Seminario 7: Clase 1, Nuestro Programa, 18 de Noviembre de 1959

He anunciado este año como título de mi seminario, «La ética del psicoanálisis». No pienso que sea un tema cuya elección sorprenda, aunque pueda por cierto, dejar abierta para algunos la cuestión de saber lo que podría decirse sobre él.

Ciertamente, no sin un momento de vacilación, hasta de temor, me he decidido a abordar, lo que voy a decirles hoy, lo que cuento ubicar bajo este título. Me he decidido porque en verdad, es lo que viene en la línea de lo que hicimos el año último, si es que podemos considerar que lo que hemos hecho ha recibido su plena terminación. Sin embargo nos es menester avanzar, y creo que lo que se agrupa bajo el término de ética del psicoanálisis, es algo que nos permitirá poner a prueba, más que cualquier otro dominio, las categorías a través de las cuales, en lo que les voy a enseñar, creo darles a ustedes el instrumento más propio para poner de relieve lo que la obra de Freud, en primer plano la experiencia del psicoanálisis nos aporta de nuevo sobre algo que es a la vez general y muy particular.

De nuevo, en tanto creo que la experiencia del Psicoanálisis es altamente significativa de un cierto momento del hombre que es aquél en el cual nosotros vivimos, sin poder siempre e incluso lejos de ello, ubicar lo que significa la obra en la cual estamos sumergidos, la obra colectiva, el momento histórico. Y por otra parte esta experiencia particular que es la de nuestro trabajo de todos los días, a saber, la manera con respecto a la cual vamos a responder a lo que yo les enseñé a articular como una demanda del enfermo, una demanda a la que nuestra respuesta da su significación exacta. Una respuesta con respecto a la cual es menester guardar la disciplina más severa, para no dejar que se adultere el sentido, profundamente inconsciente, de esta demanda.

Hablando de la Etica del Psicoanálisis he elegido un término que no parece elegido al azar. Habría podido decir aún, moral. Verán por qué. Si he elegido Etica, no es por el placer de utilizar un término más raro, más sabio. Si no en efecto, comenzar a remarcar aquí, eso que vuelve en suma a este tema eminentemente accesible, hasta tentador. Creo que no hay nadie que no haya estado tentado de tratar este tema de una Etica del Psicoanálisis. Es imposible desconocer que nos bañamos en los problemas morales, hablando propiamente, y no soy yo quien ha creado este término.

Nuestra experiencia nos ha conducido a profundizar más de lo que se le había hecho nunca, antes de nosotros, el universo de la culpa. Es el término que emplea, con un adjetivo más, nuestro colega: «el universo mórbido», dice él «de la culpa». Es en efecto sin duda bajo este aspecto mórbido, que nosotros lo abordamos, al más alto nivel. En verdad este aspecto es imposible disociarlo del universo de la culpa como tal.

Este lazo de la falta con la morbilidad, es algo que no deja de marcar con su sello, toda la reflexión moral en nuestra época, al punto que —lo he indicado algunas veces aquí al margen de mis propósitos— es algunas veces singular ver hasta qué punto en los medios religiosos mismos, no sé qué vértigo parece captar a aquéllos que se ocupan de la reflexión moral, frente a lo que les ofrece nuestra experiencia, y cuánto sorprende verlos, algunas veces, ceder a una especie de tentación, de un optimismo que parece casi excesivo, hasta cómico, de pensar que la reducción de la morbilidad podría apuntar hacia una suerte de volatilización del término de falta.

De hecho, a lo que nos tenemos que dirigir es a algo que se llama nada menos que lo atractivo de la falta. Cuando hablamos de la necesidad de castigo, es de algo que se encuentra sobre el camino de esa necesidad sobre lo que designamos el término. Y para obtener este castigo buscado por una falta, sólo somos llevados un poco más lejos, hacia no sé qué falta más obscura que llama a este castigo.

¿Qué es esta falta?. Seguramente, no es la misma que aquélla que el enfermo comete a los fines de ser castigado o castigarse. ¿Qué es esta falta?, ¿es una falta como el comienzo de la obra freudiana la designa: la muerte del padre; ese gran mito puesto por Freud, en el origen de todo desarrollo de la cultura? Es la falta más obscura y más original cuyo término llega a plantear al final de su obra, el instinto de muerte, para decirlo todo, en tanto el hombre está, en lo más profundo de él mismo, anclado en su temible dialéctica.

Entre estos dos términos se tiende en el caso de Freud una reflexión, un progreso, lo cual vamos a retomar cuando vayamos a medir sus incidencias exactas. En verdad esto no es todo, ni en el dominio práctico, ni en el dominio teórico, lo que nos hace poner de relieve la importancia de la dimensión ética en nuestra, (falta una página en el original). Ciertamente no somos los que intentamos amortiguarla, embotarla, atenuarla, ya que somos demasiado insistentemente remitidos a ella, referidos por nuestra experiencia cotidiana. Sin embargo el análisis, por otra parte, es la experiencia que ha vuelto a poner en el más alto punto la función fecunda del deseo como tal y en el punto mismo en que se puede decir que en suma, el conjunto de la articulación teórica dado por Freud de la génesis de la dimensión moral —no debe ser tomado en otra parte— no se arraiga, por otra parte, más que en el deseo mismo. Es de la energía del deseo, de donde se desprende la función, la instancia de lo que se presentará en el último término de su elaboración, como censura.

