Una definición materialista del fenómeno de conciencia 8 de Diciembre de 1954

Una definición materialista del fenómeno de conciencia 8 de Diciembre de 1954

Lo vivido y el destino. EI núcleo de nuestro ser. El yo es un objeto. Fascinación, rivalidad, reconocimiento. Indem er alles schaft, was schaftet der Hochste?-Sich. Was schaft er aber vor er alles schaftet?-Mich.

Este dístico de Daniel von Chepko lo volveremos a ver dentro de un rato si logro llevarlos hoy a donde quiero.

Las
leyes de esta enseñanza entrañan en sí mismas un reflejo de su sentido.
Aquí sólo pretendo conducirlos a la lectura de las obras de Freud. No
pretendo suplirla si no se dedican a ella. Convénzanse de que la forma
que trato de dar a la enseñanza freudiana sólo cobrará para ustedes su
sentido y alcance si se dirigen a los textos, para confrontar las ideas
generales que les doy con las dificultades que pueden presentar.

En
efecto, son textos a veces difíciles, insertos en un problemático
tejido de preguntas que se manifiesta en contradicciónes.
Contradicciónes organizadas, pero contradicciónes al fin, y no
simplemente antinomias. Es frecuente que Freud, al recorrer su camino,
alcance posiciones que a él mismo se le muestran contradictorias, y
vuelva sobre algunas, lo cual no significa que en su momento no se
justificaran. En síntesis, este movimiento del pensamiento de Freud,
que no está concluido, que nunca se formuló en una edición definitiva,
dogmática, es lo que tienen que aprender a aprehender por sí mismos.
Para facilitar tal aprehensión intento comunicarles lo que yo mismo
pude extraer de la reflexión realizada en mi lectura de las obras de
Freud, iluminado por una experiencia que, al menos en su principio,
ellas guiaban. Digo al menos en su principio, pues suelo cuestionar que
dicho pensamiento haya sido siempre bien comprendido, e ncluso
rigurosamente respetado en el desarrollo de la técnica analítica.

Les
enseño que Freud descubrió en el hombre el peso y el eje de una
subjetividad que supera a la organización individual en tanto que suma
de las experiencias individuales, e incluso en tanto que línea del
desarrollo individual. Les doy una definición posible de la
subjetividad, formulándola como sistema organizado de símbolos, que
aspiran a abarcar la totalidad de una experiencia, animarla y darle su
sentido. ¿Y qué es lo que aquí estamos tratando de realizar, si no una
subjetividad? Las direcciónes, las aperturas sobre nuestra experiencia
y nuestra práctica, que aquí aportamos están destinadas a inducirlos a
proseguirlas en una acción concreta.

En esta enseñanza, al igual que en un análisis, tenemos que enfrentar resistencias.

Las
resistencias tienen siempre su sede, nos lo enseña el análisis, en el
yo. Lo que corresponde al yo es eso que a veces denomino la suma de los
prejuicios que implica todo saber y que cada uno de nosotros,
individualmente, arrastra. Se trata de algo que incluye lo que sabemos
o creemos saber, porque saber siempre es, en algún aspecto, creer
saber.

Por eso, cuando una perspectiva nueva les es
aportada de un modo descentrado con respecto a su experiencia, siempre
se opera un movimiento por el cual tratan de recuperar el equilibrio,
el centro habitual de su punto de vista: signo de lo que les explico y
que se llama resistencia. Deberían, al contrario, abrirse a nociones
surgidas de una experiencia diferente, y sacarles partido.

Tomemos
un ejemplo. El otro día Claude Lévi-Strauss nos ofreció una perspectiva
que implica la relativización radical de la realidad familiar, y que
debería darnos ocasión para revisar lo que puede tener para nosotros de
demasiado fascinante, de demasiado absorbente, la realidad que
cotidianamente tenemos que manejar. Pues bien, ¿cómo eligió
manifestarse al respecto uno de nuestros compañeros de ruta? Al fin y
al cabo, dijo, más que inquietarnos por el convencionalismo del sistema
familiar, recordemos que en la familia no están sólo los padres, están
los hijos. Desde el punto de vista del niño, la realidad de la familia
se restablece. Nosotros, los analistas, nos ocupamos de la relación del
niño con sus padres. Esto nos evita perdernos en un relativismo
sumamente desconcertante.

Establecer así la familia
en la sólida realidad de la experiencia del niño era, por cierto, bien
válido: situar el centro de la experiencia analítica en el hecho de que
cada individuo es un niño. Pero por sí misma la intervención daba fe de
esa propensión del juicio a centrar nuestra experiencia analítica en la
experiencia individual, psicológica.

