Trabajos de Jacques Lacan: Proposición del 9 de octubre de 1967 Sobre el Psicoanálisis de la Escuela

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Antes de leerla, subrayo que hay que entenderla
sobre el fondo de la lectura,
a realizar o a volver a realizar,
de mi artículo: «Situación del psicoanalista en 1956»
(de mis Escritos, tomo II).

Se tratará de estructuras aseguradas en el psicoanálisis y de garantizar su efectuación  en el psicoanalista.

Esto se le brinda a nuestra Escuela, tras una duración suficiente de órganos esbozados en base a principios limitativos. Sólo instituimos una novedad en el funcionamiento. Es verdad que a partir de ella surge la solución del problema de la Sociedad psicoanalítica.

Esta reside en la distinción entre jerarquía y gradus.

Produciré en el inicio de este año el siguiente paso constructivo:

1) producirlo: mostrárselos;
2) ponerlos de hecho a producir su aparato, el cual debe reproducir  este paso en estos dos sentidos.

Recordemos qué existe en nosotros.

Primero, un principio: el psicoanalista sólo se autoriza a partir de él mismo. Este principio está inscrito en los textos originales de la Escuela y decide su posición.

Esto no excluye que la Escuela garantice que un psicoanalista surge de su formación.

Ella puede hacerlo por su propia cuenta.

Y el analista puede querer ser esa garantía, si así ocurre entonces sólo puede ir más allá: volverse responsable del progreso de la Escuela, volverse psicoanalista de su experiencia misma.

Mirado desde esta perspectiva, se reconoce que en lo sucesivo responden a estas dos formas:

I. El A.M.E. o analista miembro de la Escuela, constituido simplemente por el hecho de que la Escuela lo reconoce como psicoanalista que ha probado ser tal.

Esta constituye la garantía, distinguida primero, proveniente de la Escuela. La iniciativa le corresponde a la Escuela, en la que es admitido en base a un proyecto de trabajo y sin tomar en cuenta proveniencias o calificaciones. Un analista-practicante sólo está registrado en ella al inicio a igual título que cuando se lo inscribe como médico, etnólogo y tutti quanti.

II. El A.E. o analista de la Escuela, al que se le imputa estar entre quienes pueden testimoniar de los problemas cruciales en los puntos candentes en que éstos se hallan para el análisis, especialmente en la medida en que ellos mismos están en la tarea, o al menos en la brecha, de su resolución.

Este lugar implica que uno quiera ocuparlo: sólo se puede estar en él por haberlo demandado de hecho, o bien de forma.

Queda establecido pues que la Escuela pueda garantizar la relación deñ analista con la formación que ella dispensa.

Puede y, por ende, debe.

Aparece aquí el defecto, la falta de inventiva, para cumplir con un oficio (ése, del que se ufanan las sociedades existentes) encontrando en él vías diferentes, que evitan los inconvenientes (y los perjuicios) del régimen de esas sociedades.

La idea de que el mantenimiento de un régimen semejante es necesario para reglar el gradus, debe ser considerada en sus efectos de malestar. Ese malestar no basta para justificar el mantenimiento de la idea. Menos aún su retorno práctico.

Que haya una regla del gradus está implicado en una Escuela, ciertamente aun más que una sociedad. Porque, después de todo, en una sociedad no se la necesita para nada, cuando una sociedad sólo tiene intereses científicos.

Pero hay un real en juego en la formación misma del psicoanalista. Sostenemos que las sociedades existentes se fundan en ese real.

Partimos también del hecho, que parece perfectamente plausible, de que Freud las quiso tal cual son.

No es menos patente -y para nosotros concebible- el hecho de que este real provoca su propio desconocimiento, incluso produzca su negación sistemática.

Está claro pues que Freud asumió el riesgo de cierta detención. Quizá más: que vio en ellas el único refugio posible para evitar la extinción de la experiencia.

No es privilegio mío el que nos enfrentemos a la cuestión así formulada. Es la consecuencia misma, digámoslo al menos para los analistas de la Escuela, de la elección que hicieron de la Escuela.

Están agrupados en ella por no haber querido aceptar, mediante un voto, lo que éste acarreaba: la pura y simple supervivencia de una enseñanza, la de Lacan.

