Seminario 9: Clase 6, del 20 de Diciembre de 1961

Los he dejado la ultima vez sobre esta observación, hecha para darles el sentimiento de que mi discurso no pierde sus amarras, a saber que la importancia para nosotros de la búsqueda de este año se apoya en que la paradoja del automatismo de repetición consiste en que ustedes ven surgir un ciclo de comportamiento inscribible como tal en términos de una resolución de tensión de la pareja necesidad-satisfacción, y que, no obstante, cualquiera fuera la función comprometida en este ciclo, por carnal que ustedes la supongan; no es menos cierto que lo que ella quiere decir en tanto automatismo de repetición, es que está allí para hacer surgir, para recordar, para hacer insistir algo que no es otra cosa en esencia sino un significante designable por su función, y especialmente bajo esta faz que introduce en el cielo de sus repeticiones- siempre las mismas en su esencia y entonces concerniendo a algo que es siempre la misma cosa- la diferencia, la distinción, la unicidad, que consiste en que algo ocurrió en el origen, que es todo el sistema del trauma, a saber que una vez se produjo algo que tomó desde entonces la forma A, que en la repetición el comportamiento tan complejo, por comprometido que lo supongan en la individualidad animal, no está allí sino para hacer resurgir ese signo A. Digamos que el comportamiento desde entonces es expresable como el comportamiento número tanto; ese comportamiento número tanto es, digámoslo, el acceso histérico, por ejemplo: una de las formas en un sujeto determinado son sus accesos histéricos, es esto lo que aparece como comportamiento número tanto. Sólo el número está perdido para el sujeto. Es justamente en tanto el número está perdido que aparece este comportamiento enmascarado en esta función de hacer resurgir el número detrás de lo que se denominará la psicología de su acceso, detrás de las motivaciones aparente; y ustedes saben que en este punto no será difícil para nadie encontrar una apariencia de razón: es propio de la psicología hacer aparecer siempre una sombra de motivación. Es entonces en este enlace estructural de algo inserto radicalmente en esta individualidad vital con esta función significante que nos encontramos en la experiencia analítica (Vorstellungsraepräsentantz): es eso lo que está reprimido, el número perdido del comportamiento tanto.

¿Dónde está el sujeto allí?

Está en la individualidad radical, real, en el puro paciente de esta captura , en el organismo desde entonces aspirado por los efectos del «eso habla»(«ça parle»), por el hecho de que un viviente entre los otros ha sido llamado a devenir lo que Heidegger denomina el pastor del ser, habiendo sido tomado en los mecanismos del significante? ¿Está en el otro extremo, identificable al juego mismo del significante? Y el sujeto, ¿no es acaso el sujeto del discurso de alguna manera arrancado a su inmanencia vital, condenado a sobrevolarla, a vivir en esta especie de espejismo que fluye de este redoblamiento que hace que todo lo que vive no sólo lo habla, sino que el viviente lo vive hablándolo y que lo que vive se inscribe ya en una (escritura en giego), una saga tejida a lo largo de su acto mismo?
esfuerzo de este año, si tiene un sentido, es el de mostrar justamente cómo se articula la función del sujeto en otra parte que en uno u otro de esos polos, jugando entre los dos. Es, después de todo—lo imagino— lo que vuestra cogitación —al menos me gusta pensarlo— luego de estos años de seminario puede darles, aunque no fuera más que implícitamente, en todo momento como referencia. ¿Es suficiente saber que la función del sujeto está en el entre-dos, entre los efectos idealizantes de la función significante y esta inmanencia vital que ustedes confundirían, pienso aún a pesar de todas mis advertencias, de buena gana con la función de la pulsión? Es justamente esto en lo que estamos comprometidos y lo que tratamos de impulsar aún más lejos, es por lo que también he creído deber comenzar por el cogito cartesiano para hacer sensible el campo en el que vamos a intentar dar articulaciones más precisas en lo que concierne a la identificación.

Les he hablado hace algunos años, de Juanito; encontramos en la historia de Juanito —pienso que ustedes han guardado el recuerdo en alguna parte— la historia del sueño que se podría prender con el título de la «jirafa arrugada» (verwurzlte). Este verbo verwurzeln que se ha traducido por arrugar, no es un verbo totalmente corriente en el léxico germánico común. Si wurzeln se encuentra allí, el verwurzeln no figura. Verwurzeln quiere decir: hacer un bollo. Está indicado en el texto del sueño de la jirafa arrugada, que es una jirafa que está al lado de la gran jirafa viviente, una jirafa de papel y que como tal se puede hacer de ella un bollo. Ustedes conocen todo el simbolismo que se desarrolla a lo largo de esta observación, de la relación entre la jirafa grande y la jirafa pequeña, jirafa arrugada en una de sus caras, concebible bajo la otra como jirafa reducida, como la segunda jirafa, la jirafa que puede simbolizar muchas cosas. Si la jirafa arando simboliza a la madre, la otra jirafa simboliza a la hija; y la relación de Juanito con la jirafa en el punto en que se encuentra en este momento de su análisis, tenderá de buena gana a encarnarse en el vivo juego de las rivalidades familiares.

