Seminario 4: Clase 5: Del análisis como bundling, y sus consecuencias, 19 de Diciembre de 1956

La pulsión a simple vista. La verdadera naturaleza de la relación analítica. La solución fetichista. El paroxismo perverso. Perversión transitoria de un fóbico.
1)
La concepción analítica de la relación de objeto conoce ya cierta realización histórica. Lo que yo trato de mostrarles la reconsidera en un sentido que en parte difiere y en parte es el mismo—pero el sólo hecho de estar inserta aquí en un conjunto distinto le da una significación distinta desde todos los puntos de vista.

Al llegar a este punto, es conveniente puntuar bien la significación que adquiere la relación de objeto al situarla en el centro de la concepción del análisis, como hace el grupo formado por todos aquellos que se refieren a ella cada vez más. Leyendo recientemente algunos de sus artículos, pude darme cuenta de que esta formulación, que se ha ido consolidando a lo largo de los años, se precipita en la actualidad y se convierte en una concepción muy firmemente articulada.

En otro tiempo solicité irónicamente en algunos textos que alguien hiciera una verdadera exposición de la noción de la relación de objeto tal como se concibe en determinada orientación . Luego más de uno ha dado satisfacción a mi anhelo, y si bien esa formulación, en el mismo que introdujo esta noción a propósito de la neurosis obsesiva, Bouvet, se ha ido debilitando, otros han hecho un esfuerzo de precisión.

El artículo de los Srs. Pierre Marty y Michel Fain sobre. La importancia del papel de la motricidad en la relación de objeto, aparecido en el número de Enero-Junio de 1955 de la Revue francaise de psychanalyse, nos proporciona un vivo ejemplo de la concepción dominante. Les resumiré pues este trabajo, advirtiéndoles por otra parte que leyendo el propio artículo, y no por las pocas palabras que yo pueda pronunciar aquí, es como verán lo lejos que van las cosas.

La relación entre analizado y analizante se concibe al principio como establecida entre un sujeto, el paciente, y un objeto exterior, el analista. Para expresarlo en nuestro vocabulario, el analista se concibe aquí como real. Se supone que esta pareja constituye por sí misma el elemento animador del desarrollo analítico. La tensión de la situación analítica se concibe sobre esta base—entre un sujeto, estirado o no sobre el diván, y el objeto exterior que es el analista, en principio sólo puede establecerse y manifestarse lo que llaman la relación pulsional primitiva. Esta se manifiesta normalmente mediante una actividad motriz—tal es el presupuesto del desarrollo de la relación analítica.

De todo ello se deduce que la última palabra sobre lo que se produce en el nivel de la pulsión la encontraremos en pequeñas huellas, cuidadosamente observadas, en los diversos esbozos de la reacción motriz del sujeto. Aquí se localiza de algún modo la pulsión y el analista la experimenta como algo vivo. Obligado el sujeto a contener sus movimientos por la relación tal como está establecida en la convención analítica, a este nivel precisamente es donde se localiza en el espíritu del analista lo que se trata de manifestar, es decir la pulsión a medida que emerge.

A fin de cuentas, planteada así en su misma base, la situación sólo puede exteriorizarse con una agresión erótica. Si no se manifiesta, es porque está convenido que no se debe manifestar, pero es deseable que su erección surja, digámoslo así, en todo momento. Precisamente porque, en el interior de la convención analítica, debido a la regla, no puede producirse la manifestación motriz de la pulsión, podremos percibir lo que interfiere en la situación constituyente y veremos como a la relación con el objeto exterior se superpone una relación con un objeto interior. Según el artículo en cuestión, el sujeto tiene en efecto una relación con un objeto interior, que es la persona presente, pero capturada en los mecanismos imaginarios ya instituidos en el sujeto, convertida en objeto de una relación fantasmática. Hay cierta discordancia entre este objeto imaginario y el objeto real, en función de la cual, a cada momento, el analista será apreciado, calibrado, y deberá modelar sus intervenciones. Como según esta concepción ninguna otra persona debe participar en la situación analítica, aparte de los que están presentes, uno de estos autores, seguido por todos los demás, se vio llevado a destacar la noción de la distancia neurótica que el sujeto impone al objeto. El objeto fantasmático, interior, deberá, al menos en esa posición suspendida en la que se encuentra, ser reducido a la distancia real, que es la del sujeto al analista—y así deberá vivirlo el propio sujeto. En esta medida el sujeto captará a su analista como presencia real.

