Seminario 8: Clase 8: del 18 de Enero de 1961

Hemos llegado entonces, en el Banquete, al momento en que Sócrates va a tomar la palabra en el epainos o en el enkomion. Se los dije al pasar, esos dos términos no son del todo equivalentes. No he querido detenerme en sus diferencias ya que nos hubiera llevado a una discusión un poco excéntrica.

En la alabanza del amor, nos es dicho, afirmado por él mismo, y la palabra de Sócrates no podría ser discutida en Platón, ya qué si él sabe algo, si hay algo en lo que él no es ignorante, es en las cosas del amor. No debemos perder ese punto de vista en todo lo que va a ocurrir.

Les he señalado, pienso, de una manera suficientemente convincente la última vez, el carácter extrañamente irrisorio del discurso de Agatón. Agatón, el trágico, habla del amor en una forma que hace sentir que bufonea, que es un discurso macarrónico. En todo momento, parece que la expresión que él nos sugiere, es que él…un poco. He subrayado, hasta en el contenido, aún en los argumentos, en el estilo, en el detalle de la elocución misma, el carácter excesivamente provocativo de los versículos en los que él mismo en un momento se expresa. Es algo desconcertante ver culminar el tema del Banquete, en un discurso tal.

Esto no es nuevo. Es la función, el rol que le damos en el desarrollo del Banquete, que puede serlo, ya que ese carácter irrisorio del discurso ha detenido, desde siempre, a quienes lo han leído y comentado. Al punto, que para tomar por ejemplo, lo que un personaje de la ciencia alemana de principio de siglo, cuyo nombre les hizo reír el día que se los dije —yo sé por qué— Willamowitz Moellendorf, siguiendo en esto la tradición de casi todos los que lo precedieron, expresa que el discurso de Agatón como él se expresa, se carácteriza por su Nichtigkeit, su nulidad.

Es extraño que Platón haya puesto ese discurso en boca del que va a preceder inmediatamente el discurso de Sócrates, en boca del que es, no lo olvidemos, el amado de Sócrates actualmente y en esta ocasión, en el momento del Banquete.

Asimismo, eso por lo que Sócrates va a introducir su intervención está en dos puntos. Antes que nada, aún antes que Agatón hable, hay una suerte de intermedio donde Sócrates mismo, ha dicho algunas cosas como: después de haber escuchado todo lo que se escuchó, y si ahora Agatón agrega su discurso a los otros, cómo voy yo a poder hablar. Agatón por su parte, se excusa. El también anuncia alguna duda, algún temor, alguna intimidación a hablar ante un público digamos, tan ilustrado, tan inteligente y frenético (frenes).

Y se hace una especie de bosquejo de discusión, de debate, con Sócrates que comienza en ese momento a interrogar un poco a propósito de la observación que ha sido hecha, y es que si Agatón, el poeta trágico, acaba de triunfar en la escena trágica, es que en la escena trágica se dirige a la muchedumbre, y que aquí se trata de otra cosa. Y empezamos a comprometernos en una pendiente que debería ser escabrosa. No sabemos adónde nos conducirá cuando Sócrates comienza a interrogarlo: Es más o menos esto.  

¿No te ruborizarías tú, por algo en lo que, sólo delante nuestro, te muestras eventualmente inferior? Ante los otros, ante el tropel, ante la muchedumbre, ¿te sentirías sereno, avanzando temas que estuvieran menos seguros? Y aquí, dios mío, no sabemos muy bien en qué nos comprometemos. Si es en una especie de aristocratismo, si puede decirse, del diálogo, o si por el contrario, el fin de Sócrates es mostrar, como parece más verosímil, y como toda su práctica lo testimonia, que hasta un esclavo, que hasta un ignorante, es susceptible, convenientemente interrogado, de mostrar en sí mismo los gérmenes de la verdad los gérmenes del juicio seguro.

Pero sobre esta pendiente, alguien interviene, y es Fedro, que interrumpe a Agatón, no dejando a Sócrates llevarlo hasta ese punto.

El sabe que Sócrates no tiene otros placeres y lo dice expresamente, más que el de hablar con aquél que él ama. Y si nos metiéramos en ese diálogo, no se terminaría más.

Entonces, Agatón toma allí la palabra, y Sócrates se encuentra en postura de retomarlo. El lo retoma. Para hacerlo, no tiene, si puede decirse, más que la parte más bella y el método, al punto que se muestra brillante en cuanto a su superioridad, tanto como con la comodidad con la que él hace aparecer en medio del discurso de Agatón, lo que viene de manifestarse dialécticamente. Y el prejuicio es tal que eso no puede ser aquí más que una refutación, que una anulación del discurso de Agatón, hablando con propiedad, de manera de denunciar con eso la ineptitud, la Nichtigkeit, la nulidad, que los comentadores, y notablemente el que evocaba hace unos instantes, piensan que Sócrates mismo duda en llevar a tal punto la humillación de su interlocutor, y que hay allí un resorte de lo que vamos a ver, y es que Sócrates en un momento dado se detiene, hace hablar en su lugar, toma la mediación de la que no será seguidamente en la historia más que una figura prestigiosa, Diótima, la extranjera de Mantinea; y que si él hace hablar a Diótima, y si él se hace enseñar por Diótima, es para no quedar más tiempo frente a quien él dudó el golpe decisivo en postura de magister.