Recuerdo el asombro —no lo sería ya hoy— que provoqué entonces al designar en ese momento en la observación de Juanito, y como tal, la dimensión de lo simbólico en acto en las producciónes psíquicas del sujeto a propósito de esta jirafa arrugada. ¿Qué podía haber allí de más indicativo de la diferencia radical de lo simbólico como tal sino el ver aparecer en la producción, ciertamente en ese punto no sugerido —porque no hay huella en ese momento de una articulación semejante concerniente a la función indirecta del símbolo— ver en la observación algo que verdaderamente encarna para nosotros e ilustra la aparición de lo simbólico como tal en la dialéctica psíquica? «¿Verdaderamente dónde encontró usted eso?», me decía gentilmente uno de ustedes después de esa reunión.

La cosa sorprendente no es que lo haya visto porque eso difícilmente puede estar indicado de manera más cruda en el material mismo, sino que en ese lugar se pueda decir que Freud mismo no se detiene, quiero decir, que no pone todo el énfasis que convendría en ese fenómeno, en lo que lo materializa, si se puede decir a nuestros ojos. Lo que prueba el carácter esencial de esos delineamientos estructurales, es que al no hacerlos, al no puntualizarlos, al no articularlos con toda la energía de la que somos capaces, nos condenamos de alguna manera a desconocer cierta faz, cierta dimensión de los fenómenos mismos.

No voy a rehacer en esta ocasión la articulación de lo que se trata, de lo que está en juego en el caso de Juanito. Las cosas han sido publicadas y bastante bien como para que puedan remitirse a ellas. Pero la función como tal de ese momento crítico —determinado por su suspensión radical al deseo de su madre, de una manera que, si se puede decir, no tiene compensación, sin retorno, sin salida— es la función de artificio que les he mostrado ser la de la fobia, en tanto introduce un resorte significante clave que permite al sujeto preservar aquello de lo que se trata para él, a saber ese mínimo de anclaje, decentramiento de su ser, que le permite no sentirse un ser completamente a la deriva del capricho materno. Es de esto que se trata, pero lo que quiero señalar a este nivel es lo siguiente: es que en una producción eminentemente tan poco fiable en la ocasión —lo digo tanto más cuanto que todo aquello hacia lo cual se ha orientado precedentemente a Juanito (pues Dios sabe que se lo ha orientado tal como se los mostré), nada de todo eso es de naturaleza tal que permita ponerlo en un campo de este tipo de elaboración; Juanito nos muestra aquí, en una figura cerrada ciertamente pero ejemplar, el salto, el pasaje, la tensión entre lo que he definido al principio como los dos extremos del sujeto: el sujeto animal que representa la madre, pero también con su gran cuello, nadie lo duda, la madre en tanto es ese inmenso falo del deseo, terminado aún en ese hocico mordiente de animal voraz, y luego el otro, algo sobre una superficie de papel. Volveremos sobre esta dimensión de la superficie, lo que no está desprovisto de todo acento subjetivo; porque se ve bien la importancia de lo que está en juego: la jirafa grande, como lo ve jugar con la pequeña arrugada, grita muy fuerte hasta que al final se cansa, agota sus gritos, y Juanito, sancionando de alguna manera la toma de posesión, la Besitzung de lo que se trata, de la apuesta misteriosa del asunto, se sienta encima (darauf gesetzt).

Esta bella mecánica debe hacernos sentir de qué se trata, si es de su identificación fundamental, de la defensa de sí mismo contra esta captura original en el mundo de la madre, como nadie por supuesto lo duda, en el punto en el que nos encontramos en la elucidación de la fobia. Vemos aquí ejemplificada ya esta función de significante. Es aquí que quiero de nuevo detenerme hoy en lo que concierne al punto de partida de lo que tenemos que decir sobre la identificación. La función del significante en tanto ella es el punto de amarra de algo donde el sujeto se constituye, he ahí lo que va a hacerme detener un instante hoy, en algo que me parece debe venir naturalmente al espíritu, no sólo por razones de lógica general, sino también por algo que ustedes deben palpar en vuestra experiencia: quiero decir la función del nombre, no «noun», el nombre definido gramaticalmente, lo que llamamos el substantivo en nuestras escuelas, sino «name», como en inglés —y también en alemán por otra parte- las dos funciones se distinguen. Querría decir un poco más aquí, pero ustedes comprenden bien la diferencia: el «name» es el nombre propio. Ustedes saben, como analistas, la importancia que tiene en todo análisis el nombre propio del sujeto. Deben siempre prestar atención a como se llama vuestro paciente. No es nunca indiferente. Y si ustedes piden los nombres en el análisis es por algo mucho más importante que la excusa que pueden dar al paciente, a saber, que todo tipo de cosas pueden ocultarse detrás de esa especie de disimulación o de borramiento que habría del nombre, en lo que concierne a las relaciones que tiene que poner en juego con tal otro sujeto.

