Seminario 6: Clase 19, Falofahía, 29 de Abril de 1959

Si la tragedia de Hamlet es la tragedia del deseo, es tiempo de señalar — es allí donde los he llevado al final de nuestro curso, lo que se señala siempre al final, a saber, lo que es más evidente —, no supe, en efecto, que ningún autor se haya detenido tan sólo en esta observación, difícil, sin embargo, de desconocer, una vez que se la ha formulado, que, de un extremo a otro de Hamlet, no se habla más que de duelo.

La primera observación de Hamlet concierne a ese escándalo, ese casamiento precoz de su madre. Ese casamiento que la madre misma en su ansiedad, su ansiedad por saber lo que atormenta a su amado hijo, llama, ella misma, «nuestro casamiento demasiado precoz»: «I doubt it is no other but the main. His father’s deth and our o’earhsty marriage». No es necesario que les recuerde esas palabras de Hamlet sobre esos restos de la comida de los funerales, que servirían para la comida de las nupcias, economía, economía: «Thrift, Thrift Horatio», indicando con ese término algo que nos recuerda que, en nuestra exploración del mundo del objeto, en esta articulación que es aquella de la sociedad moderna sobre eso que llamamos los valores de uso y los valores de cambio, con todas las nociones que se engendran alrededor de eso, hay algo que, posiblemente, el análisis desconoce —entiendo el análisis marxista, económico, por cuanto domina el pensamiento de nuestra época— , y de lo cual palpamos la fuerza y la amplitud a cada instante, son los valores rituales.

Aún por eso que notamos sin cesar en nuestra experiencia, puede ser útil que destaquemos, que los articulamos como esenciales.

He hecho alusión ya, la anteúltima vez, a esta función del rito en el duelo. Es por esta mediación, que el rito introduce en eso que el duelo abre de hiancia en alguna parte, más exactamente, en la manera en que él viene a coincidir, a poner en el centro de una hiancia totalmente esencial, la hiancia simbólica, la falta simbólica, el punto x, en suma, del cual se puede decir que, en alguna parte, cuando Freud hace alusión al ombligo del sueño, es, tal vez, justamente, el correspondiente psicológico que él evoca, de esa falta.

Por otra parte, sobre la cuestión del duelo, no podemos sino impresionarnos, porque todos los duelos que son mayores, que son puestos en cuestión en Hamlet, siempre vuelven a esto, que los ritos han sido abreviados, clandestinos.

Polonio es enterrado sin ceremonia, secretamente, a las apuradas, por razones políticas.

Y ustedes recuerdan todo lo que se juega alrededor del entierro de Ofelia, de la discusión por saber cómo es que, muy probablemente estando muerta habiéndolo querido, habiéndose ahogado de manera deliberada —al menos esa es la opinión popular—, sin embargo, ella es enterrada en tierra santa, en tierra cristiana, algo del rito cristiano le es acordado.

Los enterradores no dudan de esto: Si ella no fuera una persona de un rango tan elevado, se la hubiera tratado de otra manera, de la forma en que el sacerdote articula que esto hubiera debido ser, ya que él no es del parecer de que se le rindan esos honores funerarios, se la habría arrojado en tierra no consagrada, se habrían acumulado sobre ella tiestos y detritos de la maldición y las tinieblas. El sacerdote no ha aceptado sino esos ritos abreviados.

Todo es fuertemente acentuado en el final de la escena del cementerio. No podemos no tener en cuenta todos esos elementos, sobre todo si agregamos allí algunas otras cosas.

La sombra del padre es una sombra que tiene una queja inexpiable, que ha sido sorprendido, nos dice, ofendido de una manera eterna, que ha sido sorprendido —y no es éste uno de los misterios menores de esta tragedia— en la flor de sus pecados. No ha tenido tiempo de reunir, antes de su muerte, ese algo que lo hubiera puesto en condiciones de comparecer ante el último juicio.

Tenemos allí una especie de huella de elementos que se ordenan demasiado, de una manera notablemente significativa, como para que no nos detengamos en ello, como para que no nos preguntemos, como liemos comenzado a hacerlo la última vez, la relación del drama del deseo con todo eso de lo que se trata alrededor del duelo, y de las exigencias del duelo.

Este es el punto en el cual quisiera detenerme hoy, para tratar de profundizar en qué sentido introduce, para nosotros, una cuestión, en tanto que esta cuestión es aquella del objeto, y del objeto en tanto que nosotros lo abordamos bajo diversas formas, en el análisis. Lo abordamos en el sentido del objeto del deseo. Y hay, también, una relación simple del objeto al deseo, como en eso que podría ser articulado como si se tratara de un simple ajuste, aunque quizá es otra cosa.

Abordamos, también, la cuestión del objeto desde un ángulo totalmente diferente, cuando hablamos del objeto en tanto que el sujeto se identifica, allí, en el duelo.

El puede, se dice, reintegrarlo a su ego. ¿Qué es eso ahí? Esto es que no hay las dos fases: ¿que en el análisis no están articuladas, no están acordadas? ¿No hay algo, aquí, que exige de nosotros penetrar más lejos en este problema?.

Seguramente, lo que acabo de decir del duelo en Hamlet no nos permite ocultar que, en el fondo de ese duelo, es tanto en Hamlet como en «Edipo», un crimen. Que, hasta un cierto punto, todos esos duelos se suceden en cascada, como los resultados, las secuelas, las consecuencias del crimen de donde parte el drama. Y es por esto que Hamlet, decimos, es un drama edípico, lo que nos permite igualarlo, ponerlo en el mismo nivel funcional, en la genealogía trágica, que el «Edipo».

