Seminario 7: Clase 24, Las paradojas de la ética, del 6 de Julio de 1960

Has actuado en conformidad con tu deseo ?

Estamos pues en nuestra ultima reunión.

Para concluir, les propondré hoy cierto numero de observaciones, algunas conclusivas, otras de experiencia, sugestivas. No se asombraran por ello, pues aún no hemos clausurado nuestro discurso y no es fácil encontrar un registro medio cuando se trata de terminar sobre un tema relativamente excéntrico. Digamos que hoy les traigo un mixed grill.

La ética consiste esencialmente —siempre hay que volver a partir de las definiciones— en un juicio sobre nuestra acción, haciendo la salvedad de que sólo tiene alcance en la medida en que la acción implicada en ella también entrañe o supuestamente entrañe un juicio, incluso implícito. La presencia del juicio de los dos lados es esencial a la estructura.

Si hay una ética del psicoanálisis —la pregunta se formula—, es en la medida en que de alguna manera, por mínima que sea, el análisis aporta algo que se plantea como medida de nuestra acción—o simplemente lo pretende. En una primera inspección puede surgir la idea de que nos propone como medida de nuestra acción un retorno a nuestros instintos. Este es un momento perimido ya desde hace mucho tiempo, pero quizá hay aún algunos por aquí y por allá a quienes esto puede darles miedo —incluso escuché a alguien en una sociedad filosófica, aportarme objeciones de esta especie, que me parecían desvanecidas desde hace unos cuarenta años. Pero, a decir verdad, todo el mundo esta ahora bastante reasegurado sobre este tema, a nadie se le ocurre temer una degradación de esta especie como consecuencia del análisis.

Les mostré a menudo que, si me permiten decirlo, construyendo los instintos, haciendo de ellos la ley natural de la realización de la armonía, el psicoanálisis adquiere el cariz de una coartada bastante inquietante, de una jactancia moralizante, de un bluff, cuyos peligros no podrían dejar de mostrarse demasiado. Para ustedes es un lugar común, en el que por lo tanto no me detendré más.

Para atenernos a lo que puede decirse en un primer paso, que todos saben desde hace tiempo y que es lo que hay en lo más modesto de nuestra practica, digamos que el psicoanálisis procede por un retorno a la acción. Esto por si sólo justifica que estemos en la dimensión moral. La hipótesis freudiana del inconsciente supone que la acción del hombre, ya sea ésta sana o enferma, normal o mórbida, tiene un sentido oculto al que se puede llegar. En esta dimensión, se concibe de entrada la noción de una catarsis que es purificación, decantación, aislamiento de planos.

Este no es un descubrimiento, me parece, sino la posición mínima, que felizmente me parece no esta demasiado oscurecida en la noción común que se puede tener del análisis, existe lo que sucede a nivel de lo vivido en sentido más profundo, que guía a lo vivido, al que se puede acceder y las cosas no deben ser las mismas cuando las dos capas están separadas.

Esto no va demasiado lejos, es la forma embrionaria de un antiguo gnothi seauton [conócete a ti mismo], con un acento particular evidentemente, que coincide con una forma excesivamente general de todo progreso que se puede llamar interior. Pero esto baste ya para poner en su lugar la abrupta diferencia aportada, si no por la experiencia analítica, en todo caso por el pensamiento freudiano, en la que tanto insistí este año.

¿En que consiste? Se mide con la respuesta dada a la pregunta que se hace la gente común y a la que respondemos de manera más o menos directa, una vez hecho este asunto, una vez operado ese retorno al sentido, una vez liberado el sentido profundo, es decir, simplemente separado por una catarsis en el sentido de decantación, ¿todo camina sólo? Y para poner los puntos sobre las íes ¿no hay algo más que benevolencia?

Esto nos lleva a la pregunta más vieja. Un tal Mencio, ese es el nombre que le dieron los jesuitas, nos dice que ella se juzga de la siguiente manera: la benevolencia es en el origen natural al hombre, es como una montaña cubierta de árboles. Pero, los habitantes de los alrededores comienzan a cortar los árboles. La acción benéfica de la noche trae un nuevo florecimiento de los retoños, pero a la mañana, los rebaños llegan, los devoran y, finalmente, la montaña es una superficie lisa, en la que nada brota.

Ven que el problema no data de ayer. Esa benevolencia está tan poco asegurada para nosotros por la experiencia que partimos, nosotros, de lo que se llama púdicamente la reacción terapéutica negativa y que, de un modo realzado por su generalidad literaria, llamé la ultima vez la maldición asumida, consentida, del me phy’nai de Edipo. Esto deja íntegro el problema de todo lo que se decide más allá del retorno al sentido.