Esto va mucho más lejos, no deben presentirlo sino saberlo.

¿Qué es un nombre propio?

Aquí tendríamos que tener mucho que decir. El hecho es que en efecto podemos aportar mucho material al nombre. Este material, nosotros analistas, y en los controles mismos, podremos mil veces ilustrar su importancia. No creo que podamos justamente aquí darle todo su alcance sin —es ésta una ocasión más para palpar la necesidad metodológica— referirnos a lo que en este lugar tiene para decir el lingüista, no para someternos a eso forzosamente, sino porque en lo que concierne a la función, la definición de ese significante que tiene su originalidad, debemos al menos, encontrar un control sino un complemento de lo que podemos decir.

De hecho, es lo que va a producirse. En 1954 apareció un pequeño factum (controversia) de Sir Allan Gardiner. Hay de él todo tipo de trabajos y particularmente una muy buena gramática egipcia —quiero decir del antiguo Egipto—; es entonces un egiptólogo, pero también y ante todo un lingüista. Gardiner escribió —es en esa época que hice su adquisición en el curso de un viajecito a Londres— un librito que se llama «La teoría de los nombres propios». Lo hizo de una manera un poco contingente. El mismo lo llama un «controversial essay», un ensayo controversial. Se puede incluso decir: es un lítote, un ensayo polémico. Lo escribió a continuación de la viva exasperación a la que lo había conducido un cierto número de enunciaciones de un filósofo que no les señalo por primera vez: Bertrand Russell, cuyo enorme papel en la elaboración de lo que se podría denominar en nuestros días lógica matematizada o matemática logicizada, ustedes conocen. En torno a los «Principia mathematica» con Whitehead, nos ha dado un simbolismo general de las operaciones lógicas y matemáticas de las que no se puede prescindir desde que se entra en este campo. Entonces Russell en una de sus obras da una cierta definición absolutamente paradójica —la paradoja es por otra parte una dimensión en la cual él esta lejos de repugnar desplazarse al contrario: se sirve de ella muy a menudo—, Russell hizo entonces en lo que concierne al nombre propio ciertas observaciones que han puesto literalmente a Gardiner fuera de sí. La querella es en sí misma bastante significativa como para que yo crea hoy deber introducirlos y enganchar a este respecto observaciones que me parecen importantes.

¿Por qué punta vamos a comenzar, por Gardiner o por Russell? Comencemos por Russell.

Russell se encuentra en la posición del lógico; el lógico tiene una posición que no data de ayer. Hace funcionar un cierto aparato al que da diversos títulos: razonamiento, pensamiento. Descubre allí un cierto número de leyes implícitas. En un primer tiempo despeja esas leyes: son aquéllas sin las cuáles no habría nada del orden de la razón que fuera posible. Es en el curso de esta investigación absolutamente original, de este pensamiento que nos gobierna por la reflexión que comprendemos por ejemplo la importancia del principio de contradicción. Una vez descubierto este principio de contradicción, es alrededor de él que algo se despliega y se ordena, que muestra seguramente, que si la contradicción y su principio no fueran algo tautológico, la tautología sería singularmente fecunda; pues no es simplemente en algunas páginas que se desarrolla la lógica aristotélica.

Con el tiempo, sin embargo, el hecho histórico es que aunque el desarrollo de la lógica se dirija hacia una ontología, una referencia radical al ser que estaría considerada apuntando en esas leyes, las más generales, al modo de aprehensión necesario a la verdad, se orienta hacia un formalismo, a saber que aquello a lo que se consagra el líder de una escuela de pensamiento tan importante, tan decisiva en la orientación que ha dado a todo un modo de pensamiento en nuestra época, Bertrand Russell, sea llevado a poner todo lo que concierne a la crítica de las operaciones puestas en juego en el campo de la lógica y de la matemática, en una formalización general tan estricta, tan económica, como sea posible.

Abreviando, la correlación del esfuerzo de Russell, la inserción del esfuerzo de Russell en esta misma dirección en matemáticas, conduce a la formación de lo que se denomina la teoría de los conjuntos cuyo alcance general se puede carácterizar en que se esfuerza por reducir todo el campo de la experiencia matemática acumulada durante siglos de desarrollo, y creo que no se puede dar mejor definición que la de que es reducirla a un juego de letras. Esto, entonces, debemos considerarlo como un dato del progreso del pensamiento, digamos, en nuestra época, definiendo esta época como un cierto momento del discurso de la ciencia.