Es esto lo que ha puesto a Freud, y luego a sus discípulos, sobre la pista de la importancia de Hamlet para nosotros. Pero eso debe ser, para nosotros, al mismo tiempo, una ocasión de trabajar sobre ese tema, puesto que Hamlet, para la tradición analítica, se sitúa en el centro de una meditación sobre los orígenes, ya que tenemos la costumbre de reconocer, en el crimen de Edipo, la trama más esencial de la relación del sujeto con eso que aquí llamamos el Otro, a saber, el lugar donde se inscribe la ley…

Es bueno recordar algunos términos esenciales de la manera en que, para nosotros, están articuladas, hasta el presente, esas relaciones del sujeto con eso que se puede llamar el crimen original.

Está claro que debemos distinguir —en lugar de hacer como siempre, de dejar las cosas en una confusión, de imprecisión que no facilita las especulaciones de las cosas que tenemos para decir sobre este tema— que nos encontramos en presencia de dos pisos.

Está el mito freudiano, que merece ser llamado así, la construcción del tótem establecido, en tanto que ordena lo que puede llamarse, hablando propiamente, un mito —en su momento, he tocado ya este problema— , en el que, incluso, se puede decir que la construcción freudiana es, posiblemente, aquí, el único ejemplo de un mito formado que haya aparecido en nuestra era histórica.

Está ese mito que nos indica, de alguna manera, la ligazón primitiva esencial, completamente necesaria, que hace que no podamos concebir el orden de la ley, más que sobre la base de algo más primordial que se presenta ¿como qué?.

Allí esta el sentido del mito de Edipo, de Freud. Es muy evidente que ese crimen, que es el asesinato primitivo del padre, que es para él exigido como debiendo reaparecer siempre, como formando el horizonte, la barra terminal del problema de los orígenes en toda materia analítica remarquémoslo— , ya que él lo reencuentra siempre, y nada le parece agotado sino cuando lo reúne con este último término, el asesinato primitivo del padre, que él lo ubica en el origen de la horda, o en el origen de la tradición judaica, tiene, evidentemente, un carácter de exigencia mítica.

Otro plano es aquel donde algo se desarrolla y se encarna en un drama formador. Otra cosa es la relación de la ley primitiva con el crimen primitivo, y eso que sucede cuando el héroe trágico que es Edipo, que, por otra parte, es cada uno de nosotros en algún punto de su ser, virtualmente, cuando reproduce el drama edípico, cuando, matando al padre, se acopla con la madre, cuando, de alguna manera, renueva, sobre el plano trágico, en una especie de lustroso baño, el renacimiento de la ley.

Aquí podemos ver la disimetría entre la tragedia de Edipo y la tragedia de Hamlet.

Edipo responde, estrictamente, a esta definición que acabo de dar de reproducción ritual del mito. Edipo, en suma, completamente inocente, inconsciente, hace, en una especie de sueño que es su vida —la vida es un sueño— , cumple, sin saberlo, la renovación de los pasos que van, del crimen, a la restauración del orden y a la punición que asume él mismo, que nos lo hace aparecer, al fin, castrarlo.

Pues, está claramente aquí el elemento al que debemos tener en cuenta y que queda, si nos mantenemos en el nivel genético del asesinato primitivo, el elemento que nos queda velado. Es el sentido, al fin de cuentas, de lo que despunta, de lo que importa.  Es, a saber, en esta punición, en esta sanción, en esta castración en la cual queda encerrada la clave, ese algo que es el resultado, que es, hablando propiamente, la humanización de la sexualidad en el hombre, que es, por otra parte, la clave en la cual tenemos costumbre, por nuestra experiencia, de hacer girar todos los accidentes de la evolución del deseo.

Es aquí que no es indiferente darnos cuenta de las disimetrías entre el drama de Hamlet y el drama de Edipo. Perseguirlas hasta en los detalles sería casi una operación demasiado brillante. Indiquemos, sin embargo, que el crimen se produce, en Edipo, en el nivel de la generación del héroe. En Hamlet, se produce en el nivel de la generación precedente.En Edipo, se produce no sabiendo el héroe lo que hace, y guiado, de alguna manera, por el destino. Aquí, el crimen es realizado en forma deliberada, puesto que es, también, traición.

El sorprende a aquél que es la víctima, el padre, en una especie de sueño, e incluso, en un sueño completamente real. Hay algo, en ese sueño, que no está absolutamente integrado. Se puede decir que Edipo ha jugado el drama como cada uno lo repite en sus sueños, pero aquí el héroe ha sido, verdaderamente —aquí, nuestras referencias pueden servir sorprendido de una manera completamente extraña al hilo de eso que él perseguía, entonces, de sus pensamientos.

El lo indica: «He sido sorprendido en la flor de mis pecados». Un golpe acaba de sorprenderlo, partiendo de un punto de donde él no lo esperaba, verdadera intrusión de lo real, verdadera ruptura del hilo del destino. El muerto sobre un lecho de flores, nos dice el texto Shakespeareano, y la escena de los actores, van casi a reproducírnoslo en una especie de pantomima preliminar, ese lecho de flores sobre la escena.