Los autores llegan muy lejos en esta dirección. Ya he mencionado en diversas ocasiones que uno de estos autores, si bien es cierto que en un período postulante de su carrera, había planteado como momento crucial de un análisis el instante en que su analizado había conseguido olerle. No era una metáfora, no se trataba de que hubiera conseguido olerle psicológicamente, se trataba del momento en que el paciente había percibido el olor del analista. El surgimiento de esta relación husmeante, el hecho de ponerla en primer plano, es una consecuencia matemática de tal concepción de la relación analítica. Si se concibe como una posición real, aunque contenida, en el interior de la cual debe realizarse poco a poco una distancia que es la distancia activa y presente respecto del analista, indudablemente una de las formas más directas de la relación con el otro es esta aprehensión a distancia que permite el husmeo.

Sepan que este ejemplo que he tomado no es excepcional, y esto se ha repetido en diversas ocasiones. Parece que en este medio se tiende cada vez más a dar una importancia crucial a tales formas de aprehensión.

He aquí pues como llega a concebirse la posición analítica cuando se cree que se inscribe en una situación de relación real entre dos personajes, que ambos se hallan separados en este reducto por una barrera convencional y que algo debe realizarse en estas condiciones. Tras la formulación teórica, veamos ahora sus consecuencias prácticas.

De entrada está claro que una concepción tan exorbitante no se puede llevar hasta sus últimas consecuencias. Por otra parte, si lo que yo les enseño es cierto, no porque el practicante comparta esa concepción la situación en la que opera ha de convertirse realmente en lo estipulado por dicha concepción. No basta con concebirla así para que sea tal como se la concibe. Será mal dirigida, por la forma de concebirla, pero en realidad seguirá siendo igualmente lo que trato de expresarles mediante el esquema que hace intervenir, entrecruzándose, a la relación simbólica y la relación imaginaria, de tal forma que una sirve de filtro a la otra. Esta situación no queda anulada por el hecho de desconocerla, y esto es suficiente para poner de manifiesto la insuficiencia de esa concepción. Pero por otra parte, esta insuficiencia puede tener consecuencias en la forma de llevar a buen puerto el conjunto de la situación.

Así, la situación analítica es concebida como una situación real en la que se lleva a cabo una reducción de lo imaginario a lo real. En el marco de esta operación, se desarrolla cierto número de fenómenos que permitirán situar las diferentes etapas en las que el sujeto sigue más o menos adherido o fijado a la relación imaginaria. Se produce entonces lo que llaman la exhaución de sus diversas posiciones, esencialmente imaginarias, y la relación pregenital se convierte cada vez más en lo esencial de todo lo explorado en el análisis.

Lo único que no elucida en absoluto tal concepción de la situación analítica, y no es poca cosa, porque ahí esta todo, puede expresarse así —no se sabe por que se habla. Que no se sepa no significa que se pueda prescindir de ello. Nada nos dicen de la función del lenguaje y de la palabra. Pero por otra parte, saldrá a relucir el valor muy especial que se le da sólo a la verbalización compulsiva, a gritos dirigidos al analista del tipo de—¿Y ahora por qué no me responde usted? Esto lo encontrarán en distintos autores, puntuado con la mayor precisión. Una verbalización sólo tiene importancia para ellos si es impulsiva, es decir, una manifestación motriz.

¿A qué conduce la operación de ajuste de la distancia respecto del objeto interno a la que se somete toda la técnica? Nuestro esquema permite pensarlo.

La línea a-a’ se refiere a la relación imaginaria, que relacióna al sujeto, más o menos discordante, descompuesto, a merced de la fragmentación, con esa imagen unificadora, narcisista, que es la del otro con minúscula. En la línea S-A , que no es tal línea, sino que conviene establecerla, se produce la relación del sujeto con el Otro. El Otro no es tan sólo el Otro que no está presente, sino, literalmente, el lugar de la palabra. Ahí está, ya estructurado en la relación hablante, ese más allá, ese Otro con mayúscula más allá del otro que uno aprehende imaginariamente, el Otro supuesto que es propiamente el sujeto, el sujeto en quien la palabra de uno se constituye, pues no sólo puede acogerla, percibirla, sino también responder. En esta línea se establece todo lo que corresponde a la transferencia, y lo imaginario juega precisamente un papel de filtro, incluso de obstáculo. Desde luego, en cada neurosis, el sujeto ya tiene, por así decirlo, su propio reglaje. Su reglaje con respecto a la imagen le sirve en efecto al mismo tiempo para oír y para no oír lo que hay que oír en el lugar de la palabra.