¿Qué es lo que Bertrand Russell se ve conducido a dar en esas condiciones el día en que se interesó en eso, como definición del nombre propio?

Es algo que en sí mismo merece que uno se detenga, porque es lo que va a permitirnos aprehender —se lo podría aprehender en otra parte, y  verán que les mostraré que se aprehende en otra parte— digamos esa parte de desconocimiento implicado en una cierta posición que se encuentra ser efectivamente el rincón donde es empujado todo el esfuerzo de elaboración secular de la lógica. Este desconocimiento es, hablando con propiedad, el que sin duda alguna les doy de alguna manera de entrada en lo que plantea forzosamente por una necesidad de exposición: este desconocimiento, es exactamente la relación más radical del sujeto pensante a la letra. Bertrand Russell ve todo, excepto esto: la función de la letra. Es lo que espero poder hacerles sentir y mostrarles. Tengan confianza y síganme. Verán ahora cómo vamos a avanzar. ¿Qué es lo que da como definición del nombre propio? Un nombre propio es, dice , «word for particular», una palabra para designar las cosas particulares como tales. Ahora bien, en toda descripción hay dos maneras de abordar las cosas: describirlas por su cualidad, su ubicación, sus coordenadas desde el punto de vista del matemático, si quiero designarlas como tales. Este punto, por ejemplo, pongamos que aquí pueda decirles: éste a la derecha del pizarrón,- aproximadamente a tal altura, es blanco, y esto y lo otro. Esto, es una descripcion, nos dice Russell. Son las maneras que hay de designarlo, fuera de toda descripción, como particular: es eso lo que voy a llamar nombre propio.

El primer nombre propio para Russell —hice ya alusión a ello en seminarios precedentes— es el «this», éste (this is the question). He ahí el demostrativo pasado al rango de nombre propio. No es menos paradójico que Russell encare fríamente la posibilidad de llamar a ese punto Juan. Debemos reconocer que de todas maneras tenemos allí el signo de que tal vez hay algo que sobrepasa la experiencia; pues el hecho es que es raro que se llame Juan a un punto geométrico. Sin embargo, Russell no ha retrocedido nunca ante las expresiones más extremas de su pensamiento. Es no obstante aquí que el lingüista se alarma, se alarma tanto más cuanto que entre esos dos extremos de la definición russeliana «word por particular», encontramos esa consecuencia absolutamente paradójica de que, lógico consigo mismo, Russell nos dice que Sócrates no tiene ningún derecho de ser considerado por nosotros como un nombre propio, dado que desde hace mucho tiempo Sócrates no es más un particular. Les abrevio lo que dice Russell, agrego incluso una nota de humor, pero es el espíritu de lo que quiere decirnos, a saber que Sócrates es para nosotros el maestro de Platón, el hombre que bebió la cicuta, etc…Es una descripción abreviada; no es entonces más como tal, lo que el llama una palabra para designar lo particular en su particularidad.

Es seguro que vemos aquí perder totalmente el hilo de lo que nos da la consciencia lingüística, a saber, que si tenemos que eliminar todo lo que de los nombres propios se inserta en la comunidad de la noción, llegamos a una suerte de impasse que es a lo que Gardiner trata de contraponer las perspectivas propiamente lingüísticas como tales.

Lo que es sorprendente es que el lingüista, no sin mérito y no sin práctica, y no sin hábito, por una experiencia tanto más profunda del significante, cuanto que no por nada les he señalado que es alguien que despliega una parte de su esfuerzo en un ángulo especialmente sugestivo y rico de la experiencia, que es el del jeroglífico, ya que es egiptólogo, se vea llevado a contraformular para nosotros lo que le parece carácterístico de la función del nombre propio.

Para elaborar esta carácterística de la función del nombre propio, va a tomar como referencia a John Stuart Mill y a un gramático griego del siglo II antes de Cristo que se llama Dionysius Thrax.

