Seminario 9: Clase 15, del 28 de Marzo de 1962

Seminario 9, clase 15
¿Para qué nos sirve la topología de esta superficie llamada toro en tanto su inflexión constituyente, lo que necesita sus vueltas y retornos es lo que puede sugerirnos mejor la ley a la que el sujeto está sometido en el proceso de identificación?

Esto no podrá finalmente evidenciársenos más que cuando efectivamente hayamos realizado el rodeo de todo lo que representa y hasta qué punto conviene a la dialéctica propia del sujeto en tanto dialéctica de la identificación.

A título de referencia entonces, y para que cuando ponga en valor tal o cual punto, acentúe tal relieve, ustedes registren, si puedo decir, a cada instante el grado de orientación, el grado de pertinencia  por relación a un cierto objetivo a alcanzar de lo que en este instante avanzaré les diré que en el límite lo que puede inscribirse en ese toro, en la medida en que esto puede servirnos va a simbolizarse aproximadamente así, esta forma, esos círculos dibujados, esas letras contiguas a cada uno de esos círculos van a designárnoslo enseguida. El toro parece tener sin duda un valor privilegiado. No crean que es la única forma de superficie no esférica capaz de interesarnos; no sabría recomendarles suficientemente a aquéllos que tienen por esto alguna inclinacion, alguna facilidad, referirse a lo que se llama topología algebraica y a las formas que ella nos propone en eso que si ustedes quieren, en relación a la geometría  clásica,  la que ustedes guardan inscripta en el fondo de vuestros calzoncillos por haber pasado por la enseñanza secundaria, se presenta exactamente en la analogía  de lo que intento hacer sobre el plano simbólico, lo que he llamado una lógica souple. Esto es aún más manifiesto para la geometría de la que se trata. Pues la geometría que está en juego en la topologia algebraica se presenta en sí misma como la geometría de las figuras de goma. Es posible que los autores hagan intervenir esa goma, ese «rubber» como se dice en inglés para ubicar en el espíritu del auditor aquello de lo que se trata; se trata de figuras deformables y que a través de todas las deformaciones permanecen en relación constante. Este toro no está obligado de ser presentado  aquí en su forma plena. No crean que las superficies que se definen, que se deben definir, las que nos interesan esencialmente, las superficies cerradas, en la medida en que en todo caso el sujeto se presenta él mismo como algo cerrado, las superficiales cerradas cualquiera sea vuestro ingenio, ustedes ven que el campo está abierto a las invenciones más exhorbitantes. No crean por otra parte que la imaginación se presta de tan buen grado al forjamiento de esas formas flexibles, complejas, que se enrollan, se anudan a sí mismas. No tienen más que tratar de abandonarse a la teoría de los nudos para percibir cuán difícil es ya representarse lee combinaciones más simples; aún esto no los llevará lejos. Pues se demuestra que sobre toda superficie cerrada, por complicada que sea, ustedes llegarán siempre a reducirlas por medio de procedimientos apropiados a algo que no puede ir más lejos que una esfera provista de algunos apéndices entre los cuales justamente están  aquellos que se representan del toro como asa anexada, un asa agregada a una esfera tal como se las dibujé recientemente en el pizarrón, un asa que es suficiente para transformar la esfera y el asa en un toro desde el punto de vista de su valor topológico.

Todo puede entonces reducirse a la adjunción, a la forma de una esfera con un cierto número de asas más un cierto número de otras formas eventuales.  

Ojalá que en la reunión anterior a las vacaciones pueda iniciarlos en esta forma que es muy divertida —pero cuando pienso que la mayor parte de ustedes no sospechan siquiera su existencia— y que se denomina en inglés un «cross-cap» o lo que se puede designar por la palabra francesa mitre (mitra). Supongan un toro que tuviera por propiedad en alguna parte de su contorno el invertir su superficie, quiero decir que en un lugar que se ubica aquí entre dos puntos A y B, la superficie exterior atraviesa, la  superficie que esta detrás, las superficies  se entrecruzan una a otra.  No puedo más que indicárselos aquí. Esto tiene propiedades muy curiosas y puede incluso para nosotros ser ejemplar, en la medida en que en todo caso es una superficie  que tiene la propiedad de que la superficie externa, si ustedes quieren , se encuentra en continuidad con la cara interna al pasar al interior del objeto y puede entonces volver en una sola vuelta del otro lado de la superficie de donde partió. Es una cosa muy fácil de hacer de la manera más simple cuando, con una banda de papel, realizan lo que consiste en tomarla y torcerla de manera tal que su borde se pegue al borde extremo de manera invertida. Ustedes perciben que es una superficie que no tiene efectivamente más que una sola cara, en el sentido de que algo que se pasee allí no encuentra nunca, en cierto sentido, un límite que pase de un lado al otro sin que puedan aprehender en ningún momento dónde el pase se realizó.