No vamos a decir nada más que esto. Si nuestro esfuerzo, nuestro interés, se dirige sólo a la relación imaginaria que esta aquí en posición transversal con respecto al advenimiento de la palabra, si se desconoce todo de la relación entre la tensión imaginaria y lo que debe realizarse, ver la luz, de la relación simbólica inconsciente—y sin embargo ahí está potencialmente toda la doctrina analítica—si olvidamos que hay algo que debe permitir al sujeto su culminación, realizarse como historia y como confidencia, si obviamos la articulación de la relación imaginaria con lo simbólico y la imposibilidad de advenimiento simbólico que es la neurosis, si no pensamos constantemente cada uno de ellos en función del otro, si sólo nos interesamos en aquello que los defensores de esta concepción llaman la distancia con respecto al objeto, y para anularla, si acaso es posible interesándose exclusivamente en ella—sepan tan sólo que conocemos algunos de sus resultados. Sí, nos han llegado sujetos que habían pasado por este estilo de aprehensión, por esta prueba. Es indudable que en cierto numero de casos, y precisamente en casos de neurosis obsesiva, si hacemos de todo el desarrollo de la situación analítica una búsqueda de la reducción de esa famosa distancia supuestamente carácterística de la relación de objeto en la neurosis obsesiva, obtenemos lo que podemos llamar reacciónes perversas paradójicas.

Se observan entonces fenómenos del todo inhabituales, que no solían aparecer en la literatura analítica antes de ganar protagonismo esta modalidad técnica. Pienso por ejemplo en la explosión, la precipitación de un vínculo homosexual con un objeto de alguna forma paradójico, que persiste como un artefacto, una especie de congelación o de cristalización de una imagen alrededor de los objetos al alcance del sujeto. El fenómeno puede mostrar una persistencia bastante duradera.

Todo esto no tiene nada de sorprendente si tomamos como referencia la triada imaginaria.

2)
En el punto a donde llevé las cosas la última vez, vieron dibujarse una línea de investigación sobre la triada imaginaria madre-niño-falo, como preludio a la puesta en juego de la relación simbólica, que sólo se produce con la cuarta función, la del padre, introducida por la dimensión del Edipo.

El triángulo es en sí mismo preedípico. Sólo lo aislamos aquí por abstracción, y únicamente nos interesa en la medida en que inmediatamente se integra en el cuarteto constituido por la intervención de la función paterna, a partir de lo que podemos llamar la decepción fundamental del niño. Esta se produce cuando reconoce—hemos dejado abierta la pregunta de como ocurre—no sólo que no es el objeto único de la madre, sino que a la madre le interesa, de forma más o menos acentuada según los casos, el falo. A partir de este reconocimiento, ha de reconocer en segundo lugar que la madre, precisamente, esta privada, que a ella misma le falta este objeto. He aquí a que habíamos llegado la última vez.

Se lo mostré mencionando el caso de una fobia transitoria en una niña muy pequeña. Se trata de un caso muy adecuado para estudiar la fobia, porque todo ocurre en el límite de la relación edípica. Al principio hay una doble decepción imaginaria—localización por parte del niño del falo que le falta y luego, en un segundo tiempo, percepción del hecho de que a la madre, esa madre en el límite de lo simbólico y lo real, le falta también el falo. A continuación, el niño apela a un término que sostenga esa relación insostenible. Entonces se produce la eclosión de la fobia, con el surgimiento de aquel ser fantasmático, el perro, que interviene aquí propiamente como responsable de toda la situación, el que muerde, el que castra y, gracias a él, el conjunto de la situación resulta concebible, simbólicamente vivible, al menos durante un período provisional.

Cuando se rompe el enganche de los tres objetos imaginarios, hay más de una solución posible. Siempre se produce la llamada a una tal solución, tanto si la situación es normal como si es anormal.

¿Que ocurre en la situación edípica normal? Por mediación de cierta rivalidad del sujeto con el padre, puntuada como identificación en una alternancia de relaciones, se establece algo que hace que el sujeto reciba, dentro de ciertos límites, precisamente los que lo introducen en la relación simbólica, la potencia fálica. Esto no sucede igual según la posición de niño o de niña.

Para el niño, esta muy claro. Como les dije el otro ala, la madre hace del niño como ser real símbolo de su falta de objeto, de su apetito imaginario del falo. La salida normal de esta situación es que el niño reciba simbólicamente el falo que necesita. Pero para necesitarlo, previamente ha tenido que experimentar la amenaza de la instancia castradora, primordialmente la instancia paterna. La identificación viril que se encuentra en la base de una relación edípica normativa, se funda aquí en el plano simbólico, es decir, en el plano de una especie de pacto, de derecho al falo.

Haré una observación lateral sobre las fórmulas que hallamos en Freud para introducir la distinción entre la relación anaclítica y la relación narcisista. Son muy singulares, incluso paradójicas.