Singularmente, va a encontrar en ellos algo que sin conducir a la misma paradoja que Bertrand Russell, da cuenta de las fórmulas que en un primer aspecto podrían aparecer como homonímicas, si se puede decirlo así. El nombre propio (escritura en giego), por otra parte, no es sino la traducción de lo que los griegos han aportado sobre ello, y particularmente ese Dionysius Thrax, (escritura en giego), opuesto a (escritura en giego) ¿Es que (escritura en giego) se confunde aquí con lo particular, en el sentido russeliano del término ? Ciertamente no, ya que no podría ser allí donde tomara apoyo Gardiner, si fuera para encontrar un acuerdo con su adversario. Desafortunadamente, no logra especificar la diferencia del término de propiedad como implicada en lo que distingue el punto de vista griego original con las consecuencias paradójicas a las cuales llega un cierto formalismo. Pero, al amparo del progreso que le permite la referencia a los griegos, absolutamente en el fondo, después a Mill, más cercano a él, pone en valor lo que se trata de decir, lo que funciona en el nombre propio que nos lo hace distinguir en seguida, situarlo como tal, como un nombre propio. Con pertinencia indudable en la aproximación del problema, Mill pone el acento en lo siguiente: es que eso en lo que un nombre propio se distingue de un nombre común, se encuentra del lado de algo que está a nivel del sentido; el nombre común parece concernir al objeto en tanto que con él conlleva un sentido. Si algo es un nombre propio, es en la medida en que no es el sentido del objeto lo que lleva con él, sino algo del orden de una marca aplicada de alguna manera sobre el objeto, superpuesta a él, y que por éste hecho será tanto más estrechamente solidaria cuanto que será menos abierta, por el hecho de la ausencia de sentido, a toda participación con una dimensión por dónde este objeto es superado, comunica con los otros objetos. Mill hace aquí intervenir, por otra parte, jugar una especie de pequeño apólogo ligado a un cuento: la puesta en juego de una imagen de la fantasía. Es la historia del papel del hada Morgana que quiere preservar a algunos de sus protegidos de no sé qué calamidad a la que están prometidos por el hecho de que se ha puesto en la ciudad una marca de tiza sobre su puerta. Morgana les evita caer bajo el golpe de la calamidad exterminadora haciendo la misma marca sobre todas las otras casas de la misma ciudad.

Aquí, Sir Gardiner no tiene dificultad en mostrar el desconocimiento que este apólogo implica en sí mismo; es que si Mill hubiera tenido una noción más completa de lo que se trata en la incidencia del nombre propio, debería haber constatado en su forjamiento no sólo el carácter de identificación de la marca sino también el carácter distintivo, y como tal, el apólogo hubiera sido más conveniente si hubiera dicho que el hada Morgana debía marcar las otras casas también con un signo de tiza, pero diferente del primero, de manera que quién se introdujese en la ciudad para cumplir su misión, buscando la casa a la que debía llevar su incidencia fatal, no supiera reconocer, falto de saber por adelantado de qué signo se trata, qué signo buscar entre los otros.

Esto lleva a Gardiner a una articulación que es la  siguiente: es que en referencia manifiesta a esta distinción del significante y del significado, que es fundamental para todo lingüista, incluso si no la promueve como tal en su discurso, Gardiner —no sin fundamento— señala que no es tanto de la ausencia de sentido de lo que se trata en el uso del nombre propio, puesto que todo dice lo contrario: muy a menudo los nombres propios tienen un sentido. Incluso Durand tiene un sentido, Smith quiere decir herrero, y es claro que no es porque el señor. Herrero sea herrero por casualidad, que su nombre será menos propio. Lo que hace al uso del nombre propio, en la ocasión del nombre Herrero, nos dice Gardiner, es que el acento en su empleo esta puesto no sobre el sentido, sino sobre el sonido, en tanto que distintivo. Hay ahí manifiestamente, un gran progreso de dimensiones, lo que en la mayor parte de los casos, permitirá prácticamente percibir que algo funciona más especialmente como nombre propio. Sin embargo, es bastante paradójico ver que justamente la primera definición que tiene para dar de su material un lingüista, los fonemas, sea la de que son justamente sonidos que se distinguen los unos de los otros; da como rasgo particular de la función del nombre propio el hecho, justamente, de que esté compuesto de sonidos distintivos que podemos carácterizar como nombre propio. Porque por supuesto, es manifiesto bajo cierto ángulo que todo uso del lenguaje esta justamente fundado sobre esto: es que un lenguaje está hecho con un material que es el de sonidos distintivos. Por supuesto, esta objeción no deja de evidenciársele al autor mismo de esta elaboración. Es aquí que introduce la noción subjetiva —en el sentido psicológico del término— de la atención acordada a la dimensión significante, aquí como material sonoro. Observen lo que puntualizo aquí, es que el lingüista que debe esforzarse por separar —no digo eliminar totalmente de su campo todo lo que sea referencia propiamente psicológica, es llevado no obstante aquí como tal, a constatar una dimensión patólógica, quiero decir el hecho de que el sujeto, dice, invista, preste atención especialmente a lo que es el cuerpo de su interés cuando se trata del nombre propio. Es en tanto vehiculiza una cierta diferencia sonora que es tomado como nombre propio, haciendo observar que a la inversa en el discurso común, lo que estoy comunicándoles por ejemplo ahora, no presto absolutamente atención al material sonoro de lo que les cuento. Si prestara absolutamente atención, sería llevado enseguida a ver amortiguarse y agotarse mi discurso; trato primeramente de comunicarles algo. Es porque creo saber hablar francés que el material, efectivamente distintinvo en su fondo, me aparece; está allí como un vehículo al que no presto atención; pienso en el fin a donde voy, que es hacer pasar para ustedes ciertas cualidades de pensamientos que les comunico.

