Seminario 9: Clase 3, del 29 de Noviembre de 1961

Los he conducido la última vez a ese significante que es necesario que sea de alguna manera el sujeto para que sea verdadero que el sujeto es significante.

Se trata precisamente del 1 en tanto que trazo único: podríamos sutilizar sobre el hecho de que el maestro (instituteur) escribe el 1 así, con una raya ascendente que indica de alguna manera de donde emerge. Esto no será por otra parte un puro refinamiento ya que después de todo es justamente lo que nosotros también vamos a hacer: tratar de ver de donde sale. Pero aún no estamos allí. Entonces, historia de acomodar vuestra visión mental fuertemente embrollada por los efectos de un cierto modo de cultura, muy precisamente el que deja abierto el intervalo entre la enseñanza primaria y la llamada secundaria, sepan que no estoy dirigiéndolos hacia el uno de Parménides ni el uno de Plotinio, ni el uno de ninguna totalidad en nuestro campo de trabajo, al que se hace desde algún tiempo tanto caso. Se trata del 1 que he llamado hace un rato del maestro (instituteur), del 1 del «Alumno X, usted me hará cien líneas de 1», es decir palotes; «Alumno Y, usted tendrá un 1 en francés». El maestro en su libreta traza el Einziger Zug, el rasgo único del signo para siempre suficiente de la notación minimal. Se trata de esto, de la relación de esto con aquello con lo cual tenemos que vérnosla en la identificación. Si establezco una relación, debe tal vez comenzar a aparecer en vuestro espíritu como una aurora, que eso no es inmediatamente colapseado, la identificación. No es simplemente ese 1, en todo caso tal como nosotros lo encaramos: tal como lo encaramos no puede ser en rigor —ustedes ven ya el camino por donde los conduzco— más que el instrumento de esta identificación y ustedes van a ver, si miramos de cerca, que esto no es simple.

Pues si lo que piensa el ser pensante de nuestra charla, permanece en el rango de lo real en su opacidad, no va de suyo que salga de algún ser donde no esté identificado, quiero decir: no de algún ser donde es en suma arrojado sobre el pavimento de alguna extensión, que tiene de entrada un pensamiento para barrer y volver vacío. Tampoco: no hemos llegado allí. A nivel de lo real, lo que podemos entrever es entreverlo entre muchos otros seres, en una palabra, tantos seres de un ser «siendo» (etr’ étant) donde está enganchado a alguna mama, en resumen, a lo sumo capaz de esbozar esta especie de palpitación del ser que hace reír tanto al encantador en el fondo de la tumba donde lo ha encerrado la cautela de la dama del lago.

Recuerden —hace algunos años, el año del seminario sobre el Presidente Schreber— la imagen que evoqué entonces en ocasión de ese seminario, la poética del monstruo Chapalu luego que se hubiera saciado del cuerpo de las esfinges martirizadas por su salto suicidarlo, esta palabra de la que reirá mucho tiempo el encantador podrido del monstruo Chapalu «el que come no está solo».

Por supuesto, para que un ser venga al día, está la perspectiva del encantador; es ella la que en el fondo regula todo. Ciertamente, la verdadera ambigüedad de esta llegada al día de la verdad es lo que constituye el horizonte de toda nuestra práctica. Pero no nos es en absoluto posible partir de esta perspectiva de la que el mito les indica bastante que está más allá del límite mortal: el encantador pudriéndose en su tumba. No hay allí un punto de vista que sea completamente abstracto para pensar, en una época donde los dedos en harapos del árbol de Dafnes si se perfilan sobre el campo calcinado por el campeón gigante de nuestra omnipotencia siempre presente en la hora actual en el horizonte de nuestra imaginación, están ahí para recordarnos el más allá desde dónde puede plantearse el punto de vista de la verdad. Pero no es la contingencia lo que hace que venga aquí a hablar ante ustedes de las condiciones de lo verdadero. Es un incidente mucho más minúsculo el que me ha demorado para ocuparme de ustedes como puñado de psicoanalistas, del que les recuerdo que de la verdad ustedes no tienen ciertamente para revender, pero que de todas maneras es ésa vuestra confusión (salade), es eso lo que ustedes venden .