Está ahí entonces la posibilidad en la superficie de una esfera cualquiera como viniendo a realizar, a simplificar una superficie por complicada que sea, la posibilidad de esa forma. Agreguemos la posibilidad de agujeros; ustedes no pueden ir más allá, es decir que por complicada que sea la superficie que ustedes se imaginen, quiero decir por ejemplo que por complicada que sea la superficie que tienen que realizar, no podrán encontrar nunca algo más complicado que esto. De manera que hay cierta naturalidad en la referencia al toro como la forma más simple intuitivamente, la más accesible.

Esto puede enseñarnos algo. Yo les he señalado la significación que podíamos dar por convención, artificio, a dos tipos de eje circular en la medida en que ellos están ahí privilegiados. El que realiza la vuelta de lo que se puede denominar el círculo generador del toro, si es un toro de revolución en tanto susceptible de repetirse indefinidamente; de algún modo el mismo y siempre distinto, está realizado para representarnos la insistencia significante y especialmente la existencia de la demanda repetitiva, por otra parte lo que está implicado en esta sucesión de vueltas, a saber una circularidad consumada y al mismo tiempo desapercibida por el sujeto que se encuentra ofrecer para nosotros una simbolización pasiva evidente y de algún  modo máxima en cuanto a la sensibilidad intuitiva de lo que está implicado en los términos mismos del deseo inconsciente en la medida en que el sujeto sigue sus vías y sus caminos sin saberlo. A través de todas esas demandas este deseo inconsciente es de algún modo por sí sólo la metonimia de todas esas demandas y ustedes ven allí la encarnación viviente de esas referencias a las que los he acomodado, habituado, a lo largo de mi discurso: particularmente metáforas y metonimias

Aquí la metonimia encuentra de algún  modo su aplicación más sensible como manifestada por el deseo en tanto el deseo es lo que articulamos como supuesto en la sucesión de todas las demandas en tanto son repetitivas. Nos encontramos ante algo en lo que ustedes ven que el círculo aquí descripto merece que lo afectemos por el símbolo D en tanto símbolo  de la Demanda. Ese algo que concierne al círculo interior debe tener que ver con lo que denominaré el deseo metonímico. Y bien, hay entre esos círculos, el intento que podemos hacer, un círculo privilegiado que es fácil de describir: es el círculo que partiendo del exterior del toro encuentra el modo de abrocharse no simplemente al insertar el toro en su espesor de asa, no simplemente por pasar a través del agujero central, sino de envolver el agujero central sin por eso pasar por el agujero central. Ese círculo tiene el privilegio de hacer los dos a la vez. Pasa a través y lo envuelve. Está hecho entonces de la adición de esos dos círculos es decir representa D + d, la adición de la demanda y el deseo, de alguna manera nos permite simbolizar la demanda con su subyacencia de deseo.

¿Cuál es el interés de esto? El interés de esto consiste en que llegamos a una dialéctica elemental, a saber la de la oposición de dos demandas, si en el interior de este mismo toro simbolizo por otro círculo análogo la demanda del Otro con lo que va a comportar para nosotros de » o. . . o. . . » , «o lo que demando»,  »o lo que demandas»; vemos esto todos los días en la vida cotidiana, esto para recordarles que en las condiciones privilegiadas en el nivel que vamos a buscarla, interrogarla en el análisis, es necesario que recordemos esto, a saber la ambigüedad que hay siempre en el uso mismo del término «o», «o bien», ese término de la disyunción simbolizado en lógica así: a V b.

Hay dos usos de «o…, o…». No es por nada que la lógica marca todos sus esfuerzos y si puedo decir se esfuerza por conservarle siempre los valores de la ambigüedad, a saber para mostrar la conexión de un «o…, o…» inclusivo; con un «o…,o…» exclusivo.

Que el «o…, o…» que concierne por ejemplo a esos dos círculos puede querer decir dos cosas: la elección entre uno de los dos círculos. ¿Pero acaso esto quiere decir que simplemente en cuanto a la posición del «o…, o…» hay exclusión? No, lo que ustedes ven es que el círculo en el cual voy a introducir ese «o…,o…» comporta lo que se llama la intersección simbolizada en lógica por el A. La relación del deseo con una cierta intersección que comporta ciertas leyes no es apelada simplemente para poner en el terreno, matter of fact, lo que se puede denominar el contrato, el acuerdo de las demandas; dada la heterogeneidad profunda que hay entre ese campo y éste, está suficientemente simbolizado por lo siguiente: aquí estamos frente al cierre de la superficie y allí, hablando con propiedad, a su vacío interno. Es lo que nos propone un modelo que nos muestra que se trata de otra cosa que de aprehender la parte común de las demandas. En otros términos, se tratará para nosotros de saber en qué medida esta forma puede permitirnos simbolizar los constituyentes del deseo como tales, en la medida en que para el sujeto el deseo es ese algo que debe constituir en el camino de la demanda. Desde ahora les indico que hay dos puntos, dos dimensiones que podemos privilegiar en ese círculo particularmente significativo en la topología del toro: es por una parte la distancia que separa el centro del vacío central con ese punto que es, que puede definirse como una especie de tangencia, con lo que un plano que recorte al toro va a permitirnos separar de la manera más simple ese círculo privilegiado. Es esto lo que nos dará la definición, la medida del pequeño a en tanto objeto del deseo.

