Seminario 9: Clase 2, del 22 de Noviembre de 1961

Habrán podido constatar, no sin satisfacción, que pude introducirlos la última vez en nuestro propósito de este año por una reflexión que, en apariencia, podría pasar por muy filosofante ya que descansaba justamente sobre una reflexión filosófica, la de Descartes, sin que esto acarreara me parece de vuestra parte demasiadas reacciónes negativas. Lejos de ello, creo me han acordado confianza para la legitimidad de su continuación. Me complace ese sentimiento de confianza que quisiera poder traducir en que han sentido al menos por donde quería conducirlos.

Sin embargo, para que ustedes no tengan en lo que hoy voy a continuar sobre el mismo tema, el sentimiento de que me retraso, quisiera plantear que tal es nuestro fin, en este modo de abordar, de comprometernos en este camino. Digámoslo enseguida por una fórmula que todo nuestro desarrollo aclarará a continuación: lo que les quiero decir es que, para nosotros analistas, lo que entendemos por identificación —porque en lo que encontramos en la identificación, en lo que hay de concreto en nuestra experiencia concerniente a la identificación— es una identificación de significante.

Relean en el Curso de Lingüística uno de los numerosos pasajes en que De Saussure se esfuerza por estrechar, como hace sin cesar al cernirla, la función del significante, y ustedes verán (lo digo entre paréntesis) que todos sus esfuerzos no han impedido finalmente dejar la puerta abierta a lo que llamaré menos diferencias de interpretación que verdaderas divergencias en la explotación posible de lo que ha abierto con esta distinción tan esencial de significante y significado. Quizás podría tocar incidentalmente para ustedes, para que al menos situaran ahí la existencia, la diferencia que hay entre tal o cual escuela: la de Praga, a la cual Jakobson , al que me refiero tan a menudo, pertenece, la de Copenague, a la cual Hjemslev ha dado su orientación bajo un título que no he aún nunca evocado ante ustedes, «De la glosemática».

Ustedes verán: es casi fatal que me vea llevado a volver a esto ya que no podemos dar un paso sin tratar de profundizar esta función del significante, y en consecuencia, su relación al signo.

De todas maneras ustedes deben saber de aquí en más —pienso que incluso aquellos de entre  ustedes que han podido creer hasta reprochármelo— que repetía a Jakobson, que de hecho, la posición que tomo aquí se le adelanta en flecha en relación a la de Jakobson en lo que concierne a la primacía que otorgo a la función del significante en toda realización digamos, del sujeto. El pasaje de De Saussure, al cual hago alusión, hacia alusión hace un rato —no lo privilegio sino por su valor de imagen— es el mismo en el que intento mostrar cual es la suerte de identidad propia del significante, tomando el ejemplo del expreso de las 10 hs.15. El expreso de las 10hs 15 es algo perfectamente definido en su identidad: es el expreso de las 10 hs.15, a pesar de que manifiestamente los diferentes expresos de las 10 hs.15 que se suceden siempre idénticos cada día, no tienen absolutamente ni en su material, ni aún en la composición de su cadena, sino elementos, aún una estructura real diferente.

Por supuesto, lo que hay de verdadero en una afirmación semejante supone precisamente, en la constitución de un ser como el del expreso de las 10 hs.15, un fabuloso encadenamiento de organización significante a entrar en lo real por intermedio de los seres hablados. Esto tiene un valor de algún modo ejemplar para definir exactamente lo que quiero decir cuando prefiero de entrada lo que intentaré articular para ustedes: son las leyes de la identificación en tanto identificación de significantes. Señalemos aún, como un llamado, que para atenernos a una oposición que sea para ustedes un soporte suficiente, lo que aquí se opone, aquello de lo que se distingue, lo que requiere elaboremos su función, es que la identificación de quién por allí se distancia, es de lo imaginario, aquella de la que hace tiempo intentaba mostrarles el extremo en el último plano del estadio del espejo, en lo que llamaré el efecto orgánico de la imagen del semejante, el efecto de asimilación que aprehendemos en tal o cual punto de la historia natural, y el ejemplo con el que me complací en mostrar in vitro bajo la forma de este pequeño insecto que se llama el grillo peregrino, y del que ustedes saben la evolución, el crecimiento, la aparición de eso que se llama el conjunto de las fáneres, de aquello con lo que podemos verlo, en su forma de pende de alguna manera de un reencuentro que se produce en tal momento de su desarrollo, de los estadios, de las fases de la transformación larvaria o según le hayan aparecido o no un cierto número de rasgos de la imagen de su semejante, evolucionará o no, según los casos, de acuerdo a la forma que se llama solitaria, o a la forma que se llama gregaria.

