Seminario 4: Clase 14, El Significante en lo Real, 20 de Marzo de 1957

La red de la La Carta robada. A solas con Mariedl. El niño metonímico. Lo negro en la boca. La fobia estructura el mundo.

Empezaré por una aclaración sobre el artículo publicado en La Psychanalyse n° 2 con el título de Seminario sobre "La Carta robada", y especialmente sobre su introducción.

Algunos de ustedes han tenido tiempo de leerlo y considerarlo con más detenimiento. A quienes se han dedicado a este examen, les agradezco su atención. Al parecer, sin embargo, no a todos les resulta fácil recuperar el contexto donde fue planteado aquí lo que recoge dicha introducción, pues caen en el mismo error realizante en el que otros quedaron atrapados cuando yo exponía las cosas en estos términos. Creían, por ejemplo, que yo negaba el azar. Lo menciono en mi propio texto, de modo que no insistiré en ello.

Ahora trataré de aclarar de que se trata.

1)
No está de más recordarles los datos iniciales.

Tomamos de tres en tres los signos + y – ordenados al azar en una sucesión temporal. Ordenamos estos agrupamientos como 1, 2 y 3, según representen, o una sucesión de signos idénticos +++, – – – , o una alternancia, + – +,- + – , o bien una sucesión como ésta, + + -, pero también ésta, – – +, agrupamientos que a primera vista se distinguen por no ser simétricos. Esto es lo que llamo, con un término intraducible al francés, odd—lo que, de entrada, salta a la vista como falido, desparajo, cojo. Es una simple cuestión de definición—basta con plantearla así, mediante una convención, para que se instaure la existencia de un símbolo. Posiblemente, en mi texto esto está escrito de forma bastante concentrada, y a algunos les habrá planteado dificultades, pero el contexto impide la ambigüedad y que se tome, siquiera por un instante, esta definición por algo más que la simple convención inicial.

Ahora se trata de llamar a, b, g, d otra serie de símbolos que se construyen a partir de la serie anterior.
Esta operación se basa en la observación de que si se conocen los términos extremos de esta segunda serie, el término intermedio es unívoco. La convención es pues en este caso escribir un signo que, por su amplitud, incluye una serie de cinco signos de la primera línea. Ir de lo igual a lo igual, es decir, de simétrico a simétrico, ya sea de 1 a 1, de 1 a 3 o de 3 a 1, es a. De odd a odd, es g. Partir de lo igual para llegar a odd, es b. Volver de odd a lo igual, es d. Estas son las convenciones.

En base a esto puede construirse una red como un paralelepípedo formado por vectores. Por otra parte, cierta persona, de todos los que lo han examinado con la mayor precisión, incluso con la mayor competencia, lo ha obtenido igual.

Esta red ha de estar orientada, y he aquí exactamente como. El a puede reproducirse indefinidamente, lo que no ocurre con el resto de puntos, salvo si se indica expresamente con el bucle así definido. En suma, esta red resume exhaustivamente las sucesiones posibles y las únicas que lo son. Una serie que no puede inscribirse en esta red es una serie imposible.

¿Por qué no lo puse en mi texto? En primer lugar, porque no se lo había representado a ustedes aquí. Es un simple dispositivo de control de los cálculos, que permite dar por definitivamente cerrado el problema y asegurarnos de no haber omitido ninguna de las soluciones posibles. Su interés consiste en que siempre puedes remitirte a él como a un instrumento fiable, que indicará, sea cual sea el problema planteado a propósito de esta serie, si has omitido una solución posible o si te has equivocado por completo.

Llegamos a un punto conflictivo. Ven ustedes que en esta red hay, de alguna forma, dos clases de  g y dos clases de d. Si examinan los vértices así marcados, verán que siempre hay una división dicotómica que se plantea a partir de cada uno de ellos. Después de d, hay dos resultados posibles—después de este d de aquí, puede haber otro d o un  , mientras que después de este d de aquí, puede haber un bo un a. Otro ejemplo—después de g, puede haber a o b, por una parte, o g o d por otra parte.

Con respecto a esta diversidad funcional que se pone de manifiesto, hay quien ha hecho la siguiente objeción. Según ellos, podrían designarse los vértices con ocho letras distintas, en vez de designarlos con cuatro letras distintas, o bien poner a  y a índice 2. Me han dicho que aquí no había una definición clara y distinta de un símbolo, y que todo lo que representaba y articulaba era solo, en consecuencia, una especie de opacificación del mecanismo. Así, este juego de símbolos que haría surgir de sí mismo esa ley interna siempre implicada por la creación del símbolo, iría más allá de lo dado de entrada, o sea el puro azar, y aquí empieza la turbación que se produce en la mente de algunos. Creo que debo explicarme.