Es claro que, al ir hacia ustedes, es tras lo verdadero que se corre, lo dije la penúltima vez, es la verdad de la verdad lo que se busca. Es justamente por esto que es legítimo que, en lo que se refiere a la identiticación, haya partido de un texto del que intenté hacerles sentir el carácter casi único en la historia de la filosofía ya que la cuestión de lo verdadero está planteada allí de un modo especialmente radical, en tanto ella pone en causa, no lo que se encuentra de verdadero en lo real, sino el estatuto del sujeto en tanto es el encargado de llevarlo, ese verdadero en lo real, encontrándome al cabo de mi último discurso, el de la última vez, desembocando en lo que les he indicado como reconocible en la figura ya señalada por nosotros del rasgo único, del Einziger Zug, en la medida en que es en él que se concentra para nosotros la función de indicar el lugar en que está suspendida en el significante, donde está enganchada, en lo que concierne al significante: la cuestión de su garantía, de su función, de eso a lo que sirve, ese significante, en el advenimiento de la verdad. Por eso no sé hasta dónde impulsaré hoy mi discurso, pero éste va a girar enteramente en torno al fin de asegurar en vuestros espíritus esta función del rasgo único, esta función del 1.

Seguramente es poner en causa al mismo tiempo, hacer avanzar al mismo tiempo -y pienso encontrar por esto en ustedes una especie de aprobación, de los pies a la cabeza (de coeur au ventre)- nuestro conocimiento de lo que es este significante.

Voy a comenzar, porque me place, por hacerles hacer un poco la rabona. Hice alusión el otro día a una observación gentil, aunque irónica, referida a la elección de mi tema de este año como no siendo en absoluto necesario. Es una ocasión para puntualizar esto, lo que está seguramente un poco ligado al reproche que implicaba que la identificación sería una llave para todo como si ella evitara referirse a una relación imaginaria que sólo la experiencia soporta, a saber, la relación al cuerpo.

Todo esto es coherente del mismo reproche que puede serme dirigido en las vías que prosigo, de mantenerlos siempre demasiado a nivel de la articulación de lenguaje (langagiere) tal como precisamente me empeño en distinguirla de cualquier otra. De ahí a la idea de que desconozco lo que se denomina lo preverbal, que desconozco lo animal, que creo que el hombre tiene en todo esto no sé qué privilegio, no hay sino un paso franqueado tanto más rápidamente como que no se tiene el sentimiento de hacerlo. Es para repensarlo, en el momento en que más que nunca este año voy a hacer girar en torno a la estructura del lenguaje, todo lo que voy a explicarles me ha volcado hacia una experiencia próxima, inmediata, corta, sensible y simpatizante, que es la mía y que quizás pondrá en claro que tengo también mi noción de lo preverbal que se articula en el interior de la relación del sujeto al verbo de una manera que no les ha tal vez aparecido a todos.

Ante mí, en el entorno de Mitseinden dónde me sostengo como Dasein, tengo una perra que he llamado Justine en homenaje a Sade, sin que créanlo bien, ejerza sobre ella ningún maltrato orientado. Mi perra, a mi juicio y sin ambigüedad, habla. Mi perra tiene la palabra sin duda alguna. Esto es importante pues no quiere decir que tenga totalmente el lenguaje. La medida en la cual tiene la palabra sin tener la relación humana al lenguaje es una cuestión desde donde vale la pena encarar el problema de lo preverbal. ¿Qué es lo que hace mi perra cuando habla, a mi juicio? Digo que habla, ¿por qué? No habla todo el tiempo, habla, contrariamente a muchos humanos, sólo en los momentos en que tiene necesidad de hablar. Tiene necesidad de hablar en esos momentos de intensidad emocional y de relaciones al otro, a mí mismo, y a algunas otras personas. La cosa se manifiesta por una especie de pequeños gemidos guturales. No se limita a esto. La cosa es particularmente llamativa y patética por manifestarse en un quasi-humano que hace que hoy tenga la idea de hablarles de esto: es una perra boxer, y ustedes verán sobre esas facies quasi-humanas, bastante neendertalienses al fin de cuentas, aparecer un cierto estremecimiento del labio, especialmente el superior, bajo ese morro para un humano un poco erguido, pero en realidad hay tipos así: tuve una portera que se le parecía enormemente y ese estremecimiento labial cuando le ocurría de comunicar, a la portera, conmigo, en tales clímax intencionales, no era sensiblemente diferente. El efecto de soplo sobre las mejillas del animal, no evoca menos sensiblemente todo un conjunto de mecanismos de tipo propiamente fonatorio, que, por ejemplo, se prestarían perfectamente a las experiencias célebres de Fray Rousselot, fundador de la fonética. Ustedes saben que ellas son fundamentales y consisten esencialmente en hacer habitar las diversas cavidades en las cuales se producen las vibraciones fonatorias por pequeños tambores, perillas, instrumentos vibrátiles que permiten controlar en qué niveles, y en qué tiempos, vienen a superponerse los diversos elementos que constituyen la emisión de una sílaba y más precisamente eso que llamamos el fonema, pues estos trabajos fonéticos son los antecedentes naturales de lo que ha sido a continuación definido como fonemática.