Por otra parte, en la medida en que esto no es en sí mismo situable, definible, sino en relación al diámetro mismo de ese círculo excepcional, es en el radio, en la mitad de ese diámetro, si ustedes quieren, dónde veremos lo que constituye el resorte, la medida última de la relación del sujeto al deseo, a saber el pequeño  en tanto símbolo del falo. Es eso hacia lo cual tendemos y lo que tomará sentido, aplicabilidad y alcance en el camino que hemos recorrido antes, para permitirnos llegar a hacer manejable para ustedes, sensible y hasta un cierto punto sugestivo por una verdadera intensidad estructural, esta imagen misma.

Dicho esto queda claro que el sujeto, en lo que tenemos que vérnosla con nuestro partenaire que nos llama en eso que tenemos ante nosotros bajo la forma de este llamado; y lo que viene a hablar ante nosotros, lo que se puede definir y escandir como el sujeto, sólo eso se identifica. Vale la pena recordarlo ya que después de todo el pensamiento se desliza fácilmente. ¿Por qué si no se ponen los puntos sobre las íes,  no se diría que la pulsión se identifica y que una imagen se identifica? No puede decirse con justicia identificarse, no se introduce en el pensamiento de Freud el término de identificación sino a partir del momento en el que se puede en un grado cualquiera, incluso si esto no está articulado en Freud, considerar como la dimensión del sujeto —lo que no quiere  decir que esto no nos lleve mucho más allá del sujeto— esta identificación.

La prueba está —les recuerdo lo que no se puede saber si está en los  antecedentes primeros o en el futuro de mi discurso donde lo señalo- en que la primer forma de identificación y aquélla a la cual uno se refiere con cierta ligereza, cierta musiquita repetida, es la identificación que, se nos dice, incorpora, o aún – agregando una confusión a la imprecisión de la primera fórmula, introyecta. Contentémonos con incorpora, que es la mejor. ¿Cómo comenzar por esta primera forma de identificación si no les es dada la menor indicación, la menor referencia, sino vagamente metafórica, en una fórmula semejante, sobre lo que eso puede querer decir? O bien, si se habla de incorporación, es porque debe producirse algo a nivel del cuerpo. No se si este año podré llevar las cosas lo suficientemente lejos, lo espero de todos modos, tenemos tiempo ante nosotros para llegar, volviendo de dónde partimos, a dar su verdadero y pleno sentido a esa incorporación de la primera identificación.  

Lo verán, no hay ningún otro medio de hacerla intervenir sino al retomarla por una temática que ha sido ya elaborada, desde las tradiciones más antiguas, míticas, e incluso religiosas, bajo el término de «cuerpo místico». Es imposible no tomar las cosas en la medida que va de la concepción semítica primitiva: hay padre desde siempre para todos aquellos que descienden de él, identidad de cuerpo, pero en el otro extremo ustedes saben que está la noción que acabo de llamar por su nombre, la del cuerpo místico, en la medida en que es a partir de un cuerpo que se constituye una iglesia; y no es por nada que Freud para definirnos la identidad del yo en sus relaciones con lo que él denomina en la ocasión la «Massenpsychologie» se refiere a la corporeidad de la Iglesia.

Pero cómo hacerlos partir de allí sin prestarse a todas las confusiones y creer que, como el término de místico lo indica suficientemente, es sobre caminos distintos que aquéllos en los que nuestra experiencia querría arrastrarnos, no es sino retroactivamente, de algún modo, volviendo sobre las condiciones necesarias de nuestra experiencia, que podremos introducirnos en lo que nos sugiere en sesión, todo intento de abordar en su plenitud la realidad de la identificación. El abordaje entonces que he elegido por la segunda forma de la identificación, no es casual; es que esta identificación es aprehensible bajo el modo del abordaje por el significante puro, por el hecho de que podemos aprehender de una manera clara y racional un sesgo para entrar en lo que quiere decir la identificación del sujeto en la medida en que que el sujeto pone al mundo el rasgo unario, el rasgo unario una vez desprendido hace aparecer al sujeto como a cuenta, en el doble sentido del término.