De alguna forma, eso es exacto. En efecto, puede decirse que la elección de los símbolos introduce cierta ambigüedad al principio, debida simplemente a la indicación de la oddity, es decir, de la disimetría, cuando, al haber sucesión temporal , todo esta orientado y, evidentemente, no es lo mismo que haya primero 2 y luego 1, o 1 y luego 2. Confundirlos sería introducir en el propio símbolo una ambigüedad, cuando podríamos expresarnos con mayor claridad distinguiéndolos.

Se trata de saber que significa la claridad en cuestión. Lo que ustedes llaman ambigüedad, con razón dicen que es eso precisamente lo que hay que hacer sensible. El símbolo, como más, supone el menos. El símbolo, como menos, supone el más. Siempre hay ambigüedad, a medida que vamos avanzando en la construcción, y el paso que yo di agrupando los símbolos de tres en tres es el mínimo posible. Si no lo demuestro en el artículo, es porque mi única finalidad era recordarles el contexto en el cual había sido introducida la carta robada, purloined. Admitan por un instante que este es el paso mínimo, porque lo que yo llamo la ley aparece precisamente en la medida en que el símbolo contiene esa ambigüedad.

En efecto, ¿que ocurriría si rechazáramos este paso y se reemplazaran cuatro de estos vértices por la serie e, z,h,f. Se obtendrían secuencias distintas, extremadamente complejas, porque tendríamos ocho términos y cada uno se uniría con otros dos, de acuerdo con un orden que estaría lejos de resultar inmediatamente evidente. Lo que pone de manifiesto el interés de elegir símbolos ambigüos que unen este vértice a con este otro que también hemos llamado a, aunque tenga en efecto funciones distintas. Agrupándolos así, ven ustedes cómo surge la ley extremadamente simple que expresé mediante uno de los esquemas del texto.

Este esquema permite decir que, si en el primer tiempo y en el segundo puedes obtener cualquier símbolo, el tercer tiempo está sometido a una dicotomía que excluye que a partir de a o b en el primer tiempo, en el tercero se pueda obtener g o d, y que a partir de g o b en el primero, en el tercero se pueda obtener a o b.

En mi texto indiqué algunas consecuencias cuyo interés consiste en mostrar otras frases de la misma forma, las propiedades y las leyes de sintaxis que pueden deducirse de esta fórmula extremadamente simple. Traté de elegirlas de forma que fuesen metafóricas y así pudieran ustedes entrever como el significante es verdaderamente el organizador de algo inherente a la memoria humana. Esta, en efecto, en la medida en que implica siempre en su trama algunos elementos significantes, está estructurada fundamentalmente de forma distinta que la memoria vital, la cual siempre se concibe en base a la persistencia o el borramiento de una impresión. Al introducir el significante en lo real, y se introduce simplemente en cuanto se habla, o menos aún, con sólo empezar a contar— lo aprehendido en el orden de la memoria se estructura de una forma fundamentalmente distinta de todo cuanto pueda llegar a hacer concebir una teoría de la memoria basada en el tema de la propiedad vital pura y simple.

Esto es lo que trato de ilustrar, en este caso metafóricamente, cuando les hablo del futuro anterior e introduzco, tras el tercer tiempo, un cuarto tiempo. Tomen este cuarto tiempo como punto de llegada. En este lugar resulta posible cualquiera de los cuatro términos, porque el cuarto tiempo tiene la misma función que un segundo tiempo. Si para este lugar eligen uno de los cuatro símbolos, algunos quedarán descartados en el segundo y en el tercer tiempo, lo cual puede servir para figurar lo que se precisa en un futuro inmediato, en cuanto se convierte en el futuro anterior con respecto a un fin, un proyecto determinado. Que sólo por este hecho ya se conviertan en imposibles algunos elementos significantes, me servirá para ilustrar metafóricamente la función que podríamos dar a lo que llamaré el significante imposible, el caput mortuum del significante.

Sepan que no he urdido todo esto como una especie de excursión matemática, con la incompetencia universal que me carácterizaría. De creerlo así, estarían equivocados. Para empezar, no son cosas sobre las que yo haya empezado a reflexionar hace un par de días. Además, lo sometí al control de un matemático. No crean que por haber aportado estas precisiones se introduzca el menor elemento de incertidumbre o de fragilidad.

Aquí es donde interrumpí mi desarrollo. Pero como algunos podrían ergotizar aún, en nombre de una falsa evidencia, que no desaparece todo misterio, pues este puede derivarse de las propias leyes, con lo simple que es considerarlas de forma diferenciada en los términos de los distintos vértices en la construcción paralelepipédica que les di, quiero indicarles que esta no es la cuestión. Y por eso quiero que tengan presente por un momento la siguiente noción—esto significa simplemente que en cuanto hay grafía, hay ortografía.