Mi perra tiene la palabra, y es incontestable, indiscutible, no sólo por las modulaciones que resultan de esos esfuerzos propiamente articulados, desmontables, inscribibles in loco, sino también por las correlaciones del tiempo en que ese fonema se produce, a saber la cohabitación en un cuarto donde la experiencia dice al animal que el grupo humano reunido en torno a la mesa debe permanecer mucho tiempo; que ciertos relieves de lo que sucede en ese momento allí, a saber, los ágapes, deben volverle: no hay que creer que todo esté centrado en la necesidad. Hay una cierta relación sin duda con este elemento de consumo, pero el elemento de comunión está presente por el hecho de que consume con los otros.

¿Qué es lo que distingue este uso, en suma muy suficientemente logrado por los resultados que se trata de obtener en mi perra, de la palabra, de una palabra humana? No les estoy dando palabras que pretenden cubrir todos los resultados de la cuestión, no doy más que respuestas orientadas a lo que para nosotros debe ser todo lo que se trata de localizar, a saber: la relación a la identificación. Lo que distingue a este animal parlante de lo que sucede por el hecho de que el hombre habla, es esto, que es absolutamente llamativo en lo que concierne a mi perra, una perra que podría ser la vuestra, una perra que no tiene nada de extraordinario, es que, contrariamente a lo que sucede en el hombre en tanto habla, ella no me toma nunca por un otro. Esto es muy claro: esta perra boxer de bella talla y que, de creer a aquéllos que la observan, tiene por mí sentimientos de amor, se deja llevar por excesos de pasión hacia mí, en los cuales toma un aspecto totalmente temible para las almas más timoratas tal como existen, por ejemplo, a cierto nivel de mi descendencia: parece que se teme  que, en los momentos en que comienza a saltarme encima bajando las orejas y a gruñir de una cierta manera, el hecho de que tome mis puños entre sus dientes puede parecer una amenaza. No hay nada de eso. Rápidamente, y es por esto que se dice que me ama, algunas palabras de mí (de moi) hacen volver todo al erden, al cabo de ciertas reiteraciones, por la detención del juego. Ella sabe muy bien que soy yo el que está ahí, no me toma nunca por un otro, contrariamente a lo que vuestra experiencia testimonia de lo que pasa en la medida en que, en la experiencia analítica, ustedes se ubican en las condiciones de tener un sujeto «puro-hablante» («pur-parlant»), si puedo expresarme así, como se dice un paté de puro cerdo («pur-porc»). El sujeto puro-hablante como tal, es el nacimiento mismo de nuestra experiencia, está llevado por el hecho de ser puro-hablante a tomarlos siempre por un otro. Si hay algún elemento de progreso en las vías por las que intento conducirlos, es de llevarlos a percibir qué, de tomarlos por un otro, el sujeto los ubica a nivel del Otro, con una gran O.

Es justamente lo que le falta a mi perra: no hay para ella más que el pequeño otro. Para el gran Otro, no parece que su relación al lenguaje le dé acceso. ¿Por qué, puesto que habla no llegaría como nosotros a constituir esas articulaciones de modo tal que el lugar, tanto para ella como para nosotros, de ese Otro, se desarrolle donde se sitúa la cadena significante?. Librémonos de este problema, diciendo que su olfato se lo impide, y no haremos sino encontrar allí una indicación clásica, a saber que en el hombre la regresión orgánica del olfato está presente en su acceso a esta dimensión Otra (Autre).

