Seminario 6: Clase 16, No hay Otro del Otro, 8 de Abril de 1959

«Que me den mi deseo». Este es el sentido que tendría Hamlet para todos aquéllos, críticos, actores o espectadores, que se apoderan de él. Les he dicho que eso estaba casi cerca de lo excepcional, del genial rigor estructural al cual llega el tema de Hamlet, luego de una elaboración tenebrosa que comienza en los siglos XII y XIII con Saxo Grammaticus, luego continúa con la romanza de la Belleforest y sin duda en un boceto de Kid y, me parece, también, en un boceto del propio Shakespeare, para finalizar en la forma en que lo tenemos nosotros.

Esta forma se carácteriza, ante nuestros ojos, con el método que empleamos aquí, por algo que llamo la estructura y que es, precisamente, en donde intento darles una clave que les permita localizar con exactitud, en esta forma topológica que he llamado grafo y que, quizá, se podría llamar grammo.

Retomemos nuestro Hamlet. Pienso que, luego de las tres veces que les he hablado de esto, ustedes lo habrán leído, al menos, una vez. Intentamos retomar, en ese movimiento a la vez simple y profundamente marcado por todos los rodeos que han permitido a tanto pensamiento humano situarse ahí, el movimiento de Hamlet. Si esto puede ser, a la vez, tan simple y nunca acabado, no es muy difícil de saber por qué. El drama de Hamlet es el encuentro con la muerte.

Otros han insistido —por otra parte, he hecho ya aquí alusión a nuestras aproximaciones precedentes— sobre el carácter que fija, de manera prodigiosa, pertinentemente, la primera escena sobre la terraza de Elsinor, de esta escena, de eso que va a volver y que los centinelas ya han visto una vez. Es el encuentro con el espectro, con esa forma de las profundidades, de la cual no se sabe, aún, lo que ella es, lo que trae, lo que quiere decir.

Vuelvo a las interesantes notas de Coleridge, que son tan lindas, y que se lo encuentra fácilmente. Quiero decirles que, al afirmar que, después de todo, Coleridge no hacia más que reencontrarse ahí, parecía que yo tenla la intención de minimizar lo que él decía. El es el primero que ha sondeado, tanto en otros dominios lo profundo de lo que hay en Hamlet a propósito de esta primera escena. Hume mismo, que estaba totalmente en contra de los fantasmas, creía en éste, decía que el arte de Shakespeare llevaba a hacerle creer a pesar de su resistencia. La fuerza que él desplegaba contra los fantasmas —dice— es parecida a aquélla de un Sansón. Y ahí, el Sansón es derribado.

Si esto es claro, es porque Shakespeare ha rodeado muy de cerca algo que no era el ghost, sino que era, efectivamente, este encuentro no con el muerto, sino con la muerte que, en suma, es el punto clave de esta obra. El ir de Hamlet ante la muerte: es de eso de lo que debemos partir para concebir lo que nos es prometido desde esta primera escena donde el espectro aparece en el momento mismo en que se dice que él ha aparecido: «The bell then beating one». La campana sonando a la una.

Este «one», lo reencontraremos al final de la obra cuando, después del recorrido sinuoso, Hamlet se encuentra muy próximo a hacer el acto que debe, al mismo tiempo, conducir su destino, y donde, de alguna manera, el no avanza sino cerrando los ojos, hacia el cual él debe alcanzar, diciendo a Horacio —y no es en cualquier momento que el termina diciéndole— : «¿Qué es matar a un hombre? El tiempo de decir «one».

Evidentemente, para dirigirse ahí, toma caminos que atraviesa, hace, como se dice, la rabona. Esto me permite pedir prestada una palabra que está en el texto. Se trata de Horacio que, muy modesto y muy gentil, mientras viene a darle su ayuda le dice: «Yo soy aquí un Truant Scholar, yo vagabundeo». Nadie lo cree, pero esto es, en efecto, lo que siempre ha impresionado a los críticos, este Hamlet, él vagabundea. ¡Que no vaya ahí derecho!

En suma, lo que intentamos hacer aquí es profundizar, saber por qué él es así. Lo que nosotros hacemos en este asunto no es un camino lateral. Es una ruta diferente a aquélla seguida por los que han hablado antes que nosotros, pero ella es . diferente en tanto que vuelve a llevar la cuestión, quizá, un poco más lejos. Lo que ellos dicen no pierde, por ello, su alcance. Lo que han notado es lo que Freud ha puesto en seguida en primer plano: es que esta acción en cuestión, la acción de producir la muerte tan presente y, al fin de cuentas, tan breve de ejecutar, le demanda a Hamlet tanto tiempo.