Se lo ilustraré enseguida de otra forma, posiblemente con mayor valor probatorio para ustedes, sin quitarle nada a mi anterior demostración.

Vuelvo a partir de la misma hipótesis, en el sentido, distinto del uso habitual, en el cual se trata de definiciones simples y de premisas de ellas derivadas. Si vuelvo a partir de la secuencia odd sin distinguir de entrada, como me han dicho e igualmente hubiera podido hacer, entre el odd con dos pies ligeros al principio y el odd con dos pies ligeros al final, el anapesto y el dáctilo, es porque todo el interés del asunto consiste en partir de definiciones efectivamente rudimentarias de las que se han eliminado ciertos elementos intuitivos, y en especial ese elemento intuitivo particularmente impactante, basado en la escansión, que supone ya alguna clase de participación corporal. Ahí empieza la poesía. Aquí, ni siquiera entramos en la poesía, sólo hacemos intervenir la noción de simetría o de asimetría. Les diré por qué me parece interesante limitar a este elemento estricto la creación del primer significante.

Vuelvo a mi tabla, y les invito a considerar lo que se produce en el sexto tiempo.

Aquí pueden inscribirse  a, b g,d. Ya ven qué exceso de posibilidades tenemos. De hecho, tenemos todos los símbolos posibles, y los tenemos a los dos niveles. Pero un somero examen de la situación nos muestra lo siguiente. Si uno elige como punto de llegada en el quinto tiempo una letra cualquiera, la b por ejemplo, toma como punto de partida otra letra, por ejemplo a, y dice—Quiero obtener una serie tal que en el primer tiempo tenga a  y en el quinto b —, enseguida ve que, en el tercer tiempo, no puede haber en ningún caso g, ni ninguna otra cosa de esta línea de aquí, pues por el simple hecho de partir de a al principio, sólo puedes obtener en el tiempo 3 lo que se produce aquí, encima de la lmea de dicotomía, es decir a o b. En el cuarto tiempo, puedes obtener a, b, g, d. ¿Pero qué has de tener en el tiempo 3 para obtener b en el tiempo 5? En el tiempo 3 has de tener a.

De todo ello resulta que cuando tienes intención de formar una serie en la que haya dos letras determinadas, con un espaciamiento temporal 5, la letra intermedia, situada en el tercer tiempo, está determinada de forma unívoca.

Podría mostrarles otras propiedades igualmente chocantes, pero me limitaré a esta, y espero que consiga abrir en su mente la dimensión que aquí se trata de evocar. De esta propiedad resulta, en efecto, que si tomas un término cualquiera de la cadena, puedes verificar inmediatamente, de una forma simple que no estorba a la vista—verificación que puede hacer cualquier tipógrafo—, si hay alguna falta, y con sólo remitirte al término dos veces anterior y al término dos veces posterior. En medio sólo hay una letra posible. En otras palabras, el mínimo surgimiento de una grafía hace surgir al mismo tiempo la ortografía, es decir, el control posible de una falta.

Para eso está construido este ejemplo. Les demuestra que, en cuanto surge el significante de la forma más elemental, surge la ley, con independencia de todo elemento real. Esto no significa, en absoluto, que el azar esté dirigido, sino que la ley surge con el significante, de forma interna, independiente de toda experiencia. Para eso esta hecha esta especulación sobre a, b, g, d, para demostrarlo.

A algunas sensibilidades, estas cosas paracen generarles grandes resistencias. De todas formas, me ha paracido que para hacerles apreciar cierta dimensión, esta era una vía más simple que aconsejarles, por ejemplo, la lectura del señor Frege, matemático de este siglo que se consagró a los fundamentos de esa ciencia, en apariencia la más simple entre las simples, que es la aritmética. A él le pareció que debía dar rodeos muy considerables—cuanto más simple es algo, más difícil es aprehenderlo—, pero no menos convincentes, para demostrar que no hay ninguna deducción posible del número partiendo únicamente de la experiencia. Todo ello conduce a una serie de especulaciones filosóficas y matemáticas, prueba a la cual no me ha parecido que debiera someterles ahora, al comienzo de esta tarea.

De cualquier forma, esto es muy importante para nosotros, pues si, contrariamente a lo que podía creer el señor Jung, ninguna deducción de la experiencia puede hacernos acceder al numero tres, entonces sin lugar a dudas el orden simbólico, como distinto de lo real, entra en lo real como la reja de un arado e introduce en él una dimensión original. Eso es lo que está en discusión en este caso.