En los tipos de relación libidinal en el adolescente, Freud distingue dos tipos de objeto de amor, el objeto de amor anaclítico, que lleva la marca de una dependencia primitiva respecto de la madre, y el objeto de amor narcisista, modelado en base a la imagen narcisista del sujeto, que aquí hemos tratado de elaborar mostrando su raíz en la relación especular con el otro.

El término anaclítico, aunque se lo debamos a Freud, esta mal, porque en griego no tiene el sentido que Freud le da, indicado por la palabra alemana Anleknung—una relación de apoyo contra. Por otra parte, esto se presta a todo tipo de malentendidos, y algunos llevaron las cosas hasta el extremo de hacer de este apoyo contra una reacción de defensa. De hecho, si leemos a Freud, vemos claramente que se trata de una necesidad de apoyo, que sólo pide desembocar en una relación de dependencia.

Si profundizamos más, veremos que hay singulares contradicciónes en la formulación hecha por Freud de estos dos modos de relación, anaclítico y narcisista, como opuestos. Se ve llevado curiosamente a hablar, con respecto a la relación narcisista, de una necesidad de ser amado, más que de una necesidad de amar. Por el contrario, y de forma muy paradójiica, el narcisista aparece de golpe en una perspectiva que nos sorprende. En efecto, parece haber un elemento de actividad inherente al comportamiento tan especial del narcisista. Se muestra activo en la medida en que, hasta cierto punto, siempre ignore al otro. Pero a la inversa, Freud lo reviste con el deseo de amar y le confiere este atributo, convirtiéndolo así, de algún modo, en el lugar por naturaleza de lo que en otro vocabulario llamaríamos el oblativo, algo que por fuerza ha de resultar desconcertante.

Una vez más, estas perspectivas paradójicas se originan y al mismo tiempo se justifican en el desconocimiento de la posición de los elementos intersubjetivos.

La relación anaclítica, en lo que interesa, es decir, en su persistencia en el adulto, se concibe siempre como una pura y simple supervivencia, o prolongación, de lo que se llama una posición infantil. Esta posición Freud la llama, en su artículo sobre los tipos libidinales, ni más ni menos, la posición erótica, lo que demuestra que es la posición más abierta. Sería desconocer su esencia no darse cuenta de lo siguiente—en la medida en que el sujeto masculino es investido con el falo en la relación simbólica, como algo que le pertenece y ejercita legítimamente, se convierte en portador del objeto del deseo para el objeto sucesor del objeto materno, o sea la mujer, el objeto recobrado y marcado por la relación con la madre primitiva que es en principio su objeto en la posición normal del Edipo, y esto lo expone Freud desde el origen en sus planteamientos. Si esta posición se convierte en anaclítica, es porque la mujer depende de él, del falo cuyo amo será él a partir de ahora.

La relación de dependencia se establece por cuanto, identificándose con el otro, con el partener objetal, el sujeto sabe que le resulta indispensable, que es él y sólo él quien la satisface, porque en principio es el único depositario de ese objeto que es el objeto del deseo de la madre. En función de esta forma de culminar la posición edípica, el sujeto se encuentra en una posición que podemos calificar, de acuerdo con cierta perspectiva, como óptima respecto del objeto recobrado, sucesor del objeto materno primitivo para el que él se ha convertido en objeto indispensable, sabedor de que es indispensable. Una parte de la vida erótica de los sujetos que participan de esta vertiente libidinal está totalmente condicionada por la necesidad por parte del Otro, la mujer maternal, de hallar en él su objeto, el objeto fálico, necesidad que ellos experimentaron en alguna ocasión y asumieron. Esto constituye la esencia de la relación anaclítica por oposición a la relación narcisista.

Este paréntesis está destinado a mostrarles la utilidad de hacer intervenir la dialéctica de los tres objetos primeros y el cuarto término, que los acoge a todos y los vincula en la relación simbólica, o sea el padre. Este término introduce la relación simbólica, y con ella la posibilidad de trascender la relación de frustración o de falta de objeto en la relación de castración, algo muy distinto, porque introduce esta falta de objeto en una dialéctica en la que se toma y se da, se instituye y se inviste, en suma una dialéctica que confiere a la falta la dimensión del pacto, de una ley, una interdicción, en particular la del incesto.

Volvamos a nuestro tema y preguntémonos que ocurre si, a falta de la relación simbólica, la relación imaginaria se convierte en regla y medida de la relación anaclítica. Puede ocurrir, en efecto, que un accidente evolutivo o una incidencia histórica afecte a los vínculos de la relación madre-hijo con respecto al tercer objeto, el objeto fálico, lo que a la mujer le falta y, al mismo tiempo, el niño descubre que le falta a la madre. Si hay discordancia, no hay vínculo o los vínculos se destruyen, faltará coherencia. Para restablecerla, hay otras formas distintas que las simbólicas. Están las imaginarias, que son no típicas.