Lo que se nos ha dicho de entrada es que esta acción de producir la muerte encuentra, en Hamlet, el obstáculo del deseo. Este es el descubrimiento, la razón y la paradoja, porque lo que les he mostrado, y que queda del irresoluble enigma de Hamlet, del enigma que intentamos resolver, es, justamente, algo en lo que parece que el espíritu deba detenerse. Es que el deseo en cuestión, porque este es el deseo descubierto por Freud, el deseo por la madre, el deseo en tanto que suscita la rivalidad con aquél que la posee, ese deseo, ! mi Dios !, debería ir en el mismo sentido que la acción.

Para comenzar a descifrar lo que esto puede llegar a querer decir, pues al fin de cuentas, la función mítica de Hamlet, que hace de él un tema igual al de Edipo, eso que nos aparece, de entrada, es lo que ligamos en el mito, el lazo íntimo que hay, en suma, entre esa muerte por hacer, esa muerte justa, esa muerte que él quiere hacer, no hay conflicto en él de derecho o de orden; por tanto, como lo han sugerido varios autores, ya se los he recordado, los fundamentos de la ejecución de la justicia. No hay ambigüedad en él, entre el orden público, el brazo, de la ley, y las tareas privadas. No hay ninguna duda, para él, que esa muerte está ahí, del todo, con la ley. Esa muerte no hace problema.

Esa muerte no se ejecutará sino cuando Hamlet esté tocado de muerte, en ese corto intervalo que le queda entre esta muerte recibida, y el momento de perderse en ella.

Es, pues, de ahí que es necesario partir. De esta cita, a la cual podemos dar su nombre, a la cual podemos dar. todo su sentido. El acto de Hamlet se proyecta, se sitúa, a su término en la cita, la última y todas las citas, en ese punto en relación al sujeto, tal como nosotros intentamos aquí articularlo, definirlo, al sujeto en tanto no está aún a la luz —su advenimiento es retardado en la articulación propiamente filosófica—, al sujeto tal como Freud nos ha enseñado que él es construido. Al sujeto que no es jamas el soporte universal de los objetos, y de ninguna manera su negativo, su soporte omnipresente; al sujeto en tanto que habla y en tanto está estructurado en una relación compleja con el significante, que es exactamente aquél que nosotros intentamos articular aquí.

Y para representarlo una vez más, si es cierto que el punto entrecruzado de la intención de la demanda y de la cadena significante, se hace la primera vez en el punto A, que nosotros hemos definido como el gran Otro, en tanto que lugar de la verdad, quiero decir, en tanto lugar donde la palabra se sitúa tomando en eso, lugar, instaura este otro orden evocado, invocado, cada vez que el sujeto articula algo, cada vez que habla Y que hace algo que se distingue de todas las otras formas inmanentes de captación en las que, de lo uno por relación a lo otro, nada equivaldría a lo que, en la palabra, instaura siempre este elemento tercero, a saber, este lugar del Otro donde la palabra, incluso falsa, se inscribe como verdad.

Ese discurso para el Otro, esa referencia al Otro, se prolonga más allá, en esto: Que ella es retomada, a partir del Otro, para constituir la pregunta de: «¿Qué es lo que quiero?». O más exactamente, la pregunta que eso propone al sujeto bajo una forma ya negativa: «¿Qué quieres tú?»; la pregunta de lo que, más allá de esta demanda alienada en el sistema de discurso, en tanto que él está ahí, reposando en el lugar del Otro, el sujeto, prolongando su pantalla, se pregunta, ahí, lo que él es como sujeto, y donde él tiene, en suma, que encontrar algo.

Más allá del lugar de la verdad, lo que el genio mismo tiene que encontrar —no de la lengua, sino de la metáfora extrema, que tiende, ante ciertos espectáculos significativos, a formularse— se llama con un nombre que reencontramos aquí en el pasaje: la hora de la verdad.

Pues no olvidemos, en un tiempo donde toda filosofía esta encargada de articular lo que liga el tiempo, al ser, que es completamente simple darse cuenta de que e] tiempo, en la constitución misma, pasado-presente-futuro  (aquéllos de la gramática), se retoma en ninguna otra cosa que en el acto de la palabra.

No es estrictamente imposible concebir una temporalidad en una dimensión animal, es decir, en una dimensión del apetito. El «b», «a», «ba» de la temporalidad, exige, incluso, la estructura del lenguaje. Y en este más allá del Otro, en ese discurso que no es discurso para el Otro, sino discurso del Otro, propiamente hablando, en el cual va a constituirse esta línea quebrada de los significantes del inconsciente, en este Otro en el cual el sujeto avanza con su pregunta como tal; a lo que él apunta, en último término, es la hora de este encuentro con él mismo, de este encuentro con su querer, de este encuentro con algo que vamos a intentar formular en último término, y del cual nosotros no podemos, a continuación, dar los elementos, si bien es cierto, incluso, que algunos signos, nosotros los representamos aquí y son, de alguna manera, para ustedes, la referencia, la prefigura, e] estado de eso que nos espera en lo que se puede llamar los pasos, las etapas necesarias de la pregunta.

