Seminario 7: Clase 22, La demanda de felicidad y la promesa Analítica, 22 de Junio de 1960

En una exposición que debe aparecer en el próximo número de nuestra revista, que es la que hice hace dos años en Royaumont —exposición que era un poco arrojada, como lo expliqué, en tanto la compuse entre dos de los seminarios de aquí; guardaré de ella la forma improvisada, ensayando, al menos, completar y rectificar ciertas cosas que allí están contenidas.

Digo en alguna parte, que el analista debe pagar algo para sostener su función, ya sea que pague con palabrea de sus interpretaciones, ya sea que pague con su persona en que pueda decirse que toda la evolución presente del análisis es el desconocimiento del cual él es literalmente desposeído por la transferencia. Quiero decir, sea lo que sea que él piense de eso, y cualquiera sea su recurso pánico the counter-transference es necesario que él pase por allí.

No es sólo él quien esta allí con aquél, frente a frente, de quien ha tomado un cierto compromiso. Y, al fin, que es necesario que pague con un juicio concerniente a su acción. Esto es, al menos, sin embargo, un mínimo de exigencia. El análisis es un Juicio. Yo diré que lo que él hace es exigible para todos en todas partes y que, en verdad, lo que puede parecer escandaloso anticiparlo, es probablemente, por alguna razón. Es por la razón que, por un cierto lado tiene altamente conciencia de que él no puede saber lo que hace en psicoanálisis. Hay una parte de esta acción que permanece, a él mismo, velada. Esto es lo que justifica el punto donde quería conducir los, donde les conduje este ano, quiero decir donde les propuse seguirme este año, punto que plantea la cuestión de lo que una posibilidad similar, aquella que nos es dada por la relación al inconsciente tal como ha sido abierto por Freud, de lo que Ello comporta como consecuencias éticas generales. Esto es, evidente, para aproximarnos a nuestra ética.

De donde, este aspecto, empero, de desvío que hace que no haya podido no aparecerles el interés por las nociones kantianas que han sido aportadas la última vez, pero que antes mismo de demandar a aquél que les habló la última vez, el aportar algunos complementos que creo útiles, no creo me nos útil resituar para ustedes, al fin de cuentas, en el momento en que no’ aproximamos al fin de nuestro recorrido de este año, lo que él quiere decir.

Recordaré, simplemente, cosas muy simples, articuladas en los términos que son los que produje para ustedes los anos precedentes. Eso es de lo que se trata, lo que he querido recordarles antes de llevarlos de un modo más próximo a la práctica del análisis, a los problemas técnicos que no podrían sin embargo, en el estado actual de las cosas, ser resueltos sin esas rememoraciones. Son cosas simples que les voy a recordar inmediatamente.

Primeramente: el fin del análisis; ¿ es eso lo que se nos demanda? Si lo que se nos demanda ea, al fin de cuentas, lo que es necesario llamar con una palabra simple que es, efectivamente, lo que se nos demanda: la felicidad. No aporto allí nada nuevo. Esta demanda de felicidad, o aún de la happiness como escriben los autores ingleses en su lenguaje, es precisa mente de lo que se trata.

En la exposición a la que hacia alusión hace un momento, evidentemente, en esa redacción me ha parecido, ahora, al publicarla, un poquito demasiado aforística. Trato de poner un poco de aceite en los goznes. Hago alusión al hecho sin explicarme de otro modo. El asunto no es, de otro modo, facilitado por el hecho, como se lo dijo un día, de que la felicidad haya llegado a ser un factor de la política.

No digo de eso nada más extenso. Quisiera, sin embargo, aquí, hacerles sentir lo que eso quiere decir. Es la misma cosa que me hizo terminar la conferencia con la cual yo terminaba una cierta era de mi actividad, en un cierto grupo del cual nos separamos después, por esa intención con la cual yo concluiría: «El psicoanálisis: figura dialéctica». Tal era el titulo que yo habla dado a lo que dije aquel día. Terminé con el siguiente comentario: no podría haber allí satisfacción de ninguno fuera de la satisfacción de todos. Mi propósito, que consistirá en recentrar el análisis sobre ese nombre de dialéctica, viene a presentificar, para nosotros, qué el asunto, el fin aparece como indefinidamente alejado. No es entonces, falta del análisis, si ustedes quieren queden la hora actual, la cuestión de la felicidad no pueda articularse de otro modo. Yo diré que es en la medida en que, como lo dice Saint Justs,  la felicidad ha llegado a ser un factor de la política. Esto es un correlato. No es nuevo que las cosas estén así, que la cuestión de la felicidad no tenga, para nosotros, solución aristotélica posible, que no sea posible que alguno aísle su felicidad de la satisfacción de todos. ¿Eso quiere decir qué?. Es que por el hecho de la entrada de la felicidad en la política estas cosas, por el momento, para nosotros, en lo concerniente a la felicidad, son rechazadas como una etapa necesaria, previa, primordial al nivel de la satisfacción de las necesidades para todos los hombres.

