Seminario 3: Clase 5, De un Dios que no engaña y de uno que engaña, 14 de Diciembre de 1955

La psicosis no es un simple hecho de lenguaje. El dialecto de los síntomas. Que hermoso sería ser una mujer… Dios y la ciencia. El Dios de Schreber.

Vimos en mi presentación, el otro día, un enfermo grave.

Era un caso clínico que ciertamente o elegí, pero que de algún modo hacia jugar a cielo abierto el inconsciente, en su dificultad para pasar en el discurso analítico. Lo hacía jugar a cielo abierto, porque, debido a circunstancias excepcionales, todo lo que en otro sujeto hubiese estado reprimido, estaba sostenido en él por otro lenguaje, ese lenguaje de alcance algo reducido que se llama un dialecto.

En esta ocasión, el dialecto corso había funcionado para este sujeto en condiciones que acentuaban aún más la función de particularización propia de todo dialecto. En efecto, había vivido desde su infancia en París, hijo único de padres sumamente encerrados en sus leyes propias, quienes utilizaban exclusivamente el dialecto corso. Las perpetuas querellas de ambos personajes parentales, manifestaciones ambivalentes de su fuerte vínculo y del temor a ver llegar a la mujer, el objeto extranjero, se desarrollaban a cielo abierto, sumiéndolo del modo más directo en su intimidad conyugal. Todo esto en dialecto corso. Nada de lo que sucedía en la casa se concebía sino en dialecto corso. Había dos mundos, el de la elite, el del dialecto corso, y luego lo que sucedía fuera.

Esta separación todavía estaba presente en la vida del sujeto, quien nos relató la diferencia de sus relaciones con el mundo cuando estaba frente a su madre y en el momento en que se paseaba por la calle.

¿Cuál era el resultado? Es el caso más demostrativo. Resultaban dos cosas. La primera, evidente en el interrogatorio, era la dificultad que tenía para volver a evocar cualquier cosa en el viejo registro, es decir, para expresarse en el dialecto de su infancia, el único que hablaba con su madre. Cuando le pedí que se expresase en ese dialecto, que me repitiese comentarlos que había podido intercambiar con su padre, por ejemplo, me respondió: no puedo sacarlo. Por otra parte, se veía en él una neurosis, huellas de un comportamiento que permitía adivinar un mecanismo que puede llamarse—es un termino que siempre empleo con prudencia—regresivo. En particular, su manera peculiar de ejercer su genitalidad tendía a confundirse en el plano imaginativo con una actitud regresiva de las funciones excremenciales. Pero todo lo que es del orden de lo que está habitualmente reprimido, todo el contenido comúnmente expresado mediante síntomas neuróticos, era perfectamente cristalino, y no tuve dificultades en hacérselo expresar. Le era mucho más fácil expresarlo debido a que estaba sostenido por el lenguaje de los otros.

Utilicé la comparación con una censura ejercida sobre un periódico, no sólo de tiraje sumamente limitado, sino redactado en un dialecto que sólo sería comprensible para un numero exageradamente mínimo de personas. El establecimiento del discurso común, casi diría del discurso publico, es un factor importante en la función propia del mecanismo de represión. Este depende en sí mismo de la imposibilidad de acordar con el discurso cierto pasado de la palabra del sujeto, vinculado, como Freud lo subrayo, al mundo propio de las relaciones infantiles. Precisamente, en la lengua primitiva, sigue funcionando ese pasado de la palabra. Ahora bien, para este sujeto, esa lengua es su dialecto corso, en el cual podía decir las cosas más extraordinarias, por ejemplo arrojarle a su padre: Si no te vas de aquí, te voy a botar al mal. Estas cosas, que podrían también ser dichas por un neurótico que hubiese tenido que construir su neurosis de modo diferente, estaban ahí a cielo abierto, en el registro de la otra lengua, no sólo dialectal, sino interfamiliar.

