Seminario 8: Clase 16, del 5 de Abril de 1961

Retomo mi discurso, difícil por su objetivo. Por ejemplo, decir que los llevo a un terreno desconocido sería inapropiado, ya que si empiezo a llevarlos a un terreno tal, es porque necesariamente, desde el principio, he comenzado ya. Hablar, por otra parte, de terreno desconocido cuando se trata de un otro, de aquél que se llama inconsciente, es aún más inapropiado. Ya que lo que hace a la dificultad de este discurso, es que no puedo decirles nada que deba tomar todo su peso, justamente de lo que no digo sobre eso. No es que no haya que decir todo. Es que para decir con justeza, no podemos decir todo, aún de lo que podríamos formular. Ya que hay algo que en la fórmula, precipita en lo imaginario lo que ocurre, lo que hace que el sujeto humano sea presa del símbolo. Este «del símbolo» ¿hay que ponerlo en singular o en plural? En singular, en tanto que aquel que introduje la última vez, es un símbolo innombrable, el falo, indispensable para mostrar la incidencia del complejo de castración en el resorte de la transferencia. Hay una ambigüedad entre falo-símbolo y falo imaginario, que domina la economía psíquica en el complejo de castración. El neurótico lo vive de una forma que representa su modo particular de operar con esa dificultad radical fundamental, que trato de articular ante ustedes, a través del uso que le doy a ese símbolo-falo; símbolo que designé como símbolo que se produce en el lugar donde se produce la falta de significante.

Si he descubierto esta imagen de André Masson (esquema del cuadro de Zucchi) que nos ha servido de soporte para establecer las antinomias ligadas a esos diversos deslizamientos, que son desplazamientos, ausencias, niveles, sustituciones, donde en el complejo de castración interviene ese falo más o menos ubicuo, reinvocado siempre, identificado en último término con la fuerza de agresividad primitiva, porque el objeto malo encontrado en el seno de la madre, es al mismo tiempo el objeto más nocivo —veamos por qué es necesario que insista sobre esta ambigüedad, sobre esta polaridad: dos términos, simbólico e imaginario, significando la función del significante falo. Es, quizás, el único significante que merece el título de símbolo, en nuestro registro, bajo la forma de significante absoluto.

He aquí entonces esta imagen, que no es una simple reproducción del cuadro de Zucchi, sino la imagen ejemplar, cargada de todo tipo de riquezas. A título de complemento, quiero marcar lo que entiendo se debe subrayar de la importancia de la aplicación manierista. Muchos estudios han hecho una aproximación a ese cuadro, a propósito del uso del ramo de flores que recubre en primer plano lo que hay que recubrir, no tanto el falo amenazado de Eros, tan sorprendido y descubierto por la iniciativa de Psykhé, sino una presencia ausentificada, una ausencia presentificada; la historia técnica del arte de la época, me solicita, por la vía de críticas que partieron de horizontes diferentes de los míos; probablemente, no es el mismo artista quien ha hecho las flores en el florero, en el sitio donde era conveniente; esto es insinuado por las críticas de la técnica de Archimboldo, que se distingue por esta técnica singular que ha producido su último retoño en la obra de Salvador Dalí —dibujo paranoico— de representar, por ejemplo, la figura de un bibliotecario por medio de un andamio, conociendo cuáles son los utensilios primeros en la función del bibliotecario, de manera que la imagen de un rostro es sugerida, que una estación esté representada por la fruta de esa estación, de manera que el conjunto represente un rostro.

La realización de lo que se presenta como la imagen de un otro, la figura humana, se manifiesta como substancia y como ilusión, porque algo es sugerido que se imagina en la desensambladura (désassemblement) del sujeto. La función de la máscara muestra la problemática de esa máscara, esa persona tan esencial; si es necesaria la persona, es que detrás toda forma se oculta y se desvanece. Si es a partir de una reunión (rassemblement) compleja que se imagina la persona, está allí el vacío de su apariencia, planteando la pregunta: ¿qué hay detrás, en último término? Asimismo, Psykhé, colmada, se interroga sobre lo que ella debe hacer. Es el momento privilegiado que Zucchi ha retenido, más allá de lo que incluso podía articularse en un discurso. La obra ha tomado ese momento de aparición, de nacimiento de la Psykhé. Este intercambio de poderes que hace que ella tome cuerpo con ese cortejo de infortunios suyos, para que ella rice un rizo, encuentra en ese instante en que va a desaparecer lo que ella ha querido develar, la figura del deseo.

