede dejar de aparecer en algunos momentos como un equilibrio y una compensación para lo que expresa el término tan familiar de tapado, a saber, como se señala de modo sentencioso, un divorcio entre los prejuicios de la ciencia cuando se trata del hombre, y la experiencia de éste en lo que sería su autenticidad. Esa gente se esfuerza por volver a descubrir que, sin dudas, lo que está en el fondo del pensamiento no es privilegio de los pensadores, sino que en el más mínimo acto de su existencia, el ser humano, cualesquiera sean sus desvaríos acerca de su propia existencia, sigue siendo a pesar de todo, precisamente cuando quiere articular algo, un ser abierto.

En este nivel se supone que se mantienen los que verdaderamente piensan, los que lo dicen. Estén seguros, en todo caso, que yo no me mantengo ahí, aunque algunos intenten difundir la idea contraria. Al menos, en ese nivel no se sitúa ni se concibe la realidad que está en juego cuando exploramos la materia analítica.

Sin duda es imposible decir algo sensato de ella, salvo volverla a situar en lo que llamaremos las hiancias del ser. Esas hinchas, empero, han asumido ciertas formas, y esto es lo que hay de precioso en la experiencia analítica: indudablemente para nada está cerrada al aspecto cuestionados y cuestionable de la posición humana, pero le aporta algunos determinantes. Obviamente, si se toman estos determinantes por determinados, el psicoanálisis es precipitado por el camino de los prejuicios de la ciencia, que deja escapar toda la esencia de la realidad humana. Manteniendo sin embargo, las cosas sencillamente a este nivel, y tampoco colocándolas demasiado alto, puede darse a nuestra experiencia el justo acento de lo que llamo la razón mediocre.

El año que viene _la conferencia de François Perrier fue lo que me lanzó, porque aún no sabía qué iba a hacer— tomaré la relación de objeto, o pretendida tal, como tema del seminario. Quizá lo introduciré mediante una comparación entre los objetos de la fobia y los fetiches, dos series de objetos de los cuales ven ya a primera vista hasta qué punto difieren en su catálogo.

Hoy, retomaremos las cosas donde las dejamos la vez pasada.

1)
A propósito de la manera en que introduje estas lecciónes sobre el significante me han dicho lo siguiente: Usted trae un poco las cosas por los pelos, es fatigante, no se sabe muy bien a dónde quiere llegar, pero a pesar de todo, retroactivamente, uno sí ve que hay alguna relación entre su punto de partida y el punto al que ha llegado. Este modo de expresar las cosas prueba que nada perderemos volviendo a recorrer una vez más el camino.

La cuestión es limitada. No pretendo cubrir todos los temas de algo tan enorme como la observación del presidente Schreber, ni con más razón, el campo entero de la paranoia. Pretendo esclarecer sólo un pequeño campo, me dedico a algunos fenómenos sin reducirlos a un mecanismo que les sería ajeno, sin insertarlos a la fuerza en las categorías al uso, en el capítulo Psicología del programa de la clase de Filosofía, intento pensarlo por referencia a nociones un poco más elaboradas que conciernen a la realidad del lenguaje. Pretendo que la naturaleza de este esfuerzo permite formular de un modo distinto la pregunta sobre el origen, en el sentido preciso del determinismo, o sobre la ocasión de la entrada en la psicosis, lo que a fin de cuentas implica determinaciones en sentido estricto etiológicas.

Hago la pregunta; ¿qué hace falta para que Eso hable?

Este es en efecto uno de los fenómenos más esenciales de la psicosis. El hecho de expresarlo así está por naturaleza destinado a descartar los falsos problemas, a saber los que se suscitan diciendo que, en las psicosis, el eso está consciente. Cada vez más prescindimos de esta referencia, de la que el propio Freud dijo siempre que, literalmente, no se sabía donde ponerla. Desde el punto de vista económico, nada es más dudoso que su incidencia: es algo totalmente contingente. Por tanto, de verdad nos colocamos en la tradición freudiana diciendo que, después de todo, lo único que tenemos que pensar, es que eso habla.

Eso habla. ¿Pero por qué habla? ¿Por qué eso habla para el sujeto mismo? ¿Por qué eso se presenta como una palabra, y esa palabra, es eso, y no es el? Ya abordamos el asunto a nivel del tú, del tú alejado, como se me hizo notar, al que llegaba intentando simbolizarles el significante con el ejemplo de la carretera principal. Ese punto tú, lo vamos a retomar, puesto que de todos modos nuestro avance de la vez anterior se centro en torno a el, así como algunas de las objeciones que me hicieron.