¿Qué es la represión para el neurótico? Es una lengua, otra lengua que fabrica con sus síntomas, es decir, si es un histérico o un obsesivo, con la dialéctica imaginaria de él y el otro. El síntoma neurótico cumple el papel de la lengua que permite expresar la represión. Esto hace palpar realmente que la represión y el retorno de lo reprimido son una única y sola cosa, el revés y el derecho de un sólo y único proceso. Estos comentarios no son ajenos a nuestro problema.

1)
¿Cuál es nuestro método a propósito del presidente Schreber?

Indiscutiblemente éste se expresó en el discurso común para explicar lo que le ocurrió, y que todavía persistía en el momento de la redacción de su obra. Este testimonio da fe de transformaciones estructurales que sin duda deben considerarse reales, pero lo verbal predomina, puesto que la prueba de ello la tenemos por intermedio del testimonio escrito del sujeto.

Procedamos metódicamente. Avanzamos en el análisis de este territorio, las psicosis, a partir del conocimiento que tenemos de la importancia de la palabra en la estructuración de los síntomas psiconeuróticos. No decimos que la psicosis tiene la misma etiología que la neurosis, tampoco decimos, ni mucho menos, que al igual que la neurosis es un puro y simple hecho de lenguaje. Señalamos simplemente que es muy fecunda en cuanto a lo que puede expresar en el discurso. Prueba de ello es la obra que nos legó el presidente Schreber, y hacia la que atrajo nuestra mirada la atención casi fascinada de Freud, quien, en base a esos testimonios, y por un análisis interno, mostró cómo estaba estructurado ese mundo. Así procederemos, a partir del discurso del sujeto, y ello nos permitirá acercarnos a los mecanismos constitutivos de la psicosis.

Tengan claro que habrá que ir metódicamente, paso a paso, no saltar los relieves, bajo pretexto de que se vislumbra una analogía superficial con el mecanismo de la neurosis. En suma, no hacer nada de lo que tan a menudo se hace en la literatura.

El susodicho Katan, por ejemplo, quien se interesó especialmente en el caso Schreber, da por supuesto que el origen de su psicosis debe situarse en su lucha contra la masturbación amenazadora, provocada por sus cargas eróticas homosexuales sobre el personaje que formó el prototipo y a la vez el núcleo de su sistema persecutorio, a saber, el profesor Flechsig. Esto habría llevado al presidente Schreber hasta el punto de subvertir la realidad, es decir hasta reconstruirla, tras un corto período de crepúsculo del mundo, en un mundo nuevo, irreal, en el que no tenia que ceder ante esa masturbación considerada como tan amenazante. ¿No sienten todos que un mecanismo de esta especie, si bien es cierto se ejerce en cierta articulación en las neurosis, tendría aquí resultados totalmente desproporcionados?

El presidente Schreber relata con toda claridad las primeras fases de su psicosis. Y nos da la atestación de que entre el primer brote de lo psicótico, fase llamada no sin fundamento pre-psicótica, y el apogeo de estabilización en que escribió su obra, tuvo un fantasma que se expresa con estas palabras: sería algo hermoso ser una mujer sufriendo el acoplamiento.

Subraya el carácter de imaginación de este pensamiento que lo sorprende, precisando a la vez haberlo experimentado con indignación. Hay ahí una suerte de conflicto moral. Estamos en presencia de un fenómeno —y como el termino jamás se emplea, ya no se sabe clasificar las cosas- que es un fenómeno preconsciente. Pertenece a ese orden preconsciente que Freud hace intervenir en la dinámica del sueño, y al que da tanta importancia en la Traumdeutung.

Se tiene claramente la impresión de que eso parte del yo. El énfasis puesto que ese sería hermoso… tiene todo el carácter de pensamiento seductor, que el ego está lejos de desconocer.

En un pasaje de la Traumdeutung dedicado a los sueños de castigo, Freud admite que en el mismo nivel donde intervienen en el sueño los deseos del inconsciente, puede presentarse otro mecanismo que el que se apoya en la oposición consciente-inconsciente: el mecanismo de formación, dice Freud, se vuelve mucho más transparente cuando se sustituye la oposición de lo consciente y lo inconsciente, por la del yo y lo reprimido.