La amplitud de la ambigüedad que ustedes pueden dar a esta fórmula -el que cuenta activamente sin duda, y también el que cuenta simplemente en la realidad, el que cuenta verdaderamente, evidentemente va a costarle tiempo encontrarse en su cuenta, exactamente el tiempo que pondremos en recorrer todo lo que acabo aquí de designarles- tendrá para ustedes su pleno sentido: Chatterton y sus camaradas en el Antártico, a varias centenas de kilómetros de la costa, exploradores víctimas de la mayor frustración,  la que no se debe solamente a las carencias más o menos elucidadas en ese momento es un texto que tiene ya una cincuentena de años a las carencias más o menos elucidadas de una alimentación especial que está aún a prueba en ese momento, pero que se puede decir desorientados en un paisaje, si puedo decir, aún vírgen, aún no habitado por la imaginación humana, nos cuentan en notas bien singulares que se contaban siempre con uno en más de los que eran, que no se reencontraban: «Uno se preguntaba siempre a dónde había pasado el faltante» el faltante que no faltaba sino de esto que todo esfuerzo de conteo les sugería siempre que había uno de más, luego uno de menos.

Palpan allí la aparición  en estado desnudo del sujeto que no es nada más que eso, que la posibilidad de un significante en más de un 1 gracias al cual constata que hay uno que falta.

Si les recuerdo esto es simplemente para más en una dialéctica que comporta los términos más extremos en los que situamos nuestro camino y en la que ustedes podrán creer y preguntarse algunas veces incluso si no olvidamos ciertas referencias. Pueden preguntarse por ejemplo  que relación hay entre el camino que les he hecho recorrer y esos dos términos con los que tuvimos que vérnosla, con los que tenemos que vérnosla constantemente  pero en momentos distintos, el Otro y la cosa.

Por supuesto el sujeto en sí mismo está en último término destinado a la cosa, pero su ley, su fatum más exactamente, es ese camino que él no puede describir más que por el paso por el Otro en tanto que el Otro está marcado por el significante, y es en el más acá de ese pasaje necesario por el significante que se constituyen como tales el deseo y su objeto, la aparición de esa dimensión del Otro y la emergencia del sujeto. No sabría recordarles suficientemente para darles el sentido de lo que se trata y cuya paradoja, pienso, debe estar para ustedes suficientemente articulada en que el deseo, entiéndanlo en el sentido más natural, debe y no puede constituirse más que en la tensión creada por esta relación al Otro, la que se origina en esto del advenimiento del rasgo unario en tanto que en primer lugar y para comenzar borra de la casa siempre ese algo totalmente distinto que ese uno que ha sido para siempre irremplazable; encontramos allí desde el primer paso- se los hago observar al pasar la fórmula, allí se termina la fórmula de Freud: allí donde la cosa estaba, yo  (je) debo advenir. Habría que reemplazar el orígen «Wo es war da durch den Eins» más bien por «durch den Eins» ahí por el uno en tanto que uno, el rasgo unario, «werde Ich», advendrá el «Je»: todo el camino está trazado en cada punto del camino.

He intentado suspenderlos allí la última vez mostrándoles el progreso necesario en ese instante, en tanto no puede instituirse sino por la dialéctica efectiva que se realiza en la relación con el Otro.

Estoy asombrado de la especie de vaguedad en la que me parece cayó mi articulación, sin embargo cuidadosa, del «Nada quizás» y del » Quizás nada». ¿Qué es necesario entonces, para volverlos sensible a ella? Tal vez   mi texto a este  respecto y la especificación de su distinción como mensaje en pregunta, como respuesta pero no al nivel de la pregunta, como suspensión de la pregunta  en el nivel de la pregunta, sido demasiado complejo para ser oído por aquéllos que no lo han registrado en sus rodeos para volver a él. Por decepcionado que pueda estar, soy yo el equivocado forzosamente es por lo que vuelvo a esto y para hacerme entender. No les sugeriré acaso la necesidad  de volver a esto hoy por ejemplo, simplemente preguntándoles: ¿piensan acaso que «nada seguro» como enunciación pueda parecerles servir al menor deslizamiento, a la menor ambigüedad con «seguramente nada»? No es lo mismo. Entre «nada quizás» y «quizás nada» hay la misma diferencia. Diré incluso que hay en el primero, el «nada seguro», la misma virtud de socavar  la pregunta en el origen que hay en el «nada quizás». E incluso en el «seguramente nada», hay la misma virtud de respuesta, eventual sin duda, pero siempre anticipada en relación a la pregunta, como es fácil de palpar, me parece, si les recuerdo que es siempre antes de toda pregunta y por razones de seguridad, si puedo decir, que uno aprende a decir en la vida, cuando es pequeño, «seguramente nada» Esto quiere decir: seguramente nada distinto que lo que ha sido ya esperado, es decir lo que se puede  considerar por anticipado como reducible a cero. La virtud desangustiante de la Erwartung, he aquí lo que Freud sabe articular en la ocasión, nada de lo que ya sabemos: cuando se está así se esta tranquilo, pero no se lo está siempre.