La dialéctica del amo, tal como ella permite a Aristóteles hacer una elección entre los bienes que él’ ofrece al amo, y el decirle que hay sólo algunos de esos bienes que son dignos de devoción a saber, la contemplación —es algo que para nosotros está desvalorizado— insisto en ello —por razones históricas, por razones del momento histórico que vivimos y que se expresan en la política por la fórmula siguiente: no podría haber allí satisfacción de alguno sin la satisfacción de todos.

Es en ese contexto que el análisis —sin que podemos saber exactamente lo que justifica que haya sido en ese contexto donde el apareció en ese contexto donde se produce el análisis que el analista se ofrece a recibir— él la recibe, éste es un hecho : la demanda de la felicidad.

Todo esto que articulé este año, ha consistido en mostrar, como pude, quiero decir en elegiré entra algunos términos, entre los mas, salientes que pudieran permitirles darse cuenta que la distancia recorrida, digamos después de Aristóteles, he tratado de mostrarles hasta qué punto tomemos las cosas en un nivel diferente, cuan lejos, al fin de cuentas estamos de toda formulación de una disciplina de la felicidad.

Pues está bien claro que, en Aristóteles —para tomarlo como ejemplo y él lo merece en el más alto grado —es ejemplar— hay una disciplina de la felicidad. Hay caminos que son mostrados, donde él entiende conducir a cual quiera que lo siga en su problemática, que son vías que, en cada una de las vertientes de la actividad posible del hambre, realizan una función de la virtud que se obtiene por un mesòtës que está lejos de ser sólo un justo medio, un proceso ligado al principio de menem atam de la evitación de todo exceso en un sentido como en el otro, que puede permitir al hombre elegir lo que razonablemente está hecho para hacerlo realizarse en lo que le parece ser su propio bien.

No hay nada semejante en el análisis. Obsérvenlo bien. Nosotros pretendemos ir por vías que, para alguien que llegara del Liceo, si puedo decirlo, parecerían sorprendentes, vías que deben permitir al sujeto, de algún modo, ponerse en una suerte de posición para que las cosas, misteriosamente, yo diría casi milagrosamente, le ocurran bien, que él las tome por el buen extremo.

Dios sabe, sin embargo, que podemos sentir qué oscuridades restan en una pretensión parecida, tal el acontecimiento de lo que llamemos la objetividad genital y, como se agrega, con Dios sabe qué imprudencia, el poner nos de acuerdo con una realidad.

Una sola cosa hace alusión a una posibilidad feliz de satisfacción de la ternura: esto es la noción de sublimación. No voy a retamar hoy las diferentes fórmulas, pero está enteramente claro que para tomar primeramente la formulación más esotérica en Freud, quiero decir cuando él nos la representa como eminentemente realizada por el artista, por la actividad del artista, por ejemplo Y bien, ¿qué es lo que quiere decir? Esto está literal mente en Freud, no tengo necesidad de recordarles el pasaje, se los he machacado bastante este año. Eso quiere decir que hay posibilidad para el hombre de hacer comerciales sus deseos, vendibles bajo la forma de libritos o de productos cualesquiera de una actividad estética, de una producción del arte. Eso es lo que eso quiere decir. Diré que la franqueza, el cinismo de una formulación tal, guarda, a mis ojos, un mérito inmenso.—Bien entendido, aunque ella no agote del todo el fondo de la cuestión, como es posible, seguramente.

La otra formulación consiste en decirnos que la sublimación es la satisfacción de la tendencia en el cambio de su objeto, eso sin represión. Definición más profunda, pero que seguramente abre, me parece, une problemático más espinosa si lo que yo les enseño no les permite, digamos, ver dónde está el nudo del asunto. La satisfacción de la que se trata, si existe una, pudiendo consistir su progreso, su proceso, o eso de lo que se trate para que pueda haber allí de un modo valido una tendencia acompañada de su cambio de lo que por definición, debe satisfacción, a la vez el objeto es que, efectivamente, la tendencia está ligada a algo que ya pone en ella misma el conejo que se trata de sacar del sombrero.