Esto es lo que
no hay que hacer, y lo ilustraré con algo que, sin ir muy lejos,
encontramos al día siguiente en el agrupamiento llamado control. Un
sujeto soñó precisamente con un niño, un lactante en su estado
primitivo de impotencia, acostado boca arriba como una pequeña tortuga
volteada, y agitando sus cuatro miembros. El sujeto soñó con ese niño,
imagen aislada. De inmediato, por ciertos motivos, dije a la persona
que me contaba el sueño:

Ese niño es el sujeto, no cabe la menor duda.

Me trajeron otro sueño que confirmaba esta figuración como algo que representa al sujeto.

La persona del soñante se baña en un mar que tiene carácterísticas muy especiales:

digamos,
para presentar de inmediato las asociaciones, el contexto imaginario y
verbal, que está compuesto de tal forma que es, al mismo tiempo, el
diván del analista, los cojines del coche del analista y, por supuesto,
la madre(4). Sobre ese mar están inscritas unas cifras que se vinculan
manifiestamente con la fecha de nacimiento y la edad del sujeto.

¿Cuál
es el trasfondo de este sueño? El sujeto está sumamente preocupado por
un niño que va a nacer, del que se siente responsable y a propósito del
cual forja, al parecer, el fantasma de una paternidad imaginaria. Esta
situación vital se presenta de un modo tan ambigüo que a decir verdad
no se puede dejar de pensar que el sujeto tiene que tener profundos
motivos para crear un fantasma así, porque la realidad deja la cosa
bastante confusa. Efectivamente, en una suerte de ansiedad subdelirante
a propósito de sus responsabilidades de progenitor, el sujeto reproduce
una pregunta esencial para él: ¿él mismo es, sí o no, un hijo legítimo?

Si el sujeto tiene este sueño, es en la medida en que
el analista ya le ha formulado: En esta historia se trata de ti. Y esto
está subyacente al sueño? No soy, después de todo, su hijo, el de
usted, el analista? Como ven, lo que aquí aparece destacado no es, como
se tiende una y otra vez a creer, la dependencia concreta, afectiva del
niño en relación con adultos que se suponen más o menos parentales. Si
el sujeto se pregunta qué es él como niño, no lo hace en tanto que más
o menos dependiente sino en tanto que reconocido o no, poseedor o no
del derecho de llevar su nombre de hijo de Fulano. En la medida en que
las relaciones en que está capturado han alcanzado ellas mismas el
grado del simbolismo, el sujeto se interroga sobre sí. Por lo tanto, el
problema se plantea para él a la segunda potencia, sobre el plano de la
asunción simbólica de su destino, en el registro de su autobiografía.

No
diré que en el diálogo analítico todo se desenvuelve siempre en este
nivel, pero reconozcan que éste es el nivel esencialmente analítico.
Muchísimos niños forjan el fantasma de tener otra familia, de ser hijo
de otras personas y no de las que cuidan de ellos. Diría que ésta es
una fase típica, normal, del desarrollo del niño, que produce toda
clase de derivados en la experiencia y que no es lícito descuidar,
incluso fuera de la experiencia analítica.

Entonces y
a esto quería llegar-¿qué es el análisis de las resistencias? No es,
como se tiende, si no a formularlo y se lo formula, les daré múltiples
ejemplos mucho más a practicarlo, no es intervenir ante el sujeto para
que éste tome conciencia de la forma en que sus aficiones, sus
prejuicios, el equilibrio de su yo, le impiden ver. No es una
persuasión, que muy pronto cae en la sugestión. No es reforzar, como se
dice, el yo del sujeto, o encontrar un aliado en su parte sana. No es
convencer. Es, en cada momento de la relación analítica, saber en qué
nivel debe ser aportada la respuesta. Es posible que esta respuesta a
veces haya que aportarla a nivel del yo. Pero en el caso al que me
refiero no hay nada de eso. La pregunta del sujeto no se refiere de
ningún modo a algo que puede ser consecuencia de un destete, abandono,
falta vital de amor o de afecto; ella concierne a su historia en tanto
que él la desconoce, y es eso lo que expresa, muy a pesar suyo, a
través de toda su conducta, en la medida en que oscuramente busca
reconocerla.

Su vida está orientada por una
problemática que no es la de lo vivido, sino la de su destino, a saber:
¿qué significa su historia? Una palabra es matriz de la parte
desconocida del sujeto, y ése es el nivel propio del síntoma analítico,
nivel descentrado con respecto a la experiencia individual, ya que es
el del texto histórico que lo integra. Y en consecuencia, es indudable
que el síntoma sólo cederá ante una intervención que recaiga sobre este
nivel descentrado. Toda intervención que se inspire es una
reconstitución prefabricada, forjada a partir de nuestra idea del
desarrollo normal del individuo y que apunte a su normalización,
fracasará. Por ejemplo, lo que le faltó, la frustración que tiene que
aprender a padecer. Se trata de saber si el síntoma se resuelve en un
registro o en el otro, no hay término medio.