Les invité este año a entrar en una experiencia mental, experimentum mentis como dice Galileo, contrariamente a lo que creen, el tenía mucho más experiencia mental que de laboratorio, y en todo caso, ciertamente no habría dado sin esto el paso decisivo. El experimentum mentis que les propuse aquí a lo largo de todo el año, está en continuidad con aquello a lo que nos incite nuestra experiencia cuando, en lugar de reducirla a un denominador común, a una común medida, en lugar de hacerla encajar en las gavetas ya establecidas, intentamos articularla en su topología, en su estructura propia. Consistió en tomar lo que llamé la perspectiva del Juicio Final, quiero decir en elegir como patrón de medida de la revisión de la ética a la que nos lleva el psicoanálisis, la relación de la acción con el deseo que la habita.

Para hacérselos entender, me apoyé en la tragedia, referencia que no es evitable, como lo prueba el hecho de que Freud, desde sus primeros pasos, debió tomarla. La ética del análisis no es una especulación que recae sobre la ordenanza, sobre la disposición, de lo que se llama el servicio de los bienes. Implica, hablando estrictamente, la dimensión que se expresa en lo que se llama la experiencia trágica de la vida.

En la dimensión trágica se inscriben las acciones y se requiere que nos ubiquemos en lo tocante a los valores. También se inscribe además en la dimensión cómica, y cuando comencé a hablarles de las formaciones del inconsciente, como saben, lo que tenia en el horizonte era lo cómico.

Digamos en una primera aproximación que la relación de la acción con el deseo que la habita en la dimensión trágica se ejerce en el sentido de un triunfo de la muerte. Les enseñé a rectificar, triunfo del ser-para-la-muerte, formulado en el me phynai de Edipo, donde figura ese me, la negación idéntica a la entrada del sujeto sobre el soporte del significante. Es el carácter fundamental de toda acción trágica.

En la dimensión cómica, en una primera aproximación, se trata si no del triunfo, al menos del juego fútil, irrisorio de la visión. Por poco que haya podido hasta el presente abordar ante ustedes lo cómico, pudieron ver que se trata también de la relación de la acción con el deseo y de su fracaso fundamental en alcanzarlo.

La dimensión cómica está creada por la presencia en su centro de un significante oculto, pero que en la comedia antigua, esta ahí en persona, el falo. Poco importa que en lo que sigue se nos lo escamotee, hay que recordar simplemente que en la comedia, lo que nos satisface, nos hace reír, nos la hace apreciar en su plena dimensión humana, no exceptuando tampoco al inconsciente, no es tanto el triunfo de la vida como su escape, el hecho de que la vida se desliza, se hurta, huye, escape a todas las barreras que se le oponen y, precisamente, a las más esenciales, las que están constituidas por la instancia del significante.

El falo no es sino un significante, el significante de esa escapada. La vida pasa, triunfa de todos modos, pase lo que pase. Cuando el héroe cómico tropieza, se ve en apuros, pues bien, el pequeño buen hombre empero todavía vive.

Lo patético de esta dimensión es, lo ven, exactamente lo opuesto, la contrapartida de lo trágico. No son incompatibles, porque lo tragicómico existe. Aquí yace la experiencia de la acción humana y, porque sabemos reconocer mejor que quienes nos precedieron la naturaleza del deseo que está en el núcleo de esta experiencia, una revisión ética es posible, un juicio ético es posible, que representa esta pregunta con su valor de Juicio Final. ¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita? Esta es una pregunta que no es fácil sostener. Pretendo que nunca fue formulaba en otra parte con esta pureza y que sólo puede serlo en el contexto analítico.

A ese polo del deseo se opone la ética tradicional, no, obviamente, en su conjunto, pues nada es nuevo y todo lo es, en la articulación humana. Esto es lo que quise que apreciasen tomando en una tragedia el ejemplo de la antítesis del héroe trágico, que, como antítesis, no deja por ello de participar de cierto carácter heroico, es Creonte. Alrededor de este soporte, les hablé del servicio de los bienes, que es la posición ética tradicional. Degradación del deseo, modestia, temperamento esa vía mediana que vemos articulada tan notablemente en Aristóteles, se trata de saber de dónde toma ella su medida y si su medida puede ser fundada.

Un examen atento muestra que su medida está siempre marcada profundamente de ambigüedad. A fin de cuentas, el orden de las cosas sobre las que pretende fundarse es el orden de un poder, un poder humano, demasiado humano. No somos nosotros quienes lo decimos, pero es claro que ni siquiera puede dar tres pasos para articularse sin dibujar la circunvalación del lugar donde, para nosotros, se desencadenan los significantes y donde, para Aristóteles, reina el capricho de los dioses, en la medida en que a ese nivel dioses y bestias se reúnen para significar el mundo de lo impensable.

¿Los dioses? Ciertamente, no se trata del primer motor, sino de los dioses de la mitología. Sabemos, en lo que a nosotros respecta, reducir ese desencadenamiento del significante, pero no por haber colocado casi enteramente nuestro juego en el Nombre-del-Padre está simplificada la cuestión. La moral de Aristóteles—examínenla en detalle, vale la pena—se funda enteramente en un orden sin duda concertado, ideal, pero que responde sin embargo a la política de su tiempo, a la estructura de la ciudad. Su moral es una moral del amo, realizada para las virtudes del amo y vinculada con un orden de los poderes. El orden de los poderes para nada debe despreciarse—no son estos comentarios anarquistas—, simplemente hay que saber su límite en el campo que se ofrece a nuestra investigación.

