Variantes de la cura-tipo, Lo que el analista debe saber; ignorar lo que sabe

La condición imaginaria en que desemboca el capítulo precedente no ha de comprenderse sino como condición ideal. Pero si se conviene en que pertenecer a lo imaginario no quiere decir que sea ilusoria, digamos que ser tomada como ideal no la hace por ello más desreal. Pues un punto ideal, incluso una solución llamada en matemáticas «imaginaria», al dar el pivote de transformación, el nudo de convergencia de figuras o de funciones enteramente determinadas en lo real, son plenamente parte constituyente suya. Lo mismo sucede con la condición relativa al Yo del analista en la forma obtenida del problema del que hemos revelado lo que pone en juego.

La cuestión referida ahora al saber del analista toma su fuerza del hecho de no implicar la respuesta de que él analista sabe lo que hace, puesto que es el hecho patente de que lo desconoce, en la teoría y en la técnica, el que nos ha llevado a desplegarla hacia allí.

Pues, considerándose averiguado que el análisis no cambia nada en lo real, y que «lo cambia todo» para el sujeto, mientras el analista no pueda decir en qué consiste su operación, el término «pensamiento mágico» para designar la fe ingenua que el sujeto del que se ocupa concede a su poder no aparecerá uno como la coartada de su propio desconocimiento.

Si hay en efecto abundantes ocasiones de demostrar la tontería constituida por el empleo de este término en el análisis y fuera de él, se encontrará sin duda aquí la más favorable para preguntar al analista lo que le autoriza a considerar privilegiado su saber.

Pues el recurso imbécil al término «vivido» para calificar el conocimiento que le viene de su propio análisis, como si todo conocimiento nacido de una experiencia no lo fuese, no basta para distinguir su pensamiento del que le atribuye ser un hombre «no como los demás». Tampoco se puede imputar la vanidad de este decir al se que lo refiere. Porque si no se tiene fundamento, en efecto, para decir que él no es un hombre como los demás, puesto que se reconoce en el semejante a un hombre en que se le puede hablar, no se yerra si se quiere decir con eso que no es un hombre como todo el mundo en cuanto que se reconoce en un hombre a un igual por el alcance de sus palabras.

Ahora bien, el analista se distingue en que hace de una función que es común a todos los hombres un uso que no está al alcance de todo el mundo cuando porta la palabra.

Pues es efectivamente eso lo que hace para la palabra del sujeto, aun con sólo acogerla, como lo hemos mostrado mas arriba, en el silencio del oyente. Pues ese silencio comprende la palabra, como se ve en la expresión guardar silencio, que, para hablar del silencio del analista, no quiere decir solamente que no hace ruido, sino que se calla en lugar de responder.

No iremos más lejos por este camino antes de preguntar: ¿qué es la palabra? Y trataremos de que aquí todo lo que digamos sea efectivo.

Ningún concepto sin embargo da el sentido de la palabra, ni siquiera el concepto del concepto, pues ella no es el sentido del sentido. Pero da al sentido su soporte en el símbolo que ella encarna por su acto.

Es pues un acto y que, como tal, supone un sujeto. Pero no basta decir que, en ese acto, el sujeto supone otro sujeto, pues antes bien se funda en él como siendo el otro, pero en esa unidad paradójica del uno y del otro de la que hemos mostrado mas arriba que, por su intermedio, el uno se atiene al otro para hacerse idéntico a sí mismo.

Puede decirse pues que la palabra se manifiesta como una comunicación en la que no sólo el sujeto, por esperar del otro que haga verdadero su mensaje, va a proferirlo bajo una forma invertida, sino en la que ese mensaje lo transforma anunciando que es el mismo. Como aparece en toda fe otorgada, donde las declaraciones «eres mi mujer» y «eres mi maestro» significan «soy tu esposo», «soy tu discípulo».