Por ejemplo, la identificación del niño con la madre. A partir de un desplazamiento imaginario con respecto a su partener materno, el niño hará por ella la elección fálica, realizará en su lugar la asunción de su longing por el objeto fálico.
seminario 4, clase 5
Este esquema es ni más ni menos el de la perversión fetichista. Es, si ustedes quieren, un ejemplo de solución. Hay una vía más directa. Existen otras soluciones para acceder a la falta de objeto. Ya en el plano imaginario, la falta de objeto constituye propiamente la vía humana, la realización de la relación del hombre con su existencia, en la medida en que es posible ponerla en tela de juicio. Con eso basta para hacer de él algo distinto del animal y de todas las relaciones animales posibles en el plano imaginario. Este acceso imaginario a la falta de objeto se cumple dentro de ciertas condiciones puntuadas, extra históricas, como siempre se presenta el paroxismo de la perversión.

En efecto, una propiedad de la perversión es que realiza una forma de acceso a este más allá de la imagen del otro carácterístico de la dimensión humana. Pero sólo lo realiza en momentos como los que siempre producen los paroxismos de la perversión, momentos sincopados dentro de la historia del sujeto. Se observa una convergencia o un crescendo hacia un momento que puede calificarse muy significativamente de paso al acto. En el curso de este paso al acto, algo se realiza, algo que es fusión y acceso a ese más allá. La teoría anaclítica freudiana formula propiamente esta dimensión transindividual, llamando Eros a la unión de dos individuos en la que cada uno se ve desposeído de sí mismo y, durante un instante más o menos frágil, más o menos transitorio, virtual incluso, se convierte en parte constituyente de dicha unidad. Tal unidad se realiza en ciertos momentos de la perversión, pero lo propio de la perversión es precisamente que la unidad nunca puede realizarse, salvo en momentos que no están simbólicamente ordenados

En el fetichismo, el propio sujeto dice encontrar más satisfactorio su objeto, su objeto exclusivo, por cuanto es un objeto inanimado. Así al menos puede estar tranquilo, seguro de que no va a decepcionarle. Que te guste una zapatilla es verdaderamente tener a mano el objeto de tus deseos. Un objeto desprovisto de toda propiedad subjetiva, intersubjetiva, incluso transubjetiva, resulta más seguro. En lo que se refiere a realizar la condición de la falta propiamente dicha, la solución fetichista es indiscutiblemente una de las más concebibles, y la hallamos realizada de forma efectiva.

Dado que es propio de las relaciones imaginarias ser siempre perfectamente recíprocas, por tratarse de relaciones en espejo, previsiblemente veremos aparecer de vez en cuando en el fetichista la posición, no de identificación con la madre, sino de identificación con el objeto. Esto es en efecto lo que veremos producirse en el análisis de un fetichista, pues tal posición es siempre en sí misma lo menos satisfactorio que hay. Que por un instante la iluminación fascinadora del objeto que fue el objeto materno satisfaga al sujeto, no basta para establecer un equilibrio global. Y en efecto, si con lo que se identifica por un momento es con el objeto, perderá entonces, por así decirlo, su objeto primitivo, o sea la madre, y se considerará como un objeto destructor para ella. Este juego perpetuo, esta profunda diplopia, deja su huella en toda manifestación fetichista.

Esto es tan evidente, que una Phyllis Greenacre, quien buscó profundizar seriamente en el fundamento de la relación fetichista, plantea esta fórmula —parece como si estuviéramos ante un sujeto que muestra demasiado rápidamente su propia imagen en dos espejos opuestos. Esta fórmula le salió así, sin saber muy bien por qué en ese momento, porque le viene muy a contrapelo, pero de repente tuvo la sensación de que era así —el sujeto nunca está donde está, sencillamente porque abandona su lugar, entra en una relación especular de la madre con el falo y se encuentra alternativamente en una y otra posición. Sólo hay estabilización cuando se atrapa ese símbolo único, privilegiado y al mismo tiempo fugaz, que es el objeto preciso del fetichismo, es decir algo que simboliza el falo.

Así, los resultados, al menos transitorios, de cierto manejo de la relación analítica —cuando se centra por entero en la relación de objeto haciendo intervenir sólo a lo imaginario y lo real, y cuando se regula la acomodación de la relación imaginaria en base a la presencia supuestamente real del analista— deben manifestarse en un plano, si no idéntico, sí al menos análogo a las relaciones que podemos concebir como de naturaleza esencialmente perversa. Lo veremos a continuación.