En lo concerniente a aquello de lo que se trata, a saber, lo que se relacióna con el deseo, con sus arreos y su desasosiego, la posición del poder, cualquiera sea, en toda circunstancia, en toda incidencia, histórica o no, siempre fue la misma.

¿Que proclama Alejandro llegando a Persépolis al igual que Hitler llegando a París? Poco importa el preámbulo—He venido a liberarlos de esto o de aquello. Lo esencial es lo siguiente: continúen trabajando. Que el trabajo no se detenga. Lo que quiere decir; Que quede bien claro que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mínimo deseo.

La moral del poder, del servicio de los bienes, es: en cuanto a los deseos, pueden ustedes esperar sentados. Que esperen.

Vale la pena recordar aquí la línea de demarcación en relación a la cual se plantea para nosotros la cuestión ética y que marca asimismo un término esencial en la articulación de la filosofía.

Kant —pues de él se trata— nos hace el mayor servicio al plantear el límite topológico que distingue el fenómeno moral, quiero decir el campo que interesa al juicio moral como tal. Oposición categórica limite, puramente ideal sin duda, pero es esencial que alguien la haya articulado un día purificándola —catarsis— de todo interés, pathologisches, lo que no quiere decir intereses vinculados con la patología mental, sino simplemente intereses humanos, sensibles, vitales. Para que se trate del campo que puede ser valorizado como propiamente ético, es necesario que por algún rodeo para nada estemos interesados en él.

Allí se dio un paso. La moral tradicional se instalaba en lo que se debía hacer en la medida de lo posible, como se dice, y como se está bien obligado a decir. Lo que hay que desenmascarar es el punto pivote por el que ella se sitúa de este modo, no es otra cosa sino lo imposible, donde reconocemos la topología de nuestro deseo. Kant nos da el franqueamiento cuando plantea que el imperativo moral no se preocupa por lo que se puede o no se puede. El testimonio de la obligación, en la medida en que ella nos impone la necesidad de una razón práctica es un tu debes incondicional. Este campo adquiere su alcance precisamente del vacío en que lo deja, al aplicarla en todo su rigor, la definición kantiana.

Ahora bien, ese lugar, podemos, nosotros analistas, reconocer que es el lugar ocupado por el deseo. La inversión que entraña nuestra experiencia pone en su lugar en el centro una medida inconmensurable, una medida infinita, que se llama el deseo. Les mostré cómo al tu debes de Kant, se sustituye fácilmente el fantasma sadiano del goce erigido en imperativo, puro fantasma seguramente, y casi irrisorio, pero que en modo alguno excluye la posibilidad de su erección en una ley universal Detengámonos aquí pare ver que queda en el horizonte. Si Kant sólo hubiese designado ese punto crucial, todo estaría bien, pero se ve también a qué lleva el horizonte de la razón práctica; al respeto y la admiración que le inspiran el cielo estrellado arriba nuestro y la ley moral adentro. Uno puede preguntarse por qué. El respeto y la admiración sugieren una relación personal. Es justamente ahí donde todo subsiste en Kant, aunque desmistificado, y donde las observaciones que le propongo en lo concerniente al fundamento que nos da la experiencia analítica, de la dimensión del sujeto en el significante, son esenciales. Permítanme ilustrárselos rápidamente.

Kant pretende encontrar la prueba renovada de la inmortalidad del alma en el hecho de que nada aquí abajo podría satisfacer las exigencias de la acción moral. En la medida en que el alma habrá quedado con ganas le es necesaria una vida más allá, con el fin de que este acuerdo inacabado pueda, en algún lado, no se sabe dónde, encontrar su resolución.

¿Que quiere decir esto? Ese respeto y esa admiración por los cielos estrellados ya eran frágiles en ese momento de la historia. ¿Subsistían aún en la época de Kant?. Y para nosotros, no nos parece más bien, al considerar ese vasto universo, que estamos en presencia de una vasta obra en construcción, de nebulosas diversas, con un rincón raro, el que habitamos, que se asemeja un poco, como siempre se lo mostró, a un reloj abandonado en un rincón. Al margen de esto, es muy simple ver si hay alguien, si le damos su sentido a lo que allí puede constituir una presencia, y el único sentido articulable con esa presencia divina es el que nos sirve como criterio del sujeto, a saber, la dimensión del significante.

