Obras de Winnicott: Terapia física del trastorno mental: la terapia convulsiva (electroshock), 1943

Terapia física del trastorno mental: la terapia convulsiva (electroshock) 1943

Cuando la Segunda Guerra Mundial estaba llegando a su término, Winnicott se interesó vivamente
por los problemas vinculados a la aplicación de tratamientos físicos a los pacientes internados en
hospitales neuropsiquiátricos, tratamientos que estaban ganando aceptación entre los psiquiatras.
Este capítulo y el siguiente contienen la mayor parte de lo que escribió sobre esta materia, dividido
en los dos tipos de tratamiento de que más se ocupó: la terapia convulsiva y la lobotomía.
La primera expresión pública de su interés por estos temas fue su carta al Lancet sobre la lobotomía prefrontal, que data del 10 de abril de 1943. Ese mismo año preparó el artículo titulado «Tratamiento de la enfermedad mental por provocación de convulsiones», con vistas a publicarlo (posiblemente en British Journal of Medical Psychology), aunque nunca apareció impreso. En 1944 organizó un simposio sobre la terapia de choque en la Sociedad Psicoanalítica Británica, que tuvo lugar el 15 de marzo. En esa ocasión leyeron trabajos Hans Thorner, Helen Sheehan-Dare y Clifford Scott; y el propio Winnicott inició la serie de lecturas con la «Introducción» que aquí se reproduce. E1 artículo «Clases de efectos psicológicos de la terapia por electroshock», hallado luego de su muerte, había sido preparado evidentemente para ese simposio; en la parte superior, en letra manuscrita de Winnicott, se lee: «El trabajo que no leí. D.W.W.».
El artículo de fondo del British Medical Journal, titulado «Terapia física del trastorno mental», es una
versión abreviada del leído el 27 de noviembre de 1946 en la Sección Médica de la Sociedad
Psicológica Británica. Este artículo, al igual que la primera carta enviada por Winnicott a B.M.J. (del
25 de diciembre de 1943), dio origen a una prolongada y por momentos áspera polémica en las
columnas de esa revista dedicadas a las cartas de los lectores -lo cual indica cuán arraigados eran los sentimientos de los médicos clínicos, y en particular de los psiquiatras, respecto de las
cuestiones planteadas por Winnicott-.
A comienzos de la década del cincuenta hubo una nueva ráfaga de actividad por parte de Winnicott
vinculada primordialmente a las consideraciones éticas que rodean la práctica de la lobotomía, y en
1951 fue invitado por el profesor R.M. Titmuss a iniciar un debate sobre el tema en la Escuela de
Economía de Londres. Se llevó a cabo el 13 de noviembre y asistieron miembros del cuerpo
directivo de la institución, así como graduados en los campos de la sociología, la psicología y la
asistencia social. Para esta oportunidad preparó sus «Notas sobre las implicaciones generales de la
lobotomía».
Se hallarán otras cartas públicas de Winnicott sobre estas materias, no reproducidas aquí, en British
Medical Journal del 22 de diciembre de 1945, el 13 de diciembre de 1947 y el 25 de agosto de 1951;
en The Lancet del 18 de agosto de 1951; y en The Spectator del 12 de febrero de 1954.
I. Tratamiento de la enfermedad mental por provocación de convulsiones
Fechado en julio de 1943
Los problemas que giran en torno del tratamiento de la enfermedad mental mediante convulsiones
provocadas sonde tres clases, que indicaré a través de las siguientes preguntas:
A. ¿Qué significa para el paciente la idea de que se le provoquen convulsiones? (Por supuesto, no
pregunto sólo por la respuesta consciente del enfermo, aunque incluso conocer esa respuesta
puede ser útil.)
B. ¿Qué significa para el paciente eso incontrolable que sucede en su interior, la convulsión real?
(Aquí me refiero al inconsciente del enfermo.)
C. ¿Qué efecto físico causa la convulsión en el tejido cerebral? (Presumiblemente, se cree que ese
efecto es leve, pues de lo contrario…¿cómo podría sostenerse que no causa por cierto daño
alguno? De todos modos, al psicólogo la respuesta a esta pregunta no le interesa mayormente, en
términos relativos, ya que la convulsión será la misma se trate de un paciente deprimido, o
esquizofrénico, o neurótico. Cualquiera sea el efecto físico, pertenece a la variedad «tiro al aire»,
comparable a las «alternativas» de la medicina medieval.)
Este artículo se ocupa de la primera de estas tres preguntas.