Temo fatigarles, así que les haré algo distinto. Les contaré una idea que tuve, más intuitiva, pero menos segura en su afirmación.

Esta reflexión se me ocurrió un día en un formidable zoo, situado sesenta kilómetros al norte de Londres. Allí los animales paracen encontrarse en la mayor libertad, con las rejas enterradas en el suelo dentro de fosos invisibles. Estaba yo contemplando al león, rodeado de tres magníficas leonas con un aire de buen entendimiento y el humor más pacífico, y me preguntaba el porqué de esa armonía entre aquellos animales, cuando, por lo que sabemos, normalmente hubiera debido apreciar en ellos signos evidentes de rivalidad o de conflicto. No parace que mi mente diera un salto excesivo cuando me dije—Bueno, es que el león, simplemente, no sabe contar hasta tres.

Quiero decir que si las leonas no experimentan el menor sentimiento de rivalidad entre ellas, al menos aparantemente, es porque el león no sabe contar hasta tres. Lo someto a su reflexión. En otras palabras, nunca debemos dejar de tener en cuenta la introducción del significante para comprender lo que surge en toda ocasión cuando nos encontramos ante nuestro principal objeto en el análisis, o sea el conflicto interhumano.

Podríamos ir más lejos incluso y decir que, a fin de cuentas, si el conflicto existe, es porque los hombres no saben contar mucho mejor que el león, a saber, nunca integran por completo el numero tres, tan sólo lo articulan. La relación dual fundamentalmente animal no por ello deja de prevalecer en determinada zona, la de lo imaginario, y precisamente porque no obstante el hombre sabe contar, se produce en ultima instancia lo que llamamos un conflicto. Si no fuera tan dificil llegar a articular el numero tres, no habría ese gap entre lo preedípico y lo edípico que estos días tratamos de franquear como podemos, con ayuda de pequeñas escalas de cuerda y otros chismes . Se trata de ver precisamente que en cuanto uno trata de franquearlo, no tiene más remedio que recurrir a ellos. No hay ninguna clase de franqueamiento verdaderamente experiencial del gap entre el dos y el tres.

A este punto precisamente es donde hemos llegado con Juanito.

Dejamos a Juanito precisamente en el momento en que iba a abordar este paso llamado el complejo de castración.

Al principio, evidentemente, no está en ese, porque juega con aquel Wiwimacher que está ahí, que no está allá, el de su madre, o el del caballo grande o el del caballo pequeñito, o de papá, o el suyo tambien, que al paracer para él no es sino un objeto muy bonito para jugar al escondite, lo cual por otra puede procurarle el mayor placer.

Algunos de ustedes, creo, habrán ido al texto y habrán podido comprobar que en efecto este es el punto de partida, se trata sólo de esto. Resulta que al principio este niño presenta, y sin duda es algo dirigido a sus padres, una problemática del falo imaginario, que está por todas partes y en ninguna parte. Este falo es el elemento esencial de la relación del niño con lo que constituye para él eso que Freud llama en aquel momento la otra persona, o sea la madre.

Hasta ahí ha llegado Juanito, y todo parece ir perfectamente bien, subraya Freud, gracias al liberalismo, incluso el laxismo educativo bastante carácterístico de la pedagogía que parece haberse derivado del psicoanálisis en los primeros tiempos. El niño se desarrolla con la mayor franqueza, con la mayor claridad, con la mayor felicidad. Pero después de estos bonitos antecedentes, ocurre, para sorpresa de todos, lo que podemos llamar, sin mucho dramatismo, un pequeño tropiezo—la fobia.

A partir de determinado momento, el niño da muestras de un gran espanto ante un objeto privilegiado que resulta ser el caballo, cuya presencia ya había sido anunciada en el texto metafóricamente cuando el niño le dice a su madre—Si tienes un hacepipí, debe ser muy grande, como un caballo. Que la imagen del caballo aparezca en el horizonte indica ya que el niño se dispone a entrar en la fobia.

Para proseguir el trayecto que hacemos metafóricamente a través de la observación de Juanito, necesitamos entender cómo, de una relación tan simple y al fin y al cabo tan feliz, tan claramente articulada, el niño pasa a la fobia.

