Obras de S. Freud: 30ª conferencia. Sueño y ocultismo (segunda parte)

30ª conferencia. Sueño y ocultismo

Desde el comienzo yo lo había escuchado de mala gana. Tras esa exclamación, me permití
preguntarle: «¿Qué halla usted tan grandioso en esa profecía? Ahora estamos a fines del otoño;
su cuñado no ha muerto, pues de lo contrario hace tiempo me lo hubiera contado usted. Por

30ª conferencia. Sueño y ocultismo

Desde el comienzo yo lo había escuchado de mala gana. Tras esa exclamación, me permití
preguntarle: «¿Qué halla usted tan grandioso en esa profecía? Ahora estamos a fines del otoño;
su cuñado no ha muerto, pues de lo contrario hace tiempo me lo hubiera contado usted. Por
tanto, la profecía no se cumplió». «Es cierto -respondió-; pero lo maravilloso es esto: mi cuñado
es un gran aficionado a las langostas y ostras, y el verano anterior -vale decir, antes de mi visita
a la decidora de la suerte- tuvo un envenenamiento con ostras por cuya causa estuvo a punto
de morir». ¿Qué podía hacer yo? Sólo fastidiarme por el hecho de que ese hombre de elevada
cultura, que además acababa de terminar con éxito un análisis, no penetrase mejor la trama.
Por mí parte, antes de creer que mediante unas tablas astrológicas se pueda calcular cuándo
sobrevendrá un envenenamiento con langostas u ostras, prefiero suponer que mi paciente
nunca había superado el odio hacia el rival, a raíz de cuya represión había enfermado en su
momento, y que la astróloga simplemente expresó su propia expectativa: «Tales aficiones no se
abandonan, y un buen día él morirá por esa causa». Confieso que no conozco otra explicación
para este caso, como no sea que mi paciente se permitiera una broma conmigo. Pero ni en ese
momento ni luego me dio motivos para sospecharlo, y parecía hablar en serio.
Otro caso (1). Un joven de elevada posición está enredado con una mujer de vida galante y
en ese vínculo rige una curiosa compulsión. De tiempo en tiempo se ve precisado a afrentar a la
amada de palabra haciéndola objeto de mofa y escarnio hasta que ella cae en viva
desesperación. Una vez que la ha quebrantado hasta ese punto, él se siente aliviado, se
reconcilia con ella y la agasaja. Pero ahora le gustaría librarse de ella, la compulsión le resulta
ominosa {unheimfich}, nota que ese enredo menoscaba su buen nombre, quiere tener esposa,
fundar una familia. No obstante, no consigue separarse con sus solas fuerzas de la dama
galante y acude al análisis en busca de auxilio. Tras una de esas escenas de insultos, ocurrida ya durante el análisis, se hace escribir por ella un billete, que luego lleva a un grafólogo. He aquí la información que recibe: Es el escrito de una persona en estado de desesperación extrema, no pasarán muchos días antes que se dé muerte. Desde luego, ello no sucedió, pues la dama siente apego por la vida; pero el análisis consigue aflojar sus cadenas: abandona, pues, a la
dama y se vuelve a una joven de quien espera pueda convertirse en cabal esposa para él. Al
poco tiempo le sobreviene un sueño que sólo puede interpretarse como una incipiente duda en cuanto al valor de esa muchacha. También de ella toma unas líneas de escritura que presenta a la misma autoridad, y el juicio que recibe sobre el escrito corrobora sus aprensiones. Abandona entonces el propósito de hacerla su esposa.
Para apreciar las pericias del grafólogo, sobre todo la primera, es preciso saber algo acerca de
la historia secreta de nuestro hombre. Siendo muy jovencito, y respondiendo a su naturaleza
apasionada, se había enamorado hasta el frenesí de una mujer joven, aunque mayor que él.