La palabra manifiesta pues ser tanto mas verdaderamente una palabra cuanto menos fundada está su verdad en lo que llaman la adecuación a la cosa: la verdadera palabra se opone así paradójicamente al discurso verdadero; sus verdades se distinguen por esto: que la primera constituye el reconocimiento por los sujetos de sus seres en cuanto que están en ella interesados, mientras que la segunda está constituida por el conocimiento de lo real, en cuanto que es apuntado por el sujeto en los objetos. Pero cada una de las verdades aquí distinguidas se altera por cruzarse con la otra en su vía.

Así el discurso verdadero, de desbrozar en la palabra dada los datos de la promesa, la hace aparecer como mentirosa, puesto que compromete al porvenir, que, como dicen, no es de nadie, y además ambigua, por cuanto rebasa sin cesar al ser al que incumbe, en la enajenación en que se constituye su devenir.

Pero la verdadera palabra, interrogando al discurso verdadero sobre lo que significa, encontrará en él que la significación remite siempre a la significación, ya que ninguna cosa puede ser mostrada de otra manera que por un signo, y consiguientemente lo hará aparecer como abocado al error.

¿Cómo, entre el Caribdis y el Escila de esa interacusación de la palabra, el discurso intermedio, aquél en que el sujeto, en su designio de hacerse reconocer, dirige la palabra al otro teniendo en cuenta lo que sabe de su ser como dado, no se vería obligado a los caminos de la astucia?

Es así efectivamente como procede el discurso para convencer, palabra que implica la estrategia en el proceso del acuerdo. Y si se ha participado mínimamente en la empresa, o aun solamente en el sostén de una institución humana, se sabe que la lucha prosigue sobre los términos, aun si las cosas han quedado acordadas, en lo cual se manifiesta otra vez la prevalencia del tercer término que es la palabra.

Este proceso se cumple en la mala fe del sujeto, que gobierna su discurso entre el embuste, la ambigüedad y el error. Pero esta lucha por asegurar una paz tan precaria no se ofrecería como el campo mas común de la intersubjetividad si el hombre no estuviera ya todo el persuadido por la palabra, lo cual quiere decir que se complace en ella de extremo a extremo.

Es que también el hombre, en la subordinación de su ser a la ley del reconocimiento, está atravesado por las avenides de la palabra y por ende está abierto a toda sugestión. Pero se demora y se pierde en el discurso de la convicción, debido a los espejismos narcisistas que dominan la relación con el otro de su Yo.

Así la mala fe del sujeto, por ser tan constituyente de ese discurso intermedio que ni siquiera falta en la confesión de la amistad, se acompaña del desconocimiento en que estos espejismos lo instalan. Esto es lo que Freud designó como la función inconsciente del Yo de su tópica, antes de demostrar su forma esencial en el discurso de la denegación (Verneinung, 1925) .

Si pues se impone para el analista la convicción ideal de que los espejismos del narcisismo se hayan hecho transparentes para él, es para que sea permeable a la palabra auténtica del otro, respecto de la cual se trata ahora de comprender cómo puede reconocerla a través de su discurso.

Sin duda ese discurso intermedio, aun en cuanto discurso del embuste y del error, no deja de dar testimonio de la existencia de la palabra en que se funda la verdad, en el hecho de que no se sostiene sino proponiéndose como tal, y en que, incluso si se da abiertamente como discurso de la mentira, no afirma sino más fuertemente la existencia de esta palabra. Y si se recupera, con este enfoque fenomenológico de la verdad, la llave cuya pérdida lleva al logicismo positivista a investigar el «sentido del sentido», ¿no hace también reconocer en ella el concepto del concepto, en cuanto que se revela en la palabra en acto?

Esa palabra, que constituye al sujeto en su verdad, le está sin embargo vedada para siempre, fuera de los raros momentos de su existencia en que prueba, cuán confusamente, a captarla en la fe jurada, y vedada en cuanto que el discurso intermedio le destina a desconocerla. Habla sin embargo en todas partes donde puede leerse en su ser, o sea a todos los niveles en que ella lo ha formado. Esta antinomia es la misma del sentido que Freud dio a la noción de inconsciente.