Notemos, incluso que, si Hamlet, que les he dicho que no es esto o aquello, no es un obsesivo por la buena razón de que él es una creación poética, Hamlet no tiene una neurosis. Hamlet nos muestra la neurosis, y esto es toda otra cosa que serlo. Si Hamlet, por ciertas frases, cuando nosotros nos miramos en Hamlet bajo un cierto reflejo del espejo, nos aparece más cerca de todo de la estructura del obsesivo, es ya en esto que la función del deseo —porque está ah! la pregunta que nos planteamos a propósito de Hamlet— nos aparece, justamente, en esto que es revelador del elemento esencial de la estructura, que es aquél puesto de relieve al máximo por la neurosis obsesiva. Es que una de las funciones del deseo, la función mayor, en e] obsesivo es, a esta hora del encuentro deseado, mantenerla a distancia, esperarla.

Y el empleo del término que Freud ofrece en «Síntoma y angustia», el de Erwartung, la espera en el sentido activo, es, también, hacer esperar. Ese juego con la hora del encuentro, domina esencialmente la relación del obsesivo. Sin duda, Hamlet nos demuestra toda esta dialéctica, todo este despliegue que juega con el objeto, aún bajo otras faces, pero ésta es la más evidente, aquélla que aparece en lo manifiesto y sorprendente, que da el estilo de esta obra, y que ha sido siempre el enigma de ella.

Intentemos ver, ahora, en otros elementos, las coordenadas que nos da la obra. ¿Qué es lo que distingue la posición de Hamlet en relación, en suma, a una trama fundamental? ¿Qué es lo que hace a esta variante del Edipo, tan impresionante, en su carácter de variación? Pues, en fin, Edipo no daba tantas vueltas, como lo ha remarcado Freud en la pequeña nota de explicación, a la cual uno recurre cuando no da pie con hola. A saber, ¡Mi Dios!, todo se degrada, estamos en el período de decadencia de nuestros  autores modernos. Nos torturamos miles de veces antes de hacer lo que otros, los buenos, los valientes, los antiguos, hacían directamente. Esto no es una explicación. Esta referencia a la idea de decadencia debe sernos sospechosa. Podemos tomarla por otros lados.

Creo que conviene llevar la pregunta más lejos. Si es verdad que a eso llegaron dos modernos, debe ser por alguna razón. Pero si nosotros somos psicoanalistas, no podemos dar la razón siguiente: ellos no tienen el temple que tuvieron sus padres. Es esencial sobre lo cual yo he atraído vuestra atención: Edipo no tenía que dudar treinta y seis veces antes de hacer el acto. El lo había hecho, incluso antes de pensar, y sin saberlo. La estructura del mito de Edipo está esencialmente constituida por eso.

Es claro y evidente que aquí hay algo, algo que es, justamente, eso por lo cual yo los he introducido, este año —y no es por azar— en esta iniciación al grammo, como llave del problema del deseo. Recuerden ustedes el sueño muy simple del «Principio de placer y de la realidad», el sueño donde el padre muerto aparece. Y les he marcado, sobre la línea superior, la línea de la enunciación en el sueno: El no sabía; esa venturosa ignorancia de aquéllos que están sumidos en el drama necesario que continúa por el hecho de que el sujeto que habla esta sometido al significante . Esta ignorancia esta aquí.

Les hago notar al pasar, que nadie explica el porqué de eso. Pues, en fin, si el padre, adormecido en el jardín, ha sido muerto a causa de que le han vertido en la oreja —como dice Jarry, ese delicado jugo— hebona, parece que la cosa ha debido escapársele, pues nadie nos dice que él ha salido de su sueño para constatar el daño; que las llagas que cubrían ‘su’ cuerpo no fueron jamás vistas más que por aquéllos que descubrieron su cadáver. Y esto supone que, en el dominio del más allá, él tiene sobre eso informaciones demasiado precisas sobre la manera en que eso sucedió, lo que puede, en efecto, ser una hipótesis de principio. Esto no es algo que nosotros debamos, de entrada, dar por cierto.

Todo esto es para subrayar lo arbitrario de la revelación inicial, de aquélla de la cual habla todo el movimiento de Hamlet. La revelación, por el padre, de la verdad sobre su muerte, distingue esencialmente una coordenada del mito, con respecto a lo que pasa en el mito de Edipo.