No sabemos en absoluto, no sabemos sino bastante pocas cosas de los escalones de este circuito orgánico que acarrean tales efectos. Lo que sabemos es que está experimentalmente asegurado. Ordenémoslo en la rúbrica general de los efectos de la imagen de los que encontraremos todo tipo de formas en niveles muy diferentes de la física y hasta en el mundo inanimado, ustedes lo saben, si definimos la imagen como todo arreglo físico que tiene por resultado constituir una concordancia biunívoca entre dos sistemas, en el nivel que sea.

Es una forma fácilmente concebible y que se aplicara tanto al efecto que acabo de decir, por ejemplo, como al de la formación de una imagen, incluso virtual, en la naturaleza por intermedio de una superficie plana, sea la de un espejo o la que he evocado hace años, la superficie del lago que refleja la montaña.

¿Es esto decir que, como es la tendencia, tendencia que se extiende bajo la influencia de una especie de embriaguez que alcanza recientemente al pensamiento científico por el hecho de la irrupción de lo que no es en el fondo sino el descubrimiento de la dimensión de la cadena significante como tal, pero que de muchas maneras va a ser reducida por este pensamiento a términos más simples – y muy expresamente es lo que se expresa en las teorías llamadas de la información-, es decir que sea justa, sin otra connotación que resolvernos a carácterizar la ligazón entre los dos sistemas, donde uno es por relación al otro, la imagen, por esta idea de la información, que es muy general, implicando ciertos caminos recorridos por ese algo que vehiculiza la concordancia biunívoca?

Aquí yace una gran ambigüedad, quiero decir aquella que no puede conducir más que hacernos olvidar los niveles propios de lo que debe comportar la información si queremos darle otro valor que la onda que no conducirla finalmente sino a dar una suerte de reinterpretación, de falsa consistencia a lo que hasta aquí había sido subsumido y esto desde la antigüedad hasta nuestros días, bajo la noción de la forma, algo que toma, envuelve, comanda los elementos, otorgándoles un cierto tipo de finalidad que es, en el conjunto de la ascensión de lo elemental hacia lo complejo, de lo inanimado hacia lo animado, algo que tiene, sin duda, su enigma y su valor propio, su orden de realidad, pero que es diferente —es lo que intento articular aquí con toda su fuerza— a lo que nos aporta de novedoso, en la nueva perspectiva científica, la puesta en valor, el desprendimiento de lo que es aportado por la experiencia del lenguaje y de lo que la relación significante nos permite introducir como dimensión original que se trata de distinguir radicalmente de lo real bajo la forma de la dimensión simbólica. No es, ustedes lo ven, por allí que abordo el problema de lo que va a permitirnos despejar esta ambigüedad.

