Trabajos de Jacques Lacan, La Familia: Capítulo II

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– Los complejos familiares en patología:

Los complejos familiares desempeñan una función formal en la psicosis: temas familiares que predominan en los delirios por su conformidad con la detención que constituye la psicosis en el yo y en la realidad; en las neurosis los complejos cumplen una función causal: incidencias y constelaciones familiares que determinan los síntomas y las estructuras, de acuerdo con los cuales, las neurosis dividen, introvierten o invierten la personalidad. Tales, en resumen, las tesis desarrolladas en este capitulo.

Es evidente que al calificar como familiares la forma de una psicosis o la fuente de una neurosis, entendemos ese término en el estricto sentido de relación social que este estudio intenta definir y, al mismo tiempo, justificar a través de su fecundidad objetiva; así, lo que corresponde solamente a la transmisión biológica debe ser designado como «hereditario» y no como «familiar», en el sentido estricto del término, aún si se trata de una acepción psíquica, pese al uso corriente en el vocabulario neurológico.

Las psicosis de tema familiar

Fue con esa intención de objetividad psicológica que hemos estudiado a las psicosis cuando, entre los primeros en hacerlo en Francia, intentamos comprenderlas en su relación con la personalidad; punto de vista al que nos conducía entonces el concepto, reconocido cada vez en mayor medida desde entonces, de que la totalidad del psiquismo es afectada por la lesión o el déficit de todo elemento de sus aparatos o de sus funciones. Esta idea, demostrada por los trastornos causados por lesiones localizables, podía ser aplicada aún en mayor medida a las producciones mentales y a las reacciones sociales de las psicosis; es decir, los delirios y las pulsiones que, aunque supuestamente parciales, evocaban, sin embargo, por su tipicidad, la coherencia de un yo arcaico, y en su discordancia misma debían traducir su ley interna.

Que se recuerde tan solo que estas afecciones corresponden al marco vulgar de la locura, y se comprenderá que no podíamos proponernos en absoluto definir en ellas una verdadera personalidad, la que implica la comunicación del pensamiento y la responsabilidad de la conducta. La psicosis, sin duda, a la que hemos aislado con el nombre de paranoia de autopunición, no excluye la existencia de una personalidad semejante, constituida no sólo por las relaciones del yo, sino también del Superyó y del Ideal del yo; pero el Superyó le impone sus efectos punitivos más extremos y el Ideal del yo se afirma en ella en una objetivación ambigua, propicia para las proyecciones reiteradas; el haber mostrado la originalidad de esa forma y, al mismo tiempo, definido por su posición una frontera nosológica, es un resultado que, por limitado que sea, constituye sin duda un logro desde el punto de vista que orientaba nuestro intento.

Formas delirantes del conocimiento. El progreso de nuestra investigación nos llevó a reconocer, en las formas mentales que constituyen las psicosis, la reconstitución de estadios del yo, anteriores a la personalidad; en efecto, si se caracteriza a cada uno de estos estadios por el estadio del objeto que le es correlativo, se observa toda la génesis normal del objeto en la relación especular del sujeto con el otro, como pertenencia subjetiva del cuerpo despedazado, en una serie de formas de detención, en los objetos del delirio.

Llama la atención que estos objetos manifiesten las características constitutivas primordiales del conocimiento humano: identidad formal, equivalencia afectiva, reproducción reiterada y simbolismo antropomórfico, bajo formas inmovilizadas, sin duda, aunque acentuadas por la ausencia o la desaparición de las integraciones secundarias, que son, para el objeto, su movilidad y su individualidad, su relatividad y su realidad.

El límite de la realidad del objeto en la psicosis, el punto de retorno [rebroussement] de la sublimación nos parece indicado, precisamente, por ese momento que caracteriza en nuestra opinión al aura de la realización edípica: la erección del objeto, que, según nuestra fórmula, se produce en la luz de la sorpresa. Este momento reproduce esta fase, que consideramos como constante y designamos como fase fecunda del delirio: fase en la que los objetos, transformados por una extrañeza inefable, se revelan como enigmas, encuentros repentinos, significaciones. Es en esta reproducción que se derrumba el conformismo, superficialmente asumido, mediante el cual el sujeto ocultaba hasta el momento el narcisismo de su relación con la realidad.

Este narcisismo se traduce en la forma del objeto. Esta puede producirse antes de la crisis reveladora, del mismo modo en que el objeto edípico se reduce en una estructura de narcisismo secundario; pero en este caso el objeto permanece irreductible a toda equivalencia y el precio de su posesión, su virtud de prejuicio, prevalecerán frente a toda posibilidad de compensación o de compromiso: se trata del delirio de reivindicación. O de otro modo la forma del objeto puede quedar suspendida en el acmé de la crisis, como si la imago del ideal edípico se fijase en el momento de su transfiguración; pero en este caso la imago no se subjetiviza por identificación con el doble, y el Ideal del yo se proyecta reiteradamente en objetos de ejemplo, sin duda, pero cuya acción es absolutamente externa, que son más bien reproches vivientes cuya censura tiende a la vigilancia omnipresente: se trata del delirio sensitivo de relaciones. Por último, más allá de la crisis el objeto puede encontrar la estructura de un narcisismo primario en la que se detuvo su formación.

Se puede observar en este último caso que el Superyó, no sometido a la represión no sólo se traduce en el sujeto con intención represiva sino también surge en él como objeto aprehendido por el yo, reflejado bajo los rasgos descompuestos de sus incidencias formadoras y, al azar de las amenazas reales o de las instrusiones imaginarias, representado por el adulto castrador o el hermano penetrador: se trata del síndrome de la persecución interpretativa, con su objeto con sentido homosexual latente.

En un grado más, el yo arcaico manifiesta su desintegración a través de la impresión de ser espiado, adivinado, develado, sentimiento fundamental de la psicosis alucinatoria, y el doble en el que se identificaba se contrapone al sujeto, sea como eco del pensamiento y de los actos en las formas auditivas verbales de la alucinación, cuyos contenidos autodifamadores marcan la afinidad evolutiva con la represión moral o, sino, como fantasma especular del cuerpo en algunas formas de alucinación visual, de las que las reacciones suicidas revelan la coherencia arcaica con el masoquismo primordial. Por último, la estructura radicalmente antropomórfica y organomórfica del objeto es la que se manifiesta en la participación megalomaníaca en la que el sujeto, en la parafrenia, incorpora el mundo a su yo, afirmando que incluye al Todo, que su cuerpo se compone con las materias más preciosas, que su vida y sus funciones contienen el orden y la existencia del Universo.

