Trabajos de Jacques Lacan, Reseñas de enseñanzas: Primera parte. Reseña con interpolaciones de Seminario de la Etica

En una caja de cartón que contenía una copia estenográfica de las lecciones dictadas por Jacques Lacan en 1959-1960, se encontraron diecinueve hojas dactilografiadas que llevaban por título La Etica del Psicoanálisis, con correcciones de su mano.

Al pie de la primera página figura la nota siguiente: Cf. acerca de la fecha del seminario de Jacques Lacan, cuya reseña es ésta, y acerca del retraso en su aparición, cf. la advertencia que se hizo figurar como prefacio de esta publicación. Esta advertencia no se encontró nunca.

Por el momento es difícil fechar este texto con más precisión que: comienzo de la década de los 60. Las dos interpolaciones señaladas por el autor son seguramente defines de la década de los 60 (después del 68).

Estas páginas no pueden considerarse como un escrito de Lacan; el texto, obviamente, está inconcluso, pero es mucho más que un borrador.

(J.A.M.)

Por qué el tema? Porque va al hilo de nuestros discursos anteriores.

Será una prueba decisiva para esas categorías de lo simbólico, de lo imaginario y de lo real de las que partimos para situar la experiencia freudiana.

Esta experiencia nos devuelve al “universo de la falta”. La fórmula, como se sabe, es de Hesnard, y sólo le falta el término de mórbido con que lo califica.

La morbidez es aquí, sin duda, atinente. Pero ello no da pie a que se nos prometa que por reducir la morbidez, se va a volatizar la falta. El que un médico apasionado juegue con este espejismo no sustrae a la comicidad propia de estos tiempos el que unos religiosos lo acepten.

¿A quien de los antedichos habría que recordar la atracción de la falta?

¿Cuál es esta falta? Seguramente distinta de la que comete el enfermo para castigarse o que lo castiguen…Los números entre corchetes hacen referencia al número de página en el orginal. Versión castellana de 1984

¿Será acaso aquella de la que Freud da cuenta, en los primeros tiempos de su descubrimiento, mediante el asesinato del padre, felix culpa de otro tipo, ya que de ella proviene la ley original, la ley por la cual la sociedad humana es cultura?

¿Será esa falta más oscura, debido a la cual el hombre resulta faltar al imperativo de la vida, la pulsión de muerte, para decirlo todo, la única por la cual Freud, al final de su obra, logra rematar con una paradoja el puesto del hombre en la naturaleza?

Pues de allí partió, o más bien, volvió a partir, del paso antiguo de la filosofía, a saber: que la ética no ha de estar referida a la obligación pura. El hombre en su acto tiende hacia un bien. El análisis revaloriza el deseo en el principio de la ética. La propia censura, al comienzo única figuración de la moral, toma de él toda su energía. Parece no haber otra raíz de la ética.

¿Basta esto para dar cuenta del punto de partida de la experiencia freudiana, a saber, el círculo cerrado, en la medida en que no logró romperlo el intento de liberación naturalista del deseo cuyo parangón produjo el siglo XVIII con el hombre del placer?

Antes de mostrar el parentesco del freudismo con lo que vino luego de este intento, señalemos, en efecto, que procede de su fracaso.

La experiencia freudiana parte del hecho de que no nos enfrentamos a un hombre menos culpable, después de la crítica con la que los libertinos quisieron reconfortarlo.

Cuanto más creen poder descargarse reduciendo la obligación a funciones de orden, tanto más aparece de hecho el carácter contrariante y hasta conflictivo de su imperativo; y estas incidencias, ya sin medida por ser más pesadas, revierten más que nunca a su cuenta la distribución de lo patológico, en el sentido kantiano del término

A decir verdad, un examen más detenido de este hombre del placer, como el que hemos realizado con la lectura de Sade, Mirabeau, y sobre todo Diderot, muestra que no había olvido alguno en su insuperable crítica. De atenernos a los dos primeros, vemos patentes en ellos el desafío y hasta las ordalías, que ponen a Dios en el banquillo de los acusados, manteniéndole así su facultad judiciaria. Si Diderot puede borrarlo de sus papeles es por inscribir en ellos el plumazo que está en el centro del placer.