Así algo está cerrado en este círculo que nos ha sido impuesto, deducido de lo que es la carácterística de nuestra experiencia. Es, a saber, que en la apariencia, en el hecho de la experiencia, lo que se podría llamar la emancipación naturalista del deseo, sea algo que puede presentarse como habiendo sido la meta de una cierta filosofía, de aquélla que ha precedido inmediatamente a aquella otra, a la cual vamos a ver, que es la más cercana a la conclusión freudiana, aquélla que nos ha sido transmitida en el siglo XIX. Veremos cuál es.

Justo antes, tenemos la tentativa, en el siglo XVIII de esta emancipación naturalista del deseo, de esta reflexión que es allí práctica, que es aquélla que se puede carácterizar como la del hombre del placer. La emancipación naturalista del deseo ha fracasado. Más la teoría, más la obra de la crítica social, más lo cribado de una experiencia tendiente a llevar a funciones precisas, en el orden social a la obligación, ha podido llamarnos a esperar relativizar el carácter imperativo, contrariador, en definitiva, conflictual de la experiencia moral, más en el hecho, en realidad, vemos acrecentarse, si puede decirse, las incidencias patológicas en el sentido propio del término, de esta experiencia.

La emancipación naturalista del deseo ha fracasado en los hechos históricamente, puesto que no nos encontramos ante un hombre menos cargado de leyes y de deberes que el de antes de la gran experiencia critica del pensamiento llamado libertino.

Y en verdad, aunque sólo fuera por retrospección, si somos llevamos a hacer alusión a esta experiencia del hombre del placer, veremos —y seremos conducidos allí por la vía de un examen de lo que el análisis ha aportado, al conocimiento y la situación de la experiencia perversa—, veremos rápidamente que en verdad en esta teoría moral del hombre del placer, era fácil ver todo lo que debía destinarla a este fracaso.

Pues si ella se presenta como con este ideal de emancipación naturalista, es suficiente leer los autores mayores, quiero decir, también aquéllos que han tomado para expresarse sobre esto, las vías más acentuadas en el sentido del libertinaje hasta del erotismo, para darnos cuenta de lo que comporta en esta experiencia del hombre del placer algo que pone una nota de reto, una suerte de ordalía propuesta a eso que sigue siendo el término, reducido, pero ciertamente fijado, de esta articulación del hombre del placer, que no es otro que término divino..

Dios, como autor de la naturaleza, es requerido para dar cuenta de las más extremas anomalías cuya experiencia, y cuya existencia el marqués de Sade, Mirabeau y Diderot, o también algún otro, nos proponen.. Y este término mismo de desafío, de intimación, de ordalía es evidentemente algo que no debe permitir otra salida que aquélla que se encontró efectivamente realizada en la historia; aquél que se somete en suma a la ordalía, encuentra en último término las premisas, a saber el Otro, delante del cual esta ordalía se presenta, el juez, al fin de cuentas, de la llamada ordalía. Es algo que da su tono propio a esta literatura en la cual se presenta para nosotros una dimensión tal vez nunca reencontrada, inigualable, de lo erótico.

Seguramente lo que el análisis guarda de afinidad, de parentesco, de raíz en una cierta experiencia, es algo que debemos, en el curso de nuestra investigación, proponer a nuestro propio juicio. De hecho, tocamos esto aquí, y es una dirección que ha sido poco explorada en el análisis. El análisis en su dirección general —a partir del pinchazo, del flash que la experiencia freudiana ha echado sobre los orígenes del deseo, sobre el carácter de perversión polimorfa del deseo, en sus formas infantiles…, parece, al fin de cuentas, que un movimiento, una suerte de pendiente general que tiende a reducir estos orígenes paradójicos del deseo, mostrando su convergencia hacia un fin de armonía, es algo que carácteriza, en conjunto, el progreso de la reflexión analítica y nos permite plantear la cuestión de saber si al fin de cuentas, el progreso teórico del análisis no convergería hacia eso que podemos llamar un moralismo más comprensivo que todos los que hasta el presente han existido con el fin, de alguna manera, de aplacar la culpabilidad.

Aunque sabemos por nuestra experiencia práctica las dificultades y los obstáculos, hasta las reacciónes, que tal empresa entraña. Un domesticamiento si se puede decir, del goce perverso que resultaría de una suerte de mostración de su universalidad por una parte y por otra , de su función.

Sin duda el término «parcial» indicado para designar la pulsión perversa, es aquí lo que, en la ocasión, adquiere todo su peso. Y lo sabemos, ya que el año último habíamos girado alrededor de este término de pulsión parcial, una parte de nuestra reflexión sobre la profundización que el análisis da a la función del deseo. Brevemente,la finalidad profunda de esta diversidad, sin embargo tan notable, que da su valor a la investigación, al catálogo que el análisis nos permite erigir de las tendencias humanas.

Algo aquí ya nos hace plantearnos cierta pregunta que tal vez sólo será percibida por nosotros en su verdadero relieve comparando, para medir el camino recorrido, el punto donde nuestra visión del término deseo nos ha puesto, a lo que por ejemplo se articula en la obra de Aristóteles —una obra a la que daremos un lugar importante en nuestra reflexión cuando él habla de la ética. El lugar del deseo en algo tan elaborado como lo que se presenta en esta Etica aristotélica; en una obra, que da la forma más elaborada: la ética de Nicomaco. Hay aún en su obra dos puntos donde esta ética se articula que nos muestran hasta qué punto todo un campo del deseo está para él, literalmente, puesto fuera de la moral.