Función de los complejos en los delirios

En los diversos estadios en los que lo detiene la psicosis, los complejos familiares desempeñan un notable papel en el yo como motivo de las reacciones del sujeto o, sino, como temas de su delirio. Es posible, incluso, organizar bajo estos dos registros la integración de estos complejos al yo, de acuerdo con la serie regresiva que acabamos de establecer en lo referente a las formas del objeto en las psicosis.

Reacciones familiares. Las reacciones mórbidas en las psicosis son provocadas por los objetos familiares en función decreciente de la realidad de estos objetos, a expensas de su alcance imaginario: se comprende a partir de los conflictos que enfrentan electivamente al reivindicador con el círculo de su familia o con su cónyuge – pasando por la significación de sustitutos del padre, del hermano o de la hermana que el observador reconoce en los perseguidores del paranoico- para culminar en las filiaciones secretas noveladas, en las genealogías de Trinidades o de Olimpos fantásticos en los que se desenvuelven los mitos del parafrénico. El objeto constituido por la relación familiar señala de ese modo una alteración progresiva: en su valor afectivo, cuando se reduce a ser sólo pretexto para la exaltación pasional, luego en su individualidad cuando es desconocido en su reiteración delirante, por último en su identidad misma cuando se lo reconoce en el sujeto sólo como una entidad que escapa al principio de contradicción.

Temas familiares. En lo referente al tema familiar, el alcance expresivo de la conciencia delirante se presenta como una función, en la serie de las psicosis, de una creciente identificación del yo con un objeto familiar, en detrimento de la distancia que el sujeto conserva entre sí mismo y su convicción delirante. Es fácil comprenderlo si se parte de la contingencia relativa, en el mundo del reivindicador, de las quejas que alega contra los suyos, pasando por el alcance cada vez más existencial que asumen los temas de expoliación, de usurpación, de filiación en la concepción que tiene de sí mismo el paranoico, para llegar a las identificaciones con algún heredero arrancado de su cuna, con la esposa secreta de algún príncipe, con los personajes míticos de Padre omnipotente, de Víctima filial, de Madre universal, de Virgen primordial en los que se afirma el yo del parafrénico.

Esta afirmación del yo, por otra parte, se hace más incierta a medida que se integra al tema delirante: de una stenia notablemente comunicativa en la reivindicación, se reduce en forma notable a una intención demostrativa en las reacciones e interpretaciones del paranoico, para perderse en el parafrénico en una discordancia desconcertante entre la creencia y la conducta.

De ese modo, según que las reacciones sean más relativas a las fantasías y que se objetive en mayor medida el tema del delirio, el yo tiende a confundirse con la expresión del complejo y el complejo a expresarse en la intencionalidad del yo. Los psicoanalistas dicen así, habitualmente, que en las psicosis los complejos son conscientes mientras que en las neurosis son inconscientes. No es exactamente así, ya que, por ejemplo, el sentido homosexual de las tendencias en las psicosis es ignorado por el sujeto, aunque sea traducido en intención persecutoria. Pero la fórmula aproximativa permite sorprenderse ante el hecho de que los complejos hayan sido descubiertos en las neurosis, en donde son latentes, antes de que se los reconociese en las psicosis, en donde son patentes. Ello se debe a que los temas familiares que aislamos en las psicosis, en donde son patentes. Ello se de su estructura, de las representaciones en las que se estabiliza el yo; presentan así solamente la morfología del complejo sin revelar su organización ni tampoco, en consecuencia, la jerarquía de sus caracteres.

Ello dio lugar al evidente artificio que caracterizó a la clasificación de las psicosis por los temas delirantes, y al descrédito en el que cayó el estudio de esos temas, antes de que los psiquiatras volviesen a ocuparse de ello en función del impulso hacia lo concreto determinado por el psicoanálisis. Es así que algunos, que llegaron a considerarse como los menos afectados por esta influencia, renovaron el alcance clínico de ciertos temas, como la erotomanía o el delirio de filiación, trasladando la atención del conjunto sobre los detalles de su noveleo, para descubrir allí los caracteres de una estructura. Pero sólo el conocimiento de los complejos puede proporcionar a esa investigación, con una dirección sistemática, una seguridad y un avance que supera en mucho los recursos de la observación pura.

Examinemos, por ejemplo, la estructura del tema de los interpretadores filiales, tal como la definieron Sérieux y Capgras como entidad nosológica. Caracterizándola por el resorte de la privación afectiva, manifiesta en la ilegitimidad frecuente del sujeto, y por una formación mental del tipo de la «novela de grandeza», de aparición normal entre los ocho y trece años, los autores reunirían la fábula, madurada a partir de esa edad, de sustitución de niños, fábula de acuerdo con la cual una solterona del pueblo se identifica con alguna doble más afortunada, a las pretensiones, cuya justificación parece equivalente, de algún «falso delfín». Sin embargo, aunque éste considera que puede fundamentar sus derechos a través de la descripción minuciosa de una máquina de apariencia animal, en cuyo vientre había sido necesario ocultarlo para realizar el rapto inicial (historia de Richemont y de su «caballo extraordinario», citado por estos autores), consideramos, por nuestra parte, que esta fantasía, a la que se puede considerar sin duda como superfetatoria y atribuir a la debilidad mental, revela tanto por su simbolismo de frustración como por el lugar que le concede el sujeto en su delirio, una estructura más arcaica de su psicosis.

Determinismo de la psicosis

Debemos establecer ahora si los complejos que desempeñan esos papeles de motivación y de tema en los síntomas de la psicosis cumplen también un papel de causa en su determinismo, problema sin duda oscuro.

Por nuestra parte, y aunque hemos intentado comprender estos síntomas a través de una psicogénesis en ningún momento hemos pensado reducir a ella el determinismo de la enfermedad. Muy por el contrario, al demostrar en la paranoia que su fase fecunda implica un estado hipnoico, confusional, onírico o crepuscular, hemos señalado la necesidad de algún resorte orgánico de la subducción mental a través de la cual el sujeto se inicia en el delirio.

En otro lugar, también, hemos señalado que la causa de este estancamiento de la sublimación al que consideramos como la esencia de la psicosis debía buscarse en algún deterioro biológico de la libido. Es decir que creemos en un determinismo endógeno de la psicosis y que solamente hemos querido hacer justicia a esas patogenias falsas que en la actualidad ni siquiera pueden pretender representar alguna génesis «orgánica»: por un lado, la reducción de la enfermedad a algún fenómeno mental, supuestamente automático, que como tal no podría corresponder a la organización perceptual, queremos decir a nivel de la creencia que se observa en los sintomás realmente elementales de la interpretación y de la alucinación; por el otro, la preformación de la enfermedad en rasgos supuestamente constitucionales del carácter que se desvanecen cuando se somete la investigación acerca de los antecedentes a las exigen-cias de la definición de los términos y de la critica de la prueba.