No es un nuevo objeto, es el cambio de objeto en sí mismo. Es porque la tendencia está ya profundamente marcada por la articulación del significante que contiene en si misma, ese algo que permite el cambio de objeto; dicho de otro modo, es porque en el grafo la tendencia se sitúa al nivel de la articulación inconsciente de una sucesión significante que la constituye por ese hecho en una alienación fundamental, que puede haber allí algo que, al retornar, liga por un factor común cada uno de los significantes componiendo esta sucesión típica.

Esa relación propiamente metonímica de un significante al otro que nosotros llamemos el deseo, es Justamente, no el nuevo objeto, ni el objeto de antes, es el cambio de objeto en sí mismo, por lo cual la satisfacción de que se trata, entonces, en tanto en la definición de la sublimación, la represión está eliminadas consiste en que es aquí donde hay implícito o explícito, pasaje del no-saber al saber, bajo la forma del reconocimiento de que el deseo no es otra cosa que la metonimia de ese discurso de la demanda, que el deseo es ese cambio como tal.

Y si ustedes me permiten dar un ejemplo, lo tomará de lo de me parece haber pasado por la cabeza en el momento en que preparaba estas palabras para ustedes . Busqué un ejemplo de  algo que imaginarizará eso que yo quiero decir para hacerles comprender la sublimación, el pasaje, digamos, de un verbo que la gramática llama su complemento a lo que una gramática más filológica llamará su determinativo; y tomemos el verbo más radical en la evolución de las fases de la tendencia: el verbo comer. Existe el comer. Es así como, en muchas lenguas, se proponen al inicio, con franqueza y decisión, el verbo y la acción, antes que se determine de aquélla de que se trata, en lo cual se ve bien el factor secundario que compone al sujeto.

No tenemos aquí al sujeto para expresarle eso que él puede tener que comer. Digamos que él tiene que comer, ¿qué? El libro.

Cuando vemos en el Apocalipsis esta imagen de comer el libro, ¿qué quiere decir eso, sino algo aplicado a dar al libro mismo el valor de una incorporación, sino que el libro deviene, en esta imagen potente, la incorporación del significante mismo? El deviene el soporte de la creación pro píamente apocalípticas quiero decir que el significante deviene, en esta ocasión, Dios, el objeto de la incorporación misma.

Lo que entonces aportamos, en la medida que pretendemos formular algo que se asemeja a una satisfacción que no sea pagada con una represión, es el tema puesto en el centro, promovido en su primacía: ¿qué es el deseo?

Y a ese propósito no puedo aquí recordarles lo que articulé en su tiempo: que realizar su deseo se plantea siempre, necesariamente, en una perspectiva de condición absoluta. Es en la medida en que la demanda, como lo he dicho, a la vez más allá y más acá de ella misma, por el hecho que se articula con el significante, demanda siempre otra cosa y en toda satisfacción de la necesidad existe otra cosa, que la satisfacción formulada se extiende, se cuadra en esta hiancia, en ese agujero que el deseo se forma con lo que soporta como tal, esta metonimia, a saber: lo que quiere decir la demanda más allá de lo que Ella formula.

Por otra parte, no es por nada que sea natural que la cuestión de la realización del deseo se formule necesariamente en lo que yo llamaría una perspectiva de juicio último.

Traten ustedes mismos de demandar lo que eso puede querer decir: haber realizado su deseo, sino es el haberlo realizado, si puede decírselo, al final. Esta usurpación de la muerte sobre la vida es lo que da su dinamismo a toda cuestión cuando Ella trata de formularse sobre el asunto de la realización del deseo. Para ilustrar lo que decimos, digamos, para juzgar le cuestión del deseo si la planteamos directamente a partir del absolutismo parmenidiano, en tanto que, precisamente, él anula todo lo que no es del ser, el ser es, dice él, el no ser no es. Nada es, afirma él, de eso que no es nacido todo lo que existe, entonces, no vive más que en la falta en ser.

Freud planteó la cuestión de saber si la vida puede ser como la muerte si el sostén de esa relación a la muerte lo que subtiende como la cuerda al arco, el seno de la subida de la recaída de la vida. Si la vida tiene algo que hacer en suma con la muerte. Ustedes saben que bastó que Freud, al fin de cuentas haya creído poder, a partir de la experiencia, plantear la cuestión. Y todo eso prueba que es planteada por nuestra experiencia. En lo que les digo, en el momento, no es de aquélla muerte que se trata. Se trata de la segunda muerte, aquélla que se puede, aún, apuntar —como se los mostré en un contenido concreto, en el texto de Sade— después que la muerte esté cumplida. Aquélla que toda la tradición humana, después de todo, no ha cesado nunca de conservar presente ante ella viendo allí el término de los sufrimientos. Lo que es la misma que eso que toda esta tradición no cesó jamás de imaginar —ella ¿también—: un segundo sufrimiento. Sufrimiento de más allá de la muerte indefinidamente sostenido sobre la imposibilidad de ser franqueado este limite de la segunda muerte.

