Seminario 8: Clase 20, Le nom de Sygne (el nombre de Sygne), 3 de Mayo de 1961

CLAUDEL

Esto me lleva a hacer una recorrida por la tragedia contemporánea, en tanto que ella nos toca, la tragedia de El Rehen, El Pan Duro, El Padre Humillado. He sido llevado allí por una divertida casualidad: leyendo la correspondencia Gide-Claudel, de la cual Claudel no sale engrandecido; sucede en esta correspondencia, durante la cual Gide es director de la NRF y en la cual se trata de la edición de El Rehen, que — resten atención pues es ésta la causa por la cual les hablaré de esta trilogía para imprimir El Rehen, se deberá fundir un carácter que no existe: la û , para el nombre de Sygne de Coufontaine. Ante este signo del significante faltante, me dije que, releyendo El Rehén —esto me llevó a releer el teatro de Claudel seguramente encontraría algo nuevo en relación al deseo.

Quisiera llamar vuestra atención sobre lo siguiente: en la época en que Claudel escribió El Rehen, era consejero de embajada, y escribía a Gide que debido al aspecto reacciónario de la obra, sería más conveniente firmar: Paul See.

Leyendo El Rehen, yo diría que son exaltados los valores, los valores de la fe. Durante la época de Napoleón I, una dama que comienza a convertirse en solterona después de dedicarse a una obra heroica, después de diez años, en la cima del poder napoleónico, en el momento de opresión sobre el Papa. Pasa el tiempo y Sygne, que permanece en Francia después que su primo ha emigrado, se dedica a reunir el dominio de Coufontaine. En el texto, esto no sólo se debe a una tenacidad avara, sino que es de la misma dimensión que ese pacto con la tierra, el que tanto para el personaje como para el autor, es idéntico al valor de la nobleza misma. Esta ligazón a la tierra no solamente es de hecho, sino mística; a su alrededor se define un orden  feudal de lealtad que une en un único atado, el lazo de parentesco y el lazo local, que define a señores y vasallos, lazos de nacimiento y de adhesión.

Es en el transcurso de esta empresa, fundada sobre la exaltación dramática, recreada delante nuestro, de ciertos valores ordenados según una cierta forma de palabra, que viene a interferir la peripecia ilustrada por lo siguiente: el primo ausente reaparece, acompañado por el Papa, Padre supremo, cuya presencia nos será definida como representante en la tierra del Padre Celestial; evadido, sustraído al poder del opresor, alrededor de él va a jugarse el drama, porque interviene el barón Turelure, cuya figura es dibujada como para producirnos horror; recurre al chantaje; es malo; es él quien ha hecho cortar la cabeza a todos los Coufontaine; aún debe hacer pasar a la dama por eso. Además, es el Hijo del brujo y de la sirvienta. Ustedes dirán, ¿acaso no hay allí una exageración, en cierto sentido, para tocar el corazón de un auditorio para quien estas viejas historias han tomado un relieve diferente, a saber, que la revolución no se debe pagar con la misma vara que el martirio sufrido por la aristocracia?

El auditorio —no se puede decir que aquellos que han asistido a la representación de esta pieza hayan pertenecido a los partisanos del conde de Chambord sienten el choque trágico que comporta el encadenamiento de los eventos. Para comprender lo que quiere decir esta emoción, que sienten el público y el lector, a través de una historia que se presenta con este aspecto de apuesta llevada hasta la caricatura, vayamos más lejos, no se detengan en lo que evoca en nosotros la sugestión de las desgracias religiosas, ya que la escena mayor del drama es que, aquél que se convierte en el vehículo del pedido al cual va a ceder Sygue, no es el horrible —y capital personaje de Turelure, sino el confesor de Sygne, el cura Badilón.

En el momento en que Sygne no está solamente allí como aquélla que ha conducido su obra de mantenimiento, sino que se entera por su primo que éste acaba de experimentar en su persona la más amarga traición, a saber, que la mujer que él amaba le había dado la ocasión de ser burlado por el Delfín, se trata de mostrar a Sygne de Coufontaine y a su primo en su decepción y aislamiento trágicos. Alguna rubeola o coqueluche ha barrido con la mujer y los hijos del primo, y llega privado por el destino de todo, menos de su constancia por la causa real. Sygne y su primo se han comprometido mutuamente, más allá de todo lo que es posible e imposible; están consagrados el uno al otro. El cura viene a requerir de Sygne quien, al haber rechazado lo que el villano Turelure le ha propuesto —matrimonio resulta ser la clave de este momento histórico, en que el Padre de los Fieles será librado a sus enemigos. El cura no le impone ningún deber, no es a su fuerza a la que apela, sino a su debilidad; le muestra el abismo de esta aceptación, por la cual ella se convertirá en el agente de una liberación sublime, pero en la cual todo está hecho para mostrar que, al hacerlo, ella debe renunciar, en sí misma, a algo que va más allá de todo placer posible, incluso de todo deber —a su ser mismo— al pacto que la liga desde siempre a su fidelidad con su familia, ya que debe casarse con el exterminador, renunciar al compromiso sagrado que acaba de tomar con respecto a aquél a quien ama, a algo que no nos lleva a los límites de la vida (ella la sacrificaría de buena gana) sino a lo que para ella vale más que su vida, aquello en lo que reconoce su ser mismo. Henos aquí llevados por esta tragedia contemporánea, hasta los límites de la «segunda muerte», sólo que aquí se le pide a la heroína franquearlos. Porque lo que significa el destino trágico en una topología sadiana a saber, en este lugar bautizado aquí como el Entre-dos-Muertes, es que este lugar se franquea no al pasar más allá del Bien y del Mal, lo que obscurece aquélla de que se trata, sino más allá de lo Bello, en tanto el segundo límite de este dominio, el de la segunda muerte, se designa y se oculta también, por lo que he denominado el fenómeno de la Belleza; en Antígona, habiendo ésta franqueado el límite de su condenación,no solamente aceptada, sino provocada por Creon, el coro estalla:

«¡Eros, invencible en el combate!»