Pero si esa palabra es no obstante accesible, es que ninguna verdadera palabra es únicamente palabra del sujeto, puesto que es siempre fundándola en la mediación de otro sujeto como ella opera, y puesto que por ese camino está abierta a la cadena sin fin -pero sin duda no indefinida, puesto que se cierra,  de las palabras donde se realiza concretamente en la comunidad humana la dialéctica del reconocimiento.

En la medida en que el analista hace callar en éI el discurso intermedio para abrirse a la cadena de las verdaderas palabras, en esa medida puede colocar en ella su interpretación reveladora.

Como se ve cada vez que se considera en su forma concreta una auténtica interpretación: para tomar un ejemplo, en el análisis clásicamente conocido bajo el nombre de «el hombre de las ratas», su viraje mayor se encuentra en el momento en que Freud comprende el resentimiento provocado en el sujeto por el cálculo que su madre le sugiere en el principio de la elección de una esposa. Que la prohibición que semejante consejo implica para el sujeto de comprometerse en un noviazgo con la mujer que cree amar sea referida por Freud a la palabra de su padre en contradicción de hechos patentes, y principalmente de este que priva sobre todos: que su padre esta muerto, le deja a uno mas bien sorprendido, pero se justifica al nivel de una verdad más profunda, que parece haber adivinado sin darse cuenta y que se revela por la secuencia de las asociaciones que el sujeto aporta entonces. No se sitúa en ninguna otra parte sino en lo que llamamos aquí la «cadena de las palabras», que, por hacerse oír en la neurosis como en el destino del sujeto, se extiende mucho mas allá que su individuo: a saber que una falta de fe semejante presidió el matrimonio de su padre, y que esa ambigüedad recubre a su vez un abuso de confianza en materia de dinero que, al hacer que su padre fuese excluido del ejército, lo determinó al matrimonio.

Ahora bien, esta cadena, que no está constituida de puros acontecimientos, por lo demás todos caducos antes del nacimiento del sujeto, sino de un faltar, tal vez el más grave por ser el más sutil, a la verdad de la palabra, no menos que de una fechoría mas grosera hecha a su honor -ya que la deuda engendrada por el primero parece haber ensombrecido toda una vida de matrimonio y la del segundo no haber sido saldada nunca- da el sentido en que se comprende el simulacro de redención que el sujeto fomenta hasta el delirio en el proceso del gran trance obsesivo que lo ha empujado a llamar en su ayuda a Freud.

Entendamos sin duda que esta cadena no es toda la estructura de la neurosis obsesiva, pero que se cruza en ella, en el texto del mito individual del neurótico, con la trama de los fantasmas donde se conjugan, en una pareja de imágenes narcisistas, la sombra de su padre muerto y el ideal de la dama de sus pensamientos.

Pero si la interpretación de Freud, al deshacer en todo su alcance latente esa cadena, va a llegar al resultado de hacer caer la trama imaginaria de la neurosis, es que para la deuda simbólica que se promulga en el tribunal del sujeto, esa cadena le hace comparecer menos aún como su legatario que como su testimonio vivo.

Pues conviene meditar que no es solamente por un asumir simbólico como la palabra constituye el ser del sujeto, sino que, por la ley de la alianza, en que el orden humano se distingue de la naturaleza, la palabra determina, desde antes de su nacimiento, no sólo el estatuto del sujeto, sino la llegada al mundo de su ser biológico.

Ahora bien, parece que el acceso de Freud al punto crucial del sentido en que el sujeto puede al pie de la letra descifrar su destino le fue abierto por el hecho de haber sido el mismo objeto de una sugestión semejante de la prudencia familiar -cosa que sabemos por un fragmento de su análisis desenmascarado en su obra por Bernfeld- y tal vez hubiese bastado con que en su tiempo no hubiese respondido de manera opuesta para que hubiese dejado escapar en el tratamiento la oportunidad de reconocerla.