Los filósofos pueden muy bien especular sobre ese ser cuyo acto y el conocimiento se confunden, la tradición religiosa no se engaña al respecto, sólo tiene derecho al reconocimiento de una o varias personas divinas lo que puede articularse en una revelación. Para nosotros, una única cosa podría hacer que los cielos estén habitados por una persona trascendente, el que nos apareciese allí su señal. ¿Que señal? No la que define la teoría de la comunicación, que se pasa el tiempo contándonos que se puede interpretar en términos de signos los rayos avisadores que se transportan a través del espacio. La distancia crea aquí espejismos porque eso nos llega desde muy lejos, se cree que son mensajes que recibimos de los astros a unos trescientos años luz, pero no son más mensajes que cuando miramos esta botella. Sería un mensaje si, a alguna explosión de estrellas que sucede a miríadas de distancia, le correspondiese algo que se inscribiese en algún lado en el Gran Libro, en otros términos, algo que hiciese, de lo que pasa, una realidad. Algunos de ustedes vieron recientemente un filme que no me gustó del todo, pero con el tiempo reveo mi impresión, pues hay buenos detalles. Es el filme de Jules Dassin, Nunca en domingo. El personaje que nos es presentado como maravillosamente ligado a la inmediatez de los sentimientos pretendidamente primitivos, en un barcito del Pireo, se pone a romperle las narices a quienes lo rodean por no haber hablado convenientemente, es decir, según sus normas morales. En otros momentos, toma una copa para marcar el exceso de su entusiasmo y de su satisfacción y la estrella contra el suelo. Cada vez que se produce uno de estos estrépitos, vemos que la caja registradora se agita frenéticamente. Encuentro esto muy bello e incluso genial. Esa caja define muy bien la estructura con la que nos las vemos.

Lo que hace que pueda haber deseo humano, que ese campo exista, es la suposición de que todo lo que sucede de real es contabilizado en algún lado.

Kant pudo reducir a su pureza la esencia del campo moral, queda en su punto central que es necesario que haya en algún lado lugar para la contabilización. El horizonte de su inmortalidad del alma no significa más que esto. No hemos estado suficientemente jorobados por el deseo en esta tierra, es necesario que una parte de la eternidad se dedique a hacer las cuentas de todo esto. En esos fantasmas sólo se proyecta la relación estructural que intente escribir en el grafo con la línea del significante. En la medida en que el sujeto se sitúa y se constituye en relación al significante se produce en él esa ruptura, esa división, esa ambivalencia, a nivel de la cual se ubica la tensión del deseo.

El filme al que recién aludí y en el cual, sólo me enteré después, actúa el director mismo, Dassin desempeña el papel del americano, nos presenta un modelo muy lindo, curioso, de algo que puede expresarse de este modo desde el punto de vista estructural. El personaje que actúa en posición satírica, ofrecido a la irrisión, Dassin señaladamente, en tanto que el americano se encuentra, en tanto que producer, en tanto que concibe el filme, en una posición más americana que aquellos a los que entrega la irrisión, a saber los americanos.

Entiéndanme bien. Está ahí pare proceder a la reeducación, incluso la salvación, de una amable joven pública, y la ironía del libretista nos lo muestra en la posición de encontrarse, en la realización de esta obra pía, a la paga del que se puede llamar aquí el Gran Amo del burdel. Se nos señala suficientemente su sentido profundo, metiéndonos ante los ojos un enorme par de anteojos negros, es aquel cuyo rostro, con razón, nadie ve nunca. Obviamente, en el momento en que la joven descubre que ese personaje que es su enemigo jurado, es quien paga los gastos de la fiesta, echa al alma bella del americano en cuestión, quien, tras haber concebido las mayores esperanzas, termina avergonzado.

Si hay en este simbolismo alguna dimensión de critica social, a saber, que detrás del burdel, si puedo decirlo, no son más que las fuerzas del orden las que se disimulan, hay sin duda cierta ingenuidad al hacernos esperar, al final del libreto, que bastaría con la supresión del burdel pare resolver la cuestión de las relaciones entre la virtud y el deseo. Perpetuamente en este filme circula esa ambigüedad verdaderamente de fines del siglo pasado, que consiste en considerar a la Antigüedad como el campo del deseo libre. Es estar todavía en la época de Pierre Louys creer que desde otra parte que desde su posición, la amable puta ateniense pueda concentrar en ella todo el ardor de los espejismos en el centro de los que se encuentra. Para decirlo todo, Dassin no tiene que confundir lo efusivo que tiene la vista de esa amable silueta, con un retorno a la moral aristotélica, cuya lección detallada felizmente no nos da aquí.

Volvamos a nuestra vía. Esto nos muestra que en el horizonte de la culpa, en la medida en que ella ocupa el campo del deseo, están las cadenas de la contabilidad permanente y esto, independientemente de cualquier articulación particular que pueda darse de ella.

Una parte del mundo está orientada resueltamente en el servicio de los bienes, rechazando todo lo que concierne a la relación del hombre con el deseo, es lo que se llama la perspectiva postrevolucionaria. La única cosa que puede decirse, es que nadie parece darse cuenta de que al formular así las cosas, no se hace más que perpetuar la tradición eterna del poder, Continúen trabajando, y en cuanto al deseo, esperen sentados. Pero poco importa. En esa tradición, el horizonte comunista no se distingue del de Creonte, del de la ciudad, del que reparte amigos y enemigos en función del bien de la ciudad, más que al suponer, lo cual en efecto no es poco, que el campo de los bienes, al servicio de los cuales debemos colocarnos, pueda englobar en cierto momento todo el universo.