Miente al respecto quienquiera que, en otro lado, siga diciendo que lo que estaba en juego era la formación de los analistas. Bastó votar en el sentido anhelado por la IPA, para obtener a toda vela la entrada en ella, gracias a la ablución producida en breve tiempo por una sigla made in English (no se olvidará el french group). Mis analizados, como dicen, incluso fueron allí particularmente bien recibidos, y aún lo serían si el resultado pudiese ser hacerme callar.

Cosa que se le recuerda todos los días a quien esté dispuesto a escucharlo.

Es entonces a un grupo para el cual mi enseñanza era muy preciosa, hasta suficientemente esencial, como para que cada uno al deliberar haya indicado que prefería su mantenimiento a la ventaja ofrecida -esto sin otras previsiones, también sin más previsiones interrumpí mi seminario luego del susodicho voto-, a ese grupo deseoso de una salida le ofrecí la fundación de la Escuela.

En esta elección decisiva para quienes están aquí, se revela el valor de la prenda. Puede haber en ella una prenda que, para algunos, valga hasta el punto de serles esencial, y ellas es mi enseñanza.

Si la susodicha enseñanza no tiene rival para ellos, tampoco lo tiene para todos los demás, como lo prueban quienes se apresuran hacia ella sin haber pagado el precio, quedando en suspenso en su caso la cuestión del provecho que aún les está permitido.

Aquí sin rival no quiere decir una estimación, sino un hecho: ninguna enseñanza habla sobre qué es el psicoanálisis. En otros lados, y de manera confesa, sólo se preocupan de que éste sea conforme.

Hay solidaridad entre el atascamiento, hasta en las desviaciones que muestra el psicoanálisis, y la jerarquía que en él reina; y que designamos, estarán de acuerdo que benévolamente, como la de una coaptación de sabios.

Esto se debe a que esta coaptación promueve un retorno a un estatuto de prestancia, que conjuga la pregnancia narcisista con la astucia competitiva. Retorno que restaura el refuerzo de las recaídas que el psicoanálisis didáctico tiene como finalidad liquidar.

Este es el efecto que ensombrece la práctica del psicoanálisis: cuya terminación, objeto y finalidad misma se demuestran inarticulables luego de por lo menos medio siglo de experiencia continuada.

Llegar a remediarlo entre nosotros debe hacerse a partir de la constatación del defecto que he mencionado, lejos de pensar en ocultarlo.

Pues hay que captar en ese defecto la articulación que falta.

Ella sólo coincide con lo que se encontrará por doquier, y que se supo desde siempre, que no basta la evidencia de un deber para poder cumplir con él. Por el sesgo de su hiancia puede ser puesto en acción, y esto ocurre cada vez que se encuentra el modo de usarlo.

Para introducirlos a ella, me apoyaré en los dos momentos de empalme de lo que llamaré respectivamente en esta recreación el psicoanálisis en extensión, es decir, todo lo que resume la función de nuestra Escuela en la medida en que ella presentifica al psicoanálisis en el mundo, y el psicoanálisis en intensión, es decir, el didáctico, en tanto éste no hace más que preparar sus operadores.

Se olvida, en efecto, la razón de su pregnancia, que reside en constituir al psicoanálisis como experiencia original, llevarlo hasta el punto que figura su finitud, para permitir el après-coup, efecto de tiempo, como se sabe, que le es radical.

Es esencial aislar esta experiencia de la terapéutica, que no sólo distorsiona al psicoanálisis por relajar su rigor.

Señalaré en efecto que la única definición posible de la terapéutica es la de la restitución a un estado primero. Definición imposible, precisamente, de plantear en psicoanálisis.

En cuanto al primum non nocere, mejor ni hablar, ya que es movedizo por no poder ser determinado primum  al principio: ¡para qué elegir no ser perjudicial! Intenten. Es demasiado fácil gracias a esta condición colocar en el haber de una cura cualquiera el no haber dañado en algo. Este rasgo forzado sólo interesa, sin duda, por sostenerse en una indecidible lógica.

Puede encontrarse perimida la época en que se trataba de no perjudicar a la entidad mórbida. Pero el tiempo del médico está más involucrado de lo que se cree en esta revolución: en todo caso se ha vuelto más precaria la exigencia de qué hace médica o no una enseñanza. Digresión.

Nuestros puntos de empalme, donde deben funcionar nuestros órganos de garantía, son conocidos: son el inicio y el final del psicoanálisis al igual que en el ajedrez. Por suerte, son los más ejemplares por su estructura. Esta suerte se debe a lo que llamamos el encuentro.