Esto esta escrito en un momento en que la noción de yo no ha sido elaborada aún en doctrina por Freud, pero aprecian sin embargo que ya esta presente en su mente. Señalemos aquí solamente que los sueños de castigo no están vinculados necesariamente con la persistencia de sueños dolorosos, nacen en cambio a menudo, parece, cuando esos sueños del día son de naturaleza apaciguante, pero expresan satisfacciónes interiores. Todos esos pensamientos prohibidos son reemplazados en este concepto manifiesto del sueño por su contrario. El carácter esencial de los sueños de castigo me parece entonces ser el siguiente: los produce no un deseo inconsciente originado en lo reprimido, sino un deseo de sentido contrario que se realiza contra éste, deseo de castigo que aunque inconsciente, más exactamente preconsciente, pertenece al yo.

Todos los que siguen el camino por donde los llevo poco a poco, atrayendo vuestra atención sobre un mecanismo distinto de la Verneinung, que se ve emerger todo el tiempo en el discurso de Freud, encontrarán allí una vez más la necesidad de distinguir entre algo que fue y algo que no fue simbolizado.

¿Qué relación hay entre la emergencia en el yo—de una manera, lo subrayo, no conflictiva—del pensamiento sería hermoso ser una mujer sufriendo el acoplamiento, y la concepción en la que florecerá el delirio llegado a su punto culminante, a saber, que el hombre debe ser la mujer permanente de Dios? Hay razones, sin duda alguna, para relaciónar ambos términos: la primera aparición de ese pensamiento que atraviesa la mente de Schreber, aparentemente sano entonces el estado terminal del delirio, que lo sitúa a él mismo como ser completamente feminizado, una mujer, así lo dice, frente a un personaje omnipotente con el que tiene relaciones eróticas permanentes. El pensamiento del comienzo se presenta legitimamente como el atisbo del tema final. Pero no por ello debemos descuidar las etapas, las crisis que lo hicieron pasar de un pensamiento tan fugaz a una conducta y a un discurso tan firmemente delirantes como los suyos.

No esta dicho de antemano que los mecanismos en causa sean homogéneos a los mecanismos que encontramos habitualmente en las neurosis, principalmente la represión. Desde luego, para percatarnos de ello debemos comenzar por comprender que quiere decir la represión, a saber, que está estructurada como un fenómeno de lenguaje.

Esta planteada la pregunta de saber si nos encontramos ante un mecanismo propiamente psicótico que seria imaginarlo y que iría, desde el primer atisbo de una identificación y de una captura en la imagen femenina, hasta el florecimiento de un sistema del mundo donde el sujeto está absorbido completamente en su imaginación de identificación femenina.

Lo que digo, que es casi demasiado artificial, indica claramente en qué dirección debemos investigar a fin de resolver nuestro problema. No tenemos otro medio para hacerlo sino seguir sus huellas en el único elemento que poseemos, a saber, el documento mismo, el discurso del sujeto. Por eso, os Introduje la vez pasada a lo que debe orientar nuestra investigación, a saber, la estructura de ese discurso mismo.

2)
Comencé distinguiendo las tres esferas de la palabra en cuanto tal. Recordarán que podemos, en el seno mismo del fenómeno de la palabra, integrar los tres planos de lo simbólico, representado por el significante, de lo imaginario representado por la significación, y de lo real que es el discurso realmente pronunciado en su dimensión diacrónica.

El dispone de todo un material significante que es su lengua, materna o no, y lo utiliza para hacer que las significaciónes pasen a lo real. No es lo mismo estar más o menos cautivado, capturado en una significación, y expresar esa significación en un discurso destinado a comunicarla, que ponerla de acuerdo con las demás significaciónes diversamente admitidas. En este término, admitido, está el resorte de lo que hace del discurso común, un discurso comúnmente admitido.