¿Dónde esta el inconsciente? ¿Dónde esta la represión? Al parecer, no la hay. El interroga a su padre y a su madre con la mayor libertad acerca de la presencia o la ausencia del hacepipí, les dice que ha ido al zoo, donde ha visto a un león dotado de un gran hacepipí. El hacepipí juega un papel que tiende a aparecer por toda clase de razones, no del todo explicitadas al principio de la observación, pero se ponen de manifiesto a posteriori. Que exhibirse le produce al niño un gran placer, lo demuestran algunos de sus juegos. El carácter esencialmente simbólico del hacepipí se manifiesta cuando va a exhibirse en la oscuridad—lo muestra, pero como objeto oculto. Se sirve de él igualmente como de un elemento intermedio en sus relaciones con los objetos de su interés, es decír, las niñas a quienes solicita ayuda y les deja mirar. Se destaca la ayuda aportada en este sentido por su padre o su madre en lo que se refiere a sacárselo, que juega el papel más importante en la instauración de sus órganos como un elemento de interés, con el que cautiva alegremente la atención, incluso las caricias, de cierto número de personas de su entorno.

Para hacerse una idea de la armonía reinante antes de la fobia, observen como Juanito manifiesta en el plano imaginario las actitudes más formalmente típicas que puedan esperarse de lo que en nuestro burdo lenguaje llamamos la agresión viril. En sus relaciones con las niñas, se dedica a cortejarlas, más o menos claramente, incluso de forma diferenciada segun dos modalidades—están las niñas a quienes acosa, abraza, agrede, y hay otras a quienes trata bajo la modalidad de la distancia Liebe per Distanz. Se trata de dos modalidades de relación muy diferenciadas, muy sutiles ya, casi diría muy civilizadas, muy ordenadas, muy cultivadas. Freud emplea este último término para calificar la diferenciación que opera Juanito entre sus objetos—no se comporta igual con las niñas a quienes considera damas cultivadas, damas de su mundo, y con las hijas del propietario de la casa. O sea, que tiene toda la apariencia de un resultado particularmente feliz de la transferencia, o reinvestimiento, hacia otros objetos femeninos, de sus sentimientos por el objeto femenino bajo la forma de la madre—desarrollo facilitado, nos dicen, por la relación abierta y dialogante, que no prohibe ninguna forma de expresión, entre la madre y el niño.

¿Que se produce entonces? Volvamos a abordar el problema, no ya sobrevolando el texto como he hecho hasta ahora, sino siguiendo paso a paso la observación para hacer su crítica.

No creo estar forzando el texto si les subrayo un detalle que nunca ha sído comentado, signo de la estructuración subyacente de la relación del niño con la madre tal como se la he planteado a ustedes, que permite concebir la llegada de la crisis por la intervención del pene real. El niño sueña que esta con Mariedl, una de sus amiguitas, a quien ve durante el verano en una estación de Austria, en Gmunden, y entonces cuenta su sueño. Luego, cuando el padre le cuenta el sueño a la madre en su presencía y dice que Juanito ha soñado que estaba con la niña, el le hace una rectificación preciosa—No solamente con Mariedl, completamente sólo con Mariedl, ganz allein mit der Mariedl. Como muchos otros elementos que pululan en las observaciones, este es desechado alegando que son cosas de niños, pero tal réplica tiene su importancia. Freud lo dice claramente, todo tiene significación . Esta réplica  únicamente es concebible en la díaléctica imaginaria que, como les he mostrado, era la situación de partida de las relaciones del niño con la madre. En efecto, esto se produce cuando Juanito tiene tres años y nueve meses, y hace tres meses que ha nacido su hermanita. No sólo completamente solo, sino completamente sólo con—es decir que se puede estar con ella totalmente solo, sin tener, como ocurre con la madre, a esa intrusa. Sin lugar a dudas, a Juanito le cuesta seis meses acostumbrarse a la presencia de la hermanita.

Esta observación evidente, del tipo más clásico, seguro que les satisface. Pero yo no me conformo con eso, ya lo saben. Si bien la intrusión real del otro niño en la relación del niño con la madre es en verdad adecuada para precipitar determinado momento crítico, determinada angustia decisiva, no obstante, si no dudo en resaltar este completamente sólo con, es porque parto de que, sea cual sea la situación real, el niño nunca está sólo con la madre. Todo el progreso que puede conocer la relación aparentemente dual del niño con la madre se encuentra, en efecto, marcado por ese elemento esencial confirmado por la experiencia del análisis de los sujetos femeninos, y es el punto de referencia, el eje que Freud mantuvo con firmeza hasta el final en lo concerniente a la sexualidad femenina—el niño no interviene sino como sustituto, como compensación, en suma, en una referencia, sea cual sea, a lo que le falta esencialmente a la mujer. Por eso no está nunca completamente solo, ganz allein, con la madre. La madre se sitúa, y así va conociendola poco a poco el niño, como marcada por esa falta fundamental que ella misma trata de colmar, y con respecto a la cual el niño le aporta tan sólo una satisfacción que podemos llamar, provisionalmente, sustitutiva.