.Sin duda la fulgurante comprensión de que Freud da prueba en semejante caso no deja de velarse muchas veces con los efectos de su narcisismo. Aun así, por no deber nada a un análisis proseguido en las formas, deja ver, en la altura de sus últimas construcciones doctrinales, que los caminos del ser estaban para éI expeditos.

Este ejemplo, si hace sentir la importancia de un comentario de la obra de Freud para la comprensión del análisis, no toma aquí mas lugar que el de trampolín para precipitar el salto úItimo en la cuestión presente, a saber: el contraste entre los objetos propuestos al analista por su experiencia y la disciplina necesaria a su formación.

A falta de haber sido concebido nunca hasta su fondo, ni siquiera aproximadamente formulado, este contraste se expresa sin embargo, como es de esperarse de toda verdad no reconocida, en la rebelión de los hechos.

En el nivel de la experiencia en primer lugar, donde nadie le da voz mejor que un Theodor Reik, y podemos contentarnos con el grito de alarma de su libro: Listening with the third ear» o sea en español: «oír con esa tercera oreja», con lo cual no designa otra cosa sino sin duda las dos de que dispone todo hombre, a condición de que sean devueltas a la función que les discutí la palabra del Evangelio.

Se verán allí las razones de su oposición a la exigericia de una sucesión regular de los planos de la regresión imaginaria, cuyo principio ha establecido el análisis de las resistencias, no menos que a las formas más sistemáticas de planning en las que ésta se ha adelantado -a la vez que recuerda, por cien ejemplos vivos, la vía propia de la interpretación verdadera. Leyéndolo, no podrá dejar de reconocer en él un recurso desgraciadamente mal definido a la adivinación, si el empleo de este término recobra su virtud de evocar la ordalla jurídica que designa en su origen (Aulo Gelio: Noches áticas, t. II, cap. IV) recordando que el destino humano depende de la elección de aquel que va a llevar a él la acusación de la palabra.

No nos interesaremos menos en el malestar que reina en todo lo que incumbe a la formación del analista, y para no tomar sino su último eco, nos detendremos en las declaraciones hechas en diciembre de 1952 por el doctor Knight en su discurso presidencial a la Asociación Psicoanalítica Norteamericana. Entre los factores que tienden a «alterar el papel de la formación analítica», señala, al lado del acrecentamiento en número de los candidatos en formación, la «forma mas estructurada de la enseñanza» en los institutos que la imparten, oponiéndola al tipo precedente de la formación por un maestro («the earlier preceptorship type of training»).

Sobre el reclutamiento de los candidatos se expresa así: «Antaño eran, ante todo, individualidades introspectivas, marcadas por su inclinación al estudio y a la meditación, y que tendían a realizar una alta individualidad, incluso a limitar su vida social a las discusiones clínicas y teóricas con sus colegas. Leían prodigiosamente y poseían perfectamente la literatura analítica»… «Muy al contrario, puede decirse que la mayoría de los estudiantes de la última década. .. no son introspectivos, que se inclinan a no leer nada más que la literatura que les indican en el programa de los institutos y no desean sino acabar lo antes posible con lo que se exige para su formación. Su interés se dirige en primer lugar a la clínica más que a la investigación y a la teoría. Su motivo para ser analizados es mas bien pasar por algo que su formación exige… La capitulación parcial de ciertos institutos… en su prisa ambiciosa y su tendencia a satisfacerse con la aprehensión más superficial de la teoría está en el origen de los problemas con que tenemos que enfrentarnos ahora en la formación de los analistas.»

Se ve suficientemente, en este discurso muy público, cuan grave se presenta el mal y también qué poco o nada es comprendido. Lo que es de desearse no es que los analizados sean más «introspectivos», sino que comprendan lo que hacen: y el remedio no es que los institutos estén menos estructurados, sino que no se enseñe en ellos un saber predigerido, incluso si resume los datos de la experiencia analítica.

Pero lo que hay que comprender ante todo es que, cualquiera que sea la dosis de saber así transmitida, no tiene para el analista ningún valor formativo.