Sin
embargo, la cosa es problemática en la medida en que el diálogo
interyoico no deja de tener ciertas repercusiones, y quizá, por qué no,
psicoterapéuticas. Psicoterapia se ha hecho siempre sin saber muy bien
lo que se hacía, pero seguramente dando intervención a la función de la
palabra. Se trata de saber si, en el análisis, la función de la palabra
ejerce su acción por la sustitución del yo del sujeto por la autoridad
del analista, o si es subjetiva. El orden instaurado por Freud prueba
que la realidad axial del sujeto no está en su yo. Intervenir
sustituyendo al yo del sujeto, como se sigue haciendo en cierta
práctica del análisis de las resistencias, es sugestión, no es
análisis.

El síntoma, sea cual fuere, no queda
propiamente resuelto cuando el análisis se practica sin poner en primer
plano la cuestión de saber sobre qué debe recaer la acción del
analista, cuál es el punto del sujeto, por así decirlo, al que debe
apuntar.

Voy paso a paso. Creo haber acentuado lo
bastante, en el correr de los meses y hasta de los años que preceden,
que el inconsciente es ese sujeto ignorado por el yo, desconocido por
el yo, der Kern unseres Wesen, escribe Freud en el capítulo de la
Traumdeutung sobre el proceso onírico, que les pedí que leyeran: cuando
Freud trata sobre el proceso primario, está hablando de algo que posee
un sentido ontológico y que él llama núcleo de nuestro ser.

El
núcleo de nuestro ser no coincide con el yo. Este es el sentido de la
experiencia analítica, y alrededor de esto nuestra experiencia se ha
organizado y ha ido depositando esos estratos de saber que actualmente
se enseñan. Pero ¿creen ustedes que basta con limitarse a eso y decir:
el yo (je) del sujeto inconsciente no es yo? Pues no basta, porque para
ustedes, que piensan, por así decir, espontáneamente, nada implica la
recíproca. Y normalmente se ponen a pensar que este yo (je) es el
verdadero yo. Se imaginan que el yo es tan sólo una forma incompleta,
errónea, del yo (je). Así, efectuaron ese descentramiento esencial en
el descubrimiento freudiano, pero de inmediato lo redujeron.

Es la misma diplopía que muestra una experiencia muy conocida por los oculistas.

Pongamos
dos imagenes bien cerca una de otra y casi a punto de tocarse: gracias
a cierto estrabismo se fundirán en una, si están bastante cerca. De
igual modo, hacen entrar ustedes al yo en el yo (je) descubierto por
Freud, y así restauran la unidad. Esto sucedió en el análisis a partir
del día en que, advirtiendo que-por una razón que deberá ser elucidada
retrospectivamente la primera fecundidad del descubrimiento analítico
se agotaba en la práctica, se volvió a lo que llaman el análisis del
yo, pretendiendo encontrar en él el exacto reverso de lo que había que
demostrarle al sujeto.

Porque se estaba ya en el
rompecabezas, en el plano de la demostración. Se creía que analizando
el yo aparecería el reverso de lo que era preciso hacer comprender,
efectuando así una reducción semejante a la que antes mencioné: dos
imagenes diferentes en una sola.

Sin duda, el
verdadero yo (je) no es yo. Pero esto no alcanza, porque sigue siendo
posible creer que el yo es sólo un error del yo (je), un punto de vista
parcial, cuya perspectiva podría ser ampliada con una simple toma de
conciencia lo suficiente para que se descubra la realidad que se trata
de alcanzar en la experiencia analítica. Lo importante es la recíproca,
que en todo momento debemos tener presente: el yo no es el yo (je), no
es un error, en el sentido en que la doctrina clásica hace de él una
verdad parcial. Es otra cosa, un objeto particular en el interior de la
experiencia del sujeto. Literalmente, el yo es un objeto: un objeto que
cumple una determinada función que aquí denominamos función imaginaria.

Esta tesis es absolutamente esencial en la técnica.
Los desafío a no desprender esta concepción de la lectura de los
escritos metapsicológicos posteriores a 1920. Las investigaciones de
Freud en torno a la segunda tópica tuvieron el propósito de restablecer
en su lugar a un yo que empezaba a deslizarse otra vez hacia su antigua
posición. Al mismo tiempo, por un esfuerzo de acomodación del espíritu,
se recaía en lo esencial de la ilusión clásica: no digo Del error» pues
se trata, rigurosamente hablando, de una ilusión. Todo lo que Freud
escribió perseguía el fin de reinstaurar la exacta perspectiva de la
excentricidad del sujeto con respecto al yo. Sostengo que esto es lo
esencial, y que alrededor de esto debe ordenarse todo. ¿Por qué?
Comenzaré mi explicación partiendo del abecé, e incluso del nivel de lo
que llaman la evidencia, o de aquello que, falsamente, es tomado por
ella.