Rechazado, intentó un suicidio de cuyo serio propósito no cabe dudar. Sólo por azar escapó de
la muerte, y se restableció tras larga convalecencia. Pero ese acto silvestre causó profunda
impresión en la mujer amada, quien le concedió sus favores; él pasó a ser su amante,
permaneció desde entonces ligado con ella secretamente {heimlich} y la sirvió como un
auténtico caballero. Trascurridas más de dos décadas, y habiendo envejecido ambos -sobre
todo la mujer, desde luego-, se le despertó la necesidad de desasirse de ella, de liberarse, llevar
su propia vida, fundar él mismo una casa y una familia. Y simultánea con ese hastío se instaló
en él la necesidad, largo tiempo sofocada, de vengarse de su amante. Si una vez quiso matarse
porque ella lo desdeñó, ahora quería tener el contento de que ella buscara la muerte porque él la
abandonaba. Empero, su amor seguía siendo demasiado intenso para que ese deseo pudiera
devenirle conciente; además, no era capaz de hacerle suficiente mal para empujarla a la
muerte. Con ese estado de ánimo, tomó a la mujer galante en cierto modo como chivo
emisario, a fin de satisfacer in corpore vili su sed de venganza; se permitió hacerla objeto de
todos los martirios cuyo efecto previsible fuera el que él deseaba para la mujer amada. Que la
venganza iba dirigida en verdad a esta última se traslucía ya por el hecho de que la tomó por
confidente y consejera en su enredo amoroso, en vez de ocultarle su infidelidad. La pobre,
rebajada hacía tiempo de la posición de quien otorga a la de quien recibe, probablemente sufrió
más por esas confidencias que la mujer galante con las brutalidades que él le infligía. Desde
luego, la compulsión de que él se quejaba a raíz de esa persona sustitutiva, y que lo empujó al
análisis, había sido trasferida a ella desde la ex amante: de esta última quería librarse y no
podía. No soy grafólogo y no estimo en mucho el arte de colegir el carácter a partir de la
escritura; menos aún creo en la posibilidad de predecir por esa vía el futuro del que escribe.
Pero vean ustedes: no importa lo que se piense acerca del valor de la grafología; es inequívoco
que el experto, al asegurar que el autor del trozo de escritura que se le presentaba como
muestra se mataría en los próximos días, no hizo más que traer a la luz, también en este caso,
un intenso deseo secreto de la persona que lo consultaba. Algo semejante ocurrió en la
segunda pericia, sólo que aquí no contaba un deseo inconciente, sino que el germen de duda y
de aprensión del consultante halló una expresión clara por boca del grafólogo. En fin, mi
paciente consiguió, con ayuda del análisis, hacer una elección amorosa fuera del círculo de
encantamiento en que había estado hechizado.
Señoras y señores: Acaban de saber lo que la interpretación de los sueños y el psicoanálisis en general obtienen respecto del ocultismo. Han visto, mediante ejemplos, que su aplicación permite sumariar hechos ocultistas que de otro modo habrían permanecido irreconocibles. En cuanto a la pregunta que sin duda les interesa más, la de saber si puede creerse en la realidad objetiva de estos hallazgos, el psicoanálisis no puede responderla de manera directa, pero el material dilucidado con su ayuda lleva al menos a que uno se incline por la afirmativa. Claro que el interés de ustedes no se agotará en esto. Querrán saber qué conclusiones autoriza ese material incomparablemente rico en que el psicoanálisis no tiene participación alguna. Mas yo no puedo seguirlos por esa senda, ese no es mi campo. Lo único que todavía podría hacer sería referirles observaciones que al menos presentaran un nexo con el análisis, a saber, que se hayan hecho en el curso del tratamiento analítico y acaso, también, posibilitadas por este. Les comunicaré un ejemplo de esa índole, el que me ha dejado la más fuerte impresión; seré muy prolijo, reclamaré su atención para una multitud de detalles, a pesar de lo cual me veré precisado a omitir muchas cosas que aumentarían de manera considerable el poder de
convencimiento de la observación. Es un ejemplo en que el sumario de los hechos sale a la luz
con claridad y no necesita ser desarrollado mediante el análisis, aunque en su examen no
podremos prescindir del auxilio de este último. Debo anticiparles, sin embargo, que tampoco
este ejemplo de aparente trasferencia del pensamiento en la situación analítica está libre de
reparos ni avala una toma de partido irrestricta en favor de la realidad del fenómeno ocultista
(2).
Escuchen, pues: Una mañana de otoño de 1919, hacia las 10.45, el doctor David Forsyth (3),
recién venido de Londres, me hace llegar una tarjeta de visita mientras yo trabajo con un
paciente. (Mi estimado colega de la London Uníversity no considerará, sin duda, una
indiscreción que de esta manera revele que durante algunos meses se hizo introducir por mí en
las artes de la técnica psicoanalítica.) Sólo tengo tiempo de saludarlo y concertar una entrevista
para luego. El doctor Forsyth merece mi particular interés; es el primer extranjero que acude a
mí tras el aislamiento de los años de guerra y está destinado a inaugurar una época mejor.
