Seminario 8: Clase 12, Le transfert au présent, 1 de Marzo de 1961

Como pienso que para la mayoría de ustedes la cosa está aún en vuestra memoria, hemos llegado pues al final del comentario del Banquete, o sea del diálogo de Platón, el que, si no se los expliqué, por lo menos se los indiqué varias veces, históricamente se encuentra en el inicio de más de lo que se puede llamar una explicación, en nuestra era cultural, del amor; en el inicio de lo que se puede llamar un desarrollo de esta manera, que finalmente es la más profunda, la más radical, la más misteriosa de las relaciones entre los sujetos.

En el horizonte de lo que busqué como comentario ante ustedes, estaba todo el desarrollo en la filosofía antigua —lo saben, no es simplemente una posición especulativa: zonas enteras de la sociedad han sido orientabas en su acción práctica por la especulación resultante de Sócrates. Es importante ver que no es para nada de una manera artificial, ficticia, que quizás un Hegel haya hecho de posiciones como las posiciones estoicas, epicúreas, los antecedentes del cristianismo.

Efectivamente, estas posiciones fueron vividas por un gran conjunto de sujetos como algo que guió sus vidas de una manera que podemos decir, ha sido efectivamente equivalente, antecedente, preparatoria en relación a lo que más adelante les aportó la posición cristiana. Darse cuenta que el propio texto del Banquete continuo marcando profundamente algo que también en la posición del cristianismo traspasa la especulación, ya que no se puede decir que las posiciones teológicas fundamentales enseñadas por el cristianismo no hayan tenido resonancia, que no hayan influido profundamente en la problemática de cada uno, y notoriamente de aquellos que en este desarrollo histórico resultaron hacer punta por la posición de ejemplo que asumieron en diferentes aspectos, fuera por sus propósitos, fuera por su acción directiva de lo que se llama la santidad; esto evidentemente sólo pudo indicarse de lejos, y para decirlo todo, nos basta.

Nos basta, pues si fuera de este inicio que nosotros hubiésemos querido activar lo que tenemos para decir, lo habríamos tomado en un nivel ulterior. Es justamente en la medida en que este punto inicial que es el Banquete puede ocultar en él algo completamente radical en este resorte del amor cuyo título lleva, y que indica como siendo su propósito; es por eso que hemos hecho este comentario del Banquete.

Lo hemos concluido la última vez mostrando que algo, que no creo exagerar al decir que fue descuidado hasta ahora por todos los comentaristas del Banquete, y que en este sentido nuestro comentario, en la continuación de la historia del desarrollo de las indicaciones de las virtualidades que hay en este diálogo, marcan un hito, en tanto hemos creído ver en el escenario mismo de lo que ocurre entre Alcibíades y Sócrates, la última palabra de lo que Platón quiere decirnos concerniente a la naturaleza del amor; es indudable que esto supone que Platón deliberadamente, en la presentación de lo que se puede llamar su pensamiento, cuidó el lugar del enigma, en otros términos, que su pensamiento no está enteramente patente, librado, desarrollado en este diálogo.

Pero creo que esto, no hay nada excesivo en pedirles que lo admitan por la simple razón que en la opinión de todos los comentaristas antiguos de Platón, y muy especialmente los modernos —el caso no es único—, un examen atento de los diálogos muestra muy evidentemente que en este diálogo hay un elemento esotérico y un elemento cerrado. Y que los modos más singulares de este cierre, inclusive las trampas más carácterizadas que llegan hasta el señuelo, a la dificultad producida como tal, de modo que no entiendan los que no tienen que entender —y es verdaderamente estructurante, fundamental en todo lo que nos fue dejado de las exposiciones de Platón.

Evidentemente, admitir una cosa semejante es admitir también lo escabroso que para nosotros puede ser el adelantarnos, el ir más lejos, el intentar penetrar, adivinar en su último resorte qué es lo que Platón nos indica.

Parece que sobre esta temática del amor a la cual nos hemos limitado, tal como se desarrolla en el Banquete, a nosotros, analistas, nos es difícil no reconocer el puente, la mano que nos es tendida en esta articulación del último escenario de la escena del Banquete, a saber, lo que ocurre entre Alcibíades y Sócrates.