La noción de discurso es fundamental. Incluso para lo que llamamos objetividad, el mundo objetivado por la ciencia, el discurso es esencial, pues el mundo de la ciencia, que siempre se pierde de vista, es ante todo comunicable, se encarna en comunicaciones científicas. Así hayan ustedes logrado el experimento más sensacional, si otro no puede volver a hacerlo después de que lo hayan comunicado, no sirve para nada Con este criterio se comprueba que algo no está aceptado científicamente.

Cuando hice el cuadro de tres entradas, localicé las diferentes relaciones en las cuales podemos analizar el discurso delirante. Este esquema no es el esquema del mundo, es la condición fundamental de toda relación. En sentido vertical, tenemos el registro del sujeto, de la palabra y del orden de la alteridad en cuanto tal, del Otro. El punto pivote de la función de la palabra es la subjetividad del Otro, es decir el hecho de que el Otro es esencialmente el que es capaz, al igual que el sujeto, de convencer y mentir. Cuando dije que en ese Otro debe haber un sector de objetos totalmente reales, es obvio que esta introducción de la realidad es siempre función de la palabra. Para que algo, sea lo que fuere, pueda referirse, respecto al sujeto y al Otro, a algún fundamento en lo real, es necesario que haya en algún lado, algo que no engañe. El correlato dialéctico de la estructura fundamental que hace de la palabra de sujeto a sujeto una palabra que puede engañar, es que también haya algo que no engañe.

Esta función, observenlo bien, se cumple en formas muy diversas según las áreas culturales en las que está en obra la función eterna de la palabra. Sería un error creer que siempre son los mismos elementos, igualmente calificados, los que han cumplido esta función.

Fíjense en Aristóteles. Cuanto nos dice es perfectamente comunicable, y, no obstante, la posición del elemento no engañoso es esencialmente diferente en él y en nosotros. ¿Dónde está ese elemento en nosotros?

Pues bien, piensen lo que piensen las mentes que sólo se atienen a las apariencias, que suele ser el caso de los espíritus más decididos, y aún de los más positivistas de ustedes, los más liberados incluso de toda idea religiosa, el sólo hecho de vivir en este punto preciso de la evolución de las ideas humanas, no les exime de lo que está franca y rigurosamente formulado en la meditación de Descartes, sobre Dios en tanto que no puede engañarnos.

Hasta tal punto es esto así, que un personaje tan lúcido como Einstein cuando se trataba de la manipulación del orden simbólico que era el suyo, lo recordó claramente: Dios, decía, es astuto, pero honesto. La noción de que lo real, por delicado de penetrar que sea, no puede jugarnos sucio, que no nos engañará adrede, es, aunque nadie repare realmente en ello, esencial a la constitución del mundo de la ciencia.

Dicho esto, admito que la referencia al Dios no engañoso, único principio admitido, esta fundada en los resultados obtenidos de la ciencia. Nunca, en efecto, hemos comprobado nada que nos muestre en el fondo de la naturaleza a un demonio engañoso. Pero de todos modos es un acto de fe que fue necesario en los primeros pasos de la ciencia y de la constitución de la ciencia experimental. Resulta obvio para nosotros que la materia no es tramposa, que nada hace adrede para arruinar nuestros experimentos y reventar nuestras maquinas. Eso ocurre, pero es porque nos equivocamos, no es cuestión de que nos engañe. Este paso no estaba servido en bandeja. Fue necesaria nada menos que la tradición judeocristiana para que pudiese darse con tanta seguridad.

Si la emergencia de la ciencia tal como la hemos constituido, con la tenacidad, la obstinación y la audacia que carácterizan su desarrollo, se produjo en el seno de esta tradición, es realmente porque postuló un principio único en la base, no sólo del universo, sino de la ley. No sólo el universo fue creado ex-nihilo, sino también la ley; ahí es donde se juega el debate de cierto racionalismo y cierto voluntarismo, que atormentó, atormenta aún a los teólogos. ¿Depende el criterio. del bien y del mal de lo que podría llamarse el capricho de Dios?