Enseguida, a eso de las once, llega uno de mis pacientes, el señor P., un hombre amable y
espiritual que tiene entre 40 y 50 años y en su momento recurrió a mí por dificultades con las
mujeres. Su caso no prometía un éxito terapéutico; tiempo atrás le había propuesto suspender
el tratamiento, pero él deseó continuarlo, evidentemente porque se sentía cómodo junto a mí
dentro de una trasferencia paterna bien acompasada. El dinero no desempeñaba en esa época
papel alguno, pues era harto escaso; las sesiones que pasaba con él me procuraban también a
mí estímulo y consuelo, y entonces, dejando de lado las severas reglas de la práctica médica,
proseguí el trabajo analítico hasta un término que ya se avizoraba.
Ese día el señor P. volvió sobre sus intentos de anudar vínculos amorosos con mujeres y
mencionó una vez más a la muchacha pobre, graciosa y bella con quien podría haber tenido
éxito si el hecho mismo de su virginidad no lo disuadiese ya de todo serio empeño. A menudo
se había referido a ese tema, pero hoy por primera vez contó que ella, desde luego sin
sospechar los reales motivos de su impedimento, solía llamarlo «Herr von Vorsicht» {«Señor
Prudencia»}. Esta comunicación me impresiona, tengo a la mano la tarjeta de visita del doctor
Forsyth, se la enseño.
He ahí el sumario de los hechos. Preveo que ha de parecerles pobre, pero continúen
escuchando; hay algo más detrás de ello.
En su juventud, P. vivió algunos años en Inglaterra y conserva un permanente interés por la
literatura inglesa. Posee una rica biblioteca sobre esa materia, de la que solía prestarme libros;
le debo el conocimiento de autores como Bennett y Galsworthy, de quienes hasta entonces yo
había leído poco. Un día me prestó una novela de Galsworthy cuyo título es The Man of Property
y se desarrolla en el seno de una familia inventada por el escritor, la familia Forsyth. Es evidente
que el propio Galsworthy quedó cautivado por esta creación suya, pues en relatos posteriores
recurrió varias veces a integrantes de ella y por último recopiló todas las obras referidas a ese
tema bajo el título The Forsyth Saga. Muy pocos días antes del episodio que refiero, P. me
había traído un nuevo volumen de esa serie. El apellido Forsyth y todo lo típico que el autor quiso
corporizar en él había desempeñado también un papel en mis coloquios con P., convirtiéndose
en parte de ese lenguaje secreto que con tanta facilidad se forja en el trato regular entre dos
personas. Ahora bien, el apellido Forsyth de aquellas novelas se distingue poco del de mi
visitante, Forsyth, y en la pronunciación alemana ambos son apenas diferenciables; además, la
palabra inglesa provista de sentido que los alemanes pronunciaríamos de igual modo sería
«foresight», traducible por «Voraussicht» {«previsión»} o «Vorsicht» {«prudencia»}. Por tanto, P.
había ido a buscar en sus vínculos personales el mismo nombre que en ese preciso momento
me ocupaba a consecuencia de un suceso que él desconocía.
Esto cobra mejor aspecto, ¿no es verdad? Pero creo que este llamativo fenómeno nos
impresionará más, y hasta podremos echar algo así como un vistazo en las condiciones de su
génesis, si iluminamos analíticamente otras dos asociaciones que P. aportó en esa misma
sesión.
La primera: Cierto día de la semana anterior había esperado en vano al señor P. a las once de
la mañana, y entonces partí para visitar al doctor Anton von Freund (4) en su pensión. Me
sorprendió encontrarme con que el señor P. vivía en otro piso del mismo edificio. Con referencia
a esto, comenté luego a P. que por así decir le había hecho una visita en su casa; pero sé con
certeza que no le mencioné el nombre de la persona a quien visité en la pensión. Y bien; poco
después de que se aludiera al «Señor Prudencia» me preguntó: «¿Es por ventura su hija la
Freud-Ottorego que dicta cursos de inglés en la Universidad Popular?». Y por primera vez en
nuestro prolongado trato le sucedió imprimir a mi nombre la desfiguración a que oficinas,
funcionarios y tipógrafos ya me han habituado: en vez de «Freud» dijo«Freund».