Algo es levantado, un velo, aquél que pesa, justamente, sobre la articulación de la línea del inconsciente. Ese velo que, incluso nosotros, intentamos levantar, no sin que él nos de – ustedes lo saben – considerable trabajo. Pues es claro que debe tener alguna función esencial. Diré que está para la seguridad del sujeto. En tanto que él habla, porque nosotros intervenimos para restablecer la coherencia de la cadena significante a nivel del inconsciente, y esto presenta todas las dificultades. Se recibe, de parte del sujeto, toda esa oposición, ese rechazo, esto que llamamos resistencia y que es el pivote de toda la historia del análisis.

Aquí la cuestión está resuelta. El padre sabía, y porque él sabía, Hamlet sabe también. Es decir que él tiene la respuesta y no puede, ahí, sino tener una respuesta. Ella no es expresable, obligatoriamente, en términos psicológicos. Quiero que ésta no sea una respuesta forzosamente comprensible; menos aún que nos atrape, pero no es por esto menos una respuesta completamente fatal. Nosotros intentamos ver qué es esta respuesta. Esta respuesta que es, en suma, el mensaje en el punto donde él constituye en la línea superior, en la línea del inconsciente, esta respuesta que yo he simbolizado para ustedes anteriormente, y no, bien entendido, sin ser forzado en ese hecho a demandarles que me den crédito. Pero es más fácil, más honesto, demandar a alguno de ustedes que me den crédito sobre algo que, de entrada, no tiene ningún sentido; eso no los compromete en nada, quizá en buscarla, lo que deja, sin embargo, una libertad de crearla por ustedes mismos. Esta respuesta, yo he comenzado a articularla bajo la forma siguiente: significante, S. Eso que distingue la respuesta a nivel de la línea inferior -al nivel de la línea inferior, la respuesta es siempre e] significado del Otro, es siempre en relación a esta palabra, que se desarrolla al nivel del Otro y que modula el sentido de lo que hemos querido decir.Pero, ¿quién habrá querido decir eso al nivel del Otro?

Eso es significado al nivel del discurso simple, pero en el nivel del más allá de ese discurso, al nivel de la pregunta que el sujeto se plantea a sí mismo, que quiere decir, al fin de cuentas, ¿qué es lo que ha llegado a ser en todo esto?La respuesta, se las he dado. Es el significante del Otro, con la barra: S(A/) [A mayúscula barrada].

Hay de maneras de comenzar a desarrollar lo que incluye este símbolo. Pero nosotros elegiremos, hoy, una, porque estamos en Hamlet, la vía clara, evidente, patética, dramática, Y es aquello que da valor a Hamlet, que nos es dado acceder al sentido de S(A/) [A mayúscula barrada].

El sentido de lo que Hamlet aprende por ese padre, está ante nosotros muy claro. Es la irremediable, la absoluta, la insondable traición del amor. Del amor más puro, el amor de ese rey que, quizá, como todos los hombres, pudo haber sido un gran pillo, pero que, con ese ser que era su mujer, era aquél que iría hasta evitar que el viento la rozara. Al menos, siguiendo lo que dice Hamlet.

Esto es la máxima falsedad de lo que ha aparecido en Hamlet como el testimonio mismo de la bondad, de la verdad, de lo esencial.

Ahí está la respuesta. La verdad de Hamlet es una verdad sin esperanza. No hay en todo Hamlet, deuda elevación hacia algo que sería más allá redención, readaptación.

Nos ha dicho que el primer encuentro venía de lo más profundo. Esa relación oral, infernal, en este Aqueronte que Freud ha elegido sacudir, a falta de poder doblegar las potencias superiores, es ah! que se sitúa, de la manera más clara, Hamlet. Pera esto, bien visto, no es más que una observación bien simple, evidente, en la cual es bastante curioso ver que los autores, uno no sabe por qué poder —no es necesario alertar a las almas sensibles— no dan a eso casi valor, a propósito de Hamlet.  No les doy, después de todo, un camino en el. Orden de lo patético, en el orden de lo sensible, bastante penoso como pueda ser. El debe tener ahí algo donde pueda formularse más radicalmente la razón, el motivo de toda esa elección porque, después de todo, toda conclusión, todo veredicto, por radical que sea toma una forma acentuada en el orden de lo que se llama pesimismo; esto es algo que esta hecho para velarnos eso de lo que se trata.