Es por eso que la tradición de los infiernos ha permanecido siempre tan viva. Como se los mostré, está aún presente en Sade con esa idea de hacer perpetuarse los sufrimientos infringidos a la víctima. Pues existe ese refinamiento, ese detalle atribuido a uno de los héroes de la novela sádica en perpetuarlos asegurándoles la condena de aquél que él hace pasar de vida a defunción. Cualquiera sea, pues, el alcance de esta imaginación metapsicológico del instinto de muerte y, aunque el hecho de haberlo forjado esté fundado o no, la cuestión, por el sólo hecho que ha sido planteada para nosotros, se articula bajo la siguiente forma: ¿Cómo el hombre, es decir un viviente puede acceder en este instante de muerte, a conocerla?

Respuesta, es simple — por la virtud del significante. Y diré, bajo su forma más radical. Es el significante y en la medida en que él articula una cadena significante, que él puede palpar, que el puede faltar en la cadena de lo que él es. En verdad, decir eso es fácil. Y después de todo, el hecho de no reconocerlo, de no promoverlo como siendo lo que es la articulación esencial del no-saber como valor dinámico, quiero decir, de reconocer que allí está el descubrimiento del inconsciente que, literalmente, bajo la forma de esta palabra última, eso quiere decir: Ellos no saben lo que hacen. Esto, todo lo estúpido que sea, parece la cosa esencial a recordar cuando constatamos que, desde el punto de vista de la teoría, no recordarlo como principio fundamental entraña, literalmente, este pulular como jungla, como lluvia. Llueve como quien la arroja (Il pleut como qui la jette) como se dice en Charentton, con esas referencias de las cuales uno no puede dejar de ser afectado por la nota de desorientación con la que resuenan.

He leído, sin duda un poco rápidamente, la tracción que se nos dio de la última obra de Bergler. No está, seguramente, desprovisto de mordacidad ni de interés, todo lo que él nos aporta, con la sólo excepción que no se puede, verdaderamente, más que tener la impresión de una suerte de deseo encadenamiento delirante de nociones no dominadas. Y, luego, para decir lo que quiero decir cuando hablo de esta respuesta, cómo el hombre, es decir un viviente, puede acceder a su propia relación con la muerte —respuesta: por la virtud del significante— quiero mostrar, por otra parte, que el acceso es más tangible que esta referencia connotadora. Y es eso que, en es tos últimos encuentros he tratado de hacerles reconocer bajo una forma estética, hablando propiamente, es decir, sensible, rogándoles reconocer, en este lugar, la función de lo bello. Siendo lo bello, precisamente, lo que nos indica este lugar de la relación del hombre a su propia muerte, y quien no lo indica más que en un deslumbramiento.

Pedí al señor Kauffmann, la última vez, recordarles los términos en los cuales Kant mismo, en la orilla de esta etapa en la que estamos de las relaciones del hombre a la felicidad, creyó deber definir la relación de lo bello.

Ciertamente las cosas —pude controlarlo— les llegaron a las orejas, en esta queja cercana que puede escuchar de que la cosa no les habla sido, de alguna suerte, animada por un ejemplo. Y bien; voy a tratar de darles un ejemplo.

Recuerden ustedes los cuatro momentos de lo bello tal como les fueron articulados la última vez. Voy a tratar de mostrarles por un proceso graduado, lo que permite ilustrarlo; reunirlo. Tomaré el primer escalón de un hecha de mi experiencia más familiar. Mi experiencia no es inmensa, tal es lo que me digo muy a menudo; quizás no haya tenido siempre el gusto que con viene por la experiencia; las cosas no me parecen siempre tan divertidas. Pero, sin embargo, se encuentra siempre, en la ocasión, algún recurso para imaginar ese camino del entre—dos donde trato de conducirlos.

Digamos, a diferencia del señor Teste, si la estupidez no es mi fuerte, no me voy a confiar más por eso. Es, entonces, un pequeño hecho, lo que les relataré. Estaba un día en Londres, en una suerte de «home» como se dice allí, destinado a recibirme a titulo de invitado en un Instituto que expande la cultura francesa, en uno de esos encantadores pequeños barrios alejados, hacia fin de Octubre, cuando el tiempo es radiante, a me nudo, en Londres. Fue as! como recibí hospitalidad en un encantador edificio pequeño marcado por el estilo de un cierto conventualismo victoriano.