Vuestra evidencia, la evidencia de vuestra
experiencia psicológica, está determinada por una confusión conceptual
de la que nada saben. Vivimos a nivel de los conceptos mucho más de lo
que creemos. Su modo de reflexión es esencial para la manera en que el
ser de una determinada era cultural se experimenta y, al mismo tiempo,
se concibe.

Pues bien: el carácter elevado, altamente
elaborado del fenómeno de conciencia, es admitido como un postulado por
todos nosotros, en esta fecha de 1954, y estoy seguro que ninguno de
los que estamos aquí deja de estar convencido a fin de cuentas de que
la aprehensión de la conciencia, y por tanto del yo, puede ser todo lo
parcial que se quiera, pero pese a todo allí es donde se da nuestra
existencia. Pensamos que la unidad del yo es, si no explorada, al menos
aprehendida en el hecho de conciencia.

Lo que la
experiencia analítica pone de relieve, dejando perplejo a Freud, son,
por el contrario, las ilusiones de la conciencia.

A
pesar de lo fácil que es, en sus proyectos de 1895, Freud no logra
situar exactamente el fenómeno de la conciencia dentro de su esquema,
ya elaborado, del aparato psíquico.

Mucho después, en
la metapsicología, cuando procura explicar las diferentes formas
patológicas sueño, delirio, confusión mental, alucinaciones-por
desinvestiduras de sistemas, se sigue enfrentado a una paradoja cuando
se trata de hacer funcionar el sistema de la conciencia, y piensa
entonces que deben de haber leyes especiales. El sistema de la
conciencia no entra en su teoría. La concepción psicofísica de Freud
sobre las investiduras de los sistemas intraorgánicos es singularmente
hábil para explicar lo que sucede en el individuo. Por hipotético que
ello sea, la experiencia que hemos adquirido después acerca de la
difusión y distribución de los influjos nerviosos, demuestra más bien
la admisibilidad de la construcción biológica de Freud. Pero con la
conciencia, esto no funciona.

Me dirán: eso prueba que Freud se enredó. Vamos a considerar las cosas desde otro ángulo.

¿Qué
es lo que da a la conciencia su carácter aparentemente primordial? El
filósofo parece apoyarse en un dato indiscutible cuando parte de la
transparencia de la conciencia a sí misma. Si hay conciencia de algo,
se nos dice, no es posible que esta conciencia que hay no se capte a sí
misma como tal. Nada puede ser experimentado sin que el sujeto pueda
captarse en el interior de esa experiencia en una suerte de reflexión
inmediata. Por supuesto, desde el paso decisivo de Descartes, los
filósofos han dado unos cuantos pasos más. Plantearon una pregunta que
sigue abierta, la de saber si el yo (je) es captado en forma inmediata
en el campo de conciencia. Pero ya se pudo decir de Descartes que él
había diferenciado entre conciencia bética y conciencia no bética.

No
ahondaré más en la investigación metafísica del problema de la
conciencia. Voy a proponerles, no una hipótesis de trabajo -sostengo
que no se trata de una hipótesis-, sino una manera de dar por terminado
el asunto, de cortar el nudo gordiano. Porque existen problemas que hay
que decidirse a abandonar sin haberlos resuelto.

Se trata, una vez más, de un espejo.

¿Qué
es la imagen en el espejo? Los rayos que vuelven sobre el espejo nos
hacen situar el objeto, que por lo demás se halla en alguna parte de la
realidad, en un espacio imaginario.

El objeto real no
es el objeto que ven en el espejo. Hay aquí, pues, un fenómeno de
conciencia como tal. En todo caso, esto es lo que les propongo admitir,
para así poder contarles una pequeña fábula que orientará vuestra
reflexión.

Supongan que todos los hombres han
desaparecido de la tierra. Digo los hombres, dado el alto valor que
conceden ustedes a la conciencia. Ya hay bastante como para formularse
la pregunta: ¿Qué queda en el espejo? Pero hasta supongamos que todos
los seres vivientes han desaparecido. No quedan, pues, más que cascadas
y fuentes, rayos y truenos. La imagen en el espejo, la imagen en el
lago, ¿siguen existiendo? Está perfectamente claro que siguen
existiendo. Y la razón es bien simple: debido al alto grado de
civilización que hemos alcanzado, y que supera ampliamente nuestras
ilusiones sobre la conciencia, hemos fabricado aparatos que sin audacia
alguna podemos imaginar lo bastante complicados para filmar ellos
mismos las películas, ordenarlas en pequeñas cajas y meterlas en la
nevera. Ha desaparecido todo ser vivo y sin embargo la cámara puede
registrar la imagen de la montaña en el lago, o la del Café de Flore
desmoronándose en una total soledad.