En otros términos, esta operación sólo se justifica si tenemos como horizonte el Estado universal. Nada, no obstante, nos dice que en ese límite el problema se desvanezca, pues subsiste en la conciencia de quienes viven en esta perspectiva. O bien den a entender que desaparecerán los valores propiamente estatales del Estado, a saber, la organización y la policía, o bien introducir un término como el de Estado universal concreto, el cual no quiere decir otra cosa más que el suponer que las cosas cambiarán a nivel molecular, a nivel de la relación que constituye la posición del hombre ante los bienes, en la medida en que, hasta el presente, su deseo no está en ellos.

Suceda lo que suceda desde esta perspectiva, nada cambió estructuralmente. Su signo es que, aunque la presencia divina de modo ortodoxo esté ausente allí, la contabilidad ciertamente no lo está y que a ese inexhaustible que necesita para Kant la inmortalidad del alma, se le sustituye la noción lisa y llanamente articulada como tal, de culpa objetiva. Desde el punto de vista estructural, en todo caso, nada está resuelto.

Pienso haber realizado ahora suficientemente el recorrido de la oposición del centro deseante con el servicio de los bienes. Lleguemos entonces al meollo del tema.

Avanzo ante ustedes estas proposiciones a título experimental. Formulémoslas a modo de paradojas. Veamos que producir en los oídos de los analistas.

Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo.

Esta proposición, aceptable o no en tal o cual ética, expresa bastante bien lo que constatamos en nuestra experiencia. En ultimo término, aquello de lo cual el sujeto se siente efectivamente culpable cuando tiene culpa, de modo aceptable o no para el director de conciencia, es siempre, en su raíz, de haber cedido en su deseo.

Avancemos más. A menudo, cedió en su deseo por el buen motivo e incluso por el mejor. Tampoco esto es para asombrarnos. Desde que la culpa existe, se pudo percibir desde hace mucho que la cuestión del buen motivo, de la buena intención, por constituir ciertas zonas de la experiencia histórica, por haber sido promovida a un primer plano de las discusiones de teología moral, digamos, en la época de Abelardo, no por ello dejó a la gente demasiado contenta. Siempre, en el horizonte, se reproduce la misma cuestión. Y por eso precisamente los cristianos de la más común observancia nunca están muy tranquilos. Pues, si hay que hacer las cosas por el bien, en la práctica lisa y llanamente uno tiene que preguntarse por el bien de quien. A partir de aquí las cosas no caminan solas.

Hacer las cosas en nombre del bien y, más aún, en nombre del bien del otro, esto es lo que esta muy lejos de ponernos al abrigo, no sólo de la culpa, sino de toda suerte de catástrofes interiores. En particular, esto no nos pone ciertamente al abrigo de la neurosis y sus consecuencias. Si el análisis tiene un sentido, el deseo no es más que lo que sostiene el tema inconsciente, la articulación propia de lo que nos hace arraigarnos en un destino particular, el cual exige con insistencia que la deuda sea pagada y vuelve, retorna, nos remite siempre a cierto surco, al surco de lo que es propiamente nuestro asunto.

Opuse la ultima vez el héroe al hombre común y alguien se ofendió por ello. No los distingo como dos especies humanas, en cada uno de nosotros, existe la vía trazada pare un héroe y justamente la realiza como hombre común.

Los campos que les tracé la última vez, el circulo interno que llamé con el nombre de ser-para-la-muerte, en el medio de los deseos, la renuncia a la entrada del círculo externo, no se oponen al triple campo del odio, de la culpa y del temor como a lo que aquí sería el hombre común y aquí el héroe. Para nada es así. Esa forma general esta lisa y llanamente trazada por la estructura en y para el hombre común y es, precisamente, en la medida en que el héroe se guía en ella correctamente, pasa por todas las pasiones en las que se enreda el hombre común, con una salvedad, que en él, ellas son puras y que se sostiene en ellas enteramente.

Alguien bautizó aquí la topología que les dibujé este año, con una expresión bastante feliz aunque no carente de una nota humorística, la zona de el-entre-dos-muertes. Vuestras vacaciones os permitirán decir si su rigor os parece efectivamente eficaz. Les ruego que retornemos a ella. Volverán a ver en Sófocles la danza de la que se trata entre Creonte y Antígona. Es claro que el héroe, en la medida en que su presencia en esa zona indica que algo esta definido y liberado, arrastra a ella a su pareja. Al final de Antígona, Creonte habla entonces lisa y llanamente de sí mismo como de un muerto entre los vivos, en la medida en que perdió todos sus bienes en ese asunto. A través del acto trágico el héroe libera a su adversario mismo.