Esto se los he articulado y hecho sentir en dos tiempos, mostrándoles la importancia que tenía en la declaración de Alcibíades, mostrándoles lo que nosotros no podemos sino reconocer en lo que Alcibíades articula alrededor del tema del agalma, del tema del objeto escondido en el interior del sujeto Sócrates. Y he mostrado que es muy difícil que no tomemos en serio esto que, en la forma, en la articulación en que nos es  presentado, no se trata allí de formulaciones metafóricas, bellas imagenes para decir en líneas generales que espera mucho de Sócrates; que ahí se revela una estructura en la. cual podemos volver a encontrar aquello que nosotros somos, capaces de articular como totalmente fundamental en lo que llamaría la posición del deseo.

Aquí evidentemente —y me disculpo ante los que aquí son recién llegados— puedo suponer conocidas para mi auditorio en su carácterística general, las elaboraciones que he dado de esta posición del sujeto, las que están indicadas en este resumen topológico constituído por lo que llamemos aquí convencionalmente el grafo, siempre que la forma general sea dada por el splitting, por el desdoblamiento radical de las dos cadenas significantes donde se constituye el sujeto, siempre que admitamos  como demostrado que ese desdoblamiento de sí mismo, necesario para la relación lógica inicial, inaugural,  del sujeto al significante como tal, por la existencia de una cadena significante inconsciente, proviene de la única posición del término del sujeto como siendo de terminado —como sujeto— por el hecho que es el soporte del significante.

Sin duda, para tranquilizar a aquéllos para quienes esta no es más que una afirmación, una proposición aún no demostrada, tendremos que volver a esto. Pero tenemos que anunciar esta mañana que esto fue articulado anteriormente aquí.

Que el deseo como tal se presenta en una posición que es, en relación a la cadena significante inconsciente, como constitutiva del sujeto que habla, en la posición de lo que sólo se puede concebir sobre la base de la metonimia, determinada por la existencia de la cadena significante porque algo, este fenómeno que se produce en el soporte del sujeto de la cadena significante que se llama metonimia, y que quiere decir que, por el hecho que el sujeto sufre la marca de la cadena significante, algo es posible, algo que es radicalmente instituído en él que llamamos metonimia, y que no es otra cosa que la posibilidad del deslizamiento indefinido, de los significantes bajo la continuidad de la cadena  significante.

Todo lo que se encuentra  una vez asociado por la cadena significante, el elemento circunstancial con el elemento de actividad y con el elemento del más allá del término sobre el cual esta actividad desemboca, todo esto está en situación de encontrarse en condiciones apropiadas de poder ser tomado como equivalentes los unos de los otros, pudiendo tomar un elemento circunstancial el valor representativo de lo que es el término de la enunciación subjetiva del objeto hacia el cual se dirige, o también de la acción misma del sujeto.

Es en la medida en que algo se presenta como revalorizando el modo de deslizamiento infinito, el elemento disolutivo que trae por sí mismo la fragmentación significante en el sujeto, que algo toma valor de objeto privilegiado V que detiene este deslizamiento infinito, es en esta medida que un objeto a toma en relación al sujeto este valor esencial que constituye el fantasma fundamental donde e! sujeto se reconoce él mismo como detenido, lo que llamemos para recordarles nociones más familiares, fijado, en análisis, en relación al objeto, en esta función privilegiada, y que llamamos a.

Es pues en la medida en que el sujeto se identifica al fantasma fundamental, que el deseo como tal toma consistencia y puede ser designado; que también el deseo del que se trata para nosotros es arraigado por su posición misma en la (… falta en el original), es decir también, para usar nuestra terminología, que él se plantea en el sujeto como deseo del otro A- siendo definido para nosotros como el lugar de la palabra, ese lugar siempre evocado a partir de que hay palabra, este tercer lugar que existe siempre en las relaciones con el otro a, a partir de que hay articulación significante. Ese A no es un otro absoluto, un otro que sería el otro de lo que llamemos en nuestra verbigeración moral el otro respetado en tanto que sujeto, en tanto que es moralmente nuestro igual. No, este otro, tal como les enseño aquí a articularlo, a la vez necesitado y necesario como lugar, pero al mismo tiempo perpetuamente sometido a la pregunta de lo que lo garantiza a él mismo, es un otro perpetuamente evanescente, y es por este hecho mismo, que nos pone a nosotros mismos en una posición perpetuamente evanescente.

Ahora bien, es a la pregunta formulada al Otro sobre lo que puede darnos, sobre lo que tiene que respondernos, es a esta pregunta que se enlaza el amor como tal. No es que el amor sea idéntico a cada una de las demandas con las que lo asaltamos, sino que el amor se sitúa en el más allá de esta demanda en tanto que el Otro puede o no contestarnos como última presencia.

Y toda la cuestión consiste en advertir la relación que liga a ese Otro al cual está dirigida la demanda de amor, con la aparición de este término del deseo en tanto que no es absolutamente ese otro, nuestro igual, ese otro al cual aspiramos, ese Otro del amor, sino que es algo que, en relación a eso, representa hablando, con propiedad, una caducidad. Quiero decir, algo que es de la naturaleza del objeto.

De lo que se trata en el deseo, es de un objeto, no de un sujeto, y es justamente aquí que yace lo que se puede llamar ese mandamiento espantoso del dios del amor, que consiste justamente en hacer del objeto que él nos designa, algo que en primer lugar es un objeto, y ante el cual en segundo lugar desfallecemos, vacilamos, desaparecemos como sujeto. Pues esta caducidad , esta depreciación de la que se trata, somos nosotros como sujetos los que la cargamos. Y lo que ocurre al objeto es justamente lo contrario, es decir (para hacerme entender empleo términos que no son los más adecuados, pero qué importa, se trata de que pase, y de hacerme entender bien), este objeto está sobrevalorado, y es en tanto que está sobrevalorado que tiene esta función de salvar nuestra dignidad de sujetos. Es decir, hacer de nosotros otra cosa que estos sujetos sometidos al deslizamiento infinito del significante, hacer de nosotros, otra cosa que los sujetos de la palabra ese algo único, inapreciable, insustituible, a fin de cuentas, que es el verdadero punto donde podemos designar lo que llamé la dignidad del sujeto.

El equívoco, si quieren, que hay en el término individualidad, no consiste en que seamos algo único como cuerpo que es éste y no otro. La individualidad consiste enteramente en esta relación privilegiada en la que culminamos como sujeto en el deseo.

Aquí no hago más que traer una vez más ese carrusel de verdad, en el cual giramos desde el origen de este seminario. Se trata este año, con la transferencia, de mostrar cuáles son sus consecuencias en lo más íntimo de nuestra práctica.

¿Cómo puede ser que lleguemos a ella, a esta transferencia, tan tarde? me dirán entonces. Seguro. Es que lo propio de las verdades es nunca mostrarse por entero. Para decirlo todo, que las verdades son sólidos de una opacidad bastante pérfida. Parece que ni tienen esta propiedad que podemos percibir en los sólidos, de ser transparentes, y de mostrarnos a la vez sus aristas anteriores y posteriores. Hay que dar una vuelta alrededor de ellas, incluso un pase mágico.

Entonces, para la transferencia tal como la abordamos este año, han visto a través de qué encanto conseguí llevarlos durante un cierto tiempo, haciéndolos ocuparse conmigo del amor; debieron sin embargo darse cuenta que lo abordaba por un sesgo, una pendiente que no sólo es el sesgo, la pendiente clásica, sino que además no es aquélla por la cual hasta ahora había abordado ante ustedes esta cuestión de la transferencia.

Quiero decir que hasta ahora siempre reservé lo que adelanté sobre este tema, diciéndoles que había que desconfiar terriblemente de lo que es la apariencia, el fenómeno habitualmente más connotado bajo los términos, por ejemplo, de transferencia positiva o negativa, del orden de la colección, de los términos con los cuales no solamente un público más o menos informado, sino incluso nosotros mismos, en ese discurso cotidiano, connotamos la transferencia.