Vemos así que el sujeto para encontrar la cosa se compromete de entrada en la dirección opuesta, no hay medio de articular esos primeros pasos del sujeto, sino por una nada que es importante hacerles sentir en esta dimensión a la vez metafórica y metonímica del primer juego significante, porque cada vez que tenemos que vérnosla con esta relación del sujeto a la nada, nosotros analistas, resbalamos regularmente entre dos pendientes: la pendiente que tiende hacia una nada de destrucción: en la enojosa interpretación de la agresividad considerada como puramente reducible al poder biológico de agresión, que no es de ningún  modo significante, sino por degradación al soportar la tendencia a la nada  tal como surge en un cierto estadio necesario del pensamiento freudiano y justo antes de que hubiera introducido la identificación (el instinto de muerte). La otra es una nadificación que se asimilaría a la negatividad hegeliana. La nada que trato de sostener en ese momento inicial para ustedes en la institución del sujeto es otra cosa. El sujeto introduce la nada como tal y esa nada debe distinguirse de cualquier ser de razón que es el de la negatividad clásica, de cualquier ser imaginario que es el del ser imposible en cuanto a su existencia, el famoso Centauro que detiene a los lógicos, todos los lógicos, incluso los metafísicos,  a la entrada de su camino hacia la ciencia, que tampoco es el ens privativum, que es, para hablar con propiedad, lo que Kant denomina admirablemente en la definición de sus cuatro  nadas, de las que saca tan poco provecho, el nihil negativum, a saber para emplear sus propios términos: «leere Gegenstand ohne Begriff», un objeto vacío, pero agreguemos, sin concepto, sin aprehensión posible  con la mano. Es por eso, para introducirlo, que he tenido que poner ante ustedes la red de todo el grafo, a saber, la red constitutiva de la relación al Otro, con todos sus reenvíos.

Querría,  para conducirlos por este camino, pavimentarles la vía con flores. Voy a aventurarme hoy, quiero decir, marcar mis intenciones cuando les digo que es a partir de la problemática del más allá de la demanda que el objeto se constituye como objeto del deseo; quiero decir que es porque el Otro no responde, sino que «nada quizás», que lo peor no es siempre seguro, que el sujeto va a encontrar en un objeto las virtudes mismas de su demanda inicial. Entiendan que es para pavimentarles el camino con flores que les recuerdo esas verdades: de experiencia común, de las que no se reconoce suficientemente la significación, y tratar de hacerles percibir que no es azar, analogía, comparación, ni sólo flores, sino afinidades profundas que me harán indicarles la afinidad con el término de objeto de ente Otro —con O mayúscula— en tanto por ejemplo esta se manifiesta  por ejemplo en el amor, que el famoso trozo de Eliante en el Misántropo  retoma del «De natura rerum» de Lucrecio :

La blanca es en blancura a los jazmines comparable …
la negra por dar miedo una morena adorable;
la delgada tiene altura y libertad,
la gruesa está en su porte plena de majestad,
la desaliñada, cargada en si de pocos atractivos
es puesta bajo el nombre de belleza descuidada
………………… etc.»

Esto no es más que el signo imposible de borrar de ese hecho de que el objeto del deseo no se constituye sino en la relación al Otro en tanto que él mismo se origina en el valor del rasgo unario. Ningún  privilegio en el objeto sino en ese valor absurdo dado a cada rasgo por ser un privilegio.

Qué otra cosa es necesaria para convencerlos de la dependencia estructural de esta constitución del objeto (objeto del deseo) en relación a la dialéctica inicial del significante, en tanto ella viene a encallar en la no respuesta del Otro, más que el camino ya recorrido por nosotros de la búsqueda sadiana que les he mostrado con amplitud —y si se perdió sepan al menos que me he comprometido a volver sobre todo  esto en un prefacio  que prometí a una edición de Sade— que no podemos desconocer con lo que denomino aquí la afinidad estructurante de ese encaminamiento hacia el Otro en tanto determina toda constitución del objeto del deseo, que vemos en Sade mezclar a cada rato, una con otra, la invectiva, digo, la invectiva contra el Ser Supremo, no siendo su negación más que una forma de la invectiva misma, aún siendo la negación más auténtica, absolutamente tejida con lo que denominaré, para aproximarme, abordarle un poco, no o la destrucción del objeto, como lo que podríamos  tomar de entrada por su simulacro porque ustedes saben la excepcional resistencia de las víctimas del mito sadiano a todas las desgracias  que deben experimentar a través del texto novelesco. Y además  ¿qué quiere decir esta  especie de a la madre encarnada en la naturaleza de una cierta y fundamental abominación de todos sus actos ? Acaso debe esto disimularnos aquello de lo que se trata y que no obstante se nos dice de que se trata al imitarlo en sus actos de destrucción e impulsándolos hasta su última consecuencia por una voluntad aplicada a forzarla, a recrear otra cosa, es decir, ¿qué ?, volver a darle su lugar al creador.