Es indudable que
los filósofos me podrán hacer toda clase de sutiles objeciones. Les
ruego, sin embargo, que sigan prestando atención a mi fábula. De pronto
los hombres vuelven. Es un acto arbitrario del Dios de Malebranche: ya
que es él quien nos sostiene en todo momento en nuestra existencia,
bien pudo suprimirnos y ponernos otra vez en circulación unos siglos
más tarde.

Quizá los hombres tengan que volver a
aprenderlo todo, y especialmente a leer una imagen. Importa poco, pero
esto es seguro: cuando vean la imagen de la montaña en la película,
también verán su reflejo en el lago. Y verán también los movimientos
que se produjeron en la montaña, y los de la imagen. Podemos extremar
aún más las cosas. Si la máquina es más complicada, una célula
fotoeléctrica dirigida a la imagen en el lago pudo determinar una
explosión – para que algo parezca eficaz siempre hace falta que en
alguna parte se produzca una explosión – y otra máquina pudo registrar
el eco o recoger la energía de esa explosión. ¡Pues bien!: esto es lo
que les propongo considerar en lo esencial como un fenómeno de
conciencia, que no habrá sido percibido por ningún yo, que no habrá
quedado reflejado en ninguna experiencia yoica: en esa época estaba
ausente toda especie de yo y de conciencia.

Me dirán
ustedes: ¡Un momento! El yo está en alguna parte: está en la cámara.
No, en la cámara no hay sombra de yo. Pero, por el contrario, de buen
grado admitiré que el yo (je) sí tiene algo que ver – no en la cámara
-, sino que tiene algo que ver con ella. Les explico que el hombre es
un sujeto descentrado por cuanto se halla comprometido en un juego de
símbolos, en un mundo simbólico. Pues bien: la máquina está construida
con el mismo juego, el mismo mundo. Las máquinas más complicadas no
están hechas sino con palabras.

La palabra es ante
todo ese objeto de intercambio por el cual nos reconocemos: si dan la
contraseña no les romperán la cara, etc. La circulación de la palabra
comienza así, y se infla hasta el punto de constituir el mundo del
símbolo que permite cálculos algebraicos. La máquina es como la
estructura suelta, sin la actividad del sujeto. El mundo de la máquina
es el mundo simbólico.

Se abre entonces la pregunta por lo que, en este mundo, constituye el ser del sujeto.

Hay
a quienes les inquieta sobremanera verme aludir a Dios. Se trata, sin
embargo, de un Dios que discernimos ex machina, a no ser que no
extraigamos machina ex Deo.

La máquina constituye la
continuidad gracias a la cual los hombres, ausentes por un tiempo,
poseerán el registro de lo que sucedió en el intervalo de los fenómenos
de conciencia propiamente dichos. Y aquí puedo decir fenómenos de
conciencia sin entificar ningún alma cósmica ni presencia alguna en la
naturaleza. Porque a estas alturas, quizá por habernos internado
bastante bien en la fabricación de la máquina, ya no anda más
confundiendo la intersubjetividad simbólica con la subjetividad
cósmica. Al menos así lo espero.

No les forjé esta
pequeña fábula para desarrollar una hipótesis, sino para hacer obra de
saneamiento. Para comenzar tan sólo a plantearse qué es el yo, hay que
desprenderse de la concepción que llamaremos religiosa de la
conciencia. Implícitamente, el hombre moderno piensa que todo lo que ha
sucedido en el universo desde el origen está destinado a converger
hacia esa cosa que piensa, creación de la vida, ser precioso, único,
cumbre de las criaturas, que es él mismo, y en el cual existe un punto
privilegiado llamado conciencia.

Este enfoque conduce
a un antropomorfismo tan delirante que primero hay que escapar de su
embeleso para reparar en la ilusión de que se está siendo víctima. La
necedad esa del ateísmo cientifista es algo nuevo en la humanidad. Como
en el seno de la ciencia nos defendemos contra todo lo que pueda
parecerse a un recurso al Ser supremo, presas de vértigo nos
precipitamos hacia otra parte, para hacer lo mismo: prosternarnos. Ya
no hay nada que comprender, todo está explicado: la conciencia tiene
que aparecer, el mundo, la historia convergen hacia esa maravilla que
es el hombre contemporáneo, ustedes, yo, que corremos por las calles.