La radicalidad del pensamiento judeocristiano permitió en ese punto el paso decisivo, para el cual la expresión de acto de fe no es inadecuada, y que consiste en postular que hay algo que es absolutamente no engañoso. Que este paso se reduzca a este acto, es algo esencial. Reflexionemos solamente en lo que sucedería, a la velocidad con que se va ahora, si nos percatáramos de que no sólo hay un protón, un mesón, etc., sino un elemento con el que no se había contado, un miembro de más en la mecanice atomice, un personaje que mintiese. Entonces, ya no reiríamos.

Para Aristóteles las cosas son totalmente distintas. ¿Que aseguraba, en la naturaleza, la no- mentira del Otro en tanto que real? Las cosas en tanto vuelven siempre al mismo lugar, a saber, las esferas celestes. La noción de las esferas celestes como lo que es incorruptible en el mundo, lo que tiene otra esencia, divina, habitó largo tiempo el pensamiento cristiano mismo, la tradición cristiana medieval que era heredera de ese pensamiento antiguo. No se trataba sólo de una herencia escolástica, pues ésta es una noción, puede decirse, natural del hombre, y somos nosotros quienes estamos en una posición excepcional al no preocuparnos ya por lo que ocurre en la esfera celeste. Hasta una época muy reciente, la presencia mental de lo que ocurre en el cielo como referencia esencial está comprobada en todas las culturas, inclusive en aquellas cuya astronomía nos asegura del estado muy avanzado de sus observaciones y sus reflexiones. Nuestra cultura es una excepción, desde el momento en que consintió, muy tardíamente, en tomar al pie de la letra a la tradición judeocristiana. Hasta entonces era imposible despegar el pensamiento tanto de los filósofos como de los teólogos, por tanto de los físicos de la idea de la esencia superior de las esferas celestes. La medida es su testigo materializado—pero somos nosotros quienes lo decimos—; en sí, la medida es el testigo de lo que no engaña.

En verdad, sólo nuestra cultura presenta ese rasgo—común a todos los que están aquí, creo, excepto algunos que pueden haber tenido ciertas curiosidades astronómicas—ese rasgo de nunca pensar en el retorno regular de los astros y los planetas, ni tampoco en los eclipses. No tiene para nosotros la menor importancia, sabemos que todo eso funciona. Hay un mundo entre lo que se llama, con un término que no me gusta, la mentalidad de gente como nosotros—para quienes la garantía de todo lo que pasa en la naturaleza es un simple principio, a saber, que ella no sabría engañarnos, que en algún lado hay algo que garantiza la verdad de la realidad, y que Descartes afirma bajo la forma de su Dios no engañoso—y, por otro lado, la posición normal, natural, la más común, la que aparece en el espíritu de la gran mayoría de las culturas, que consiste en ubicar la garantía de la realidad en el cielo, cualquiera sea el modo en que se lo represente.

El desarrollo que acabo de hacer no deja de tener relación con nuestro objetivo, ya que de inmediato estamos en la trama del primer capítulo de las Memorias del presidente Schreber, que trata del sistema de las estrellas como artículo esencial, lo cual es más bien inesperado, de la lucha contra la masturbación.

3)
La exposición está entrecortada por lecturas de las Memorias de un neurópata, capítulo 1, págs. 25-30

Según esta teoría cada nervio del intelecto representa la entera individualidad espiritual del hombre, lleva inscrito, por así decir, la totalidad de los recuerdos. Se trata de una teoría sumamente elaborada, cuya posición no sería difícil de encontrar, aunque sólo fuese como una etapa de la discusión, en obras científicas reconocidas. Por un mecanismo de imaginación que no es excepcional, palpamos el vínculo de la noción de alma con la de perpetuidad de las impresiones. El fundamento del concepto de alma en la exigencia de conservación de las impresiones imaginarias, es allí claro. Casi diría que ahí esta el fundamento, no digo la prueba, de la creencia en la immortalidad del alma. Hay algo irresistible cuando el sujeto se considera a sí mismo: no sólo no puede no concebir que existe, sino más aún, no puede no concebir que una impresión participa de su perpetuidad. Hasta aquí nuestro delirante no delira más que un sector muy vasto de la humanidad, por no decir que le es coextensivo.

