Acerca de la causalidad psíquica (La causalidad esencial de la locura), segunda parte

a] La estirpe de las perseguidoras que se suceden en su historia repite
casi sin variaciones la personificación de un ideal de malignidad contra
el cual su necesidad de agresión va en aumento.
Ahora bien, no solo ha buscado permanentemente el favor y, con ello, las
sevicias de personas que encarnaban ese tipo entre aquellas que le eran
accesibles en la realidad, sino que además tiende en su conducta a
realizar, sin reconocerlo, el mal mismo que denuncia: vanidad, frialdad y
abandono de sus deberes naturales.
b] En cambio, su representación de si misma se expresa en un ideal
completamente opuesto, de pureza y devoción. que la expone como víctima a
los atentados del ser aborrecido.
c] Se observa, además, una neutralización de la categoría sexual en la
que ella se identifica. Esa neutralización, confesada hasta la
ambigüedad en sus escritos y tal vez impulsada hasta la inversión
imaginativa, es coherente con el platonismo de la erotomanía clásica que
desarrolla respecto a varias personificaciones masculinas y con la
prevalencia de sus amistades femeninas en su historia real.
d] Esta historia está constituida por una lucha indecisa en pro de la
realización de una existencia común, pero sin abandonar ideales que
calificaríamos de bováricos, sin que este término contenga peyoración
alguna.
Luego, una intervención progresiva de su hermana mayor en su vida la ha
despojado poco a poco por completo de su lugar de esposa y madre.
e] Esa intervención la ha desembarazado, a decir verdad, de sus deberes
familiares.
Pero, a medida que la "liberaba", se desencadenaban y constituían los
fenómenos de su delirio, que alcanzaron su apogeo en el momento en que,
contribuyendo a ello su incidencia misma, resultó verse completamente
independiente.
f] Esos fenómenos aparecieron en una serie de oleadas a las que hemos
designado con el término, que algunos han deseado conservar, de momentos
fecundos del delirio.
Ciertas resistencias que hemos podido encontrar para comprender en una
tesis psicogenética la presentación "elemental" de tales momentos
parécenos que se resuelven actualmente en el ahondamiento que esta tesis
ha adquirido con posterioridad en nosotros. Como hemos de mostrarlo en
seguida, en la medida en que nos lo permita el equilibrio de la presente
exposición.
g] Nótese que aunque la enferma parezca sufrir por el hecho de haberle
sido arrebatado su hijo por la mencionada hermana, cuya mera visión
dejaba en libertad, para nosotros, al mal augurio, se niega a
considerarla como hostil para con ella misma, ni aun nefasta, ni desde
este punto de vista ni desde ningún otro.
Por el contrario, va a golpear con asesina intención a la última en
fecha de las personas en las que ha identificado a sus perseguidoras, y
ese acto, tras el plazo necesario para la toma de conciencia del alto
precio que paga en la abyección de la cárcel, tiene por efecto la caída
en ella de las creencias y los fantasmas de su delirio.
De este modo hemos procurado delinear la psicosis en sus relaciones con
la totalidad de los antecedentes biográficos, de las intenciones
-confesadas o no- de la enferma, y de los motivos, percibidos o no, que
se desprenden de la situación contemporánea de su delirio, o sea, como
lo indica el título de nuestra tesis, en sus relaciones con la
personalidad.
Parécenos que de ello surge, desde un primer instante, la estructura
general del desconocimiento. Pero hay que comprenderla bien.
Seguramente se puede decir que el loco se cree distinto de lo que es,
como lo asienta la frase sobre "aquellos que se creen vestidos de oro y
púrpura", en la que Descartes se conforma con las más anecdóticas de las
historias de locos, y como se contenta el autor, autorizadísimo, al que
el bovarismo, adecuado a la medida de su simpatía por los enfermos,
daba la clave de la paranoia.