No hay alrededor de un cierto tipo de deseo —y ustedes lo verán cuando volvamos a ello de un campo muy amplio, muy vasto— no hay problema ético. Este tipo de deseo del cual nos habla —y se trata aquí nada menos que de los términos mismos que en el deseo son para nosotros los términos promovidos a primer plano de nuestra experiencia, el gran campo de lo que para nosotros constituye el cuerpo de los deseos sexuales— es buenamente clasificado por Aristóteles entre las anomalías, ya sea monstruosas, ya bestiales. Hablando propiamente, el término del cual se sirve para sus propósitos es el de bestialidad.

Y a propósito de estos términos no hay problema. Los problemas que él plantea y cuyo alcance y esencia voy a indicarles, se sitúan enteramente en otra parte. Lo que pasa a este nivel, a partir del momento en que eso se produce, no es ya del orden de una evaluación moral. He aquí un punto que tiene todo su valor.

Si por otra parte se considera que el conjunto de la moral de Aristóteles no ha perdido su actualidad en la moral teórica, podrá medirse exactamente en este lugar, lo que comporta de subversión una experiencia. Lo que para nosotros sólo puede tornar esta suerte de formulación, sorprendente, primitiva, paradójica y en verdad incomprensible, merece ser medido.

Pero esto no está puntualmente, en el camino de lo que yo deseo mostrarles esta mañana: nuestro programa.

Nos encontramos en suma, alrededor de la cuestión de lo que el análisis permite formular en cuanto al origen de la moral. Podremos medir si su aporte se reduce a la elaboración de una mitología más creíble, más laica, que aquélla que se ubica como revelada, de una mitología reconstruida, de esta mitología de Tótem y Tabú, que forma parte de la experiencia de la muerte original del padre, de todo lo que la engendra y lo que se encadena a ella.

Esta transformación de la energía del deseo que permite concebir la génesis de su represión (répression) por el hecho de que el deseo no es únicamente, o que la falta no es únicamente, en esta ocasión algo que se impone a nosotros, en su carácter formal, sino que es también ese algo, en suma, del cual tenemos que estar satisfechos, por más que esté ligado (este carácter de culpa loca) al engendramiento de una complejidad superior gracias a la cual toda la dimensión de la civilización como tal, puede haber sido elaborada.

En suma todo se limita a esta génesis del superyó con respecto a la.cual el bosquejo se elabora, se perfeccióna, se profundiza y deviene más completo a medida que avanza la obra de Freud. Esta génesis del superyó de la cual veremos que no es únicamente una psicogénesis y una sociogénesis, y que en verdad es imposible de articular ateniéndonos simplemente al registro mismo de las necesidades colectivas, que algo se impone allí, cuyo instante de pura y simple necesidad social debemos distinguir y que es propiamente hablando, este algo cuya dimensión trato de permitirles individualizar aquí bajo el registro de la relación al significante, de la ley del discurso, de algo cayo término debemos conservar en su autonomía, si queremos poder situar de una forma rigurosa, correcta, nuestra experiencia.

Aquí sin duda, hay algo en esta distinción de la cultura y la sociedad, que puede pasar por nueva, hasta divergente en relación a lo que se presenta en un cierto tipo de enseñanza de la experiencia analítica. Digamos que esta distinción, esta dimensión con respecto a la cual yo estoy lejos de ser el único en colocar en su favor la instancia, en ponerle el acento necesario, es algo cuya ubicación y dimensión como tal, espero hacerles palpar en Freud mismo.

Y para poner en primer plano de vuestra atención la obra donde nosotros tomamos el problema, yo designaría: «Malestar de la civilización», obra escrita por Freud en 1929, después de la elaboración de su segunda tópica, luego que hubo llevado a primer plano la noción tan problemática, sin embargo, del análisis del instinto de muerte.

Verán alIí formulado en fórmulas capturantes, algo que él expresa diciéndonos que en suma, lo que pasa en el progreso de la civilización es algo (la fórmula es muy observable, yo les haré medir su peso y su incidencia en el texto)… Nos dice, que en relación al hombre, al hombre del que se trata en esta ocasión, en un momento de la civilización, donde Freud mismo y su reflexión se sitúan, se trata de medir el malestar; que eso pasa muy por encima de él. Volveremos sobre el alcance de esta fórmula.

La creo suficientemente esclarecedora, por lo que intento mostrarles la originalidad de la reversión, de la conversión freudiana en el dominio de la relación del hombre al logos. La creo bastante significativa como para haberla indicado desde ahora y para decir todo, les ruego tomar conocimiento, hacer una relectura de ese «Malestar de la Civilización» que no es seguramente, en la obra de Freud, algo así como notas, lo que se le permitiría a un práctico o a un sabio hasta de una cualidad casi eminente, como la de Freud, eso que se le permitiría, no sin alguna indulgencia, como un excursus en un dominio de reflexión filosófica, sin dar quizás todo el peso técnico que se daría a una tal reflexión, en el caso de alguien que perteneciera a la clase de filosofía.