No cabe limitar la exploración de ese campo tan sólo a Antígona. Tomen Filoctetes, aprenderán en ella muchas otras dimensiones, a saber, que un héroe no tiene necesidad de ser heroico pare ser un héroe. Filoctetes es un pobre tipo. Partió lleno de ardor, entusiasmado, a morir por la patria en las orillas de Troya y ni siquiera lo quisieron pare eso. Lo abandonaron en una isla porque olía demasiado mal. Pasó diez años consumiéndose de odio, y se deja embaucar como un bebé por el primer tipo que viene a buscarlo, Neoptólemo, un amable joven, y a fin de cuentas, irá sin embargo a las orillas de Troya, porque Hércules, deus ex machina, aparece para proponerle la solución de todos sus males. Ese deus ex machina no es poca cosa, pero todos saben desde hace mucho tiempo que sólo sirve de marco y de límite de la tragedia, que no debemos tenerlo más en cuenta que a los sostenes que circunscriben lo que sostiene el lugar de la escena.

¿Que trace que Filoctetes sea un héroe? Nada más que lo siguiente: que adhiere encarnizadamente a su odio hasta el final, hasta que aparece el deus ex machina que esta ahí como el telón. Esto nos descubre no sólo que es traicionado y que esta desengañado acerca del hecho de que es traicionado, sino también que es impunemente traicionado. Esto nos es subrayado en la pieza por el hecho de que Neoptólemo, lleno de remordimientos por haber traicionado al héroe, en lo que se muestra como un alma noble, viene a hacer una amenda honorable y le devuelve ese arco que desempeña un papel tan esencial en la dimensión trágica de la pieza, en la medida en que esta ahí como un sujeto del que se habla, al que uno se dirige. Es esta una dimensión del héroe y con razón.

Lo que llamo ceder en su deseo se acompaña siempre en el destino del sujeto, lo observarán en cada caso, noten su dimensión, de alguna traición. O el sujeto traiciona su vía, se traiciona a sí mismo y el lo aprecia de este modo. O, más sencillamente, tolera que alguien con quien se consagró más o menos a algo haya traicionado su expectativa, no haya hecho respecto a él lo que entrañaba el pacto, el pacto cualquiera sea éste, fasto o nefasto, precario, a corto plazo, aún de revuelta, aún de fuga, poco importa.

Algo se juega alrededor de la traición cuando se la tolera, cuando, impulsado por la idea del bien, entiendo del bien de quien ha traicionado en ese momento, se cede al punto de reducir sus propias pretensiones y decirse: pues bien, ya que es así renunciemos a nuestra perspectiva, ninguno de los dos, pero sin duda tampoco yo, vale mas, volvamos a entrar en la vía ordinaria. Ahí, pueden estar seguros de que se encuentra la estructura que se llama ceder en su deseo.

Franqueado ese límite en el que les ligué en un único término el desprecio del otro y de sí mismo, ya no hay retorno. Puede tratarse de reparar, pero no de deshacer. ¿No es este un hecho de experiencia que nos muestra que el psicoanálisis es capaz de proporcionamos una brújula eficaz en el campo de la dirección ética?

Les articulé pues tres proposiciones.

La única cosa de la que se puede ser culpable es de haber cedido en su deseo.

Segundo, la definición del héroe, aquel que puede ser impunemente traicionado.

Tercero, esto no esta al alcance de todo el mundo y es la diferencia entre el hombre común y el héroe, más misteriosa pues de lo que se cree. Para el hombre común, la traición, que se produce casi siempre, tiene como efecto el arrojarlo definitivamente al servicio de los bienes, pero con la condición de que nunca volverá a encontrar lo que lo orienta verdaderamente en ese servicio.

Finalmente, el campo de los bienes, naturalmente eso existe, no se trata de negarlos, pero invirtiendo la perspectiva les propongo lo siguiente, cuarta proposición. No hay otro bien más que el que puede servir pare pagar el precio del acceso al deseo, en la medida en que el deseo lo hemos definido en otro lado como la metonimia de nuestro ser. El arroyuelo donde se sitúa el deseo no es solamente la modulación de la cadena significante, sino lo que corre por debajo de ella, que es hablando estrictamente lo que somos y también lo que no somos, nuestro ser y nuestro no-ser, lo que en el acto es significado, pasa de un significante a otro en la cadena, bajo todas las significaciónes.

Les expliqué la última vez en la metonimia del comer el libro que tomé sin duda por inspiración, pero que al examinarla más de cerca verán que es la metonimia más extrema, lo cual no nos asombra por parte de san Juan, aquel que colocó el Verbo al comienzo. De todos modos es una idea de escritor, era uno como hay pocos, pero, en fin, comer el libro confronta lo que Freud imprudentemente nos dijo no es susceptible de sustitución y de desplazamiento, a saber, el hambre, con algo que más bien no está hecho para que se lo coma, es decir, un libro. Comer el libro, justo ahí palpamos que quiere decir Freud cuando habla de la sublimación como de un cambio, no de objeto, sino de meta. Esto no se ve de inmediato.