S(A/) [A mayúscula barrada] eso no quiere decir que lo que sucede a nivel del A no valga nada, o que toda verdad es desfalleciente. Esto es algo que puede hacer reír en los períodos de diversión que siguen a las post-guerras, donde se hace, por ejemplo, una filosofía del absurdo que sirve, sobre todo, en los sótanos .

Intentamos articular algo más serio. Además, S (A/) [A mayúscula barrada] con la barra, ¿qué es lo que eso quiere, realmente, decir? Creo que es el momento de decirlo, aunque, bien en tendido, esto va a aparecer bajo un ángulo muy particular, pero yo lo creo, contingente .

S(A/) [A mayúscula barrada] quiere decir esto: Que si A, el gran Otro, no es un ser, sino un lugar, el lugar de la palabra; S(A/)  [A mayúscula barrada] quiere decir que, en ese lugar, la palabra, donde reposa bajo una forma desarrollada, o bajo una forma disfrazada, el conjunto del sistema de los significantes, es decir, de un lenguaje, le falta algo. Algo que no puede ser sino que un significante, ahí, hace falta.

El significante que hace falta al nivel del Otro, y que da su valor, el. más radical, a ese S(A/) [A mayúscula barrada] es éste que es, si puedo decir, el gran secreto del psicoanálisis, eso por lo cual el psicoanálisis aporta algo, por donde el sujeto que habla, en tanto la experiencia del análisis nos lo revela como estructurado, necesariamente de una cierta manera, se distingue del sujeto de siempre, del sujeto al cual una evolución filosófica que, después de todo, puede bien hacernos aparecer en una cierta perspectiva de delirio, fecundo, pero de delirio, en la retrospección.

Esto es el gran secreto. No hay Otro del Otro. En otros términos, para el sujeto de la filosofía tradicional, ese sujeto se subjetiva él mismo indefinidamente.

Si soy en tanto pienso, soy en tanto pienso que soy, y así a continuación. Esto no tiene ninguna razón para detenerse.

La verdad es que el psicoanálisis nos enseña algo totalmente diferente. Es que uno se da cuenta de que no es tan seguro que soy en tanto pienso, y que uno no podría estar seguro más que de una cosa, esto es, que yo soy en tanto pienso que soy, por la simple razón de que, por el hecho de que yo pienso que soy, yo pienso que soy en el lugar del Otro, soy un otro que aquél que pienso que soy. Ahora bien; la cuestión es que yo no tengo ninguna garantía de que ese Otro, por eso que hay en su sistema, pueda devolverme, si puedo expresarme así, lo que yo le he dado: su ser y su esencia de verdad. No hay, les he dicho, Otro del Otro. No hay, en el Otro, ningún significante que, en la ocasión, pueda responder de eso que yo soy.

Y, para decir las cosas de una manera transformada, esta verdad sin esperanza de la cual les hablaba recién, esta verdad que es aquélla que nos reencontramos al nivel del inconsciente, es una verdad sin rostro, es una verdad cerrada, una verdad plegable, en todo sentido. Nosotros lo sabemos demasiado. Es una verdad sin verdad.

Y eso es lo que hace el más grande obstáculo a aquéllos que se aproximan desde afuera a nuestro trabajo y que, ante nuestras interpretaciones, porque ellos no están en la misma vía que nosotros, donde ellas están destinadas a llevar su efecto, que no es sino de una manera manera y tanto estas interpretaciones juegan y resuenan siempre entre estas dos líneas, ellos no pueden comprender de qué se trata en la interpretación analítica.

Ese significante del cual el Otro no dispone, si podemos hablar de eso, es seguro, incluso, que él está, bien entendido, en alguna parte.

Les he hecho este pequeño grafo con el fin de que ustedes no pierdan el norte. Lo he hecho con todo el cuidado que he podido, pero ciertamente, no para acrecentar vuestro embarazo (embarras). Ustedes pueden reconocer ahí donde está la barra, el significante oculto, aquél del cual el Otro no disponía y que es; justamente, aquél que les concierne, esto es lo mismo que hacen entrar en el. juego, en tanto que ustedes, pobres tontos, desde que flan nacido, están tomados en este sacro asunto del logos. Esto es esa parte de ustedes que ahí dentro está sacrificada, y sacrificada no pura y simplemente, psíquicamente, como se dice, realmente) sino simbólicamente, eso que no es nada, esta parte de ustedes que ha tomado función significante, y es por eso que hay de eso una sola y no hay treinta y seis. Es exactamente esta función enigmática que llamamos el falo y que está aquí, ese algo del organismo de la vida, de este empuje o empuje vital, del cual saben que yo no creo que sea necesario usar a tontas y a locas, sino que, una vez bien rodeada, simbolizada, puesta ahí donde ella está y, sobre todo, ahí donde ella sirve, ahí donde efectivamente, en el inconsciente, ella está tomada, toma su sentido. El falo, la turgencia vital, eso con algo de enigmático, de universal, más macho que hembra y, no obstante, del cual la hembra misma puede devenir el símbolo, he ahí de lo que se trata, y eso que, puesto que, en el Otro, no esta disponible, aunque sea, incluso, está la vida que el sujeto haga significante, no llega de ninguna manera a garantizar la significación del discurso del Otro.