Les recuerdo estos términos para mostrarles, después de veinte siglos de era cristiana, que Sygne nos lleva más allá de los límites, por lo cual la heroína es idéntica a su destino, adhiere a esta ley divina que la lleva a la prueba. Es por un acto de libertad que la heroína debe ir contra lo que contiene en su ser en sus raíces más ínfimas. La vida la ha dejado muy atrás, ya que dado como ella es, y su relación de fe con las cosas humanas, aceptar a Turelure no sería solamente ceder a una imposición; el matrimonio más aborrecido es además indisoluble, comporta la adhesión al deber del matrimonio en tanto que deber de amor. La vida ha quedado muy atrás, el punto de resolución consiste en lo siguiente: Sygne ha cedido; es el día del nacimiento (o bautismo) del pequeño Turelure que sucederá la peripecia, cima del drama: que en el París ocupado el barón Turelure viene a ocupar el centro de este teatro de títeres de mariscales , debe devolver las llaves de la ciudad al rey Luis XVIII. El embajador para esta acción, será el primo de Sygne en persona. Todo lo que puede haber de odioso en el encuentro es agregado. Entre las condiciones que Turelure impone a su traición, está que el nombre de Coufontaine pasará a esta descendencia de una mala unión. Llegadas las cosas hasta este punto, terminan en un atentado. Una vez aceptadas las condiciones, el primo, descreído, quiere encargarse de Turelure quien, astuto, ha previsto el golpe. Las dos pistolas son disparadas, y no es el malo el que muere. Sygne se coloca delante de la bala dirigida a su marido (Turelure): suicidio, ya que todo en su actitud demuestra que lo ha soportado todo sin encontrar otra cosa más que la absoluta soledad, el abandono de los poderes divinos, el sacrificio llevado a su límite. En la última escena, ella ya nos es presentada como agitada por un tic en el rostro, que marca el designio del Poeta de mostrar que esta frase, respetada por el mismo Sade: que la belleza es insensible a los ultrajes, aquí es superada, y que esta mueca de la vida que sufre es más atentatoria contra el estatuto de la belleza que la lengua salida de Antígona.

Al final de todo, el poeta nos deja sobre dos finales: uno consiste en la entrada del Rey, entrada bufona, en que Turelure recibe la recompensa por sus servicios, y donde el orden restaurado toma los aspectos de esa fe caricaturesca, en una imagen irrisoria de Epinal, que no deja ninguna duda sobre el juicio que le merece a Claudel cualquier retorno al Antiguo Régimen, El otro, el segundo final, ligado en una íntima equivalencia a aquéllo con lo cual el poeta es capaz de dejarnos, esta ima gen, es la muerte de Sygne. El cura reaparece para exhortar a Sygne y no obtiene más que un no, un rehusamiento de la paz, del abandono, de la ofrenda de sí a Dios que va a recibir su alma. Todas las exhortaciones del santo, él mismo destrozado por las consecuencias de lo que ha labrado, fracasan. Ella no puede encontrar nada que la reconcilie con una fatalidad de la que no se puede encontrar equivalente, a no ser en la tragedia antigua: la función del Dios malo que se relacióna al hambre por la anan ké, de la cual es el ordenador. Este ate del otro tiene un sentido en el que se inscribe el destino de Antígona. Aquí estamos más allá de todo sentido. El sacrificio de Sygne de Coufontaine no conduce más que a la  irrisión absoluta de sus fines.

El viejo, sustraído de las garras del usurpador, nos será representado, Padre Supremo, como un padre impotente que, a la vista de los ideales que ascienden, no tiene nada; la legitimidad restaurada no es más que caricatura y prolongación del orden subvertido

Lo que Claudel agrega en el segundo final, es este hallazgo de hacer exhortar a Sygne con las palabras mismas de su divisa: «Coufontaine, adsum «, por parte de Turelure.

¿Qué significa que el poeta nos lleve a este extremo de la falta, de la irrisión del significante mismo? Claudel tiene algo en común con los surrealistas. El imaginaba que sabía lo que escribía. Sea lo que sea, por que una cosa ha podido llegar a la luz de la imaginación humana, no es esto lo que nos atrae, lo que nos proyecta de El Rehen hacia la secuencia ulterior de la trilogía. Hay alguna otra cosa en esta imagen. Lo que hay allí nos es presentado, según Aristóteles, «a través del franqueamiento de todo terror y toda piedad». Es una imagen de un deseo, al lado del cual sólo la referencia sadiana aún tiene valor. Esta sustitución del signo de la cruz cristiana por la imagen de la mujer, no solamente está designada en el texto, aún más, ¿no les sorprende la coincidencia de este tema en tanto que propiamente erótico, con lo que es aquí claramente anterior a cualquier otro punto de referencia, a saber, el del traspaso, el del agujero hecho más allá de todo valor de la fe? Esta pieza, en apariencia creyente, de la que Bernanos se alejaba como de una blasfemia, ¿no es acaso la designación de un sentido nuevo dado a lo trágico humano?