Pues el saber acumulado en su experiencia incumbe a lo imaginario, contra lo cual viene a tropezar constantemente, hasta el punto de haber llegado a regular su andadura sobre su exploración sistemática en el sujeto. Ha logrado así constituir la historia natural de formas de captura del deseo, incluso de identificaciones del sujeto que nunca habían sido catalogadas en su riqueza, ni aun abordadas en su sesgo de acción, ni en la ciencia, ni siquiera en la sabiduría, con ese grado de rigor, si bien su lujuriancia y su seducción se habían desplegado desde hace mucho tiempo en la fantasía de los artistas.

Pero aparte de que los efectos de captura de lo imaginario son extremadamente difíciles de objetivar en un discurso verdadero, al que oponen en lo cotidiano su obstáculo mayor, lo cual amenaza constantemente al análisis con constituir una mala ciencia en la incertidumbre en que permanece de sus límites en lo real, esa ciencia, incluso suponiéndola correcta, es sólo de una asistencia engañosa en la acción del analista, pues sólo incumbe a su depósito, pero no a su resorte.

La experiencia en esto no da privilegio ni a la tendencia llamada «biológica» de la teoría, que por supuesto no tiene de biológico más que la terminología, ni a la tendencia sociológica que llaman a veces «culturalista». El ideal de armonía «pulsional», que reivindica una ética individualista, de la primera tendencia, no podría, es fácil concebirlo, mostrar efectos más humanizantes que el ideal de conformidad con el grupo, por lo cual la segunda se abre a la golosina de los «ingenieros del alma», y la diferencia que se puede leer en sus resultados no proviene sino de la distancia que separa el injerto autoplástico de un miembro del aparato ortopédico que lo constituye, y lo que queda de tullido, en el primer caso, respecto del comportamiento instintual (lo que Freud llama la «cicatriz» de la neurosis) no deja más que un beneficio inseguro sobre el artificio compensatorio al que apuntan las sublimaciones en el segundo.

A decir verdad, si el análisis confina bastante de cerca con los dominios así evocados de la ciencia para que algunos de sus conceptos hayan sido utilizados allí, éstos no encuentran su fundamento en la experiencia de los dominios, y las tentativas que produce para hacer naturalizar en él a la ciencia siguen estando en un suspenso que hace que no se le considere en la ciencia sino planteándose en ella como un problema.

Es que también el psicoanálisis es una práctica subordinada por vocación a lo más particular del sujeto, y cuando Freud pone en ello el acento hasta el punto de decir que la ciencia analítica debe volver a ponerse en tela de juicio en el análisis de cada caso (v. «El hombre de los lobos», passim; toda la discusión del caso se desarrolla sobre este principio), muestra suficientemente al analizado la vía de su formación.

El analista, en efecto, no podría adentrarse en ella sino reconociendo en su saber el síntoma de su ignorancia, y esto en el sentido propiamente analítico de que el síntoma es el retorno de lo reprimido en el compromiso, y que la represión aquí como en cualquier otro sitio es censura de la verdad. La ignorancia en efecto no debe entenderse aquí como una ausencia de saber, sino, al igual que el amor y el odio, como una pasión del ser; pues puede ser como ellos, una vía en la que el ser se forma, Es efectivamente allí donde se encuentra Ia pasión que debe dar su sentido a toda la formación analítica, como resulta evidente con sólo abrirse al hecho de que estructura su situación.

Se ha intentado percibir el obstáculo interno al análisis didáctico en la actitud psicológica de postulancia en que se pone el candidato en relación con el analista
, pero esto no es denunciarlo en su fundamento esencial, que es el deseo de saber o de poder que anima al candidato en el principio de su decisión. Como tampoco se ha reconocido que ese deseo debe tratarse del mismo modo que el deseo de amar en el neurótico, del que la sabiduría sabe desde siempre que es la antinomia del amor -si es que no es a eso a lo que apuntan los mejores autores al declarar que todo análisis didáctico está en la obligación de analizar los motivos que han hacho escoger al candidato la carrera de analista .