El hambre de la que se trata, el hambre sublimada, cae en el intervalo entre ambos, porque no es el libro lo que nos llena el estómago. Cuando comí el libro, no devine sin embargo el libro, como tampoco devino carne el libro. El libro me deviene si me permiten decirlo. Pero para que esta operación pueda producirse, y ella se produce todos los días, hace falta que yo pague algo. La diferencia, Freud la pesa en un rincón de El malestar en la cultura. Sublimen todo lo que quieran, hay que pagarlo con algo. Ese algo se llama el goce. Esa operación mística la pago con una libra de carne.

Este es el objeto, el bien, que se pague por la satisfacción del deseo. Y aquí es adonde quería traerlos pare iluminar un poquito algo que es esencial y que no se ve suficientemente.

Aquí, en efecto, reside la operación religiosa, siempre tan interesante para ubicarnos. Lo que del bien es sacrificado por el deseo, y observarán que esto quiere decir lo mismo que lo que del deseo es perdido por el bien, esa libra de carne, es justamente lo que la religión transforma en su oficio y se dedica a recuperar. Es el único rasgo común a todas las religiones, se extiende a toda la religión, a todo el sentido religioso.

No lo puedo desarrollar aquí más ampliamente, pero voy a darles dos aplicaciones tan expresivas como someras. Lo que es la carne ofrecida a Dios en el altar en el oficio religioso, el sacrificio animal u otro, se la manda la gente de la comunidad religiosa y, en general, el sacerdote muy simplemente, quiero decir que se la comen. Forma ejemplar, pero es igualmente tan verdadera a nivel del santo, cuya mira es efectivamente el acceso al deseo sublime, para nada forzosamente su deseo, pues el santo vive y paga por los otros. Lo esencial de su santidad consiste en lo siguiente, que consume el precio pagado bajo la forma del sufrimiento en dos puntos extremos, el punto clásico de las peores ironías realizadas sobre la mistificación religiosa, como la francachela de los sacerdotes detrás del altar y, asimismo, la ultima frontera del heroísmo religioso. Encontramos ahí el mismo proceso de recuperación.

En esto la gran obra religiosa se distingue de aquello de lo que se trata en una catarsis de naturaleza ética que reúne cosas en apariencia tan ajenas como el psicoanálisis y el espectáculo trágico de los griegos. Si encontramos ahí nuestro módulo, esto no deja de tener su razón. Catarsis tiene el sentido de purificación del deseo. Esa purificación sólo puede lograrse, como es claro simplemente al leer la frase de Aristóteles, en la medida en que se ha situado al menos el franqueamiento de sus limites, que se llaman el temor y la compasión.

En la medida en que el epos trágico no deja ignorar al espectador donde esta el polo del deseo, muestra que el acceso al deseo necesita franquear no sólo todo temor, sino toda compasión, que la voz del héroe no tiemble ante nada y muy especialmente ante el bien del otro; en la medida en que todo esto es experimentado en el desarrollo temporal de la historia, el sujeto sabe un poquito más que antes sobre lo más profundo de él mismo.

Eso dura lo que dura, para quien va al Teatro Francés o al Teatro de Atenas. Pero, en fin, si las fórmulas de Aristóteles significan algo, es esto. Se sabe que cuesta avanzar en cierta dirección y, Dios mío, si uno va en ella, se sabe por que. Se puede incluso presentir que si no se tienen totalmente claras las cuentas con su deseo, es porque no se pudo hacer nada mejor, pues no es una vía en la que se pueda avanzar sin pagar nada.

El espectador es desengañado acerca de lo siguiente, que incluso pare quien avanza hasta el extremo de su deseo, todo no es rosa. Pero es igualmente desengañado. y es lo esencial, sobre el valor de la prudencia que se opone a él, sobre el valor totalmente relativo de las razones benéficas, de las ligazones, de los intereses patológicos, como dice el Sr. Kant, que pueden retenerlo en esa vía arriesgada.

Les doy así, de la tragedia y de su efecto, una interpretación casi prosaica, y cualquiera sea la vivacidad de sus aristas, no estoy encantado por reducirla a un nivel que podría hacerles creer que lo que me parece esencial de la catarsis es pacificante. Puede no ser pacificante para todo el mundo. Pero es la manera más directa de conciliar lo que algunos percibieron como la faz moralizadora de la tragedia y el hecho de que la lección de la tragedia, en su esencia, no es para nada moral en el sentido común de la palabra.

Obviamente, toda catarsis no se reduce a algo, diría, tan exterior como una demostración topología. Cuando se trata de las practicas de aquello que los griegos llaman mainomenoi, aquellos que se vuelven locos en el trance, en la experiencia religiosa, en la pasión o todo lo que quieran, el valor de la catarsis supone que el sujeto entre, de manera más o menos dirigida o más o menos salvaje, en la zona aquí descripta y su retorno entraña adquisiciones que se llamarán posesión, saben que Platón no vacila en tomarla en cuenta en los procedimientos catárticos, o como se quiera.