En mi informe de Roma mencioné el uso de esta forma de relación de objeto en el análisis Lo comparaba entonces con una especie de bundling llevado hasta límites supremos en materia de proezas psicológicas.

Este pequeño pasaje debió pasar desapercibido, pero en el ilustro al rector con una note aclarando que el bundling es una práctica muy precisa, vigente todana en esa especie de islotes culturales donde persisten viejas costumbres. Stendhal lo explica como un particularismo de suizos imaginativos presente igualmente en el sur de Alemania, geografla en absoluto indiferente.

Este bundling es una concepción de las relaciones amorosas, una técnica, un pattern de relaciones entre macho y hembra, que consiste en esto—en ciertas condiciones, tratándose, por ejemplo, de alguien que aborda el grupo en una posición privilegiada, se admite, a título de manifestación de hospitalidad, que alguien de la case, generalmente la chica, pueda ofrecerle compartir cama, con la condición de que no haya contacto. De ahí el término bundling—con frecuencia envuelven a la chica en una sabana, de forma que se den todas las condiciones para el contacto, menos la última. Esto, que puede pasar por una feliz fantasía costumbrista en la que tal vez lamentemos no participar—podría ser divertido—merece alguna atención, porque sin forzar en nada las cosas podemos decir que diecisiete o dieciocho años después de la muerte de Freud, paradójicamente la situación analítica ha llegado a ser concebida y formalizada de este modo.

En el artículo de Fain y Marty se describe una sesión anotando todos los movimientos de la paciente en cuanto manifiesta cualquier cosa orientada hacia el analista, como un impulso más o menos contenido, a mayor o menor distancia, hacia aquel que se encuentra a su espalda. El texto es bastante chocante, y aunque apareció con posterioridad a que yo escribiera mi informe, demuestra que no me excedí al decir que la reconducción de la práctica del análisis en determinada concepción se hacía con este fin y con estas consecuencias psicológicas .

Encontramos a menudo estas paradojas en los usos y costumbres de determinados islotes culturales, como, por ejemplo, aquella secta protestante de origen holandés que alguien estudió en profundidad, la secta de los Amish. Sin duda todo esto son hoy día restos que no se entienden, pero los hallamos formulados de forma coordinada y deliberada en toda una tradición que podemos llamar religiosa o incluso simbólica. Todo lo que sabemos de la práctica del amor cortés y de la esfera en la que estaba inmerso en la Edad Media implica una elaboración técnica muy rigurosa del contacto amoroso, con largas permanencias conteniendose ante el objeto amado, para alcanzar la realización de ese más allá buscado en el amor, más allá propiamente erótico. En cuanto obtenemos la clave de estas técnicas y estas tradiciones, encontramos otras de sus formas de emergencia, expllcitamente formuladas, porque este orden de investigación en la realización amorosa se ha planteado en diversas ocasiones en la historia de la humanidad de forma del todo consciente

A lo que se apunta en este caso y efectivamente se alcanza es sin duda alguna un más allá del cortocircuito fisiólogico, por decirlo así. Para alcanzarlo, se hace un uso deliberado de la relación imaginaria propiamente dicha. Estas prácticas pueden antojársele perversas a un ingenuo. En realidad, no lo son más que cualquier otro reglamento del acercamiento amoroso en una esfera definida de las costumbres o, como suele decirse, los patterns. Merece la pena indicarlo como punto de referencia, para saber donde nos situamos.

Tomemos ahora el caso desarrollado en ese pequeño boletín que mencionamos la última vez, que recoge las preguntas sinceras de miembros de determinado grupo sobre la relación de objeto. Ahí se encuentra, firmado por alguien que ha medrado en la comunidad analítica, la Sra. Ruth Lebovici, la observación de lo que ella llama con razón un sujeto fóbico.

Este sujeto fóbico, cuya actividad se halla muy restringida, casi ha llegado a una completa inactividad. Su síntoma más manifiesto es el temor a ser demasiado grande, y se presenta siempre en una actitud extremadamente encorvada. En sus relaciones con el medio profesional se le ha vuelto casi todo imposible. Lleva una vida muy restringida, cobijado en su medio familiar, aunque no le falta una amante, quince años mayor que el, que le fue proporcionada por su madre. Así, cuando se encuentra en esta constelación familiar, la analista se hace con el y entonces empiezan a abordar el problema.