El fruto positivo de la revelación de la ignorancia es el no saber, que no es una negación del saber, sino su forma más elaborada. La formación del candidato no podría terminarse sin la acción del maestro o de los maestros que lo forman en ese no-saber; en ausencia de lo cual nunca será otra cosa que un robot de analista.

Y es sin duda aquí donde se comprende la cerrazón del inconsciente cuyo enigma indicamos en el momento del viraje mayor de la técnica psicoanalítica y del que Freud previó, y no en una frase rápida, que podría un día resultar de la difusión misma, en escala social, de los efectos del análisis . El inconsciente se cierra en efecto por el hecho de que el analista «ya no porta la palabra», porque sabe ya o cree saber lo que ella tiene que decir. Así, si el analista habla al sujeto, que por lo demás sabe otro tanto, éste no puede reconocer en lo que éI dice la verdad naciente de su palabra particular. Y esto es lo que explica también los efectos a menudo asombrosos para nosotros de las interpretaciones que daba Freud mismo. Es que la respuesta que daba al sujeto era la verdadera palabra en que se fundaba él mismo, y que, para unir a dos sujetos en su verdad, la palabra exige ser una verdadera palabra para el uno como para el otro.

Por eso el analista debe aspirar a un dominio tal de su palabra que sea idéntica a su ser. Pues no necesitará pronunciar muchas en el tratamiento, y hasta tan pocas que es de creerse que no se necesita en éI alguna, para escuchar, cada vez que con la ayuda de Dios, es decir del sujeto mismo, haya llevado un tratamiento hasta su término, al sujeto salirle con las palabras mismas en las cuales reconoce la ley de su ser.

Y cómo se asombraría de ello, éI cuya acción, en la soledad donde tiene que responder de su paciente, no incumbe solamente, como suele decirse de un cirujano, a su conciencia, puesto que su técnica le enseña que la palabra misma que ella revela es asunto de un sujeto inconsciente. Así el analista, mejor que cualquier otro, debe saber que no puede ser sino el mismo en sus palabras.

¿No es ésta acaso la respuesta a la pregunta que el tormento de Ferenczi, a saber: si, para que la confesión del paciente llegue a su término, la del analista no debe también pronunciarse? El ser del analista en efecto está en acción incluso en su silencio, y es en el estiaje de la verdad que lo sostiene cuando el sujeto proferirá su palabra. Pero si, conforme a la ley de la palabra, es en él en cuanto otro donde el sujeto encuentra su identidad, es para mantener en ella su ser propio.

Resultado bien alejado de la identificación narcisista, tan finamente descrita por M. Balint (v. más arriba), pues ésta deja al sujeto, en una beatitud sin medida, más ofrecido que nunca a esa figura obscena y feroz que el analista llama el Superyó, y que hay que entender como el boquete abierto en lo imaginario por todo rechazo (Verwerfung) de los mandamientos de la palabra .

Y no cabe duda de que un análisis didáctico tiene este efecto, si el sujeto no encuentra en éI nada más apropiado para dar testimonio de la autenticidad de su experiencia, por ejemplo el haberse enamorado de la persona que le abra la puerta en casa de su analista tomándola por la esposa de éste. Fantasía picante sin duda por su especiosa conformidad, pero en la que no tiene por qué jactarse de haber recibido el conocimiento vivido del Edipo: mas bien está destinada a escamoteárselo, pues, de quedarse en eso, no habrá vivido nada más que el mito de Anfitrión, y a la manera de Sosías, es decir sin comprender nada. ¿Cómo esperar entonces que, por muy sutil que haya podido presentarse en sus promesas, semejante sujeto, cuando tenga que opinar sobre la cuestión de las variantes, se muestre sino como un aficionado habitado de chismes?