Al comienzo del psicoanálisis está la transferencia. Lo está por la gracia de aquel al que llamaremos en el linde de este comentario: el psicoanalizante. No tenemos que dar cuenta de qué lo condiciona. Al menos aquí. Está en el inicio. Pero, ¿qué es eso?

Me asombra que nadie nunca haya pensado oponerme, dados ciertos términos de mi doctrina, que la transferencia por si sola es una objeción a la intersubjetividad. Incluso lo lamento, ya que nada es más cierto: la refuta, es su escollo. También promoví primero lo que el uso de la palabra implica de intersubjetividad, para establecer el fondo sobre el que pudiese percibir el contraste. Este término fue entonces una manera, una manera cualquiera diría, si no se me hubiese impuesto, de circunscribir el alcance de la transferencia.

Al respecto, allí donde es necesario justificar el propio terreno universitario, se apoderan del susodicho término, que se supone es, por haber sido usado por mí, levitatorio. Pero quien me lee, puede observar el “en reserva” con el que hago jugar esta referencia en la concepción del psicoanálisis. Ella forma parte de las concesiones educativas a las que debí acceder debido al contexto de oscurantismo fabuloso en el que tuve que proferir mis primeros seminarios.

Puede acaso dudarse ahora de que al remitir al sujeto del cogito lo que el inconsciente nos descubre, que al haber definido la distinción entre el otro imaginario, llamado familiarmente pequeño otro, y el lugar de la operación del lenguaje, planteado como siendo el gran Otro, indico suficientemente que ningún
Sujeto puede ser supuesto por otro sujeto; si tomamos este término en el sentido de Descartes. Que Dios le sea necesario, o más bien la verdad con que lo acredita, para que el sujeto llegue a alojarse bajo esa misma capa que viste a engañosas sombras humanas; que Hegel al retomarlo plantea la imposibilidad de la coexistencia de las conciencias en tanto se trata del sujeto prometido al saber: no es esto suficiente para indicar la dificultad, que es precisamente nuestro impasse, el del sujeto del inconsciente, cuya solución ofrece a quien sabe darle forma.

Es cierto que aquí Jean-Paul Sartre, muy capaz de percatarse de que la lucha a muerte no es esa solución, pues no podría destruirse a un sujeto, y que asimismo en Hegel ella es propuesta en su nacimiento, pronuncia a puertas cerradas la sentencia fenomenológica: es el infierno. Pero como esto es falso, y de una manera que puede ser juzgada desde la estructura, el fenómeno muestra claramente que el cobarde, si no es loco, puede arreglárselas muy bien con la mirada que lo fija; esta sentencia prueba claramente que el oscurantismo no sólo tiene su puesto en los ágapes de la derecha.

El sujeto supuesto al saber es para nosotros el pivote desde el que se articula todo lo tocante a la transferencia. Cuyos efectos escapan, al utilizar como pinza para asirlos el pun, bastante torpe, por establecerse entre la necesidad de repetición y la repetición de la necesidad.

Aquí, el levitante de la intersubjetividad mostrará su fineza en el interrogatorio: ¿sujeto supuesto por quién? Si no por otro sujeto.

Un recuerdo de Aristóteles, un poquito de categorías, rogamos, para pulir a ese sujeto de lo subjetivo. Un sujeto no supone nada, es supuesto.

Supuesto, enseñamos nosotros, por el significante que lo represante para otro significante.

Escribamos como conviene el supuesto de este sujeto colocando al saber en su lugar como dependiente de la suposición:

               S —————>à Sq
                        ————————————   
                          s (S1, S2…… Sn)

Se reconoce en la primera línea el significante S de la transferencia, es decir de un sujeto, con su implicación de un significante que llamaremos cualquiera, es decir, que sólo supone la particularidad en el sentido de Aristóteles (siempre bienvenido), que por este hecho supone aun otras cosas. Si es nombrable con un nombre propio, no es que se distinga por el saber, como veremos a continuación.

Debajo de la barra, pero reducido al patrón de suposición del primer significante: el s representa el sujeto que resulta de él, implicando en el paréntesis el saber, supuesto presente, de los significantes en el inconsciente, significación que ocupa el lugar del referente aún latente en esa relación tercera que lo adjunta a la pareja significante-significado.