El mismo se hace enseñar, se hace enlazar por ese personaje imaginario en el sentido de moderar la confusión que ha impuesto a Agatón.  

Esta es la posición que yo desmentiría, ya que si miramos el texto más de cerca, creo que no podríamos decir que esté allí todo su sentido. Diría que allí mismo donde se nos quiere mostrar, en el discurso de Agatón, una especie de confesión de equivocación: «temo, Sócrates, no tener absolutamente nada sobre las cosas que estaba por decir», esta impresión que nos queda al escucharle es más bien la de alguien que responde: no estamos en el mismo plano. Hablé en una forma que tenía un sentido, que tenía un sustrato, hablé digamos casi por enigma (no olvidemos ketainos ainitomai, nos lleva directamente a la etimología misma del enigma). Lo que dije, lo he dicho en un cierto tono.

Y tan pronto como leemos en el discurso respuesta de Sócrates que hay una cierta forma de concebir la alabanza que por un momento Sócrates desvaloriza, es a saber, el poner, el enredar alrededor del objeto de la alabanza todo lo que puede haber de mejor. ¿Pero, es esto lo que ha hecho Agatón? — Al contrario, parece que en el extremo mismo de ese discurso, había algo que parecía sólo demandar ser escuchado, Para decirlo todo, durante un instante podemos, al escuchar en una forma que creo es la correcta, la respuesta de Agatón, tenemos finalmente la impresión de que al introducir su crítica, su dialéctica, su modo de interrogación, Sócrates se encuentra en la posición pedante.

Quiero decir, que es claro que Agatón hace, sea como sea, que participe de una especie de ironía. Es Sócrates quien, al llegar aquí con sus alevosas alusiones, cambia simplemente las reglas del juego. Y a decir verdad, cuando Agatón retoma, et cofanai, Sócrates etc… no me pondría a antilogar (antiloguer), a discutir contigo, sino que estoy de acuerdo, adelante según tu modo, según tu forma de hacerlo, hay aquí alguien que se suelta y que dice al otro, ahora pasemos al otro registro, a la otra forma de proceder con la palabra.

Pero no se podría decir, como los comentadores, y hasta este cuyo texto tengo bajo mis ojos, León Robin, que es un signo de impaciencia de parte de Agatón. Para decirlo todo, si verdaderamente el discurso de Agatón puede ponerse entre las comillas de ese juego verdaderamente paradojal, de esa suerte de proeza sofística, no podemos más que tomarlo en serio, es la mejor manera, lo que Sócrates mismo dice de ese discurso que, para usar el término francés que mejor le corresponde, lo apabulla, lo petrifica (le méduse), como lo ha dicho expresamente, ya que Sócrates hace un juego de palabras sobre el nombre de Gorgias y la figura de la Gorgona. (le méduse)

Un discurso tal, cierra la puerta al juego dialéctico, petrifica a Sócrates, y lo transforma, dice, en piedra. Pero no hay allí un efecto a despreciar. Sócrates llevaba las cosas al plano de su método, y de su método interrogativo, de su forma de preguntar, de su forma tan sometida a nosotros por Platón, de articular, de dividir el objeto, de operar según esta diaresis gracias a la cual el objeto se presenta al examen como siendo situado, articulado de una manera en que podemos identificar el registro con el progreso al constituir un desarrollo sugerido en el origen, por el método socrático del saber.

Pero el alcance del discurso agatónico, no está por lo tanto anulado. Es de otro registro, pero queda como ejemplar. Juega, para decirlo todo, una función esencial en el progreso de lo que se nos demuestra por la vía de la sucesión de elogios concernientes al amor. Sin duda es significativo para nosotros, rico en enseñanzas, que sea el trágico, quien sobre el amor o del amor haya hacho, si puede decirse, el romancero cómico, que sea el cómico Aristófanes el que haya hablado del amor con un acento casi moderno, de su sentido de la pasión. Esto es eminentemente, para nosotros, rico en sugestiones, en preguntas. Pero la intervención de Sócrates, interviene en materia de ruptura, y no de algo que desvaloriza, reduce a nada, lo que en el discurso de Agatón acaba de ser enunciado. Y después de todo, podemos tomarlo por nada, y por una simple antifrase, al hecho de que Sócrates pone todo su acento sobre el hecho de que era—le dice, hablando con propiedad, (kalos kalon) un hermoso discurso; ¿qué ha hablado él tan hermosamente?.