Hay ahí toda una gama, un abanico de posibilidades, cuyo catálogo demandaría un largo año.

Lo importante es saber dónde se ubica esto en el campo, ese mismo campo cuyos límites les marqué.

Una palabra de conclusión.

El campo que es el nuestro en la medida en que lo exploramos resulta ser de algún modo el objeto de una ciencia. La ciencia del deseo, me dirán ustedes, ¿entrará en el marco de las ciencias humanas?

Antes de dejarlos este año, quisiera tomar posición al respecto de una buena vez. No concibo que al paso con que se prepara ese marco, que será cuidado, se los aseguro, pueda constituir otra cosa más que un desconocimiento sistemático y de principio de todo lo que se trata en el asunto, a saber, de aquello de lo que aquí les hablo. Los programas que se diseñan como debiendo ser los de las ciencias humanas no tienen a mi parecer otra función más que la de ser una rama, sin duda ventajosa aunque accesoria, del servicio de los bienes, en otros términos, de los poderes más o menos inestables. Esto entraña, en todos los casos, un desconocimiento no menos sistemático de todos los fenómenos de violencia que muestran que la vía del advenimiento de los bienes en el mundo no anda sobre ruedas.

En otros términos, según la fórmula de uno de los raros hombres políticos que haya funcionado a la cabeza de Francia, nombré a Mazarino, la política es la política, pero el amor sigue siendo el amor.

En lo tocante a lo que puede situarse como ciencia en ese lugar que designo como el del deseo ¿que puede ser ella? Pues bien, no tienen que buscar demasiado lejos. Lo que en realidad como ciencia ocupa actualmente el lugar del deseo, es muy simplemente lo que se llama por lo común la ciencia, la que por ahora ven cabalgar tan alegremente y realizar toda suerte de conquistas denominadas físicas.

Creo que a lo largo de este período histórico, el deseo del hombre largamente sondeado, anestesiado, adormecido por los moralistas, domesticado por los educadores, traicionado por las academias, se refugió, se reprimió muy sencillamente, en la pasión más sutil y también la más ciega, como nos lo muestra la historia de Edipo, la pasión del saber. Es ella quien esta marcando un paso que aún no ha dicho su ultima palabra.

Uno de los rasgos más entretenidos de la historia de las ciencias es la propaganda que los científicos y los alquimistas hicieron ante los poderes, en la época en que comenzaban a volar un poco, diciéndoles— Dennos dinero, ustedes no se dan cuenta, si nos dan un poco de dinero, cuantas máquinas, cuántas cosas y máquinas pondríamos a vuestro servicio. ¿Cómo pudieron los poderes dejarse agarrar? La respuesta a este problema debe buscarse del lado del desmoronamiento de la sabiduría. Es un hecho que se dejaron agarrar, que la ciencia obtuvo créditos, gracias a los cuales tenemos actualmente esta venganza encima. Cosa fascinante, pero que para quienes están en el punto más avanzado de la ciencia no deja de acompañarse de la viva conciencia de que están al pie del muro del odio. Ellos mismos están sumergidos por el fluir más vacilante de una pesada culpabilidad. Pero esto no tiene ninguna importancia, porque, a decir verdad, esta aventura no es algo que los remordimientos del Sr. Oppenheimer pueda detener de un día para el otro. De todos modos, para el porvenir, ahí yace el secreto del problema del deseo.

La organización universal tiene que enfrentar el problema de saber que haré con esa ciencia en la que se despliega manifiestamente algo cuya naturaleza le escapé. La ciencia, que ocupa el lugar del deseo, sólo puede ser una ciencia del deseo bajo la forma de un formidable punto de interrogación, y esto sin duda no deja de tener un motivo estructural. En otros términos, la ciencia es animada por algún misterioso deseo, pero ella, al igual que el inconsciente, tampoco sabe que quiere decir ese deseo. El porvenir nos lo revelará y quizá del lado de aquellos que, por la gracia de Dios, comieron más recientemente el libro, quiero decir aquellos que no vacilaron en escribir con sus esfuerzos, incluso con su sangre, el libro de la ciencia occidental, no por ello deja de ser un libro comestible.

Les hablé recién de Mencio. Después de haber realizado estos comentarios que se equivocarían si creen optimistas acerca de la bondad del hombre, explica muy bien cómo sucede que aquello sobre lo que se es más ignorante es sobre las leyes en tanto que ellas vienen del cielo, las mismas leyes que las de Antígona. Su demostración es absolutamente rigurosa, pero es demasiado tarde para que se las diga aquí. Las leyes del cielo en cuestión son efectivamente las leyes del deseo.

Acerca de aquel que comió el libro y el misterio que sostiene, se puede en efecto hacer la pregunta, ¿es bueno, es malvado? Esta pregunta aparece ahora sin importancia. Lo importante no es saber si en el origen el hombre es bueno o malo, lo importante es saber que dará el libro cuando haya sido totalmente comido.

Final del Seminario 7.