Pero, sobre que la teoría de Jules de Gaultier incumbe a una de las
relaciones más normales de la personalidad humana -sus ideales-,
conviene destacar que, si un hombre cualquiera que se cree rey está
loco, no lo está menos un rey que se cree rey.
Como lo prueban el ejemplo de Luis II de Baviera y el de algunas otras
personas reales, y el "buen sentido" de todo el mundo, en nombre de lo
cual se exige, con todo derecho, de las personas colocadas en esa
situación "que desempeñen bien su papel" pero experimentando con
fastidio la idea de que "se lo crean" de veras, así sea a través de una
consideración superior de su deber de encarnar una función en el orden
del mundo, por lo cual adquieren bastante bien apariencia de víctimas
elegidos.
El momento de virar lo da aquí la mediación o la inmediatez de la
identificación y, para decirlo de una vez, la infatuación del sujeto.
A fin de hacerme comprender, evocaré la simpática figura del lechuguino,
nacido en el desahogo, que, como se suele decir, "no duda de nada",
especialmente de lo que debe a su dichosa suerte. El sentido común tiene
la costumbre de calificarlo, según el caso, de "bienaventurado
inocente" o de "patito". "Se cree", como se dice en francés, en lo cual
el genio de la lengua pone e! acento donde es preciso, es decir, no en
la inadecuación de un atributo, sino en un modo del verbo, pues el
sujeto se cree, en suma, lo que es: un feliz granuja, pero el sentido
común le desea in  petto el tropiezo que le revele que no lo es tanto
como cree. No se me vaya a decir que me hago el ingenioso, ni se me
mencione la calidad que se muestra en el dicho de que Napoleón era un
tipo que se creía Napoleón. Napoleón no se creía en absoluto Napoleón,
porque sabía muy bien por qué medios había Bonaparte producido a
Napoleón y de qué modo Napoleón, como el dios de Malebranche, sostenía a
cada instante su existencia. Si se creyó Napoleón, fue en el momento en
que Júpiter decidió perderlo, y, consumada su caída, ocupó sus momentos
libres en mentirle a Las Cases a su gusto y paladar, para que la
posteridad creyera que se había creído Napoleón, condición requerida
para convencer a ésta de que había sido verdaderamente Napoleón.
No creáis que me extravío, que me aparto de un propósito que debe
llevarnos nada menos que al corazón mismo de la dialéctica del ser: en
punto tal sitúase, en efecto, el desconocimiento esencial de la locura,
que nuestra enferma manifiesta perfectamente.
Ese desconocimiento se revela en la sublevación merced a la cual el loco
quiere imponer la ley de su corazón a lo que se le presenta como el
desorden del mundo, empresa "insensata", pero no en el sentido de que es
una falta de adaptación a la vida -fórmula que oímos corrientemente en
nuestros medios, aun cuando la mínima reflexión sobre nuestra
experiencia debe demostrarnos su deshonrosa inanidad- empresa insensata,
digo, más bien por el hecho de que el sujeto no reconoce en el desorden
del mundo la manifestación misma de su ser actual, y porque lo que
experimenta como ley de su corazón no es mas que la imagen invertida,
tanto como virtual, de ese mismo ser. Lo desconoce, pues, por partida
doble, y precisamente por desdoblar su actualidad y su virtualidad. Con
todo, sólo puede escapar de la actualidad gracias a la virtualidad. Su
ser se halla, por tanto, encerrado en un círculo, salvo en el momento de
romperlo mediante alguna violencia en la que, al asestar su golpe
contra lo que se le presenta como el desorden, se golpea a si mismo por
vía de rebote social.
Tal es la fórmula general de la locura que encontramos en Hegel, pues no
vayáis a creer que innovo, aun cuando he estimado de mi deber tomarme
el cuidado de presentárosla con una forma ilustrada. Y digo fórmula
general de la locura, en el sentido de que podemos verla aplicarse
particularmente a cualquiera de esas fases a través de las cuales se
cumple mas o menos en cada destino el desarrollo dialéctico del ser
humano, y porque allí se realiza siempre, como una estasis del ser en
una identificación ideal que caracteriza a ese punto con un destino
particular.