¿Qué significa la introducción del símbolo falo? Es el lagar de un significante que falta. ¿Qué quiere decir un significante que falta? Una vez dado un significante mínimo, debe bastarle a todos las significaciónes. No hay lengua, por primitiva que sea, en que todo no pueda expresarse, exceptuando que aquello que no pueda expresarse no será sentido; subjetivar, es tomar lugar, para un sujeto válido, en otro sujeto. Es decir, pasar (passer) a ese nivel en que toda comunicación es posible, dado que toque significa sucede (se passe) siempre en el lugar del Otro; para que algo signifique, es necesario que sea traducible en el lugar del Otro.

Supongan una lengua desprovista de figuras. Ella no comunicará, pero significará por el proceso del debe y el tener; «Yo canto tendré», «I should sing» (el inglés no tiene futuro).

¿Dónde comienza la falta de significante? En la pregunta. En el niño, ese momento es embarazoso a causa del carácter de sus preguntas, que provoca el mayor desasosiego en los padres (¿Qué es correr? ¿Qué es un imbécil?, etc…). Lo que nos torna tan impropios para responder a esas preguntas; pues responder: «correr es caminar muy ligero», es arruinar el trabajo. Está claro que el retroceso del sujeto en el uso del significante mismo es que hay palabras que se designan por ese algo enigmático que se llama un fonema, en la incapacidad, sentida por el niño y formulada por la pregunta, de atacar el significante en el momento en que todo está ya marcado por su acción indeleble. Todo lo que vendrá de ese pequeño filósofo como pregunta a continuación , sólo irá al fracaso. Dado que, cuando él esté en el «qué soy?», estará mucho menos lejos: de ser psicoanalista. Hasta el momento histórico en que él se pregunta «¿qué soy?» no se da cuenta que franquear la etapa de la duda sobre el ser, es preguntarse lo que uno es.

Y esta es la menor de las cosas de las que nosotros, psicoanalistas, debemos acordarnos para evitarle renovar ese antiguo errar que siempre amenaza su inocencia, responderle: «Soy un niño» («Je saris un enfant»).

Pues es la respuesta que le dará esta fórmula renovada de la depresión psicologizante, y con ella, el mito del adulto que no sería más un niño, pretendidamente; haciendo abundar esta moral de una pretendida realidad a la que él se deja conducir por todo tipo de estafas sociales. Ese «Soy un niño» es un corsé que hace tenerse derecho a aquel que está en una posición un poco deforme. Bajo el artista hay un niño, dicen aquellos que no se creen niños (esto comienza en el siglo XIX con Coleridge).

En el nivel inferior del grato, tal como está construido el doble recorte de las dos flechas, que debe atraer vuestra atención sobre lo siguiente: simultaneidad no es para nada sincronía. En lo que se desarrollan simultáneamente los dos vectores
        – de la intención
        – de la cadena significante

lo que se produce como incoación de este agrupamiento, de esta sucesión, consistirá en la sucesión de los elementos fonemáticos del significante. Esto se desarrolla muy lejos, antes de encontrarse con la línea sobre la cual lo que está llamado al ser, la intención de significación, la necesidad que allí se encubre, toma su lugar. Cuando el doble cruzamiento se haga simultáneamente —pues si el nachtraglich significa algo, es que es en el mismo instante en que la frase termina, que ese sentido se devela; cuando los significantes aparecen bajo una forma invertida, «soy un niño», cuando el sentido se acaba, cuando lo que siempre hay de metafísico en esta atribución de afirmar «soy un niño» realiza esa calificación de sentido, gracias a la cual yo me concibo en una relación con objetos infantiles, me hago otro que el que primeramente me pude aprehender, yo ideal, me encarno en esta mira infantil en la simple incoación significante de haber producido signos en la actualidad de mi palabra (parole).