Frecuentemente, la evocación del ridículo, eso que puede provocar risa, ha sido hecho en el texto que precede. No parece decirnos que sea de ninguna manera el ridículo del que se tratara en el momento de ese cambio de registro, y en el momento en el que Sócrates lleva el vértice que su dialéctica ha hundido en el sujeto, para aportar allí lo que se espera de la luz socrática. Es un discurso del que tenemos el sentimiento, no de una puesta en balanza que sea enteramente para anular lo que en el discurso de Agatón ha sido formulado.

Aquí, no podemos dejar de remarcar que en el discurso de Sócrates que se articula como siendo propiamente método, su método interrogativo, lo que hace que, si ustedes me permiten ese juego de palabras en griego, el eromenós, el amado, se transforma en erotomenós, el interrogado, con esta interrogación propiamente socrática, Sócrates no hace surgir más que un tema, que es el que, desde el comienzo de mi comentario, enuncié muchas veces, es, a saber, la función de la falta.

Todo lo que Agatón dice más especialmente, lo bello, por ejemplo, le pertenece, es uno de sus atributos decir todo esto, sucumbe ante la interrogación, este señalamiento de Sócrates: ¿este amor del que tu hablas, es o no amor de alguna cosa, es tenerlo o no tenerlo? ¿Puede uno desear lo que ya tiene? Paso el detalle de la articulación de esta pregunta propiamente dicha. El la gira, la da vuelta otra vez, con una agudeza que, como siempre, hace de su interlocutor alguien que él maneja, que él maniobra. Esta aquí la ambigüedad del cuestionario. Sócrates sabe que él es siempre el maestro (maître) también aquí donde, para nosotros que leemos, en muchos casos podría parecer la escapatoria. Poco importa, por otra parte, saber lo que en esta ocasión debe o puede desarrollarse con todo rigor. Es el testimonio socrático lo que aquí nos importa, y también lo que Sócrates introduce, quiere expresamente producir, lo que convencionalmente él habla para nosotros.

Nos es atestiguado, que el adversario, no podría rechazar la conclusión, es a saber, cómo él se manifiesta expresamente, en ese caso como en cualquier otro, concluye, el objeto del deseo, para aquél que experimenta el deseo, es algo que no esta de ninguna manera a su disposición, y que no esta presente. En conclusión, es algo que él no posee, algo que él no es él mismo, se traduce, algo de lo cual él está desprovisto. Es de esta suerte de objeto, del que él tiene deseo (citación griega). El texto está traducido, ciertamente, en forma muy débil. El desea todo meeï, tomou etoïmos. Es, hablando con propiedad, lo que no está listo para llevar. Tou metarontos lo que no está aquí, lo que él no tiene. O meekeï ome estino tos, que no es él mismo, eso de lo cual él está faltante, eso que le falta esencialmente.

Está aquí eso que es articulado por Sócrates en lo que él introduce en ese discurso nuevo, de algo de lo cual él ha dicho que no se ubica sobre el plano del juego verbal. Por lo que diríamos que el sujeto es capturado, cautivado, es petrificado, fascinado.

Es en lo que él se distingue del método sofístico Es que él hace residir el progreso de un discurso que, nos dice, él prosigue sin búsqueda de elegancia, con las palabras de todos, en este intercambio, ese diálogo, ese consentimiento obtenido por aquél a quien se dirige, y en ese consentimiento presentado como el surgimiento, la evocación necesaria, en aquél a quien se dirige, de conocimientos que él ya tiene. Está aquí, ustedes lo saben, el punto de articulación esencial sobre el cual reposa toda la teoría platónica. tanto como la del alma, de su naturaleza. de su consistencia, de su origen.

En el alma, ya, están todos esos conocimientos, que basta con preguntas justas para re-evocar, para revelar. Esos conocimientos están aquí desde siempre, y atestiguan de alguna manera la precedencia, la antecedencia de conocimientos, el hecho de que ella, y no solamente desde siempre, sino que a causa de ella, no podemos más que suponer al alma como participando de una anterioridad infinita. Ella no es solamente inmortal, ella es, desde siempre, existente.

Y está aquí, lo que ofrece campo y presta al mito de la metempsicosis, de la reencarnación, que sin duda sobre el plano del mito, sobre otro plano, el de la dialéctica, es asimismo, lo que acompaña al margen el desarrollo del pensamiento platónico.

Pero aquí algo está hecho como para golpearnos, es que, habiendo introducido lo que llamé recién ese vértice de la noción, de la función de la falta como esencial, constitutiva de la relación del amor, Sócrates, hablando en su nombre, se sostiene aquí en eso. Y es sin duda formular una pregunta justa, el preguntarse por qué él se substituye a la autoridad de Diótima.