Siempre les recordé que hay que partir del hecho que la transferencia, en último término, es el automatismo de repetición. Ahora bien, es claro que si desde el comienzo del año lo único que hago es hacerles seguir los detalles, el movimiento del Banquete de Platón, del amor, sólo se trata del amor, es evidentemente para introducirlos en la transferencia por otra punta. Se trata, pues, primeramente de unir estas dos vías.

Es tan legítima esta distinción, que se leen cosas muy singulares en los autores, y que justamente a falta de líneas, guías, que son aquellas que aquí les proveo, llegamos a cosas completamente sorprendentes, y no me molestaría que alguien un poco rápido nos hiciera aquí un breve resumen para que podamos discutirlo, y verdaderamente lo deseo por razones totalmente locales, precisas en este desvío de nuestro seminario de este año, sobre las cuales no quiero extenderme, y sobre las cuales volveré…

Es ciertamente necesario que alguno pueda hacer la mediación entre esta asamblea bastante heterogénea que ustedes componen y lo que yo estoy intentando articular ante ustedes, pueda hacer mediación, en tanto que es evidentemente muy difícil que sin esta mediación avance bastante lejos en un propósito que pondrá nada menos que totalmente en la punta lo que articulamos este año, la función como tal del deseo, no sólo en el analizado, sino esencialmente en el analista.

Uno se pregunta para quién comporta más riesgos, para aquellos que saben algo de eso, por algún motivo, o para aquellos que aún no pueden saber nada de eso.

Sea como fuere, debe haber sin embargo una manera de abordar este tema ante un auditorio suficientemente preparado, aunque no tenga la experiencia del análisis.

Habiendo dicho esto, un artículo de 1951 de Herman Nunberg, que se llama Transference of Reality, Transferencia de la Realidad, que es algo totalmente ejemplar, como por otro lado todo lo que fue escrito sobre la transferencia, dificultades, escamoteos que se producen a falta de un abordaje suficientemente esclarecido, suficientemente señalado, suficientemente metódico del fenómeno de la transferencia, pues no es muy difícil encontrar en este corto artículo que tiene exactamente nueve páginas, que el autor llega incluso a distinguir como esencialmente diferentes, la transferencia y el automatismo de repetición; son, dice, dos cosas diferentes.

Es ir lejos. Y ciertamente no es lo que yo les digo. Le pediré pues a alguien, hacer para la próxima vez un informe en diez minutos de lo que le parezca discordante en la estructura del enunciado de este artículo, y de la manera en que se puede corregir.

Por el momento, marquemos bien de qué se trata. En el origen, la transferencia es descubierta por Freud como un proceso, lo subrayo, espontáneo. Una presencia espontánea bastante inquietante por cierto, como que estamos en la historia al comienzo de la aparición de este fenómeno, si no tenemos en cuenta la primera investigación analítica de uno de los pioneros más eminentes, Breuer. Y, muy rápidamente, es señalada, ligada a lo más esencial de esta presencia del pasado en tanto que es descubierta por el análisis. Estos términos son todos muy pesados. Les ruego que registren lo que acentúo para fijar los puntos principales de la dialéctica de la cual se trata.

Muy rápidamente, también se admite al principio a título tentativo, confirmado luego por la experiencia, que este fenómeno, en tanto que ligado a lo más esencial de la presencia del pasado descubierta por el análisis, es manejable por la interpretación.

La interpretación ya existe en ese momento, en tanto se ha manifestado como uno de los resortes necesarios para la realización, para el cumplimiento de la rememoración en el sujeto. Uno percibe que hay algo diferente de esta tendencia a la rememoración. No se sabe aún bien qué. De todas maneras, es igual. Y a esta transferencia se la admite enseguida como manejable por la interpretación: por lo tanto, si quieren, permeable a la acción de la palabra. Lo cual inmediatamente introduce la cuestión que permanecerá, que aún permanece abierta para nosotros, que es ésta: ese fenómeno de la transferencia está él mismo colocado en posición de sostén de esta acción de la palabra; al mismo tiempo que se descubre la transferencia, se descubre que si la palabra tiene el alcance que tuvo hasta allí, antes que uno lo perciba, es porque allí hay transferencia.