Prestémosle atención a ese tú, si es cierto, como pretendo, que alrededor de la profundización de su función debe situarse la aprehensión originaria de aquello hacia lo cual los conduzco y sobre lo cual les estoy rogando que reflexionen.

La ultima vez, alguien me hacía la objeción gramatical de que había cierta arbitrariedad en reunir tú eres el que me seguirás con tú eres el que me seguirá, porque los elementos no son homólogas. En ambos casos no se trata del mismo el que ya que el primero puede ser elidido, de modo que se desprenda tu me seguirás.

De una vez podemos señalar que tú me seguirás es una orden. Tú eres el que me seguirás, si lo escuchamos en su sentido pleno, no es una orden, sino un mandato, implica en la presencia del otro, algo desarrollado que supone la presencia. Está aquí supuesto todo un universo instituido por el discurso, en el seno del cual tú eres el que me seguirás.

Comencemos deteniéndonos primero en ese tú, para hacer el señalamiento, que parece obvio, pero que no es tan común, de que el susodicho tú no tiene ningún sentido propio.

No es simplemente porque se lo endilgo a cualquiera —en efecto me lo puedo decir tanto a mí como a ustedes, y aún a todo tipo de cosas, puedo tutear algo que me es totalmente ajeno, puedo tutear a un animal, puedo tutear a un objeto inanimado—el asunto no es ese. Examinen bien el aspecto formal, gramatical, de las cosas, al cual, por cierto, se reduce para ustedes cualquier especie de uso del significante. A pesar suyo, le ponen significaciónes. ¡Si hay algo en lo que creen es en la gramática! Todo vuestro paso para la escuela se resume aproximadamente, en cuanto ganancia intelectual, a haberles hecho creer en la gramática. Claro que no les dijeron que era eso, porque no se habría alcanzado el objetivo.

Deténganse, pues, en frases como estas: si echas una mirada fuera, te despachamos. O también: tú ves el puente, entonces doblas a la derecha. El tú aquí no tiene para nada el valor subjetivo de una realidad cualquiera del otro, es totalmente equivalente a un emplazamiento o a un punto; introduce la condición o la temporalidad, tiene el valor de una conjunción.

Esto puede parecerles aventurado, pero les aseguro que si tuviesen alguna práctica de la lengua china, se convencerían. Uno puede divertirse mucho con los carácteres chinos, con éste por ejemplo, que es el signo de la mujer y el signo de la boca. El tu es alguien a quien uno se dirige dándole una orden, esto es, como conviene hablarle a las mujeres Se pueden decir mil cosas más en las que no nos demoraremos, quedémonos en el tú. El tú bajo esta forma puede ser empleado para formular la locución como si, y bajo esta otra forma es empleado para formular sin ambigüedad alguna un cuando, o un sí, introductorio de una condicional.

Si la cosa es menos evidente en nuestras lenguas, y si tenemos algunas resistencias para comprenderlo y admitirlo en los ejemplos que acabo de darles, sólo se debe a los prejuicios de la gramática, que les impiden escuchar. Los artificios del análisis gramatical y etimológico los fuerzan a poner ese tú en segunda persona del singular. Por supuesto que es la segunda persona del singular pero se trata de saber para qué sirve. En otros términos, nuestro tú esta emparentado con ciertos elementos existentes en las lenguas sin flexión, lenguas que, entre otras cosas, tienen la ventaja de servir para abrirnos un poco la mente. Disponen en efecto de partículas, que son unos curiosos significantes cuyos empleos, como los de nuestro tú, son singularmente múltiples, y de una amplitud que llega a veces a engendrar en nuestras gramáticas razonadas cierta desorientación. Por otra parte, bastaría escribir de un modo fonético para percatarse de que las diferencias de tonalidad o de acento del significante tú, tienen incidencias que van mucho más allá de la identificación de la persona, y que difieren completamente de ella desde el punto de vista de la significación..

Dar autonomía de significado al tú no deja de presentar dificultades. Digamos que tiene, a grosso modo, un valor de introducción, de prótasis, como se dice, de lo que esta puesto antes. Es la forma más general de designar lo que precede el enunciado de lo que da a la frase su importancia.