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No estamos lejos del universo espinoziano, en tanto se funda en la coexistencia del atributo del pensamiento y del atributo de la extensión. Dimensión sumamente interesante para situar la cualidad imaginaria de ciertas etapas del pensamiento filosófico.

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Veremos más adelante por qué Schreber partió de la noción de Dios. Este punto de partida esta vinculado sin duda a su discurso más reciente, en el que sistematiza su delirio para comunicárnoslo. Ya lo ven preso de este dilema: ¿quien va a atraer hacia sí más rayos, el o ese Dios con el que tiene una perpetua relación erótica? ¿Va Schreber a conquistar el amor de Dios hasta poner en peligro su existencia, o va Dios a poseer a Schreber, y luego dejarlo plantado? Esbozo el problema de manera humorística, pero no tiene nada de divertido, puesto que es el texto del delirio de un enfermo.

En su experiencia, hay divergencia entre el Dios que para el es el revés del mundo—y si no es exactamente el mismo del que les hablaba hace rato, que está vinculado a cierta concepción de la equivalencia de Dios y de la extensión, es de todos modos la garantía de que la extensión no es ilusoria y, por otra parte, ese Dios con el cual, en la experiencia más cruda, tiene relaciones cual si fuese un organismo viviente, el Dios viviente, como lo llama.

Si se le presenta la contradicción entre estos dos términos, por supuesto que no es en un plano de lógica formal. Nuestro enfermo no ha llegado a tanto, nosotros tampoco por cierto. Las famosas contradicciónes de la lógica formal no tienen por que ser más operantes en el que en cualquiera de nosotros, que hacemos coexistir perfectamente en nuestra mente—salvo en los momentos en que se nos provoca a la discusión y nos volvemos muy quisquillosos en cuanto a la lógica formal— los sistemas más heterogéneos, incluso más discordantes, en una simultaneidad en que esa lógica parece completamente olvidada; que cada uno se remita a su experiencia personal. No hay contradicción lógica, hay una contradicción vivida, viviente, seriamente planteada y vivazmente experimentada por el sujeto, entre el Dios casi espinoziano cuya sombra, cuyo esbozo imaginario conserva, y ese que mantiene con él esa relación erótica de la que le da fe perpetuamente.

Se plantea la pregunta, en modo alguno metafísica, acerca de lo tocante a la vivencia real del psicótico. No hemos llegado al punto de poder contestarla, y quizás en ningún momento tenga sentido para nosotros. Nuestro trabajo es situar estructuralmente el discurso que da fe de las relaciones eróticas del sujeto con el Dios viviente, que es también el que, por intermedio de esos rayos divinos, y de toda una procesión de formas y emanaciones, le habla, expresándose en esa lengua desestructurada desde el punto de vista de la lengua común, pero asimismo reestructurada sobre relaciones más fundamentales, que él llama la lengua fundamental.

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Pasamos ahora a un surgimiento que sorprende, respecto al discurso en su conjunto, de las creencias más antiguas: Dios es el amo del sol y de la lluvia.

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No podemos dejar de percibir aquí el vínculo de la relación imaginaria con los rayos divinos. Tengo la impresión de que hubo en Freud referencia literaria cuando insiste, a propósito de la represión, sobre la existencia de una doble polaridad: sin duda algo está reprimido, rechazado, pero es también atraído por lo que ya fue reprimido anteriormente. No podemos dejar de reconocer al pasar la sorprendente analogía de esta dinámica con el sentimiento expresado por Schreber en la articulación de su experiencia.