Hay allí, sin duda alguna, algún misterio, y del cual, no obstante, les he señalado, desde el principio, el contraste con el hecho tan singular que es la irrupción más extraña al sujeto, en el crimen, Es algo que parece, de alguna manera compensado, contrastado de la manera más paradoja!, por el hecho de que, aquí, el sujeto sabe. Quiero decir que Hamlet es informado por su padre, que sabe lo que está sucediendo. Y eso no es, para nada, uno de los menores enigmas.

El drama de Hamlet, contrariamente al de Edipo, no parte de esta cuestión: ¿qué es lo que sucede?, ¿dónde está el crimen?, ¿dónde está el culpable? Parte de la denuncia del crimen sacado a luz en el oído del sujeto. Y se desarrolla a partir de la revelación del crimen.

Por otra parte, veremos allí, al mismo tiempo, toda la ambigüedad y el contraste de algo de lo que se puede inscribir, bajo la forma en que nosotros inscribimos el mensaje de lo inconsciente, a saber, el significante de A/. [A mayúscula barrada] En la forma, si se puede decir, normal del Edipo, el S(A/) [A mayúscula barrada] lleva una encarnación, aquélla del Otro, la verdad de la verdad, en tanto que él debe ser el autor de la ley, y no obstante, en tanto que él no es jamas el que la sufre, es aquel que, como cualquiera, no puede garantizarla, aquel que, también, tiene él que sufrir la barra, aquello que, por cuanto es el padre real, hace de él un padre castrado.

Totalmente diferente —aunque pueda simbolizarse de la misma manera— es la posición al final de Hamlet, o más exactamente, en su comienzo, puesto que es el mensaje el que abre el drama de Hamlet. Aquí también vemos al Otro revelarse bajo la forma más significante, como un A/ [A mayúscula barrada].  No es solamente del mundo de los vivos que él esta excluido; es de su justa remuneración. Con el crimen, él es introducido en el dominio del infierno, es decir, de una deuda que él no ha podido pagar, una deuda inexpiable, dice él. Y allí está el sentido más terrible y más angustiarte de su revelación para su hijo.

Edipo ha pagado, se presenta como aquel que lleva, en el destino del héroe, la carga de la deuda cumplida, retribuida. Eso de lo que. se queja el padre de Hamlet, es de haber sido interrumpido, sorprendido, quebrado, en ese hilo. Es de no poder responder james por ello.

Ustedes lo ven: es alrededor de lo que nuestra investigación nos conduce a medida que progresa, es de eso de lo que se trata en la retribución, en la punición, en la castración, en la relación al significante falo, puesto que es en ese sentido que nosotros hemos comenzado a articularlo.

Y una ambigüedad se establece entre eso que Freud mismo nos ha indicado de una manera, posiblemente, un poco finisecular, a saber, ese algo que haría que nos consagremos a no vivir el Edipo, más que bajo una forma, de alguna manera, falseada, ese algo del que hay, seguramente, un eco, en Hamlet.

Uno de los primeros gritos al final del primer acto de Hamlet es éste: «The time is out of joint: O coursed spite. / That ever I was born to set it right». «El tiempo se ha salido de sus casillas, Oh, maldito —no lo puedo traducir de otra manera— qué despecho, spite».

«Spite» está por todas partes, en los sonetos de Shakespeare. «Despecho» ha tomado, para nosotros, un sentido subjetivo. Nuestro primer paso para la comprensión de los isabelinos sería, a propósito de cierto número de palabras, deber devolverle, también, el poder de dar vueltas sobre sus goznes, es decir, situar el despecho en alguna parte, entre el despecho objetivo y el despecho subjetivo, en algo de lo que parece que hemos perdido la referencia, que es, justamente, lo que sucede en el nivel del orden, a saber, de los términos que pueden estar entre los dos, entre lo objetivo y lo subjetivo. «O cursed spite», es esto por lo que él está despechado, es en lo cual también el tiempo le es injusto. Nosotros no podemos articular esas palabras que están en juego en el centro de eso que es lo vivido del sujeto, o bien todo lo que él puede designar como la injusticia en el mundo.

Posiblemente, reconozcan allí, en el pasaje, el extravío del alma bella, del cual no hemos salido, lejos de allí, a pesar de todos nuestros esfuerzos, pero que el vocabulario shakespeareno trasciende. Y no es por nada que he hecho alusión aquí a los sonetos, tan alegremente —pues, «oh maldición, que yo no haya nacido jamas para volver a enderezarlo».

Y he aquí, entonces, justificado, profundizado, lo que en Hamlet parece ilustrar una forma decadente del «Edipo», una especie de Untergang compleja, que produce ambigüedad con eso hacia lo cual quiero llevar vuestra atención ahora, por un instante, a saber, lo que Freud llama así, en cada vida individual, a saber, lo que él ha descripto bajo ese titulo en 1924, llamando él mismo la atención sobre lo que es, al fin de cuentas; el enigma del Edipo, y que no es, simplemente, que el sujeto haya querido, haya deseado el asesinato de su padre, la violación de su madre, sino que esto esta en el inconsciente, y cómo llega a estar allí, al punto que el sujeto, durante un período importante de su vida, el período de latencia —fuente, en el ser humano, de los puntos de construcción de todo su mundo objetivo— llega a no ocuparse más de esto para nada.

A tal punto no se ocupa de para nada, que ustedes saben muy bien que Freud admite, por lo menos en el origen de su articulación doctrinal que, en un caso ideal, no ocuparse de esto deviene algo felizmente definitivo.