De aquí en más, asimismo, he dicho lo suficiente para que ustedes sepan, hayan sentido, aprehendido en esos elementos de información significante, la originalidad que aporta el trazo, digamos, de serialidad que ellos comportan, rasgo también de discreción, quiero decir de corte, esto que De Saussure no ha articulado mejor ni de otra manera que diciendo que lo que los carácteriza de cada uno, es ser lo que los otros no son. Diacronía y sincronía son los términos a los cuales les he indicado referirse, aún todo esto no está plenamente articulado, debiendo ser hecha la distinción de esta diacronía de hecho: demasiado a menudo ella es solamente lo que es apuntado, señalado en la articulación de las leyes del significante. Está la diacronía de derecho por donde rencontramos la estructura; asimismo la sincronía, eso no es decirlo todo, lejos de ahí, implicar la simultaneidad virtual en cierto sujeto supuesto del código, pues es volver a encontrar aquello en lo que la última vez les mostraba hay para nosotros una entidad insostenible. Quiero decir entonces que no podemos contentarnos de ninguna manera con recurrir a esto, pues no es más que una de las formas de lo que denunciaba al final de mi discurso de la última vez bajo el nombre de sujeto supuesto saber. He ahí porqué comienzo de esta manera este año mi introducción a la cuestión de la identificación; se trata de partir de la dificultad misma, aquella que nos es propuesta por el hecho mismo de nuestra experiencia, de donde ella parte, de eso a partir de lo cual nos es necesario articularla, teorizarla; es que no podemos en modo alguno ni siquiera como aproximación, promesa de futuro, referirnos como Hegel lo hace, a alguna terminación posible, justamente porque no tenemos ningún derecho de plantearla como posible del sujeto en algún saber absoluto.

Este sujeto, supuesto saber, tenemos que aprender a prescindir de él en todo momento. No podemos recurrir a él en ningún momento, esto está excluido por una experiencia que tenemos ya desde el seminario sobre el deseo y sobre la interpretación (primer trimestre publicado), es muy precisamente lo que me ha parecido en todo caso, no poder ser suspendido de esta publicación, pues está ahí el término de toda una fase de esta enseñanza que hemos hecho y es: que ese sujeto que es el nuestro, este sujeto que me gustaría hoy interrogar para ustedes a propósito de la demarcación cartesiana, es el mismo que en ese primer trimestre les he dicho no podemos aproximarlo más allá que lo hecho en ese sueño ejemplar que lo articula entero en torno a la frase «él no sabía que estaba muerto».

Con todo rigor está allí, contrariamente a la opinión de Politzer, el sujeto de la enunciación, pero en tercera persona que podemos designarlo. Esto no es decir, ciertamente, que no podamos aproximarlo en primera persona, pero será precisamente saber que al hacerlo, y en la experiencia más patéticamente accesible se sustrae, pues de traducirlo a esta primera persona, es a esta frase que llegamos: a decir lo que podemos decir justamente en la medida práctica en que podemos confrontarnos con ese carro del tiempo, como dice John Donne «hurryng near»: nos espolea, y en ese momento de detención en que podemos prever el momento último, aquel precisamente donde ya todo nos abandona, decirnos : «yo no sabía que vivía de ser mortal».

Se ve que en la medida en que podamos decirnos haberlo olvidado casi a todo instante seremos puestos en esa incertidumbre para la cual no hay ningún nombre, ni trágico ni cómico, para poder decirnos, en el momento de abandonar nuestra vida, que a nuestra propia vida hemos sido siempre en alguna medida extraños.

Está ahí lo que constituye el fondo de la interrogación filosófica más moderna, eso por lo cual aún para aquellos que, si puedo decir, no entorpecen sino muy poco, inclusive aquellos que dan testimonio de esta oscuridad, de todos modos algo ocurre, dígase lo que se diga, algo diferente a la ola de una moda pasa en la fórmula de Heidegger, recordándonos el fundamento existencial del ser para la muerte. Esto no es un fenómeno contingente cualesquiera fueran las causas, las correlaciones, inclusive su alcance, se puede decir, que lo que se puede llamar la profanación de los grandes fantasmas forjados para el deseo por el modo de pensamiento religioso, ese modo de pensamiento esta ahí, lo que nos dejará al descubierto, inermes, suscitando ese hueco, ese vacío al que se esfuerza por responder esta meditación filosófica moderna y a la cual nuestra experiencia tiene también algo que aportar, ya que está allí su lugar, en el instante que les designo suficientemente, el mismo lugar donde ese sujeto se constituye como no pudiendo saber precisamente éso por lo cual se trata allí para él del Todo.