El diagnóstico es fino, y que se bate de fobia no plantea dificultades, a pesar del hecho paradójico de que el objeto fobígeno no da a primera vista la impresión de ser exterior. Sin embargo lo es, porque en determinado momento vemos aparecer un sueño repetitivo, modelo de una ansiedad estereotipada. En este caso particular, el objeto sólo se descubrira en un segundo tiempo. Se trata de un objeto fóbico perfectamente reconocible, sustituto maravillosamente ilustrado de una imagen paterna completamente carente —al cabo de cierto tiempo se produce la emergencia de la imagen de un hombre con armadura, provisto de un instrumento particularmente agresivo, nada menos que un tubo de fly-tox, que se dispone a destruir todos los pequeños objetos fóbicos, insectos. Se revela entonces que el sujeto tiene miedo de ser acorralado y asfixiado en la oscuridad por ese hombre de la armadura, temor que no resulta banal en el equilibrio general de esta estructura fóbica.

La analista que se ocupa de este sujeto publica la observación con el título Perversión sexual transitoria durante un tratamiento psicoanalítico. Así que no es forzar las cosas por mi parte introducir la cuestión de la reacción perversa, porque en ello reside, según la propia autora, el interés de la observación.

Decir que la autora no esta nada tranquila es poco. Se da perfecta cuenta de que la reacción que llama perversa —es una etiqueta— apareció en circunstancias muy precisas, en las cual es ella tuvo su parte . Su propia pregunta, referida a ese momento, demuestra su conciencia de que el problema esta ahí. ¿Qué ocurrió? Cuando por fin vio aparecer el objeto fóbico, lo interpreto diciendo que se trataba de la madre fálica. ¿Por que la madre fálica, si se trata en realidad de un hombre con armadura, con todo su carácter heráldico? Durante toda esta observación, las preguntas que se plantea la autora se consignan con una fidelidad a mi modo de ver indiscutible, y las destaca bastante bien en todos los casos. La autora se pregunta en particular por lo siguiente— ¿Acaso la interpretación que hice no era la correcta? Esto demuestra que sabe donde esta el problema.

En efecto, inmediatamente después, apareció una reacción perversa, y enseguida entramos en un período de nada menos que tres años, a lo largo del cual el sujeto desarrollo, primero por etapas, un fantasma perverso consistente en imaginarse observado en la actitud de orinar por una mujer que, muy excitada, le solicitaba mantener relaciones amorosas. Luego hubo una inversión de esta posición y el sujeto, unas veces masturbándose, otras veces sin hacerlo, observaba a una mujer orinando. Finalmente, en una tercera etapa, se produjo la realización efectiva de esta posición —el sujeto encontró en un cine un pequeño local provisto providencialmente de unos ventanucos que, efectivamente, le permitían observer a las mujeres en el w.c. contiguo mientras el permanecía en su cuchitril, regocijándose o masturbándose.

La propia autora se pregunta por el valor determinante de su forma de interpretación en cuanto a la precipitación de algo que, en principio, parecía la cristalización fantasmática de un elemento sin lugar a dudas ya presente en el sujeto, pero no la madre fálica, sino la madre en su relación con el falo. Pero la clave de la idea de que hay ahí una madre fálica nos la da la autora, cuando se pregunta en general por la conducción de la cura y observe que a fin de cuentas ella misma habla adoptado un tono de interdicción mucho mayor que el de la misma madre del paciente. Todo indica que la entidad de la madre fálica surge por lo que la autora llama sus propias posiciones contratransferenciales. Si seguimos de cerca el análisis, no cabe la menor duda. A medida que se desarrolla la relación imaginaria, no sin la ayuda de ese paso en falso analítico, veamos que ocurre del lado del analista.

Primero, el sujeto cuenta un sueño —se encuentra en presencia de cierta persona de su historia pasada objeto según el de fuertes impulsos amorosos, pero se ve obstaculizado por la presencia de otro personaje femenino, que también tuvo algún papel en su historia y a quien había visto orinar en un período mucho más avanzado de su infancia, es decir, después de la edad de trece años. La analista interviene de este modo — Sin duda prefiere interesarse por una mujer mirándola mientras orina, en vez de esforzarse yendo al asalto de otra mujer que puede gustarle, pero está casada. Desde luego, la interpretación es un poco forzada, porque el personaje masculino aparece tan sólo indicado en las asociaciones, pero la analista cree reintroducir así la verdad, me refiero al complejo de Edipo. Hay que reconocer que hacer intervenir al marido de la madre para reintroducir el complejo de Edipo tiene todo el carácter de una provocación, sobre todo teniendo en cuenta que este sujeto le habla sido remitido a la analista por su propio marido. En este momento precisamente se produce el viraje, la progresiva inversión del fantasma de observación, del sentido ser observado al sentido observar uno mismo.