Vuelvo a enviarlos a ese texto que no es largo, y que encontrarán en el Tomo XIII de las Obras Completas. ¿Qué es lo que nos dice Freud? Partamos de lo que él nos dice. Veremos, después, que esto puede aportarnos agua para nuestro molino.

Freud nos dice: El complejo de Edipo entra en su Untergang, en su descenso, en su declinación, en esa declinación que será una peripecia decisiva para todo el desarrollo ulterior del sujeto. A continuación dice: El complejo de Edipo no ha sido probado, experimentado, bajo las dos fases de su posición triangular, sino cuando el sujeto, rival del padre, se ve sobre el punto concreto alcanzado por una amenaza, que no es otra que la castración, es decir que, en tanto el quiere tomar el lugar del padre, será castrado, y que, si toma el lugar de la madre —es literalmente lo que dice Freud— el perderá también el falo, puesto que, el punto de conclusión, de maduración del Edipo, es el descubrimiento pleno de que la mujer está castrada.

Es precisamente en tanto que el sujeto esta tomado en esta alternativa cerrada, que no le deja ninguna salida sobre el plano de algo que podemos articular como la relación —que vamos a intentar profundizar mejor más adelante—, con eso que se llama el falo, y que es la clave de la situación que, en ese momento, se forma como la del drama esencial del Edipo.

El Edipo, diría, en tanto está, precisamente, en el sujeto, marca la unión y el retorno que lo hace pasar, del plano de la demanda, al del deseo.

Es en tanto que esta cosa —pues dejo la interrogación sobre la calificación, y vamos a ver lo que eso debe ser para nosotros— no he dicho objeto al decir cosa, digo real, aún no simbolizado, pero de alguna manera con posibilidad de serlo. Es, para decirlo todo, lo que podemos llamar un significante.

El falo nos es presentado por Freud como la clave de la Untergang, del descenso, de la declinación del Edipo. Observamos reunido, en la articulación freudiana, algo que no pone la vida en una posición tan simétrica.

Y es en tanto que el sujeto entra, en cuanto a esta cosa, en una relación que podemos llamar de lasitud —esta en el texto de Freud— respecto de la gratificación, es en tanto que el chico renuncia a estar a la altura de las circunstancias —esto ha sido más articulado aún para la niña, en la que ninguna gratificación se espera en este plano—, es en tanto, para decirlo todo, que algo de lo que se sabe que no se produce la emergencia articulada en ese momento, a saber, que el sujeto tiene que hacer su duelo del falo, que el Edipo entra en su declinación.

Que la cosa es alrededor de un duelo, se despeja de una manera tan evidente, que no se puede no intentar hacer el acercamiento para darnos cuenta de que es por ahí que se aclara, para nosotros, la función ulterior de ese momento de declinación, su rol decisivo que —no lo olvidemos no es solamente, no puede ser solamente, para nosotros, el hecho de que los fragmentos, los detritus más o menos incompletamente rechazados del Edipo, van a resurgir, al nivel de la pubertad, bajo la forma de síntomas neuróticos.

Pero esto que también hemos admitido siempre, que es de la experiencia común de los analistas, que de esto depende algo en la economía, no solamente del inconsciente, sino en la economía imaginaria del sujeto, que no se llama de otra manera que su normalización sobre el plano genital. A saber, que no hay sucesos felices de la maduración genital, sino por la conclusión, justamente, tan plena como sea posible, de este Edipo, y en tanto que el Edipo lleva como consecuencia el estigma, la cicatriz, tanto en el hombre como en la mujer, del complejo de castración.

Es posiblemente aquí, entonces, haciendo el acercamiento, la síntesis con lo que nos ha sido dado, en la obra freudiana, concerniente al mecanismo del duelo, que podemos darnos cuenta de que es esto lo que va a ser, para nosotros, esclarecedor, en cuanto al hecho de que se produce en el sujeto ese duelo, sin duda, particular, ya que ese falo no es, din duda, un objeto como los otros.

Pero aquí también podemos detenernos, pues, después de todo, si les pregunto: ¿Qué es lo que define el alcance, los limites, de los objetos de los que nosotros tenemos que llevar luto?.

Hasta el presente, esto no ha sido articulado para nada. Nosotros sospechamos que el falo, entre los objetos por los que tenemos que llevar luto, no es como los otros. Allí, como en todas partes, él debe tener su lugar aparte.

Pero justamente, es eso lo que se trata de precisar: el lugar de algo sobre un fondo. Es precisándolo sobre ese fondo, que la precisión del lugar del fondo aparece, también, en retroacción.

Estamos aquí en un terreno completamente nuevo. Intentemos, entonces, avanzar, ya que es esto lo que va a servirnos en el último término de nuestro análisis de Hamlet. Es para volver a llevarlos a esta cuestión, que elaboré ante ustedes, por una serie de toques concéntricos, que acentué, que les he hecho escuchar de una manera diversamente resonante, y que espero hacer cada vez más precisa, a saber, lo que llamo el lugar del objeto en el deseo.

¿Qué nos dice Freud, en cuanto a ese duelo del falo?. Nos dice que lo que esta ligado a el, lo que es uno de los resortes fundamentales, lo que le da su valor —puesto que es eso lo que buscamos— es una exigencia narcisística del sujeto.