Un buen olor de «toast» asada y la sombra de esos helados incomibles con los cuales es usual alimentarse allí, era lo que deba su estilo a esta casa. No estaba sólo allí. Estaba con alguien que quiere, gustosamente, acompañarme en la vida y una de cuyas carácterísticas es una extrema presencia en la unicidad y que, a la mañana, me dice bruscamente: «El profesor D está aquí» —se trata de uno de mis maestros, alguien que fue ‘ mí maestro en la Escuela de Lenguas Orientales. Era la mañana muy temprano. «¿Cómo lo sabes?». Se me responde: —puedo decirles que el profesor D no es un íntimo: «He visto sus zapatos»

Debo decir que no dejé de experimentar, ante esta respuesta un cierto escalofrío y, por otra parte, alguna sombra de escepticismo. Quiero decir que el carácter altamente carácterístico de una individualidad en un par de zapatos plantados allí en una puerta, no me parecía tener las carácterísticas de evidencia suficiente. Pero nada, por otra parte, me había dejado presentir que el profesor D pudiera estar en Londres. Encontré, más bien, la cosa de tipo humorístico sin otorgarle importancia.

A la hora precoz que era, me fui, sin pensar más en ello, a lo largo de los corredores; entonces, ante mi estupor, veo deslizarse en bata, dejando ver por el intervalo de sus faldones un calzón largo, totalmente universitario, al profesor D en persona, quien efectivamente salía.

Esta experiencia me parece altamente instructiva. Quiero decir que es por ella que entiendo llevarles a la noción de lo que es lo bello. Se necesitaba una experiencia donde fuera tan intensamente conjugada la universalidad que comportara lo propio de los zapatos en el universitario con lo que podía presentarse de absolutamente particular, siendo dada la persona del profesor D para que yo pueda hacerles destacar, simplemente, que piensen, ahora, en los viejos zapatos de Van Gogh, de los cuales nos hace la imagen maravillosa que hace que sea una obra de belleza. Es necesario que imaginen los zapatos del profesor D ohne begriff. Sin la concepción del universitario, ohne begriff, sin ninguna relación con su personalidad tan atractiva, para que comiencen a ver vivir los zapatos de Van Gogh en su incomensurable calidad de bello. Es decir, que ellos están allí, que nos hacen un signo de inteligencia, si puedo decirlo , situado, muy precisamente a esta distancia igual que se les ha indicado la última vez, entre la potencia de la imaginación y el significante. Ese significante no es ya más allí un significante de la marcha, de la fatiga, de todo lo que ustedes quieran, de la pasión, del calor humano, es solamente significante de lo que significa un par de zapatos abandonados, es decir a la vez de una presencia y una ausencia pura, una cosa, si puede decírselo, inerte, que está hecha para todos, una cosa, por algunos lados totalmente muda, en tanto ella es quien habla, una impresión que emerge en la función de lo orgánico, y para decirlo todo, de un deyecto que evoca el comienzo de una generación espontánea.

Es ese algo que hace de esos zapatos una suerte de anverso y de análogo a un par de brotes, en tanto se trata en la magia de hacer, para nosotros, lo que no es limitación. Y es lo que siempre ha contundido a los autores a cerca del par de zapatos. Pero la aprehensión de ese algo por el cual, por su posición en una cierta relación temporal, son ellos mismos, la manifestación visible de lo bello.

Si este ejemplo no les perece convincente, busquen otros. Quiero decir que, de lo que se trata, es de mostrar aquí que lo bello no tiene nada que hacer con lo que se llama lo bello ideal, que es a partir de esta aprehensión de lo bello, en esta puntualidad, esta transición de la vida a la muerte, es a parir de allí, solamente, que podemos tratar de restaurar, restituir lo que es lo bello ideal, a saber, la función que allí puede tomar, en esta ocasión, lo que se presenta ante nosotros como forma ideal de lo bello y, especialmente, en el primer plano, la famosa forma humana.

Si ustedes leen el Laocoonte de Lessing, que es una lectura preciosa, seguramente rica en toda suerte de presentimientos, le ven detenido, sin embargo, en la partida ante esta concepción de la dignidad del objeto y todo presto a hacernos sentir no que este es el efecto de un proceso histórico, que esta dignidad del objeto haya sido, al fin, a Dios gracias, abandonada, pues ella lo ha sido siempre. Quiero decir que todo lo dedo aparecer. Hay textos de Aristófanes. La actividad de los griegos no se limitaba a hacer imagenes de Dios, y se compraban muy caros los cuadros representando cebollas.