Si se puede distinguir alguna tara en el psiquismo antes de la psicosis, se la debe entrever en las propias fuentes de la vitalidad del sujeto, en el más radical pero también en el más secreto de sus ímpetus y de sus aversiones; en nuestra opinión, consideramos que se puede reconocer un signo singular de ello en el desgarro inefable que estos sujetos acusan espontá-neamente por haber caracterizado a sus primeras efusiones genitales en la pubertad.

Si se relaciona éste deterioro hipotético con los hechos reunidos antiguamente bajo la rúbrica de la degeneración o de los conceptos más recientes sobre las perversiones biológicas de la sexualidad, se entra en el campo de los problemas de la herencia psicológica. Aquí nos limitamos al examen de los factores específicamente familiares.

Factores familiares. En muchos casos, la simple clínica señala la correlación de una anomalía de la situación familiar. El psicoanálisis, por otra parte, a través de la interpretación de los datos clínicos, o sino, a través de una exploración del sujeto que al no poder ser, en este caso, curativa, debe ser prudente, demuestra que el Ideal del yo se ha constituido, a menudo debido a esa situación, de acuerdo con el objeto del hermano. Al desviar la libido destinada al Edipo sobre la imago de la homosexualidad primitiva, este objeto da lugar a un ideal excesivamente narcisista como para no viciar la estructura de la sublimación. Además, una disposición «en circuito cerrado» del grupo familiar tiende a intensificar los efectos de adición característicos de la transmisión del Ideal del yo, tal como lo hemos señalado en nuestro análisis del Edipo; pero mientras en ese caso se produce normalmente en un sentido selectivo, en éste esos efectos actúan en un sentido degenerativo.

El aborto de la realidad en las psicosis se origina, en última instancia, en una deficiencia biológica de la libido, pero revela también una derivación de la sublimación en la que el papel del complejo familiar es condicionado por el concurso de múltiples hechos clínicos.

En efecto, se deben señalar las anomalías de la personalidad cuya constancia en la familia del paranoico es sancionada por la designación habitual de «nido de paranoicos» que los psiquiatras aplican a esos ambientes, la frecuencia de la transmisión de la paranoia en línea familiar directa, a menudo con una agravación de su forma hacia la parafrenia y precisión temporal relativa e incluso absoluta de su aparición en el descendiente; por último, la electividad casi exclusivamente familiar de los casos de delirios de a dos, señalada ya correctamente en trabajos antiguos, como los de Legrand du Saulle en su obra el «delirio de las persecuciones», obra en la que la amplitud de la opción compensa la falta de sistematización gracias a la ausencia de parcialidad.

En nuestra opinión, los delirios de a dos son los que mejor permiten aprehender las condiciones psicológicas que pueden desempeñar un papel determinante en la psicosis. Fuera de los casos en los que el delirio emana de un pariente afectado por algún trastorno mental que lo ubica en una posición de tirano doméstico, hemos observado constantemente estos delirios en un grupo familiar al que designamos como descompletado [décompleté], en aquellos casos en los que el aislamiento social al que es propicio determina el máximo efecto: nos referimos a «la pareja psicológica» constituida por una madre y una hija o dos hermanas (véase nuestro estudio sobre las Papin), y con menor frecuencia por una madre y un hijo.

Las neurosis familiares:

Los complejos familiares se revelan en las neurosis de un modo totalmente diferente: en ellas los síntomas no manifiestan relación alguna, salvo contingentes, con algún objeto familiar. Sin embargo, los complejos desempeñan una función causal, cuya realidad y dinamismo se contraponen diametralmente al papel que desempeñan los temas familiares en las psicosis.

Síntoma neurótico y drama individual. En lo referente al descubrimiento de los complejos, la obra de Freud fue revolucionaria debido a que, como terapeuta, y más preocupado por el enfermo que por la enfermedad, intentó comprenderlo para curarlo y se ocupó de lo que se solía descuidar bajo la rúbrica de «contenido» de los síntomas y que es lo más concreto de su realidad: nos referimos al objeto que provoca una fobia, al aparato o a la función somática interesados en una histeria, a la representación o al afecto que ocupan al sujeto en una obsesión.

Fue así que llegó a descifrar en ese contenido mismo las causas de esos síntomas: aunque los progresos de la experiencia demostraron que esas causas eran más complejas, no se las debe reducir a la abstracción, sino profundizar ese sentido dramático que, en su primera fórmula, llamaba la atención como una respuesta a la inspiración de su investigación.

Como origen de los síntomas, Freud señaló inicialmente una seducción sexual a la que el sujeto fue sometido precozmente a través de maniobras más o menos perversas o, sino, una escena que en su primera infancia lo ha iniciado a través del espectáculo o de la escucha a las relaciones sexuales de los adultos. Ahora bien, una parte de estos hechos se revelaron como traumáticos por desviar la sexualidad en tendencias anormales, pero mostraba al mismo tiempo como propio de la primera infancia una evolución regular de esas diversas tendencias y su normal satisfacción por vía autoerótica. Por ello y aunque, por otra parte, estos traumas se revelaban por lo común como el producto de la iniciativa de un hermano o de la inadvertencia de los padres, se comprobó en forma creciente que la participación del niño era activa, a medida que se afirmaron la sexualidad infantil y sus motivos de placer o de investigación. Esas tendencias entonces, aparecen como construidas en complejos típicos por la estructura normal de la familia que les ofrecía sus primeros objetos. Por ello, el acontecimiento que proponía fundamentalmente esa formación en el nacimiento de un hermano, al exaltar en su enigma la curiosidad del niño, el reactivar los sentimientos primordiales de su ligazón con la madre, por los signos de su embarazo y por el espectáculo de los cuidados que prodiga al recién nacido, cristalizando, por último, en la presencia del padre en ella, lo que el niño adivina en relación con el misterio de la sexualidad, los ímpetus precoces que siente y lo que teme en relación con amenazas que le impiden su satisfacción masturbatoria. Tal es, al menos, definida por su momento, la constelación familiar que, según Freud, constituye el complejo nodal de la neurosis. A partir de ello deslindó el complejo de Edipo y comprobaremos luego con mayor precisión de qué forma ese origen determina la concepción que elaboró acerca de este complejo.

Concluyamos aquí diciendo que una doble instancia de causas se define por el complejo; los traumatismos mencionados que reciben su alcance por su incidencia en su evolución, las relaciones del grupo familiar que pueden determinar atiplas en su constitución. La práctica de las neurosis manifiesta en efecto la frecuencia de las anomalías de la situación familiar, pero, para definir su efecto, debemos referirnos nuevamente a la producción del síntoma.