Pero nos parece también que es resolver esta pregunta sin mucho esfuerzo, el decir que es para cuidar el amor propio de Agatón. Las cosas son como se nos lo dice, a saber, que Platón no tiene más que hacer una maniobra elemental de judo; o de jiu jitsu: te lo ruego, yo no sabía ni siquiera lo que decía, mi discurso está en otra parte, como él lo dice expresamente. No es tanto Agatón el que está en dificultades sino Sócrates mismo.

Y como nosotros no podemos suponer, de ninguna forma, que esté aquí lo que fue concebido por Platón, el mostrarnos a Sócrates como un pedante de pies pesados, después del discurso ciertamente aéreo, no lo sería más que en un estilo divertido como es el de Agatón debemos pensar que si Sócrates pasa la mano en su discurso, es por otra razón más que el hecho de que él no sabría continuar, y esta razón podemos enseguida situarla, es en razón de la naturaleza, de la cuestión, de la cosa, del to pragma, del que se trata.

Podemos sospechar, y verán que lo que sigue lo confirma, que es porque se habla del amor que hay que pasar por esto, que él es llevado a proceder así. Notemos en efecto el punto al cual ha llevado su pregunta. La eficacia que ha promovido, producido como siendo la función de la falta, es de una forma muy patente el retorno a la función deseante del amor, la substitución de epitemei, deseo, por era, él ama. Y en el texto se ve el momento en que interrogando a Agatón sobre el hecho de que él piense o no que el amor sea amor de alguna cosa, se substituye el término amor, o deseo de alguna cosa.

Es evidente, por lo tanto qué el amor se articula en el deseo, se articula en una forma que aquí no está, hablando con propiedad, articulada, que la substitución no es, se puede legítimamente objetarla, la función misma del método que es aquél del saber socrático, y justamente, porque la substitución es aquí un poco rápida, que tenemos derecho de marcarla y señalarla.

No es decir, por lo tanto, que haya error, ya que es alrededor de la articulación de eros amor y del eros deseo que va a girar efectivamente toda la dialéctica tal cual se desarrolla en la totalidad del diálogo. Aún conviene que la cosa sea marcada al pasar.

Aquí remarquemos aún que lo que es, hablando con, propiedad, la intervención socrática, no es por nada qué la encontramos así aislada. Sócrates va precisamente hasta el punto en el que, lo que yo llamé la última vez su método, que es él de llevar el efecto de su cuestiona miento sobre eso que llamé la coherencia del significante es a ciencia cierta manifiesto, visible en la elocución misma, en la forma en que él introduce su pregunta a Agatón (citación griega): ¿sí o no el amor es amor de alguna cosa o de nada? Y aquí él precisa, pues el genitivo griego tanto como el genitivo francés, tiene sus ambigüedades algo puede tener dos sentidos, y esos sentidos están de alguna manera acentuados en una forma casi masiva, caricatural en la distinción que hace Sócrates. Tinos puede querer decir ser de alguien, ser el descendiente de alguien. Lo que te pregunto, no es, si estas en relación, dice, con tal Padre o con tal madre, sino lo que hay detrás.

Esta es, justamente, toda la teogonía que se trató al principio del diálogo. No se trata de saber de qué desciende el amor, de quién el es. Como se dice, mi reino no es de este mundo. De qué dios es el amor, para decirlo todo. Se trata de saber, sobre el plano de la interrogación del significante, de qué, como significante, el amor es el correlativo. Y es por eso que se encuentra marcado, no podemos nosotros, me parece, no danos cuenta que lo que opone Sócrates a esta forma de formular la pregunta de quién es este amor, que ese de cuya misma cosa se trata, dice, que de ese… lo reencontramos aquí, porque eso que reencontramos es el mismo padre, qué es lo que esto implica? no un padre real, a saber ese que él tiene como niño, sino que cuando se habla de padre, se habla necesariamente de un hijo. El padre es padre de un hijo por definición, en tanto que padre.»Dirías tú, sin ninguna duda, si quisieras dar una buena respuesta» traduce León Robin, «que es precisamente de un hijo que el padre es padre».

Estamos aquí, ciertamente, sobre el terreno que es el propio donde se desarrolla la dialéctica socrática de interrogar al significante sobre su coherencia de significante. Aquí él es fuerte, aquí él es seguro. Y así mismo lo que permite esta substitución un poco rápida de la cual hablé entre el eros y el deseo, es esto. Es con todo un proceso, un progreso que es marcado dice, por su método.

Si él pasa la palabra a Diótima, ¿por qué sería sólo concerniente al amor que las cosas no podrían, con el método propiamente socrático, ir más lejos? Pienso que todo va a demostrarlo, y el discurso de Diótima mismo.