Si entráramos en detalles habría muchas cosas más que decir. Sería necesario hacer un uso intenso de fórmulas como ese basta con que tú… que usamos para librarnos de nuestro interlocutor. Es algo que tiene tan poco que ver con el que, que muy espontáneamente el lapsus desliza a hacer esto. Se ha convertido en algo que se declina, que se inflexiona: el basta con que tú… no tiene valor de reducción de ese algo que permitía algunos comentarios semánticos muy esclarecedores.

Lo importante es que capten que de ningún modo tiene el tú un valor unívoco y que por tanto no nos permite para nada hipostasiar al otro. El tú es en el significante lo que yo llamo un modo de hacer picar el anzuelo al otro, de hacerle picar el anzuelo del discurso, de engancharle la significación.. No se confunde para nada con el alocutor, a saber aquel a quien se habla. Esto es evidente, puesto que muy a menudo esta ausente. En los imperativos en que el locutor esta implicado del modo más manifiesto, y en torno a los cuales se ha definido cierto registro del lenguaje, llamado locutorio simple, el tú no es manifiesto. Hay una especie de límite que comienza con la seña, quiero decir con la señal articulada. ¡Fuego! es indudablemente una frase, basta pronunciarla para ver que alguna reacción provoca. Luego viene el imperativo Ven, que nada necesita. Una etapa más y el tú está implicado, por ejemplo en esa orden en futuro de la que hablábamos hace rato, ese tú que es un enganche en el discurso, un modo de situarlo en la curva de la significación que nos representa Saussure, paralela a la curva del significante. Con el tú se le hace picar el anzuelo al otro en la onda de la significación.

Ese término que sirve para identificar al otro en un punto de esa onda, si seguimos nuestra aprehensión, incluso nuestra metáfora, hasta su término radical, es a fin de cuentas una puntuación.

Reflexionen sobre lo siguiente, que se destaca especialmente en las formas de las lenguas no secciónarlas: la puntuación es lo que juega ese papel de enganche decisivo, hasta el extremo de que un texto clásico puede variar de cabo a rabo según la pongan en un punto o en otro. Diría incluso que esa variabilidad se usa en gran medida para acrecentar la riqueza de interpretación, la variedad de sentidos de un texto; esa intervención que llamamos comentario en su relación al texto tradicional, juega precisamente sobre el modo de aprehender o de fijar, en un caso determinado, la puntuación.

La pregunta es ésta: si el tú es un significante, una puntuación con la cual el otro es fijado en un punto de la significación, ¿qué se requiere para promoverlo a la subjetividad? Ese tú, no fijado en el sustrato del discurso, en su puro modo de ser—ese tú que por sí mismo no es tanto lo que designa al otro, como lo que nos permite operar sobre él, pero que además está siempre presente en nosotros en estado de suspensión, comparable en todo a esos otolitos que mencionaba yo el otro día, que, con un poco de artificio, nos permiten conducir adonde queremos con un electro-imán a los pequeños crustáceos—ese tú que para nosotros mismos, en tanto que lo dejamos libre o en suspensión dentro de nuestro propio discurso, es siempre capaz de ejercer esa conducción contra la cual nada podemos, salvo contrariarla y responderle ese tú, ¿qué hace falta para promoverlo a la subjetividad, para que, bajo su forma significante, presente en el discurso, se vuelva tal que lo supongamos sostener algo que es comparable a nuestro ego y que no lo es, es decir el mito del otro?

Esta es la pregunta que nos interesa, ya que tampoco es tan sorprendente escuchar a personas sonorizar su discurso interior a la manera de los psicóticos, apenas un poquito más de lo que nosotros mismos lo hacemos. Los fenómenos de mentismo fueron descritos desde hace mucho tiempo. Son comparables en todo al testimonio que recogemos de un psicótico, salvo que el sujeto no se cree bajo el efecto de un emisor de parásitos.

Diremos con toda simpleza que ese tú supone un otro que, en suma, está más allá de él. ¿Cómo se produce esto? Nuestro próximo paso deberá situarse en torno al análisis del verbo ser.

2)
No podemos agotar todo lo que nos proponen, acerca del análisis del verbo ser, los filósofos que centraron su meditación en torno a la cuestión del Dasein, especialmente Heidegger, quien ha empezado a considerarlo desde el ángulo gramatical y etimológico en algunos textos, bastante fielmente comentados en unos artículos que Jean Wahl les dedicó hace poco.