Lamento mucho dar la idea, con esta referencia, de restablecer el corte entre la especie canina y la especie humana. Esto para significarles que ustedes estarían completamente equivocados de creer que el privilegio que doy al lenguaje participa de cierto orgullo de esconder esta especie de prejuicio que haría del hombre justamente alguna culminación del ser. Relativizaré este corte diciéndoles que si falta a mi perra esta suerte de posibilidad no despejada como autónoma antes de la existencia del análisis que se llama la capacidad de transferencia, esto no quiere decir en absoluto, que eso reduzca con su partenaire, quiero decir, consigo mismo, el campo patético de lo que en el sentido corriente del término, llamo justamente las relaciones humanas. Es manifiesto en la conducta de mi perra, en lo que concierne precisamente al reflujo sobre su propio ser de efectos de confort, de posiciones de prestigio, que una gran parte, digámoslo, para no decir la totalidad del registro de lo que produce el placer de mi propia relación, por ejemplo, con una mujer de mundo, está allí, enteramente por completo. Quiero decir que, cuando ella ocupa un lugar privilegiado como el que consiste en estar trepada sobre lo que llamo mi cama, dicho de otra manera, el lecho matrimonial, la suerte de ojo que me fija en esta ocasión, suspendida entre la gloria de ocupar un lugar del cual ella sitúa perfectamente la significación privilegiada y el temor del gesto inminente que va a hacerle renunciar, no es una dimensión diferente de lo que atrae al ojo en lo que he llamado, por pura demagogia, la mujer de mundo; pues si ella no tiene, en lo que concierne a lo que se llama el placer de la conversación, un especial privilegio, es el mismo ojo que ella tiene, cuando después de haberse aventurado en un ditirambo sobre un film que le parece lo último de lo último del advenimiento técnico, siente en ella suspendida por mi parte la declaración de que me aburrí hasta los codos (je me suis emmerdé jusqu’a la garde), lo que desde el punto de vista del nihil mirari, que es la ley de la buena sociedad, hace ya surgir en ella esa sospecha de que habría hecho mejor dejándome hablar primero.

Esto para moderar, o más exactamente para restablecer el sentido de la cuestión que planteo en lo que se refiere a las relaciones de la palabra con el lenguaje, está destinado a introducir lo que voy a tratar de despejar para ustedes en lo que concierne a lo que especifica a un lenguaje como tal; la lengua, como se dice, en la medida en que, si es privilegio del hombre, esto no es enseguida completamente claro, ¿por qué está allí confinada? Esto merece ser deletreado, es el caso de decirlo. Hablé de la lengua: por ejemplo, no es indiferente señalar —al menos para aquéllos que han oído hablar de Rousselot aquí por primera vez, es igualmente necesario que sepan al menos cómo están hechos los reflejos de Rousselot— me permito ver enseguida la importancia de esto, que ha estado ausente en mi explicación de hace un instante sobre mi perra, es que hablo de algo de faríngeo, glótico, y luego de algo que temblaba aquí y allá y que es entonces registrable en términos de presión, de tensión. Pero no he hablado de efectos de lengua: no hay nada que haga un chasquido, por ejemplo, y aún menos que haga una oclusión; hay vaivenes temblores, soplido, hay todo tipo de cosas que se aproximan pero no hay oclusión.

No quiero hoy extenderme demasiado, lo que va a hacer retroceder las cosas en lo concerniente al 1; paciencia, hay que tomarse el tiempo de explicar las cosas. Si lo subrayo díganse bien que no es por placer, es porque encontramos allí —y no podremos hacerlo sino retroactivamente— el sentido. No es tal vez un pilar esencial de nuestra explicación, pero en todo caso tomará su sentido en un momento, ese tiempo de la oclusión; y los trazados de Rousselot que quizás ustedes habrán consultado por vuestra parte en el intervalo, lo que me permitirá abreviar mi explicación, serán tal vez allí particularmente hablantes.

Para que imaginen bien desde ahora lo que puede ser esta solución, voy a darles un ejemplo: el fonólogo toca de un sólo paso —y no sin razón, ustedes lo van a ver— el fonema PA y el fonema AP, lo que le permite plantear los principios de la oposición de la implosión AP a la explosión PA y mostrarnos que la consonancia de P es, como en caso de vuestra hija, muda. El sentido de P está entre esta implosión y esta explosión. La P se oye precisamente por no oírse, y el tiempo mudo del medio, retengan la fórmula, es algo que, en el sólo nivel fonético de la palabra, es como quién diría una especie de anuncio de un cierto punto donde ustedes van a ver que los conduciré luego de algunos rodeos. Me sirvo simplemente, de lo que dije sobre mi perra, para señalarles al pasar y para hacerles notar al mismo tiempo que esta ausencia de oclusivas en la palabra de mi perra, es justamente lo que tiene de común con una actividad parlante que ustedes conocen bien y que se llama el canto.