Les ruego considerar que debe ser absolutamente separado este punto de vista demasiado expandido en el análisis. El «Malestar de la Civilización» es una obra absolutamente esencial, primera en la comprensión del pensamiento freudiano en la sumación de su experiencia. Debemos darle toda su importancia, todo su peso; esclarece, acentúa, disipa las ambigüedades sobre puntos enteramente distintos de la experiencia analítica y de lo que debe ser nuestra posición con respecto al hombre en tanto es al hombre, a una demanda humana de siempre con lo que nosotros tratamos cotidianamente en nuestra experiencia.

Como les he dicho, la experiencia moral no se limita a este abandonar una parte para no perder todo al modo en que se presenta en cada experiencia individual. No está ligada únicamente a este lento reconocimiento de la función que ha sido definida, autonominada por Freud, bajo el término de superyó y a la exploración de sus paradojas, a eso que he llamado esa figura obscena y feroz, bajo la cual la instancia moral se presenta, cuando vamos a buscarla en sus raíces.

La experiencia moral de que se trata en el análisis, es también aquélla que se resume en un imperativo original, que es justamente aquél propuesto por eso que podría llamarse en la ocasión, el acervo freudiano, ese Wo Es war, soll Ich werden donde Freud concluye la segunda parte de sus «Conferencias sobre el psicoanálisis» y que no es otra cosa que algo cuya raíz nos es dada en una experiencia que merece el término de experiencia moral, que se sitúa enteramente en el principio de la entrada misma del paciente en el psicoanálisis.

Pues ese yo (je) que debe advenir allí donde estaba ese algo que el análisis nos enseña a medir, ese yo (je) no es otra cosa que eso cuya raíz la tenemos ya en ese yo (je) que se interroga sobre lo que él quiere. No sólo se interroga. Cuando avanza en su experiencia plantea esta cuestión y se la plantea precisamente con respecto a los imperativos frecuentemente extraños, paradójicos, crueles, que le propone su experiencia mórbida.

Va o no va a someterse a ese deber, que siente en sí mismo, como extraño, más allá, en segundo grado. Debe o no debe someterse a ese imperativo del superyó paradojal y mórbido semiinconsciente y que por lo demás se revela cada vez más en su instancia; a medida que progresa el descubrimiento analítico él ve que se comprometió en su vía.

Es algo que forma parte de los datos de nuestra experiencia. Su verdadero deber, si puedo expresarme así, ¿no es ir contra este imperativo? Y hay aquí algo que forma parte de los datos preanalíticos. No hay más que ver cómo se estructura en el punto de partida la experiencia de un obsesivo, para saber que este enigma alrededor del término de deber como tal, es algo que está formulado siempre para él, sin duda antes mismo de que llegue a la demanda de socorro, que es aquélla que va a buscar en el análisis.

En verdad se trata de saber lo que aportamos aquí como respuesta a tal problema, que por ser ilustrado manifiestamente con el conflicto del obsesivo, no deja de mantener precisamente su alcance universal. Y es por esto que hay éticos, que hay una reflexión ética.

Dicho de otra manera, el deber sobre el cual hemos echado luces diversas, genéticas, originales; —el deber mismo—, no es simplemente el pensamiento del filósofo que se ocupa de justificarlo. Esta justificación de lo que se presenta como sentimiento inmediato de obligación, esta justificación del deber, no simplemente en tal o cual de sus mandamientos, sino en su forma impuesta, es algo que se encuentra en el centro de una interrogación universal.

¿Es que somos simplemente, nosotros los analistas, en esta ocasión, ese algo que recoge al suplicante, que le da un lugar de asilo? ¿Es que somos simplemente, y es ya mucho, ese algo que debe responder a una cierta demanda, a la demanda de no sufrir, al menos sin comprender, a la espera de que comprendiendo, no se libera únicamente al sujeto, al paciente, de su ignorancia, sino de su sufrimiento mismo?.

No es evidente aquí que normalmente los ideales analíticos encuentran su lugar. Y no faltan. Florecen en abundancia. Medirlos, ubicarlos, situarlos, organizarlos, será una parte de nuestro trabajo.

Para nombrar tres de estos ideales, de estos valores, como se dice en cierto registro de la reflexión moral, que son aquéllos que proponemos a nuestros pacientes y alrededor de los cuales organizamos la estimación de su progreso, la transformación de su vía en un camino: son el IDEAL del AMOR HUMANO —no tengo necesidad de acentuar el rol que hacemos jugar a cierta idea del amor acabado; ustedes lo saben, es éste un término que deben haber aprendido ya a reconocer y no únicamente aquí, porque en verdad no hay autor analítico que no lo utilice; y han visto que frecuentemente aquí he tomado a menudo el carácter aproximativo, vago, poco acentuado, hablando propiamente, salpicado de no sé cuál moralismo optimista con las que están marcadas las articulaciones originales de esta forma llamada de la genitalización del deseo, o dicho de otra manera, del IDEAL del AMOR GENITAL; este amor que está considerado como modelando por sí mismo una relación de objeto satisfactoria, este amor médico, diría, si quisiera acentuar en un sentido cómico la nota de esta ideología; está higiene del amor, diría más precisamente, para situar aquí eso a lo cual parece limitarse el campo de la ambición analítica.

Diré que se trata aquí de una cuestión sobre la cual no nos extenderemos al infinito, ya que en verdad la presento sin tregua a vuestra reflexión, a vuestra meditación, desde que este seminario existe. Pero tal vez para darles un punto más acentuado y remarcar en suma, que parece haber una especie de desligamiento, de zafamiento de la reflexión analítica, ante este campo del carácter de convergencia de toda nuestra experiencia. Este carácter de convergencia no es negable pero parece también que el analista parece encontrar allí un límite, un punto más allá del cual no le es muy fácil ir.

Decir que los problemas de la experiencia moral concernientes a algo que podríamos llamar por ejemplo la unión monogámica, están enteramente resueltos, sería, creo, una formulación enteramente imprudente, excesiva e inadecuada.

¿Por qué en suma, en un dominio con respecto al cual se puede decir que el análisis colocándolo en el centro de la experiencia ética, aporta una nota original, una nota ciertamente distintiva, del modo bajo el cual, hasta ahora, ha sido empleado el amor por los moralistas, los filósofos, comporta una cierta economía de la relación interhumana, por qué el análisis que ha aportado aquí un cambio de perspectivas tan importante, no ha llevado las cosas más lejos en el sentido de la investigación de lo que deberemos llamar una Erótica?. Hablando propiamente, es algo que ciertamente merece reflexión.

Tengo necesidad de decir que a propósito de lo que llamo las limitaciones, o la no existencia de una erótica analítica, algo como eso que voy a poner al orden del día en nuestro próximo congreso, la sexualidad femenina, es uno de los signos más patentes, en la evolución del análisis, de esta carencia que designo en el sentido de una tal elaboración. Hay necesidad apenas de recordar lo que Jones ha recogido de una boca, que sin duda no tiene nada de especialmente calificada a nuestros ojos, pero que por lo menos se supone que ha transmitido en su justo texto, bajo todas las reservas, lo que ha recogido de la boca de Freud. Jones nos dice haber recibido de esta persona, la confidencia de que un día Freud le ha dicho algo como esto: después de 30 años de experiencia y de reflexión, hay siempre un punto sobre el cual permanezco sin poder dar respuesta: ¿Was will das Weib?, ¿qué es lo que quiere la mujer? Y más precisamente, ¿qué es lo que desea?. El término will en alemán, en esta expresión, puede tener este sentido en la lengua alemana.

¿Hemos avanzado nosotros, alrededor de este tema, mucho más?; seguramente creo que no sería vano, que les muestre en la ocasión qué suerte de evidencia de progreso, de la búsqueda analítica representa, alrededor de una cuestión, que no es sin embargo, una cuestión de la cual se puede decir que sea el análisis su iniciador… Digamos que el análisis y precisamente el pensamiento de Freud, está ligado a una época que había articulado esta cuestión con una instancia muy especial: el contexto de Ibsen de los años del final del siglo XIX, siglo en el cual surge el pensamiento de Freud, no podría ser aquí negado. Y el problema de la sexualidad visto en la perspectiva de la demanda femenina es algo con respecto a lo cual es en suma muy extraño que la experiencia analítica haya más bien sofocado, amortiguado, eludido, los sonidos.

El segundo ideal, que es también enteramente sorprendente en la experiencia analítica, lo llamaré el ideal de la autenticidad.

No tengo necesidad, pienso, de acentuar mucho este ideal. Pienso que a ustedes no se les escapa que si el análisis es una técnica de desenmascaramiento, supone esta perspectiva, este ideal, pero en verdad eso va más lejos.

No es solamente como camino, escalón, del progreso, que se nos propone la autenticidad, es sin duda también en una cierta norma del producto acabado de algo que es aún deseable, por lo tanto un valor, de algo de ideal y algo sobre lo cual somos llevados incluso a plantear normas muy finas, clínicas, algo con respecto a lo cual voy a ilustrarlos, por ejemplo en las observaciones clínicas, muy sutiles, de Helen Deutsch, concerniente a un cierto tipo de carácter y de personalidad, con respecto a la cual no se puede decir que esté ni mal adaptada, ni que falle ninguna de las normas exigibles de la relación social, pero cuya actitud toda, el comportamiento, está percibido en el reconocimiento —¿de quién?— del otro, del semejante, como marcado por este acento que ella llama en alemán el Als ob, (como si) (en inglés el As if) que es algo donde tocamos con el dedo que cierto registro que no está definido ni simple, ni de otro modo que en perspectivas de la experiencia moral, está aquí presente; director exigible en toda nuestra experiencia y que conviene también ver, medir, hasta qué punto nos adecuamos a eso.

Pues es aquí donde yo quisiera llegar, a saber, que en suma, algo armonioso, pleno, esta suerte de plena presencia, que es eso cuyo déficit medimos tan finamente en tanto clínicos, ¿no está de alguna manera a mitad de camino de lo que es necesario para obtener que nuestra técnica, aquélla que yo he llamado la técnica del desenmascaramiento, se detenga?. Es que no hay algo que podríamos llamar una ciencia de las virtudes, una razón práctica, un sentido del sentido común, con respecto al cual es interesante preguntarse lo que significa nuestra ausencia en este terreno.

Pues en verdad no se puede decir que intervenimos jamás en el campo de ninguna virtud. Abrimos vías y caminos, como ya lo he dicho, y esperamos que eso que se llama virtud florecerá.