Heidegger da mucha importancia al significante, a nivel del análisis de la palabra y de la conjugación como se dice corrientemente, digamos con más exactitud de la declinación. En alemán al igual que en francés, ese famoso verbo ser dista mucho de ser un verbo simple, y hasta de ser un sólo verbo. Es evidente que la forma suis no es de la misma raíz que es, est, êtes, y que fût, (la misma diferencia del castellano entre soy y eres, es, fue), y tampoco hay estricta equivalencia con la forma été. Si fût tiene su equivalente en latín, al igual que suis y la serie es, été viene de otra fuente, stare (la misma del verbo estar en castellano). La distribución es igualmente diferente en alemán donde sind se agrupa con bist, mientras que en francés la segunda persona está agrupada con la tercera. Se han delimitado aproximadamente tres raíces para las lenguas indoeuropeas, las que corresponden a somos, a es y a fue, que se vincula con la raíz phusis en griego, ligada con la idea de vida y de crecimiento. Para las otras, Heidegger insiste en las dos caras, Sten que se acerca a stare, tenerse de pie por sí solo, y Verbahen, durar, sentido vinculado asimismo a la fuente phusis. Para Heidegger, la idea de sostenerse derecho, la idea de vida, y la idea de durar serían entonces lo que nos brinda un análisis etimológico, completado por el análisis gramatical, y la noción de ser surgiría entonces de una especie de reducción y de indeterminación arrojada sobre el conjunto de esos sentidos.

Resumo, para darles una idea de la cosa. Debo decir que un análisis de este orden por naturaleza tiende a elidir, a enmascarar aquello en lo que intenta iniciarnos Heidegger, a saber lo que es absolutamente irreductible en la función del verbo ser, la función de cópula pura y simple. Sería equivocado creer que esta función aparece por un progresivo viraje de estos diferentes términos.

Hacemos la pregunta: ¿en qué momento y mediante qué mecanismo el tú, tal como lo hemos definido en tanto puntuación, modo de enganche significante indeterminado, llega a la subjetividad? Pues bien, creo que es esencialmente cuando está captado en la función copular en estado puro, y en la función ostensiva. Y por esta razón elegí las frases ejemplares de las que partimos: tú eres el que…

¿Cuál es el elemento que, alzando el tú, le hace superar su función indeterminada de martilleo, y comienza a hacer de él, si no una subjetividad, al menos algo que constituye un primer paso hacia el tú eres el que me seguirás? Es el eres tú el que me seguirá. Es una extensión, que, a decir verdad, implica la asamblea presente de todos los que, unidos o no en una comunidad, se supone que constituyen su cuerpo, son el soporte del discurso en el que se inscribe la ostensión. Ese eres tú, corresponde a la segunda fórmula, a saber tú eres el que me seguirá.

Tú eres el que me seguirá supone, digo, la asamblea imaginaria de quienes son soportes del discurso, la presencia de testigos, incluso del tribunal ante el cual el sujeto recibe la advertencia o el consejo al cual es conminado a responder. En verdad, a menos de contestar yo te sigo, es decir de obedecer, no hay, a ese nivel, otra respuesta posible para el sujeto, salvo guardar el mensaje en el estado mismo en que le es enviado, modificando a lo sumo la persona, e inscribirlo como un elemento de su discurso interior, al cual, quiéralo o no, tiene que responder si no lo sigue. Dado el terreno en que esta indicación lo conmina a responder, a decir verdad, la única forma sería precisamente que el sujeto no lo siguiera de ningún modo en este terreno, es decir que se rehuse a escuchar. A partir del momento en que escucha, está conducido. El rechazo a escuchar es una fuerza de la que ningún sujeto dispone realmente, salvo preparación gimnástica especial. En este registro se manifiesta efectivamente la fuerza propia del discurso.

En otros términos, en el nivel que hemos alcanzado, el tú, es el otro tal como lo hago ver mediante mi discurso, tal como lo designo o lo denuncio, es el otro en tanto está captado en la ostensión en relación a ese todos que supone el universo del discurso. Pero al mismo tiempo, saco al otro de ese universo, lo objetivo en él, eventualmente le designo sus relaciones de objeto, cuando lo que pide es exactamente eso, como es el caso del neurótico. Esto puede llegar lejos.

