Escritos de Lacan: Acerca de la causalidad psíquica (La causalidad esencial de la locura)

¿Qué más indicado para ese fin que partir de la situación donde estamos, es decir, reunidos para argumentar acerca de la causalidad de la locura? ¿Por qué este privilegio? ¿Hay tal vez en un loco un interés mayor que el que hay en el caso de Gelb y Goldstein, al que yo recordaba a grandes rasgos hace unos momentos y que revela no sólo para el neurólogo, sino también para el filósofo, y sin duda para el fildsofo más que para el neurólogo, una estructura constitutiva del conocimiento humano, a saber, ese soporte que el simbolismo del pensamiento encuentra en la percepción visual y al que llamaré, con Husserl, una relación de Fundierung de fundación?
¿Qué otro valor humano yace en la locura?
Cuando rendía mi tesis acerca de La psicósis paranoica en sus relaciones con la personalidad, uno de mis maestros me rogó formular lo que en resumidas cuentas me había yo propuesto: "En suma, señor, comencé,  no podemos olvidar que la locura es un fenómeno del pensamiento…" No dligo que hubiera así indicado suficientemente mi propósito: el gesto que me interrumpió tenía la firmeza de un llamado al pudor: »¡Caramba! ¿Y que más? –señalaba-. Pasemos a las cosas serias. ¿Va usted a dejarnos con un palmo de narices? No deshonremos esta hora solemne. Num dignus eris intrare in nostro docto corpore cum isto voce: pensare!. No obstante, se me graduó de doctor, con los estímulos que conviene dar a los espíritus impulsivos.
Retomo, pues, mi explicación para vuestro uso después de catorce años, y ya veis que a este tren -si no me sacáis de las manos la antorcha pero entonces, ¡tomadla!- la definición del objeto de la psicología no irá lejos, aun cuando yo pase a hacerles compañía a las luminarias que alumbran este mundo. Por lo menos, espero que en ese momento el movimiento del mundo haga ver hasta a esas luminarias mismas lo bastante para que ninguna de ellas pueda ya hallar en la obra de Bergson la dilatante síntesis que ha satisfecho las "necesidades espirituales" de una generación, ni ninguna otra cosa que no sea un harto curioso conjunto de ejercicios de ventriloquia metafísica.
Antes de hacer hablar a los hechos es conveniente reconocer las condiciones de sentido que nos los dan por tales. Por eso pienso que la consigna de regresar a Descartes no estaría de más.
Respecto del fenómeno de la locura, si bien no lo profundizó en sus Meditaciones, al menos tengamos por revelador al hecho de que da con él desde los primeros pasos de su partida, de una inolvidable alegría, hacia la conquista de la verdad, "¿Y cómo podría negar yo que estas manos y este cuerpo son míos sino acaso comparándome con algunos insensatos cuyo cerebro ha sido de tal modo alterado y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que constantemente aseguran ser reyes, cuando son pobrísimos, y que van vestidos de oro y púrpura, cuando están completamente desnudos, o que se imaginan ser cántaros o tener un cuerpo de vidrio? Son, ¡por supuesto!, locos, y yo no sería menos extravagante si me guiase por sus ejemplos."
Y sigue adelante, cuando vemos que bien habría podido, no sin provecho para su búsqueda, detenerse en el fenómeno de la locura.
Reconsiderémoslo, pues, en su conjunto de acuerdo con su método. Y no a la manera del maestro venerado que no sólo cortaba las efusiones explicativas de sus alumnos, aquel para quien las de los alucinados representaban un escándalo tal, que las interrumpía de este modo: "Pero ¿qué me está usted contando, amigo mio? Nada de eso es cierto, veamos, ¿eh?" De esta especie de intervención se puede extraer una chispa de sentido: lo verdadero está "en el golpe", ¿pero en que punto?. Seguramente, en lo que atañe al uso de la palabra, ya no podemos fiarnos aquí ni del espiritu del médico ni del espiritu del enfermo.
Sigamos mas bien a Henri Ey, quien, en sus primeros trabajos, como Descartes en su simple frase -y sin duda no por un encuentro casual en aquella época- pone de relieve eI resorte esencial de la creencia.
Este fenómeno, con su ambigüedad en el ser humano y con su demasiado y su demasiado poco para el conocimiento -ya que es menos que saber, pero es quizá más: afirmar es comprometerse, pero no es estar seguro-, Ey ha visto admirablemente que no se lo puede eliminar del fenómeno de la alucinación del delirio.
Pero el análisis fenomenológico requiere que no se pase por alto ningún tiempo; toda precipitación le es fatal, y diré que la figura sólo aparece ante una justa acomodación del pensamiento. Aquí Ey, para no caer en la falta, que les reprocha a los mecanicistas, de delirar con el enfermo, va a cometer la falta contraria, la de incluir con demasiada prisa en el fenómeno ese juicio de valor cuyo ejemplo cómico, recién comentado y que el paladeaba en su justa medida, habría debido advertirle que con ello excluía toda comprensión. Mediante una especie de vértigo mental, disuelve la noción de creencia, que tenía a la vista, en la de error, que va a absorberla como una gota de agua a otra que la toca. De ahí, toda la operación queda fallida. Inmovilizado, el fenómeno se vuelve objeto de enjuiciamiento, y muy pronto objeto a secas.