Ningún asombro entonces de que el problema nos llegue intacto. Freud lo retorna por otro extremo: el que le proporcionan esas admirables teóricas a quienes se llama histéricas.

El discurso de las histéricas conduce a Freud a la perversión polimorfa en tanto reina sobre el mundo que une el niño a la mujer, y que en las facetas de este cristal se evidencia la forma de donde toma su fuerza el deseo.

¿Pero fue acaso para lo que después se hizo con eso? A saber, esa exégesis que reduce esta perversión a no ser más que vía preparatoria de quién sabe qué totalización que vendría a resolverla en un fin armónico.

La ética del psicoanálisis, entonces, no sería sino el concierto de un moralismo más comprensivo, del que podría creerse que porque amansa en cierto modo lo que hay de pervertido en el goce, considerado como fuente primordial de la culpabilidad, la apacigua.

Sin embargo, esto es propiamente desmentido, en el universo del psicoanalista, por las resistencias que encuentra cuando su práctica se guía según esta visión, y que condenan su acto a las reacciones más deplorables.

Esto, entonces, no es más que una contribución al expediente de una ética de la que ni siquiera puede decirse que hay que retomarla, ya que aún queda por enunciar su proyecto.

De ella, retengamos solamente lo que nos divorcia de ese gesto de rechazo de Aristóteles, que le permite darse por liberado, en el plano teórico, del hecho patente, tal vez más en su época que en la nuestra, de los excesos a los que algún tirano puede dar figuración pública, relegándolos al dominio de lo bestial.

Nuestro saber, al etiquetarlos con la dimensión de lo sádico, nos conmina a marcar su lugar en el cuerpo de lo sexual.

¿Habremos saldado así nuestras cuentas con la ética, por suministrarle una mitología laica, cuyo texto princeps es Tótem y Tabú, aunque se complete con una norma genética, que da como resultado la presunta instancia del superyó, entidad propicia a las trovas alegóricas y hasta a las escenas de guiñol?

¿Cómo podría génesis alguna (y menos una génesis imaginaria) satisfacer una práctica que no admite ninguna deferencia con las exigencias del llamado superyó, aunque pueda tener que dedicarse a circunscribirlas?

¿Acaso no supo valerse de la autoridad de otro imperativo, el cual no es clandestino, que sepamos? “Wo es war, soll Ich werden”, dicho en francés: “Lá ou c’était, ce qu’est Je dois venir” (“ahí donde estaba eso, lo que es Yo debo venir”). [N.T.] En todo lo que sigue, “Yo” traduce, je, pronombre personal sujeto de la primera persona del singular, y no moi.*

¿Se distingue el soll alemán del schuldig de debe y haber, y del mub que ya no da más, para que dejemos perderse el imperativo que instituye frente al superyó, y que es de otro orden?

En verdad, los psicoanalistas se dedican tanto a confundirse unos a otros sobre lo que hacen, que reducen lo que hacen de modo confeso, a lo confuso.

La advertencia contra la ambición de hacer el bien de sus pacientes, que les viene de Freud, no les impide forjar ideas sobre una norma, que no por pretenderse requetenormas, son menos ideales,

Por otra parte, el deber de no responder a la demanda que suponen todas las demás demandas de su paciente, la de saber qué quieren ellos, les resulta tan pesado, que creen que con eso se justifica que ellos mismos lo ignoren.

Por consiguiente, ¿cómo no habría de olvidar ese imperativo, por más que la gente se encomiende a su oficio en su nombre, si es precisamente el que más eluden?

Sin duda se les paga por saber que a ese deber que Yo venga no es seguro ni, mucho menos, que Yo satisfaga.

En esto como en tantas otras cosas, sería conveniente, sin embargo, que no dejaran a los neuróticos sacarles tanta ventaja.