He aquí establecida la relación de ese momento crítico en que el sujeto se ve, de todas maneras, castrado, privado de la cosa, del falo. Aquí Freud hace intervenir algo, como siempre, sin la menor precaución —quiero decir que él nos trastorna, como de costumbre, y gracias a Dios, lo ha hecho toda su existencia, ya que él (p. 14) no hubiera llegado nunca a trazar lo que le faltaba en su campo. El nos dice que es una exigencia narcisística.

En presencia de la última salida de sus exigencias edípicas, el sujeto prefiere, si se puede decir, abandonar toda esa parte de sí mismo, sujeto, que, de ahora para siempre, le será prohibido, a saber, puntuada en la cadena significante, lo que hace la parte superior de nuestro grafo.

Todo el asunto no es otro que la cuestión fundamental de la relación de amor, tal como ella es presentada por él en la dialéctica parental, y la forma en la que podía introducirse ahí. El va a dejar zozobrar todo esto en razón, dice Freud, de algo que tiene relación con ese falo como tal, tan enigmáticamente introducido allí desde el origen, y sin embargo, de una manera tan clara a través de toda la experiencia, en una relación narcisística con ese término.

¿Qué es lo que esto puede querer decir para nosotros?. En nuestro vocabulario puede ser algo esclarecedor, muy esclarecedor, algo por lo que intentamos responder a esa exigencia que Freud debe dejar de lado, porque le es necesario llegar a lo vivo, a lo tajante del sujeto, y que él no tiene mucho tiempo para detenerse en las premisas. Es, por otra parte, de esta manera como, en general, se funda toda acción y, más aún, toda acción verdadera, es decir, la acción que es allí nuestro tema. Por lo menos, debería serlo.

Y bien. Traducido nuestro discurso a nuestras referencias, ‘narcisista’ implica una cierta relación con lo imaginario. ‘Narcisista’ nos explica, aquí, esto: Que es, exactamente, en el duelo, en tanto que en el duelo nada es satisfecho —y aquí nada puede satisfacer, porque la pérdida del falo sentida como tal, es la salida misma de la vuelta hecha por toda la relación del sujeto a lo que sucede en el lugar del Otro, es decir, al campo organizado de la relación simbólica en la cual ha comenzado a expresarse su exigencia de amor. Está en el límite, y su pérdida, en este proceso, es radical.

Lo que se produce entonces es, precisamente, eso de lo que ya he indicado el parentesco con un mecanismo psicótico, en tanto que es con su textura imaginaria, y solamente con ella, que el sujeto puede responder allí.

Lo que, bajo una forma velada, Freud nos presenta como siendo el lazo narcisista del sujeto con la situación que se representa. Esto que nos permite, en ese momento, identificarlo a algo que representa, para él en el plano imaginario, esa falta como tal que pone, si se puede decir, en nulidad, o en reserva, en él todo lo que más tarde va a ser el molde de donde vendrá a remodelarse la asunción de su posición en la función genital. ¿Pero ahí, no es aún demasiado pronto para atravesar eso de lo que se trata realmente?. ¿Es para hacer creer, como se lo cree, que la relación al objeto genital es una relación positiva o negativa?. Verán ustedes que no es esto para nada, y es por eso que nuestras notaciones son mejores, porque ellas permiten articular cómo va a presentarse, realmente, el problema.

Eso de lo que se trata, de hecho, es algo que, para nosotros, debe connotarse bajo la forma siguiente, en tanto que ella nos hace abordar ese algo a lo que nos hemos aproximado ya, cuando hemos distinguido las funciones de la castración, de la frustración y de la privación.

Si ustedes lo recuerdan, en ese caso les he escrito: Castración, simbólica. Frustración, término imaginario. Privación, termino real. Les he dado las connotaciones de sus relaciones a los objetos. Les he dicho que la castración se relaciónaba con el objeto fálico imaginario. Y les he escrito que la frustración, imaginaria en su naturaleza, se desarrollaba siempre con un bien y con un término real. Y que la privación, real, se relaciónaba con un término simbólico. No hay —agregaba en aquel momento—, en lo real, ninguna especie de falla o de fisura. Toda falta es falta en su lugar, pero falta en su lugar es falta simbólica.

Hay aquí una columna, que es la del agente de estas acciones con su término objeto, que es algo que he tocado en un sólo punto, en aquel momento, al nivel del agente de la frustración: La madre. Y para mostrarles que es en tanto que la madre, como tal, es lugar de la demanda de amor, estaba, en primer lugar, simbolizada en el doble registro de la presencia y de la ausencia, que se encontraba en posición de dar el inicio genético de la dialéctica. En tanto que madre real, hace girar eso de lo que el sujeto está privado realmente, el seno, por ejemplo, como símbolo de su amor. Y en esto me he detenido allí.

Pueden ver ustedes que han quedado libres, aquí, los casos que corresponden al término agente en las otras dos relaciones. Es ahora, y únicamente ahora, que podemos inscribir aquí eso de lo que se trata .

El término agente es algo que, en cuanto a su sitio, se relacióna con el sujeto. A ese sujeto, en aquel momento, no podíamos articularlo netamente en los diferentes pisos. Es ahora que podemos hacerlo, y que podemos inscribir, en el nivel donde habíamos ubicado el lugar efectivo de la madre, el termino donde todo lo que transcurre en su acciónar, toma su valor, es decir, el A del Otro, en tanto que es ahí que se articula la demanda.