Se ve que si el psicoanálisis consiste en el mantenimiento de una situación convenida entre dos partenaires que se asumen en ella como el psicoanalizante y el psicoanalista, sólo podría desarrollarse a costa del constituyente ternario que es el significante introducido en el discurso que se instaura, en el cual tiene nombre: el sujeto supuesto al saber, formación, no de artificio sino de vena, desprendida del psicoanaliaznte.

Tenemos que ver qué califica al psicoanalista para responder a esta situación que, como se ve, no engloba su persona. No solamente el sujeto supuesto al saber, en efecto, no es real, sino que no es en modo alguno necesario que el sujeto en actividad en la coyuntura, el psicoanalizante (único que habla inicialmente), se lo imponga.

Es tan poco necesario incluso que, habitualmente, no es cierto: lo demuestra, en los primeros tiempos del discurso, un modo de asegurarse de que el traje no le va al psicoanalista; seguro contra el temor de que éste no se meta demasiado rápido en él en sus hábitos, si me permiten la expresión.

Nos importa aquí el psicoanalista, en su relación con el saber del sujeto supuesto, relación no segunda sino directa.

Está claro que nada sabe del saber supuesto. El Sq de la primera línea no tiene nada que ver con los S de la cadena de la segunda, y sólo puede hallarse allí por encuentro. Señalemos este hecho para reducir a él lo extraño de la insistencia de Freud en recomendarnos abordar cada caso nuevo como si no hubiésemos adquirido nada en sus primeros desciframientos.

Esto no autoriza en modo alguno al psicoanalista a contentarse con saber que no sabe nada, porque lo que está en juego es lo que tiene que saber.

Lo que tiene que saber puede ser delineado con la misma relación “en reserva” según la que opera toda lógica digna de ese nombre. Eso no quiere decir nada “particular”, pero eso se articula en cadena de letras tan rigurosas que, a condición de no fallar ninguna, lo no-sabido se ordena como el marco del saber.

Lo asombroso es que con eso se halle algo, los números transfinitos, por ejemplo. ¿Qué ocurría con ellos antes? Indico aquí la relación con el deseo que les dio su consistencia. Es útil pensar en la aventura de un Cantor, aventura que no fue precisamente gratuita, para sugerir el orden, aunque no fuese él transfinito, donde el deseo del psicoanalista se sitúa.

Esta situación da cuenta a la inversa de la facilidad aparente con la que se instalan en posiciones de dirección en las sociedades existentes lo que es necesario denominar nulidades. Entiéndanme: lo importante no es el modo en que estas nadas se amueblan (¿discurso sobre la bondad?) para el exterior, ni la disciplina que supone el vacío sostenido en el interior (no se trata de idiotez), sino que esa nada (el saber) es reconocida por todos, objeto usual puede decirse, para los subordinados, y moneda corriente de su apreciación de los Superiores.

Esto se debe a la confusión sobre el cero, respecto de la cual se permanece en un campo donde no es aceptada. En el gradus, nadie se preocupa por enseñar qué distingue al vacío de la nada, que no so, empero, lo mismo; ni al rango delimitado por la medida del elemento neutro implicado en el grupo lógico; ni tampoco a la nulidad de la incompetencia, de lo no-marcado de la ingenuidad, a partir de lo cual tantas cosas se ordenarían.

Para remediar este defecto, produje el ocho interior y, en general, la topología en la que el sujeto se sostiene.

Lo que debe disponer a un miembro de la Escuela a tales estudios es la prevalencia que pueden captar en el algoritmo producido antes, que no por ignorarla deja de estar ahí, la prevalencia manifiesta donde sea: en el psicoanálisis en extensión así como en intensión, de lo que llamaré el saber textual, para oponerlo a la noción referencial que lo enmascara.

No puede decirse que el psicoanalista sea experto en todos los objetos que el lenguaje, no solamente propone al saber, sino a los que primero dio a luz en el mundo de la realidad, de la realidad, de la realidad de la explotación interhumana. Sería preferible que así fuese, pero de hecho se queda corto.

El saber textual no era parásito por haber animado una lógica en la que con sorpresa la nuestra encuentra qué aprender (hablo de la lógica de la Edad Media), y no es a sus expensas que pudo enfrentar la relación del sujeto con la Revelación.