De manera que hasta el presente, en último término, y el tema fue largamente tratado y vuelto a tratar por los autores más calificados del análisis —señalo muy particularmente el artículo de Jones en sus Papers on Psychoanalysis, «La función de la Sugestión», pero los hay innumerables—; la pregunta permaneció siempre, que en el estado actual nada puede reducir esto, que la transferencia, por más interpretada que sea, guarda en sí misma una especie de límite irreductible.

Esto es, que en las condiciones centrales, normales del análisis, en las neurosis, será interpretada sobre la base y con el instrumento de la transferencia misma. Que sólo se podrá hacer en un determinado momento; es desde la posición que le da la transferencia que el analista analiza, interpreta e interviene en la transferencia misma. Un margen de sugestión, para decirlo todo, irreductible, queda afuera como un elemento siempre sospechoso, no de lo que ocurre afuera —no se puede saber—, sino de lo que la teoría es capaz de producir.

De hecho, como se dice, no son estas dificultades las que impiden avanzar. Pero de todas maneras hay que fijar los límites, la aporía teórica, y quizás esto nos introduzca a una cierta posibilidad de pasar ulteriormente del otro lado.

Observemos sin embargo de lo que se trata. Quiero decir concerniente a lo que pasa. Y tal vez podremos, desde un inicio darnos cuenta por qué vías se puede pasar del otro lado.

La presencia del pasado, pues, tal es la realidad de la transferencia .¿No habrá desde un inicio algo que se imponga, que nos permita formularla de una forma más completa? Es una presencia, un poco más que una presencia; es una presencia en acto y, como los términos alemánes y franceses lo indican, una reproducción.

Quiero decir que lo que no está suficientemente articulado, puesto en evidencia en lo que se dice ordinariamente, es en qué se distingue esta reproducción de una simple pasivación del sujeto. Si es una reproducción, si es algo en acto, hay en la manifestación de la transferencia algo creador. Este elemento me parece totalmente esencial que sea articulado. Y como siempre, que yo lo valorice, no significa que esta marcación no sea ya detectable de una manera más o menos obscura, en lo que ya articularon otros autores.

Pues si se remiten al memorable informe de Daniel Lagache, verán que es esto lo que hace el nervio, la punta de esta distinción que él ha introducido y que, a mi modo de ver, permanece un poco vacilante y turbia al no tener esta última punta, la distinción que él introdujo de la oposición, alrededor de la cual quiso hacer girar su distinción de la transferencia, entre repetición de la necesidad y necesidad de repetición.

Pues, por didáctica que sea esta oposición, que en realidad no está incluida, ni por un sólo instante está verdaderamente en cuestión en lo que experimentamos de la transferencia, no hay duda que se trata de la necesidad de repetición, no podemos formular los fenómenos de la transferencia más que bajo esta forma enigmática: por qué debe el sujeto repetir a perpetuidad esta significación: en el sentido positivo del término, lo que él nos significa a través de su conducta. Llamar a esto necesidad es ya desviar en un cierto sentido aquélla de lo que se trata, y a este respecto se concibe en efecto que la referencia a un dato psicológico opaco como el que connota pura y simplemente Daniel Lagache en su informe, el efecto Zeigarnik, después de todo respeta mejor lo que debe ser reservado en lo que hace a la estricta originalidad de aquélla de lo cual se trata en la transferencia.

Pues está claro que, por otro lado, todo nos indica que si lo que hacemos en tanto que transferencia es la repetición de una necesidad, de una necesidad que puede manifestarse en tal o cual momento para manifestar la transferencia, es algo que allí podría manifestarse como necesidad, llegamos a un impasse, ya que nosotros nos pasa más el tiempo diciendo que es una sombra de necesidad, una necesidad ya hace tiempo superada, y que es por eso que su desaparición es posible.

Y también aquí llegamos al punto donde la transferencia aparece, hablando con propiedad, como una fuente de ficción. El sujeto, en la transferencia, fabrica construye algo, y entonces parece que no es posible no integrar inmediatamente a la función de la transferencia este término que es: primero, cuál es la naturaleza de esta ficción, cuál es la (…) por un lado, y el objeto, por el otro. Y si se trata de ficción, ¿qué se finge? Y ya que se trata de fingir, ¿para quién?