¿Por qué, diría yo, tendríamos que sorprendernos de eso? Si hay un paso que constituye, respecto de la contemporaneidad de los sofistas, el initium de la gestión socrática, es que un saber, el único seguro, nos dice Sócrates en el Fedón, puede afirmarse con la sola coherencia de ese discurso que es diálogo, de ese discurso que se prosigue alrededor de la aprehensión necesaria, de la aprehensión como necesaria, de la ley del significante.

Cuando se habla de lo par y de lo impar, los cuales, tengo acaso necesidad de recordárselos, en mi enseñanza aquí, pienso haber puesto suficientes cuidados, haberlos ejercitado lo suficiente como para mostrarles que se trata aquí del dominio enteramente cerrado sobre su propio registro, que lo par y lo impar no deben nada a ninguna otra experiencia más que a aquélla del juego de significantes mismos, que no hay de lo par ni de lo impar, dicho de otra forma, de lo contable, que lo que es llevado ya a la función de elemento del significante, de grano de la cadena significante. Se pueden contar las palabras o las sílabas, pero no se pueden contar las cosas más que a partir de esto, pues las palabras y las sílabas están ya cantadas.

Estamos en ese plano, cuando Sócrates toma, fuera del mundo confuso de la discusión, del debate de los físicos que lo preceden, como de los sofistas que a distintos niveles, a distintos títulos, organizan lo que llamaremos en forma abreviada —ustedes saben que no me decido por esto más que con reservas— el poder mágico de las palabras, como Sócrates afirma ese saber interno al juego del significante. El plantea al mismo tiempo que ese saber, enteramente transparente a él mismo, que es esto lo que constituye la verdad.

Por lo tanto, no es sobre ese punto que hemos dado el paso por el que estamos en discordia con Sócrates, en ese paso, sin duda esencial que asegura la autonomía de la ley del significante, Sócrates prepara para nosotros ese campo del verbo, justamente, hablando con propiedad, él, habrá permitido toda la crítica del saber humano como tal. Pero la novedad, suponiendo que lo que les enseño concerniente a la revolución freudiana sea correcto, es justamente esto, que algo puede sustentarse en la ley del significante; no solamente sin que esto comporte un saber, sino excluyéndolo expresamente, es decir, constituyéndose como inconsciente, es decir, como necesitando a su nivel el eclipse del sujeto, para subsistir como cadena inconsciente, como constituyendo lo que hay de irreductible en su fondo, en la relación del sujeto al significante.

Esto, para decir que es por eso que somos los primeros, si no los únicos, en no estar necesariamente sorprendidos de que el discurso propiamente socrático, el discurso de la episteme, del saber transparente a sí mismo, no pueda continuarse más allá de un cierto límite concerniente a tal objeto, cuando ese objeto, suponiendo que sea aquél sobre el cual el pensamiento freudiano ha podido aportar nuevas luces, este objeto es el amor.

Sea como sea, que ustedes me sigan aquí, o que no me oigan, es claro que no podemos, en un diálogo cuyos efectos se han mantenido a través de las edades con la fuerza y la constancia, la potencia interrogativa y la perplejidad que se desarrolla alrededor, como es el del Banquete de Platón, contentarnos con razones tan miserable como que si Sócrates hace hablar a Diótima es simple mente para evitar herir en exceso el amor propio de Agatón.

Si me permiten una comparación que guarda todo su valor irónico, supongan que debo desarrollar el conjunto de mi doctrina sobre el análisis, verbalmente, y que, verbalmente o por escrito, poco importa, haciéndolo en un momento dado paso la palabra a Françoise Dolto, ustedes dirán: aquí hay algo, ¿por qué? ¿por qué él hace esto? Suponiendo, claro, que si pasara la palabra a Francoise Dolto, no sería para hacerle decir estupideces. No sería ese mi método, y por otra parte, tendría dificultades en ponerlas en su boca.

Esto molesta mucho menos a Sócrates, como vamos a ver, ya que el discurso de Diótima se carácteriza por algo, y es que en todo momento, deja hiancias por delante, de las que seguramente comprendemos por qué no es Sócrates quien las asume. Más bien Sócrates las puntúa, a esas hiancias, con toda una serie de réplicas que son en cierta forma, es sensible, basta con leer el texto, cada vez más divertidas. Quiero decir que son réplicas ante to lo muy respetuosas, luego cada vez más de estilo: tú crees luego seguidamente: sea, vayamos ahora hasta allí donde me llevas, y luego al final esto se transforma en: diviértete hija mía, yo te escucho, conversa siempre. Tienen que leer ese discurso para darse cuenta que es eso de lo que se trata.