El
ateísmo puramente sentimental, verdaderamente incoherente, del
pensamiento cientificista, lo impulsa de rebote a hacer de la
conciencia la cumbre de los fenómenos.

Hace lo
posible-como cuando se pinta de constitucional a un rey demasiado
absoluto-por presentar a la conciencia como la más excelsa de las obras
maestras, la razón de todo, la perfección. Pero tales epifenómenos no
sirven para nada. Cuando se abordan los fenómenos siempre se actúa como
si no se los tuviera en cuenta.

El mismo esmero por
no tenerlos en cuenta indica a las claras que de no destruir su alcance
nos volveremos cretinos: no podremos pensar en otra cosa. No me
extenderé sobre las formas contradictorias y pueriles de las
aversiones, los prejuicios, las supuestas inclinaciones a introducir
fuerzas o entidades consideradas vitalistas, etc. Pero en embriología,
cuando se habla de la intervención de una forma formadora en el
embrión, acto seguido se piensa que, desde el momento en que hay un
centro organizador, no puede haber sino una conciencia. Conciencia,
ojos, oídos: hay, pues, un pequeño demonio en el interior del embrión.
Como resultado ya no se intenta organizar lo que es manifiesto en el
fenómeno, porque se estima que todo lo que es superior implica
conciencia. Sin embargo, sabemos que la conciencia está ligada a algo
enteramente contingente, tan contingente como la superficie de un lago
en un mundo deshabitado: la existencia de nuestros ojos o de nuestros
oídos.

Hay aquí sin duda algo impensable, un callejón
sin salida con el que acaban topándose toda clase de formaciones que en
la mente parecen organizarse de una manera contradictoria. Contra ellas
ha reacciónado el buen sentido mediante cantidad de tabúes. Son
primicias. El conductismo dice: Nosotros vamos a observar las conductas
totales, no prestemos atención a la conciencia. Pero bien se sabe que
esta puesta entre paréntesis de la conciencia no ha sido tan fecunda.

La
conciencia no es el monstruo que creemos. El hecho de excluirla, de
someterla, no aporta de veras ningún beneficio. Además, desde hace
algún tiempo se dice que el conductismo bajo el nombre de conductismo
molar, la volvió a introducir subrepticiamente. Porque, tras las
huellas de Freud, aprendieron a utilizar la noción de campo. De lo
contrario, los pequeños progresos realizados por el conductismo se
deben a que aceptó observar una serie de fenómenos en su nivel
propio-en el nivel, por ejemplo, de las conductas tomadas como totales,
consideradas en un objeto constituido como tal-, sin romperse la cabeza
tratando de descubrir cuáles eran sus aparatos elementales, inferiores
o superiores. Lo cierto es que en la propia noción de conducta hay una
cierta castración de la realidad humana. No porque ella no tenga en
cuenta la noción de conciencia, que en realidad no sirve absolutamente
para nada ni para nadie, ni para los que la utilizan ni para los que no
la utilizan, sino porque elimina la relación intersubjetiva, que funda
no simplemente conductas sino acciones y pasiones.

Esto nada tiene que ver con la conciencia.

Les
ruego considerar-durante cierto lapso, durante esta introducción-, que
la conciencia es algo que se produce cada vez que tenemos-y esto sucede
en los sitios más inesperados y más distantes entre sí-una superficie
tal que pueda producir lo que llamamos una imagen. Es una definición
materialista.

Una imagen, esto quiere decir que los
efectos energéticos que parten de un punto dado de lo real-imagínenlos
del orden de la luz, pues es lo que con mayor evidencia hace imagen en
nuestra mente se reflejan en algún punto de una superficie, impresionan
el mismo punto correspondiente del espacio. La superficie de un lago
puede ser así reemplazada por el área striata del lóbulo occipital,
porque el área striata, con sus capas fibrilares, es enteramente
semejante a un espejo. Así como no necesitan de toda la superficie de
un espejo -siempre que esto quiera decir algo-para percibir el contenid
de un campo o de una habitación, así como obtienen el mismo resultado
maniobrando con un pequeñísimo fragmento, de igual modo cualquier
pequeño fragmento del área striata sirve para el mismo uso, y se
comporta como un espejo. Toda clase de cosas en el interior del mundo
se comportan como espejos. Basta que las condiciones sean tales que a
un punto de una realidad corresponda un efecto en otro punto; que se
establezca una correspondencia biunívoca entre dos puntos del espacio
real.