Sobre esta base se concibe toda nueva hiancia de cualquier clase, toda reapertura de la pregunta y, especialmente, la que surge con la maduración genital real, es decir, en el niño, con la introducción de la masturbación, cuando entra en juego su goce real con su propio pene real. No hay forma de entender nada, salvo en base a esta constelación de partida, en la que se introducen los elementos críticos cuyos resultados diversos constituyen un complejo de Edipo con una resolución normal. El complejo de Edipo no es nunca de por sí el principio de una neurosis o una perversíon, como les enseñan habitualmente, abordandolo de forma más o menos negativizada.

Sigamos pues con lo que estabamos haciendo y planteemos una pequeña observación.

La situación entre la madre y el niño supone que este ha de descubrir aquella dimensión, el deseo de algo más allá de él mismo por parte de la madre, es decir, más allá del objeto de placer que siente que es para la madre, en primer lugar, y que aspira a ser. Esta situación, como toda situación analítica, debe concebirse, esto es lo que yo les enseño, dentro de una referencia intersubjetiva. La dimensión original de cada sujeto es siempre correlativa de la realidad de la perspectiva intersubjetiva, tal como está arraigada en cada sujeto. Ahora bien, en toda situación intersubjetiva tal como se establece entre la madre y el niño, debemos plantearnos una pregunta previa, que probablemente sólo se resolverá al final .

Esta pregunta, aunque se trata de un punto que al principio esta velado y sólo llegaremos a descubrirlo al final, ya conocen lo suficiente de la observación como para poder al menos planteársela. Se refiere a esos dos términos que en otras ocasiones he empleado, con razón o sin ella, y que articulan una división principal del abordaje significante de cualquier realidad por parte de un sujeto—la metáfora y la metonimia. Sin duda es oportuno aplicar esta distinción, aunque sea con algún interrogante.

En efecto, eso que resulta tan gráfico en la función de sustitución no quiere decir nada. Sustitución, es fácil decirlo, pero traten de sustituir un trozo de pan por una piedra, póngansela al elefante en la trompa, y verán como no se lo toma nada bien. No se trata de sustitución real, sino de sustitución significante, y de saber que significa. En suma, se trata de saber cual es la función del niño para la madre, con respecto a ese falo que es el objeto de su deseo. La cuestión previa es—¿metáfora o metonimia? No es en absoluto lo mismo si el niño es, por ejemplo, la metáfora de su amor por el padre, o si es la metonimia de su deseo del falo, que no tiene y que no tendrá nunca.

¿Que ocurre en este caso? Todo en el comportamiento de la madre con Juanito, a quien se lleva a todas partes, desde el w.c. haste la cama, indica que el niño es para ella un apéndice indispensable. La madre de Juanito, a quien Freud adora, esa madre tan buena, que tantos miramientos tiene con el niño, sehr besorgte, y encima es bella, se las arregla para cambiarse las bragas delante de su hijo. Desde luego, esto tiene una dimensión muy particular. Si hay algo adecuado para ilustrar lo que les digo sobre la dimensión esencial propia de lo que está tras el velo, es sin duda la observación de Juanito—y muchas otras todavía. ¿No se ve ya que el niño es para ella la metonimia del falo?

Esto no significa que ella sea tan considerada con el falo del niño. Esa persona tan liberal en materia de educación muestra a las claras que, cuando se trata de ir al grano y poner el dedo en el pequeño aparatito que el niño le enseña pidiéndole que se lo toque, es presa de un miedo horroroso—Das ein Schweinerei ist. Eso es lo que suelta, con ese tono tan expresivo. Hay que tratar de darle lustre a esta observación sobre Juanito para que brille.

Así, como ven, decir que el niño es tomado como una metonimia del deseo del falo de la madre no significa que sea metonímico como falóforo—implica, por el contrario, que es metonímico como totalidad. Ahí empieza el drama. Para él todo estaría muy bien si se tratara de su Wiwimacher, pero no se trata de eso, lo que está en juego es él mismo, todo entero, y la diferencia empieza a plantearse muy seriamente en cuanto interviene el Wiwimacher real, convertido para Juanito en un objeto de satisfacción. En ese momento, empieza a producirse lo que se llama la angustia, debido a esto, a que puede medir la diferencia existente entre aquello por lo que es amado y lo que él puede dar.