¿Es tan cierto que cada vez que pronunciamos un nombre propio estemos psicológicamente advertidos de este acento puesto sobre el material sonoro como tal? No es para nada cierto. No pienso en el material sonoro, Sir Allan Gardiner, cuando les hablo, no más que en el momento en que hablo de verwurtzeln o cualquier otra cosa. En primer lugar, mis ejemplos estarían aquí mal elegidos porque son ya palabras que al escribir en el pizarrón pongo en evidencia como palabras. Es cierto que cualquiera sea el valor de la reivindicación del lingüista, muy específicamente fracasa en la medida en que no cree tener otra referencia para hacer valer que la de lo psicológico. ¿Y ella, en qué fracasa?

Precisamente al articular algo que es tal vez la función del sujeto, pero del sujeto definido de otro modo que por algo del orden de lo psicológico concreto, del sujeto en tanto que podríamos, debemos, habremos de definir, hablando con propiedad, en su referencia al significante. Hay un sujeto que no se confunde con el significante como tal, pero que se despliega en esta referencia al significante, con rasgos, carácteres perfectamente articulables y formalizables y que deben permitirnos comprender y discernir el carácter idiótico —si tomo la.referencia griega, es porque estoy lejos de confundirla con el empleo del término «particular» en la definición russelliana, como tal del nombre propio. Intentemos ahora indicar en qué sentido espero hacérselos aprehender.

En ese sentido en el que desde hace mucho tiempo hago intervenir a nivel de la definición del inconsciente, la función de la letra. Esta función de la letra, la he hecho intervenir para ustedes en un comienzo de manera poética; el seminario sobre la «carta robada» («lettre volée») en nuestros primeros años de elaboración, estaba allí para indicarles que algo, a tomar en el sentido literal del término de lettre (carta, letra) —puesto que se trataba de una misiva, era algo que podíamos considerar como determinante hasta en la estructura psíquica del sujeto: fábula sin duda pero que no hacía sino reunir la más profunda verdad en su estructura de función. Cuando hablé de «La instancia de la letra en el inconsciente», algunos años más tarde, puse, a través de metáforas y metonimias, un acento mucho más preciso. Llegamos ahora con este inicio que hemos hecho de la función del rasgo unario, a algo que nos va a permitir ir más lejos: planteo que no puede haber definición del nombre propio sino en la medida en que percibimos la relación de la emisión nominante con algo que en su naturaleza radical es del orden de la letra. Ustedes van a decirme: he allí entonces una gran dificultad, porque mucha gente no sabe leer y se sirve de los nombres propios; y además los nombres propios han existido con la identificación que determinan antes de la aparición de la escritura. Es bajo este término, bajo ese registro, «El hombre antes de la escritura», que apareció un muy buen libro, que nos da el último punto de lo que actualmente se conoce acerca de la evolución humana antes de la historia. Y entonces, ¿cómo definiríamos a la etnografía, de la que algunos han creído plausible adelantar que se trata, hablando con propiedad, de todo lo que dentro del orden de la cultura y de la tradición se despliega fuera de toda posibilidad de documentación a través del instrumento de la escritura.

¿Es tan cierto esto?

Es un libro del que puedo pedir a todos aquellos que esto interese —y ya algunos se han adelantado a mi indicación— referirse: es el libro de James Février sobre la historia de la escritura. Si tienen tiempo durante las vacaciones, les ruego referirse a él. Verán extenderse allí con evidencia algo cuyo resorte general les indico porque de alguna manera no está despejado y está presente en todos lados: es que prehistóricamente hablando, si puedo expresarme así, quiero decir en toda la medida en que los pisos estatigráficos de lo que encontramos certifican una evolución técnica y material de los accesorios humanos, prehistóricamente todo lo que podemos ver de lo que ocurre en el advenimiento de la escritura y entonces en la relación de la escritura al lenguaje, todo ocurre de la manera siguiente, cuyo resultado esta planteado, precisamente articulado aquí ante ustedes: Sin ninguna duda podemos admitir que el hombre desde que es hombre, posee una emisión vocal como hablante. Por otra parte hay algo que es del orden de esos trazos de los que mencioné la admirativa emoción que sentí al encontrarlos marcados en pequeñas filas sobre una costilla de antílope. Hay en el material prehistórico, una infinidad de manitestaciones de trazados que no tienen otro carácter que el de ser como este trazo, significantes y nada mas. Se habla de ideograma o de ideografismo ¿qué quiere esto decir?.