La segunda: Al final de esa misma sesión relata un sueño del que despertó con angustia, una verdadera pesadilla {Alptraum}, dice. Agrega que no hace mucho, olvidado de la palabra inglesa correspondiente a pesadilla, a alguien que se la preguntó le contestó: «a mare’s nest». Desde luego -prosigue- es un disparate, pues «a mare’s nest» significa una historia increíble, un cuento del tío, en tanto que la traducción de pesadilla es «night-mare». Esta ocurrencia no parece tener en común con las anteriores nada más que el elemento «inglés»; pero a mí no puede menos
que traerme a la memoria un pequeño suceso ocurrido aproximadamente un mes atrás. P.
estaba sentado conmigo en la habitación cuando de manera inesperada entró, tras larga
separación, otro querido huésped de Londres, el doctor Ernest Jones. Le indiqué que pasara a
otra habitación hasta que yo despidiera a P. Pero este lo reconoció enseguida por una fotografía
que estaba colgada en la sala de espera, y formuló el deseo de serle presentado. Ahora bien,
Jones es el autor de una monografía acerca de la pesadilla {Alptraum}-night-mare (5); yo no supe que P. tuviera conocimiento de ella. Evitaba leer libros analíticos.
Quisiera indagar primero ante ustedes qué inteligencia analítica puede obtenerse respecto del
nexo de las ocurrencias de P., así como de su motivación. Frente al apellido Forsyth o Forsyth,
P. tenía una postura semejante a la mía; para él significaba lo mismo, y yo le debía totalmente
mi conocimiento de ese apellido. Lo asombroso del sumario de los hechos fue que lo trajera al
análisis sin mediación ninguna y trascurrido el más breve lapso después que un nuevo suceso,
el anuncio del médico de Londres, lo hubiera vuelto significativo para mí en otro sentido. Pero
acaso no menos interesante que el hecho mismo es el modo en que ese apellido emergió en su
sesión de análisis. No dijo, por ejemplo: «Ahora se me ocurre el apellido Forsyth de las novelas
que usted sabe», sino que, fuera de cualquier referencia conciente a esa fuente, supo
entretejerlo con sus propias vivencias y a partir de ahí lo sacó a la luz, algo que pudo haber
ocurrido mucho antes y hasta entonces no había sucedido. Lo que dijo fue: «Yo también soy un
Forsyth, aquella muchacha me llama así». Es difícil no advertir la mezcla de demanda celosa y
autodenigración llena de tristeza que procura expresarse en esa proferencia. No se errará si se
la completa de este modo: «Me afrenta que usted ocupe su pensamiento de manera tan intensa
en el recién llegado. Vuelva a mí, pues también soy un Forsyth es verdad que sólo un Herr von
Vorsicht, como dice la muchacha». Y ahora su ilación de pensamiento se remonta, por el hilo
de asociación del elemento «inglés», hasta dos oportunidades anteriores que pudieron
despertarle los mismos celos. «Hace unos días usted ha hecho una visita a mi casa, pero por
desgracia no a mí, sino a un señor Von Freund». Este pensamiento lo lleva a falsear el apellido
Freud en Freund {amigo}. La Freud-Ottorego del programa de cursos tiene que costear el gasto porque como profesora de inglés procura la asociación manifiesta. Y luego se anuda el recuerdo de otro visitante que hubo algunas semanas atrás y frente al cual sin duda se puso igualmente celoso, pero tampoco pudo sentirse a su altura, pues el doctor Jones se las
ingeniaba para escribir un ensayo sobre la pesadilla, en tanto él a lo sumo podía producir tales
sueños. La mención de su error en cuanto al significado de «a mare’s nest» pertenece
asimismo a ese nexo, sólo puede querer decir: «No soy un verdadero inglés, así como no soy
un verdadero Forsyth».
Ahora bien, no puedo calificar de inadecuadas ni de incomprensibles sus mociones de celos.