Aquí no puedo dejar de hacer un señalamiento que no parece haber llamado la atención de los comentadores. Aristófanes a propósito del amor, introdujo un término que es transcripto simplemente en francés bajo el nombre de dioiquismo (dioecisme). No se trata de otra cosa que de esta spaltung, de esta división del ser primitivo redondo, de esta especie de esfera irrisoria cuyo valor les dije, de la imagen aristofánica, Y ese dioiquismo, él lo llama así por comparación con una práctica que en el contexto de las relaciones comunitarias, de las relaciones de la ciudad, que era el resorte sobre el cual jugaba toda la política en la sociedad griega, consistía en que, cuando se quería terminar con una ciudad enemiga —eso se hace aún en nuestros días— se dispersaba a los habitantes, se los ponía en lo que se llama los campos de reagrupamiento. Esto había sido hecho no hacía mucho tiempo en el momento en que el Banquete era editado, y es asimismo, una de las referencias alrededor de la cual gira la fecha que podemos hacerle atribuir al Banquete. Hay aquí, parece, algún anacronismo. La cosa a la cual Platón haría alusión, a saber una iniciativa de Esparta, pasándose posteriormente al texto, al presunto encuentro del Banquete y de su desarrollo alrededor de la alabanza del amor.

Ese dioiquismo es muy evocador para nosotros. No es por nada que he empleado recién el término de spaltung, término evocador de la escisión (refente) subjetiva. ¿Es que hay algo en el momento en que eso que estoy por ex poner ante ustedes, en la medida en que algo, cuando se trata del discurso del amor, escapa al saber de Sócrates, que haga que Sócrates se borre, se dioiquice y haga hablar a una mujer en su lugar? Por qué no la mujer que hay en él.

Sea como fuere, nadie lo discute, y ciertamente, Willamovitz Moellendorf en particular, han acentuado, subrayado, que hay, en todo caso, una diferencia de naturaleza de registro en lo que Sócrates desarrolla sobre el plano de su método dialéctico, y lo que él nos presenta a titulo de mito a través de todo lo que nos transmite, nos restituye el testimonio platónico. Debemos siempre, y en el texto está, siempre netamente separado, cuando se llega, y en muchos otros campos además de aquél del amor, a un cierto término de lo que puede ser obtenido sobre el plano de la episteme, del saber, para ir más allá, nos es concesible que haya un límite, siendo que el plano del saber es únicamente lo que es accesible para hacer jugar pura y simplemente la ley del significante en la ausencia de conquistas experimentales avanzadas, es claro que en muchos dominios, en los cuales podemos prescindir de esto es urgente pasar al mito de la palabra.

Lo que hay de remarcable, es justamente este rigor que hace que cuando se engancha esto, se conecta sobre el plano del mito, Platón sabe siempre perfectamente lo que hace, o lo que hace hacer a Sócrates, y se sabe que se está en el mito. Mito, no quiero decir en su uso común. Ludos lekei no quiere decir eso. Lo que se dice es eso. Y a través de toda la obra platónica vemos, en el Fedón, en el Thimeo, en la República, surgir los mitos en el momento en que son necesarios para suplantar la hiancia de lo que no puede ser asegurado dialécticamente. A partir de a quí, veremos mejor eso que constituye lo que se puede llamar el progreso del discurso de Diótima. Alguien aquí un día escribió un artículo que llamó, si mi recuerdo es bueno: Un deseo de niño. Este artículo estaba enteramente construido sobre la ambigüedad que tiene este término: deseo del niño, en el sentido en que es el niño quien desea, deseo de niño, en el sentido en que se desea tener un niño. No es un simple accidente del significante si las cosas son así. Y la prueba es que ustedes han podido, asimismo, remarcar, que es alrededor de esa ambigüedad que acaba de pivotear la ligazón del problema por Sócrates.

Qué nos decía a fin de cuentas, Agatón, que el eros era eros de lo bello, el deseo de lo bello. Diría en el sentido en el que se diría que el dios bello desea. Y lo que Sócrates le ha replicado es que un deseo de lo bello implica que lo bello no se posea. Esas argucias verbales no tienen el carácter de vanidad, de punta de aguja, de confusión, de las cuales uno podría estar tentado de desviarse. La prueba es qué es alrededor de esos dos términos que va a desarrollarse todo el discurso de Diótima.

Y ante todo, para marcar bien la continuidad, Sócrates dirá que es sobre el mismo plano, con los mismos argumentos de los que se sirvió con respecto a Agatón, que Diótima introduce su diálogo con él. La extranjera de Mantinca, que nos es presentada como un personaje de sacerdotisa, de maga, no olvidemos que en el momento crucial de ese Banquete se nos habla mucho de esas artes de la adivinación, de la forma de operar, de hacerse satisfacer por los dioses para desplazar las fuerzas naturales, es una sabia en esos asuntos de brujería, de mántica, como diría el conde de Cabanis, de toda koesi. El término es griego y está en el texto. También se nos dice de ella algo de lo cual me sorprende no se haga mucho caso al leer el texto. Es que ella habría logrado, por sus artificios, alejar por diez años la peste de Atenas, más allá de lo que habla sido convenido.