De la expresión de lo reprimido a la defensa contra la angustia. Las impresiones surgidas del trauma, en un primer enfoque, parecían determinar el síntoma a través de una relación simple: una parte diversa de su recuerdo, sino su forma representativa al menos sus correlaciones afectivas no ha sido olvidada sino reprimida en el inconsciente, y el síntoma, aunque su producción adopte caminos no menos diversos, podía ser reducido a una función de expresión de lo reprimido, que manifestaba así su permanencia en el psiquismo. En efecto, el origen del síntoma se comprendía no sólo por una interpretación de acuerdo con una clave que, entre otras, simbolismo, desplazamiento, etc., convenía a su forma, sino que también el síntoma cedía a medida que esa comprensión era comunicada al sujeto. Que la cura del síntoma se basase en el hecho de llevar a la conciencia la impresión de su origen, al mismo tiempo que se demostraba al sujeto la irracionalidad de su forma, esa inducción confluía en el espíritu con los caminos abiertos por la idea socrática de que, el hombre llega a conocerse a través de las intuiciones de la razón. Pero la simplicidad y el optimismo de esa concepción tuvieron que modificarse en forma sucesiva y cada vez más considerable a partir del momento en el que la experiencia señaló que una resistencia es contrapuesta por el sujeto al esclarecimiento del síntoma y que una transferencia afectiva que tiene al analista como objeto es la fuerza que predomina en la cura.

De esa época, sin embargo, queda la idea de que el síntoma neurótico representa en el sujeto un momento de su experiencia en la que no sabe reconocerse, una forma de división de la personalidad. Pero a medida que el análisis aprehendió con mayor profundidad la producción del síntoma, su comprensión se alejó de la clara función de expresión del inconsciente a una más oscura función de defensa contra la angustia. En sus concepciones más recientes, Freud considera a esta angustia como la señal que al haber surgido de una situación primordial de separación se despierta ante la semejanza de un peligro de castración. La defensa del sujeto, si es cierto que el síntoma fragmenta la personalidad, consistiría así en tener en cuenta ese peligro impidiéndose un acceso dado a la realidad, bajo una forma simbólica o sublimada. La forma que se reconoce en esta concepción del síntoma no deja, en principio, más residuo que su contenido para ser comprendida a través de una dinámica de las tendencias, pero tiende a transformar en términos de estructura la referencia del síntoma al sujeto, desplazando el interés sobre la función del síntoma en lo referente a las relaciones con la realidad.

Deformaciones específicas de la realidad humana. Los efectos de interdicción de los que se trata constituyen relaciones que, al ser inaccesibles al control consciente y manifestarse sólo como negativo en la conducta, revelan claramente su forma intencional a la luz del psicoanálisis: al mostrar la unidad de una organización, desde el aparente azar de los tropiezos de las funciones y la fatalidad de los «destinos» que hacen fracasar la acción, hasta la coacción, propia de la especie, del sentimiento de culpabilidad. La psicología clásica se engañaba así al considerar que el yo, es decir el objeto en el que el sujeto se refleja como coordinado con la realidad que reconoce como exterior comprende la totalidad de las relaciones que determinan el psiquismo del sujeto. Error correlativo a un callejón sin salida de la teoría del conocimiento y al fracaso anteriormente mencionado de una concepción moral.

En conformidad con esta psicología a la que califica como racionalista, Freud concibe al yo como el sistema de las relaciones psíquicas de acuerdo con el cual el sujeto subordina la realidad a la percepción consciente; como consecuencia de ello debe contraponerle en primer lugar bajo el término de Superyó el sistema, que acabamos de definir, de las prohibiciones inconscientes.

Pero consideramos importante equilibrar teóricamente ese sistema añadiéndole el de las proyecciones ideales que, desde las imágenes de grandeza de la «loca del edificio» hasta las fantasías que polarizan al deseo sexual y a la ilusión individual de la voluntad de poder, manifiesta en las formas imaginarias del yo una condición no menos estructural de la realidad humana. Este sistema se define en forma bastante incompleta a través de la utilización del término «Ideal del yo», que se confunde también con el Superyó, pero para comprender su originalidad basta con señalar que constituye, como secreto de la conciencia, la aprehensión misma que tiene el analista acerca del misterio del inconsciente; pero, precisamente, por ser excesivamente inmanente a la experiencia debe ser aislado en último término por la doctrina: a ello contribuye este trabajo.

El drama existencial del individuo. En un primer momento, las instancias psíquicas que escapan al yo aparecen como efecto de la represión de la sexualidad en la infancia, pero la experiencia demuestra que, en lo referente al tiempo y a la estructura, su formación es extremadamente próxima a la situación de separación que el análisis de la angustia indujo a reconocer como primordial y que es la del nacimiento.

La referencia de tales efectos psíquicos a una situación tan original presenta sin duda una cierta oscuridad. Consideramos que nuestra concepción del estadio del espejo puede contribuir a aclararla: ella extiende el trauma supuesto de esa situación a todo un estadio de despedaza miento funcional, determinado por la incompletud especial del sistema nervioso; desde ese estadio reconoce la intencionalización de esa situación en dos manifestaciones psíquicas del sujeto: la asunción del desgarramiento original a través del juego que consiste en rechazar al objeto, y la afirmación de la unidad del propio cuerpo a través de la identificación con la imagen especular. Se trata de un nudo fenomenológico que, al manifestar bajo su forma original estas propiedades inherentes al sujeto humano de mimar [mimer] su mutilación y de verse de modo diferente a lo que es, permite comprender también su razón esencial en las sujeciones, propias de la vida del hombre, a superar una amenaza específica y deber su salvación al interés de su congénere.

En efecto, el yo se diferencia en un común progreso del otro y del objeto a partir de una identificación ambivalente con sus semejantes, a través de la participación celosa y la competencia simpática. La realidad que inaugura ese juego dialéctico conservará la deformación estructural del drama existente que la condiciona y que se puede designar como el drama del individuo, con el acento que recibe este término de la idea de la prematuración específica.

Esta estructura, sin embargo, se diferencia plenamente sólo allí donde se la ha reconocido inicialmente, en el conflicto de la sexualidad infantil, lo que puede comprenderse ya que sólo entonces cumple con su función en lo referente a la especie: al realizar la corrección psíquica de la prematuración sexual, el Superyó a través de la represión del objeto biológicamente inadecuado que propone al deseo su primera maduración el Ideal del yo a través de la identificación imaginaria que orientará la elección sobre el objeto biológicamente adecuado a la maduración puberal.