Ahora bien, esa identificación, cuyo carácter sin mediación e
"infatuado" he deseado ahora mismo hacer sentir, se demuestra como la
relación del ser con lo mejor que éste tiene, ya que el ideal representa
en él su libertad.
Para decir las anteriores cosas en términos mas galantes, os las podría
demostrar con el ejemplo al que el propio Hegel se trasladaba en mente
cuando desarrollaba este análisis en la Fenomenología, es decir, si
recuerdo bien, en 1806, sin dejar de esperar (anotemos esto de paso,
para volcarlo a un legajo que acabo de abrir), sin dejar de esperar,
digo, la aproximación de la Weltseele, el Alma del mundo, que reconocía
en Napoleón, con el fin preciso de revelarle a éste lo que de tal modo
tenía el honor de encarnar, aunque pareció ignorarlo profundamente. El
ejemplo de que hablo es el personaje de Karl Moor, héroe de Los
bandidos, de Schiller, familiar a la memoria de todo alemán.
Más accesible a la nuestra, y asimismo más halagüeña para con mi gusto,
evocaré al Alcestes de Moliere, no sin formular primeramente la
advertencia de que el hecho de no haber dejado de ser un problema para
nuestros doctos espíritus alimentados de "humanidades" desde su
aparición demuestra suficientemente que cosas éstas como las que agito
no son ni por asomo tan vanas como los susodichos espíritus querrán
hacerlo creer cuando las califican de pedantescas, sin duda para
ahorrarse no tanto el esfuerzo de comprenderlas cuanto las consecuencias
dolorosas qué tendrían que extraer de su sociedad para ellos mismos,
así que las hubiesen comprendido.
Todo parte de la circunstancia de que la "bella alma" de Alcestes ejerce
sobre el espíritu culto una fascinación a la que éste no se puede
resistir en su condición de "alimentado de humanidades". ¿Da, pues,
Moliere razón a la mundana complacencia de Filinto? ¡Dios, sera
posible!, exclaman unos, mientras los otros deben reconocer, con los
decepcionados acentos de la sabiduría, que es menester que así sea al
paso a que va el mundo.
Creo que el problema no estriba en la sabiduría de Filinto, y la
solución tal vez resultaría chocante para caballeros tales. Lo que
ocurre es que Alcestes está loco, y Moliere lo muestra como tal,
justamente porque aquél no reconoce en su bella alma que también éI
contribuye al desorden contra el cual se subleva.
Aclaro que está loco, no por amar a una mujer coqueta o que lo traiciona
-circunstancia que nuestros recién mencionados doctos relacionarían,
sin duda, con su inadaptación vital- sino por haber caído prisionero,
bajo el pabellón del amor, del mismo sentimiento que mueve el baile del
arte de los espejismos donde triunfa la hermosa Celimena, a saber, ese
narcisismo de los ociosos que provee la estructura psicológica del
"mundo" en todas las épocas, en este caso duplicado con el otro
narcisismo, ese que se manifiesta de manera mas especial en ciertas
personas por la idealización colectiva del sentimiento amoroso.
Celimena en el foco del espejo y sus adoradores en un radiante entorno
se complacen en el juego de tales ardores. Pero Alcestes no menos que
todos, ya que, si bien no tolera.sus mentiras, es solo por ser su
narcisismo más exigente. Desde luego, se lo dice a sí mismo con la forma
de la ley del corazón:
Quiero que seamos sinceros y que, como hombres do honor, no soltemos
palabra alguna que no salga del corazón.
Si; pero cuando su corazón habla, tiene extraños gritos. Así cuando
Filinto le pregunta:
Creéis, pues, ser amado por ella?
"¡Si, pardiez!—responde.
No la amaría si no creyese serlo".