Observen que dar a la gente lo que demanda no es algo completamente inútil. Se trata sencillamente de saber si es provechoso. De hecho, si incidentalmente tiene algún efecto, es en la medida en que sirve para completarle su vocabulario. Los que operan con las relaciones de objeto creen designarlas efectivamente, y en consecuencia, sólo rara vez, y por puro azar, se produce un efecto provechoso. Completar su vocabulario puede permitir al sujeto extraerse él mismo de la implicación significante que constituye la síntomatología de la neurosis. Por eso, las cosas siempre caminaron mejor cuando esa adjunción de vocabulario, esa Nervenanhang, para expresarnos con el vocabulario de nuestro delirante, guardaba aún algún frescor. Después, lo que disponemos en nuestros cuadernitos como Nervenanhang, ha bajado mucho de valor, y no cumple cabalmente la función que se puede esperar en cuanto a la resubjetivación del sujeto, con lo cual designo la operación de extraerse de esta implicación significante, en la que hemos distinguido la esencia y las formas mismas del fenómeno neurótico. Para manejar correctamente esa relación de objeto habría que comprender que, en esa relación, él, el neurótico, es a fin de cuentas el objeto. Hasta es por eso que se ha perdido como sujeto y que se busca como un objeto.

En el punto al que llegamos, no hay ninguna medida común entre nosotros mismos y ese tú tal como lo hemos hecho surgir. Hay ostensión, seguida forzosamente por reabsorción, conminación seguida por disyunción. Para tener una relación auténtica con el otro, en este plano y a ese nivel, es necesario que este responda: tú es celui que je sois (tú eres el que yo soy o tú eres el que yo sigo). Aquí, nos coordinamos con su diapasón, y es él quién guía nuestro deseo.

Tú es celui que je sois, se presta a juego de palabras (soy/sigo). Se trata de la identificación con el otro, pero si nos guiamos mutuamente en nuestra identificación recíproca hacia nuestro deseo, por fuerza coincidiremos en él, y coincidiremos de manera incomparable, porque es en tanto je suis toi que je suis (en tanto soy tú, soy/sigo) —aquí la ambigüedad es total. Je suis no es solamente seguir, es también yo soy, y tú, tú eres, y también tú, el que, en el punto de encuentro, me harás tú/me matarás (me fueras), Cuando el otro es tomado como objeto en la relación de ostensión, sólo podemos encontrarlo como una subjetividad equivalente a la nuestra en el plano imaginario, el plano del yo o tú, uno u otro, y todas las confusiones son posibles en lo tocante a la relación de objeto. Que nosotros mismos somos el objeto de nuestro amor, es el tú eres el que me haces tú/me matas.

Observemos la feliz circunstancia que ofrece en francés el significante, con los diferentes modos de comprender tú es (tú eres/matas/muerto), que podemos utilizar hasta el infinito. Si les dijera que lo hacemos el día entero: en lugar de decir to be or not… to be or… podemos decir tú es celui qui me… tú es…, etcétera (tú eres el que me… tú eres/matas…, etc.). Es el fundamento de la relación con el otro. En toda identificación imaginaria, el tú es (tú eres/matas/muerto) culmina en la destrucción del otro, y a la inversa, porque esta destrucción en este caso está simplemente en forma de transferencia, se escabulle en lo que llamaremos la tutuidad.

Habría podido citar al respecto un análisis particularmente desesperante y estúpido del tipo de los que encontramos en el célebre Meaning of Meaning, que alcanza cosas nunca vistas en el estilo puro ronroneo. Igual que ese famoso pasaje en que se trata de incitar a la gente que tiene aunque sea algo de virtud a tener al menos la coherencia de completar su campo. Uno de ellos dice algo así: Tú que no puedes soportar el tú, mátame (túe-moi). Es una concepción razonable: si no puedes soportar la verdad del tú, tú siempre podrás ser designado como lo que tú eres, a saber, un sinvergüenza que no vale nada. Si tú quieres el respeto de tus vecinos, elévate hasta la noción de las distancias normales, esto es, a una noción general del otro, del orden del mundo y de la ley. Este tú parece haber desconcertado a los comentaristas, y a decir verdad, pienso que nuestra tutuidad de hoy los familiarizara con el registro en juego.

Demos un paso más. El asunto es que el otro sea reconocido como tal. ¿Qué es pues necesario para que el otro sea reconocido como tal? ¿Qué es ese otro? Es, a fin de cuentas, el otro en tanto que figura en la frase de mandato. Aquí tenemos que detenernos un instante.

El reconocimiento del otro no constituye un paso inaccesible, pues vimos antes que la alteridad evanescente de la identificación imaginaria del yo, sólo encuentra al tú en un momento límite en que ninguno de los dos podrá subsistir junto con el otro. El Otro con mayúscula es necesario que sea reconocido más allá de esa relación, aún recíproca, de exclusión, es necesario que en esta relación evanescente, sea reconocido como tan inasible como yo. En otras palabras, ha de ser invocado como lo que no conoce de él mismo. Este es el sentido de tú eres el que me seguirás.