No porque su valor religioso se haya tornado indiferente para nosotros debe descuidarse su efecto en la estructura. El psicoanálisis tiene consistencia por los textos de Freud, éste es un hecho irrefutable. Se sabe qué aportan, de Shakespeare a Lewis Carroll, los textos a su genio y a sus practicantes.

Este es el campo en el que se discierne a quién admitir a su estudio. Es aquel donde el sofista y el talmudista, el propalador de cuentos y el aedo, cobraron impulso, el que en todo momento recuperamos, más o menos torpemente, para nuestro uso.

Que un Lévi-Strauss en sus mitológicas le dé su estatuto científico, nos facilita hacer de él el umbral de nuestra selección.

Recordemos la guía que da mi grafo al análisis y la articulación que se aísla en él del deseo en las instancias del sujeto.

Esto para indicar la identidad del algoritmo aquí precisado con lo que es connotado en el Banquete como el agalma.

¿Dónde está dicho mejor que como lo hace allí Alcibíades, que las emboscadas del amor de transferencia tienen como único fin obtener eso cuyo continente ingrato piensa que es Sócrates?

Pero, quién sabe mejor que Sócrates que sólo detenta la significación que engendra al retener esa nada, lo que le permite remitir a Alcibíades al destinatario presente de su discurso, Agatón (como por casualidad): esto para enseñarles que al obsesionarse con lo que los concierne en el discurso del psicoanalizante, no han llegado aún a ese punto.

Pero, ¿esto es todo? Cuando aquí el psicoanalizante es idéntico al agalma, a la maravilla que nos deslumbra, a nosotros terceros, en Alcibíades. ¿No es acaso nuestra oportunidad de ver allí aislarse el puro sesgo del sujeto como relación libre con el significante, ése donde se aísla el deseo del saber como el deseo del Otro?

Como todos esos casos particulares que hacen el milagro griego, éste sólo nos presenta cerrada la caja de Pandora. Abierta, es el psicoanálisis, del que Alcibíades no necesitaba.

Con lo que llamé el final de la partida, estamos -por fin- en el hueso de nuestro discurso de esta noche. La terminación del psicoanálisis llamado en forma redundante didáctico es, en efecto, el paso del psicoanalizante al psicoanalista.

Nuestro propósito es plantear al respecto una ecuación cuya constante es el agalma.

El deseo del psicoanalista, es en su enunciación, la que sólo podría operar ocupando allí la posición de la x:
De esa X misma, cuya solución entrega al psicoanalizante su ser y cuyo valor se anota (-j), la hiancia que se designa como la función del falo al aislarlo en el complejo de castración, o a para lo que lo obtura con el objeto que se reconoce bajo la función aproximativa de la relación pregenital. (El caso Alcibíades la anula: es lo que connota la mutilación de los Hermes.)

La estructura así abreviada les permite hacerse una idea de lo que ocurre al término de la relación de la transferencia, o sea: habiéndose resuelto el deseo que sostuvo en su operación el psicoanalizante, éste ya no tiene ganas de aceptar su opción, es decir, el resto que como determinante de su división lo hace caer de su fantasma y lo destituye como sujeto.

¿No es éste el gran motus que debemos conservar entre nosotros que tomamos de él, psicoanalistas, nuestra suficiencia mientras que la beatitud se ofrece más allá al olvidarlo nosotros mismos?

Al enunciarlo, ¿no desalentamos a los aficionados? La destitución subjetiva inscrita en la tarjeta de entrada… ¿acaso no provoca el horror, la indignación, el pánico, incluso el atentado, en todo caso de pretexto a la objeción de principio?

No obstante, hacer interdicción de lo que se impone de nuestro ser es ofrecernos a ese retorno del destino que es maldición. Lo rechazado en lo simbólico, recordemos el veredicto lacaniano, reaparece en lo real.

En lo real de la ciencia que destituye al sujeto de un modo muy diferente en nuestra época, cuando, solos, sus partidarios más eminentes, un Oppenheimer, pierden ante ello la cabeza.

Renunciamos aquí a lo que nos hace responsables, a saber: la posición donde fijé al psicoanálisis en su relación con la ciencia, la de extraer la verdad que le responde en términos en que el resto de voz nos es asignada.

Con qué pretexto resguardamos este rechazo, cuando bien se sabe qué ligereza protege a la vez verdad y sujeto, y que prometer a los segundos la primera, deja indiferentes a quienes ya están próximos a ella. Hablar de destitución subjetiva nunca detendrá al inocente, cuya única ley es su deseo.