Si a menudo sucede que no comprenden lo que farfulla la cantante, es justamente porque no se pueden cantar las oclusivas, y espero también que estarán contentos de caer sobre vuestros pies y pensar que todo se arregla puesto que en suma mi perra canta, lo que la hace entrar en el concierto de los animales. Hay muchos otros que cantan y la cuestión no está siempre aclarada de saber si tienen por lo tanto un lenguaje.

De esto se habla desde siempre, el chamán cuyo rostro tengo sobre un hermoso pajarito gris fabricado por los kwakiult de la Colombia británica, lleva en su espalda una especie de imagen humana que comunica por una lengua que lo une con una rana: la rana es supuesta comunicar el lenguaje de los animales. No vale la pena hacer tanta etnografía ya que, como ustedes saben, San Francisco hablaba con los animales: no es un personaje mítico, vivía en una época ya muy esclarecida para su tiempo por todos los fuegos de la historia. Hay personas que han hecho muy lindas pinturitas para mostrárnoslo en lo alto de una roca, y se ve hasta el extremo final del horizonte bocas de pescados que emergen del mar para escucharlo, lo que sin embargo, confiésenlo, es excesivo. Uno puede preguntarse respecto a esto qué lengua les hablaba. Lo que tiene sentido siempre en el nivel de la lingüística moderna, y en el nivel de la experiencia psicoanalítica. Hemos aprendido a definir perfectamente la función de ciertos advenimientos de la lengua de lo que se llama el hablar babysh -infantil-, lo que a algunos, a mí por ejemplo, les crispa los nervios, el género «guili, guili, que rico es el chiquitin». Lo que tiene un papel que va más allá de esas manifestaciones connotadas en la dimensión ingenua, la ingenuidad consistente para el caso en el sentimiento de superioridad del adulto.

No hay no obstante ninguna distinción esencial entre lo que se llama ese hablar babysh y, por ejemplo, una especie de lengua como aquella que se llama el «pidgin», es decir esas clases de lengua constituidas cuando entran en relación dos especies de articulación de lenguaje (langagiere), los partidarios de una se consideran a la vez en necesidad y en derecho de usar ciertos elementos significantes que son los de la otra área, con el propósito de servirse de eso para hacer penetrar en la otra área un cierto número de comunicaciones propias de su área, con esta especie de prejuicio de que se trata en esta operación de hacerles aceptar, de transmitirles categorías de un orden superior. Esas especies de integraciones entre área y área de lenguaje hace a uno de los campos de estudio de la lingüística, y merecen como tales ser consideradas con un valor completamente objetivo gracias al hecho de que existen justamente, en relación al lenguaje, dos mundos diferentes en el niño y en el adulto. No podemos dejar de tomar en cuenta, aún menos desconsiderar que es en esta referencia donde podemos hallar el origen de ciertos rasgos bastante paradojales de la constitución de la batería significante, quiero decir la muy particular prevalencia de ciertos fonemas en la designación de ciertas relaciones que se llaman de parentesco, la no universalidad sino aplastante mayoría de fonemas pa y ma para designar, para proveer al menos uno de los modos de designación del padre y de la madre; esta irrupción de algo que no se justifica sino por el mérito de génesis en la adquisición de un lenguaje, es decir de hechos de pura palabra, lo que no se explica sino precisamente a partir de la perspectiva de una relación entre dos esferas de lenguaje distintas. Y ustedes ven esbozarse aquí algo que es aún el trazado de una frontera. No pienso innovar con esto ya que ustedes saben lo que había intentado comenzar a señalar Ferenczi bajo el titulo de «Confusión of tongues», muy específicamente en este nivel de la relación verbal del niño y el adulto.