Está bien claro que si no se contesta enseguida: para la persona a quien uno se dirige, es porque no se puede agregar: sabiéndolo. Es porque ya se está de antemano muy alejado por el fenómeno de toda hipótesis aún de lo que se puede llamar masivamente por su nombre: simulación.

Entonces, no es para la persona a quien uno se dirige en tanto que uno lo sabe. Pero no es porque sea lo contrario, a saber que es en tanto que uno no lo sabe, que hay que creer que por eso la persona a quien uno se dirige está allí, repentinamente volatilizada, desvanecida. Pues todo lo que sabemos del inconsciente, a partir del comienzo, a partir del sueño, nos indica que la experiencia nos muestra que hay fenómenos psíquicos que se producen, se desarrollan, se construyen para ser escuchados, justamente para ese Otro, que está allí incluso si uno no lo sabe. Aún si uno no sabe que están allí para ser escuchados; están allí para ser escuchados, y para ser escuchados por un Otro.

En otros términos, me parece imposible eliminar del fenómeno de la transferencia aquello que se manifiesta en la relación con alguien a quien se habla. Esto es constitutivo, constituye una frontera, y nos indica al mismo tiempo no ahogar su fenómeno en la posibilidad general de repetición que constituye la existencia del inconsciente. Fuera del análisis hay repeticiones ligadas evidentemente a la constante de la cadena significante en el sujeto. Estas repeticiones, incluso si pueden, en algunos casos, tener efectos homólogos, deben ser diferenciadas estrictamente de lo que llamemos la transferencia, y en este sentido, ustedes lo verán, justifican la distinción donde se deja deslizar por otro camino completamente diferente, pero por un camino erróneo, el personaje, sin embargo muy notable, que es Herman Nunberg.

Aquí voy a deslizarme nuevamente por un instante para mostrarles el carácter vivificante de un trozo de un segmento de nuestra exploración del Banquete. Recuerden la escena extraordinaria, y traten de situarla en nuestros términos, que constituye la confesión pública de Alcibíades. Deben sentir el poso muy notable que se une a esta acción . Deben sentir que allí hay algo que va más allá de un puro y simple informe de lo que ocurrió entre él y Sócrates. No es neutro, y la prueba está en que aún antes de comenzar, él mismo se pone al abrigo de no se qué invocación del secreto, que no apunta simplemente a protegerlo a él mismo.

Dice: que aquéllos que no son capaces, ni dignos de oír, los esclavos que están allí, se tapen los oídos, pues hay cosas que más vale no oír cuando no se está al alcance de oírlas.

¿Se confiesa ante quién? Los otros, todos los otros, aquellos que por su concierto, su cuerpo, su concilio, parecen constituir, dar el mayor peso posible a lo que podemos llamar el tribunal del Otro. Y lo que representa el valor de la confesión de Alcibíades ante este tribunal, es una relación en la que justamente intentó hacer de Sócrates algo completamente subordinado, sometido a otro valor que aquél de la relación de sujeto a sujeto, en la que frente a Sócrates manifestó una tentativa de seducción en la que lo que quiso hacer de Sócrates y de la forma más confesada, es alguien instrumental, subordinado a qué: al objeto de su deseo, de él. Alcibíades, que es agalma,el buen objeto.

Y diré más. Cómo no reconocer nosotros, analistas, aquello de que se trata, porque es dicho claramente: es el buen objeto que tiene en el vientre.

Sócrates no es allí más que la envoltura de lo que es el objeto del deseo. Y para marcar bien que sólo es esta envoltura, es para eso que quiso manifestar que Sócrates es en relación a él el siervo del deseo, que Sócrates le es sojuzgado por el deseo, y que al deseo de Sócrates, aún cuando lo conoció, ha querido verlo manifestarse en su signo para saber que el otro objeto, agalma, estaba a su merced.