He dicho del espacio real; voy demasiado
aprisa. Hay dos casos: o bien los efectos se producen en el espacio
real, o bien se producen en el espacio imaginario. Hace un momento, a
fin de sumir en la perplejidad vuestras concepciones habituales, puse
en evidencia lo que ocurre en un punto del espacio imaginario.

Pudieron
así advertir que todo lo que es imaginario, todo lo que es, hablando
con propiedad, ilusorio, no por ello es subjetivo.

Hay
un ilusorio perfectamente objetivo, objetivable, y no es necesario
hacer desaparecer toda vuestra honorable compañía para que lo
entiendan.

En esta perspectiva, ¿qué podemos decir
del yo? El yo es lisa y llanamente un objeto. El yo, que ustedes
perciben supuestamente en el interior del campo de conciencia clara
como lo que constituye su unidad, es precisamente aquello con respecto
a lo cual lo inmediato de la sensación es puesto en tensión. Tal unidad
no es de ningún modo homogénea a lo que sucede en la superficie de este
campo, que es neutra. La conciencia como fenómeno físico es,
precisamente, lo que engendra esa tensión.

Toda la
dialéctica que a manera de ejemplo les presenté bajo el nombre de
estadio del espejo se basa en la relación entre, por una parte, cierto
nivel de tendencias, experimentadas-digamos por ahora, en determinado
momento de la vida-como desconectadas, discordantes, fragmentadas-y de
esto siempre queda algo-y, por la otra, una unidad con la cual se
confunde y aparea. Esta unidad es aquello en lo cual el sujeto se
conoce por vez primera como unidad, pero como unidad alienada, virtual.
No participa de los carácteres de inercia del fenómeno de conciencia
bajo su forma primitiva; por el contrario, tiene una relación vital, o
contra-vital, con el sujeto.

Al parecer, el hombre
vive ahí una experiencia privilegiada.Después de todo, tal vez algo de
este orden exista en otras especies animales. Este punto no es crucial
para nosotros.

No forjemos hipótesis. Se trata de una
dialéctica que está presente en la experiencia a todos los niveles de
la estructuración del yo humano, y eso nos basta.

Para
que la entiendan cabalmente, quisiera representar esta dialéctica
mediante una imagen cuya efigie no han tenido tiempo de desgastar
porque todavía no la he traído: la del ciego y el paralítico.

La
subjetividad a nivel del yo es comparable a esta pareja, introducida
por la imaginería del siglo xv -justificadamente, sin duda-de una
manera peculiarmente acentuada. La mitad subjetiva anterior a la
experiencia del espejo es el paralítico, que no puede moverse sólo si
no es con torpeza e incoordinación. Lo domina la imagen del yo, que es
ciega, y lo conduce. Contrariamente a las apariencias-aquí está todo el
problema de la dialéctica-, no es, como cree Platón, el amo quien
cabalga el caballo, es decir, al esclavo, sino lo contrario.

Y
el paralítico, a partir del cual se construye esta perspectiva, sólo
puede identificarse con su unidad en la fascinación, en la inmovilidad
fundamental con la cual viene a corresponder a la mirada bajo la que
está capturado, la mirada ciega.

Otra imagen es la de
la serpiente y el pájaro, fascinado por la mirada. La fascinación es
absolutamente esencial al fenómeno de constitución del yo. En tanto
está fascinada adquiere su unidad la diversidad incoherente,
incoordinada, de la fragmentación primitiva.

La
reflexión también es fascinación, bloqueo. Les mostraré esta función de
la fascinación, y hasta del terror, bajo la pluma de Freud, y con
respecto, precisamente, a la constitución del yo.

Tercera
imagen. Si hubiese máquinas capaces de encarnar lo que está en juego en
esta dialéctica, les propondría el modelo siguiente. Tomemos una de
esas pequeñas tortugas o zorros, como esas que últimamente sabemos
fabricar y que ofrecen distracción a los científicos de nuestra
época-los autómatas siempre desempeñaron un gran papel, y en estos
tiempos cumplen uno renovado-, una de esas maquinitas a las que hoy,
gracias a toda clase de órganos intermedios, sabemos dar una
homeostasis y algo parecido a deseos. Supongamos que dicha máquina se
encuentra constituida de tal forma que está sin acabar, y quedará
bloqueada, no se estructurará definitivamente en un mecanismo sino
percibiendo-por el medio que fuere, una célula fotoeléctrica, por
ejemplo, con relé-otra máquina enteramente similar a ella, con la única
diferencia de que ya habría perfecciónado su unidad en el curso de lo
que se podría denominar una experiencia anterior; una máquina puede
hacer experiencias. El movimiento de cada máquina está condicionado así
por la percepción de cierto estadio alcanzado por otra. Esto es lo que
corresponde al elemento de fascinación.

Advierten qué
círculo, al mismo tiempo, puede establecerse. En la medida en que la
unidad de la primera máquina está suspendida de la unidad de la otra,
en la medida en que la otra le proporciona el modelo y la forma misma
de su unidad, aquello hacia lo cual se dirigirá la primera dependerá
siempre de aquello hacia lo cual se dirija la otra.

De
esto resultará nada menos que la situación en impuse propia de la
constitución del objeto humano. Esta, en efecto, está enteramente
suspendida a esa dialéctica celos-simpatía que la psicología
tradicional expresa exactamente mediante la incompatibilidad de las
conciencias. Lo cual no quiere decir que una conciencia no puede
concebir otra conciencia, sino que un yo enteramente pendiente de la
unidad de otro yo es estrictamente incompatible con él en el plano del
deseo. Un objeto aprehendido, deseado, lo tendrá él o lo tendré yo,
tiene que ser el uno o el otro. Y cuando lo tiene el otro, es porque me
pertenece.

Esta rivalidad constitutiva del
conocimiento en estado puro es, a todas luces, una etapa virtual. No
hay conocimiento en estado puro, porque la estricta comunidad del yo y
el otro en el deseo del objeto nuncia algo muy diferente, a saber, el
reconocimiento. El reconocimiento supone, con toda evidencia, un
tercero. Para que la primera máquina, bloqueada sobre la imagen de la
segunda, pueda llegar a un acuerdo, para que no estén forzadas a
destruirse en el punto de convergencia de su deseo-que en suma es el
mismo deseo, ya que a este nivel son un sólo y único ser-, sería
preciso que la maquinita pudiera informar a la otra, decirle: deseo
eso. No es posible. Aún admitiendo que esté presente un yo (je), esto
se transforma de inmediato en un tú deseas eso. Deseo eso quiere decir:
Tú, otro, que eres mi unidad, deseas eso.

Se puede
pensar que aquí reaparece aquella forma esencial del mensaje humano que
hace que uno reciba su propio mensaje del otro, en forma invertida. No
se lo crean. Lo que aquí les estoy contando es puramente mítico. No hay
medio alguno para que la primera máquina diga lo que fuere, porque ella
está antes de la unidad, ella es deseo inmediato, no tiene la palabra,
no es nadie. La primera máquina no es más alguien que el reflejo de la
montaña en el lago. El paralítico es áfono, no tiene nada que decir.
Para que algo se estableciera sería menester que hubiera un tercero que
se metiese en el interior de la máquina, por ejemplo de la primera, y
pronunciara un yo (je). Pero esto es totalmente impensable en ese nivel
de la experiencia.

Este tercero es sin embargo lo que
encontramos en el inconsciente. Pero justamente, está en el
inconsciente: allí donde debe ser situado para que se instaure el
ballet de todas las maquinitas, o sea por encima de ellas, en ese otro
lado donde Claude Lévi-Strauss les dijo, el otro día, que se sostenía
el sistema de intercambios, las estructuras elementales.

Es
preciso que en el sistema condicionado por la imagen del yo intervenga
el sistema simbólico, para que pueda establecerse un intercambio, algo
que es no conocimiento sino reconocimiento.

Ven así
que el yo en ninguna circunstancia puede ser otra cosa que una función
imaginaria, ano cuando en cierto nivel determine la estructuración del
sujeto. Es tan ambigüo como puede serlo el objeto mismo, del cual es,
en cierto modo, no solamente una etapa sino el correlato idéntico.

El
sujeto se plantea como operativo, como humano, como yo (je), a partir
del momento en que aparece el sistema simbólico. Y ese momento no se
puede deducir de ningún modelo perteneciente al orden de una
estructuración individual. Dicho de otro modo, para que el sujeto
humano apareciese sería preciso que la máquina, en las informaciones
que da, se contara a sí misma, como una unidad entre las otras. Y esto
es precisamente lo único que ella no puede hacer. Para poder contarse a
sí misma tendría que dejar de ser la máquina que es, porque se puede
hacer cualquier cosa, salvo que una máquina se sume a sí misma como
elemento de un cálculo.

La próxima vez les presentaré
las cosas desde un ángulo menos árido. El yo es tan sólo una función. A
partir del momento en que el mundo simbólico está fundado, él mismo
puede servir de símbolo, y con eso tenemos que vérnosla. Porque se
pretende que el yo es el sujeto, porque se lo unifica como función y
como símbolo, hoy tuvimos que dedicarnos a despojarlo de su estatuto
simbólico, fascinante, que hace que creamos en él. La próxima vez le
restituiremos ese estatuto, y veremos la estrecha relación de todo esto
con nuestra práctica.