Momento que sanciona la culminación consecutiva de la síntesis específica del yo en la edad llamada de razón; como personalidad, a través del advenimiento de los caracteres de comprensibilidad y de responsabilidad, como conciencia individual a través de un cierto cambio de orientación que opera el sujeto de la nostalgia de la madre a la afirmación mental de su autonomía. Momento caracterizado sobre todo por el paso afectivo en la realidad ligado a la integración de la sexualidad en el sujeto. Existe allí un segundo nudo del drama existencial que el complejo de Edipo bosqueja al mismo tiempo que resuelve el primero. Las sociedades primitivas vas, que aportan una regulación más positiva a la sexualidad del individuo, manifiestan el sentido de esta integración irracional en la función de iniciación del Totem, en tanto que el individuo identifica en éste su esencia vital y se la asimila ritualmente: el sentido del Totem, reducido por Freud al de Edipo, equivale, en nuestra opinión, en mayor medida a una de sus funciones: la del Ideal del yo.

La forma degradada del Edipo. Habiendo cumplido con nuestra intención de referir a su alcance concreto –es decir existencial- los términos más abstractos que elaboró el análisis de la neurosis, podemos definir ahora con mayor precisión el papel de la familia en las génesis de esas afecciones. Se relaciona con la doble carga del complejo de Edipo: por su incidencia ocasional en el progreso narcisista, afecta a la culminación estructural del yo; por las imágenes que introduce en esta estructura, determina una cierta animación afectiva de la realidad. La regulación de estos afectos se concentra en el complejo a medida que se racionalizan las fórmulas de comunión social en nuestra cultura, racionalización que él determina recíprocamente al humanizar al Ideal del yo. Por otra parte, la perturbación de esos efectos aparece debido a las crecientes exigencias que impone al yo esta cultura misma en lo referido a la coherencia y a ímpetu creador.

Ahora bien, las vicisitudes y los caprichos de esta regulación se incrementan a medida que el mismo progreso social, determinando una evolución de la familia hacia la forma conyugal la somete en mayor medida a las variaciones individuales. De esta «anomia» que favoreció el descubrimiento del complejo depende la forma de degradación bajo la cual la conocen los analistas, forma que definiremos por una represión incompleta del deseo hacia la madre, con reactivación de la angustia y de la investigación, inherentes a la relación del nacimiento; por un enviciamiento narcisista de la idealización del padre, que determina el surgimiento en la identificación edípica de la ambivalencia agresiva inmanente a la primordial relación con el semejante. Esta forma es el efecto común tanto de las incidencias traumáticas del complejo como de las anomalías de las relaciones entre sus objetos. A estos dos órdenes de causas, sin embargo, corresponden respectivamente dos órdenes de neurosis, las llamadas de transferencia y las llamadas de carácter.

Neurosis de transferencia

Se debe considerar por separado la más simple de estas neurosis, es decir la fobia, en la forma en la que se la observa con mayor frecuencia en el niño; la que tiene como objeto el animal.

Ella no es más que una forma sustitutiva de la degradación del Edipo, en tanto que el animal grande representa en ella inmediatamente a la madre como gestadora, al padre como amenazador, al hermanito como intruso. Corresponde señalar sin embargo, que el individuo encuentra en ella, para su defensa contra la angustia, la forma misma del Ideal del yo que reconocemos en el tótem y a través de la cual las sociedades primitivas aseguran a la formación sexual un confort menos frágil. El neurótico, sin embargo, no sigue la huella de ningún «recuerdo hereditario», sino sólo el sentimiento inmediato, y no sin profunda razón, que el hombre tiene de animal como modelo de la relación natural.

Son las incidencias ocasionales del complejo de Edipo en el progreso narcisista las que determinan las otras neurosis de transferencia: la histeria y la neurosis obsesiva. Su tipo debe ser considerado en los accidentes que Freud precisó desde un primer momento y magistralmente como origen de estas neurosis. Su acción manifiesta que la sexualidad, al igual que todo el desarrollo psíquico del hombre, está sometida a la ley de comunicación que la especifica. Seducción o revelación, estos accidentes desempeñan su papel, en tanto que el sujeto, como sorprendido precozmente por ellas en algún proceso de su «adherencia» narcisista, los integra a él a través de la identificación. Este proceso, tendencia o forma según el aspecto de la actividad existencial del sujeto que afecta -asunción de la separación o afirmación de su identidad- será erotizado como sadomasoquismo o en escoptofilia (deseo de ver o de ser visto). Como tal, tenderá a sufrir la represión correlativa de la maduración normal de la sexualidad, y llevará consigo una parte de la estructura narcisista. Esta estructura faltará a la síntesis del yo y el retorno de lo reprimido corresponde al esfuerzo constitutivo del yo para unificarse. El síntoma expresa a la vez esa carencia y ese esfuerzo o, para ser más precisos, su composición en la necesidad primordial de huir de la angustia.

Al mostrar así la génesis de la división que introduce el síntoma en la personalidad, después de haber revelado las tendencias que representa, la interpretación freudiana, confluyendo con el análisis clínico de Janet, lo supera por su comprensión dramática de la neurosis como lucha específica contra la angustia.

La histeria. El síntoma histérico, que es una desintegración de una función somáticamente localizada (parálisis, anestesia, algia, inhibición, escotomización), basa su sentido en el simbolismo organomórfico  -estructura fundamental del psiquismo humano según Freud -, que manifiesta a través de una especie de mutilación la represión de la satisfacción genital.

Este simbolismo, al ser la estructura mental a través de la que el objeto participa de las formas del cuerpo propio, debe concebirse como la forma especifica de los datos psíquicos del estadio del cuerpo despedazado; por otra parte, algunos fenómenos motores característicos del estadio del desarrollo que así designamos, se asemejan demasiado a determinados síntomas histéricos como para que no se busque en ese estadio un origen de la famosa complacencia somática que se debe admitir como condición constitucional de la histeria. La angustia es ocultada en este caso mediante un sacrificio mutilador: y el esfuerzo de restauración del yo se señala en el destino del histérico a través de una reproducción repetitiva de lo reprimido. Se comprende así que estos sujetos muestren en sus personas las imágenes patéticas del drama existencial del hombre.