Hay que confesar que esta familiaridad con el poder de la peste es sin embargo, como para hacernos reflexionar, para hacernos situar en la estatura y en el modo de andar de la figura de una persona que va a hablar del amor.

Es en ese plano que las cosas se introducen, es en ese plano que ella se engancha concerniente a lo que Sócrates, que en ese momento se hace el ingenuo, o finge perder su opinión, le formula la pregunta: entonces, si el amor no es bello, quiere decir que es feo. He aquí en efecto, donde desemboca la continuación del método llamado aproximadamente del si o del no, de presencia o de ausencia. y de lo propio de la ley del significante: lo que no es bello es feo. He aquí al menos lo que implica en todo rigor una prosecución de la forma habitual de interrogación de Sócrates.

A lo que la sacerdotisa está en postura de responderle: hijo mío, diría yo, no blasfemes. ¿Y por qué todo lo que no es bello tendría que ser feo? Para decirlo, ella nos introduce el mito del nacimiento del amor, sobre el que vale sin embargo la pena que nos detengamos. Les señalaré que este mito existe solamente en Platón, que entre las innumerables exposiciones míticas sobre el nacimiento del amor en la literatura antigua —me he tomado el trabajo de examinar una parte de estos— no hay trazo de algo que se parezca a lo que va a ser enunciado allí. Es sin embargo el mito que ha quedado, si puedo decirlo, como el más popular. Parece entonces muy claro que un personaje que no debe nada a la tradición en la materia, para decirlo todo, un escritor de la época de la Aufklärung como Platón, es susceptible de forjar un mito, y un mito que se vehiculiza a través de los siglos en una forma viviente como para funcionar como mito, ya que, quien no sabe, después que Platón nos lo dijo, que el amor es hilo de Poros y de Penia.

Poros, el autor cuya traducción tengo ante mi simplemente porque es la traducción que está frente al texto griego, lo traduce de una forma que no es, ciertamente sin pertinencia, por-«medio» (par expedient). Si expedient quiere decir recurso, seguramente es una traducción válida. Astucia, también, si ustedes quieren, ya que poro es hijo de Metis, que es aún más la invención que la sabiduría. Frente a él tenemos la persona femenina en la materia, la que va a ser la madre del amor, que es Penia, a saber, la pobreza, aún la miseria, articulada en una forma en el texto que se carácteriza por lo que ella conoce bien es la aporía, a saber, que ella está sin recursos. Es lo que ella sabe de ella misma, que en lo que hace a los recursos, ella no los tiene.

Y la palabra aporía, ustedes la conocen, es la misma palabra que nos sirve concerniente al proceso filosófico, es un callejón sin salida, es algo para lo cual somos incapaces de encontrar una solución, estamos en el límite de los recursos.

He aquí, entonces, la aporía hembra frente a Poros, el medio. Lo que nos parece esclarecedor. Pero hay algo hermoso en este mito, es que para que Penia engendre a Amor con Poros, es necesaria una condición que él expresa, y es que en el momento en que esto ocurrió, era la Aporía que vigilaba, que tenía el ojo bien abierto, y había venido, se nos dice, a las fiestas del nacimiento de Afrodita, y como buena Aporía que se respeta, en esa época jerárquica, se había quedado en los escalones cerca de la puerta. Ella no había entrado. Bien entendido por ser Aporía, es decir no tener nada para ofrecer, ella no entró en la sala del festín. Pero la felicidad de las fiestas es justamente que allí pasan cosas que trastocan el orden habitual, y que Poros se duerme. Se duerme porque está ebrio es lo que permite a Aporía hacerse embarazar por él, es decir tener ese vástago que se llama el Amor, y cuya fecha de concepción coincidirá entonces con la fecha de nacimiento de Afrodita. Es por eso, se nos explica, que el amor tendrá siempre alguna relación obscura con lo bello. Es de lo que va a tratarse en todo el desarrollo de Diótima es porque Afrodita es una diosa bella.

He aquí entonces, las cosas dichas claramente. Es que por una parte lo masculino es deseable y lo femenino es activo. Que es más o menos así que las cosas ocurren en el momento del nacimiento del amor, y que cuando se formula que el amor es dar lo que no se tiene —créanme, no soy yo quien les dice esto a propósito de ese texto, como para sacarles una de mis …—es evidente que es de eso de lo que se trata, ya que la pobre aporía por definición, por estructura, no tiene, hablando con propiedad nada para ofrecer, más que su falta, Aporía constitutiva. Y lo que me permite decirles que no traigo aquí nada de forzado, es que la expresión, dar lo que uno no tiene, si ustedes quieren remitirse al índice 202a del texto del Banquete, lo encontrarán escrito con todas las letras como forma del desarrollo que a partir de aquí Diótima dará a la función del amor, a saber anetou ekei lagon oounaï.