¿Cuál es la situación actual al respecto? Gran número de hombres y mujeres han experimentado
una mejoría gracias a la terapia por convulsiones, de modo que en vez de convertirse en casos
crónicos de manicomio se han vuelto más o menos independientes y han podido regresar a su
hogar y a su trabajo. Algunos enfermos, incluso aquellos que no se habrían recuperado en forma
espontánea, se curaron con estas convulsiones provocadas, o al menos recobraron el estado en
que se hallaban antes del colapso. Por otra parte, como los manicomios están todos repletos,
cualquier procedimiento que permita dar de alta a los pacientes resulta valioso para el Estado.
Si bien aún no se ha demostrado que las convulsiones sean inocuas para el tejido cerebral, puedo
suponer que lo son, ya que después de todo las características convulsivas afectan al músculo y no
al cerebro, y probablemente sólo la parte congestiva de la convulsión pueda poner en peligro al
delicado tejido cerebral en sí. De cualquier manera, esta discusión se simplifica si partimos de la
premisa, que puede muy bien ser cierta, de que las convulsiones no tienen efecto alguno.
Si es que no pasé por alto alguna cosa en la considerable bibliografía sobre esta materia, no hay
ningún investigador en este campo que haya explicado en forma satisfactoria la acción terapéutica
de las convulsiones; tampoco esta falta de conocimientos ha generado mucha inquietud, lo cual
vuelve acientífico (por decir poco) a este tratamiento, por más que sea aplicado hermosamente por
un equipo cuya pericia y técnica sean encomiables. Creo que puedo dar por sentado que cualquier
luz que se eche sobre el modo en que opera el tratamiento mediante convulsiones será bien
recibida, motivo por el cual estoy escribiendo este artículo aun cuando yo no aplico el tratamiento.
La cuestión es: ¿qué significan el tratamiento y las convulsiones para el paciente? Como tengo
algunos datos sobre este punto, quisiera presentarlos. Ellos provienen de mi práctica psicoanalítica,
el tipo de investigación que está en mejores condiciones para brindar las claves de esta clase de
problemas.
El psicoanálisis permite a paciente y analista ahondar mucho en el significado inconsciente de las cosas, al menos por lo que toca a cada paciente en particular. En verdad, son tantos los detalles que se comprenden en un análisis, que resulta por cierto muy difícil transmitir lo que sucede en el curso de un tratamiento a quienes no hayan experienciado el análisis por sí mismos. Se suma a ello la dificultad de que, al informar sobre un caso, es preciso asegurarse completamente de que nada
de lo que se escriba traicionará la identidad del paciente; esto me impide describir en su totalidad un caso que ilustra muy claramente, a mi juicio, el significado del tratamiento por convulsiones aplicado al menos a una paciente. El trabajo realizado fue considerable. El análisis duró un año (un lapso breve, no suficiente para completar el tratamiento), durante el cual visité a la paciente cinco veces por semana en un hospital neuropsiquiátrico, permaneciendo en cada oportunidad una hora con ella.
La paciente era una chica de 25 años, inteligente y de familia culta. Durante algunos años se había
visto envuelta cada vez más en la actividad política, y el estallido de la guerra complicó su problema
personal al reducir las intrigas viables. Para las personas corrientes, la guerra significa una
simplificación de los problemas, y es por ende un alivio; en su caso, en cambio, esa misma
simplificación le dificultó ocultar su propia personalidad dividida, y no le quedó otra alternativa que
parecer loca. Fue internada en un hospital neuropsiquiátrico en un estado de confusión aguda,
diagnosticándosele (correctamente, creo) esquizofrenia. Más tarde se la declaró demente.
Estuvo en diversas instituciones, donde primero la sometieron a un tratamiento insulínico y luego le
provocaron convulsiones con cardiazol, pero no dieron resultado. Aunque conscientemente la
paciente manifestó todo el tiempo odiar el psicoanálisis, cooperó muy bien conmigo y reaccionó de
modo muy satisfactorio. En relación con el trabajo efectuado en el análisis su personalidad cambió
en el sentido de lo normal, y al final del año dejó de ser considerada demente y fue dada de alta.