Cuando la cuestión de saber si Yo no merezco tantos cuidados -a título de deber, entiendo Yo- como los mandamientos absurdos, obscenos o feroces que Yo recibo de mi conciencia, es a fin de cuentas el eje en torno al cual se libra la lucha ansiosa del obsesivo.

Y para decirlo todo, la pregunta sobre qué hay del deber al que ha de darse la primacía, el deber consigo mismo, con los demás, con Dios, podría calificarse como la pregunta más común (y hasta, en cierto sentido, universal), si justamente por ser el preludio de que Yo debo advenir, no fuese por ende privilegio de cada quien (y por consiguiente, lógicamente particular).

El por qué de que no se aloje finalmente sino en la particularidad, se debe a que sólo le responde lo que de ella advengo Yo.

Con esta observación, se precisa el enunciado de nuestro proyecto. El de la ética que encuentra su asiento en una lógica.

Hemos dicho que hay que entender desde el punto de vista lógico que esta ética se introduce con un enunciado particular. Solo puede ser el siguiente, aunque no pasara de ser hipotético:

Existe alguno de quien Yo ya no está por venir.

Nueve años más tarde, para el proyecto de definir el acto psicoanalítico, partimos de un enunciado de igual forma: existe un psicoanalista (en el cual, por tanto, la reserva que marca la hipótesis estaba más acentuada).

A esta pregunta, a la que no conviene sino la particularidad, el psicoanálisis sólo ha respondido hasta ahora proponiendo ideales.

El primero, que no podemos por menos que sacar de su pudibundez, es el del amor médico. Hemos denunciado su vaguedad. Es de añadir que su pudibundez, según se sospecha, es bastante buscona. Si no, su optimismo sería imbécil. Preso en este dilema de poco lustre, que se vaya a bañar.

El segundo ideal es el del desenmascaramiento. No es una garantía de autenticidad. Aunque a su favor haya que anotar que no preconiza ninguna virtud, abstención necesaria a la proscripción de la mentira, pero que no basta para asegurarla: como la comprobarnos cuando un coprófilo notorio, por ejemplo, promete la felicidad (con gato encerrado) del acceso al estadio genital del deseo, cuando solamente lo incertificable de la castración que lo constituye permite decir que no hay menos oportunidad de encontrarla en ese estadio que en los anteriores.

El tercer ideal es el de la no dependencia o, mejor dicho, el de una profilaxis de la dependencia. Sin duda, es válido para excluir de la práctica analítica el consejo educativo, es decir, el recurso a las costumbres, las buenas, por supuesto. Ya que es propiamente cerrar la puerta donde estaba que Yo no pueda someterme a ellas porque es puerta que abre a muchas malas. Pero basta con haber percibido que Yo no pueda entrar sino por ella, para que se haga más que dudoso que Yo de ella no dependa por esencia de Yo, puesto que allí donde eso estaba, era forzosamente del Otro lado.

La entrada en juego del psicoanálisis parece indicar, por el contrario, que la entrada en Yo que permite debe lo que de bueno tiene al signo que lo consagra como fallido: y por ende, aún bajo la férula de su dependencia.

Es bien conocido el chiste con que Aristóteles introduce su Etica entre Oeoz y hqoz.  Y que asimismo Freud excluya todo recurso a uno y otro, marca de nuevo la distancia con que se instaura nuestro propósito.

Esta segunda coordenada no es menos indicativa que la primera por denunciar la homonimia del principio que ambos extraen del placer.

El que sea propicio en Aristóteles para suponer hasta para el propio mundo la idea de un Bien soberano, no ha de recordarse sino a fin de medir la oposición de que parte Freud al dar por sentado que la felicidad no tiene nido que valga, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos

En esto Freud da fe del camino recorrido por el pensamiento que los separa, y quiere que se le ubique según el mandamiento de su época.

La conversión freudiana cobra su sentido si se inserta en el límite preciso donde, a partir de la devalorización efectuada por Hegel de la posición del Amo, desde entonces reducida a la del “cornudo magnífico” de la historia, se instaura la conversión llamada utilitarista.