He ahí el valor de lo que nos aporta Descartes, y por lo que estaba bien partir de allí. Es por lo que vuelvo sobre esto hoy, pues conviene volver a recorrer para volver a medir eso de lo que se trata en lo que ustedes pueden haber entendido de lo que les designaba con el impasse, incluso lo imposible del «pienso, luego existo».

Es justamente este imposible que constituye su precio y su valor, ese sujeto que nos propone Descartes, si no esta ahí sino el sujeto en torno al cual la cogitación desde siempre giraba antes, gira desde entonces, es claro que nuestras objeciones en nuestro último discurso toman todo su peso, el peso mismo implicado en la etimología del verbo francés «penser» (pensar) que no quiere decir sino «peser» (pesar). Qué fundar sobre el «yo pienso» si sabemos, nosotros analistas que ese «en lo que pienso» que podemos aprehender, reenvía a un «de qué y de dónde a partir de lo cual yo pienso» que se sustrae necesariamente; y es por lo que la fórmula de Descartes nos interroga por saber si no hay al menos ese punto privilegiado del «yo pienso» puro sobre el cual podamos fundarnos, y es por lo que al menos era importante que los detuviera un instante. Esta fórmula parece implicar que es necesario que el sujeto se preocupe de pensar en todo instante para asegurarse de ser, condición ya bastante extraña, pero ¿suficiente? ¿Basta que piense ser para alcanzar al ser pensante? Pues es justamente allí donde Descartes, en esta increíble magia del discurso de las dos primeras meditaciones, nos deja suspendidos.

Llega a hacer sostener, digo, en su texto, no una vez que el profesor de filosofía haya pescado el significante, y demasiado fácilmente mostrado el artificio que resulta de formular que pensando así puedo decirme una cosa que pienso -es demasiado fácilmente refutable- pero que no quita nada de la fuerza de progreso del texto, en tanto que debemos interrogar a este ser pensante (etre-penser) (a escribir en infinitivo y en una sola palabra): j´être-pense (yo ser-pienso), como se dice yo me jacto (j’outrecuide), como nuestros hábitos de analistas nos hacen decir «compenso» (je compense), incluso descompenso (je décompense), sobrecompenso (je surcompense)». Es el mismo término e igualmente legítimo en su composición. De allí el je pense-être (yo pienso ser) que se nos propone para introducirnos, puede parecer, en esta perspectiva, un artificio poco tolerable puesto que al formular las cosas de este modo, el ser determina ya el registro en el cual se inaugura toda mi reflexión; este je pensêtre (yo pienser) -se los he dicho la última vez- no puede incluso en el texto de Descartes, connotarse más que con los rasgos del señuelo y de la apariencia.»Je pensêtre» no aporta con él ninguna consistencia mayor que la del sueño en el que efectivamente Descartes en varios momentos de su interrogación nos ha dejado suspendidos. El «je pensêtre» puede también conjugarse como un verbo, pero esto no llega lejos: «je pensêtre, tu pensêtres» con s al final, lo que puede andar aún inclusive «il pensêtre». Todo lo que podemos decir es que si hacemos los tiempos verbales de una especie de infinitivo «pensêtrer», no podremos sino connotarlo por esto que se escribe en los dicciónarios, que todas las otras formas, pasada la tercera persona singular del presente, son inusitadas en francés. Si queremos ser humorísticos, agregaremos que son reemplazadas ordinariamente por las mismas formas del verbo complementarlo de «pensetrer»: el verbo s’tempetrer (trabarse, complicarse) . ¿Qué quiere decir? Que el acto de ‘serpensar (êtrepenser) —pues de esto se trata- no desemboca para el que piensa sino en un «peut-être je» (tal vez yo), y no soy tampoco el primero ni el único en haber observado desde siempre, el rasgo de contrabando de la introducción de ese yo (je) en la conclusión «pienso luego existo». Queda claro que ese je queda en estado problemático y que hasta el siguiente paso de Descartes —y vamos a ver cual es— no hay ninguna razón de que sea preservado de la puesta en cuestión total que hace Descartes de todo el proceso por el perfilamiento de los fundamentos de ese proceso de la función del dios engañador —ustedes saben que él va más allá: el dios engañador es todavía un buen dios: por estar allí, por acunarme de ilusiones, llega hasta el genio maligno, el radical mentiroso aquel que me extravía por extraviarme: es lo que se ha llamado la duda hiperbólica. No se ve de ninguna manera cómo esa duda pudo preservar ese «je» y dejarlo, hablando con propiedad, en una vacilación fundamental.