Dada la posición de original del niño respecto de la madre, ¿que puede hacer? Esta ahí para ser objeto de placer. Se encuentra por lo tanto en una relación en la que fundamentalmente es imaginado, y su estado es de pura pasividad. Si no vemos aquí la raíz de esa pasivización primordial, no podemos comprender nada de la observación del hombre de los lobos. Lo mejor que puede hacer el niño en la situación en que se encuentra, prendido en la captura imaginaria, en la trampa donde se introduce para ser el objeto de la madre, es ir más allá de ese punto y darse cuenta poco a poco, por así decirlo, de lo que él es en verdad. Como es imaginado, lo mejor que puede hacer es imaginarse tal como es imaginado, o sea, por así decirlo, pasar a la voz media. Pero desde el momento en que existe también como real, no tiene remedio. Entonces se imaginará como fundamentalmente distinto de lo deseado y, en esta medida, expulsado del campo imaginario donde, por el lugar que él ocupaba, la madre podía encontrar la forma de satisfacerse.

Como Freud destaca, de entrada aparece una angustia, pero, ¿angustia de qué? Tenemos algún indicio en un sueño del que Juanito se despierta sollozando porque su madre iba a marcharse. En otro momento, le dice a su padre—Si tú te fueras. En ambos casos se trata de una separación. Podemos completar este término con muchos otros matices. Sus angustias se manifiestan cuando está separado de su madre y en compañía de alguna otra persona. Como Freud subraya, estas angustias aparecen al principio y el sentimiento de angustia se distingue de la fobia. Pero ¿qué es una fobia? No es tan fácil entenderlo.
Trataremos de delimitarlo.
Por supuesto, podemos saltar alegremente y decir que la fobia es en todo esto el elemento representativo. Me parece muy bien, pero ¿qué nos aporta esto? ¿Por qué una representación tan singular? ¿Y qué papel desempeña?

Otra trampa consiste en decirse que tendrá alguna finalidad, que la fobia ha de servir para algo. ¿Y por qué habría de servir para algo? ¿No habrá también cosas que no sirven para nada? ¿Por que zanjar la cuestión de antemano diciendo que la fobia sirve para algo? ¿Y si precisamente no sirve para nada? Si no se hubiera presentado, todo hubiera ido igualmente bien. ¿Por qué habríamos de tener en este caso ideas de finalidad preconcebidas?

Trataremos de saber cual es la función de la fobia. ¿Qué es la fobia en este caso? ¿Cuál es la estructura de la fobia de Juanito? Esto nos proporcionará tal vez algunas nociones sobre la estructura general de una fobia.

De cualquier forma, para empezar quiero advertirles que la diferencia entre la angustia y la fobia es aquí muy sensible.

No se si la fobia es tan representativa, porque es muy difícil saber de qué tiene miedo el niño. Juanito lo articula de mil maneras, pero siempre queda un residuo muy singular. Si han leído ustedes la observación, sabrán que ese caballo, marrón, blanco, negro o verde—los colores no carecen de interés—, plantea un enigma que permanece sin resolver hasta el final de la observación, esa especie de mancha negra que tiene delante, delante de la cabeza, y que hace de él un animal de los tiempos prehistóricos. Y el padre le pregunta al niño—Eso que tiene en la boca, es la herradura ?—jQué va!, dice el niño—¿Es el arnés?—No—Y ese caballo de allí, ¿tiene la mancha?—No, no, dice el niño. Y luego un buen día, ya cansado, dice—Si, ese de ahí lo tiene, ya vale. Desde luego, está claro que nadie sabe que es esa mancha negra delante de la boca del caballo.

Por lo tanto, no es tan simple, una fobia, porque incluye elementos casi irreductibles, muy poco representativos. Si algo produce la impresión de ese elemento negativo alucinatorio del cual se ha hablado recientemente, en uno de esos accesos teóricos que se dan regularmente en el análisis, es sin duda este elemento borroso, al fin y al cabo lo más claro en el fenómeno de esa cabeza de caballo, tan misteriosa, que recuerda algo al caballo del cuadro de Tiziano, encima de Venus y Vulcano.

Si de algo no cabe duda, es de la diferencia radical entre los dos sentimientos, el sentimiento de miedo y el sentimiento de angustia, el cual aparece cuando el niño se siente de pronto como algo que podría quedar completamente fuera de juego. Por supuesto, la hermanita prepara en alto grado este inerrogante, pero, se lo repito, la crisis se abre sobre un fondo mucho más profundo, el suelo se abre bajo los pies de Juanito. El niño piensa entonces que podría no cumplir ya de ninguna forma su función, no ser ya nada, sino eso que tiene el aspecto de ser algo, pero al mismo tiempo no es nada, y se llama una metonimia.

Me refiero a un término que hemos estudiado. La metonimia es un procedimiento de la novela realista . Si una novela realista, que al fin y al cabo es sólo un cumulo de clichés, puede interesarnos, no es por ese pequeño cosquilleo real que nos aporta. Si tales clichés nos interesan, es porque detrás apuntan siempre a otra cosa. Apuntan precisamente a lo que en apariencia sería todo lo contrario, es decir, todo lo que falta.