Su conjunción, sin embargo, se nos escaparía a no ser por una obra que muestra con qué se ordenan ambas conversiones una según la otra: con la referencia lingüística que decidió el destino de Freud y que nuestra enseñanza restaura..

A Roman Jakobson, ante quien tuvimos, por añadidura, la dicha de presentar estas palabras, debemos el haber podido ampararlas en esa obra.. Se trata de la Theory of Fictions de Jeremy Bentham.

En esta obra, fictitious no quiere decir ilusorio ni engañoso. Fictitious quiere decir ficticio sólo en la medida en que responde exactamente a lo que nosotros queremos decir cuando formulamos que toda verdad tiene una estructura de ficción.

Con lo que admite de real esta ficción verídica, Bentham logra situar como utilitario cuanto le interesa del bien -del bien en tanto real, es decir, en la medida en que el placer que reparte no dependa de una distribución regida a placer. Esta jurisprudencia, al preservar de las ficciones del cambio el valor de uso, lo separa también del placer que, igual que en Aristóteles, lo relegaría para dar paso al único Bien soberano de ser placer teórico.

Justamente allí, sin embargo, Freud hace que se devuelva el péndulo. La experiencia le demuestra que una vez que se ha delimitado el bien de esta manera, su placer se agosta por provenir de otra parte: propiamente de la ficción que está a la merced de lo simbólico.

El que el inconsciente tenga la estructura de la ficción por tener la del discurso, el que el placer que allí domina sea el de la repetición de un signo, nos obliga a darle más vueltas a la manera de hacerse valer allí lo real.

La tesis que ha de establecer este discurso es la siguiente: el acto que estructura lo simbólico encuentra el sostén de lo real puro a través de la ley moral.

Esta tesis puede parecer trivial, pero también es paradoja: de una parte, hace palpable por qué la ley moral contraría el placer, pero de otra, pareciera que hace descender la misma ley de las alturas desde donde se ofrecía como ideal.

Todo se reduce al sentido que ha de darse a lo formulado por Freud como principio de realidad.

El movimiento psicoanalítico, cuya confusión muestra de sobra que la carga lo rebasa, se hubiese disipado bajo ella a no ser por la protección que le da el prestigio del acontecimiento Freud.

Basta con formular esto para que cada quien lo suscriba.

Nótese de paso que el acontecimiento Freud no debe clasificarse como los que añaden un nombre más a la lista de los que acrecentaron el número de bondades que la humanidad ha tenido que encarar.

Nada emparenta al acontecimiento Freud con ese tipo de meteoros, ni con lo efímero de su paso, o, digamos, lo efimesmérico.

El acontecimiento Freud no ha de aprehenderse actualmente en ninguna otra parte sino en los escritos trazados por la mano de Freud: sus obras, como se dice.

Por ello mismo, queda fuera del alcance de los que se contentan con hojear dichas obras, caso, por demás, confeso y muy corriente entre los psicoanalistas: no hay porqué dar razón de él,  ya que lo demuestra de sobra su producción común.

Como esta incapacidad de leer no es privilegio suyo, nos vemos en la obligación de advertir que estos escritos no representan la historia del acontecimiento. Los escritos son el acontecimiento: participan, desde luego, de la temporalidad inherente al discurso, pero el acontecimiento es un acontecimiento de discurso, y con toda adecuación, ya que no hay acontecimiento que no se sitúe respecto de un discurso. La práctica de los escritos de Freud permite apreciar que su relación con el acontecimiento es una relación de resguardo, como si se tratase de un rescoldo: porque son el acontecimiento, puede decirse que lo cobijan.

Esto, por supuesto, no puede decirse de las conferencias que lo exponen a la intemperie. En ello estriba toda la diferencia entre la palabra y el discurso; y se entiende que haya psicoanalistas, y aun almas en pena del limbro universitario, que no han leído más que la Introducción al psicoanálisis.