"Dónde estaría el error -escribe en la página 170 de su libro, Hallucinations et délire- y dónde, por lo demás, estaría el error y el delirio, si los enfermos no se equivocasen. Todo en sus afirmaciones y sus juicios nos revela en ellos el error (interpretaciones, ilusiones, etc.)". Y en la página 176, al plantear las dos "actitudes posibles" ante la alucinación, define de este modo la suya: "Se la considera como un error que hay que admitir y explicar como tal sin dejarse arrastrar por su espejismo. Ahora bien, su espejismo induce necesariamente, si no se tiene cuidado, a fundarla en fenómenos afectivos, y con ello, a construir hipótesis neurológicas que son, cuando menos inútiles, pues no Ilegan a lo que da fundamento al síntoma mismo: el error y el delirio."
¿Cómo no asombrarse, entonces, de que, tan bien prevenido contra la tentación de fundar sobre una hipótesis neurológica el "espejismo de la alucinación concebida como una sensación anormal", se apresure a fundar sobre una hipótesis semejante lo que éI llama "el error fundamental" del delirio, y de que, negándose con todo derecho, en la página 168, a hacer de la alucinación como sensación anormal "un objeto ubicado en los pliegues del cerebro", no titubee en situar allí mismo el fenómeno de la creencia delirante, considerado como fenómeno de déficit?
Por alta que sea, pues, la tradición en que se halla, ha tomado, pese a todo, por un falso camino. Habría esquivado éste de haberse detenido antes del salto que ordena en él la noción misma de la verdad. Ahora bien, si no hay progresos posibles en el conocimiento a menos que esta noción no lo mueva, está en nuestra condición, como lo veremos, correr siempre el riesgo de perdernos debido a nuestro mejor movimiento.
Se puede decir que el error es un déficit, en el sentido que esta palabra tiene en un balance; pero no lo es la creencia misma, aunque nos engañe, porque la creencia puede extraviarse en lo más alto de un pensamiento sin declinación, como el propio Ey lo prueba en este momento.
¿Cuál es, por tanto, el fenómeno de la creencia delirantes? Es, decimos, el de desconocimiento, con lo que este término contiene de antinomia esencial. Porque desconocer supone un reconocimiento, como lo manifiesta el desconocimiento sistemático, en el que hay que admitir que lo que se niega debe de ser de algún modo reconocido.
Con respecto a la pertenencia del fenómeno al sujeto, Ey insiste en ello y no se podría insistir demasiado en lo evidente: la alucinación es un error "amasado con la pasta de la personalidad del sujeto y hecho con su propia actividad". Dejando aparte las reservas que me inspira el empleo de las palabras "pasta y actividad", me parece claro, en efecto, que en los sentimientos de influencia y de automatismo el sujeto no reconoce sus propias producciones en su calidad de suyas. En esto, todos estamos de acuerdo: un loco es un loco. ¿Pero lo notable no es más bien que tenga que conocerlo? ¿Y el problema no consiste acaso en saber qué conoce de éI sin reconocerse allí?
Porque un carácter mucho más decisivo, por la realidad que el sujeto confiere a tales fenómenos, que la sensorialidad experimentada por éste en ellos o que la creencia que les asigna, es que todos, sean cuales fueren, alucinaciones, interpretaciones, intuiciones, y aunque el sujeto los viva con alguna extraneidad y extrañeza, son fenómenos que le incumben personalmente: lo desdoblan, le responden, le hacen eco, leen en él, así como éI los identifica, los interroga, los provoca y los descifra. Y cuando llega a no tener medio alguno de expresarlos, su perplejidad nos manifiesta asimismo en éI una hiancia interrogativa: es decir que la locura es vivida íntegra en el registro del sentido.
El patético interés que así conlleva da una primera respuesta al problema que acerca del valor humano de su fenómeno hemos planteado. Y su alcance metafísico se revela en la circunstancia el fenómeno de la locura no es separable del problema de la significación para el ser en general, es decir, del lenguaje para el hombre.
Ningún lingüista y ningún filósofo podría ya sostener, en efecto una teoría del lenguaje como de un sistema de signos que duplicara el de las realidades definidas por el común acuerdo de las mentes sanas en cuerpos sanos; apenas veo a Blondel que parezca creerlo en ese libro sobre la Conciencia mórbida que es por cierto, la elucubración mas limitada que se haya producido tanto acerca de la locura como del lenguaje, y para culminar en el problema de lo inefable, como si el lenguaje no lo planteara sin la locura.
El lenguaje del hombre, ese instrumento de su mentira, está atravesado de parte a parte por el problema de su verdad:
-sea que la traicione en tanto que él es expresión de su herencia orgánica en la fonología del flatus vocis; de las "pasiones del cuerpo" en sentido cartesiano, es decir, de su alma, dentro de la modulación pasional; de la cultura y de la historia que hacen su humanidad, dentro del sistema semántico que lo ha formado criatura;
-sea que manifiesta esta verdad como intención, abriéndola eternamente al problema  de saber cómo lo que expresa la mentira de su particularidad puede llegar a formular lo universal de su verdad.