Tenía sabido que nuestro análisis terminaría, y con él nuestro trato, tan pronto volvieran a Viena
discípulos y pacientes, y de hecho fue lo que sucedió poco después. Muy bien; lo que hemos
ofrecido hasta ahora es un fragmento de trabajo analítico, el esclarecimiento de tres ocurrencias
aportadas en la misma sesión y alimentadas por idéntico motivo, y eso no tiene mucho que ver
con el otro problema, el de saber si esas ocurrencias son deducibles o no sin trasferencia del
pensamiento. Esto último se plantea respecto de cada una de las tres ocurrencias y por tanto
se descompone en tres preguntas separadas: ¿Podía P. saber que el doctor Forsyth acababa
de hacerme su primera visita? ¿Podía saber el nombre de la persona a quien yo había visitado
en su casa? ¿Sabía que el doctor Jones había escrito un ensayo sobre la pesadilla? ¿0 fue sólo
mi saber sobre esas cosas el que se reveló en sus ocurrencias? De la respuesta a estas tres
preguntas dependerá que mi observación autorice a inferir algo en favor de la trasferencia del
pensamiento.
Vamos a dejar por un momento de lado la primera pregunta, pues resulta más fácil tratar las
otras dos. En cuanto al caso de la visita a la pensión, nos produce a primera vista una
impresión particularmente confiable. Estoy seguro de que en mí breve y jocosa mención de la
visita a su casa no nombré apellido alguno; considero harto improbable que P. lo haya
averiguado luego en la pensión y tiendo a creer que ignoraba por completo la existencia de esa
persona. Pero la fuerza probatoria de este caso se arruina radicalmente por una circunstancia
casual: el hombre a quien yo había visitado en la pensión no sólo se llamaba Freund, sino que
era para todos nosotros un verdadero «Freund» {«amigo»}. Se trataba del doctor Anton von
Freund, cuya donación había permitido fundar nuestra editorial. Su temprana muerte, lo mismo
que la de nuestro Karl Abraham unos años después, fueron las más serias desgracias que
afectaron al desarrollo del psicoanálisis (6). Entonces, muy bien puedo haber dicho
en esa ocasión al señor P.: «He visitado en su casa a un amigo {Freund}», y con esta
posibilidad se volatiliza el interés ocultista por su segunda asociación.
También la impresión de la tercera ocurrencia se disipa pronto. ¿Podía P. saber que Jones
había publicado un ensayo sobre la pesadilla, puesto que nunca leía bibliografía analítica? Sí,
podía saberlo. Poseía libros de nuestra editorial y acaso vio ese título en las cubiertas donde se
anunciaban las nuevas ediciones. No es posible probarlo, pero tampoco rechazarlo. Por este
camino, pues, no llegamos a ninguna decisión. Debo lamentar que mi observación esté
aquejada por el mismo defecto que tantas otras de parecida índole. La he puesto por escrito
demasiado tardíamente, examinándola en una época en que ya no veía al señor P. ni podía
indagarlo más.
Volvamos entonces al primer hecho, que, aun aislado, apuntala el aparente sumario de la
trasferencia del pensamiento. ¿Podía P. saber que el doctor Forsyth había estado conmigo un
cuarto de hora antes que él? ¿Podía saber, en general, de su existencia o de su presencia en
Viena? No es lícito ceder a la inclinación de negar de plano ambas cosas. Empero, veo un
camino que lleva a una afirmación parcial. Acaso yo comuniqué al señor P. que esperaba a un
médico de Inglaterra para instruirlo en el análisis, como la primera paloma tras el diluvio. Ello
pudo suceder en el verano de 1919; meses antes de su venida, el doctor Forsyth se había
puesto de acuerdo conmigo por carta. Y hasta pude haber mencionado su apellido, aunque eso
me parece muy improbable. En efecto, dado el otro significado que este tenía para nosotros
dos, por fuerza habríamos entablado una conversación sobre el asunto tras nombrarlo, y yo
debería conservar algo de ella en mí memoria. Empero, pudo haber ocurrido así y olvidarlo yo
por completo, de suerte que la mención del «Herr von Vorsicht» en la sesión de análisis me
impresionara como un milagro. Si uno se considera un escéptico, hará bien si en ocasiones
duda igualmente de su escepticismo. Quizás exista también en mí la inclinación secreta a lo
ma ravilloso, que de este modo transige con la creación de sumarios de hechos ocultistas.
Tras haber removido así un fragmento de lo maravilloso, nos aguarda todavía otro fragmento, el
más difícil de todos. Suponiendo que el señor P. haya sabido que existía un doctor Forsyth y era
esperado en Viena para el otoño, ¿cómo se explica que se volviera receptivo hacia él
justamente el día que se anunció e inmediatamente después de su primera visita? Uno puede
decir que se debe al azar -o sea, dejarlo inexplicado-, pero justamente elucidé aquellas otras
dos ocurrencias de P. a fin de excluir el azar, a fin de mostrarles que de hecho se ocupaba de
pensamientos celosos sobre gentes que me visitaban y a quienes yo visitaba; o bien, para no
descuidar la más extrema de las posibilidades, uno puede intentar el supuesto de que P. nota
en mí una particular excitación, de la que yo por cierto nada sé, y a partir de ella extrae su
conclusión. 0 que el señor P., que llegó sólo un cuarto de hora después que el inglés, se topó
con él en el corto tramo de camino común a ambos, lo conoció por su aspecto
característicame nte inglés, se mantuvo en la postura de su expectativa celosa, y pensó: «Pero
si es el doctor Forsyth, con cuya llegada debe terminar mi análisis. Y es probable que venga de
casa del profesor». No puedo seguir más adelante con estas conjeturas acordes a la ratio.
Permanecemos de nuevo en un non liquet {no probado}, pero debo confesar que tal como yo lo
siento la balanza se inclina también aquí en favor de la trasferencia del pensamiento. Además,
no soy ciertamente el único que ha llegado a vivenciar esos sucesos «ocultos» en la situación
analítica. En 1926, Helene Deutsch ha dado a conocer observaciones parecidas y estudiado su
condicionamiento por los vínculos de la trasferencia entre paciente y analista.
Estoy seguro de que no habrán quedado muy satisfechos con mi postura frente a este
problema: no convencido del todo, y sin embargo presto al convencimiento. Acaso se digan:
«He aquí otro caso en que un hombre que toda su vida trabajó como honesto investigador de la
naturaleza se vuelve, de viejo, tonto, religioso y crédulo». Sé que algunos grandes nombres se
cuentan en esa serie, pero no deben incluirme ustedes a mí. Al menos, religioso no me he
vuelto, y espero que tampoco crédulo. Sólo que si uno se ha pasado la vida agachado para
evitar un choque doloroso con los hechos, también en la vejez mantiene la espalda encorvada
para inclinarse ante hechos nuevos. Ustedes preferirían sin duda que yo me atuviera a un
teísmo moderado y me mostrara implacable en la desautorización de todo lo ocultista. Pero soy
incapaz de cortejar a nadie, y no puedo menos que sugerirles adoptar una actitud más amistosa
hacia la posibilidad objetiva de la trasferencia del pensamiento y, con ella, de la telepatía
también.
No olviden que aquí sólo he tratado de estos problemas hasta donde es posible aproximarse a
ellos desde el psicoanálisis. Cuando hace más de diez años ingresaron por primera vez en mi círculo visual, también yo registré la angustia frente al peligro que corría nuestra cosmovisión científica, que, en caso de corroborarse partes del ocultismo, debería dejar el sitio al espiritismo o a la mística (7). Hoy pienso de otro modo; opino que no atestigua gran confianza en la ciencia creerla incapaz de acoger y procesar lo que resulte verdadero, eventualmente, de las tesis del ocultismo. Y por lo que atañe en particular a la trasferencia del pensamiento, parece favorecer de manera directa la extensión de la mentalidad científica -los oponentes dicen «mecanicista»- a lo espiritual, tan difícil de asir. En efecto, el proceso telepático debe consistir en que un acto anímico de una persona incite en otra ese mismo acto anímico. Lo que se sitúa entre ambos actos anímicos fácilmente puede ser un proceso físico en el que lo psíquico se traspone en un extremo, y que en el otro extremo vuelve a trasponerse en eso psíquico igual. En tal caso, sería inequívoca la analogía con otras trasposiciones, como las del habla y la escucha telefónicas. ¡Y consideren ustedes la perspectiva de tener a mano ese equivalente físico del acto psíquico! Me gustaría señalar que mediante la intercalación de lo inconciente entre lo físico y lo hasta entonces llamado «psíquico», el psicoanálisis nos preparó para la hipótesis de procesos del tipo de la telepatía. Con sólo habituarse a la idea de la telepatía, uno puede llegar a toda clase de cosas -aunque provisionalmente sólo en la fantasía, por cierto- Como es sabido, no se conoce el modo en que se establece la voluntad del conjunto en los grandes Estados de insectos. Es posible que ocurra por la vía de esa trasferencia psíquica directa. Uno se ve llevado a la conjetura de que esta sería la vía originaria, arcaica, del entendimiento entre los individuos, relegada en el curso del desarrollo filogenético por los métodos mejores de la comunicación con ayuda de signos que se reciben mediante los órganos de los sentidos. Pero acaso el método más antiguo permaneció en el trasfondo y podría imponerse aún bajo ciertas condiciones; por ejemplo, en masas excitadas hasta la pasión. Todo esto es todavía inseguro y rebosa de enigmas irresueltos, pero no hay fundamento alguno para asustarse.