Desde entonces retomó con bastante éxito un empleo administrativo vinculado a la política, y
aunque no pretendo afirmar que hubo en este caso una «cura», sí digo que cualquier terapeuta que
le hubiese aplicado convulsiones estaría complacido de este resultado. (1)
En el curso de este análisis -que fue, dicho sea de paso, un trabajo de investigación muy complejo y detallado-, pude entender en parte el significado que tenían las convulsiones y este tipo de terapia para la muchacha. Tal vez sea difícil describir esto de modo fácilmente inteligible para quien no es analista, de modo que abordaré la cuestión dando cuenta de una observación indirecta. Si puede comprenderse esto, servirá a modo de escalón para avanzar hacia una comprensión mayor.
Se le solicitó a la chica que diera su autorización para la aplicación de la terapia convulsiva. En el
análisis quedó claro que dicha autorización fue una expresión de sus deseos suicidas: para ella el
tratamiento era algo que lo iba a hacer olvidar. Parece que uno de los médicos le explicó el proceso
realmente en estos términos; sea como fuere, ella pensó que así era. El tratamiento, según ella,
apuntaba a destruir una parte de su cerebro, y por esta razón concedió su autorización. También
por esta razón controló los fenómenos subsiguientes a las convulsiones y no dejó que hubiese
ningún efecto, ni bueno ni malo, pues no podía admitir que al aceptar el tratamiento había
manifestado deseos suicidas.
Esta paciente valoraba mucho la mente y el cerebro, por motivos que puedo suministrar; ese
cerebro, o mente, era para ella la parte importante de la personalidad, sin la cual la vida era inútil. El
ejercicio intelectual siempre había tenido para ella más significado que el ejercicio o la experiencia
corporales, lo cual tiene que haber contribuido a que alcanzase un alto rendimiento en sus estudios.
Por desgracia, su cerebro no tenía, yo diría, una capacidad mayor que el promedio, y el cerebro que hipervaloraba era el de su padre, «criado» por ella (inconscientemente) en su propia cabeza.
Debo decir en este punto que el padre de esta chica había muerto antes de que ella naciera. Sólo lo
conocía por sus escritos, que para ella significaban muchísimo. Lo que había conocido, y amado, e
incorporado, fue el cerebro de su padre; y alojó en su propio cerebro a este padre idealizado, hacia quien jamás sintió rabia.
Desde luego, en algún lugar estaba el odio a su padre, del que ella nada sabía en su experiencia
real; y ese odio estaba representado por su temor o convicción de que alguien destruiría el cerebro
de ella, o a una parte de dicho cerebro (esa parte era su padre, allí alojado).
En su enfermedad, libraba combate con su necesidad de ser la más sagaz de las personas (p. ej.,
en intrigas políticas tendientes a impedir la guerra) y quedó confundida al descubrir que era incapaz de concretar lo que había planeado y en cambio tenía una creciente tendencia a «perder la
oportunidad» como adolescente o jovencita. Debió vémelas cada vez más con su odio al padre por
haber muerto antes que ella lo conociese, y también por no haberle dado un cerebro
suficientemente bueno, con capacidad para resolver los problemas mundiales como si fuera por arte de magia.
En este estado de confusión fue a ver a un psiquiatra y tomó conciencia de su temor de que la
gente se complotase para destruir su cerebro (o sea, esa parte suya que sentía identificada con el
padre). Sintió impulsos de hacerlo ella misma suicidándose, pero el amor que sentía por su padre
idealizado la llevó a protegerlo, con éxito, de sus propios ataques.
Fue entonces cuando se le solicitó que consintiera en someterse a la terapia convulsiva. Dio su
autorización, pero luego se las arregló para que este tipo de terapia no lograse nada, ya que el
único resultado del tratamiento que le resultaba imaginable era la demencia, representativa de una
grave depresión vinculada con la muerte de todo lo que quedaba en ella de su padre, de lo cual se
sentía absolutamente responsable.
Se aprecia por lo anterior que cuando a un paciente se le solicita permiso para practicarle una
terapia convulsiva, siempre es posible (y muy probable) que la respuesta sea un acto suicida. Vale
decir, un médico comprensivo, que conociese exactamente lo que tiene entre manos en cada caso
individual, le ofrecería al paciente una tentativa de suicidio que, de hecho, no mata. Es bien sabido
que intentos de suicidios auténticos pero infructuosos pueden resultar benéficos y aun tener un
efecto curativo, y quizás el tratamiento por convulsiones podría usarse de este modo específico.
Pero no se lo usa así. Suele usárselo como un tratamiento insensato, sin ninguna teoría que lo
avale.