La partida está en el, Yo (je) y el signo en el niño, el Yo (je) debe ser retomado a nivel de A. La secuela está allí, cuestión punto de mira donde me fundo como ideal del Yo, donde la pregunta toma importancia, me apura en la dimensión ética, donde está esa forma que Freud conjuga con el Superyó, y donde se empalma esta forma sobre mi incoación significante, a saber: un niño. Pero esta respuesta prematura por la que elido, y que me hace precipitar como niño, es el evitar la respuesta al «¿qué soy?», que sólo es articulable bajo la misma forma en la que les he dicho que ninguna demanda es sostenida.

Al «¿Qué soy?» no hay otra respuesta a nivel del Otro que déjate ser, y cualquier respuesta que sea dada, es algo en que yo huyo del sentido de ese déjate ser. En el nivel del Otro, en el punto degradado donde aprehendemos esta aventura, está aquélla que no es «qué soy?»; y que el análisis nos devela en el nivel del otro bajo la forma ¿Qué quieres tu?, que es de lo que se trata en toda pregunta formulada, a saber, lo que deseamos cuando formula más la pregunta: es allí donde interviene la falta de significante de la que se trata en el j del falo (y grafo). Lo que el análisis nos ha mostrado que tenemos que encontrar es que eso de lo cual el sujeto tiene que ocuparse es del objeto del fantasma, en tanto que sólo él puede fijar un punto privilegiado que hay que llamar, con el Lust-prinzip, una economía regulada por el nivel del goce. Al llevar la pregunta al nivel del ¿Que quiere él? lo que encontramos es un mundo de signos alucinados.

La prueba de la realidad nos es presentada como esa forma de gustar la realidad por esos signos surgidos en nosotros según una secuencia necesaria, en la que consiste la dominancia del principio del placer sobre el inconsciente; entonces, de lo que se trata en la prueba de la realidad, observémoslo bien, es de controlar una presencia real, pero una presencia de signos. Freud lo subraya, no se trata de ninguna manera, en la prueba de la realidad, de controlar si nuestras representaciones corresponden a un real (no lo logramos nosotros mejor que los filósofos), sino que nuestras representaciones están bien representadas. Se trata de saber si los signos están allí y, en tanto que signos, se relaciónan con algo. Nuestro inconsciente se relacióna con un objeto perdido, nunca verdaderamente encontrado, nunca más que deseado, en razón misma de la cadena del principio del placer. El objeto verdadero del cual se trata cuando hablamos de objeto, no es de ninguna manera transmisible, aprehendido, intercambiable, no está sino en el horizonte de aquélla alrededor de lo cual gravitan nuestros fantasmas. Y sin embargo, es con eso que debemos hacer los objetos intercambiables. Pero el asunto está muy lejos de estar en vías de solucionarse.

Les señalé el año pasado de qué se trata, en eso que se llama Moral Utilitaria. Se trata de algo fundamental en el mundo de los objetos, constituido por el mercado de los objetos, son objetos que pueden servir a todos y es por lo que la moral utilitaria es fundada, no hay otra, y es por esto que las dificultades no están resueltas. Cada vez que se trata de algo que puede intercambiarse, la regla de esto es la posibilidad de uso para todos, dicen los utilitaristas con razón. Es lo que hace la hiancia entre el objeto que surge en el fantasma y el objeto socializado del mundo de la utilidad. Pretender que es posible recurrir a un «objeto natural», es introducir un mito más en la realidad. Debemos aprehender el objeto psicoanalítico en el punto más radical» donde se plantea la pregunta del sujeto en cuanto a su relación con el significante. Esa relación al significante es tal que si, a nivel de la cadena inconsciente, tenemos que ocuparnos sólo de los signos, si es de una cadena de signos de lo que se trata, la consecuencia es que no haya ninguna interrupción (arret) en el reenvió (renvoi) de cada uno a cada uno de esos signos a cada uno que le sucede. Ya que lo propio de la comunicación por signos, es hacer de ese otro a quien me dirijo, un signo. La imposición del significante al sujeto, lo coagula la posición propia del significante. De lo que se trata es de encontrar el garante de esa cadena; eso que se transfiere de sentido de signo en signo, debe detenerse en alguna parte, lo que nos da la señal de que tenemos derecho de operar con los signos. Es allí que surge el privilegio del falo entre todos los significantes.