Sólo a partir de los pintores holandeses, uno se dio cuenta que no importa qué objeto pueda ser el significante en cuestión, aquél por el cual viene a vibrar ese reflejo, ese espejismo, ese brillo, más o menos insostenible que se llama lo bello.

Pero si evoqué a los holandeses, que esa sea una ocasión para recordar les que si toman otro ejemplo, a saber, la naturaleza muerta, encontrarán allí, precisamente, en sentido contrario a aquél de los zapatos de hace un momento, que comienza a brotar el mismo pasaje de la línea, a saber que como lo demostró admirablemente Claudel, cuando hizo su estudio sobre la pintura holandesa, es verdaderamente en la medida en que la naturaleza muerta nos muestra, a la vez, y nos oculta profundamente lo que en ella amenaza de desanudamiento, de desarrollo; de descomposición, que ella presentifica para nosotros lo bello como función de unía relación temporal.

Por otra parte la cuestión de lo bello, en la medida que hace entrar en función la cuestión del ideal no puede reencontrarse, al tomar las con sus en ese nivel, más que en función dé un pasaje en el límite. Quiero decir, en la medida que la forma del cuerpo se presenta como la envoltura de todos los fantasmas posibles del deseo humano, es en la medida en que en esta forma — entiendo forma exterior — del cuerpo, está forzosamente envuelta todo aquello que, de las flores del deseo puede ser contenido en un cierto vaso del cual tratamos de fijar las paredes; es en la medida en que ella es, para decirlo todo, que ella ha sido, pues no es más forma divina que la forma humana puede, aún en tiempos de Kant, sernos presentada como el ideale Ersscheinen, como el límite de las posibilidades de lo bello.

He ahí donde somos llevados, esto es a plantear la relación de la forma del cuerpo, muy precisamente de la imagen tal como ya la he articulado aquí en la función del narcisismo, como siendo, propiamente, lo que representa, en una cierta relación del hombre, la relación a su segunda  muerte, el significante de su deseo. Su deseo visible, himeros enarges. Es allí donde está el espejismo central que indica, a la vez, el lugar de ese deseo en tanto él es deseo de nada, que es relación del hombre a su falta en ser que indica a la vez este lugar y aquél que le impide tenerlo.

Es aquí donde algo nos permite redoblar esta cuestión. Si ello es así, es este mismo lugar, ese mismo soporte, esta imagen, esta sombra que representa la forma del cuerpo, es esta misma imagen la que hace barrera concerniente, sin embargo, a la otra cosa que está más allá, y que no es sólo esa relación con la segunda muerte, con el hombre en tanto que el lenguaje exige de él el dar cuenta que él no es. Y bien, existe la libido. A saber, precisamente lo que nos importa, que nos lleva, en instantes fugitivos más allá de este enfrentamiento que nos ha hecho olvidar a esta libido en la medida en que Freud, el primero, articula con tanta audacia y potencia que, después de todo, el único momento de goce que conoce el hombre está en el mismo lugar en que se producen los fantasmas que, para nosotros, representan la misma barrera en cuanto en el acceso a este goce, todo es olvidado.

Es aquí donde quisiera introducir como paralela a la función de lo bello por relación a lo que designamos, para abreviar, la función de algo que ya he nombrado aquí muchas veces y sin insistir nunca demasiado y que me parece, sin embargo, esencial para producir lo que llamaremos, ni ustedes quieren, en conjunto, el Aidos, el pudor. La omisión de ese algo que guarda la aprehensión directa de lo que hay en el centro de la conjunción sexual, la emisión de esta barrera me parece estar en la fuente de toda suerte de cuestiones sin salida, y especialmente en lo concerniente a lo que podemos decir de articulado referido a la sexualidad femenina.