Esta paciente mía tendía a considerar toda psicoterapia como un ataque contra su cerebro; su
oposición consciente al psicoanálisis resultó tener también este fundamento, siendo expresión de su delusión de que la gente se había complotado para impedir que ella recordase nada. El hecho de
que el tratamiento analítico le permitiera recordar algunas experiencias muy importantes de su niñez que habían sido reprimidas no tuvo efecto alguno sobre la delusión -que era necesario tratar como a una delusión, es decir, analizándola y no discutiendo con ella-. Cuando un psiquiatra le aconsejó finalmente, al quitársele el rótulo de demente, que dejara el análisis, ella pensó que el psiquiatra tenía razón, ya que parecía compartir su delusión según la cual el psicoanálisis formaba parte del complot para destruir el buen cerebro que había recibido de su padre: ese cerebro al que protegía del odio que le tenía al padre, odio del que nada sabía hasta que comenzó a analizarse.
He dejado de lado muchas cosas. Por ejemplo, nada dije del profundo amor que sentía esta chica
por su madre, amor que descubrió después que hubo averiguado que había odiado a esa madre
mucho más de lo que ella misma pensaba, y había sufrido por la depresión de esa madre y por el
odio reprimido de ésta hacia el padre muerto antes de que la paciente naciese. La rivalidad entre
madre e hija se expresaba, mejor que de ningún otro modo, en sus respectivas depresiones: ¿quién tenía adentro al padre/marido muerto? Mi paciente nunca había dado cabida al reconocimiento de la depresión: esta propina le correspondía a la madre. Conmigo se deprimió, y halló valiosa esta nueva experiencia. Pudo deprimirse porque comprobó que su analista, a diferencia de su madre, era capaz de tolerar esa depresión de ella. La madre la habría alentado a que tuviese una felicidad falsa, la habría mimado de todas las maneras posibles, y se habría deprimido francamente ella misma.
Lo fundamental es que casi toda terapia violenta, y en particular la convulsiva, tiende a sentirse
como un ataque contra algo que está dentro de uno, algo con respecto a lo cual uno tiene
sentimientos confusos y conflictivos -mucho amor mezclado con mucho odio-. Esto tiene especial
importancia para un paciente con ideas delirantes paranoides. Lo bueno que tiene dentro está
muerto, en cuyo caso un laxante podría ayudar; o está vivo, en cuyo caso dejemos que el doctor lo
ataque provocándole las convulsiones, o tajeando el cerebro. Lo intolerable es encontrar que hay
algo odiado y amado al mismo tiempo.
El tratamiento por convulsiones no puede sino tener gran significación para un paciente, y aun para
una persona normal a quien le fuera propuesto «por razones profilácticas». Las personas sanas no
consentirían someterse a un tratamiento así, lo cual es otro modo de decir que las personas
normales son lo contrario de suicidas, o sea, quieren preservar las cosas que tienen dentro, porque las valoran.
Es sumamente importante que se entiendan estas argumentaciones psicológicas y se les otorgue
pleno reconocimiento. Es malo para la profesión que los psiquiatras se muestren dispuestos a
continuar aplicando terapias que son tiros al aire (muy violentas, además); por otra parte, con ello se alienta la antigua y empecinada creencia de que la locura es una enfermedad física del cerebro.
En esta década de 1940 ya debería ser axiomático que los trastornos mentales son en esencia
independientes de las enfermedades del tejido cerebral: son trastornos del desarrollo emocional.
Que las enfermedades del cerebro y otras enfermedades físicas estén vinculadas con trastornos
mentales no altera este axioma. La nueva moda son siempre tratamientos dirigidos al tejido y la
función cerebrales; ahora los cirujanos ejercitan su ingenio en la lobotomía prefrontal. Pero no nos
impresionan, porque nadie ha publicado buenas investigaciones sobre lo que significa para un
paciente que se le opere el tejido cerebral. Los dementes suelen clamar por que alguien les saque
el cerebro, junto con el corazón y los pulmones y otras localizaciones de sus cosas internalizadas
muertas, antaño amadas y que ahora están más allá del duelo. Estos anhelos de los dementes son
más disculpables que los nuevos procedimientos a que recurren terapeutas ansiosos y sinceros.
Me doy cuenta de que este fragmento de investigación es una gota en un océano, pero quizás nos
indique la necesidad de realizar más investigaciones, y la clase de investigaciones que se precisan.
Y aunque sólo se refiere a una paciente, abarcó alrededor de doscientas horas de trabajo sólido,
que a su vez fue aplicación de muchos trabajos similares efectuados con otros pacientes que no
habían sido sometidos a tratamientos convulsivos antes de venir a verme; y será valioso para el
análisis de otros pacientes esquizofrénicos -independientemente de que hayan sido o no sometidos a tratamientos insulínicos o convulsivos-, en cooperación, por supuesto, con psiquiatras que no sean contrarios al psicoanálisis.
Este trabajo fue una aplicación directa de la técnica terapéutica y la teoría de Freud y desarrollada
por sus seguidores, especialmente por Melanie Klein. Debo mucho, asimismo, a los numerosos
intercambios de ideas que mantuve con Clifford Scott.
II. Tratamiento de choque para el trastorno mental
Carta al director del British Medical Journal, 25 de diciembre de 1943
Señor: La evolución médica ha visto interrumpido su curso regular y ha dado un paso atrás, desde
mi punto de vista, con el tratamiento del trastorno mental mediante la provocación de convulsiones –
una manera de abreviar la psicoterapia y un medio maravilloso de hacer psiquiatría sin tener que
averiguar nada sobre la naturaleza humana-. Invito a los médicos clínicos en general a que hagan
saber claramente si están en favor de este tratamiento, cuyas características recuerdan los más
violentos intentos medievales para expurgar a los espíritus malignos.
En verdad no sé cómo es que se obtiene autorización para realizar este tratamiento, ya que hay
buenas pruebas de que cuando un adulto la concede para que se le efectúe a él, lo hace llevado por un impulso semejante al impulso suicida. Lo mismo que mueve a un hombre a causarse daño a sí mismo lo mueve a permitir, y aun a pedir, el tratamiento de choque. La ética que rige la colaboración con este impulso suicida es dudosa. Debe recordarse que este tratamiento no se aplica únicamente, por cierto, a los casos desahuciados, sino que se lo prueba en todos los tipos de enfermedades psíquicas. Personalmente, jamás daría permiso para esta terapia de choque, simplemente porque no veo cómo puede probarse que es inocua. Pero pienso que la profesión en su conjunto podría oponerse razonablemente al tratamiento sobre la base de que brinda una manera de eludir la verdadera comprensión de la naturaleza humana, justo en el momento en que comenzamos a ser capaces de enriquecer enormemente nuestra práctica médica mediante la asimilación de las investigaciones recientes de la psicología.
Diría más: toda planificación, si ha de ser tan positiva como el avance gradual, debe tomar en
cuenta los factores inconscientes. Existe un antagonismo inconsciente del médico frente a los
enfermos que no responden a su terapia. En mi opinión, la terapia de choque es un tratamiento
demasiado violento para que podamos hacer uso de él y estemos seguros al mismo tiempo de que
no tenemos la intención inconsciente de dañar al paciente. Los psiquiatras deben conocerse muy
bien a sí mismos para sentirse contentos al administrar este tratamiento, y para soportarlas críticas
y aun el antagonismo que tarde o temprano es previsible que se manifiesten en la prensa no
especializada. (Ya uno de los lectores que escribieron a su revista [el 20 de noviembre], el Dr.
Martin Cutlabert, ha llamado nuestra atención sobre un tipo de reacción del público.)
El propósito de esta carta es invitar a los miembros de la profesión en general a debatir esta
cuestión, que por sus implicaciones éticas no puede seguir siendo un problema puramente
psiquiátrico o científico. Y me gustaría muchísimo saber cuántos piensan, como yo, que nadie tiene
derecho a aprobar que se le provoquen convulsiones a un niño.
Quedo de usted…, etc.
D.W. WINNICOTT
III. Terapia de choque
Carta al director del British Medical Journal, 12 de febrero de 1944
Señor: Le agradecería me permita contestar a las cartas que siguieron a la mía del 25 de diciembre.
En su mayoría estas cartas fueron enviadas por psiquiatras, lo cual me decepcionó, ya que mi
objetivo era sondear la opinión de la profesión médica en su conjunto. El médico clínico
probablemente esté muy atareado en la actualidad como para leer cartas; no obstante, creo que los
especialistas deberían requerir constantemente su opinión sobre prácticas médicas especializadas,
aunque sólo fuere porque el propio médico clínico vive entre sus pacientes, entre los que son
fracasos terapéuticos como entre los que son un éxito.
Sé muy bien que cierto número de psiquiatras, estudiosos de la naturaleza humana, están
empleando diversas clases de. terapia de choque como procedimiento anexo a su labor
psicoterapéutica. Ellos nada tienen que temer de una carta mía dirigida a la prensa médica.