Sé que este largo rodeo no me permitirá abordar hoy la función del uno, lo que va a permitirme agregar, pues no se trata finalmente en todo esto más que de despejar, a saber, que ustedes no crean que allí donde los conduzco sea un campo exterior en relación a vuestra experiencia, sino que por el contrario es el campo más interno de esta experiencia, aquella por ejemplo que evoqué hace un instante particularmente en la distinción aquí concreta del otro y del Otro, esta experiencia no podemos sino atravesarla. La identificación, a saber lo que puede hacer muy precisa y tan intensamente como sea posible imaginar poner bajo algún ser de vuestras relaciones, la substancia de un otro, es algo que se ilustra en un texto «etnográfico» al infinito, ya que es justamente sobre él que se ha construido con Lévy-Brühl, toda una serie de concepciones teóricas que se expresan en los términos: mentalidad prelógica, más tarde aún participación mística, cuando fue llevado a centrar más especialmente sobre la función de la identificación, el interés de lo que parecía la vía de objetivación de su propio campo. Pienso aquí, ustedes saben bajo qué paréntesis, bajo que expresa reserva solamente pueden ser aceptadas las relaciones intituladas por tales rúbricas. Es algo infinitamente más corriente que no tiene nada que ver con cualquier cosa que pusiera en causa la lógica ni la racionalidad, de donde hay que partir para situar esos hechos (arcaicos o no de la identificación como tal).

Es un hecho conocido desde siempre y aún constatable para nosotros cuando nos dirigimos a sujetos considerados en ciertos contextos que quedan a definir, que estas especies de hecho, —voy a intitularlas por los términos que derriban las barreras, que ponen los pies en el plato, de manera de dar a entender claramente que no espero detenerme aquí en ninguna partición destinada a oscurecer la primacía de cierto fenómeno— estos fenómenos de falso reconocimiento, digamos por un lado de bilocación, digamos por tal otro, a nivel de tal experiencia en las relaciones, a destacar los testimonios, que abundan. El ser humano, se trata de saber porqué es a él que esas cosas le suceden; contrariamente a mi perra, el ser humano reconoce, en el surgimiento de tal animal el personaje que acaba de perder, ya se trate de su familia o de tal personaje eminente de su tribu, el jefe o no, presidente de tal sociedad de jóvenes, o cualquier otro; es él ese bisonte, es él o como en tal leyenda celta, que es puro azar si viene aquí por mí, en tanto sería necesario que hable durante una eternidad para decirles todo lo que puede despertar en mi memoria a propósito de esta experiencia central….

Tomo una leyenda celta que no es en absoluto una leyenda sino un rasgo de folklore realzado por el testimonio de alguien que fuera servidor en una granja. A la muerte del amo del lugar, del señor, ve aparecer un ratoncito, lo sigue, el ratoncito va a dar una vuelta por el campo, vuelve, va a la granja donde están los instrumentos de labranza y se pasea por estos instrumentos: sobre el arado, la azada, la pala y otros, y luego desaparece. Después de esto, el servidor que sabía ya de lo que se trataba respecto al ratón, tiene la confirmación en la aparición del fantasma de su amo que le dice, en efecto: estaba en ese ratoncito, di la vuelta al dominio para decirle adiós, quería ver los instrumentos de labranza porque están ahí los objetos esenciales a los que uno queda ligado por más tiempo que a otros, y sólo después de haber dado la vuelta he podido liberarme de esto, etc…con infinitas consideraciones a propósito de una concepción de las relaciones del difunto y de ciertos instrumentos ligados a ciertas condiciones de trabajo, condiciones propiamente campesinas o más especialmente agrarias, agrícolas. Tomo este ejemplo para centrar la mira en la identificación del ser concerniente a dos apariciones individuales tan manifiesta y fuertemente distinguibles en lo que puede concernir al ser que, en relación al sujeto narrador ha ocupado la posición eminente del amo con este animalejo contingente, yéndose a ninguna parte, yendo no se sabe donde. Hay allí algo que, en sí mismo merece ser tomado no simplemente para explicar como consecuencia sino como posibilidad que merece como tal ser destacada.

¿Quiere decir esto que una tal referencia puede engendrar otra cosa que la más completa opacidad?