Al fin de cuentas, en último término, Sade lo ha dicho sin saberlo, articula esto por su enunciación:  te doy tu realidad abominable, a ti el padre, sùbstituyéndome a ti en esta acción violenta contra la madre. Seguramente la restitución mítica del objeto a la nada, no apunta solamente a la víctima privilegiada, al fin de cuentas  adorada como objeto de deseo, sino la multitud misma por millones de todo lo que es. Recuerden los complots antisociales de los héroes de Sade. Esta restitución del objeto a la nada simula esencialmente el aniquilamiento  de la potencia significante. Es ése el otro término contradictorio de esa profunda relación al Otro tal como se instituye en el deseo sadiano, y está suficientemente indicado en el último voto testamentario de Sade en tanto apunta precisamente a ese término que he especificado para ustedes de la segunda muerte, la muerte del ser mismo en tanto Sade especifica en su testamento que a pesar de ser escritor, de su tumba y de su memoria no deben quedar huellas literalmente, y la maleza debe ser reconstituida en el lugar donde él fuera inhumado, que como sujeto esencialmente sea la no huella (pas de traces) que indique eso donde él quiere afirmarse: precisamente: como lo que he denominado el aniquilamiento de la potencia significante.

Si hay otra cosa que deba recordarles aquí para escandir suficientemente la legitimidad de la inclusión necesaria del objeto del deseo en esa relación aI Otro en tanto implica la marca del significante como tal, se las designaría menos en Sade que en uno de sus comentarios recientes, contemporáneos, más sensibles, e incluso más ilustres. Ese texto aparecido enseguida después de la guerra en un número de Tiempos modernos, reeditado recientemente por los oficios de nuestro amigo Jean Jacques Pauvert en la nueva edición de la primera versión de Justine, es el prefacio de Paulhan. Un texto como ese no puede sernos indiferente, en la medida en que ustedes siguen aquí los rodeos de mi discurso; pues es sorprendente que sea sólo por las vías de un rigor retórico – verán que no hay otra guía en el discurso de Paulhan, el autor de «Fleurs de Tarbes»-que el desprendimiento tan sutil, quiero decir por esas vías de todo lo que ha sido articulado hasta ahora sobre el tema de la significación del sadismo, a saber lo que él denomina complicidad de la imaginación  sadiana con su objeto, es decir, el flujo del exterior, quiero decir por la aproximación que puede hacer de esto un análisis literal, el flujo más seguro, el más estricto que se pueda dar de la esencia del masoquismo, de lo que justamente, del que justamente no dice nada si no es que noto, hace muy bien sentir que es en esta vía que está allí la última palabra del recorrido de Sade, no para juzgarlo clínicamente y de algún modo desde afuera donde el resultado es sin embargo manifiesto. Es difícil ofrecerse mejor a los malos tratos de la sociedad que como Sade lo ha hecho a cada instante, pero no esta allí lo esencial, lo esencial queda suspendido en ese texto de Paulhan que les ruego lean, que no procede más que por las vías de un análisis retórico del texto sadiano para hacernos sentir solamente de un velo el punto de convergencia en tanto se sitúan en esa reinversión fundada aparentemente sobre la más profunda complicidad con lo que la víctima no es al fín de cuentas más que el símbolo marcado por una especie de substancia ausente del ideal de las victimas sadianas. Es en tanto objeto que el sujeto sadiano se anula en lo que efectivamente reencuentra lo que fenomenológicamente nos aparece entonces en los textos de Masoch, a saber que el término, el colmo del goce masoquista no reside tanto en el hecho de que se ofrece para a oportar o no tal o cual dolor corporal, sino en ese extremo singular que ustedes encontrarán siempre en los grandes o pequeños textos de la fantasmagoría masoquista, esta anulación  del sujeto, hablando con propiedad, en tanto se hace puro objeto. No hay a eso último término más allá del momento en el que la novela masoquista, cuaIquiera sea, llega a ese punto que puede parecer desde afuera tan superfluo,   firuletes,  lujo, ¿que és? hablando con propiedad, que se forja el mismo, ese sujeto masoquista, como siendo el objeto de una negociación o más exactamente  de una venta entre los otros dos que se lo pesan como un bien, bien venal —observen el mismo paso fetiche— pues el último término se indica en el hecho  de que es un bien que no habrá siquiera  que preservar como el esclavo antiguo que se constituía al menos, se imponía respeto por su valor de mercancía.