Pero es justamente el haber fracasado en esta empresa, lo que cubre a Alcibíades de vergüenza, y hace de su confesión algo tan cargado. Es que el demonio del Aidos, del pudor, que cité ante ustedes en su momento con este propósito, es lo que interviene aquí. Es esto lo que es violado. Lo que ante todos es develado en su trazo, en su secreto más chocante, el último resorte del deseo, ese algo que obliga más o menos siempre, en el amor, a disimularlo: es que su vida es esta caída del otro A en otro a, y que además en esta ocasión aparece que Alcibíades fracasó en su empresa, en tanto que esta empresa particularmente, era hacer caer a Sócrates de este escalón.

Qué se puede ver más cercano, en apariencia, a lo que se puede llamar, a lo que se podría creer que es el último término en una búsqueda de la verdad, no en su función de diseño, de abstracción, de neutralización de todos los elementos, muy por el contrario en lo que aporta de valor de resolución, de absolución en aquélla de que se trata y, lo ven bien, que es algo muy diferente del simple fenómeno de una tarea inacabada, como se dice.

Es otra cosa. La confesión pública con toda la carga religiosa que le damos, con o sin razón, es bien aquello de lo que parece tratarse. Como está hecha hasta sus últimos términos, ¿no parece también que sobre este testimonio explosivo rendido sobre la superioridad de Sócrates debería concluirse el homenaje rendido al maestro? Y quizás aquélla que algunos designaron como el valor apologético del Banquete.

Vistas las acusaciones de las que Sócrates, incluso después de su muerte, seguía imputado, ya que el panfleto de un tal Polícrates, aún lo acusa por esa época —y todos saben que el Banquete fue hecho en parte en relación a este libelo, tenemos algunas citas de otros autores— de haber, si puede decirse, desviado a Alcibíades y a muchos otros, de haberles indicado que la vía estaba libre para la satisfacción de todos sus deseos.

Pero ¿qué es lo que vemos? Que paradójicamente, frente a este sacar a luz una verdad que parece, de alguna manera bastarse a sí misma, pero de la cual cada uno siente que la pregunta permanece —¿por qué todo esto, a quién se dirige esto? ¿A quién se trata de instruir en el momento en que la confesión se produce? Ciertamente no es a los acusadores de Sócrates. ¿Cuál es el deseo que lleva a Alcibíades a desnudarse así en público? No habrá allí una paradoja que valga la pena relevar, y como lo verán si miran de cerca, esto no es tan simple: es que lo que todo el mundo percibe como una interpretación de Sócrates, lo es efectivamente.

Sócrates replica: todo lo acabas de hacer, y Dios sabe que no es evidente, es para Agatón. Tu deseo es más secreto que todo el descubrimiento al que te acabas de librar, y apunta ahora aún a otro, y ese otro te lo señalo, es Agatón.

Paradójicamente, en esta situación, no es algo fantasmático, algo que viene del fondo del pasado, y que no tiene ya existencia lo que por esta interpretación de Sócrates es aquí colocado en el lugar de lo que se manifiesta; aquí es la realidad, sin duda, según Sócrates, la que haría las veces de lo que llamaríamos, una transferencia en el proceso de la búsqueda de la verdad.

En otros términos, por mejor que me oyesen, es como si alguien viniera a decir durante el proceso de Edipo, Edipo sólo persigue de manera tan anhelante, esta búsqueda de la verdad que debe llevarlo a su pérdida, porque no tiene más que un fin, irse, fugarse, escaparse con Antígona. Tal es la situación paradójica frente a la cual nos coloca la interpretación de Sócrates.

Esta bien claro que todo el tornasolado de los detalles, el desvío por el que esto puede servir para deslumbrar a los gorriones, hacer un acto tan brillante, mostrar lo que uno es capaz, de todo esto, al final de cuentas, nada se sostiene. Se trata sin duda de algo sobre lo cual uno se pregunta, hasta qué punto Sócrates sabe lo que hace. Pues Sócrates responde a Alcibíades pareciendo caer bajo la acusación de Polícrates, pues él, Sócrates, sabio en las materias del amor, le designa dónde está su deseo, y hace mucho más que designarlo, ya que de alguna manera va a jugar el juego de ese deseo por procuración, y él, Sócrates, enseguida después, se preparará para hacer el elogio de Agatón, que de repente, por una detención de la cámara, es escamoteado, no entendemos nada, por una nueva entrada de juerguistas (fêtards).