La neurosis obsesiva. En lo referente al síntoma obsesivo, en el que Janet reconoció correctamente la disociación de las conductas organizadoras del yo (aprehensión obsesiva, obsesión, impulsión, ceremoniales, conductas coercitivas, obsesión ruminativa, escrupulosa, o duda obsesiva), su sentido se basa en el desplazamiento del afecto en la representación: proceso cuyo descubrimiento debemos también a Freud. Freud demuestra además a través de qué rodeos en la represión misma, que el síntoma manifiesta en este caso bajo la forma más frecuente de la culpabilidad, se compone la tendencia agresiva sometida al desplazamiento. Esta composición se asemeja en tan gran medida a los efectos de la sublimación, y las formas que el análisis demuestra en el pensamiento obsesivo -aislamiento del objeto, desconexión causal del hecho, anulación retrospectiva del acontecimiento- se manifiestan así en tan gran medida como la caricatura de las formas mismas del conocimiento, que nos vemos inducidos a buscar el origen de esta neurosis en las primeras actividades de la identificación del yo, lo que muchos analistas reconocen insistiendo en un despliegue precoz, del yo en estos sujetos; por otra parte, los síntomas están en este caso tan poco desintegrados del yo que para designarlos Freud introdujo el término de pensamiento compulsivo. Las superestructuras de la personalidad son utilizadas en este caso para mistificar la angustia. El esfuerzo de restauración del yo se traduce en el destino del obsesivo a través de una búsqueda tantalizante del sentimiento de unidad. Y se comprenden las razones que determinan que estos sujetos, distinguidos frecuentemente por sus facultades especulativas, muestran en muchos de sus síntomas el reflejo ingenuo de los problemas existenciales del hombre.

Incidencia individual de las causas familiares. Se observa así que lo que determina la forma del síntoma con su contenido es la incidencia del trauma en el progreso narcisista. Sin duda, al ser exógeno, el traumatismo afectará en forma al menos pasajera a la vertiente pasiva antes que a la vertiente activa de ese progreso, y toda división de la identificación consciente del yo parece implicar la base de un despedazamiento funcional: en efecto este hecho es confirmado, por la base histérica que el analista observa en todas las oportunidades en las que es posible reconstruir la evolución arcaica de una neurosis obsesiva. Sin embargo, una vez que los primeros efectos del traumatismo han actuado de acuerdo con uno de los dos aspectos del drama existencial, asunción de la separación o identificación del yo, el tipo de la neurosis se acusa progresivamente.

Esta concepción presenta no sólo la ventaja de incitar a aprehender con mayor perspectiva el desarrollo de la neurosis, dejando parcialmente de lado la referencia a los datos de la constitución a los que se invoca con excesiva presteza: ella explica el carácter esencialmente individual de las determinaciones de la afección. La neurosis, en efecto, por la naturaleza de las complicaciones que determinan en ellas los sujetos en la edad adulta (por adaptación secundaria a su forma y también por defensa secundaria contra el síntoma mismo, en tanto portador de lo reprimido), presenta tal variedad de formas que su catálogo debe aún ser construido después de más de un tercio de siglo de análisis; pero la misma variedad se observa en sus causas. Basta con leer, por ejemplo, los relatos de curas analíticas y especialmente los admirables casos publicados por Freud para comprender la gama infinita de acontecimientos que puede inscribir sus efectos en una neurosis, como trauma inicial o como ocasiones para su reactivación; con qué sutileza los rodeos del complejo edípico son utilizados por la incidencia sexual: la ternura excesiva de uno de los padres o una severidad inoportuna pueden desempeñar el papel de seducción, al igual que el temor despertado por la pérdida del objeto parental, una disminución de su prestigio que afecta a su imagen, pueden constituir experiencias reveladoras. Ninguna atipía del complejo puede definirse a través de efectos constantes. A lo sumo, se puede observar globalmente un componente homosexual en las tendencias reprimidas por la histeria, y la marca general de la ambivalencia agresiva hacia el padre en la neurosis obsesiva; se trata, por otra parte, de las formas manifiestas de la subversión narcisista que caracteriza a las tendencias determinantes de la neurosis.

La importancia tan constante del nacimiento de un hermano debe comprenderse también en función del progreso narcisista: aunque el movimiento comprensivo del análisis expresa su repercusión en el sujeto a través de algún motivo, investigación, rivalidad, agresividad, culpabilidad, no se debe considerar a estos motivos como homogéneos a lo que representan en el adulto, sino que se debe corregir su tenor recordando la heterogeneidad de la estructura del yo en los primeros años de vida; de ese modo, la importancia de este acontecimiento puede ser comprendida de acuerdo con sus efectos en el proceso de identificación: precipita a menudo la formación del yo y fija su estructura a una defensa susceptible de manifestarse en rasgos de carácter, avaricia o autoscopía, y la muerte de un hermano puede ser vivida también como una amenaza, íntimamente sentida en la identificación con el otro.

Después de este examen se comprobará que, aunque la suma de los casos así publicados pueda ser incluida dentro del expediente de las causas familiares de esas neurosis, es imposible referir cada entidad a alguna anomalía constante de las instancias familiares. Ello es cierto, al menos, en los casos de las neurosis de transferencia; el silencio en relación con ellas en un trabajo presentado en el congreso de psicoanalistas franceses en 1936 sobre las causas familiares de la neurosis es decisivo. Ello no disminuye en absoluto la importancia del complejo familiar en la génesis de estas neurosis, sino que induce a reconocer su alcance de expresión existencial del drama del individuo.

Neurosis de carácter

Las neurosis llamada de carácter, por el contrario, permiten comprobar algunas relaciones constantes entre sus formas típicas y la estructura de la familia en la que se desarrolló el sujeto. Fue la investigación psicoanalítica la que permitió reconocer como neurosis a trastornos de la conducta y del interés, que sólo se relacionaban anteriormente con la idiosincrasia del carácter; esta investigación observó en ellas el mismo efecto paradójico de tensiones inconscientes y de objetos imaginarios que se develó en los síntomas  de las neurosis clásicas; y comprobó la misma acción de la cura psicoanalítica, que reemplazó en lo referente a la teoría y a la práctica la noción inerte de constitución mediante una concepción dinámica.

El Superyó y el Ideal del yo, en efecto, son condiciones de estructura del sujeto. Manifiestan en síntomas la desintegración producida por su interferencia en la génesis del yo, pero también pueden traducirse a través de un desequilibrio de su instancia propia en la personalidad: a través de una variación de lo que se podría designar como fórmula personal del sujeto. Esta concepción puede extenderse a todo el estudio del carácter que, al ser relacional, proporciona una base psicológica a la clasificación de sus variedades, es decir otra ventaja en relación con la incertidumbre de los datos a los que se refieren las concepciones basadas en la constitución en este campo predestinado a su expansión.

La neurosis de carácter se traduce así a, través de obstáculos difusos para las actividades de la persona, a través de imaginarios callejones sin salida en las relaciones con la realidad. Es tanto más pura cuanto más integrados al sentimiento de la autonomía personal se encuentran los obstáculos y los callejones. No por ello queremos decir que sea exclusiva de los síntomas de desintegración, ya que se la observa en una medida cada vez mayor como trasfondo en las neurosis de transferencia. Las relaciones de las neurosis de carácter con la estructura familiar sé origina en el papel de los objetos parentales en la formación del Superyó y del Ideal del yo. Todo el desarrollo de este estudio intenta demostrar que el complejo de Edipo supone una cierta tipicidad en las relaciones psicológicas entre los padres, y hemos insistido especialmente acerca del doble papel desempeñado por el padre, en tanto que representa a la autoridad y en tanto que es el centro de la revelación sexual; hemos referido el doble progreso, típico de una cultura, de un cierto temperamento del Superyó y de una orientación eminentemente evolutiva de la personalidad, precisamente, a la ambigüedad misma de su imago, encarnación de la represión y catalizadora de un acceso esencial a la realidad.