Si lo examinan detenidamente, si tú eres el que seguirás es delegación, hasta consagración, lo es en tanto que la respuesta no es un juego de palabras, sino un te sigo, soy, soy lo que acabas de decir (je te suis, je suis, je suis ce que tú viens de dire). Hay un uso de la tercera persona, absolutamente esencial al discurso en tanto que designa lo tocante a su propio objeto, es decir, lo que fue dicho. Yo lo soy, lo que tú acabas de decir, que en este caso quiere decir exactamente: yo soy muy precisamente lo que ignoro, porque lo que tú acabas de decir es absolutamente indeterminado, no sé a dónde me llevarás. La respuesta plena al tú eres el que me seguirás, es yo lo soy.

Conocen la fábula de la Tortuga y los dos Patos. La tortuga llega al momento crucial en que los patos le proponen llevarla a las Américas, y todo el mundo espera ver a la tortuguita enarbolar su cayado de viajera: ¿La reina?, dice la tortuga, si, verdaderamente, la soy (je la sois). Pichon se hace acerca de esto grandes preguntas para saber si se trata de una reina en estado abstracto o de una reina concreta, y especula, de manera desconcertante para alguien tan sutil en materia gramatical y lingüística, en cuanto a saber si no ha debido decir yo soy ella. Si hubiera hablado de una reina existente, hubiera podido decir muchas cosas, por ejemplo, yo soy la reina, pero puesto que dice yo la soy, refiriéndose a lo que acaba de decir, no hay que introducir ninguna distinción, basta saber que ese la se refiere a lo que está implícito en el discurso.

Lo implícito en el discurso es efectivamente lo que está en juego. Debemos detenernos un instante sobre esta palabra inaugural del diálogo, y medir la enormidad del tú eres el que me seguirás. Nos dirigimos al propio tú en tanto que desconocido. Es lo que le da su facilidad, su fuerza también, y hace que pase del tú eres al seguirás de la segunda parte, persistiendo en él. Persiste precisamente porque en el intervalo puede desfallecer. En esta fórmula, por tanto, no me dirijo a un yo en tanto que lo hago ver, sino a todos los significantes que componen el sujeto al que estoy opuesto. Digo todos los significantes que posee, incluyendo sus síntomas. Nos dirigimos a sus dioses y a sus demonios, y por esa razón, a esa manera de enunciar la sentencia que hasta ahora llamé el mandato, la llamaré de ahora en adelante la invocación, con las connotaciones religiosas del término.

La invocación no es una fórmula inerte. Mediante ella hago pasar al otro mi propia fe. En los buenos autores, quizás en Cicerón, la invocación, en su forma religiosa original, es una fórmula verbal con la cual se intenta, antes del combate, hacerse favorables a lo que hace rato llamaba los dioses y los demonios, los dioses del enemigo, los significantes. La invocación se dirige a ellos, y por eso pienso que el término de invocación es adecuado para designar la forma más elevada de la frase, en que todas las palabras que pronuncio son verdaderas palabras, voces evocadoras a las cuales debe responder cada una de esas frases, el emblema del otro verdadero.

Acaban de ver en qué depende el tú del significante como tal. La índole y la cualidad del tú que es llamado a responder dependen del nivel del significante vociferado. En consecuencia, cuando a éste le falta el significante que lleva la frase, el yo lo soy (je le suis) que responde sólo puede figurar como un interrogante eterno. Tú eres el que me… ¿qué? A fin de cuentas es la reducción al nivel anterior: tú eres el que me…. tú eres el que me…, etc., tú eres el que me… matas (túes). El tú reaparece indefinidamente. Sucede lo mismo cada vez que, en el llamado proferido al otro, el significante cae en el campo excluido para el otro, verworfen, inaccesible. El significante produce en ese momento una reducción, pero intensificada, a la pura relación imaginaria.

3)
Es precisamente el momento en que se sitúa el fenómeno tan singular que hizo que se halaran los pelos todos los comentaristas del presidente Schreber, el perpleiizante asesinato de almas, como dice él.