Es, exactamente calcado, a propósito: del discurso, la fórmula: dar lo que no se tiene. Se trata aquí de dar un discurso, una explicación válida sin tenerla. Se trata del momento en el que en su desarrollo Diótima será llevada a decir a qué pertenece el amor. Y bien, el amor pertenece a una zona, una forma de asunto, de cosa, de pragma, de praxis que es del mismo nivel, de la misma calidad que la doxa, a saber esto que existe, a saber, que hay discursos, comportamientos, opiniones —es la traducción que le damos al término doksa— que son verdaderos sin que el sujeto pueda saberlo.

Kadoksa, —en tanto que ella es verdadera, pero que ella no es episteme, es uno de los engaños de la doctrina platónica, cuyo campo es necesario distinguir. El amor como tal es algo que forma parte de ese campo. Está entre la episteme y la amartia. Así como está entre lo bello y lo verdadero. El no es ni lo uno ni lo otro. Para recordar a Sócrates que su objeción —objeción fingida, sin dada, ingenua,— que si el amor no posee lo bello, sería entonces feo, él no es feo. Hay todo un aspecto que está, por ejemplo, ejemplificado por la doxa a la cual nos referimos permanentemente en el discurso platónico, y que puede mostrar que el amor, según el término platónico es metaxy, entre los dos.

Eso no es todo. No podríamos contentarnos con una definición tan abstracta, es decir negativa del intermediario. Es aquí que nuestra locutora, Diótima, hace intervenir la noción de lo demoníaco; la noción de lo demoníaco como intermediario entre los inmortales y los mortales, entre los dioses y los hombres es esencial aquí para evocar en lo que ella confirma, eso que les he dicho de lo que debemos pensar sobre lo que son los dioses, a saber, que pertenecen al campo de lo real.

Nos es dicho, esos dioses existen, su existencia no está de ninguna manera aquí cuestionada, y lo demoníaco, el demonio, el daïmon, hay otros además del amor, y es eso por lo que los dioses hacen escuchar su mensaje a los mortales, ya sea que duerman o estén despiertos. Cosa extraña que no parece tampoco haber retenido mucho la atención, es que sea que duerman, sea que estén despiertos, si escucharon mi frase, ¿a qué se refiere esto? ¿a los dioses o a los hombres? Y bien, les aseguro que en el texto griego se puede dudar de esto. Todo el mundo traduce, según el buen sentido, que esto se refiere a los hombres, pero es en el caso del dativo, precisamente, donde están los theos en la frase, de manera que es un pequeño enigma más, en el que no nos detendremos mucho.

Simplemente digamos que el mito sitúa el orden de lo demoníaco en el punto en el que nuestra psicología habla del mundo del animismo. Está hecho, de alguna manera también, como para incitarnos a rectificar, lo que tiene de sucinta esta noción que el primitivo tendría de un mundo animista.

Lo que se nos dice aquí, al pasar, es que es el mundo de los mensajes que llamaremos, enigmáticos, lo que quiere decir, solamente para nosotros, de mensajes en los que el sujeto no reconoce el suyo propio. El descubrimiento del inconsciente es esencial en esto, en que nos ha permitido escuchar el campo de los mensajes que podemos autentificar, los únicos que podríamos autentificar como mensajes, en el sentido propio de ese término, en tanto que está fundado en el dominio de lo simbólico: a saber, que muchos de los mensajes que nosotros creemos que son válvulas de lo real, no son más que los nuestros propios. Que esto es, lo que es conquistado sobre el mundo de los dioses. Está aquí también, lo que, en el punto en el que estamos, no está todavía conquistado. Es alrededor de esto que lo que va a desarrollarse en el mito de Diótima, lo continuaremos paso a paso la próxima vez, y habiendo dado la vuelta, veremos por qué está condenado a dejar opaco eso que es el objeto de las alabanzas que constituyen la continuación del Banquete, está condenado a dejarlo opaco, y a ajan como campo en el que puede desarrollarse la elucidación de su verdad, solamente lo que va a seguir a partirle la entrada de Alcibíades.

Lejos de ser un agregado, una parte caduca, es decir a desechar, esta entrada de Alcibíades es esencial, ya que ea ella, es en la acción que su desarrolla a partir de la entrada de Alcibíades, entre Alcibíades, Agatón y Sócrates, que puede ser dada solamente en una forma eficaz, la relación estructural que está allí mismo, y que podremos reconocer lo que el descubrimiento del inconsciente y la experiencia del psicoanálisis, especialmente transferencial, nos permite, finalmente, poder expresarnos en una forma dialéctica.