Dicho de otra manera, por sacrificada que sea, esta vida no le es devuelta por el Otro.

Esto es porque es de ahí de donde parte Hamlet, de la respuesta de lo dado, que todo el recorrido puede ser, quizá, explorado, que esta revelación radical va a conducirlo a la cita última. Para alcanzarlo, nosotros vamos ahora a re tomar lo que sucede en la obra de Hamlet.

La obra de Hamlet es, como ustedes lo saben, la obra de Shakespeare, y nosotros debemos prestar atención a lo que él ha añadido. Eso estaba, ya, bastante bien explorado, pero es necesario creer que él ofrece— y ahí basta que él lo ofrezca, para que sea tomado —un camino bastante largo a recorrer, para mostrarnos lo que se llama país.

Les he explicado, la última vez, las preguntas que plantea la play scene, la escena de los actores. Volveré ahí. Quisiera introducir, hoy, un elemento esencial, esencial porque concierne a eso a lo cual nosotros nos acercamos después de haber establecido la función de las dos líneas, esto es, eso que gira en el intervalo, eso que, si se puede decir, hace, para el sujeto, la distancia que podría mantener entre las dos líneas, para, ahí, respirar durante el tiempo que le queda de vida, y que es lo que llamamos el deseo.

Les he dicho qué presión, qué abolición, qué destrucción sufre ese deseo, en tanto de eso que se encuentra con algo del. Otro real, de la madre tal como es esta madre, como tantas otras, a saber, ese algo estructurado de alguna cosa que es menos deseo, que glotonería, engullimiento, de algo que es, evidentemente, uno no sabe por qué, pero después de todo qué importa, A ese nivel de la vida de Shakespeare ha sido, para el, una revelación.

El problema de la mujer, por cierto, no ha dejado de ser presentado en toda la obra de Shakespeare, y había tunantes antes que Hamlet, pero también abismales, feroces y tristes, no hay en eso sino que partir de Hamlet.

«Troylus and Cressida», que es una maravilla pura, y a la que , por cierto, no se le ha dado suficiente valor, nos permite, quizá, ir más lejos en eso que Hamlet ha pensado en ese momento. La creación de «Troylus and Cressida» es, creo, una de las más sublimes que se pueda encontrar en la obra dramática. Al nivel de Hamlet y al nivel del dialogo que uno puede llamar el paroxismo de la obra, entre Hamlet y su madre, les he dicho, la última vez, el sentido de ese movimiento de súplica ante la madre, que él esta casi cerca ce lograrlo: «No denigres; la belleza, el orden del mundo, no confundas a Hyperion mismo —es a su padre a quien designa así— con el más abyecto»; y la recaída de esta súplica ante eso que él sabe que es la necesidad fatal de esta suerte de deseo que no nada, que no se detiene ante nada.

Las «ellas» que podría hacerles en este lugar, de lo que es el pensamiento de Shakespeare con respecto a esto, son excesivamente numerosas. No les daré sino esto que he revelado durante las vacaciones, en otro contexto. Se trata de alguien que esta bastante enamorado pero también, hace falta decirlo, es bastante extravagante, un hombre bueno, además. Esto está en «Twelfth Night», «La duodécima noche».

El héroe, dialogando con una joven, quien, para conquistarlo, y sin que nada, en el héroe, el Duque, como se lo llama, pone en duda que sus inclinaciones sean las mujeres – porque es de su pasión de lo que se trata -, se le acerca disfrazada de muchacho, lo que, incluso, es un rasgo singular para darse valor como muchacha, pues ella lo ama. No es por nada que les doy esos detalles. Es porque es un aporte hacia lo cual quiero introducirlos ahora, a saber, la creación de Ofelia. Esta mujer, Viola, es, justamente, anterior a Ofelia. La «Twelfth Night», «La duodécima noche», es de aproximadamente dos años antes que Hamlet., y permite medir la trasformación de lo que sucede en Shakespeare al nivel de sus creaciones femeninas que, como saben, son las más atrayentes, las más cautivantes, las más fascinantes y las más confusas, a la vez, y hacen al carácter inmortalmente poético de toda una cara del genio. Esta muchacha-varón o varón-muchacha es el tipo mismo de creación donde aflora, donde se revela algo que va a introducirnos en eso que va a ser, ahora, nuestro propósito, nuestra continuación, a saber, el rol del objeto en el deseo.