Del mismo modo, hemos forjado otro, un tercero desde hace algún tiempo, con respecto al cual ya no estoy tan seguro de que pertenezca a la dimensión original de la experiencia analítica: es aquél de un IDEAL de NO DEPENDENCIA o más exactamente una suerte de profilaxis de la dependencia.

¿Puede decirse que no hay aquí también un límite, una frontera muy sutil que separa lo que designamos como deseable, en este registro, para el sujeto adulto, y los modos bajo los cuales nos permitimos intervenir para que él llegue allí?

Basta para esto recordar las reservas, a decir verdad, fundamentales, constitutivas de la posición freudiana, concernientes a todo eso que se llama educación, hablando propiamente. Sin duda, somos inducidos en todo momento y más especialmente los psicoanalistas de niños, a avanzar en ese campo, ese dominio, a operar en la dimensión de lo que he llamado en otro lugar, en un sentido etimológico, una ortopedia, pero es pese a todo enteramente sorprenderte que por los medios que empleamos, como por los recursos teóricos que colocamos en primer plano, hay algo enteramente sorprendente en eso que se puede llamar una ética.

Hay una ética del análisis. Es el borramiento, la puesta en la sombra, el retroceso, hasta la ausencia de una dimensión de la cual basta decir el término, para darse cuenta, que lo que nos separa, lo que nos divide de toda la articulación ética anterior a nosotros, «es el hábito». El buen o mal hábito.

He aquí algo en sí, a lo cual nos referimos ya, que el registro, la articulación del análisis se inscribe en términos completamente diferentes, en términos de trauma y en términos de su persistencia. Sin duda hemos aprendido a atomizar este trauma, esta impresión, esta marca, pero la esencia misma del inconsciente, se inscribe en otro registro que aquél sobre el cual el mismo Aristóteles en la Etica, pone el acento de un juego de palabras éthos/êthos. Hay dos matices extremadamente sutiles sobre los cuales tendremos que volver, que se pueden centrar en el término de carácter. La ética en Aristóteles, es una ciencia del carácter, la formación del carácter, y una dinámica de los hábitos. Es más que una dinámica de los hábitos. Es una acción en vista de los hábitos, un adiestramiento, una educación. Es menester haber recorrido por un instante esta obra tan ejemplar aún cuando no fuera más que para permitirnos medir la diferencia de nuestros modos de pensamiento, con aquéllos de un pensamiento que sólo se presenta como una de las formas más eminentes de la reflexión ética en esta materia.

Para puntualizar ese algo al cual estas premisas de hoy nos llevan, voy a decirles esto: por abundantes que sean las materias cuyas perspectivas he intentado mostrar esta mañana la próxima vez intentaré partir de una posición enteramente radical y que no es nada menos que esto. Para ubicar cuál es la originalidad de la posición freudiana, en materia de ética hay algo que es absolutamente indispensable poner de relieve: un deslizamiento, un cambio de actitud en la cuestión moral como tal.

Como lo verán, en Aristóteles el problema es el de un bien, de un Soberano Bien. Y tendremos que medir por qué Aristóteles tiende a poner el acento sobre el problema del placer, de su función, en la economía mental de la ética, desde siempre. He aquí algo que no podemos eludir, que como ustedes lo saben es el término, el punto de referencia de la teoría freudiana, concerniente a los dos sistemas Y y A, las dos instancias psíquicas que él ha llamado proceso primario y secundario.

¿Se trata de la misma función, del mismo rol concerniente al placer, en uno y en otro caso? ¿En una y en otra de estas elaboraciones?. Como verán, es casi imposible ubicar esta diferencia, cortar este punto, si no nos damos cuenta de algo que ha ocurrido en el intervalo y del cual forzosamente tendremos, aunque no sea ésta ni la función, ni algo a lo cual el lugar que tengo aquí parezca forzarme, algo que no podemos evitar nosotros mismos, hacer cierta investigación del progreso histórico que es el siguiente.

Es aquí donde los términos de los cuales me sirvo y con respecto a los cuales, saben que los primeros, a saber, lo imaginario, lo simbólico y lo real, son casi siempre los términos directivos con los cuales tenemos que habérnosla. Y bien, se trata justamente de algo que nos permite plantear en esos tres registros, lo que llamaría nuestros términos de referencia, en cuanto a categorías cuya naturaleza se trata ahora de medir.

¿Cuáles son estas categorías?. Es cierto que más de una vez algunos de ustedes se han preguntado, en el tiempo en que yo hablaba de lo Simbólico, lo Imaginario y de su interacción recíproca, qué era al fin de cuentas lo Real. Y bien, cosa curiosa, al contrario de una suerte de pensamiento sumario que pensaría que toda exploración de la ética debe apuntar hacia un dominio digamos de lo ideal, sino de lo irreal, verán que es correlativamente al sentido de una profundización de esta noción de Real, e inversamente en tanto se trata de una orientación, de una ubicación del hombre en relación a lo real, que la cuestión ética, en tanto que la posición de Freud nos permite hacer un progreso, se orienta y se articula. Y para concebirlo es necesario ver lo que ha pasado en el intervalo.