En el nivel de la castración, tenemos un sujeto en tanto que real, pero bajo la forma en la que hemos aprendido a articularlo y a descubrirlo desde entonces, es decir, en tanto que sujeto parlante, en tanto que sujeto concreto, es decir, marcado por el signo de la palabra. Seguramente, ustedes verde allí enseguida, justamente, esto que me parece que desde hace algún tiempo dos filósofos intentan articular, concerniente a la naturaleza singular de la acción humana.

No es posible acercarse al tema de la acción humana, sin dar cuenta de que, en cuanto a la ilusión de no sé qué comienzo absoluto, que sería el último término en el que se puede puntuar la noción de agente, hay algo que cojea.

A ese algo que cojea, a través de los tiempos, se ha intentado introducirlo, para nosotros, bajo la forma de diversas especulaciones sobre la libertad, que es, al mismo tiempo, necesidad —es éste el último término donde los filósofos han llegado a articular algo— , es decir, que no hay otra acción verdadera, que la de ponerse, de alguna manera, en el recto curso de las voluntades divinas.

Nos parece que, por lo menos, podemos pretender, aquí, aportar algo de un registro totalmente diferente, por la cualidad particular de su articulación, cuando decimos que el sujeto, en tanto que real, es algo que tiene cierta propiedad de estar en una relación particular con la palabra, condicionando en él este eclipse, esa falta fundamental que lo estructura como tal a nivel simbólico, en la relación con la castración.

No se trata, allí, de un lingote de oro, de un sésamo, de algo que nos abre todo. Pero que esto comienza a articular algo, y algo que jamás sido dicho, seguramente vale la pena señalarlo.

Entonces, ¿qué es lo que va a aparecer aquí, a nivel de la privación, a saber, de eso que deviene el sujeto, en tanto que él ha sido simbólicamente castrado al nivel de su posición como sujeto parlante, no de su ser, de este ser que tiene que hacer el duelo de esa cierta cosa que él ha aportado como sacrificio, como en holocausto en su función de significante faltante?.

Esto deviene mucho más claro, y mucho más fácil do connotar, a partir del momento en que planteamos el problema en términos de duelo. En términos de duelo es en tanto que podemos escribir, sobre el plano en que el sujeto es idéntico a las imagenes biológicas que lo guían, y que hacen, para él el surco preparado de su «behaviour», de eso que lo va a atraer por todas las vías de la voracidad y del acoplamiento. Y es allí que algo es tomado, es marcado, es sustraído sobre ese plano imaginario, y que hace, del sujeto como tal, algo realmente privado.

Esta privación que nuestra contemplación, nuestro conocimiento, no nos permite localizar, situar, en ninguna parte en lo real, es porque lo real, en tanto tal, se define como siempre pleno.

Volvemos a encontrar aquí, pero trajo otra forma, y acentuada de otra manera, esta observación del pensamiento que se llama, equivocadamente o con razón,  existencialista, que es el sujeto humano, viviente, quien introduce, allí, una nadificación (neantisation), que ellos llaman de esa manera, pero que nosotros llamamos de otra.

Pues esta nadificación de la que los filósofos hacen sus domingos, y aún los domingos de sus vidas (ver Raymond Quenau), no nos alcanza. Esto no nos satisface, por los usos tan artificiales que se hace de eso en la prestidigitación dialéctica moderna.

Nosotros llamamos a esto (-j), es decir, eso que Freud ha señalado como siendo lo esencial de la marca, en el hombre, de su relación al Logos, es decir, la castración, aquí efectivamente asumida sobre el plano imaginario.

Verán a continuación para qué nos servirá esta connotación (-j). Ella nos servirá para definir eso de lo que se trata, es decir, el objeto a del deseo, tal como él aparece en nuestra formulación del fantasma, que nos situará en relación a las categorías, a los encabezamientos de capítulos, a los registros que son nuestros registros habituales en el análisis.

Al objeto a del deseo, vamos a definirlo, vamos a formularlo como ya lo hemos hecho, y vamos a repetirlo una vez más aquí. Es este objeto el que sostiene la relación del sujeto con eso que él no es . Hasta aquí, llegamos casi tan lejos, aunque un poco más que lo que la filosofía tradicional y existencialista formulado bajo la forma de la negatividad o de la nadificación del sujeto existente.

Pero nosotros agregamos: A eso que él no es, en tanto que él no es el falo. Es el objeto que sostiene al sujeto en esta posición privilegiada que es llevado a ocupar en ciertas situaciones, que es la de ser, propiamente, aquello que no es, el falo.

Ese objeto a, tal como nosotros intentamos definirlo, porque ha devenido ahora exigible para nosotros que tengamos una justa definición del objeto, por lo menos que hagamos esta experiencia a partir de una definición que hemos creído justa de este objeto, para ver cómo se ordena, y al mismo tiempo, se diferencia lo que hasta el presente, equivocadamente o con razón, en nuestra experiencia, hemos comenzado a articular como siendo el objeto.

¿Es el objeto a nuestra manera de definir el objeto genital? ¿Sería decir que los objetos pregenitales no son objetos?. Las respuestas no podrían ser muy simples. Pero desde ya, la ventaja de la pregunta consiste en permitirnos captar la distinción que debe efectuarse entre lo que se llamó la fase fálica y la fase genital. ¿Cuál es, en efecto, la función de la fase fálica, en la formación y la maduración del objeto? Es una pregunta que desde hace algunos anos no se plantea.