Luego de haber usado la ocasión para mostrar la perspectiva en la cual se inscribe la cuestión sobre Ofelia, he aquí lo que el Duque, sin saber que la persona que está ante él es una joven que lo ama, responde a las preguntas capciosas de la muchacha que, mientras que él se desespera de amor, ella le dice: «¿Cómo puede quejarse? Si alguien que está a su lado, suspirando por vuestro amor, y usted no tiene ninguna gana de amarlo —tal es el caso, es por eso por lo cual sufre él—, ¿cómo podría Usted aceptarlo? No hay que resentirse con los otros por lo que, seguramente, haría Usted mismo».

El., que está ahí ciego y, en el enigma, le dice una importante frase concerniente a la diferencia del deseo femenino y del deseo masculino: «No hay mujer que pueda soportar los embates de una pasión tan violenta como la que domina mi corazón. Ningún corazón de mujer puede soportar tanto. Ellas carecen de esta incertidumbre…»

Y todo su desarrollo es aquél que hace, del deseo, esencialmente, esa distancia que hay, esta relación particular al objeto sostenido corno tal, que es algo que está expresado en el símbolo que ubico aquí (en el grafo) sobre esta línea de retorno de la x del deseo (vouloir).  Es la relación $ (a. El objeto en tanto que es, si puedo decirlo, el carril, el nivel donde se sitúa ese lugar que, en el sujeto, propiamente hablando, es el deseo.

Quisiera introducir, ahora, el personaje Ofelia, beneficiándonos de lo que la crítica filológica y textual nos ha aportado en lo concerniente a sus antecedentes. He visto bajo la pluma de no sé qué cretino, un vivo movimiento de buen humor que le sobrevino el día donde, no especialmente precipitado, pues habría debido saberlo desde hacía buen tiempo, él se da cuenta de que, en Belleforest, hay alguien que hace el papel de Ofelia.

En Belleforest están completamente molestos por lo que llega de Hamlet:. El tiene todo el. aspecto de estar loco, pero incluso, uno no está más seguro que de eso; pues si bien es cierto que ese loco sabe bastante bien lo que quiere, y lo que él quiere es eso que no se sabe, esto es, a la vez muchas cosas. Lo que él quiere, eso es la cuestión para todos los que le rodean. Se le envía a una mujer de la vida, destinada a llamarlo desde un rincón del bosque, para captar sus confidencias, mientras que alguien que está escuchando podría saber de eso un poco más. La estrategia fracasa, como conviene a él, gracias al amor de la joven. Lo cierto es que el crítico en cuestión estaba contento al encontrar esta especie de arque-Ofelia, pues hallaba allí la razón de las ambigüedades del carácter de Ofelia.

Naturalmente, no voy a releerles el rol de Ofelia, pero este personaje tan eminentemente patético, conmovedor, del cual se puede decir es una de las grandes figuras de la humanidad, se presenta, como saben, bajo trazos extremadamente ambigüos donde nadie ha podido, jamás, decir aún si ella es la inocencia misma que habla, o que hace alusión misma a sus impulsos carnales con la simplicidad de una pureza que no conoce el pudor o si, al contrario, es una casquivana dispuesta a cualquier cosa. Los textos, en eso, son un verdadero juego de espejos. Se puede encontrar todo ahí. Y, en verdad, uno encuentra, sobre todo, un gran encanto, donde la escena de la locura no lo es menos. La cosa, en efecto, esta completamente clara. Si, por una parte, Hamlet se comporta con ella con una crueldad completamente excepcional, que molesta, que, como se dice, duele, y que la hace sentir como una víctima, por otra parte se ve bien que ella no es la criatura descarnada que la pintura prerrafaélica que yo les evocaba ha hecho de eso. Es completamente otra cosa.

En realidad, uno está. sorprendido de que las prejuicios concernientes al tipo, a la naturaleza, a la significación, a las costumbres, para decirlo todo, de la mujer, estén aún tan fuertemente anclados como para que se pueda, a propósito de Ofelia, plantear una cuestión parecida. Parece que Ofelia es lo que toda jovencita es, haya o no franqueado – después de todo, nosotros no sabemos nada – el paso tabú de la ruptura de su virginidad. Esta cuestión no me parece estar planteada de ninguna manera a propósito de Ofelia.

En este caso se trata de saber por qué Shakespeare ha aportado este personaje, que parece representar una especie de punto extremo sobre una línea curva, que va de las primeras heroínas, muchachas-varones, hasta algo que va a encontrar la fórmula más adelante, pero transformarla bajo otra naturaleza.