Hay dos maneras de articular esta vacilación: la articulación clásica que se encuentra ya —la he encontrado con placer— en la psicología de Brentano, la que Brentano refiere con justicia a Santo Tomás de Aquino, a saber que el ser no podría aprehenderse como pensamiento más que de una manera alternante Es en una sucesión de tiempos alternante que él piensa, que su memoria se apropia su realidad pensante sin que en ningún instante pueda reunirse este pensamiento en su propia certeza.

El otro modo, que es el que nos acerca más a la reflexión cartesiana, es el de percatarnos justamente del carácter evanescente, hablando con propiedad, de ese ‘je’; nos hace ver que el verdadero sentido del primer paso cartesiano es a articular como un «yo pienso y yo no soy» («je pense et je ne suis»). Seguramente uno puede demorarse en las aproximaciones de esta asunción y darnos cuenta que yo gasto (je dépense) al pensar (de penser) todo lo que puedo tener de ser. Que quede claro que finalmente es al dejar de pensar que puedo entrever que yo sea simplemente; no son estos más que los inicios. El «je pense et je ne suis» (pienso y no soy) introduce para nosotros toda una sucesión de observaciones, justamente de las que les hablaba la última vez referidas a la morfología del francés, primeramente aquella sobre ese «je» tanto más dependiente en nuestra lengua en su forma de primera persona, que en el inglés o en el alemán por ejemplo, o en latín, donde a la pregunta ¿Quién lo hizo?, ustedes pueden responder: I, Ich, ego, pero no «je» en francés, sino «c’est moi»(soy yo) o «pas moi» (no yo). Pero «je» en otra cosa, ese «je» tan fácilmente elidido en el hablar gracias a las propiedades llamadas mudas de su vocalización, ese «je» que puede ser un «ch’sais pas» (no sé) es decir que la E desaparece, pero el «ch’sais pas» es otra cosa -ustedes lo perciben bien por ser de aquellos que tienen del francés una experiencia original -que el «je ne sais». El ne del «je ne sais» cae no sobre el sais sino sobre el je. Es también por esto que contrariamente a lo que ocurre en lenguas vecinas, a las cuales por no ir muy lejos he hecho alusión hace un instante, es antes del verbo que cae esta forma descompuesta —llamémosla así por ahora— de la negación que es el ne en francés. Seguramente el ne no es propio ni único del francés: el ne latino se presenta para nosotros con toda la misma problemática que no hago aquí sino introducir y sobre la cual volveremos.

Ustedes lo saben, ya hice alusión a lo que Pichón, a propósito de la negación en francés ha aportado como indicaciones; no pienso —y no es tampoco nuevo, se los he indicado en ese mismo tiempo- que las formulaciones de Pichon sobre lo forclusivo y lo discordancial pueden resolver la cuestión, aún cuando ellas la introducen admirablemente.