Ahora bien, la experiencia demuestra que el sujeto forma su Superyó y su Ideal del yo en mayor medida sobre la base de las instancias homólogas de su personalidad que de acuerdo con el yo del padre: ello quiere decir que en el proceso de identificación que resuelve el complejo edípico, el niño es mucho más sensible a las intenciones que le son afectivamente comunicadas de la persona parental que a lo que se puede objetivar de su conducta.

Es ello lo que determina que entre los factores fundamentales de las causas de las neurosis se encuentra la neurosis parental y, aunque nuestras observaciones precedentes, referentes a la contingencia esencial al determinismo psicológico de la neurosis, implican una gran diversidad en la fórmula de la neurosis inducida, la transmisión tenderá a ser similar, debido a la penetración afectiva que abre al psiquismo infantil el sentido más oculto de la conducta parental.

Reducida a la forma global del desequilibrio, esta transmisión es patente clínicamente, pero no se la puede distinguir del dato antropológico bruto de la degeneración. Sólo el analista discierne su mecanismo psicológico, aunque refiere algunos efectos constantes a una atipia de la situación familiar.

Las neurosis de autopunición. Una primer atipia se define de ese modo por el conflicto que implica el complejo de Edipo, especialmente en las relaciones del hijo con el padre. La fecundidad de este conflicto se origina en la selección psicológica a la que da lugar al determinar que la oposición de cada generación a la precedente constituya la condición dialéctica misma de la tradición del tipo paternalista. Pero a toda ruptura de esta tensión, en una generación dada, debido a alguna debilidad individual o, sino, por exceso de dominio paterno, el individuo cuyo yo flaquea recibirá además, la carga de Superyó excesivo. Se han formulado consideraciones divergentes referentes al concepto de un Superyó familiar; este concepto, sin duda, corresponde a una intuición de la realidad. En nuestra opinión, el refuerzo patógeno del Superyó en el individuo depende de dos tipos de factores: de rigor del dominio patriarcal, y de la forma tiránica de las prohibiciones que resurgen con la estructura matriarcal de todo estancamiento en los vínculos domésticos. Los ideales religiosos y sus equivalentes sociales desempeñan en este caso con facilidad el papel de vehículos de esa opresión psicológica, en tanto que son utilizados para fines exclusivistas por el cuerpo familiar y reducidos a significar las exigencias del nombre o de la raza.

En esas coyunturas se producen los casos más notables de estas neurosis a las que se designa como de autopunición debido a la preponderancia a menudo unívoca que asume en ellas el mecanismo psíquico de ese nombre; estas neurosis que, debido a la extensión muy general de este mecanismo se podrían diferenciar con mayor precisión como neurosis de destino, se manifiestan a través de toda la gama de las conductas de fracasos, de inhibición, de decadencia en las que los psicoanalistas han podido reconocer una intención inconsciente; la experiencia analítica invita a extender cada vez en mayor medida y hasta la determinación de enfermedades orgánicas los efectos de la autopunición. Estos permiten aclarar la reproducción de algunos accidentes vitales más o menos graves en la misma edad en la que se produjeron en uno de los [133] padres, algunos virajes de la actividad y del carácter una vez que se franquearon límites análogos, la edad de la muerte del padre, por ejemplo, y todo tipo de conductas de identificación, incluso, sin duda, muchos casos de suicidio, que plantean un problema singular de herencia psicológica.

Introversión de la personalidad y esquizonoia. Una segunda atipia de la situación familiar se define en la dimensión de los efectos psíquicos que determina el Edipo en tanto que preside a la sublimación de la sexualidad: efectos que hemos intentado caracterizar como de una animación imaginativa de la realidad. Todo un orden de anomalías de los intereses se refiere ‘a ello y justifica para la intuición inmediata la utilización sistematizada en el psicoanálisis del término de libido. En efecto, consideramos que la eterna entidad del deseo es la más adecuada para designar las variaciones que manifiesta la clínica en el interés del sujeto hacia la realidad, en el ímpetu que apuntala su conquista o su creación. Resulta igualmente llamativo observar que a medida que este ímpetu flaquea, el interés que el sujeto refleja en su propia persona se traduce en un juego más imaginario, tanto si se refiere a su integridad física, a su valor moral, como a su representación social.

Esta estructura de involución intrapsíquica, a la que designamos como introversión de la personalidad, señalando que este término es utilizado en sentidos algo diferentes, corresponde a la relación del narcisismo tal como lo hemos definido genéticamente como la forma psíquica en la que se compensa la insuficiencia específica de la vitalidad humana. De ese modo, es indudable que un ritmo biológico rige algunos trastornos afectivos llamados ciclotímicos, sin que pueda separarse su manifestación de inherente expresividad de derrota y de triunfo. Así todas las integraciones del deseo humano se realizan en formas derivadas del narcisismo primordial.

Sin embargo, hemos demostrado que en este desarrollo se distinguían dos formas por su función crítica: la del doble y la del Ideal del yo, la segunda de las cuales representa la culminación y la metamorfosis de la primera. El Ideal del yo, en efecto, reemplaza al doble, es decir a la imagen anticipatoria de la unidad del yo, en el momento en que éste se completa, mediante la nueva anticipación de la madurez libidinal del sujeto. Por ello, toda carencia de la imago constitutiva del Ideal del yo tenderá a producir una cierta introversión de la personalidad por subducción narcisista de la libido. Introversión que se expresa también como un estancamiento más o menos regresivo en las relaciones psíquicas constituidas por el complejo del destete lo que define esencialmente la concepción analítica de la esquizonoia.

Disarmonía de la pareja parental. Los analistas han insistido acerca de las causas de neurosis constituidas por los. trastornos de la libido en la madre; en efecto, la experiencia revela muy pronto, en muchos casos de neurosis, la presencia de una madre frígida, casos en los que se observa que la sexualidad, al. derivarse en las relaciones con el niño, subvirtió su naturaleza: madre que mima y acaricia con una ternura excesiva en la qué se expresa más o menos conscientemente un impulso reprimido; o madre de una sequedad paradójica con rigores mudos, con una crueldad inconsciente en la que se traduce una fijación mucho más profunda de la líbido.