Todo esto todos estos rodeos, este camino pavimentado con flores de Tarbes precisamente de flores literarias, para señalarles lo que quiero decir cuando hablo de lo que he acentuado para ustedes: a saber la perturbación profunda del goce en tanto el goce se define en relación a la cosa por la dimensión del Otro como tal en tanto esta dimensión del Otro se define por la introducción del significante.

Voy a dar aún tres pequeños pasos y después postergaré para la próxima vez la continuación de este discurso en el temor de que recientan demasiado la fatiga gripal que me habita hoy.

Jones es un curioso personaje en la historia del análisis en relación a la historia del análisis lo que él impone a mi entender, se los diré enseguida  para continuar este camino de flores de hoy, es que diabólica voluntad de disimulo podía haber en Freud para haber confiado a ese astuto galés, como tal corto de vista, para que no vaya demasiado lejos en el trabajo que le era confiado, el cuidado de su propia biografía. Es en el artículo sobre el simbolismo que he consagrado a la obra de Jones, lo que no significa simplemente el deseo de cerrar mi artículo con un buena referencia, lo que significa aquello sobre lo que concluí, a saber la comparación de la actividad del astuto galés con el trabajo del deshollinador. En efecto, él ha bien deshollinado todos los tubos, y se me podrá hacer justicia sobre el hecho de que en dicho artículo lo he seguido en todos los rodeos de la jornada hasta salir con él todo negro por la puerta que desemboca en el salón, como tal vez ustedes lo recuerdan. Lo que me ha valido de la parte de otro eminente miembro de la sociedad analítica, uno de aquéllos que yo más aprecio y amo, galés también, la seguridad de que él no comprendía verdaderamente absolutamente nada de la utilidad que yo creía aparentemente hallar en este minucioso recorrido. Jones no ha hecho nunca nada más en su biografía para señalar de todos modos un poco sus distancias, que aportar una lucecita exterior, a saber los puntos en los que la construcción freudiana se encuentra en desacuerdo, en contradicción con el evangelio darwiniano, lo qué es simplemente de su parte una manifestación propiamente grotesca de superioridad chauvinista.

Jones, entonces, en el curso de una obra cuyo recorrido es apasionante en razón misma de sus desconocimientos, especialmente a propósito del estadio fálico y de su experiencia excepcionalmente abundante con homosexuales femeninas, Jones encuentra la paradoja del complejo de castración que constituye seguramente lo mejor de todo aquello a lo cual él ha adherido -y bien hecho de adherir- para articular su experiencia y donde literalmente nunca ha penetrado. la prueba la constituye la introducción de ese término, ciertamente manejable a condición de que se sepa qué hacer con él, a saber, que se sepa situar allí lo que no es necesario hacer para comprender la castración: el término de afanisis Para definir el sentido de lo que puedo denominar sin forzar nada el efecto de Edipo, Jones nos dice algo que no puede situarse mejor en nuestro discurso: aquí resulta que, lo quiera o no, el otro como se los he articulado la vez pasada, prohibe el objeto o el deseo. Mi o y o aparenta ser excluyente. No del todo: o tu deseas que yo deseara, yo el Dios muerto, y no hay ninguna otra prueba —pero ella basta- de mi existencia que ese mandamiento que prohibe el objeto; exactamente lo constituye en la dimensión de perdidos: «hagas lo que hagas, no puedes más que reencontrar un otro, jamás ése». Es la interpretación más inteligente que puedo dar a ese paso que franquea alegremente dones —y se los aseguro a tambor batiente cuando se trata de marcar la entrada de esas homosexuales en el terreno sulfuroso que será de allí en más su habitat: o el objeto o el deseo, les aseguro que esto no tiene vueltas.    

Si me detengo aquí es para dar a esa elección: vel, vel, la mejor interpretación, decir que la agrego, hago hablar bien a mi interlocutor. «O renuncias al  deseo», nos dice Jones. Cuando se lo dice rápido esto puede dar la impresión de ir de suyo, tanto que antes se nos ha dado la ocasión de reposar el alma y al mismo tiempo comprenderla traduciéndonos la castración como afanisis. Pero qué quiere decir renunciar al deseo? Es sostenible esta afanisis del deseo si le damos esta función como en Jones, de sujeto de temor. ¿Es concebible acaso en él hecho de experiencia, en el punto en que Freud lo hace entrar en juego en una de las salidas posibles -y se los acuerdo- ejemplares del conflicto freudiano, el de la homosexualidad femenina? Miremos de cerca. Este deseo que desaparece, al cual, sujeto, renuncias, ¿no nos enseña acaso nuestra experiencia que eso quiere decir que desde entontes tu deseo va a estar tan bien oculto que puede por un tiempo parecer ausente? Digamos incluso a la manera de nuestra superficie del cross-cap o de la mitra: se invierte en la demanda. Demanda aquí, una vez más, recibe su propio mensaje en forma invertida. Pero al fin de cuentas, ¿qué quiere decir ese deseo oculto sino lo que denominamos y descubrimos en la experiencia como deseo reprimido? No hay en todo caso más que una cosa que sabemos que no encontraremos nunca en el sujeto: es el temor a la represión en tanto tal en el momento mismo en que se opera, en su instante. Si se trata en la afanisis de algo que concierne al deseo es  arbitrario dada la manera en la que nuestra experiencia nos ensera  a verlo sustraerse..