Para evitar estos resultados, sería necesario que el análisis didáctico, del que todos los autores observan que sus condiciones nunca son discutidas sino bajo una forma censurada, no hundiese sus fines como su práctica en unas tinieblas cada vez más profundas, a medida que crece el formalismo de las garantías que se pretende aportar en él: como lo declara Michael Balint y como lo demuestra con la mayor claridad .

Para el analista, en efecto, la mera cantidad de los investigadores no podría arrastrar los efectos de calidad de la investigación que puede tener para una ciencia constituida en la objetividad. Cíen psicoanalistas mediocres no harán dar un paso a su conocimiento, mientras que un médico, por ser el autor de una obra genial en la gramática (y no se imagine aquí alguna simpática producción del humanismo médico), ha mantenido durante toda su vida el estilo de la comunicación en el interior de un grupo de analistas contra los vientos de su discordancia y la marca de sus servidumbres.

Es que el análisis, por progresar esencialmente en el no-saber, se liga, en la historia de la ciencia, con su estado de antes de su definición aristotélica y que se llama la dialéctica. Por eso la obra de Freud, por sus referencias platónicas, y aun presocráticas, da testimonio de ello.

Pero por ello mismo, lejos de estar aislado, y aun de ser aislable, encuentra su lugar en el centro del vasto movimiento conceptual que en nuestra época, reestructurando tantas ciencias impropiamente llamadas «sociales», cambiando o recuperando el sentido de ciertas secciones de la ciencia exacta por excelencia, la matemática, para restaurar con ella el asiento de una ciencia de la acción humana en cuanto que se funda en la conjetura, reclasifica, bajo el nombre de ciencias humanas, el cuerpo de las ciencias de la intersubjetividad.

El análisis encontrará mucho que tomar en la investigación lingüística en sus desarrollos modernos más concretos, para esclarecer los difíciles problemas que le son planteados por la verbalización en sus aspectos técnico y doctrinal. A la vez que pueden reconocerse, de la manera más inesperada, en la elaboración de los fenómenos más originales del inconsciente, sueños y síntomas, las figuras mismas de la retórica caída en desuso, que en uso demuestran dar sus especificaciones más finas,

La noción moderna de la historia no será menos necesaria al analista para comprender su función en la vida individual del sujeto.

Pero es propiamente la teoría del símbolo, retomada del aspecto de curiosidades con que se ofrecía en el período que podemos llamar paleontológico del análisis y bajo el registro de una pretendida «psicología de las profundidades», lo que el analista debe hacer entrar en su función universal, Ningún estudio será más apropiado para ello que el de los números enteros, cuyo origen no empírico nunca meditará demasiado. Y, sin llegar a los ejercicios fecundos de la moderna teoría de los juegos, ni aun a las formalizaciones tan sugestivas de la teoría de conjuntos, encontrará materia suficiente para fundar su práctica con sólo aprender, como se consagra a enseñarlo el autor de estas Iíneas, a contar correctamente hasta cuatro (o sea a integrar la función de la muerte en la relación ternaria del Edipo)

No se trata con esto de definir las materias de un programa, sino de indicar que para situar el análisis en el lugar eminente que los responsables de la educación pública están en el deber de reconocerle, hay que abrirlo a la crítica de sus fundamentos, a falta de lo cual se degrada en efectos de soborno colectivo.

Es a su disciplina interior a la que incumbe sin embargo evitar esos efectos en la formación del analista y por ende aportar la claridad en la cuestión de las variantes.

Entonces podrá ser entendida la extrema reserva con que Freud introduce las formas mismas, convertidas desde entonces en estándar, de la «cura-tipo» en estos términos:

«Pero debo decir expresamente que esta técnica no ha sido obtenida sino como la única adecuada para mi personalidad: no me aventuraría a negar que una personalidad médica constituida de manera enteramente diferente pudiese verse arrastrada a preferir disposiciones diferentes respecto del enfermo y del problema por resolver.» .

Pues esta reserva dejará entonces de relegarse al rango de signo de su profunda modestia, sino que será reconocida como afirmación de la verdad de que el análisis no puede encontrar su medida sino en las vías de una docta ignorancia.