Nuestra única selección está entre enfrentar la verdad o ridiculizar nuestro saber.

Esta sombra espesa que recubre ese empalme del que aquí me ocupo, ese en el que el psicoanalizante pasa a psicoanalista, es aquello que nuestra Escuela puede dedicarse a disipar.

No estoy más adelantado que ustedes en esta obra que no puede ser realizadas a solas, ya que el psicoanálisis brinda su acceso.

Me contentaré aquí con un flash o dos para precederla.

Cómo no recordar que en el origen del psicoanálisis, como por fin lo hizo Mannoni entre nosotros, el psicoanalista Fliess, es decir, el medicastro, el cosquillador de nariz, el hombre al que se le revelan el principio macho y el de la hembra en los números 21 y 28, gústenos o no, en suma ese saber que el psicoanalizante, Freud el cientificista, como se expresa la boquita de las almas abiertas al ecumenismo, rechaza con toda la fuerza del juramento que lo liga al programa de Helmholtz y sus cómplices.

Que ese artículo haya sido entregado a una revista que casi no permitía que el término de “sujeto supuesto al saber” apareciese en ella, salvo perdido en medio de una página, no disminuye en nada el valor que puede tener para nosotros.

Recordándonos “el análisis original”, nos lleva nuevamente al pie del espejismo en el que se asienta la posición del psicoanalista y nos sugiere que no es seguro que éste sea reducido hasta tanto una crítica científica no se haya establecido en nuestra disciplina.

El título se presta al comentario de que el verdadero original sólo puede ser el segundo, por constituir la repetición que hace del primero un acto, pues ella introduce allí el après-coup propio del tiempo lógico, que se marca porque el psicoanalizante pasó a psicoanalista. (Quiero decir Freud mismo quien sanciona allí no haber hecho un autoanálisis.)

Me permito por añadidura recordarle a Mannoni que la escansión del tiempo lógico incluye lo que llamé el momento de comprender, justamente del efecto producido (que retome mi sofisma) por la no-comprensión, y que al eludir en suma lo que constituye el alma de su artículo ayuda a que se comprenda al margen.

Recuerdo aquí que el material bruto que recogemos en base al “comprender a sus enfermos”, se compromete en un malentendido que como tal no es sano.

Flash ahora sobre el punto en el que estamos. Con el final del análisis hipomaníaco, descrito por nuestro Balint como la última moda, hay que decirlo, de la identificación del psicoanalizante con su guía, palpamos la consecuencia del rechazo antes denunciado (turbio rechazo: ¿Verleugnung?), que sólo deja el refugio de la consigna, ahora adoptada en las sociedades existentes, que resuelve el paso a analista mediante la postulación en él, al comienzo, de dicha parte sana. Para qué sirve pues su paso por la experiencia.

Tal es la posición de las sociedades existentes. Rechaza nuestras observaciones a un más allá del psicoanálisis.

El paso del psicoanalizante al psicoanalista, tiene una puerta cuyo gozne es el resto que hace su división, pues esa división no es más que la del sujeto, cuya causa es ese resto.

En este vuelco donde el sujeto ve zozobrar la seguridad que le daba ese fantasma donde se constituye para cada quien su ventana sobre lo real, se percibe que el asidero del deseo, dispuesto a pagarlo reduciéndose, él y su nombre, al significante cualquiera.

Porque rechazó el ser que no sabía la causa de su fantasma en el momento mismo en que finalmente él devino ese saber supuesto.

“Que sepa lo que yo no sabía sobre el ser del deseo, lo tocante a él, llegado al ser del saber, y que se borre.” Sicut palea, como dice Tomás de su obra al final de su vida: como estiércol.

Así el ser del deseo alcanza el ser del saber para renacer en su anudamiento en una banda de borde único donde se inscribe una sola falta, la que sostiene el agalma.

La paz no viene de inmediato a sellar esta metamorfosis en que el partenaire se desvanece por no ser ya más que saber vano de un ser que se escabulle.

Palpemos allí la futilidad del término de liquidación para ese agujero donde únicamente se resuelve la trasnferencia. No veo en él, al revés de las apariencias, más que una negación del deseo del analista.

Pues quién, al percibir en mis últimas líneas a los dos partenaires jugar como las dos alas de una pantalla giratoria, no puede captar que la transferencia nunca fue más que el pivote de esa alternativa misma.