Réplica acerca de la cual me pregunto si Clérambault no la habría
reconocido como si tuviese que ver más con el delirio pasional que con
el amor.
Y por muy difundido que, como se dice, esté en la pasión el fantasma de
la prueba de una desgracia del objeto amado, hallóle en Alcestes un
acento singular:
¡Ah, nada es comparable a mi extremado amor!
En el ardor de mostrarse a todos,
llega hasta formar deseos contra vos.
Si, yo querría que ninguno os encontrase amable
que os vierais reducida a una miserable suerte,
qué el cielo no os hubiese dado nada cuando nacíais…
Con tan bello deseo y el gusto que siente por la cantinela de "Yo amo
más a mi amiga", ¿no corteja a la florista? Pero no podría ,mostrar a
todos, su amor por la florista, y ello da la verdadera clave del
sentimiento aquí expresado: es la pasión de demostrar a todos su
unicidad, así sea en el aislamiento de la víctima, en el que encuentra,
en el úItimo acto, su satisfacción amargamente jubilosa.
En cuanto al resorte de la peripecia, está dado por el mecanismo que yo,
antes que con la autopunición, relacionaría con la agresión suicida del
narcisismo.
Pues lo que pone a Alcestes fuera de sí al escuchar el soneto de Orontes
es que reconoce en éI su situación, pintada con excesiva exactitud sólo
para su ridículo, y ese imbécil de su rival se le presenta como su
propia imagen en el espejo. Las palabras de furia que lanza entonces
dejan traslucir patentemente que busca golpearse a sí mismo, y cada vez
que uno de sus reveses le muestre que lo ha logrado, sufrirá sus efectos
de una manera deliciosa.
En este punto destaco como un defecto singular de la concepción de Henri
Ey el hecho de alejarla de la significación del acto delirante, de
reducirlo a efecto contingente de una falta de control, cuando el
problema de la significación del acto tal nos lo recuerdan
incansablemente exigencias médico-legales que son esenciales para la
fenomenología de nuestra experiencia.
Y aun más lejos va Guiraud, mecanicista, cuando en su artículo acerca de
los homicidios inmotivados se afana en reconocer que lo que el alienado
trata de alcanzar en el objeto al que golpea no es otra cosa que el
kakon de su propio ser.
Una última mirada, antes de abandonarlo, a Alcestes, cuya única víctima
es él mismo, y deseémosle que encuentre lo que busca, esto es, un lugar
apartado en esta tierra donde se tenga la libertad de ser hombre de
honor, para insistir respecto de la palabra libertad, porque no es solo
por irrisión que la hace surgir aquí el impecable rigor de la comedia
clásica.
El alcance del drama que ella expresa, en efecto, no se mide por la
estrechez de la acción donde se anuda, y, tal cual el altivo gesto de
Descartes en la Nota secreta -en la que se anuncia a punto de subir a la
escena del mundo- "avanza enmascarado".
En el lugar de Alcestes, yo habría podido buscar el juego de la ley del
corazón en el destino que condujo al viejo revolucionario de 1917 al
banquillo de los acusados de los procesos de Moscú. Pero lo que se
muestra en el espacio imaginario del poeta vale, metafísicamente, lo más
sangriento que sucede en el mundo, pues ésto es lo que en el mundo hace
correr sangre.
No me aparto, luego, del drama social que domina a nuestro tiempo. Lo
que ocurre es que el juego de mi títere dirá mejor a cada cual el riesgo
que lo tienta cada vez que se trata de la libertad.
Porque el riesgo de la locura se mide por el atractivo mismo de las
identificaciones en las que el hombre compromete a la vez su verdad y su
ser.
Lejos, pues, de ser la locura el hecho contingente de las fragilidades
de su organismo, es la permanente virtualidad de una grieta abierta en
su esencia.
Lejos de ser "un insulto" para la libertad, es su más fiel compañera;
sigue como una sombra su movimiento.