Esta interpolación explica ciertas condiciones del seminario que hemos creído preferible obviar aquí, cosa que ahora puede tomar la apariencia de un descanso en el propósito.

Hace diez años, el asunto no era involucrar a nuestros oyentes en textos que sólo explicaban realmente el atajo que formaban, es decir, sin que tuviesen la menor sospecha de ello como sujeto.

Para no quedamos en eso, fue necesario que nuestra audiencia cambiara por los oficios de aquellos que en nuestra palabra no oían más que una bendición. En efecto, nos veíamos reducidos a encontrar a esos textos, un sentido a su alcance.

Devolverlos a la época del Proyecto, no podía ser para demostrarles cómo, en aquella época, Freud articulaba ya la misma estructura que habría de instalar como inconsciente, en la delimitación que trazaba entre sugestión e hipnosis.

Sino para impresionarlos con la arnbigüedad presente ya en ese trabajo no reconocido, sobre la asignación al placer de efectos que son efectos de señuelo, y que no logran con su aparejo asegurar la satisfacción que, no obstante, se pretende que presiden.

En efecto, este aparejo, en sí mismo, no garantiza nada más que la alucinación de aquello que- está hecho para volver a encontrar, a saber, el goce.

Esto equivale a subrayar el encuentro, en el sentido especificado de felicidad, de la tnch griega, a expensas del automatismo que es lo propio de toda función de adecuación.

El temperamento que se logra con los stimuli propios del sistema definido como neuropsíquico, o, dicho de otro modo, la homeostásis de las cantidades de placer (Qh) que vehiculiza, se obtiene exclusivamente de los efectos de repartición intra-sistémica.

O más bien, el placer no está hecho más que de ese temperamento. Por, lo cual se justifica el uso del término al quedar reubicado en la tradición que lo fijó como hedonismo. Que en cuanto al placer, no demasiado haga falta, a no ser que comience la pena, es cosa cuya significación propiamente no es sino ética. Posición esta, la única, que concilia la ambigüedad, destacada por nosotros, de un principio del placer cuya coherencia depende de que lo sea también del displacer, porque suele no atinar, y aún más de la cuenta, con el mandato respecto de la fruitio, del goce de un objeto en tanto ya detectado como objeto propio a la satisfacción de una necesidad.

Con este proceso se esboza que lo que constituye su meta sólo se ordena, justamente, mediante un efecto de marca, que será propiamente el obstáculo en su camino, ya que la marca puede volver a surgir sola por el esfuerzo de encontrar la meta.

Al sujeto del placer, en efecto, nada le asegura que se trate de una captación efectiva del goce, el cual sólo puede actuar aquí como fin si se le supone como previo. Nada, sino lo que atesta de realidad, en eso que bien vemos que no puede rebasar el fantasma, el solo gusto de la cualidad sensorial que especifica, en cierto modo, cada uno de los órganos llamados de los sentidos (sistema w en los esquemas de Freud de ese entonces).

Esto, por supuesto, sólo puede decirse del sujeto del placer. Está claro que la cantidad de estímulos que embisten su organización tiene que encontrar también una descarga por la vía de una equivalencia energética, y que el aparato nervioso es una de las centrales de la regulación del organismo.

Por consiguiente, es aún más llamativo que una parte muy probablemente ínfima de este aparato nervioso esté acaparado por una escenificación cuya relación con las funciones que definen la sobrevivencia del individuo a quien pertenece como órgano, es remotísima: que, para que quede claro, el sujeto de esa escenificación no puede no distinguirse de este individuo.

Nadie afirma más poderosamente la realidad que Freud, y lo hace precisamente a partir de la precariedad de su acceso para el sujeto. Sólo hay acceso a la realidad por ser el sujeto consecuencia del saber, pero el saber es un fantasma hecho sólo para el goce. Y encima, por ser saber, necesariamente lo falla.

Tal vez no sería superfluo señalar aquí cómo esta articulación del principio de realidad reduce a la nada al idealismo donde encalla, no menos necesariamente, el presupuesto de que hay conocimiento. Ese idealismo a donde va a parar como a su cumbre el hombre en tanto que mera hipótesis filosófica.

En cuanto empieza a cojear por experiencia elemental el que el hombre sea el mundo, que sea el micro-del-cosmos, el mundo no puede ser más que lo que de él se representa el hombre. Mas, el hombre, del mundo, sólo puede representarse ficciones.

Por esto, no era nada inútil proceder vía Bentham.

Al utilitarista habría que señalarle únicamente que el hombre, si es que le importa aún esa marioneta, sólo encuentra placer en sus ficciones.

Este sería un argumento blandengue, por ser ad hominem, es decir, dirigido al simio, el cual era especialmente apropiado para que el utilitarista lo convirtiera en su tótem.

Pues la ficción parece aclararse debido a que toda filosofía enunciada de hecho sea ubicable como ideología, es decir, correlativa a un privilegio social.

Pero entre el surgimiento de una paradoja y su demistificación, el beneficio es ínfimo, ya que al interrogar al privilegio social, sea cual fuere, nada tenemos que argüir si no que es ficción.

¿Qué quiere decir esto? Tal vez que no se confiesa, pero esto sería un error. El privilegio se confiesa tal, y aun manu militari, por la mano militar de aquellos a quienes da privilegios, los cuales sólo mienten por tener en cuenta a los filósofos. No es que sostengan que los filósofos estén a su servicio, sino para que estos carguen con la mentira en la medida que no confiesan. Así se preserva la ficción a que da cuerpo un privilegio.

El ligero retardo en comprender con que se define la sombra dichosa, hizo que Pierre Janet reparara en que el sujeto de la neurosis y el filósofo cazaban por las mismas tierras. Pero el neurótico confiesa, y Pierre Janet fue el último que pudo darse el lujo de no oírlo.

El acontecimiento Freud estriba en haber leído en la neurosis la confesión del sujeto, a saber, que no es más que el agujero que separa a todo Otro del goce: entiéndase por esto todo lo que quedaría sin acceso a él de faltar su confesión. Por tanto, satisface el deseo del Otro dándole esta confesión, no sin antes haberlo causado a costa de consentir en borrarse ante el objeto que lo ha convertido en agujero.

El privilegio, a un tiempo, queda demistificado, y probado como irremplazable, al menos en toda economía regida por el saber.

El psicoanalista no puede sino someterse a esta economía, mientras no haya dado el paso de situarse en ella como ficción.

Y esto no puede hacerlo debido al vínculo que conserva con el principio de realidad, aunque de ello no tiene ni la más remota idea: de esto dan fe sus enormes divagaciones teóricas.

Este principio propiamente lo anula por, a su vez, imponerle el estar en oposición, y de las más formales, respecto a lo que son sus recursos. Lo obliga a resumir su práctica con la más baja de las consignas: el principio de realidad, el de reducirlo todo al horizonte de su lecho profesional, el de ahogarse en lo que llama su escucha (hay que ver el éxtasis que lo embarga después de unos pocos años de práctica cuando suelta este chapoteo), cuando sólo es el deleite que figura un tapón que flota.

Hay que notar que no hay ética discernible y mucho menos ética que esté formulada como marca del psicoanalista, así se defina a éste por su práctica o por la institución de cuya autorización se vale, y que en lo que toca a nuestro propósito inédito, todo lo que ofrece resulta inactual.

En todo caso, no es más que una deontología, marcada de «considerandos» de discreción social, cuya superficie la suministra una institución de acabado bastante deficiente.

La singular extraterritorialidad de que goza esta institución respecto de la enseñanza universitaria, y que le permite calificarse de internacional, fue una buena protección, en la historia, frente a ese primer intento de segregación social en gran escala que fue el nazismo.

De ello se desprende una curiosa afinidad, perteneciente al registro del reaseguro, entre el estilo de la institución y las soluciones segregativas que la civilización está a punto de retomar ante la crisis generada en ella por la generalización de los efectos de saber.