La posición del falo está siempre velada. No aparece más que como resplandor, como aparición por su reflejo a nivel del objeto. Por supuesto, se trata, para el sujeto, de tenerlo o no. Pero la posición radical del sujeto al nivel de la privación, del sujeto en tanto sujeto del deseo, es la de no serlo. El sujeto es, el mismo, si puedo decirlo, un objeto negativo.

Las formas en las que aparece el sujeto al nivel de la castración, de la frustración, de la privación, bien podemos llamarlas alienadas, pero quizás aportemos, a este término de alienación, una articulación sensiblemente diferente, en tanto que diversificada…

Quiero decir que, si al nivel de la castración, el sujeto aparece en una síncopa del significante, es otra cosa aún que cuando aparece al nivel del Otro como sometido a la ley de todos, es otra cosa aún que cuando él tiene que situarse a él mismo en el deseo, donde la forma de su desaparición nos aparece en relación a las otras dos, teniendo una originalidad singular, bien propia para suscitarnos a articularlo más adelante.

Y es claramente esto lo que se produce en nuestra experiencia, y es hacia lo cual nos dispara el desarrollo de la tragedia de Hamlet. Cierta cosa de «el algo podrido» que el pobre Hamlet tiene para volver a poner sobre sus pasos, es algo que tiene la relación más estrecha con esta posición en relación al falo.

A través de toda la pieza, sentimos este término presente en todas partes, en el desorden manifiesto que es el de Hamlet, cada vez que acerca, si se puede decir, los puntos brillantes de su acción.

No podré hoy más que indicarles los puntos que nos permiten seguirle la huella.

Hay algo muy extraño en la manera en la que Hamlet habla a su padre. Hay una exaltación idealizante de su padre muerto, que se resume más o menos en esto: que la voz le falta para decir lo que él puede tener para decir de eso, y que, verdaderamente, él se sofoca y se ahoga, para concluir en eso que parece una de las formas particulares del significante que se llama, en inglés, ‘pregnant’, es decir, algo que tiene un sentido más allá de su sentido. El no encontraba ninguna otra cosa para decirle a su padre sino, dice él, que era como cualquier otro. Lo que él quiere decir es, evidentemente, lo contrario. Primera indicación y huella de eso de lo que quiero hablarles.

Hay muchos otros términos aún. El rechazo, el desprecio, el menosprecio arrojado sobre Claudio, es algo que tiene toda la apariencia de una denegación. Es, a saber, que en el desencadenamiento de injurias de las que lo cubre, y ante el llamado de su madre, él culmina en ese término: «un rey de piezas y parches», un rey hecho de jirones emparchados, que no puede no indicarnos que hay allí algo igualmente problemático, y de lo que, seguramente, no podemos no hacer la ligazón con un hecho que es que, si hay algo sorprendente en la tragedia de Hamlet, en relación a la tragedia edípica, es que, después del asesinato del padre, el falo está todavía allí.

Está realmente allí, y es justamente Claudio quien está encargado de encarnarlo. Es, a saber, que el falo real de Claudio es de lo que se trata todo el tiempo y que, en suma, él no tiene otra cosa que reprochar a su madre, que su estar satisfecha, precisamente apenas muerto su padre, a la vez que devolverla, con un discurso descorazonado, a ese fatal y fatídico objeto, verdaderamente, real, que parece ser, en efecto, el único punto alrededor del cual gira el drama.

Es, a saber, que por esta mujer que no nos parece, en su naturaleza, una mujer tan diferente a las otras que hay en la obra — estando dados todos los sentimientos humanos que ella muestra, además — , algo muy fuerte que debe, al menos, ligarla a su partenaire.

Ahora bien: parece que ése es el punto alrededor del cual gira y vacila la acción de Hamlet, el punto, si se puede decir, donde su genio sorprendido tiembla ante algo completamente inesperado.

Es que el falo está en posición totalmente ectópica, en relación a nuestro análisis de la posición édípica. Al falo, allí verdaderamente real, es, como tal, que se trata de golpearlo. El se detiene siempre.

El dice: «—Bien podría matarlo», en el momento en que encuentra a Claudio en sus plegarias. Y esta especie de vacilación ante el objeto a atacar, ese lado incierto de eso que él tiene que golpear, allí está lo que es el resorte mismo de lo que hace desviar, en todo momento, el brazo de Hamlet, justamente, ese lazo narcisista del que nos habla Freud en su texto sobre la declinación del Edipo. No se puede al falo, porque el falo mismo, si es allí verdaderamente real, es una sombra.

Les ruego meditar esto a propósito de todo tipo de cosas bien extrañas, paradojales, llamadas así, hasta qué punto esto por lo que nos inquietamos en esta apoca, a saber, por qué, después de todo, estaba completamente claro que a Hitler no se lo asesinaba.

Hitler que representa tan bien el objeto del que Freud nos muestra la función, en esta especie de homogeneización de la masa por identificación a un objeto en el horizonte, a un objeto equis, a un objeto que no es como los otros, ¿no es eso algo que nos permite reunirnos con eso de lo que venimos hablando?.

La manifestación totalmente enigmática del significante de la potencia como tal: De eso se trata. El Edipo, cuando éste se presenta bajo la forma particularmente penetrante en lo real, como lo es en Hamlet, aquello del criminal y usurpador instalado como tal, desvía el brazo de Hamlet, no porque él tenga miedo de ese personaje, que desprecia, sino porque él sabe que lo que tiene que golpear, es otra cosa que eso que está ahí.

Y esto es tan verdadero que, diez minutos más tarde, cuando llega a la habitación de su madre, que él comenzará a verduguearla fuertemente, escucha un ruido, detrás del tapiz, y se lanza sin mirar.

No sé que autor astuto ha hecho observar que es imposible que él crea que se trata de Claudio, pues él acaba de dejarlo en la habitación de al lado. Y sin embargo, cuando ya ha destripado, despanzurrado al infortunado Polonio, hará esta reflexión: «—Pobre viejo demente. Te había tomado por alguien algo mejor» (del texto de Shakespeare/473).

Todos piensan que él ha querido matar al rey, pero ante el rey —hablo de Claudio, el rey real, el usurpador, incluso—, él se detiene, al fin de cuentas, porque él quería tener para eso mejor ocasión. Es decir, sorprenderlo también a el en la flor de los pecados. Tal como se presentaba allí, no era eso lo que ocurría, no era ésta la buena ocasión.

Eso de lo que se trata es, justamente, del falo, y es por esto que él no podrá alcanzarlo jamás, hasta el momento en que, justamente, habrá hecho el sacrificio completo y, por otra parte, a pesar suyo, de todo su apego narcisista. Es, a saber, cuando el esta herido de muerte, y él lo sabe.

Es únicamente en ese momento que él podrá realizar el acto que hiere a Claudio. La cosa es singular y evidente, es sorprendente, y diré que están inscriptos en todo tipo de enigmas del estilo de Hamlet.

Cuando esta especie de personaje que, para el no es más que un chivo expiatorio, que de alguna manera él ha inmolado a los «manes» de su padre, puesto que él no está para nada afectado por la muerte de Polonio. Cuando él ha puesto a buen recaudo a Polonio en un recodo bajo la escalera, y que por todas partes se le pregunta de qué se trata, desliza algunas de sus menudas burlas, que son siempre tan desorientadoras para sus adversarios. Todo el mundo se pregunta —allí está el fondo del asunto— si lo que dice es lo que quiere decir, pues lo que dice causa, con todo derecho, comezón a todo el mundo. Pero para que lo diga, era necesario que se supiera de esto, de tal modo que no se lo pudiera creer, y así sucesivamente.

Es ésta una posición que debe sernos bastante familiar, desde el punto de vista del fenómeno de la confesión del sujeto. Dice estas palabras que han permanecido bastante cerradas para los autores, hasta el momento: «The body is with the king —no emplea la palabra ‘corpe’; el dice ‘body’ aquí, les ruego que observen esto—, but the king is not with the body».

Les ruego, simplemente, que reemplacen la palabra «rey» por la palabra «falo», para darse cuenta de que, precisamente, es de eso de lo que se trata, a saber que el cuerpo está comprometido en este asunto del falo, y cómo, pero que, por el contrario, el falo no está comprometido con nada, y que él siempre se desliza de entre los dedos.

Inmediatamente después, él dice: «The king is a thing» (el rey es una cosa). «¿Una cosa?» —le dice la gente completamente estupefacta, embrutecida, como cada vez que él se libra a sus aforismos habituales. «A thing, my lord?» Hamlet: «Of nothing»: Una cosa de nada.

A partir de lo cual, todo el mundo se encuentra enfrentado a no sé qué cita del salmista en donde se dice que, en efecto, el hombre es una «thing of not», una cosa de nada. Pero creo que, para esto, más vale remitirse a los textos shakespeareanos mismos.

Me parece, después de una atenta lectura de los sonetos, que Shakespeare es alguien que ha ilustrado singularmente, en su persona, un punto totalmente extremo y singular del deseo. En alguna parte, en uno de sus sonetos, del que no se imaginan la audacia —estoy sorprendido de que, respecto de eso, se pueda hablar aún de ambigüedad— él habla del objeto de su amor que, como todos saben,. era de su mismo sexo, y que parece ser un muy encantador joven, que parece haber sido el conde de Essex, le dice que tiene todas las apariencias que, para él, satisfacen el amor en aquello en que asemeja en todo a una mujer, que no tiene más que una muy pequeña cosa de la que la naturaleza ha querido proveerlo, Dios sabe por qué, y que con esta pequeña cosa, él, desgraciadamente, no tiene nada que hacer, y que él está muy desolado de que eso deba hacer las delicias de las mujeres. Le dice que tanto peor, con tal de que su amor permanezca, que éste sea su placer.

Los términos «thing» y «nothing» están allí estrictamente empleados, y no dejan ningún tipo de duda de que esto forme parte del vocabulario familiar de Shakespeare. Ese vocabulario familiar, después de todo, es, aquí, una cosa secundaria. Lo importante es que, al ir más lejos, podemos, justamente, penetrar en eso que es la posición creadora misma de Shakespeare, su posición que creo que, sin duda alguna, puede ser expresada sobre el plano sexual invertido, pero posiblemente, no sobre el plano del amor de tal manera pervertido.

Si nos introducimos en ese camino de los sonetos, que va a permitirnos precisar más de cerca aún lo que puede aparecer en esta dialéctica del sujeto con el objeto de su deseo, podremos llegar más lejos en algo que llamaré los instantes en que el objeto, por alguna vía —y siendo la vía mayor la del duelo—, desaparece, se desvanece despacito, deja, por un tiempo —un tiempo que no podría subsistir más que en la iluminación de un instante—, manifestarse la verdadera naturaleza de lo que le corresponde en el sujeto, a saber, eso que llamaré las apariciones del falo, las falofahías.

Es con esto que los dejaré hoy.