Sería reconocer mal el tipo de elaboración, el orden de esfuerzo que les exijo de mi enseñanza, pensar que pueda de alguna manera contentarme, aún borrando los límites de una referencia folklórica para considerar como natural el fenómeno de identificación pues una vez que hemos reconocido esto como fondo de la experiencia, no sabemos absolutamente nada, justamente en la medida en que a aquellos a quienes hablo esto no puede llegarles salvo caso excepcional. Hay que mantener siempre una pequeña reserva: estén seguros de que eso puede aún perfectamente ocurrir en tal o cual zona campesina. Que eso no pueda sucederles a quienes hablo es lo que zanja la cuestión: desde el momento en que eso no puede ocurrirles no pueden comprender nada, y no pudiendo comprender nada, no crean que basta con connotar el acontecimiento por un encabezamiento de capítulo que ustedes llamarán con M. Lévy Brühl ‘participación mística’ o que ustedes lo hagan entrar con él en el conjunto más grande de la ‘mentalidad prelógica’ para que hayan dicho algo interesante.

Queda lo que ustedes puedan domesticar, volver más familiar con la ayuda de fenómenos más atenuados, que no será por eso más válido ya que es de ese fondo opaco de donde deben partir. Ustedes encuentran allí de nuevo una referencia de Apollinaire, «Come tus pies en la Santa Ménéhould» («Mange tes pieds a la sainte Ménéhould»), dice en alguna parte el héroe de la heroína de les «Mame!les de Tiresias» a su marido. El hecho de comer vuestros pies a la Mitsein no arreglará nada, Se trata de aprehender para nosotros la relación de esta posibilidad que se llama identificación, en el sentido en que surge de allí lo que no existe sino en el lenguaje y gracias al lenguaje, una verdad por la que hay allí una identificación que no se distingue en absoluto para el servidor de la granja que contaba la experiencia de la que les hablé hace un rato; y para nosotros que fundamos la verdad sobre A es A, es la misma cosa, porque lo que será el punto de partida de mi discurso la próxima vez será esto: ¿porqué ‘A es A’ es un absurdo?.

El análisis estricto de la función del significante, en la medida en que es por él que entiendo introducir para ustedes la cuestión de la significación, es a partir de esto: es que si el A es A ha constituido si puedo decir, la condición de toda una edad del pensamiento del que la exploración cartesiana por la cual he comenzado, es el término —lo que se puede llamar la era teológica— no es menos verdadero que el análisis lingüístico es correlativo del advenimiento de otra era, marcada por correlaciones técnicas precisas entre las cuales está el advenimiento matemático, quiero decir, en las matemáticas, por un uso extendido del significante. Podemos percatarnos que si el ‘A es A’ no funciona, haré avanzar el problema de la identificación. Les indico de aquí en más que haré girar mi demostración en torno a la función del Uno; y para no dejarlos totalmente en suspenso y para que quizás comiencen a formularse individualmente cada uno algo en el camino de lo que voy a decirles más adelante, les rogaré se refieran al capítulo del Curso de Lingüística de De Saussure que termina en la página 175. Ese capítulo termina por un párrafo que comienza en la página 174 y les leeré el párrafo siguiente;

«Aplicando a la unidad el principio de diferenciación puede formularse así: los carácteres de la unidad se confunden con la unidad misma. En la lengua, como en todo sistema semiológico —esto merecerá ser discutido— lo que, carácteriza un signo, he aquí todo lo que lo distingue: es la diferencia lo que constituye el carácter como confiere el valor de la unidad»

Dicho de otra manera, a diferencia del signo —y ustedes lo verán confirmarse por poco que lean ese capítulo— lo que distingue al significante es sólo ser lo que los otros no son; lo que; en el significante implica que esta función de la unidad es justamente no ser sino diferencia. Es en tanto pura diferencia que la unidad, en su función significante se estructura, se constituye. Esto no es un rasgo único. De algún modo constituye una abstracción unilateral que concierne a la relación por ejemplo sincrónica del significante. Lo verán la próxima vez, nada es pensable propiamente sin partir de esto que formulo: el uno como tal es el Otro. Es a partir de esto, de esta estructura básica del uno como diferencia que podemos ver aparecer este origen, de donde se puede ver el significante constituirse, si puedo decir: es en el Otro que la A (de Autre) del A es A, la gran A, como se dice, la gran palabra es soltada.

Del proceso de este lenguaje del significante, de aquí solamente puede partir una exploración que sea profunda y radical de eso como en lo que se constituye la identificación. La identificación no tiene nada que ver con la unificación. Es sólo al distinguirla que se le pueden otorgar no sólo su acento esencial, sino sus funciones y sus variedades.