De este modo, de aquel que recibió la clave del mundo en la hendidura del impúber, el psicoanalista no debe esperar una mirada, pero se ve devenir una voz.

Y ese otro, niño, que encontró su representante representativo en su irrupción a través del diario desplegado con el que se resguardaba el sumidero de los pensamientos de su progenitor, remite al psicoanalista el efecto de angustia en el que viva en su propia deyección.

Así, el final del análisis conserva cierta ingenuidad, y se plantea acerca de ella la cuestión de si deberá ser considerada como una garantía en el paso al deseo de ser psicoanalista.

Desde dónde podría esperarse entonces un testimonio justo sobre el que franquea ese pase, sino de otro que, al igual que él, aún lo es, ese pase, a saber,  en quien está presente en ese momento el deser en el que su psicoanalista guarda la esencia de lo que le pasó como un duelo, sabiendo así, como cualquiera en función de didáctico, que también a ellos eso les pasará.

¿Quién más que ese psicoanalizante en el pase podría autentificar en él lo que éste tiene de posición depresiva? No aireamos aquí nada con lo que uno pueda darse aires, si uno no está allí.

Es lo que les propondré luego como el oficio a confiar para la demanda de devenir analista de la Escuela a algunos a los que llamaremos: pasadores.

Cada uno de ellos será elegido por un analista de la Escuela, que pueda aseverar que están en ese pase o que han vuelto de él, en suma, todavía ligados al desenlace de su experiencia personal.

A ellos les hablará de su análisis un psicoanalizante para hacerse autorizar como analista de la Escuela, y el testimonio que sabrán acoger desde la frescura misma de su propio pase será de esos que jamás recoge jurado de confirmación alguno. La decisión de dicho jurado será esclarecida entonces por ellos, no siendo obviamente estos testigos jueces.

Inútil indicar que esta proposición implica una acumulación de la experiencia, su recolección y su elaboración, una organización en serie de su variedad, una notación de sus grados.

Cabe a la naturaleza del après-coup de la significancia, el que puedan salir libertades de la clausura de una experiencia.

De todos modos esta experiencia no puede ser eludida. Sus resultados deben ser comunicados: en primer lugar a la Escuela para ser criticados, y correlativamente ser puestos al alcance de esas sociedades que, por excluidos que nos hayan hecho, no dejan por ello de ser asunto nuestro.

El jurado funcionando no puede abstenerse pues de un trabajo de doctrina, más allá de su funcionamiento como selector.

Antes de proponerles su forma, quiero indicar que conforme con la topología del plano proyectivo, en el horizonte mismo del psicoanálisis en extensión se anuda el círculo interno que trazamos como hiancia del psicoanálisis en intensión.

Quisiera centrar ese horizonte en tres puntos de fuga perspectivos, llamativos por pertenecer cada uno a uno de los registros cuya colusión en la heterotopía constituye nuestra experiencia.

En lo simbólico, tenemos el mito edípico.

Observemos en relación al núcleo de la experiencia sobre la que acabamos de insistir, lo que llamaría técnicamente la facticidad de este punto. Depende, en efecto, de una mitogenia, uno de cuyos componentes, como se sabe, es su redistribución. Ahora bien, el Edipo por serle ectópico (carácter subrayado por un Kroeber), plantea un problema.

Abrirlo permitiría restaurar, incluso al relativizarla, su radicalidad en la experiencia.

Aclararé mis intenciones simplemente con lo siguiente: retiren el Edipo, y el psicoanálisis en extensión, diré, se vuelve enteramente jurisdicción del delirio del presidente Schreber.

Controlen su correspondencia punto por punto, ciertamente no atenuada desde que Freud la señaló al no declinar la imputación. Pero dejemos lo que mi seminari sobre Schreber ofreció a quienes podían escucharlo.

Hay otros aspectos de ese punto relativos a nuestras relaciones con el exterior, o más exactamente a nuestra extraterritorialidad: término esencial en el Escrito, que considero como prefacio de esta proposición.

Observemos el lugar que ocupa la ideología edípica para dispensar de algún modo a la sociología desde hace un siglo de tomar partido, como debió hacerlo antes, sobre el valor de la familia, de la familia existente, de la familia pequeña burguesa en la civilización, es decir, en la sociedad vehiculizada por la ciencia. ¿Nos beneficia o no encubrirla sin saberlo en este punto?