En segundo lugar, por si esto fuera poco, cuando el sujeto solicita disminuir el ritmo de las sesiones, la analista le responde —Está usted manifestando sus posiciones pasivas, porque sabe muy bien que de todas formas no va a conseguirlo. En este momento, el fantasma se cristaliza por completo, lo que demuestra que hay algo más. El sujeto, que comprende algunas cosas de sus relaciones, carácterizadas por la imposibilidad de alcanzar el objeto femenino, acaba desarrollando sus fantasmas en el interior mismo del tratamiento y, por ejemplo, comunica su temor a orinarse en el diván. Empieza a tener reacciónes que ponen de manifiesto cierta reducción de la distancia respecto del objeto real, como espiar las piernas de la analista, cosa que ella refiere con cierta satisfacción. En efecto, ahí hay algo que se encuentra al borde de la situación real, como si asístiéramos a la constitución de la madre, no fálica, sino afálica. En efecto, el principio de la institución de la posición fetichista es precisamente que el sujeto se detiene en cierto punto de su investigación y su observación de la mujer —de si tiene o no tiene el órgano en cuestión.

Esta posición lleva al sujeto poco a poco a decirse —Dios mío, la única solución sería acostarme con mi analista. Lo dice. La analista, que empieza a encontrar todo esto enervante, le hace esta observación —Así que ahora se entretiene atemorizándose con algo que, como usted sabe muy bien, no ocurrirá nunca. Y luego se pregunta angustiada —¿Hice bien en decírlo?

Cualquiera puede preguntarse por el grado de dominio que supone una intervención así. Esta forma algo brutal de recordarle las convenciones propias de la situación esta totalmente de acuerdo con la noción de la posición analítica como real. Precisamente tras esta intervención que pone las cosas en su sitio, el sujeto pasa definitivamente al acto y encuentra en lo real el lugar perfecto, el lugar escogido, o sea, como dice el mismo, la disposición del pequeño meadero de los Campos Eliseos. Esta vez se encuentra realmente a la distancia correcta del objeto, separado por un muro, objeto que podrá observar cumplidamente, no como madre fálica sino como madre afálica. Durante cierto tiempo dejara toda su vida erótica pendiente de eso, encontrando en ello tal satisfacción, que declara haber vivido como un autómata hasta ese descubrimiento, pero que ahora todo ha cambiado.

Hasta ahí llegan las cosas. Al resumirles esta observación, tan sólo he querido hacerles ver que la noción de distancia respecto del objeto analista como objeto real, noción declarada de referencia, puede llegar a tener efectos, y a fin de cuentas tal vez no son los efectos más deseables.

No les diré como acaba el tratamiento, habría que examinarlo minuciosamente, tan rico de enseñanzas es cada detalle. La última sesión se elude, y por otra parte el sujeto se hace operar de alguna variz. Todo esta ahí, la tímida tentativa de acceso a la castración y cierta libertad que de ello puede resultar. Después, se juzga que es suficiente, el sujeto vuelve con su amante, la misma del principio, quince años mayor que el, y como ya no vuelve a mencionar su talla, se le considera curado de su fobia. Por desgracia, sólo piensa en una cosa, en la talla de sus zapatos. Tan pronto son demasiado grandes y entonces pierde el equilibrio, como son demasiado pequeños y entonces le aprietan, de forma que el viraje, la transformación de la fobia, se ha completado. Después de todo, cpor que no considerar esto como el final de un trabajo analítico? Seguramente, desde el punto de vista experimental no carece de interés.

La pretendida buena distancia respecto del objeto real —aquí hay como un guiño de reconocimiento entre iniciados— se considera obtenida y alcanza su cumbre cuando el sujeto percibe olor a orina en presencia de su analista. La analista considera que en este momento, la distancia respecto del objeto real —a lo largo de toda la observación se nos indica que en eso peca toda relación neurótica— se ajusta por fin a su dimensión exacta. Desde luego, este hecho coincide con el apogeo de la perversión.

No se trata propiamente de una perversión —y el autor no se engaña en este sentido—, sino más bien de un artefacto. Tales fenómenos, aunque puedan ser permanentes o muy duraderos, son de todos modos susceptibles de una ruptura o una disolución a veces bastante brusca. Así, en este caso, al cabo de cierto tiempo el sujeto es sorprendido por una acomodadora, y así desaparece de la noche a la mañana la frecuentación del lugar particularmente propicio que lo real le había ofrecido en el momento oportuno.

Sí, lo real siempre ofrece en el momento oportuno todo lo que hace falta cuando por fin le  han  ajustado a uno, por el buen camino, a la buena distancia.