Continuarán con su trabajo, conservando, modificando o descartando cosas de acuerdo con su
minuciosa observación de los efectos. Muy diferente de esto es la idea que está surgiendo de que el tratamiento por excelencia del trastorno mental es alguna variedad de tratamiento de choque, y que a éste se lo puede solicitar y aplicar como se lo hace con la quimioterapia en una septicemia. Jamás se inventará ningún tratamiento del trastorno mental que pueda ser apropiadamente practicado por nadie que no sea un estudioso de la naturaleza humana. Mi carta ha tenido alguna utilidad, en la medida en que provocó una declaración seria de que la terapia de choque (de cualquier índole) no es en sí misma un tratamiento. La opinión que yo he expresado -a saber, que la terapia de choque del trastorno mental, por más que pueda ser valiosa si está en buenas manos, constituye un grave retroceso para la salud de la psiquiatría- es estrictamente personal, y para ser justo con mis colegas psicoanalíticos debo dejar bien en claro que mi carta sólo expresaba sentimientos personales.
Varias de las personas cuyas cartas fueron publicadas presumieron que yo estaba pensando en el psicoanálisis como alternativa frente a la terapia de choque. En realidad no mencioné esa palabra, aunque es cierto que mi formación corresponde a la disciplina psicoanalítica. La alternativa por la que abogo es un buen manejo general del paciente, una buena atención personal de médico y enfermera, tolerante respecto de las fallas terapéuticas. Es extremadamente difícil llevar esto a la práctica en casos psiquiátricos desahuciados; pero por cada caso desahuciado hay centenares, o más bien millares, de casos en los que aún hay esperanzas, y es para éstos que debemos planear la práctica psiquiátrica. Esto puede sonarle extraño a algunos psiquiatras que trabajan en instituciones, pero los médicos clínicos me entenderán si digo que cuando la ciencia médica sea capaz de controlar la parte física de ciertas afecciones comunes, como la gripe, el reumatismo y la hipertensión arterial, se pondrán de manifiesto muchas graves depresiones, paranoias e hipomanías crónicas. Tendrán que ser tratadas como siempre lo fueron la gripe, el reumatismo y la hipertensión:
mediante la atención personal del médico y la enfermera. Una de las cosas realmente útiles que
solían enseñarnos los psiquiatras era que las fases depresivas tendían a desaparecer
espontáneamente con sólo una inteligente tolerancia de la afección por parte de quienes cuidan del
paciente, vigilantes de sus intentos suicidas deliberados o accidentales. Freud volvió comprensible
esta lección puntualizando la relación existente entre la melancolía y el duelo normal, que dura un
tiempo, después del cual el individuo previsiblemente se recupera. Si a los psiquiatras les interesa
realmente prestar ayuda, pueden prestar una ayuda muchísimo mayor que la que hoy (con
honrosas excepciones) brindan con la terapia ocupacional. Tal vez la expresión «terapia
ocupacional» no sea feliz, ya que recuerda el proverbio de las «manos ociosas»; una expresión más
adecuada indicaría que lo que se precisa es una forma especializada de orientación vocacional, que
asigne a la realidad subjetiva un lugar apropiado junto a la relación del paciente con el mundo
externo.

Uno se contentaría con dejar que las investigaciones sobre el valor de la terapia de choque sigan su
propio curso, si no fuese por una cierta comunicación que recibí referente a la planificación [de la
asistencia médica] en la posguerra. Fui informado de que cuando se declare la paz, se destinará
una institución a las enfermedades psiquiátricas de la niñez, y en ella los niños psicóticos serán
tratados mediante terapia de choque. Nada más ni nada menos. Ahora bien: mi amigo el Dr.
Rogerson tal vez esté en un grave error al pensar que en la niñez la psicosis es poco frecuente. En
mi opinión, es común. Queda fuera de los alcances de esta carta exponer qué aspecto adoptan la
esquizofrenia, la depresión, la paranoia y la hipomanía en la niñez, pero lo importante es que con un
manejo correcto la vasta mayoría de los casos se recuperan espontáneamente, o por lo menos se
las ingenian para encontrar un modo de vida apropiado para cada tipo de personalidad. Quienes
aplican la terapia de choque al tratamiento de adultos admiten generosamente que no tienen idea
alguna sobre la forma en que actúa cuando actúa. Confié en que movilizando a la opinión médica
general se puede evitar que esta investigación se lleve a cabo en Inglaterra sobre los niños.
Quedo de usted, etc.
D.W. WINNICOTT