Este fenómeno que para él es la señal de la entrada en la psicosis, puede cobrar para nosotros, comentaristas -analistas, todo tipo de significaciónes, pero sólo puede ser colocado en el campo imaginario. Se vincula con el cortocircuito en la relación afectiva, que hace del otro un ser de puro deseo, el cual sólo puede ser, en consecuencia, en el registro del imaginario humano, un ser de pura interdestrucción. Hay en esto una relación puramente dual, que es la fuente más radical del registro mismo de la agresividad. A Freud, por cierto, no se le escapó, pero lo comentó en el registro homosexual. Este texto nos proporciona mil pruebas de lo que afirmo, y esto es perfectamente coherente con nuestra definición de la fuente de la agresividad, y su surgimiento cuando se cortocircuito la relación triangular, edípica, cuando esta queda reducida a su simplificación dual.

Sin duda, en este texto faltan los elementos que nos permitirían ceñir más ajustadamente las relaciones de Schreber con su padre, con un hermano supuesto, al cual Freud atribuye también gran importancia. Pero no necesitamos nada más para comprender que el registro del tú debe pasar obligatoriamente por la mera relación imaginaria, en el momento en que es evocado, invocado, llamado desde el Otro, desde el campo del Otro, por el surgimiento de un significante primordial, pero excluido para el sujeto. Ese significante, lo nombré la ultima vez: tú eres el que es, o el que será, padre. Como significante, en ningún caso puede ser aceptado, en tanto que el significante representa un soporte indeterminado en torno al cual se agrupan y se condensan cierto número, ni siquiera de significaciónes, sino de series de significaciónes, que convergen por y a partir de la existencia de ese significante.

Antes del Nombre-del-Padre no había padre, había toda clase de cosas. Si Freud escribió Totem y Tabú, es porque pensaba haber vislumbrado lo que había entonces, pero, indiscutiblemente, antes de que el término padre haya sido instituido en determinado registro, históricamente no había padre. Esta perspectiva sólo la propongo como concesión, porque no me interesa en lo más mínimo. No me interesa la prehistoria, salvo para señalar que es probable que al hombre de Neanderthal le faltaran algunos significantes esenciales. Inútil ir tan lejos, pues esa falta, podemos observarla en los sujetos que están a nuestro alcance.

Observen ese momento crucial con cuidado, y podrán distinguir este paso en toda entrada en la psicosis: es el momento en que desde el otro como tal, desde el campo del otro, llega el llamado de un significante esencial que no puede ser aceptado.

En una de mis presentaciones de enfermos mostré a un antillano, cuya historia familiar evidenciaba la problemática del ancestro original. Era el Francés que había ido a instalarse allá, una especie de pionero, que había tenido una vida extraordinariamente heroica, con altibajos extraordinarios de fortuna, y que se había convertido en el ideal de toda la familia. Nuestro antillano, muy desarraigado en la región de Detroit donde llevaba una vida de artesano pudiente, se descubre un día en posesión de una mujer que le anuncia que va a tener un hijo. No sabe si es suyo o no, pero en todo caso, al cabo de pocos días se declaran sus primeras alucinaciones.

Apenas le han anunciado tú vas a ser padre, aparece un personaje diciéndole tú eres Santo Tomás. Debe haber sido, creo, Santo Tomás el dubitativo, y no Santo Tomás de Aquino. Las anunciaciones que siguen no dejan lugar a duda: provienen de Elizabeth, a quien se le anunció ya tarde en su vida que iba a concebir un hijo.

En suma, el caso demuestra muy bien la conexión del registro de la paternidad con la eclosion de revelaciones, de anunciaciones que se refieren a la generación, a saber, a lo que precisamente el sujeto, literalmente, no puede concebir, y no empleo esa palabra por casualidad. La pregunta por la generación, término de especulación alquímica, está siempre a punto de surgir como una respuesta de rodeo, un intento de reconstituir lo que no es aceptable para el sujeto psicótico, para el ego cuyo poder es invocado sin que él pueda, hablando estrictamente, responder.

En consecuencia, más allá de todo significante que pueda ser significativo para el sujeto, la respuesta sólo puede ser la utilización permanente, y diría, constantemente sensibilizada, del significante en su conjunto. Observamos, en efecto, que el comentario memorizador que acompaña todos los actos humanos, es vivificado de inmediato, sonorizado en sus formas más vacías y más neutras, y se vuelve el modo de relación ordinaria del ego que no puede encontrar su correlato en el significante a nivel del cual es llamado.

Precisamente, porque es llamado en el terreno donde no puede responder, el único modo de reacciónar que puede vincularlo a la humanización que tiende a perder, es presentificarse perpetuamente en ese comentario trivial de la corriente de la vida que constituye el texto del automatismo mental. El sujeto que paso este límite ya no tiene la seguridad significativa usual, sino gracias al acompañamiento del comentario perpetuo de sus gestos y actos.