Ofelia, que parece ser la cúspide de la creación del tipo de mujer en el punto exacto donde ella misma es ese brote presto a nacer, y amenazado por el insecto devorador, en el corazón mismo del brote.

Esta imagen de vida pronta a nacer, de vida portadora de todas las vidas, es así como, además, Hamlet la califica, la sitúa, para rechazarla: «Serás la madre de pecadores». Esta imagen, justamente, de la fecundidad vital, esta imagen, para decirlo todo, nos ilustra, creo que más que ninguna otra creación, la ecuación a la cual he tenido en cuenta en mis cursos, la ecuación mujer=falo. Hay, evidentemente, ahí, algo que nosotros podemos reconocer fácilmente.

Si bien no tendré en cuenta cosas que, en verdad, me parecen, simplemente, casualidades, he tenido la curiosidad de ver de dónde venta Ofelia. Y en el artículo de Boissade del Diccionario Etimológico Griego, he visto una referencia griega. Shakespeare no disponía, evidentemente, de los dicciónarios de los que nos servimos nosotros, pero uno encuentra, en los autores de esa apoca, cosas tan asombrosas junto a ignorancias suntuosas, cosas tan penetrantes que anticipan las construcciónes de la crítica más moderna, que bien puedo, en esta ocasión, darles cuenta de lo que está en las notas que he tomado.

Creo que en Homero, si recuerdo bien, hay Ofelia en el sentido de «engordar, hinchar». Ofelia está empleado para esta mutación, esta fermentación vital que hace que algo cambie, se abulte.

Lo más gracioso —aún no se puede hacer de esto una cuestión— es que un autor como Boissade, que filtra severamente el orden de sus cadenas significantes, cree necesario, en el mismo artículo, hacer una expresa referencia a propósito de la forma verbal de Ofelia al Falo.

La confusión de Ofelia (Ophelia) y Falo (Phallos) no tiene, incluso para nosotros, necesidad de nada para aparecer. Ella nos aparece en la estructura. Y lo que el trata de introducir ahora, no es: ¿en qué Ofelia puede ser el Falo?, sino si ella es, como nosotros lo decimos, verdaderamente el falo, la cuestión es: ¿Cómo es que Shakespeare le hace cumplir esta función? Aquí es donde está lo importante. Shakespeare traslada sobre otro plano, lo que viene dado por la leyenda de Belleforest. La cortesana es el cebo destinado a arrancarle su secreto. Y, trasportando esto al nivel superior, que es aquél donde se sostiene la verdadera pregunta, les mostraré, la próxima vez, que Ofelia esta ahí para interrogar el secreto de Hamlet, no en el sentido de los oscuros designios que se trata de hacerle tener para aquellos que la rodean, y que no saben muy bien de qué él es capaz, sino el secreto de su deseo.

En las relaciones con el objeto, Ofelia, en tanto están escondidas en el curso de la obra por una serie de tiempos sobre los cuales nos detendremos, algo se articula, que nos permite asir, de una manera particularmente viviente, las relaciones del sujeto en tanto que habla. Del sujeto, en tanto está sometido a la cita con su destino, con algo que debe tomar, en y por el análisis, otro sentido. Ese sentido alrededor del cual gira el análisis y que no es, para nade, el giro donde aproxima a propósito de este término de objeto tan prevalerte, tan ciertamente mucho más insistente y presente, como no ha sido jamas en Freud. Al punto de que algunos han podido decir que el análisis ha cambiado de sentido, en tanto que la libido, búsqueda de placer, ha devenido, ahora, búsqueda de objeto.

Se los he dicho. El análisis se engancha en una vía falsa, en tanto que, a este objeto, lo articula y lo define de una manera a la que falta su finalidad, que no sostiene eso de lo que se trata verdaderamente en la fórmula S(A/)[A mayúscula barrada] castrado, S sometido a algo que les nombraré la próxima vez, y que aprenderán a descifrar bajo el nombre de fading del sujeto, que se opone a la noción de splitting de objeto, de esa relación de ese sujeto con el objeto, en tanto que tal. ¿Qué es este objeto de deseo?

Un día que no tenía nada de particular, creo que era la segunda sesión de este año, les he hecho una cita de alguien que, espero, alguno de ustedes habría identificado desde entonces, que decía que lo que el avaro lamenta, en la pérdida de su cofre, nos enseñaría, si uno lo supiera, sobre el deseo humano. Es Simon Weil quien lo decía.

Es eso que vamos a intentar ajustar alrededor de este que corre a lo largo de la tragedia, entre Hamlet y Ofelia.