Y al ser del hombre no solo no se lo puede comprender sin la locura,
sino que ni aun sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura
como límite de su libertad.

Para romper tan severa afirmación con el humor de nuestra juventud, muy
cierto es que, como hubimos de escribirlo con una fórmula lapidaria en
el muro de nuestra sala de guardia, "No se vuelve loco el que quiere".
Pero tampoco no al que quiere alcanzan los riesgos que rodean la locura.
No bastan un organismo débil, una imaginación alterada, conflictos que
superen a las fuerzas. Puede ocurrir que un cuerpo de hierro, poderosas
identificaciones y las complacencias del destino, inscritas en los
astros, Conduzcan con mayor seguridad a esa seducción del ser.
Cuando menos, esta concepción rinde el beneficio inmediato de hacer que
se desvanezca el acento problemático que el siglo XIX puso sobre la
locura de las individualidades superiores, y de agotar el arsenal de
golpes bajos que se propinan Homais y Bournisien con respecto a la
locura de los santos o de los héroes de la libertad.
El hecho es que si la obra de Pinel nos ha vuelto, ¡gracias a Dios!, mas
humanos para con el común de los locos, hay que reconocer que no por
ello ha hecho aumentar nuestro rapeto por la locura de los riesgos
supremos.
Por lo demás, Homais y Bournisien representan una misma manifestación
del ser. ¿No es sorprendente, sin embargo, que nunca nos riamos más que
del primero? Desafío a rendir cuenta de ello de otro modo que no sea el
de la distinción significativa a que ya me he referido. Porque Homais
"cree" en ello, mientras que Bournisien, tonto también, pero no loco,
defiende su creencia y, apoyado en su jerarquía, mantiene entre éI y su
verdad esa distancia en la que estará de acuerdo con Homais, siempre que
este "se vuelva razonable" al reconocer la realidad de las "necesidades
espirituales".
Habiéndolo, pues, desarmado, al mismo tiempo que a su adversario, con
nuestra comprensión de la locura, recuperamos el derecho de evocar las
voces alucinatorias de Juana de Arco, o lo que ocurrió en el camino de
Damasco, sin que por ello se nos intime a cambiar el tono de nuestra voz
real ni a pasar también nosotros a un estado segundo en el ejercicio de
nuestro juicio.
Llegado a este punto de mi discurso sobre la causalidad de la locura,
¿no tengo que desvelarme porque el cielo me libre de extraviarme y
advertir que, tras haber aseverado que Henri Ey desconoce la causalidad
de la locura y no es Napoleón, acojo en tal aprieto poner por delante,
como última prueba, que yo si conozco esa causalidad, es decir, que soy
Napoleón?
No creo, pese a todo, que tal sea mi propósito, pues paréceme que, al
velar por mantener justas las distancias humanas que constituyen nuestra
experiencia de la locura, me he adecuado a la ley que hace literalmente
existir sus datos aparentes, a falta de lo cual el médico, tal como
aquel que le opone al loco que lo que este dice no es cierto, no divaga
menos que el loco mismo.
Releyendo, por otra parte, en esta ocasión la observación en la que me
he apoyado, me parece que puedo atestiguar ante mi mismo que, cualquiera
que sea la manera en que se puedan juzgar sus frutos, he conservado por
mi objeto el respeto que merece como persona humana, como enfermo y
como caso.
Por úItimo, creo que con el desplazamiento de la causalidad de la
locura hacia esa insondable decisión del ser en la que éste comprende o
desconoce su liberación
, hacia esa trampa del destino que lo engaña
respecto de una libertad que no ha conquistado, no formulo nada mas que
la ley de nuestro devenir, tal cual la expresa la fórmula antigua:
Tenoi, otoz essi (Llaga a ser tal como eres).
Y para definir la causalidad psíquica intentará ahora aprehender el modo
de forma y acción que fija las determinaciones de este drama, tanto
como me parece científicamente identificable con el concepto de imago.