Lo que ha pasado en el comienzo del siglo XIX es algo que llamaremos la conversión o reversión utilitarista. Hasta cierto momento, sin duda enteramente condicionado históricamente, que podemos especificar por una declinación radical de la posición y de la función del Amo, el cual rige, como lo verán, evidentemente, toda la reflexión aristotélica y determina su duración a través de las edades…, es en el límite preciso donde vamos a llegar a esta desvalorización tan extrema de la posición del Amo, que es la de Hegel, que hace del Amo de algún modo, el gran incauto, el cornudo magnífico de la evolución histórica, haciendo pasar toda la virtud del progreso del trabajo, por las vías del vencido, es decir del esclavo. Es en la medida precisa en que algo es radicalmente cambiado en la visión del amo que originalmente, en su plenitud, en el tiempo en que existe, en la época de Aristóteles, es muy otra cosa que la ficción Hegeliana. La posición Hegeliana no es más que un reverso, un negativo, el signo de su desaparición. Es entonces poco tiempo antes de este término, que se eleva, afectando la estela del éxito, cierto pensamiento llamado divino, en las huellas de cierta revolución igualmente en las relaciones interhumanas. Derogación utilitarista, que está lejos de ser esta pura y simple tontería que se supone.

No se trata simplemente de que de golpe se plantee la cuestión de que hay, en suma, bienes en el mercado para repartir y de la mejor repartición de esos bienes. Hay aquí toda una reflexión de la cual, a decir verdad, debo a Jacobson aquí presente, el haber encontrado el resorte, la pequeña clavija, en la indicación que nos ha dado, de lo que permitía entrever una obra ordinariamente descuidada en la economía, el resumen clásicamente dado de su obra, una obra de Jeremy Bentham, personaje que está lejos de merecer el descrédito, hasta el ridículo, que cierta crítica filosófica, podría haber hecho en cuanto a su rol en el curso de la historia del progreso ético.

Veremos que es alrededor de una critica filosófica, propiamente hablando, lingüística, que se desarrolla el esfuerzo de J. Bentham y que es imposible medir bien en otra parte, en el curso de esta revolución, el acento puesto sobre el término de real, opuesto en el caso de él a un término que en inglés es aquél de FICTITIOUS.

Fictitious no quiere decir ilusorio, no quiere decir en sí mismo engañador; fictituous está lejos de poder traducirse como no ha dejado de hacerlo aquél que ha sido el principio y el resorte de su éxito en el continente, a saber Etiene Dumont, que ha vulgarizado de alguna manera la doctrina benthaniana. Fictitious quiere decir ficticio, pero es en el sentido en que, antes ya he articulado ese término; que toda verdad tiene una estructura de ficción.

Es en esta dialéctica de la relación del lenguaje con lo real que se instaura el esfuerzo de Bentham por situar en alguna parte ese real —ese placer, en ocasiones, al cual veremos que articula de manera enteramente diferente de la función que le da Aristóteles. Y diría que es en el interior de este acento puesto sobre esta oposición entre la ficción y la realidad, que viene a ubicarse el movimiento de báscula de la experiencia freudiana.

Es en relación a esta oposición entre lo ficticio y lo real, que la experiencia freudiana viene a ocupar su lugar, pero para mostrarnos que una vez hecha esta división, esta separación, operado este clivaje, las cosas no se sitúan de ninguna manera allí donde se podría esperar; que la carácterística del placer, la dimensión de lo que encadena al hombre, se encuentra enteramente del lado de lo ficticio en tanto lo ficticio no es por esencia lo que es engañoso, sino que es, hablando propiamente, eso que llamamos lo simbólico.

Que el inconsciente esté estructurado en función de lo simbólico, que lo que el principio del placer hace buscar al hombre, sea el retorno de algo que es un signo, que haya distracción, en lo que conduce sin saberlo al hombre, en su conducta, y que sea ésta la que le produzca placer, porque es de alguna manera una suerte de eufonía, que lo que el hombre encuentra y busca sea su huella a costa de la pista, allí está aquello cuya importancia toda es menester medir en el pensamiento freudiano, para poder también concebir cuál es entonces la función, el rol de la realidad.

Seguramente Freud no duda —no más que Aristóteles— que lo que el hombre busca, lo que es su fin, es la felicidad. Cosa curiosa, la felicidad (bonheur) en casi todas las lenguas, se presenta en términos de reencuentro Týkhê; hay allí alguna divinidad favorable. Felicidad es también para nosotros «augurio», es también un buen presagio y también un buen reencuentro, pues hay un sentido objetivo, en augurio. Glück y glük. Hay también aquí dos reencuentros. La happiness es también: Happen, es también un reencuentro, aunque no experimente aquí la necesidad de agregar la partícula precedente, marcando, hablando propiamenente, el carácter feliz de la cosa.

Seguramente, no es seguro por más que todos estos términos sean sinónimos y no tengo necesidad de recordarles aquí la anécdota del personaje emigrado de Alemania a América a quien se le pregunta: Are you happy?. Yes, I am very happy. I am really. I am very, very happy. Aber nicht Glüchklich!.

La felicidad es algo que no se le escapa a Freud como algo que debe ser propuesto para nosotros como término de toda investigación, por ética que ésta sea. Pero lo que corta, y cuya importancia no se ve lo suficiente, con el pretexto de que uno deja de escuchar a un hombre a partir del momento en el cual parece salir de su dominio propiamente técnico, lo que quisiera leer de El Malestar en la cultura: que, nos dice, para esa felicidad no hay absolutamente nada preparado en el macrocosmos ni en el microcosmos.