Y quizás a ustedes les parecerá muy simple subrayar eso de lo cual se trata en el caso de este significante. Este significante siempre velado del cual uno se sorprende de realzar la exorbitante empresa de haber representado en el arte la forma, es más que raro verlo puesto en juego en una cadena jeroglífica o en una pintura rupestre  ese falo, que juega su rol en la imaginación humana antes del psicoanálisis, es eludido de nuestras representaciones fabricadas, significantes. ¿Qué podemos decir? Es que de todos los signos posibles, ¿no es éste el que reúne a la vez el signo y el medio de acción, y la  presencia misma del deseo, es decir que al dejarlo aparecer en esa presencia real, no es de naturaleza tal como para interrumpir todo ese reenvío en la cadena de signos, y aún para hacerlos entrar en la nada? Sobre el deseo, no hay signo más seguro, a condición de que no haya nada más que el deseo. Entre ese significante del deseo y la cadena significante, se establece una relación «o bien-o bien». La Psykhé, en esa cierta relación con eso que no era de ninguna manera ese significante, sino la realidad de su amor con Eros, plantea la pregunta de por que el lenguaje existe ya, y que uno no pase su vida haciendo el amor, sino parloteando con sus hermanas; ella quiere poseer su felicidad, igualarse con sus hermanas, mostrando que ella tiene lo mejor y no solamente otra cosa. Es por eso que Psykhé surge con su luz y su trinchador. Ella no trincha nada, porque esto ya está hecho, sin ser más que lo corriente: a saber, que ella no ve otra cosa más que un gran resplandor de luz —y lo que va a producirse es un pronto retorno a las tinieblas. Eros se encuentra enfermo de eso por mucho tiempo, y no debe reencontrarse sino a continuación de una larga serie de pruebas. En ese cuadro, para nosotros, Psykhé está iluminada. La forma grácil de la femineidad, en el límite de lo púber y de lo impuber, aparece para nosotros como la representación de la imagen fálica.

No son ni la mujer ni el hombre el soporte de la acción castradora, sino esta imagen misma en tanto que reflejada sobre la forma del cuerpo; la relación, innombrada porque indecible, del sujeto con el significante puro del deseo, se proyectara sobre el órgano localizable, situable en alguna parte en el cuerpo, y entrara en el conflicto imaginario de verse privado o no de ese apéndice. Es en esa relación imaginaria que van a elaborarse los efectos sintomáticos del complejo de castración.

Lo que la histérica hace, en último termino (Dora): en ese laberinto de identificaciones múltiples, donde ella se encuentra confrontada con eso ante lo cual Freud tropieza y se pierde, ya que lo que el llama el objeto de su deseo, en esto se equivoca, porque busca la referencia de Dora histérica en la elección de su objeto a = el señor K. es de una forma «a», y Freud mismo después del Sr. K. Es allí que esta el fantasma en tanto soporte del deseo. Pero Dora no seria histérica si ella se contentara con ese fantasma. Ella apunta a algo mejor: «A», el Otro absoluto que es la señora K., encarnación de esta pregunta: ¿Qué es una mujer?

A causa de esto, en el nivel del fantasma, no es la relación del sujeto con «a» lo que se produce, porque ella es histérica, sino con «A», en el cual ella cree (en forma paranoica). «¿Que soy?» tiene un sentido pleno y absoluto para ella. Ella no puede hacer como que no encuentra allí, sin saberlo, el falo cerrado (clos), siempre velado, que responde allí. Y por eso, ella recurre a todas las formas de sustituto más cercanas que puede dar a ese signo fálico, es decir, que si ustedes siguen las operaciones de Dora o de cualquier otra histérica, no se trata para ella más que de un juego complicado en el que ella puede deslizar allí donde sea necesario, utilizando la situación, el falo del falo imaginario. Es ella quien sostendrá la relación con la señora K., porque su padre es impotente, y debido a que esto no es suficiente, ella hace intervenir la imagen del señor K., a quien rechazará hasta el abismo (rejettera aux abîmes) cuando él le diga lo único que no había que decirle: «Mi mujer no es nada para mí».