Gracias a eso la pregunta permanece enigmática. El diálogo puede volver indefinidamente sobre sí mismo y no sabemos lo que Sócrates sabe de lo que hace, o bien si es Platón quien en ese momento se substituye a él —sin duda, ya que es él quien escribió el diálogo, él, sabiéndolo un poco más— a saber, permitiendo a los siglos perderse sobre lo que él, Platón, nos designa como la verdadera razón del amor, que es, a saber conducir al sujeto, sobre qué: las escaleras que le indican la ascensión hacia un bello cada vez más confundido con lo bello supremo.

Dicho esto, no es en absoluto a lo que nos sentimos obligados siguiendo el texto. A lo sumo, como analistas, podríamos decir que, si el deseo de Sócrates, como parece estar indicado en sus locuciones, no es otra cosa que conducir a sus interlocutores al gnomi to auton, lo que en otro registro se traduce como: ocúpate de tu alma, en el extremo, podemos pensar que todo esto se debe tomar en serio. Que, por otra parte, y les explicaré a través de qué mecanismos, Sócrates es uno de aquellos a quien debemos el tener un alma, quiero decir, el haber dado consistencia a un cierto punto designado por la interrogación socrática, con, lo verán, todo lo que engendra de transferencia.

Pero si es verdad que lo que Sócrates designa así, sin saberlo, es el deseo del sujeto tal como yo lo defino, y tal como efectivamente se manifiesta ante nosotros, hacerse lo que hay que llamar el cómplice; si es esto y que lo haga sin saberlo, he aquí a Sócrates en un lugar que podemos comprender claramente, y comprender, al mismo tiempo, cómo a fin de cuentas, apasionó a Alcibíades.

Pues si el deseo está en su raíz, en su esencia, es el deseo del Otro, es aquí, para hablar con propiedad, que está el resorte del nacimiento del amor. Si el amor es lo que ocurre en este objeto hacia el cual tendemos la mano por nuestro propio deseo, y que, en el momento en que hace estallar su incendio, nos deja aparecer durante un instante esta respuesta, esta otra mano, la que se tiende hacia vosotros como su deseo; si este deseo se manifiesta siempre en tanto que no sabemos —y Ruth no sabía lo que Dios quería de ella: por no saber lo que Dios quería de ella, era necesario sin embargo que se tratara de que Dios quisiese algo de ella, y si ella no sabe nada no es porque no se sabe lo que Dios quería de ella, sino porque a causa de ese misterio Dios está eclipsado, pero El siempre está allí.

Es en la medida en que Sócrates no sabe lo que desea y que es el deseo del Otro, es en esta medida que Alcibíades esta poseído, ¿por qué? por un amor del cual se puede decir que el único mérito de Sócrates consiste en designarlo como un amor de transferencia, de remitirlo a su verdadero deseo.

Tales son los puntos que quería volver a fijar, reubicar hoy para continuar la próxima vez con lo que pienso poder mostrar con evidencia: a saber, en qué medida este apólogo, esta última articulación, este escenario lindante con el mito del último termino del Banquete, nos permite estructurar, articular alrededor de la posición de los dos deseos, esta situación que podemos entonces verdaderamente restituir en su verdadero sentido de situación de a dos, de a dos reales, que es la situación del analizado en presencia del analista; y al mismo tiempo poner exactamente en su lugar los fenómenos de amor, algunas veces ultra precoces, tan desconcertantes para aquellos que abordan estos fenómenos, precoces, luego progresivamente más complejos en la medida en que se hacen más tardíos en el análisis, en fin, todo el contenido de lo que ocurre en el plano que se llama imaginario, en el plano para el cual todo el desarrollo de las teorías modernas del análisis ha creído deber construir, y no sin fundamento, toda la teoría de la relación de objeto, toda la teoría de la proyección en tanto que este termino está muy lejos de ser suficiente, toda la teoría, a fin de cuentas, de lo que es el analista durante el análisis para el analizado, lo que no puede concebirse sin una correcta posición de lo que el analista mismo ocupa, la posición que ocupa en relación al deseo constitutivo del análisis, y esto con que el sujeto parte en el análisis: ¿qué es lo que él quiere?