Este es el punto enteramente nuevo. Todo el pensamiento de Aristóteles concierne al placer, es que el placer en todo caso tiene algo que no es discutible. Hay en él algo que nos es preciso admitir, que está en el polo directivo de la realización del hombre, en tanto que si hay, dice, en el hombre, algo divino, es esta pertenencia a la naturaleza.

Es esta una noción de la naturaleza que deben medir hasta dónde es diferente de la nuestra, pues ella comporta, inversamente, la exclusión de todos los deseos bestiales, de lo que es hablando propiamente, la realización del hombre. En el intervalo hemos tenido pues, una inversión completa, total, de la perspectiva. ¿Para Freud de qué va a tratarse?. Todo lo que va hacia la realidad, va de algún modo a exigir no sé qué temperamento, una bajada del tono, de lo que es, hablando propiamente, la energía del placer. Y esto es algo que tiene una enorme importancia. Esto también puede parecerles a ustedes, en vista que son hombres de nuestro tiempo, después de todo, de una cierta banalidad. Quiero decir que como me lo oí relatar, diría que lo que Lacan aconseja, es simplemente esto: el rey está totalmente desnudo. Al menos es en esos términos que eso me ha sido relatado. Tal vez era de mí que se trataba. Pero mantengámonos en la mejor hipótesis, que es lo que yo enseño. Seguramente lo enseño de una manera quizás un poco más humorística que lo que piensan mis críticos, cuyas intenciones últimas no he medido en la ocasión. No es en verdad de una manera distinta que ésta, no completamente la del niño que se supone hace caer la ilusión universal, sino más bien la de Alphonse Allais; haciendo reunir a los paseantes para alertarlos con una voz sonora diciéndoles: un escándalo, miren esta mujer, bajo su vestido está desnuda. Y en verdad incluso no digo eso.

Pues si el rey esta desnudo, es justamente sólo en tanto está bajo un cierto número de vestidos, ficticios sin duda, pero que son absolutamente esenciales a su desnudez y en relación a los cuales su desnudez misma, como otra muy buena historia de Alphonse Allais lo muestra, puede ser considerado como no estando jamás bastante desnudo. Después de todo se puede despellejar al rey o a la bailarina.

En verdad, aquello a lo cual nos remite la perspectiva de este carácter absolutamente cerrado, es precisamente a la perspectiva de la manera en que se organizan las ficciones del deseo. Es en las ficciones del deseo donde intervienen, donde toman su alcance, las fórmulas que les he dado el año último acerca del fantasma. Es allí donde deben ser retomadas; es allí donde la noción de deseo como siendo el deseo del Otro adquiere todo su peso. Es allí también donde hoy terminaría encontrando en una nota de la Traumdeutung misma, tomada de la «Introducción al psicoanálisis»: Un segundo factor, escribe Freud, mucho más importante y más profundo, que es enteramente relegado por el profano es el siguiente: 1) la satisfacción de un anhelo debe ciertamente provocar placer. Pero eso también puede plantear la cuestión —no pienso forzar las cosas reencontrando aquí el acento lacaniano de cierta manera de plantear las cuestiones—. Naturalmente, aquél que tiene el anhelo, el voto, pues es algo bien conocido del soñador, que no tiene una relación simple y unívoca con su anhelo. Lo rechaza, lo censura, no lo quiere. Reencontramos la dimensión esencial del deseo, como siendo siempre deseo en segundo grado, deseo de deseo. Y en verdad podemos esperar aquí que el Análisis Freudiano, ponga un poco de orden en eso en lo cual en último término y en los últimos años, ha terminado por desembocar la búsqueda crítica, a saber la demasiado famosa teoría de los valores. Una de las cuales se expresa diciendo: el valor de una cosa es su deseabilidad.

Presten atención, se trata de saber si es digna de ser deseada, si es deseable que se la desee. Aquí entramos en esta especie de catálogo que podría casi compararse en muchos casos a un negocio de trastos viejos, de diversas formas de veredictos que en el curso de las edades, o aún ahora, han dominado con su diversidad, incluso con su caos, las aspiraciones de los hombres.

La estructura constituida por la relación imaginaria como tal, por el hecho de que el hombre narcísticamente entra doblemente en la dialéctica de la ficción, es algo que tal vez, al fin, encuentre su palabra y su conclusión en nuestra investigación de este año sobre la ética del psicoanálisis. En último término verán surgir la cuestión planteada por el carácter fundamental del masoquismo en la economía de los instintos.

Si sin duda algo deberá permanecer abierto, concerniente al punto que nos ocupará en una evolución de lo erótico, en una cura a aportar no ya a tal o cual, sino a la civilización y a su malestar; si quizás deberemos hacer nuestro duelo de toda especie de verdadera innovación en el dominio de la ética y hasta cierto punto se podría decir, que algún signo se encuentra en el hecho de que no hemos sido siquiera capaces después de nuestro progreso teórico, de ser el origen de una nueva perversión, sería un signo sin embargo, seguro de que llegamos verdaderamente al corazón del problema, al menos sobre el sujeto de las perversiones existentes, la profundización del rol económico del masoquismo, estando en último término y para darnos un término simplemente accesible, punto sobre el cual este año espero que lleguemos a concluir.