Si existe una telepatía como proceso real, cabe conjeturar que, a pesar de lo difícil de su
comprobación, ha de tratarse de un fenómeno muy frecuente. Respondería a nuestras
expectativas que pudiéramos pesquisarla justamente en la vida anímica del niño. Nos viene a la
memoria la representación angustiada, tan común en los niños, de que sus progenitores se
percatan de todos sus pensamientos aunque no se los hayan comunicado -correlato cabal, y
acaso la fuente, de la creencia de los adultos en la omnisciencia de Dios-. Hace poco, una
mujer digna de toda confianza, D. Burlingham, en su ensayo «Kinderanalyse und Mutter» {El
análisis de niños y la madre} [1932], comunicó observaciones que, de ser corroboradas, no
podrán menos que poner término a la duda que aún resta sobre la realidad de la trasferencia del
pensamiento, Aprovecha la situación, ya no rara, en que madre e hijo se encuentran
simultáneamente en análisis, y a partir de ahí informa acerca de procesos maravillosos como
este: Un día, la madre se refiere en su sesión de análisis a una joya de oro que había cumplido
determinado papel en una de sus escenas de infancia. Al poco rato, luego de haber vuelto a su
casa, acude a su habitación su pequeño vástago, de unos diez años, trayéndole una joya de oro
con el pedido de que se la guarde. Ella le pregunta, asombrada, de dónde la sacó. Pues la
recibió para su cumpleaños, pero el cumpleaños del niño fue hace varios meses y no hay
motivo alguno para que justamente ahora haya de acordarse de la joya de oro. La madre
comunica a la analista del niño tal coincidencia, y le pide que investigue en el niño el fundamento
de esa acción. Pero el análisis del niño no arroja información ninguna; la acción se había
introducido ese día en la vida del niño como un cuerpo extraño. Unas semanas después, la
madre está sentada a su escritorio a fin de redactar, como se le ha pedido, una noticia acerca
de la vivencia descrita. Entonces se aproxima el niño y le pide de vuelta la joya de oro, pues le
gustaría llevarla consigo a su sesión de análisis para enseñarla. Tampoco en este caso el
análisis del niño pudo descubrir acceso alguno hacía ese deseo.
Y con esto volveríamos al psicoanálisis, del que habíamos partido.

Notas:

1- [Relatado con algunos otros pormenores en «Psicoanálisis y telepatía» (1941d), AE, 18, págs. 182-3, aunque el presente informe es más completo en ciertos aspectos.]
2- [Este es el «tercer caso» que Freud debía incluir en «Psicoanálisis y telepatía» (1941d) y cuya omisión en tal oportunidad él explica allí (AE, 18, pág. 181; cf. también mi «Nota introductoria» a dicho trabajo, AE, 22., págs. 167-8), confirmando la existencia del manuscrito original. Dada la gran similitud entre este último y la versión aquí proporcionada, no creímos necesario reproducirlo en aquella ocasión. Debe señalarse, empero, que desde que se publicó ese volumen de la Standard Edition, en 1955, el manuscrito ha vuelto a desaparecer inexplicablemente.]
3- [El doctor David Forsyth (1877-1941) fue médico asesor del Charing Cross Hospital, de Londres, y miembro fundador de la London Society for Psychoanalysis, creada en 1913.]
4- [Destacado adherente y benefactor húngaro del psicoanálisis.]
5- [Cf. Jones, 1912c.]
6- [Freud escribió sendas notas necrológicas al fallecer Von Freund y Abraham (Freud, 1920c y 1926b).]
7- [Estas ideas son ampliadas considerablemente en «Psicoanálisis y telepatía» (1941d), AE, 18, págs. 169-73.]

Autor: psicopsi

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