El segundo punto está constituido por el tipo existente, cuya facticidad es esta vez evidente, de la unidad: sociedad de psicoanálisis, en tanto tocada con un ejecutivo de escala internacional.

Lo dijimos, Freud lo quiso así, y la sonrisa embarazada con que se retracta del romanticismo de la especie de Komintern clandestino al que primero le dio su cheque en blanco (cf. Jones, citado en mi Escrito), sólo lo subraya mejor.

La naturaleza de esas sociedades y el modo en que obtemperan, se aclara con la promoción de Freud de la Iglesia y del Ejército como modelos de lo que concibe como la estructura del grupo. (Con este término, en efecto, habría que traducir hoy Masse de su Massenpsychologie.)

El efecto inducido de la estructura así privilegiada se aclara aun más por agregársele la función en la Iglesia y en el Ejército del sujeto supuesto al saber. Estudio para quien quiera emprenderlo: llegará lejos.

Al atenerse al modelo freudiano, aparece de modo deslumbrante el favor que reciben en él las identificaciones imaginarias, y a la vez la razón que encadena al psicoanálisis en intensión a limitar su consideración, incluso su alcance.

Uno de mis mejores alumnos remitió su trazado muy correctamente al Edipo mismo, definiendo en él la función del Padre ideal.

Esta tendencia, como suele decirse, es responsable de haber relegado al punto de horizonte anteriormente definido lo que en la experiencia es calificable como edípico.

La tercera facticidad, real, demasiado real, suficientemente real como para que lo real sea más mojigato al promoverlo que la lengua, es lo que se puede hablar gracias al término de: campo de concentración, sobre el cual parece que nuestros pensadores, al vagar del humanismo al terror, no se concentraron lo suficiente.

Abreviemos diciendo que lo que vimos emerger, para nuestro horror, representa la reacción de precursores en relación a lo que se irá desarrollando como consecuencia del reordenamiento de las agrupaciones sociales por la ciencia y, principalmente, de la universalización que introduce en ellas.

Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación.

¿Hay que atribuir a Freud, considerando su introducción natal al modelo secular de este proceso, el haber querido asegurar en su grupo el privilegio de la flotación universal con la que se benefician las dos instituciones antes nombradas? No es impensable.

Cualquiera sea el caso, este recurso no facilita el deseo del psicoanalista el situarse en esta coyuntura.

Recordemos que si la IPA de la Mitteleuropa demostró su preadaptación a esa prueba no perdiendo en los dichos campos ni uno solo de sus miembros, debió a esta proeza el ver producirse después de la guerra una avalancha, que no dejaba de tener la contrapartida de una rebaja (cien psicoanalistas mediocres, recordemos), de candidatos en cuya mente el motivo de encontrar refugio ante la marea roja, fantasma de ese entonces, no estaba ausente.

Que la “coexistencia”, que podría perfectamente ella también aclararse por una transferencia, no nos haga olvidar el fenómeno que es una de nuestras coordenadas geográficas, hay que decirlo, y cuyos farfulleos sobre el racismo más bien enmascaran su alcance.

El final de este documento precisa el modo bajo el cual podría ser introducido lo que sólo tiende, abriendo una experiencia, a por fin volver verdaderas las garantías buscadas.

Se las deja enteramente en manos de quienes tienen experiencia.

No olvidamos, sin embargo, que son quienes más padecieron las pruebas impuestas por el debate con la organización existente.

Lo que deben el estilo y los fines de esa organización al black-out realizado sobre la función del psicoanálisis didáctico, es evidente a partir del momento en que se permite echarle una mirada: a eso se debe el aislamiento con el que se protege a sí mismo.

Las objeciones que encontró nuestra proposición no dependen en nuestra Escuela de un temor tan orgánico.

El hecho de que se hayan expresado sobre un tema motivado, moviliza ya la autocrítica. El control de las capacidades no es ya inefable por requerir títulos más justos.

La autoridad se hace reconocer es una prueba tal.

Que el público de los técnicos sepa que no se trata de discutirla, sino de extraerla de la ficción.

La Escuela freudiana no podría caer en el tough sin humor de un psicoanalista que encontré en mi último viaje a los U.S.A. “Por eso nunca atacaré las formas instituidas, me dice, ellas me aseguran sin problemas una rutina que es mi confort”.

Traducción de Diana S. Rabinovich