Pero la vecindad, el paso natural en la frase francesa del «je» con la primera parte de la negación, «je ne sais» es algo que entra en el registro de toda una serie de hechos concordantes en torno a lo cual les señalaba el interés de la emergencia particularmente significativa en un cierto uso lingüístico de los problemas que se refieren al sujeto como tal en sus relaciones al significante.

A lo que quiero llegar es a esto: que si nos encontramos más fácilmente que otros puestos en guardia contra ese espejismo del saber absoluto, aquel del que ya es suficiente para refutar traducirlo por el reposo total de una suerte de séptimo día colosal en ese domingo de la vida en que el animal humano podrá finalmente hundir el hocico en la hierba, estando de ahí en más la gran máquina ajustada al último kilate de esa nada materializada que es la concepción del saber. Seguramente el ser habrá finalmente encontrado su parte y su reserva en su estupidez de ahí en más definitivamente hogareñada (embercaillée), y se supone que al mismo tiempo, será arrancado con la excrecencia pensante su pedúnculo, a saber su preocupación.

Pero esto, del modo en que van las cosas, las que están hechas a pesar de su encanto, para evocar que hay ahí algo bastante emparentado con lo que nosotros ejercemos, debo decir con bastante más fantasía y humor: son los diversos divertimentos de lo que se llama comúnmente la ciencia-ficción los que muestran que sobre este tema son posibles todo tipo de variaciones.

A este respecto, ciertamente, Descartes no parece estar en mala postura. Si se puede tal vez deplorar que no haya sabido más (plus long) sobre esas perspectivas del saber, es a ese sólo respecto que si hubiera sabido más, su moral hubiera sido más corta (plus courte). Pero poniendo aparte ese rasgo que nosotros dejamos aquí provisoriamente de lado por el valor de su desarrollo inicial lejos de eso, resulta algo bien distinto.

Los profesores, a propósito de la duda cartesiana, se esfuerzan por subrayar que es metódica. Adhieren totalmente: metódica, lo que quiere decir duda en frío. Ciertamente, aún en un cierto contexto, se consumían platos enfriados; pero en verdad, no creo sea ésta la justa manera de considerar las cosas, no que quiera de ninguna manera incitarlos a considerar el caso psicológico de Descartes, tan apasionante como pueda parecer, al encontrar en su biografía, en las condiciones de sus parentescos, inclusive en su descendencia, algunos de esos rasgos que, reunidos, pueden conformar una figura por medio de la que nos encontraremos con las carácterísticas generales de una psicoastenia, aún precipitar en esa demostración el célebre pasaje de los percheros humanos, esas especies de marionetas en torno a lo que parece posible restituir una presencia que, gracias a todo el rodeo de su pensamiento, se ve precisamente en ese momento a punto de desplegarse, no veo en esto demasiado interés. Lo que me importa es que después de haber intentado hacer sentir que la temática cartesiana es injustificable lógicamente, pueda sin embargo reafirmar que no es irracional, no es más irracional que el deseo al no poder ser articulable simplemente porque es un hecho articulado, como creo es todo el sentido de lo que les demuestro desde hace un año al mostrarles como él lo es.