«Si ella no te la hace parar, ¿para qué te sirve?»

Ya que a toda histérica, lo que le hace falta es ser la procuradora. La pasión de la histérica por identificarse con todos los dramas sentimentales, allí está todo su recurso. Si ella intercambia su deseo contra ese signo, no busquen en otra parte la razón de su mitomanía. Ya que hay una cosa que ella prefiere a su deseo, prefiere que su deseo sea insatisfecho, que el otro guarde la llave de su misterio. Identificándose a los dramas del amor, ella se esfuerza en reparar a ese otro. Es en eso en lo que tenemos que desconfiar de toda ideología reparadora.

No es la vía de la histeria la que nos es ofrecida más fácilmente, y donde la puesta en guardia puede tomar más importancia. Es la del neurótico obsesivo. El es más inteligente.

Si la fórmula del fantasma histérico puede escribirse:

a los objetos que están escondidos
su propia castración imaginaria (*)
el fantasma del obsesivo es otro.

La dificultad del manejo del falo en su forma develada es lo que él tiene de insoportable, que no es más que esto: que él es no solamente significante, sino presencia real del deseo.

(*) Hemos reproducido la formula tal como aparece en el original. No obstante, la fórmula completa es:

a    ( A  (véase la próxima clase))

En el fondo de los fantasmas, síntomas, puntas de emergencia donde el laberinto histérico deja deslizar su máscara, encontramos el insulto a la presencia real. El obsesivo también tiene que ocuparse del misterio fálico del significante falo, y también para él se trata de volverlo manejable. En alguna parte un autor ha abordado la función del falo en la neurosis obsesiva, entrando en esa relación a propósito de una mujer obsesiva. Subraya ciertos fantasmas sacrílegos: la figura de Cristo, y aún más, su falo, pisoteados, de donde surge para ella un aura erótica percibida y confesada. Este autor se precipita en la temática de la agresividad de la envidia del pene, a pesar de la paciente. Miles de hechos nos muestran que es conveniente detener se en la fenomenología de esta fantasmatización sacrílega (que no es una fantasmatización cualquiera). Recordemos el fantasma del Hombre de las Ratas, imaginando que su padre resucitado se le aparece a él, que está masturbándose. El insulta también a la presencia real.

Lo que llamemos agresividad en la obsesión, se presenta siempre como una agresión, precisamente en esta forma de aparición del otro que llamé «falofahía» (phallo phanie). El otro, en tanto que puede presentarse como falo. Golpear el falo en el otro para curar la castración simbólica, golpearlo en el plano imaginario, es la vía del neurótico obsesivo para intentar abolir el parasitismo del significante en el sujeto, para restituir para él el deseo de su primacía, pero al precio de una degradación del otro, que lo hace esencialmente función de la elisión imaginaria del falo.

Es en tanto que el neurótico obsesivo está en ese punto preciso del otro donde él está en estado de dada, suspensión, ambigüedad fundamental, que su correlación a un objeto siempre metonímico (ya que para él, el otro es intercambiable), que su relación al otro, objeto, está esencialmente gobernada por algo que tiene relación con la castración. Una castración que aquí toma una forma directamente agresiva, rehusamiento del signo del deseo del otro, no abolición ni destrucción del deseo del otro, sino rechazo (rejet) de sus signos. De allí sale esta imposibilidad que afecta (frappe) la manifestación de su propio deseo.

Mostrarle, como lo hacía el psicoanalista del que les hablaba, esa relación con el falo imaginario para familiarizarlo con su callejón.sin salida, sería la vía de la solución de las dificultades del neurótico obsesivo. Pero después de tal etapa del working through de la castración imaginaria, el sujeto no quedaba desembarazado de sus obsesiones; la culpabilidad estaba contigua. La cuestión de esta vía terapéutica estaba juzgada allí. Esto nos introduce en la función del falo como significante en la transferencia misma. Si es esencial situar de qué manera el psicoanalista se ubica en relación a ese significante, es por eso que es necesario precisar lo que nos demuestra una tal terapéutica, orientada en ese sentido.