Por eso, más allá de todos los detalles, de todo ese chispear de guijarros que tenemos ahí, está lo que nos atrae. Cuanto más metonímico es, más allá apunta la novela.

Nuestro Juanito se ve, pues, de golpe caído, o al menos ve que puede caer, de su función de metonimia. Por decirlo de una forma más vívida que teórica, se imagina como una nulidad.

¿Qué ocurre a partir del momento en que la fobia interviene en su existencia? Lo cierto es que ante los caballos de angustia, Angstpferde, y a pesar del matiz que aporta esta palabra, no experimenta angustia, sino miedo. El niño teme que ocurra algo real, dos cosas, nos dice—que los caballos muerdan, que los caballos se caigan. Los caballos surgen de la angustia, pero lo que traen es el miedo. El miedo se refiere siempre a algo articulable, nombrable, real—esos caballos pueden morder, pueden caer, tienen muchas más propiedades todavía.

También es posible que lleven la marca de la angustia. Lo borroso, la mancha negra, tal vez tenga cierta relación con ella, como si los caballos recubrieran algo que aparece por debajo y cuya luz se ve por detrás, a saber, esa negrura que empieza a flotar. Pero lo que vive Juanito, lo que hay en él, es el miedo. ¿Miedo a qué? No miedo al caballo, sino a los caballos, de forma que a partir de la fobia el mundo se le aparece puntuado por toda una serie de puntos peligrosos, puntos de alarma, que lo reestructuran.

Siguiendo una indicación de Freud—que, cuando se pregunta por la función de la fobia, aconseja, para resolver, tener en cuenta otros casos—recurriremos, antes de ver si la fobia es una especie mórbida o un síndrome, a una de sus formas más típicas, más extendidas, o sea la agorafobia, que sin duda tiene valor por sí misma y nos presenta un mundo puntuado por signos de alarma dibujando un campo, un dominio, un área. Si nos vemos obligados a tratar de indicar en qué dirección se insinúa, no ya la función de la fobia, no digo eso porque no debemos precipitarnos, sino su sentido, es el siguiente—la fobia introduce en el mundo del niño una estructura, sitúa precisamente en primer plano la función de un interior y un exterior. Hasta ese momento, el niño estaba, en suma, en el interior de su madre, acaba de ser rechazado, o se lo imagina, está angustiado, y entonces, con ayuda de la fobia, instaura un nuevo orden del interior y del exterior, una serie de umbrales que se ponen a estructurar el mundo.

Habría mucho que aprender aquí del estudio de ciertos elementos aportados por la etnografía sobre la construcción de los espacios en un poblado. En las civilizaciones primitivas, los poblados no se construyen de cualquier forma, hay terrenos desboscados y terrenos vírgenes, y en el interior, límites que significan cosas fundamentales en cuanto a los puntos de referencia de los que disponen esa gente, más o menos cerca de la separación de la naturaleza. Habría mucho que aprender, y tal vez más adelante les diré algo en este sentido.

También en este caso hay umbral y hay también algo que puede presentarse como una imagen de lo que guarda el umbral—Schützbau, Vorbau, edificio destacado, edificio de guardia. Este es el término expresamente articulado por Freud—la fobia está construida destacada hacia el punto de angustia.

Ya empezamos a ver algo que se articula y nos muestra su función. Pero no quiero ir demasiado deprisa, y les pido que no se conformen con eso. Lo habitual es conformarse con muy poco. Sin duda es muy bonito, hemos transformado la angustia en miedo y el miedo es, aparentemente, más tranquilizador que la angustia. Pero esto tampoco es seguro.

Sólo hemos querido puntuar que no podemos de ningún modo hacer del miedo un elemento primitivo en la construcción del yo, contrariamente a lo que articula, lo más formalmente posible, convirtiéndolo en la base de toda su doctrina, alguien a quien nunca nombro y que ocupa una posición de leadership en determinada escuela llamada, con más o menos razón, parisina. El miedo no puede considerarse en ningún caso un elemento primitivo, un elemento último, en la estructura de la neurosis. En el conflicto neurótico, el miedo interviene como un elemento que defiende destacándose, y contra algo completamente distinto, que por naturaleza carece de objeto, a saber, la angustia. Esto es lo que nos permite articular la fobia.

Hoy me detendré en este Vorbau de mi discurso, tras haberles conducido hasta el punto preciso donde se plantea la cuestión de la fobia, aquello a lo que se ve llevada a responder—por favor, entiendan esta palabra en su sentido más profundo. La próxima vez trataremos de ver a donde puede llevarnos el curso de las cosas.