Les señalaba recién la divergencia que experimenta entre dos exigencias de la presencia divina, la que justifica el mantenimiento a su alrededor del decorado del mundo exterior —verán hasta qué punto esta expresión se justifica— y la del Dios que experimenta como la pareja de esa oscilación de fuerza viviente que se volverá la dimensión en la que de ahí en adelante sufrirá y palpitará. Esta divergencia se resuelve para él en estos términos: La verdad total quizá se encuentra a la manera de una cuarta dimensión, bajo la forma de la diagonal de esas líneas de representación, que es inconcebible para el hombre.

Se sale del paso, ¿no es así?, como se suele hacer en el lenguaje de esa comunicación por demás desigual a su objeto que se llama la metafísica, cuando no se sabe de manera alguna cómo conciliar dos términos, por ejemplo, la libertad y la necesidad trascendente. Se limitan a decir que en algún lado hay una cuarta dimensión y una diagonal en donde halan ambos extremos de la cadena. Esta dialéctica, perfectamente manifiesta en todo ejercicio del discurso, no puede escapárseles.

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A fin de cuentas, Dios sólo tiene una relación completa, auténtica, con cadáveres. Dios nada comprende de los seres vivos, su omnipresencia sólo percibe las cosas desde afuera, nunca desde dentro. Estas son proposiciones que no parecen obvias, ni exigidas por la coherencia del sistema, tal como podríamos concebirla nosotros.

Retomaré la vez que viene este punto, con más énfasis. Pero ven ya que la relación psicótica en su grado último de desarrollo, implica la introducción de la dialéctica fundamental del engaño en una dimensión, si puede decirse, transversal con respecto a la relación auténtica. El sujeto puede hablarle al Otro en tanto se trata con él de fe o de fingimiento, pero aquí es en la dimensión de un imaginario padecido—carácterística fundamental de lo imaginario—donde se produce como un fenómeno pasivo, como una experiencia vivida del sujeto, ese ejercicio permanente del engaño que llega a subvertir cualquier orden, mítico o no, en el pensamiento mismo. Que el mundo, tal como lo verán desarrollarse en el discurso del sujeto, se transforme en lo que llamamos una fantasmagoría, pero que para el es lo más cierto de su vivencia, se debe a ese juego de engaño que mantiene, no con un otro que seria su semejante, sino con ese ser primero, garante mismo de lo real.

El propio Schreber señala muy bien que de ningún modo estaba preparado por sus categorías anteriores para esta experiencia viviente del Dios infinito; hasta entonces esos asuntos no tenian ninguna especie de interés para él, y, mucho más que un ateo, era un indiferente.

Puede decirse que, en este delirio, Dios es esencialmente el termino polar en relación a la megalomanía del sujeto, pero lo es en tanto que Dios está atrapado en su propio juego. El delirio de Schreber nos explicara, en efecto, que Dios, por haber querido captar sus fuerzas y hacer de él el desecho, la basura, la carroña, objeto de todos los esfuerzos de destrucción que permitió a su modo intermedio efectuar, queda atrapado en su propio juego. El gran peligro de Dios es, a fin de cuentas, amar demasiado a Schreber, esa zona transversalmente transversal.

Tendremos que estructurar la relación de lo que garantiza lo real en el otro, es decir, la presencia y la existencia del mundo estable de Dios, con el sujeto Schreber en tanto realidad organice, cuerpo fragmentado. Veremos, tomando prestadas algunas referencias a la literatura analítica, que gran parte de sus fantasmas, de sus alucinaciones, de su construcción milagrosa o maravillosa, está hecha con elementos en que se reconocen claramente toda suerte de equivalencias corporales. Veremos lo que representa orgánicamente, por ejemplo, la alucinación de los hombrecitos. Pero el pivote de estos fenómenos, es la ley, que aquí esta enteramente en la dimensión imaginaria. La llamo transversal, porque se opone diagonalmente a la relación de sujeto a sujeto, eje de la palabra en su eficacia.

Continuaremos la próxima vez este análisis, hasta aquí sólo esbozado.