Estos fenómenos presentan, en el caso del presidente Schreber, un carácter excesivamente rico, pero no le son propios, porque entran en la definición misma del automatismo mental. Esto justifica el uso mismo de la palabra automatismo, que tanto se usó en la patología mental sin saber lo que se decía. El término tiene un sentido bastante preciso en neurología, donde califica ciertos fenómenos de liberación, pero su uso analógico en psiquiatría sigue siendo por lo menos problemático. Es, no obstante, el termino más preciso en la teoría de Clérambault, si piensan en la distinción, hoy completamente olvidada, que hace Aristóteles entre el automaton y la fortuna. Si vamos directo al significante, es decir, en esta ocasión, con todas las reservas que entraña una referencia como ésta, a la etimología, vemos que el automaton es lo que piensa verdaderamente por sí mismo, sin vinculo con ese más allá, el ego, que da su sujeto al pensamiento. Si el lenguaje habla por sí solo, aquí o nunca tenemos que utilizar el término de automatismo, y esto da al término que usaba Clérambault, su resonancia auténtica, su aspecto satisfactorio para nosotros.

Lo que acabamos de poner en evidencia nos permitiré ver, la vez que viene, lo que falta a los dos puntos de vista desarrollados por Freud y la señora Ida Macalpine.

Freud postula una homosexualidad latente que entrañaría una posición femenina: aquí está el salto. Habla de un fantasma de impregnación fecundante como si la cosa fuese obvia, como si toda aceptación de la posición femenina implicase por añadidura ese registro tan desarrollado en el delirio de Schreber, y que termina por hacer de el la mujer de Dios. La teoría de Freud es que el único modo que tiene Schreber de eludir lo que resulta del temor a la castración es la Entmannung, la evitación, y sencillamente la desmasculinización, la transformación en mujer: pero, después de todo, como el propio Schreber lo indica en algún lado, ¿acaso no es mejor ser una mujer espiritual que un pobre hombre infeliz, oprimido, hasta castrado? En suma, la solución del conflicto introducido por la homosexualidad latente se encuentra en un agrandamiento a la par del universo.

A grosso modo, la teoría de Freud es la que más respeta el equilibrio del progreso de la psicosis. No obstante, es indudable que las objeciones de la señora Macalpine merecen darle el pie del diálogo a Freud, incluso completar una parte de su teoría. Ella pone de manifiesto, como determinante en el proceso de la psicosis, un fantasma de embarazo, evocando de este modo una simetría rigurosa entre las grandes faltas que pueden manifestarse con carácter neurotizante en cada sexo. Se interna profundamente en esta dirección, y dice cosas muy entretenidas, que el texto permite sostener, inclusive la evocación en el trasfondo de una civilización heliolítica cuyo símbolo fundamental- sería el sol, considerado femenino y encarnado en la piedra, contrapunto de la promoción del falo en la teoría clásica. Se puede encontrar su correlato en el nombre mismo de la ciudad donde está hospitalizado Schreber, Sonnenstein.

A cada instante, en los análisis concretos de la gente menos neurótica, encontramos esas diabluras, esas trompetillas del significante,
donde se producen entrecruzamiento singulares de homonimias extrañas llegadas de todos los puntos del horizonte, y que parecen dar una unidad, por lo demás a veces inasible, tanto al conjunto del destino como a los síntomas del sujeto. Cuando se trata del momento de entrada en la psicosis es cuando, sin duda, menos que nunca conviene retroceder ante esta investigación.

Antes de terminar, quisiera señalarles la palabra significativa, incluso desdichada, que Flechsig dice a Schreber en el momento de su recaída, cuando éste llega sumamente perturbado a su consulta. Flechsig ya fue elevado por él al valor de un eminente personaje paterno. Ya hubo antes una alerta o una suspensión de la función de la paternidad, sabemos por su testimonio que había esperado llegar a ser padre, que su mujer, en el intervalo de ocho años que separó a la primera crisis de la segunda, tuvo varios abortos espontáneos. Ahora bien, Flechsig le dice que desde la última vez, se han hecho enormes progresos en psiquiatría, que le van a aplicar uno de esos sueñitos que serán muy fecundos.

Quizás ésta era precisamente la cosa que no había que decir. A partir de entonces, nuestro Schreber ya no duerme, y esa noche intenta colgarse.

La relación de procreación está implicada, en efecto, en la relación del sujeto con la muerte.

Esto es lo que les guardo para la próxima vez.