Lo que vemos siempre cada vez que se puede hacer intervenir esta etiqueta de ideograma, es algo que se presenta, en efecto, como muy próximo a una imagen, pero que deviene ideograma a medida que pierde, borra, cada vez más ese carácter de imagen. Tal es el nacimiento de la escritura cuneiforme: es por ejemplo un brazo o una cabeza

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 de cabra montés, en la medida en que a partir de un cierto momento toma un aspecto, por ejemplo, como éste para el brazo, es decir que ya más nada del origen es reconocible. Que existan allí transiciones no tiene otro peso que el de confortarnos en nuestra posición, es decir, que lo que se crea está cualquier nivel que veamos surgir la escritura, un bagage, una batería, de algo a lo que no hay derecho de llamar abstracto, en el sentido en que lo empleamos en nuestros días cuando hablamos de pintura abstracta. Porque son en efecto trazos que salen de algo que en su esencia es figurativo; y es por eso que se cree que es un ideograma. Pero es un figurativo borrado, larguemos el término que nos viene forzosamente al espíritu: reprimido, incluso rechazado. Lo que queda es algo del orden de este rasgo unario en tanto que funciona como distintivo y puede para la ocasión, jugar el rol de parca. Ustedes no ignoran -o ignoran, poco importa- que en Mas d’Azil, otro lugar excavado por Piette de quién les hablé el otro día, cosas como esto, por ejemplo:

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será de color rojo, por ejemplo sobre guijarros de tipo bastante pulido de color verdoso subido. En otro verán directamente esto Є que es tanto más pulcro como este signo Є, es el que sirve en la teoría de conjuntos para designar la pertenencia de un elemento; y hay otro: cuando lo miran de lejos, es un dado; se ven cinco puntos, del otro verán dos, cuando miran del otro lado verde de nuevo dos puntos, no es un dado como los nuestros, y si se informan ante el anticuario, se hacen abrir la vitrina, verán que del otro lado del cinco hay una barra, un 1. No es entonces totalmente un dado, pero tiene un aspecto tan impresionante a primera vista, que podrían creer que es un dado. Y al fin de cuentas no se equivocarían, porque es claro que una colección de carácteres móviles —para llamarlos por su nombre— de esta especie, es algo que de todos modos tiene una función significante. No sabrán nunca para qué servía, si era para tirar la suerte, si eran objetos de intercambio, téseras, hablando con propiedad, objetos de reconocimiento, o si servía a lo que sea que ustedes puedan elucubrar sobre temas místicos. Esto no cambia en nada el hecho de que tengan allí significantes.

Que el llamado Piette haya llevado a continuación de esto a Salomón Reinach a deliberar, aunque sea un poco, sobre el carácter archiarcaico y primordial de la civilización occidental, porque supuestamente esto sería ya un alfabeto, es otra cuestión: pero hay que apreciarlo como síntoma, y también criticarlo. Que nada nos permita, por supuesto, hablar de escritura archiarcaica en el sentido en que esto habría servido, esos carácteres móviles para hacer una especie de imprenta de las cavernas, no es de esto de lo que se trata. De lo que se trata en la medida en que tal ideograma quiere decir algo, es de esto: para tomar el pequeño carácter cuneiforme que les hice hace un rato, y esto a nivel de una etapa totalmente primitiva de la escritura acadiense, éste designa el cielo, de lo que resulta que se articuló «an»; el sujeto que mira este ideograma lo nombra «an», en tanto representa el cielo. Pero lo que va a resultar es que la posición se invierte, a partir de cierto momento este ideograma del cielo va a servir en una escritura de tipo silábica para soportar la silaba «an» que no tendrá ya en ese momento ninguna relación con el cielo. Todas las escrituras ideográficas sin excepción, o llamadas ideográficas, llevan la huella de la simultaneidad de este empleo que se denomina ideográfico, con el uso que se denomina fonético del mismo material.