Una correcta apreciación de esos casos no puede menos que inducir a tener en cuenta una anomalía correlativa en el padre. Para calibrar su efecto, la frigidez materna debe ser comprendida en el círculo vicioso de desequilibrios libidinales que constituyen en esos casos el círculo de familia. Pensamos que el destino psicológico del niño depende en primer lugar de la relación que muestran entre si las imágenes parentales. Es por ello que las desavenencias entre los padres son siempre perjudiciales para el niño y que, aunque el recuerdo más sensible para su memoria sea la confesión formulada del carácter discordante de su unión, también las formas más secretas de esa desavenencia son igualmente perniciosas. En efecto, ninguna coyuntura es más favorable para la identificación anteriormente caracterizada como neurotizante que la percepción, muy clara para el niño, en las relaciones de los padres entre sí, del sentido neurótico de las barreras que los separan y muy especialmente en el padre debido a la función reveladora de su imagen en el proceso de sublimación sexual.

Predominio del complejo del destete. De ese modo, el predominio que conservará el complejo del destete en un desarrollo, al que podrá influir bajo diferentes modalidades neuróticas, debe atribuirse a la disarmonía sexual entre los padres.

El sujeto estará condenado a repetir en forma indefinida el esfuerzo de alejamiento de la madre – es allí donde reside el sentido de los diferentes tipos de conductas forzadas que van desde las fugas del niño hasta los impulsos vagabundos y a las rupturas caóticas que singularizan la conducta en una edad más avanzada; o, sino, el sujeto permanece cautivo de las imágenes del complejo y sometido tanto a su instancia letal como a su forma narcisista-. Se trata del caso de la consunción más o menos intencionalizada en lo que, bajo el término de suicidio no violenta, hemos indicado el sentido de algunas neurosis orales o digestivas; es lo que ocurre también en el caso de la catexia libidinal que traiciona en las hipocondrías las endoscopias más singulares, como la preocupación, más comprensible pero no menos curiosa, del equilibrio imaginario del alimento ingerido y de las pérdidas excretorias. Este estancamiento psíquico también puede manifestar su corolario social en un estancamiento de los vínculos domésticos, en el que los miembros del grupo familiar permanecen aglutinados por sus «enfermedades imaginarias» en un núcleo aislado en la sociedad, queremos decir tan estéril para su comercio como inútil para su arquitectura.

Inversión de la sexualidad. Se debe distinguir, por último, una tercer atipía de la situación familiar que, afectando también a la sublimación sexual, alcanza electivamente su función más delicada, que es la de garantizar la sexualización psíquica, es decir una cierta relación de conformidad entre la personalidad imaginaria del sujeto y su sexo biológico: esta relación se encuentra invertida en diversos niveles de la estructura psíquica, incluyendo la determinación psicológica de una patente homosexualidad.

Los analistas no han tenido necesidad de investigar muy profundamente los datos evidentes de la clínica para incriminar, también en este caso, el papel de la madre, tanto por los excesos de su ternura para con el niño como por los rasgos de virilidad de su propio carácter. La inversión se realiza a través de un triple mecanismo, al menos en lo referente al sujeto masculino: en algunos casos a flor de conciencia, casi siempre a flor de observación, una fijación afectiva a la madre, fijación en relación con la cual es fácil comprender que determine la exclusión de toda otra mujer; más profunda, pero aún penetrable, aunque, sólo sea para la intuición poética, la ambivalencia narcisista de acuerdo con la cual el sujeto se identifica con su madre e identifica al objeto de amor con su propia imagen especular, caso en que la relación de su madre consigo mismo proporciona la forma en la que se encastra para siempre en la modalidad y la elección de su objeto, deseo motivado de ternura y de educación, objeto que reproduce un momento de su doble; por último, en el trasfondo del psiquismo, la intervención realmente castradora a través de la cual la madre ha canalizado su propia reivindicación viril.

En relación con esto se manifiesta con mayor claridad el papel esencial de la relación de los padres; y los analistas subrayan de que forma el carácter de la madre se expresa también en el plano conyugal a través de una. tiranía doméstica, cuyas formas larvadas o patentes, que van de la reivindicación sentimental a la confiscación de la autoridad familiar, traicionan todas su sentido básico de protesta viril: ésta encuentra una expresión eminente, tanto simbólica como moral y material, en la satisfacción de manejar los «cordons de la bourse» [manejar el dinero]. Las disposiciones que en el marido garantizan regularmente una especie de armonía para la pareja se limitan a hacer manifiestas las armonías más oscuras que determinan que la carrera del matrimonio sea el lugar fundamental del cultivo de las neurosis, después de haber guiado a uno de los cónyuges o a ambos a una elección adivinatoria de su complementario, y respondiendo las advertencias del inconsciente en un sujeto sin discontinuidad a los signos a través de los cuales traiciona el inconsciente del otro.

Predominio del principio masculino. En relación con ello, también, se impone una consideración suplementaria que vincula en este caso el proceso familiar con sus condiciones culturales. La protesta viril de la mujer puede ser considerada como la consecuencia última del complejo de Edipo. En la jerarquía de los valores que, integrado con las formas mismas de la realidad, constituyen una cultura, la armonía que ella define entre los principios masculino y femenino de la vida es uno de los más característicos. Los orígenes de nuestra cultura están excesivamente ligados a lo que llamaríamos de buen grado la aventura de la familia paternalista como para que no imponga, en todas las formas a través de las cuales enriqueció el desarrollo psíquico, un predominio del principio masculino, en relación con el cual el alcance moral conferido al término de virilidad permite calibrar su parcialidad.

Es evidente que esta preferencia tiene un revés fundamental, primordialmente la ocultación del principio femenino bajo el ideal masculino, en relación con la cual la virgen, por su misterio, constituye a través de las diferentes edades de esta cultura el signo viviente. Pero el espíritu se caracteriza por desarrollar en mistificación las antinomias del ser que lo constituyen y el peso mismo de estas superestructuras puede llegar a derribar su base. No existe vinculo alguno más claro para el moralista que el que une el progreso social de la inversión psíquica a un viraje utópico de los ideales de una cultura. El analista aprehende la determinación individual de ese vínculo a través de las formas de sublimidad moral, mediante las cuales la madre del invertido ejerce su acción más categóricamente castradora.

No es casual que concluyamos este intento de sistematización de las neurosis familiares con una referencia a la inversión psíquica. En efecto, el psicoanálisis partió de las formas patentes de la homosexualidad para reconocer las discordancias psíquicas más sutiles de la inversión, pero el imaginario callejón sin salida de la polarización sexual debe comprenderse en función de una antinomia social, cuando en esa polarización se implican en forma invisible las formas de una cultura, los hábitos y las artes, la lucha y el pensamiento.