Es impensable que un analista articule que en la conciencia pueda formarse algo que sería el temor a la desaparición del deseo. Allí dónde el deseo desaparece, es decir en la represión, el sujeto está completamente incluído, no desligado de esta desaparición. Y lo sabemos:  la angustia, si se produce, no es nunca ante la desaparición del deseo, sino del objeto que disimula, de la verdad del deseo, o aún si  ustedes quieren de lo que no sabemos del deseo del Otro. Toda interrogación de la conciencia concerniente al deseo como pudiendo desfallecer no puede ser más que complicidad. Concius quiere decir cómplice, por otra parte, algo en lo que la etimología retoma su frescura en la experiencia y es por esto que les he recordado hace un rato en mi camino pavimentado con flores, la relación de la ética, sadiana con su objeto. Es lo que denominamos la ambivalencia, la ambigüedad, la reversibilidad de ciertas cuplas pulsionales pero no vemos, al decir simplemente esta equivalencia, que esto se invierta que el sujeto se haga objeto y él objeto sujeto. No comprendemos el verdadero resorte que implica siempre esta referencia al gran Otro donde todo esto toma su sentido.

La afanisis explicada como fuente de la angustia en el complejo de castración, es hablando con propiedad,  una exclusión del problema; pues la única pregunta que debe plantearse aquí un teórico analista —se comprende que haya en efecto una pregunta que plantearse, pues el complejo de castración sigue siendo hasta ahora una realidad no completamente elucidada— la única cuestión que hay que plantear es la que parte de ese hecho feliz de que gracias a Freud que le ha dejado su descubrimiento a un estadio mucho más avanzado que el punto donde él puede, teórico del análisis, arribar, la cuestión  es saber porqué el instrumento del deseo, el falo, toma ese valor tan decisivo, porqué es él y no el deseo lo que está implicado en una angustia, en un temor del que no es de todos modos vano a propósito del término de afanisis, que hayamos prestado testimonio para no olvidar que toda angustia es angustia de nada, en tanto es del «nada quizás» que el sujeto debe (se rembarder), lo que quiere decir que por un tiempo se trata para él de la mejor  hipótesis: nada quizás a temer. ¿Por  que viene allí a surgir la función  del faIo, allí donde en efecto todo sería sin él tan fácil de comprender, lamentablemente de una manera enteramente exterior a la experiencia? ¿Por qué la cosa del falo, por qué el falo viene como medida en el momento  en que se trata de qué?  Del vacío incluído en el corazón de la demanda, es decir del más allá del principio del placer, de lo que hace de la demanda su repetición eterna es decir de lo que constituye la pulsión. Una vez más hénos aquí vueltos a ese punto que no superaré hoy de que el deseo se construye en el camino de una pregunta que lo amenaza y que es del dominio del «n’ être»,  que ustedes me permitirán introducir aquí con ese juego de palabras. Una reflexión final me ha sido sugerida en estos días con la presentificación siempre cotidiana de la manera con la que conviene articular decentemente, y no sólo en burla, los principios eternos de la iglesia o los rodeos vacilantes de las diversas leyes nacionales sobre el Birth Control, a saber que la primera razón de ser, de la que ningún legislador hasta el presente ha hecho constatar para el nacimiento de un niño, es que se lo desee y que nosotros que conocemos bien el rol de esto, —haya o no sido deseado— sobre todo el desarrollo del sujeto ulterior, no parece que hayamos sentido la necesidad de recordar para introducirlo, hacerlo sentir a través de esta ebria discusión que oscila entre la necesidad utilitaria evidente de una política demográfica y el temor angustiante —no lo  olviden— de las  abominaciones que eventualmente la eugenesia nos prometería .    

Es un primer paso, un pequeño paso, pero un paso esencial —y a poner a prueba, ustedes lo verán— para desempatar, hacer observar la relación constituyente efectiva en todo destino futuro, supuestamente a respetar como el misterio  esencial del ser a venir, que haya sido deseado y por qué.

Recuerden que  ocurre a menudo que el fondo del deseo de un niño es simplemente esto que nadie dice: que sea como no uno, que sea mi maldición  sobre el mundo.