Ustedes ven aquí que la indicación, en tanto que, al fin allí hay un sujeto —no soy yo, absolutamente, para nada— que está puesto a la orden del día de nuestras búsquedas. Lo que yo quería hoy producir, simplemente, es que, como lo vimos a propósito del problema que nos plantea el final de Antígona, a saber, esta sustitución de no se qué imagen sangrante de sacrificio que es la que realiza el suicidio místico en la medida que, seguramente, a partir de un cierto momento, donde no sabemos ya lo que ocurre en la tumba de Antígona y donde todo nos indica que aquélla que acaba de herirse profundamente sobre ella lo hace en una crisis de manía, donde todo nos indica que llega a ese nivel donde perecen igualmente Áyax, Hércules — dejo de lado el sentido del fin de Edipo. Esto nos lleva a la cuestión para la cual no he encontrado mejor referencia que esos aforismos heraclitéanos que debemos a la referencia persecutoria de san Clemente de Alejandría que ve allí el signo de las abominaciones paganas. Gracias a ello conservamos ese pequeño trozo que dice Ei mé gàr Dionysoi pompen epoioûnto kaì hymmenon âisma…. Si, ciertamente, ellos no hacen cortejo —fiestas a Dionysos cantando los himnos — y es aquí donde comienza la ambigüedad —.¿Qué es lo que harán? Los homenajes más deshonrosos a lo que es vergonzoso. He ahí como puede leérselo en un sentido. Y continúa Heráclito: «es la misma cosa Hades que Dionysos, en la medida en que el uno y el otro mainontai. Ellos deliran y se libran a las manifestaciones de Helena». No se puede traducir de otro modo». Es eso de lo que se trata en los cortejos ligados a la aparición de toda suerte de formas de trances, esto es, hablando con propiedad, los cortejos báquicos.

He ahí, entonces, lo que la posición heracliteana, que como ustedes lo saben es una oposición por referencia a toda manifestación religiosa radical, nos conduce a la identificación, a la conjunción, a decir que si no se tratara, al fin de cuentas de una referencia al Hades, toda esta manifestación —de éxtasis para la cual no hay más que alejamiento— pero sin duda un alejamiento que no tiene nada que hacer con el alejamiento cristiano, ni con el alejamiento racionalista —es muy de otra cosa de lo que se trata— no serían más que odiosas manifestaciones fálicas y objeto de disgusto.

Sin embargo no es más cierto que uno pueda sostenerse en esta traducción en la medida en que el juego de palabras está evidentemente entre aidoíosin, anaidéstata y Haides, en la medida en que Haides quiere decir también invisible, pero que Aidoîa quiere decir las partes vergonzosas, pudiendo querer decir también respetuosas y venerables y que el término mismo de canto no está ausente.

Quiero decir que, al fin de cuentas de lo que se trata, es de decir que ofreciendo a Dionysos esta pompa y anotando himnos, estos sectarios lo hacen sin ver ni saber, verdaderamente, lo que hacen, cantando sus alabanzas y que, si Hades y Dionysos son una sólo y misma cosa, es precisamente allí, en efecto donde la cuestión también se plantea para nosotros. Esto es, a saber, si es al mismo nivel que el fantasma del falo y la belleza de la imagen humana tienen su lugar legítimo, si al contrario existe, hay, entre ellos esta imperceptible distinción, esta diferencia irreductible que es aquélla sobre la cual ha tropezado toda la empresa freudiana, aquella aire dador de la cual Freud, al final de uno de sus últimos artículos, aquél sobre el Análisis finito e infinito, nos dice que, finalmente, la aspiración del paciente, en última término, va a estrellarse en una nostalgia irreductible, esto es, a saber, sobre el hecho que, de ningún modo, él podrá ser ese falo y que por no serlo él no podrá tenerlo más que a condición de penis-neid en la mujer y castración en el hombre.

He ahí, entonces, lo que conviene recordar en el momento en que el analista se encuentra, en suma, en posición de responder a quien le demanda la felicidad. Demandarle la felicidad; él no puede olvidar que esto, ancestralmente, para el hombre, plantea la cuestión del soberano bien y que él, el analista, sabe que esta cuestión es una cuestión cerrada. No sólo lo que se le demanda, el soberano bien, él seguramente no lo tiene, sino que sabe que no lo hay; porque ninguna otra cosa es haber llevado a su término un análisis sino haber asido, reencontrado, haber chocado rudamente con ese límite que es donde se plantea toda la problemática del deseo.

Que esta problemática llegue a ser central en todo acceso a una realización cualquiera de sí mismo; allí está la novedad del análisis. Sin duda es sobre el camino de esta gravitación donde el sujeto reencuentro gran cantidad de bien, todo lo que él puede hacerse de bien, si puede decírselo; pero no olvidemos, sin embargo, lo que sabemos demasiado bien porque es lo que decimos todos los días y del modo más claro, esto es que, en suma, es extrayendo en todo instante de su querer eso, lo que bien pueden llamarse los falsos bienes, a saber, despojando no sólo la vanidad de sus demandas en la medida en que todas, después de todo, no son nunca para nosotros más que demandas regresivas, pero agotando también lo que se puede llamar la vanidad de sus dones.

El psicoanálisis hace girar todo el cumplimiento de la felicidad aire dador del acto genital. Conviene, empero, extraer de ello las consecuencia.