Sería nefasto que ello generase una complicidad. Pero es fatal que así sea, si se deja fuera la elaboración de una ética propia a la subversión del sujeto anunciada por el psicoanálisis.

En nuestro seminario hay un desarrollo a partir del comentario del siguiente cuadro que figura el doble quiasma donde, tomando en este sentido el texto del capítulo VII de la Traumdeutung, el acontecimiento Freud traduce [20] lo que desde ese momento se postula como inconsciente.

Este desarrollo subraya la paradoja de la imputación freudiana del proceso primario, al que supone agente del principio del placer, por tender a la repetición de una percepción. A esto lo designa, entonces, como identidad de percepción.

Mas, de todas maneras, la percepción es lo que responde de la realidad manifestándose en la conciencia.

El asunto se completa con la característica del inconsciente de revelarse como lugar de un pensamiento proliferante, pero no por ello menos vedado a la conciencia como reflexión.

A Freud no le queda otro camino que atribuir al proceso secundario, en la medida en que interviene para otorgar sus derechos a la realidad, el proceder mediante las vueltas que da la búsqueda (circa, recircare), o sea, mediante los rodeos por donde como pensamiento cobra su sentido lo que procura volver a encontrar: lo que llama identidad de pensamiento.

Por consiguiente, entre percepción y conciencia, a lo que ha de darse la misma resonancia que entre carne y pellejo; ya que acá la conciencia no es más que la petición de principio de la realidad y la percepción aquello a lo que se confía, se aloja justamente el proceso inconsciente del pensamiento.

¿Puede procederse de otra manera que no sea atenerse así al texto para dirigirse a gente que sólo nos escuchan porque imaginan que son los ministros del proceso secundario?

Pero tomar así la vía débil del comentario equivale a aceptar lo que por naturaleza hace del pensamiento interpretación. Es arriesgarse a que en lo más directo de la pendiente propia al perro de la Escritura, el pensamiento retorne a buscar su referencia en el apetito.

Sin embargo, confiábamos en algo que registra la conciencia de psicoanalista: que del inconsciente no le llega a través del sueño más que el sentido incoherente que éste fábula para vestir de frase lo que articula.

Que por tanto eso que le viene de ahí es ya interpretación, a la que podría llamarse salvaje, y que la interpretación razonada con que la sustituye no es mejor sino porque hace aparecer la falla que la frase denota. Reléase los sueños analizados en la Traumdeutung con esta clave.

El jeroglífico del sueño descifrado muestra un defecto de significación, y en él y no en otra cosa, el sueño connota un deseo. El deseo del sueño no es nada más que deseo de cobrar sentido, y a ello satisface la interpretación psicoanalítica.

Pero esta no es la vía de un verdadero despertar del sujeto. Freud hizo hincapié en el hecho de que la angustia interrumpe el sueño cuando éste va a desembocar en lo real de lo deseado. Es bien cierto entonces que el sujeto despierta sólo para seguir soñando.

El año anterior, a decir verdad, con el rótulo unitario del deseo y de su interpretación, habíamos machacado que: el deseo es su interpretación, y ello desde perspectivas lo bastante variadas como para esperar que algunos hayan desentrañado en el narcisismo lo que se aferra a la realidad como a lo que da sentido a su estatuto.

El psicoanálisis está mandado a hacer. para desprender de ello al sujeto que de ello se fía, si es que el analista no deja que se quede corto. Un paso más, si piensa un poco, es que sepa que no puede dejar de pasar por las horcas caudinas del fantasma que encuadra a la realidad, en tanto está pensando.

Pareciera, sin embargo, que la función del analista tiende a sofocar este beneficio didáctico, si es que lo ha obtenido: ya que puede muy bien faltarle para identificarse con su analista que puede muy bien haberse depuesto.

Definamos aquí qué sería de un analista en la estacada de la Etica que lo supone. En lo que se repite obstinadamente como mira de su bien, olfateó que hay algo que no puede no evitar, y que eso es lo real, por volver al mismo lugar. [23]