La duda de Descartes, se lo he subrayado, y no soy el primero en hacerlo, es una duda bien diferente de la duda escéptica. Frente a la duda de Descartes, la duda escéptica se despliega enteramente a nivel de la cuestión de lo real. Contrariamente a lo que se cree está lejos de ponerlo en causa, él lo hace volver, reune allí su mundo, y tal escéptico cuyo discurso entero nos reduce a no sostener más por válido sino la sensación, no la hace por éso desvanecerse en absoluto, nos dice que tiene más peso, que es más real que todo lo que podemos construir a su respecto. Esa duda escéptica tiene su lugar, ustedes lo saben,en la fenomenología del espíritu de Hegel. Es un tiempo de este recorrido, de esta búsqueda en la que se comprometió en relación a sí mismo el saber, ese saber que no es sino un no-saber-aún (savoir-pas-encore), que es luego por ese hecho un saber-ya (savoir-déja). No es para nada esto en lo que Descartes se empeña. Descartes no tiene en ninguna parte su lugar en la Fenomenología del Espíritu, pone en cuestión al sujeto mismo, y aunque no lo sepa, es del sujeto supuesto saber que se trata; no es por reconocerse en aquello de lo que el espíritu es capaz que se trata para nosotros, es el sujeto mismo como acto inaugural lo que está en cuestión. Es, creo, lo que constituye el prestigio, lo que da el valor de fascinación, lo que produce el efecto de viraje que ha tenido efectivamente en la historia esta reflexión insensata de Descartes, es que ella tiene todos los carácteres de lo que llamamos en nuestro vocabulario un pasaje al acto. El primer tiempo de la meditación cartesiana tiene el rasgo de un pasaje al acto. Se sitúa a nivel de ese estadio necesariamente insuficiente y al mismo tiempo necesariamente primordial, en el que toda tentativa tiene la relación más radical, más original, al deseo, y la prueba es esto a lo que conduce en su recorrido, del Dios que sucede inmediatamente. Lo que sucede inmediatamente, el paso del juego engañador, ¿qué es?

Es el llamado a algo que para contrastarlo con las pruebas anteriores, a entender bien, no anulables, de la existencia de Dios, me permitiré oponer como el verissimum al entissimum.

Para San Anselmo, Dios es el más ser de los seres. El Dios del que se trata aquí que hace entrar a Descartes en ese punto de su temática, es ese Dios que debe asegurar la verdad de todo lo que se articula como tal. Es lo verdadero de lo verdadero, el garante de que la verdad existe y tanto más garante como que esta verdad como tal podría ser otra, nos dice Descartes, si ese Dios lo quisiera, que podría ser, hablando con propiedad, el error. ¿Qué quiere decir? sino que nos encontramos ahí en todo lo que puede llamarse la batería de significantes confrontada a ese rasgo único, este Einziger Zug que conocemos ya, en la medida en que, en rigor, podría ser sustituido a todos los elementos de lo que constituye la cadena significante, soportar esta cadena por si sólo, y simplemente por ser siempre el mismo. Lo que encontramos en el límite de la experiencia cartesiana del sujeto evanescente como tal, es la necesidad de ese garante, del trazo de estructura más simple, del rasgo único, si me atrevo a decir, absolutamente despersonalizado, no sólo de todo contenido subjetivo sino aún de toda variación que supere este trazo único, de ese trazo que es uno, por ser el trazo único.

La fundación del uno que constituye ese trazo, no está tomada en ninguna parte más que en su unicidad: como tal no se puede decir de él otra cosa sino que es lo que tiene en común todo significante de ser ante todo constituido como trazo, de tener ese trazo como soporte.

¿Podremos, en torno a esto, volver a encontrarnos en lo concreto de nuestra experiencia? Quiero decir lo que ustedes ven ya puntualizado, a saber la substitución en una función que le ha dado tantas dificultades al pensamiento filosófico, a saber esta vertiente casi necesariamente idealista que a toda articulación del sujeto en la tradición clásica, le sustituye esta función de idealización en tanto sobre ella reposa esta necesidad estructural que es la misma que ya he articulado ante ustedes bajo la forma del Ideal del Yo, en tanto es a partir de ese punto no mítico sino perfectamente concreto de identificación inaugural del sujeto al significante radical, no del uno plotiniano, sino del trazo único como tal, que toda la perspectiva del sujeto como no sabiendo puede desplegarse de una manera rigurosa. Es que después de haberlos hecho pasar por caminos hoy, sin duda con respecto a los cuales los tranquilizo diciéndoles que es seguramente el punto más alto de la dificultad por la que debo hacerlos pasar, franqueada hoy, es lo que pienso poder comenzar a formular ante ustedes, de una manera más satisfactoria, más acabada, para hacernos reencontrar nuestros horizontes prácticos.