Pero lo que no se articula, lo que no se pone en evidencia, ante lo que nadie parece haberse detenido hasta el presente, es lo siguiente: es que todo ocurre como si los significantes de la escritura hubieran sido producidos en un principio como marcas distintivas, y tenemos de esto testimonios históricos, pues alguien llamado Sir Flanders Petrie ha mostrado que antes del nacimiento de los carácteres jeroglíficos, sobre la alfareria que nos queda de la industria llamada predinástica, encontramos sobre las vasijas como marca, aproximadamente todas las formas que se han encontrado utilizadas después, es decir, luego de una larga evolución histórica en el alfabeto griego, etrusco, latino, fenicio todo lo que nos interesa en el más alto grado como carácterísticas de la escritura. Ustedes ven a dónde quiero llegar. Aunque en ultimo término lo que los fenicios primero, los griegos después, han hecho de admirable, a saber ese algo que permite una notación en apariencia tan estricta como posible de las funciones del fonema con ayuda de la escritura, debemos verlo desde una perspectiva totalmente opuesta. La escritura como material, como bagage, espera allá —a continuación de cierto proceso sobre el que volveré: el de la formación, diremos, de la marca, que hoy encarna este significante del que les hablo— ser fonetizada y es en la medida en que es vocalizada, fonetizada, como otros objetos, que la escritura, si se puede decir, aprende a funcionar como escritura. Si ustedes leen esta obra sobre la historia de la escritura, encontrarán en todo momento la confirmación de lo que aquí les doy como esquema. Porque cada vez que hay un progreso en la escritura, lo hay en la medida en que una población ha intentado simbolizar su propio lenguaje, su propia articulación fonemática, con la ayuda de un material de escritura tomado de otra población y que no estaba sino en apariencia bien adaptado a otro lenguaje -pues no estaba mejor adaptada, no está nunca bien adaptada por supuesto, porque ¿qué relación hay entre esta cosa modulada y compleja y una articulación hablada?- pero que estaba adaptada por el mismo hecho de la interacción que hay entre cierto material y el uso que se le da en otra forma de lenguaje, de fonemática, de sintaxis, todo lo que quieran, es decir, que era en apariencia el instrumento menos apropiado al comienzo para lo que de él debía hacerse.

Así sucede la transmisión de lo que estuvo en primer lugar forjado por los sumerios, es decir, antes de que esto llegue al punto en el que nos encontramos aquí; y cuando es recogido por los acadios, todas las dificultades provienen del hecho de que este material encaja muy mal con el fonematismo al que debe entrar, pero por el contrario, una vez que entra, lo influencia según toda apariencia, y tendrá que volver sobre esto. En otros términos, lo que representa el advenimiento de la escritura es: que algo que ya es escritura, si consideramos que la carácterística es el aislamiento del trazo significante, siendo nombrado, llega a poder servir para soportar a ese famoso sonido en el que Gardiner pone todo el acento en lo que concierne a los nombres propios.

¿Qué resulta de todo esto?

Resulta que debemos encontrar, si mi hipótesis es correcta, algo que firme su validez. Se ha pensado en ello más de una vez, ellas hormiguean , pero la más accesible, la más aparente, es la que voy a darles enseguida, a saber que una de las carácterísticas del nombre propio —tendré por supuesto que volver sobre esto y bajo mil formas, verán mil demostraciones— es que la carácterística del nombre propio es que está siempre más o menos ligado al trazo de su unión, no al sonido, sino a la escritura; y una de las pruebas, la que hoy voy a poner en primer plano, es ésta: es que cuando tenemos escrituras indescifradas porque no conocemos el lenguaje que encarnan, estamos trabados porque debemos esperar a tener una inscripción bilingüe, y esto no va muy lejos si no sabemos nada en absoluto sobre la naturaleza de su lenguaje, es decir sobre su fonetismo.

¿Que esperamos cuando somos criptografistas y lingüistas? Discernir en ese texto indescifrado algo que bien podría ser un nombre propio porque existe esta dimensión a la cual uno se asombra que Gardiner no recurra, él, que tiene como líder inaugural de su ciencia a Champollion, y de que no recuerde que es a propósito de Cleopatra y de Ptolomeo que todo el desciframiento del jeroglífico egipcio ha comenzado porque en todas las lenguas Cleopatra es Cleopatra, Ptolomeo es Ptolomeo. Lo que distingue un nombre propio a pesar de las pequeñas apariencias de acomodamiento —se llama «Köln» a Colonia— es que de una lengua a la otra eso se conserva en su estructura, su estructura sonora sin duda; pero esta estructura sonora se distingue por el hecho de que justamente a ésta, entre todas las otras, debemos respetarla, y en razón de la afinidad, justamente, del nombre propio a la marca, a la designación directa del significante como objeto, y hénos aquí en apariencia recayendo, incluso de la manera más brutal sobre el «word of particular». ¿Es eso decir que doy aquí por lo tanto razón a B.Russell? Ustedes lo saben, ciertamente no. Pues en el intervalo esta toda la cuestión, justamente, del nacimiento del significante a partir de eso de lo cual es el signo. ¿Que quiere decir esto? Es aquí que se inserta como tal una función que es la del sujeto, no del sujeto en sentido psicológico, sino del sujeto en sentido estructural.

¿Cómo podemos, bajo qué algoritmo, ya que de formalización se trata, ubicar este sujeto? ¿Es en el órden del significante que tenemos el medio para representar lo que concierne a la génesis, al nacimiento, a la emergencia del significante mismo? Es sobre esto que se dirige mi discurso y que retomaré la próxima vez.