Está entendido; en este acto, en un sólo momento, algo puede ser alcanzado por lo cual un ser para otro es en el lugar viviente y muerto a la vez de la cosa. En este acto, y en ese sólo momento, él puede simular con su carne el cumplimiento, de lo que él es en ninguna parte. Es que la posibilidad de este cumplimiento, si es polarizante, si es central, no podría ser considerada como puntual.

Está claro que lo que conquista el sujeto en el análisis, no es sólo este acceso una vez repetido siempre abierto; es en la transferencia algo distinto que da su forma a todo lo que vive. Esto es su propia ley, de la cara si puedo decirlo, el sujeto hace su propio escrutinio. Esta ley es, en primer lugar, aceptación de algo que es, hablando propiamente, lo que hemos llamado Átë de algo que ha comenzado a articularse antes que él en las generaciones precedentes, de esta Ate que no por no alcanzar siempre a la trágica Átë  de Antígona, es menos pariente de la desdicha.

Lo que el analista tiene para dar, contrariamente al partenaire del amor, es eso que la más bella desposada del mundo no puede superar, esto es a saber : lo que él tiene. Y lo que él tiene es, como en el analizado, no otra cosa que su deseo, con la única excepción que éste es un deseo advertido.

Esto comporta la cuestión de qué puede ser un tal deseo. Y el deseo del analista, especialmente. Pero, desde ahora, podemos, empero decir lo que él no puede ser. El no puede desear lo imposible y voy a darles un ejemplo de ello. Si yo les leo la definición que nos da un analista en un artículo en inglés — la más estrecha que él aprobó para ser dada antes de desaparecer — por ejemplo, de esta función para él ubicada como esencial de la relación dual del analista y es esa relación, en esta ocasión a la que apunto, esa relación no agota el análisis, pero esa relación dual existe en la medida que respondemos a la demanda de felicidad.

He ahí la definición que se da de la distancia: la hiancia separa del modo en el cual un sujeto se expresa, sus tendencias -sus drive- instintuales de esa forma en las que él podría expresarlas si el proceso de acomodar y conducir sus expresiones no interviniera.

Pienso que ustedes sienten, a partir de lo que les enseño, el carácter verdaderamente aberrante, en impasse, de una formulación semejante, la tendencia, como tal, es lo que yo les enseño, a saber, el efecto de la marca del significante sobre las necesidades, su transformación por el efecto del significante de ese algo marcando los términos de despedazado y enloquecido que es la pulsión por el hecho de que es lo que puede querer decir esta definición de la distancia.

Lo mismo, es imposible, en el psicoanalista, si su deseo está advertido, que consienta en detenerse en el señuelo. Es imposible que la aspiración a una reducción hasta la nada de esta distancia, a la función del análisis como siendo esencialmente de una aproximación, como igualmente en este artículo se expresa el mismo teórico, sería lo que daría al sujeto, en una suerte de incorporación de un fantasma, en tanto que es siempre, en esta o cesión, el mismo fantasma que interviene, a saber aquel de la incorporación, de la manducación de la imagen fálica, en tanto ella se presentifica en una relación enteramente orientada en lo imaginario, sea ese algo donde el sujeto no puede, de ningún modo, realizar otra cosa que una forma cualquiera de psicosis o de perversión, por atenuada que sea, sea una tal puesta en relación, una tal conjunción de algo que el analista desconoce en la naturaleza de su deseo; pues ese término de aproximación puesto por ese autor en el centro de la dialéctica analítica en este artículo, no expresa otra cosa que un reflejo de un deseo desconocido en una posición insuficiente, la aproximación hasta confundirse con aquel del cual él tiene la presencia y la carga. Algo sin duda, que lleva en si todos los trazos de una aspiración de la cual no puede dejar de decirse que es patética, yo diría casi, en su ingenuidad misma. Uno está sorprendido que en una perspectiva tan estrecha de la experiencia analítica, sea ella la que no haya podido ser formulada de otro modo más que como un atolladero a rechazar.

He allí lo que hoy quería recordarles, simplemente, para darles el sentido aquí, de lo que significa nuestra búsqueda en lo concerniente a la naturaleza de lo bello — y yo agregaría, de lo sublime. Es porque, sobre lo sublime, no hemos aún extraído toda la sustancia de lo que podríamos extraer de las definiciones kantianas y de su conjunción con el uso que no es probablemente, ni sólo por asar, ni homonímico, con el término de sublimación en el centro de la única satisfacción permitida por la promesa analítica; es porque aún no lo hemos extraído que espero podamos volver allí con fruto, la próxima vez.