Un problema en el que se inscribe toda la historia de la filosofía, desde las aporias platónicas de la esencia hasta los abismos pascalianos de la existencia y hasta la radical ambigüedad indicada por Heidegger allí, desde que verdad significa revelación.
La palabra no es signo, sino nudo de significación. Diga yo por ejemplo la palabra "telón", no solo por convención se designará el uso de un objeto al que pueden diversificar de mil maneras las intenciones con las que lo capta el obrero, el comerciante, el pintor o el psicólogo guestaltista, como trabajo, valor de cambio, fisonomía coloreada o estructura especial. Es, por metáfora, un telón de árboles; por retruécano, las ondas y los rizos del agua y mi amigo Leiris, que domina mejor que yo estos juegos glosolálicos. Es, por decreto, el límite de mi dominio, o por ocasión la pantalla de mi meditación en la habitación que comparto. Es, por milagro, el espacio abierto al infinito, el desconocido en el umbral, o la partida en la mañana del solitario. Es, por obsesión, el movimiento en que se trasluce la presencia de Agripina en el Consejo del Imperio, o la mirada de Madame de Chasteller al paso de Lucien Leuwen. Es, por equivocación, Polonio a quien hiero: »¡Una rata, una rata, una gran rata!" Es, por interjección en el entreacto del drama, el grito de mi impaciencia o la voz de mi cansancio. ¡Telón! Es, por fin, una imagen del sentido como sentido, que para descubrirse tiene que ser develado.
De ese modo se justifican y denuncian en el lenguaje las actitudes del ser, entre las cuales el "buen sentido" manifiesta a "la cosa más difundida del mundo", pero no hasta el extremo de reconocerse entre aquellos para quienes Descartes es, en esto, demasiado fácil.
Por eso en una antropología en la que el registro de lo cultural en el hombre incluye, como debe ser, eI de lo natural, se podría definir, concretamente, la psicología como el dominio de lo insensato, esto es, de todo cuanto forma nudo en el discurso, como lo indican suficientemente las "palabras" de la pasión.
Emprendamos este camino para estudiar las significaciones de la locura, como nos invitan a hacerlo los modos originales que muestra el lenguaje, esas alusiones verbales, esas relaciones cabalísticas, esos juegos de homonimia, esos retruécanos que han cautivado el examen de un Guiraud, y diré ese acento de singularidad cuya resonancia necesitamos oír en una palabra para detectar el delirio, esa transfiguración del término en la intención inefable, esa fijación de la idea en el semantema (que tiende aquí, precisamente, a degradarse en signo), esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neologismo, ese naufragio de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación, pero también esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica que marca, desde la unidad de un estilo hasta las estereotipias, cada forma de delirio, todo aquello por lo cual el alienado se comunica con nosotros a través del habla o de la pluma.
Ahí es donde se deben revelar ante nosotros esas estructuras de su conocimiento, acerca de las cuales resulta singular, aunque no, sin duda, por puro accidente, que hayan sido justamente mecanicistas, como Clérambault, como Guiraud, quienes mejor las hayan delineado. Por falsa que sea la teoría en que las han comprendido, ha resultado conciliar notablemente su espíritu con un fenómeno esencial de esas estructuras cual es la especie de "anatomía" que se manifiesta en ellas. Aun la referencia constante del análisis de un Clérambault a lo que éste llama, con un término un tanto diaforético, "lo ideogénico" no es otra cosa que la búsqueda de los límites de la significación. Así, paradójicamente, viene a desplegar, de un modo cuyo alcance único es de comprensión, ese magnífico abanico de estructuras que va desde los denominados "postulados" de los delirios pasionales hasta los fenómenos calificados de basales del automatismo menta.
Por eso creo que ha hecho más que nadie en pro de la tesis psicogenética; en todo caso vais a ver como lo entiendo.
Clérambault fue mi único maestro en la observación de los enfermos, después del muy sutil y delicioso Trénel, a quien cometí el error de abandonar demasiado pronto para postularme en las esferas consagradas de la ignorancia docente.
Pretendo haber seguido su método en el análisis del caso de psicosis paranoica que constituyó el objeto de mi tesis, caso cuya estructura psicogenética he demostrado y cuya entidad clínica he designado con el término mas o menos válido de paranoia de autopunición.
Aquella enferma me había atraído por la ardiente significación de sus producciones escritas, cuyo valor literario sorprendió a muchos escritores, desde Fargue y mi querido Crevel, que fueron los primeros en leerlas, hasta Joe Bousquet, que las comentó inmediata y admirablemente, y Eluard, que hubo de recoger no hace mucho su poesía "involuntaria". Se sabe que el nombre de Aimée, cuya persona he disfrazado, es el de la figura central de su creación novelesca.
Si refino los resultados del análisis que he hecho al respecto, creo que surge ya de ellos una fenomenología de la locura, completa en sus términos.
Los puntos de estructura que se revelan allí como esenciales se formulan como sigue: